EL CHU-KING * EL TA HIO * EL LUN-YU
EL TCHUNG-YUNG * EL MENG-TSEU
LOS CINCO GRANDES LIBROS DE POLÍTICA, MORAL
Y FILOSOFÍA DE LA ANTIGUA CHINA
Traducción, noticias preliminares y notas de
JUAN B. BERGUA
No obstante las numerosas notas destinadas a completar el texto,
sería para el lector del mayor interés tener al alcance de la mano el
tomo primero de la HISTORIA DE LAS RELIGIONES, de Juan B.
Bergua, donde en el capítulo destinado a China se trata ampliamente
de las religiones de este país; así como la MITOLOGIA UNIVERSAL,
también de Juan B. Bergua.
Colección «TESORO LITERARIO» núm. 20
CONFUCIO (Kung-Fu-Tsé)
y
MENCÍO (Meng-Tsé)
i - C - ' r . - „ ? * . > * . ' V C O S
CHINOS
LA RELIGION Y LA FILOSOFIA MAS ANTIGUAS
Y LA MORAL Y LA POLÍTICA MAS PERFECTAS
DE LA HUMANIDAD
TRADUCCION, NOTICIAS PRELIMINARES
Y NOTAS DE
JUAN B. BERGUA
SEGUNDA EDICION
C L A S I C O S B E R G U A
www.edicionesibericas.es
© Juan B. Bergua, 1969
Clásicos Bergua-Madrid
(España)
Depósito Legal: AV. 127.— 1969
N úmero de Registro: 3551 - 53
Impreso en España
Printed in Spain
Imprenta «Teresa de Jesús».—Calderón de la Barca, 7. AVILA
NOTICIA PRELIMINAR
EL PAIS DE LOS «HIJOS DEL CIELO»
No se sabe nada sobre los orígenes de la China. La
cronología no ofrece seguridad alguna sino a partir
del siglo V I I I antes de nuestra era. Los chinos, divididos
en pequeños principados feudales, ocupaban entonces
la cuenca media del río Amarillo, rodeados por todas
partes de bárbaros. Los señores reconocían la autoridad
de los «Hijo s del cielo», reyes de la dinastía Tcheu,
que habían sucedido, según parece, a las dinastías Hia
y Yin. Del siglo V I I I al VI, varios Estados feudales trataron
de obtener la supremacía. Del siglo V al siglo II,
la lucha se circunscribió entre dos de ellos: Ts-in y
Tch-u. En el siglo I I I , Ts-in realizó la unidad de China,
creó el Imperio y empezó la lucha contra los Hiong-nu.
A partir de este momento se sucedieron diversas dinastías
imperiales. Los Han (siglo I I a. de ]., I I d. de J.)
acabaron la unificación del Imperio y colonizaron toda
la cuenca del río Azul; tras destruir el poder de los
Hiong-nu, se pusieron en contacto con los tibetanos y
establecieron relaciones con diferentes pueblos de Asia
Central. En esta época fue cuando el budismo se introdujo
en China.
Los Tang (siglos V I I al IX ), tras rehacer la unidad
del Imperio, que había vuelto a dividirse en numerosos
principados, lucharon contra los turcos y conquistaron
la mayor parte de Asia, hasta la Dzungaria; pero luego
fueron vencidos por una coalición de árabes y tibetaños.
Por entonces, el comercio chino penetró profundamente
en Europa por el camino de la seda y por las
vías marítimas. Tras un período aún de feudalismo disgregante,
los Sing (960-1280) gobernaron en toda la China;
pero, vencidos por los tártaros, tuvieron que refugiarse
en la China del Sur; los tártaros fueron vencidos,
a su vez, por la invasión mongola. Con la dinastía
de los Yuan, efímera dinastía mongola, coincidió una
larga expansión política y comercial, y fue entonces,
cuando la China se abrió a los extranjeros y a la propaganda
cristiana. Una reacción nacional trajo al poder
a la dinastía de los Ming, que fueron reemplazados
por otra dinastía extranjera: la de los Ts-ing (1644-1912).
Los primeros emperadores de esta dinastía volvieron
a emprender la conquista del Asia Central; pero sus
sucesores fueron molestados por los progresos rusos en
Siberia y la llegada y establecimiento al sur, con pretextos
culturales y de protección ( comerciales y coloniales
en realidad), de diferentes Estados europeos.
Vencidos por Inglaterra, Francia y el Japón, que resucitaba
rápidamente, tuvieron que ceder la soberanía. de
Anam, Corea y Formosa y abrir a los extranjeros las
puertas del resto del Imperio (1839-1895), y con todo
ello encender el avispero que aún zumba, cada día más
amenazador.
Un movimiento nacionalista ( el asunto llamado de los
«Boxers», 1898-1900) contra los intrusos extranjeros que
se habían hecho conceder por la fuerza diversos territorios
chinos en una especie de arriendo, originó la
intervención de ocho naciones, entre ellas el Japón, para
quien aquel vecino enorme, blando y sin organización
ni fuerza, era bocado fácil y apetitoso; terreno ideal para
su expansión (1).
La guerra ruso-japonesa, que tuvo lugar, por cierto, en
territorio chino, dio ocasión al establecimiento de los
japoneses en Manchuria y Corea. Tanta humillación y
desastre hizo impopular a la dinastía reinante, ocasionando
la revolución al sur, en Cantón, dirigida por Sun
Yat-sen, médico chino, educado en Europa, protestante
y socialista, y la proclamación de la República, E l norte,
tras el suicidio de Yuan Che-kai, que de virrey se
había erigido en emperador, comenzó un período de dictaduras
militares y de anarquía, que no acabó sino cuando
Tchang Kai-chek, sucesor de Sun Yat-sen, muerto en
1925, entró en Pekín (1928) y se hizo proclamar presidente
de la República.
Luego fue la ocupación de Manchuria por los japoneses
en 1931, la de la provincia de Jehol en 1932 y la formación
del Estado independiente del Manchukuo, al
frente del cual los invasores pusieron a un rey fantasma:
a Pu-Yi, heredero destronado de la caída dinastía
Mandchu. Resultado de todo ello: la guerra chino-japonesa,
en la que este país no pudo obtener un triunfo
definitivo a causa de la ayuda eficaz y descarada prestada
a los chinos por Inglaterra, los Estados Unidos y
la U.R.S.S.
En 1941, China declaró la guerra al Eje (Alemania,
Italia, Japón) y luchó junto a los aliados en Birmania.
La derrota, de los japoneses devolvió a los chinos cuantos
territorios les habían arrebatado aquéllos; pero al
mismo tiempo estalló la rivalidad entre el partido comunista
(que había aprovechado las luchas y desórdenes
anteriores de su país para organizarse poderosamente,
apoyado por la Rusia soviética) y el nacionalista
de Tchang Kai-chek. Dueños los comunistas de la China
del Norte desde 1947, continuaron progresando, y en
1949, tras apoderarse de Shanghai y amenazar Nankín,
obligaron a Tchang Kai-chek a refugiarse en Formosa,
donde sigue, sostenido por los americanos.
Al punto se inició la supremacía de Mao, que aún
continúa.
LAS PRIMERAS M ISIONES EN CHINA
Como dicho queda, fue la dinastía mongola la que
abrió el misterioso país de Oriente a los extranjeros,
y con ello, a la propaganda cristiana. Recuérdese que
Marco Polo (1254-1323) llegó a China, luego de haberatravesado
Badakhchan y el desierto de Gobi, siendo
recibido favorablemente por el Gran Khan (Kublaikhan),
de cuya personalidad, corte, grandeza y dominios
hizo tan brillante y fabulosa relación en su libro.
Pero esta primera propaganda cristiana, empezada con
los mongoles por misiones tanto católicas como protestantes,
se vio pronto interrumpida, no volviendo a
iniciarse seriamente sino a principios del siglo X V II,
desde cuya época ha continuado de una manera regular,
bien que con suerte varia, hasta el advenimiento de la
República china, en que pudo intensificarse gracias a
la proclamación por el nuevo Estado de la libertad de
cultos. Actualmente, con el comunismo, parece haber
entrado en una fase menos favorable. Pero dejemos
esto, mal conocido aún, para ocuparnos de algo de mucho
interés; eq'decir, del estado social y religioso del
enorme Imperio de los «H ijo s del Cielo» cuando los misioneros
jesuítas, a principios del siglo X V II, volvieron
a pisar el suelo del Celeste Imperio.
LA GRAN SORPRESA
China fue siempre un pueblo, o reunión de pueblos,
misterioso para los europeos. Si hoy mismo no se sabe
gran cosa de la evolución que en él se está realizando,
antes de su « comunización» no estábamos tampoco mucho
mejor informados. Durante siglos, el Lejano Oriente
estuvo totalmente aislado de los focos de civilización
occidental. N i la guerra y el comercio, medios de comunicación
por excelencia entre los pueblos, a los que,
como a los hombres, nada les mueve tanto como el interés,
pudieron quebrantar su aislamiento. Grecia y
Roma no parece que tuvieron, o apenas, contacto con el
remoto Imperio de los « Hijos del Cielo». Alejandro detuvo
sus conquistas muy lejos de sus fronteras de entonces.
Fue preciso llegar al siglo X I I I , en época de la
primera dinastía mongola, para que el remoto y misterioso
país empezase al fin a hacerse permeable a la
curiosidad europea. Entonces, algunas informaciones inciertas
de comerciantes audaces y, sobre todo, los interesantísimos
y seguramente exagerados relatos de Marco
Polo, empezaron a descorrer un poco el velo que
durante tantos siglos había envuelto a quellos nebulosos
países lejanos. En fin, en el siglo X V I I y siguientes, la
audacia, valor y tesón de las misiones, la incontenible
expansión comercial, el avance ruso en Siberia, la rapacidad
del Japón naciente y las codicias e insolencias
europeas en busca de mercados, permitieron descorrer
con alguna amplitud el velo que envolvía a la misteriosa
esfinge. Velo que ha vuelto a caer no menos espeso desde
que el comunismo ha clavado su garra en aquel país.
Pero aquellos ardientes misioneros jesuítas del siglo
X V II, ¿qué encontraron, cómo vieron al pueblo chino,
en el que tan audaz y valerosamente pusieron sus
plantas al comenzar el mencionado siglo? Si juzgamos
por ayer mismo (y puede hacerse sin temor a errores
graves, dado el mortecino evolucionar hasta hace poco
de este pueblo), verían y encontrarían, como fácil es
imaginar, un extraño hormiguero humano, víctima físicamente
del hambre, de la desigualdad social y de la
miseria; espiritualmente, un rebaño oscuro, sumido en
cultos extraños, mágicos y supersticiosos, al que unos
cuantos mandarines, déspotas e insolentes, imponían su
férula arbitraria. Verdadera manada de esclavos, regidos
caprichosamente por gobernadores dependientes de
un soberano tan misterioso como ridículo e inaccesible.
Un pueblo inmenso, cuya religión o religiones eran una
mezcla absurda y disparatada de ceremonias extrañas,
sacrificios torpes, cultos brujos y pagodas llenas de
bonzos pedigüeños e ignorantes y de ídolos grotescos.
Un país ideal, en fin, para ser instruido, redimido y
liberado.
Y luego, poco a poco, a medida que los portadores de
la nueva fe fueron aprendiendo el idioma y conociendo
verdaderamente almas y país, sus costumbres y, sobre
todo, su pasado, ¡la gran sorpresa!
Es decir, la serie de sorpresas sucesivas que les fueron
enseñando: primero, que aquel pueblo, tan necesitado
de ayuda, aquel pueblo hambriento y atrasado,
había sido la cuna de la civilización humana; segundo,
que sus religiones habían tenido como base otras de
una sabiduría y de una moral asombrosamente perfectas.
En fin, que jamás una doctrina religiosa conserva
mucho tiempo su pureza original, sino que pronto, al
contrario, se desfigura y torna imposible de reconocer
a causa de su mezcla con los restos de los elementos
atávicos de las religiones precedentes; de tal modo, que
en el transcurso de los tiempos sus adeptos acaban por
poner «religiosamente» en práctica, o sea con todo celo
y buena fe, preceptos diametralmente opuestos y hasta
contrarios a los de su fundador.
Por muy dichgsos, en efecto, se debieron de dar aquellos
buenos misioneros, de que la casualidad hubiese
hecho nacer en China sabios de una inteligencia tan
clara y de un espíritu tan noble y tolerante cual los fundadores
de los sistemas religiosos y morales seguidos
por los hombres que pretendían evangelizar, pues de
otro modo diversa hubiese sido su suerte y muy distinta
la afable acogida que obtuvieron.
¿Quiere esto decir que las ideas admirables de aquellos
sabios ilustres siguiesen enteramente, en vigor?
Evidentemente, no, puesto que, siendo los ideales de los
pueblos lo que más contribuye a su grandeza, y dominando
siempre a las otras naciones aquellas que poseen
los ideales más elevados, no hubiese podido el pueblo
chino llegar al estado de decadencia y abatimiento espiritual
y material en que le encontraban, de haberse conservado
intacta la grandeza del tesoro moral de aquellos
antiguos filósofos.
Pero veamos un poco estos sistemas religiosos a que
hago referencia, cuya tolerante moral permitió a los
misioneros jesuítas empezar a batir en brecha, sin grave
perjuicio personal para ellos, lo que los hombres
suelen defender de ordinario con más fanático tesón:
sus creencias religiosas.
LAS RELIGIONES DE CHINA *
Cuando las doctrinas de los Evangelios empezaron a
intentar abrirse paso en el Imperio chino, había en este
vasto país tres religiones oficiales o, si se quiere, tres
manifestaciones diferentes, puesto que las tres se completaban,
de la religión admitida, a saber: el confucismo,
el taoísmo y él budismo. Las dos primeras, originarias
del país; la última, importada, bien que ya perfectamente
aclimatada y admitida desde el siglo I de
nuestra era.
Digo que se completaban porque cada una de ellas
por sí sola no era capaz de satisfacer esa inquietud espiritual,
mezcla de temor, duda, interés y esperanza que
hace a las criaturas religiosas. Temor y duda de que la
muerte no acabe con las sensaciones; interés y esperanza
de obtener algo bueno en el más allá; y, por ello, el
tratar de atraerse, mediante preces y ofrendas, el favor
de los seres a los que temen y de los que esperan.
E l confucismo, filosofía más que religión propiamente
dicha, sólo hubiese bastado para aquellos que,
seguros de la fuerza de sus creencias, cruzaban la vida
protegidos por una serena calma estoica. Los perseguidos,
en cambio, por dudas ultraterrenas hallaban un
bálsamo consolador en las doctrinas metafísicas del budismo.
Los aún más perseguidos por los temores de lo
desconocido, por las tinieblas del más allá y por la duda
de lo que pudiera existir tras la muerte, éstos encontra*
Véase en el tomo I de mi Historia de las relativo a las de la China y a Confucio, t raRtealdigoio naellsí tcoodno llao debida amplitud.
ban en los dogmas taoístas con qué dar paz a su espíritu
atormentado.
¿Cómo y en qué proporción estaban (y están aún) repartidas
las tres creencias?
Preciso es reconocer, ante todo, que siempre, en el
transcurso de los siglos, el confucismo fue la doctrina
predominante en la corte y entre los hombres letrados.
Como es preciso declarar que si budismo y taoísmo
fueron constantemente tolerantes con su rival, éste
no se mostró asimismo tan transigente, bien que sus
persecuciones no adquiriesen 'jamás el grado de fanatismo
y de crueldad de las persecuciones religiosas en
Occidente. Y ello, sin duda, porque, siendo el confucismo,
como dicho queda, más bien filosofía que religión,
jamás una filosofía empuja a sus adeptos a persecuciones
implacables. Además, si en Occidente las
guerras políticas fueron siempre sostenidas por violentos
celos religiosos, en China, por el contrario, se ha
solido dar carácter religioso, para justificarlas, a la mayor
parte de las luchas políticas (2).
Todo ello daba como resultado que si los letrados
confucistas despreciaban el budismo, el taoismo y a su
clero, muy inferior a ellos en cultura, el pueblo, sin
hacer una distinción especial entre las tres creencias,
usaba las tres religiones, aplicando los preceptos de
cada una como mejor convenía a cada circunstancia y
a cada momento. Así, el dicho chino «las tres religiones
no hacen sino una» era la regla general, regla que permitía
a cada uno ir al templo que más le placía (3).
Por supuesto, ni Confucio ni Laotsé, padre del taoísmo,
fueron verdaderos fundadores de religiones. Cuanto
hicieron, como Sakiamuni, fue modificar y adaptar
a nuevas condiciones de vida y a otras necesidades espirituales
sistemas religiosos ya anticuados. Las religiones,
como todo lo humano, son hijas del tiempo y del
espacio: en éste nacen y en aquél mueren. Confucio, al
infundir nueva vida a la envejecida sabiduría antigua
del pueblo chino, tomó la vía político-religiosa; Laotsé,
la ascético-mística (4). Pero si el confucismo había
degenerado en el transcurso de los siglos, en él taoísmo
no prendió menos pronto el antiguo animismo espiritualista
y mágico que en China, como en todos los
pueblos, -fue la primera religión organizada (5).
De donde resulta que la religión que encontraron
aquellos animosos misioneros del siglo X V I I al llegar
a China, la religión dominante en el país entonces, como
ahora (6), fue una mezcla de las tres grandes doctrinas
implantadas sobre la primitiva magia religiosa, de cuyas
supersticiones tan sólo los letrados confucistas superiores
han estado siempre alejados.
Ahora bien, las tres religiones implantadas sobre la
primitiva magia ¿eran las de aquellos tres hombres eminentes?
En modo alguno. Lo que hallaron fue una torpe amalgama
del antiguo animismo espiritualista y mágico con
las doctrinas ya muy degeneradas y modificadas de los
tres fundadores. Amalgama en la que predominaban las
prácticas mágicas, que no eran, en realidad, ni confucistas
ni taoístas, sino que constituían una mezcla de.
ambos cultos a lo que se añadían prácticas budistas.
Tal era la religión del pueblo y del letrado medio confucista,
lleno también de supersticiones, a las que los
taoístas se entregaban asimismo.
Es decir, que el confucismo aquel, lejos de ser el
culto moral de otros tiempos, se entregaba a un animismo
que permitía la adoración de dioses y demonios.
Entre aquéllos estaba el Cielo, divinidad suprema y que
no era en modo alguno el lugar reservado a los justos
tras la muerte, sino que se tomaba esta palabra en un
sentido más lato al que daban los misioneros católicos
a la palabra Providencia; pero sin unir a ella ninguna
idea personal.
P o r supuesto, la religión de Confucio siempre tuvo
sus raíces en el animismo. En aquel animismo primitivo,
que fue. la primera religión propiamente dicha de
China; animismo que inculcaba el culto de las fuerzas
de la Naturaleza y el de los espíritus que mandaban en
los fenómenos naturales (7); espíritus, claro está, que
dependían, a su vez, de un Soberano Supremo personal,
que gobernaba la creación entera. Más tarde, la idolatría
búdica y el culto taoísta a los héroes movieron a canonizar
a los guerreros y a los hombres de Estado (8), lo
que, unido al culto en honor de los muertos y a los sacrificios,
daban aquel caos religioso, tan distinto de las
primitivas doctrinas de Laotsé y de Confucio.
En resumen, él confucismo comprendía entonces,
cuando los misioneros del siglo X V II, cual comprende
aún hoy, además de la forma muy degenerada del primitivo
culto aconsejado y seguido por Confucio mismo,
el culto a él mismo y a algunos de sus discípulos (9).
El taoísmo veneraba a sus divinidades y observaba las
prácticas de su escuela, muy degeneradas a su vez, pues
tras haber abandonado la búsqueda de lo absoluto y
de la inmortalidad, se daba, y sigue dándose, a la brujería,
a la taumaturgia y a la práctica y culto de la
magia anterior a Laotsé y a Confucio. Añádase a esto
las prácticas budistas, muy particularmente sus oficios
por los muertos, y las seguidas por una decena de millones
de musulmanes, y tendremos completo el cuadro
religioso que hallaron al llegar a China aquellos misioneros
jesuítas hace tres siglos. Que, por cierto, una vez
versados en la lengua y ya conocedores de la obra y
méritos de los dos grandes sabios, muy particularmente
de Confucio; admirados de su sorprendente y profunda
sabiduría, de sus enseñanzas tan morales y perfectas y
al darse cuenta de que, gracias a él, que había recogido
en sus libros los documentos más antiguos de la historia
del Mundo, la civilización china podía considerarse
como la primera no solamente en origen, sino en perfección;
en fin, ante la alta razón y sentido eminentemente
moral que presidía la obra del gran Maestro,
propusieron al Papa de Roma que le incluyese entre
los Santos de la Iglesia.
No fueron escuchados, claro; pero el gesto fue generoso
y noble. I r a enseñar y encontrarse que tenían que
aprender; a llevar cultura y enfrentarse con otra que
moralmente no podían sobrepujar; portadores de civilización
y tener que detenerse ante otra más avanzada,
y reconocer todo esto e inclinarse ante ello, fue justo y
fue hermoso. Porque, en efecto, ¿dónde encontrar, fuera
del «Chu-King», ideas más puras sobre la divinidad y
su acción continua y benéfica sobre el Mundo? ¿Dónde
una más elevada filosofía? ¿Dónde que la razón humana
haya estado jamás mejor representada? ¿En qué
libro sagrado de cualquier tiempo, máximas más hermosas?
¿E ideas más nobles y elevadas que en el «Lun-
Yu», ni una filosofía como la de las «Conversaciones»,
que, lejos de perderse en especulaciones vanas, alcanza
con sus preceptos a todas las ocasiones de la vida y a
todas las relaciones sociales, y cuya base primordial es
la constante mejora de sí mismo y de los demás?
He aquí por qué Confucio, tras él, Mencio (10), y más
tarde Tchu-hi (11) deben ocupar puestos preeminentes
entre los genios que han iluminado con su brillo el
camino de la humanidad, guiándola por la senda de la
civilización y del verdadero progreso.
Mientras que otras naciones de la tierra levantaban
por todas partes templos a dioses imaginarios (a animales
muchas veces} o a divinidades imposibles, brutales,
crueles y sanguinarias, es decir, a su imagen, los
chinos los erigían en honor del apóstol de la sabiduría
y de la tolerancia, del gran maestro de la moral y de la
virtud: Confucio.
Veamos quién era y cómo era este gran hombre, a
quien la admiración de sus compatriotas llevó a los
altares.
LA VIDA
Kung-Fu-Tsé (12) vio la luz, según se dice, el décimo
mes del año 552 a. de J. (13). Su padre, Schu-Liang-Ho,
antiguo guerrero, viejo ya y temiendo morir sin sucesor
varón que continuase celebrando el culto a los antepasados,
pues de su mujer legítima no tenía sino nueve
hijas (14), repudió a ésta y solicitó en matrimonio a
una de las tres herederas de otra familia honorable:
de cierto caballero de la casa de Yen. Este reunió a sus
hijas y las hizo saber el propósito y cualidades del
setentón, y ante el silencio elocuente de sus hermanas,
la más pequeña aceptó la carga. Meses después nacía
el futuro maestro, que fue denominado primeramente
Kin (15).
A propósito de su infancia se dice que gustaba entretenerse
imitando las ceremonias rituales y limpiando
y ordenando cuidadosamente las vasijas destinadas a
los sacrificios (16). Fuera de este detalle, todo lo relativo
a sus primeros años ha pasado sumido en un razonable
silencio (17).
A los diecinueve años contrajo matrimonio y, como
era pobre, tuvo que aceptar para poder vivir varias
colocaciones subalternas, en las que pronto se hizo notar
a causa de su escrupuloso celo en el cumplimiento
de sus obligaciones (18). Este celo, unido a la inteligencia
y buen juicio que demostró en la administración
de sus cargos,1 debieron atraer ya sobre él la atención
pública. Las diferencias y querellas entre los proveedores
de granos y los pastores, con los cuales tuvo que
tratar, debieron darle ocasión más de una vez para que
demostrase, interviniendo, cualidades de sensatez, prudencia,
buen juicio y rectitud, que empezaron a labrar
en torno suyo la aureola de sabio, que ya no hizo sino
crecer de día en día. Por su parte, pronto debió comprender
claramente cuán necesario era en una época
tan revuelta y turbada cual en la que vivía, simplificar
el enmarañadísimo tinglado de la moral y enseñanzas
tradicionales, y sintiéndose con ánimos para llevar a
cabo tan ardua labor, se aplicó al estudio, con la esperanza
de hacer llegar al pueblo la esencia y virtud de
aquella ciencia antigua que tal cual estaba no comprendían.
Y fue por entonces, en plena juventud y en pleno
ardor, cuando tuvo el atisbo genial de enunciar su «regía
de oro», la sublime máxima sobre la que tantas
veces se ha vuelto después: «N o hagáis a otros lo que no
quisierais que os hiciesen a vosotros mismos» (19).
De su vida privada se sabe muy poco. De su mujer,
nada o casi nada. Tuvo con ella un hijo y dos hijas. El
hijo murió el año 482, año particularmente funesto para
Confucio, puesto que la muerte te arrebató también a
Yan-Hui, su discípulo predilecto, el que mejor le comprendía
(20). En cambio, el hijo de Confucio no tenía
la grandeza de su padre; parece ser que era tranquilo
y poco sobresaliente. Murió a los cincuenta años, tras
haber vivido inadvertido. Dejó un hijo de treinta, llamado
Tsi Si, que llegó a ser, tras la muerte de su abuelo,
un jefe de escuela estimable.
E l matrimonio de Confucio no duró sino cuatro años.
La ruptura debió de tener lugar de un modo efectivo,
y por causa, la larga ausencia de Kungtsé con motivo
de la muerte de su madre.
En efecto, Confucio, siguiendo la costumbre de su
época, que obligaba a los hijos a un prolongado retiro
cuando morían sus padres, permaneció recogido durante
veintisiete meses, y seguramente entregado a la meditación
de sus planes futuros, al morir su madre, a la
que, por ¡o visto (debía de ser una mujer delicada e
inteligente), le unía un afecto singular. La enterró junto
a su padre, en Fang. Por el «L ib ro de los Ritos» y po r
uno de los libros de las «Conversaciones» se tienen
noticias bastantes precisas de todos estos sucesos (21).
Acabado el duelo empezó su verdadera vida de maestro.
Con su mujer no volvió a tener relación alguna;
con otra mujer cualquiera, tampoco. Toda su vida no
fue ya sino ejemplo y enseñanza. Y peregrinación de
un Estado a otro, ofreciendo sus servicios, sus consejos
y su ejemplo.
En realidad, poco después de su matrimonio había
empezado ya a enseñar y a tener discípulos, pese a su
temprana edad (veintidós o veintitrés años), porque
su sabiduría, según se cuenta, era muy grande. Pero,
tras el retiro, su existencia entera no fue ya otra cosa.
Tanto más cuanto que entonces pudo hacer beneficiar
a los que le seguían, cuyo número aumentaba incesantemente
(se cuenta que llegó a tener 3.000 discípulos),
del fruto de sus meditaciones junto a la tumba de sus
padres.
Las enseñanzas de Confucio, sin contar las ocasiones
que su vida errante le ofrecía de decir y aconsejar,
comprendían conocimientos fijos a propósito de historia,
literatura, moral y, sobre todo, música y política.
Hasta él podían llegar y ser sus discípulos no solamente
los hijos de las familias ricas, sino los pobres. Amor
hacia la virtud y espíritu de t/abajo era cuanto exigía
para ser seguido. El secreto de su éxito estaba, por lo
demás, tanto en su palabra como en su ejemplo (22).
Como Sókrates, Confucio debía de ser uno de esos hombres
de tan certero juicio y perfecta honradez cívica,
de tan austera moral y tal pureza de vida, de costumbres
tan equilibradas y sanas, que se buscaba con avidez
su compañía y su consejo. Por otra parte, su talento
natural y su innato conocimiento de los hombres
le habían dadoi'sin duda desde muy pronto, esa experiencia
de la vida que de ordinario tan sólo se consigue
a fuerza de tiempo, de dolores y de desengaños. Todo
ello, unido a su certero instinto pedagógico, hacía de él
un maestro perfecto. Además, un fondo de segura razón
y un perfecto equilibrio espiritual que le hacían huir
siempre tanto de lo sobrenatural como de lo revolucionario
y violento, su delicadeza de sentimientos y su
profunda humanidad, hacían de él un refugio tan placentero
como razonable y seguro (23).
Por entonces, tendría Confucio treinta años, puede
situarse su gran viaje a Lo, capital del antiguo reino
Tschu (24), viaje que le permitió, entre otras grandes
emociones, conocer a Laotsé o Lao Tan, que era a la sazón
bibliotecario de la corte y que gozaba de grandísimo
prestigio (25).
Laotsé, que no creía en los dioses ni en los seres
sobrenaturales, dio sabios consejos a su visitante (26).
Tras esta entrevista viene un período de cerca de
veinte años, durante los cuales el maestro viaja, enseña
y se pone en contacto con diferentes príncipes, en cuyas
rivalidades y querellas interviene, solicitado por
ellos. Cierto que, en general, de modo no muy fructuoso,
pues nada más arisco a los ambiciosos y violentos
que los consejos prudentes. Y doblaba ya los cincuenta
cuando el príncipe de Lu le hizo, primero, ministro de
Trabajos Públicos (27), y un año más tarde, ministro
de Justicia (28). En este cargo sus ideas se revelaron
no menos prácticas que en el anterior, y sus procedimientos
de administración de justicia dieron resultado
excelente (29).
No obstante, Confucio no ejerció el cargo sino cuatro
años. Cuando en el vecino Estado de Ts-i supieron que
había sido elevado a tan importante puesto, temiendo
que, gracias a sus consejos, el país que los recibía se
engrandeciese demasiado, llenos de recelo y de temor,
pues nada más peligroso para el débil que la proximidad
del fuerte, decidieron anularle. Es decir, contrarrestar
su obra de rectitud y depuración de costumbres.
Y escogiendo para ello una compañía de ochenta danzarinas
diestras no solamente en tocar toda clase de
instrumentos sino en las artes de seducción, se las enviaron
al duque de Lu, sabiendo muy bien cuál era el
flaco de este príncipe. Y, en efecto, no tardó el libertino
en abandonar con alegría la severa vida a que Confucio
le había constreñido con sus consejos y ejemplos, para
entregarse de nuevo a los placeres carnales y a toda
suerte de desarreglos y extravíos. Entonces, Confucio,
al ver, tras varios días en que inútilmente trató de obtener
audiencia de su soberano, que cuanto había hecho
durante muchos meses se había venido al suelo, abandonó
su cargo y hasta el país, y se marchó desilusionado
y decidido a no ofrecer sus servicios sino a un hombre
íntegro, si le encontraba. Luego, tras trece años de
buscar en vano, volvió a Lu. Pero, en vez de entrar otra
vez al servicio del duque, dedicó el tiempo que le quedó
de vida, de sesenta y ocho a setenta y dos años, a continuar
su magna labor de extractar los textos clásicos.
Al comenzar el verano del año 419 se extinguió la vida
terrenal del maestro. Parece ser que ciertos ensueños
que tuvo le anunciaron su próximo fin y le prepararon
a él. Según se afirma, se vio* en ellos sentado en el
templo entre pilastras rojas. También se dice que una
mañana se levantó al alba y paseó por el patio, cantando,
dificultosamente: «E l taischan se derrumba, la viga
se rompe, el sabio termina su vida.» Luego volvió a su
habitación y guardó silencio. Tsi Kung le preguntó qué
significaba su canción. Entonces Confucio, tras referirle
su sueño, añadió: «N o veo ningún rey sabio. ¿Quién
podría escucharme? ¡Tengo que m o rir!» Luego se acostó
en su lecho y tras lenta agonía, que duró siete días,
acabó (30).