Yo estaba de buen humor, así fue, que después de
dirigirle algunas bromas a Calixto, que con su aire de zonzo estudiado, ha
hecho ya una revolución en las provincias, para que veas lo que es el país,
tomé a mi turno la palabra.
Y este cuento me permitirás que se lo dedique a un mi
amigo que ha hecho la guerra en el Paraguay como oficial de un batallón de
Guardia Nacional.
Se llama Eduardo Dimet, y como le quiero, me
permitirás no te haga la pintura de su carácter y cualidades; porque los
colores de la paleta del cariño son siempre lisonjeros y sospechosos.
Voy a mi cuento.
El cabo Gómez, era un correntino que se quedó en
Buenos Aires cuando la primera invasión de Urquiza, que dio en tierra con la
dictadura de Rosas.
Tendría Gómez así como unos treinta y cinco años; era
alto, fornido, y columpiábase con cierta gracia al caminar; su tez era entre
blanca y amarilla, tenía ese tinte peculiar a las razas tropicales; hablaba con
la tonada guaranítica, mezclando, como es costumbre entre los correntinos y
entre los paraguayos vulgares, la segunda y la tercera persona; en una palabra,
era un tipo varonil simpático.
Marchó Gómez a la guerra del Paraguay, en el primer
batallón del primer regimiento de G. N. que salió de Buenos Aires bajo las
órdenes del comandante Cobo, si mal no recuerdo, y perteneció a la compañía de
granaderos.
El capitán de ésta, era otro amigo mío, José Ignacio
Garmendia, que después de haber hecho con distinción toda la campaña del
Paraguay, anda ahora por Entre Ríos al mando de un batallón.
Un día leíase en la Orden General del 2º Cuerpo de
Ejército del Paraguay, a que yo pertenecía: "Destínase por
insubordinación, por el término de cuatro años, a un cuerpo de línea al soldado
de G. N. Manuel Gómez".
Más tarde presentóse un oficial en el reducto que yo
mandaba, que lo guarnecía el batallón 12 de línea, creado y diciplinado por mí,
con esta orden: "Vengo a entregar a usted una alta personal".
Llamé a un ayudante y la alta personal fue recibida y
conducida a la Guardia de Prevención.
Luego que me desocupé de ciertos quehaceres, hice
traer a mi presencia al nuevo destinado para conocerle e interrogarle sobre su
falta, amonestarle, cartabonearle y ver a qué compañía había de ir.
Era Gómez, y por su talla esbelta fue a la compañía
de granaderos.
José Ignacio Garmendia comía frecuentemente conmigo
en el Paraguay, así era que después de la lista de tarde casi siempre se le
hallaba en mi reducto, junto con otro amigo muy querido de él y mío, Maximio
Alcorta, aunque este excelente camarada, que lo mismo se apasiona del sexo
hermoso que feo, tiene el raro y desgraciado talento de recomendar de vez en
cuando a las personas que más estima, unos tipos que no tardan en mostrar sus
malas mañas.
¡Cosas de Maximio Alcorta!
La misma tarde que destinaron a Gómez, Garmendia
comió conmigo.
Durante la charla de la mesa -ya que en campaña a un
tronco de yatay se llama así- me dijo que Gómez había sido cabo de su compañía;
que era un buen hombre, de carácter humilde, subordinado, y que su falta era
efecto de una borrachera.
Me añadió que cuando Gómez se embriagaba, perdía la
cabeza, hasta el extremo de ponerse frenético si le contradecían, y que en ese
estado lo mejor era tratarlo con dulzura, que así lo había hecho él siempre con
el mejor éxito.
En una palabra, Garmendia me lo recomendó con esa
vehemencia propia de los corazones calientes, que así es el suyo, y por eso
cuantos le tratan con intimidad le quieren.
La varonil figura de Gómez y las recomendaciones de
Garmendia predispusieron desde luego mi ánimo en favor del nuevo destinado.
A mi turno, pues, se lo recomendé al capitán de la
compañía de granaderos, diciéndole todo lo que me había prevenido Garmendia.
El tiempo corrió...
Gómez cumplía estrictamente sus obligaciones,
circunspecto y callado, con nadie se metía, a nadie incomodaba. Los oficiales
le estimaban y los soldados le respetaban por su porte. De vez en cuando le
buscaban para tirarle la lengua y arrancarle tal cual agudeza correntina.
En ese tiempo yo era mayor y jefe interino del
batallón 12 de línea. Todos los sábados pasaba personalmente una revista
general.
Me parece que lo estoy viendo a Gómez, en las filas,
cuadrado a plomo, inmóvil como una estatua, serio, melancólico, con su fusil reluciente,
con su correaje lustroso, con todo su equipo tan aseado que daba gusto.
Gómez no tardó en volver a ser cabo.
Habrían pasado cinco meses.
Un día paseábame yo a lo largo de la sombra que
proyectaba mi alojamiento, que era una hermosa carreta.
Esto era en el célebre campamento de Tuyutí, allá por
el mes de agosto.
¡En qué pensaba, cómo saberlo ahora! Pensaría en lo
que amaba o en la gloria, que son los dos grandes pensamientos que dominan al
soldado. Recuerdo tan sólo que en una de las vueltas que di una voz conocida me
sacó de la abstracción en que estaba sumergido.
Di media vuelta, y como a unos seis pasos a
retaguardia, vi al cabo Gómez, cuadrado, haciendo la venia militar, doblándose
para adelante, para atrás, a derecha e izquierda así como amenazando perder su
centro de gravedad.
Sus ojos brillaban con un fuego que no les había
visto jamás.
En el acto conocí que estaba ebrio.
Era la primera vez desde que había entrado en el
batallón.
Por cariño y por las prevenciones que me había hecho Garmendia,
le dirigí la palabra así:
-¿Qué quiere, amigo?
-Aquí te vengo a ver, che comandante, pa que me des
licencia usted.
-¿Y para qué quieres licencia?
-Para ir a Itapirú a visitar a una hermanita que me
vino de la Esquina.
-Pero hijo, si no estás bueno de la cabeza.
-No, che comandante, no tengo nada.
-Bien, entonces, dentro de un rato, te daré la
licencia, ¿no te parece?
-Sí, sí,
Y esto diciendo, y haciendo un gran esfuerzo para dar
militarmente la media vuelta y hacer como era debido la venia, Gómez giró sobre
los talones y se retiró.
Pasó ese día, o mejor dicho llegó la tarde, y junto
con ella Garmendia.
Contéle que Gómez se había embriagado por primera
vez, y me dijo que debía haberío hecho para perder el miedo de hablar con el
jefe, que cuando estaba en su batallón así solía hacer algunas veces.
Como él y yo nos interesábamos en el hombre, sobre
tablas entramos a averiguar cuánto tiempo hacía que estaba ebrio cuando habló
conmigo.
Llamé al capitán de granaderos, le hicimos varias
preguntas y de ellas resultó exactamente lo que me acababa de decir Garmendia:
que Gómez había tomado para atreverse a llegar hasta mí.
Empezando por el sargento primero de su compañía y
acabando por el capitán, a todos los que debía les había pedido la venia para
hablar conmigo estando en perfecto estado; de lo contrario, no se la habrían
concedido.
Al otro día de este incidente, Gómez estaba ya bueno
de la cabeza. Iba a llamarlo, mas entraba de guardia, según vi al formar la
parada y no quise hacerlo.
Terminado su servicio, le llamé, y recordándole que
tres días antes me había pedido una licencia, le pregunté si ya no la quería.
Su contestación fue callarse y ponerse rojo de
vergüenza.
-¿Por cuántos días quiere usted licencia, cabo?
-Por dos días, mi comandante.
-Está bien; vaya usted, y pasado mañana, al toque de
asamblea, está usted aquí.
-Está bien, mi comandante.
Y esto diciendo, saludó respetuosamente, y más tarde
se puso en marcha para Itapirú, y a los dos días, cuando tocaban asamblea, la
alegre asamblea, el cabo Gómez entraba en el reducto, de regreso de visitar a
su hermana, bastante picado de aguardiente, cargado de tortas, queso y cigarros
que no tardó en repartir con sus hermanos de armas.
Yo también tuve mi parte, tocándome un excelente queso
de Goya, que me mandaba su hermana, a quien no conocía.
¡En el mundo no hay nada más bueno, más puro, más
generoso que un soldado!
El tiempo siguió corriendo.
Marchamos de los campos de Tuyutí a los de Curuzú
para dar el famoso asalto de Curupaití.
Llegó el memorable día, y tarde ya, mi batallón
recibió orden de avanzar sobre las trincheras.
Se cumplió con lo ordenado.
Aquello era un infierno de fuego. El que no caía
muerto, caía herido y el que sobrevivía a sus compañeros contaba por minutos la
vida. De todas partes llovían balas. Y lo que completaba la grandeza de aquel
cuadro solemne y terrible de sangre, era que estábamos como envueltos en un
trueno prolongado; porque las detonaciones del cañón no cesaban.
A los cinco minutos de estar mi batallón en el fuego
sus pérdidas eran ya serias: muchos muertos y heridos yacían envueltos en su
sangre, intrépidamente derramada por la bandera de la patria.
Recorriendo de un extremo a otro hallé al cabo Gómez,
herido en una rodilla, pero haciendo fuego hincado.
-Retírese, cabo -le dije.
-No, mi comandante -me contestó-, todavía estoy bueno
-y siguió cargando su fusil y yo mi camino.
Al regresar de la extrema derecha del batallón a la
izquierda, volví a pasar por donde estaba Gómez.
Ya no hacía fuego hincado, sino echado de barriga,
Porque acababa de recibir otro balazo en la otra pierna.
-Pero, cabo, retírese, hombre, se lo ordeno -le dije.
-Cuando usted se retire, mi comandante, me retiraré
-repuso, y echando un voto, agregó: -¡paraguayos, ahora verán!
Y ebrio con el olor de la pólvora y de la sangre,
hacía fuego y cargaba su fusil con la rapidez del rayo, como si estuviese
ileso.
Aquel hombre era bravo y sereno como un león.
Ordené a algunos heridos leves que se retiraban que
le sacaran de allí, y seguí para la izquierda.
El asalto se prolongaba...
Yendo yo con una orden, recibí un casco de metralla
en un hombro, y no volví al fuego de la trinchera.
Pocos minutos después, el ejército se retiraba
salpicado con la sangre de sus héroes, pero cubierto de gloria.
Para pasar el parte, fue menester averiguar la suerte
que le había cabido a cada uno de los compañeros.
Esta ceremonia militar es una de las más tristes.
Es una revista en la que los vivos contestan por los
muertos, los sanos por los heridos.
¿Quién no ha sentido oprimirse su pecho después de un
combate, durante ese acto solemne?
-¡Juan Paredes!
-¡Presente!...
-¡Pedro Torres!
-¡Herido!...
-¡Luis Corro!
-¡Muerto!...
¡Ah! ese "¡muerto!" hace un efecto que es
necesario sentirlo para comprender toda su amargura.
Según la revista que se pasó en el 12 de línea por el
teniente primero don Juan Pencienati, que fue el oficial más caracterizado que
regresó sano y salvo del asalto de Curupaití, y según otras averiguaciones que
se tomaron, conforme a la práctica, resultó que el cabo Gómez había muerto y
por muerto se le dio.
En la visita que se mandó pasar a los hospitales de
sangre no se halló al cabo Gomez.
Para mí no cabía duda, de que Gómez, si no había
muerto, había caído prisionero herido.
Los soldados decían: -No, señor, el cabo Gómez ha
muerto. Nosotros le hemos visto echado boca abajo al retirarnos de la trinchera
con la bandera.
Yo sentía la muerte de todos mis soldados como se
siente la separación eterna de objetos queridos.
Pero, lo confieso, sobre todos los soldados que
sucumbieron en esa jornada de recuerdo imperecedero, el que más echaba de menos
era el cabo Gómez.
La actitud de ese hombre oscuro, tendido de barriga,
herido en las dos piernas, y haciendo fuego con el ardor sagrado del guerrero,
estaba impresa en mí con indelebles caracteres.
Esta visión no se borrará jamás de mi memoria.
Perderé el recuerdo de ella cuando los años me hayan hecho olvidar todo.
Y por hoy termino aquí, y mañana proseguiré mi
cuento.
Hoy te he narrado sencillamente la muerte de un vivo.
Mañana te contaré la vida de un muerto.
Si lo de hoy te ha interesado, lo de mañana también
te interesará.
A los del fogón que me escucharon les sucedió así.
El ejército volvió a ocupar sus posiciones de Tuyutí;
mi batallón su antiguo reducto.
Durante algún tiempo fue pan de cada día conversar
del asalto de Curupaití, ora para hacer su crítica, ora para recordar los
héroes que cayeron mortalmente heridos aquel día de luto.
La sucesión del tiempo, nuevos combates, otros
peligros, iban haciendo olvidar las nobles víctimas.
Sólo persistía en el espíritu el recuerdo de los
predilectos, esos predilectos del corazón, cuya imagen querida no desvanecen ni
el dolor ni la alegría.
De cuando en cuando, los hospitales de Itapirú, de
Corrientes y de Buenos Aires, nos remitían pelotones de valientes curados de
sus gloriosas y mortales heridas.
La humanidad y la ciencia hacían en esa época de
lucha diaria y cruenta, verdaderos milagros.
¡Cuántos que salieron horriblemente mutilados del
campo de batalla, no volvieron a los pocos días a empuñar con mano vigorosa el
acero vengador!
Los que mandaban cuerpos, enviaban de tiempo en
tiempo oficiales de confianza a revisar los hospitales, tomar buena nota de sus
enfermos o heridos respectivos y socorrerles en cuanto cabía.
Yo tenía frecuentes noticias de los hospitales de
Itapirú y de Corrientes. Los enfermos seguían bien. Día a día esperaba algunas
altas.
Pensaba en esto quizá, cierta mañana, paseándome,
según mi costumbre, por el parapeto de la batería, cuyos cañones tenían
constantemente dirigidas sus elocuentes y fatídicas bocas al montecito de
Yataytí-Corá, cuando un ayudante vino a anunciarme:
-Señor, una alta del hospital.
Su fisonomía traicionaba una sorpresa.
-¿Y quién, hombre?
-Un muerto.
-¿Cuál de ellos?
-El cabo Gómez.
Al oírle salté, impaciente y alegre del parapeto a la
explanada, corriendo en dirección al rancho de la Mayoría.
La noticia de la aparición del cabo Gómez ya había
cundido por las cuadras.
Cuando llegué a la puerta de la Mayoría, un grupo de
curiosos la obstruía.
Me abrieron paso y entré.
El cabo Gómez estaba de pie, apoyado en su fusil y
llevaba la mochila terciada. Sus vestiduras estaban destrozadas, su rostro
pálido, habíase adelgazado mucho y costaba reconocerle.
Realmente, parecía un resucitado.
Le di un abrazo, y ordené en el acto que prepararan
un baile para celebrar esa noche la resurrección de un compañero y el regreso
del primer herido.
El batallón era un barullo. Todos querían ver a un
tiempo al cabo; los unos le hacían señas con la cabeza, los otros con las
manos, los que no podían verle bien, se trepaban sobre el mojinete de los
ranchos; nadie se atrevía a dirigirle la palabra interrumpiéndome a mí.
-¿Y cómo te ha ido, hombre?
-Bien, mi comandante.
-¿Dónde está la alta? -pregunté al oficial encargado
de la Mayoría.
Diómela, y notando que era de un hospital brasilero,
me dirigí al cabo.
-¿Qué, has estado en un hospital brasilero?
-Sí, mi comandante.
-¿Y cómo te salvaste de Curupaití? Cuando yo te
ordené salieras de la trinchera ya estabas herido de las dos piernas, no te
podías mover.
-Mi comandante, cuando los demás se retiraron con la
bandera, viendo yo que nadie me recogía, porque no me oían o no me veían, me
arrastré como pude, y me escondí en unas pajas a ver si en la noche me podía
escapar.
-¿Y cómo te escapaste?
-Cuando los nuestros se retiraron, los paraguayos
salieron de la trinchera y comenzaron a desnudar los heridos y los muertos. Yo
estaba vivo; pero muy mal herido, y como vi que mataban a algunos que estaban penando
, me acabé de hacer el muerto a ver si me dejaban. No me tocaron,
anduvieron dando vueltas cerca de mí y no me vieron. Luego que la noche se puso
oscura, hice fuerzas para levantarme y me levanté y caminé agarrándome del
fusil, que es este mismo, mi comandante.
Un silencio profundo reinaba en aquel momento. Todos
contenían hasta la respiración, para no perder una palabra de las del cabo.
-¿Y por dónde saliste?
-Esa noche no pude salir, porque no era baqueano, y
me perdí varias veces, y me costaba mucho caminar, porque me dolían los
balazos. Pero así que vino la mañanita, ya supe dónde debía ir; porque oí la
diana de los brasileros. Seguí el rumbo y el humo de un vapor, y salí a Curuzú.
Allí había muchos heridos, que estaban embarcando; a mí me embarcaron con ellos
y me llevaron a Corrientes, y allí he estado en el hospital, y ya estoy muy
mejor, mi comandante y me he venido porque ya no podía aguantar las ganas de
ver el batallón.
-¡Viva el cabo Gómez, muchachos! -grité yo.
-¡Viva! -contestaron los muy bribones, que nunca son
más felices que cuando se les incita al desorden y se les deja la libertad de
retozar.
Y se lo llevaron al cabo Gómez en triunfo, dándole
mil bromas, y siendo su venida inesperada un motivo de general animación y
contento durante muchas horas.
Estas escenas de la vida militar, aunque frecuentes,
son indescriptibles.
Garmendia vino esa tarde a compartir mi pucherete, mi
asado flaco y mi fariñía, sabiendo ya por uno de sus asistentes que el cabo
Gómez había resucitado.
Garmendia tiene fibras de soldado y estaba
infantilmente alegre del suceso; así fue que la primera cosa que me dijo al
verme, fue:
-Con que el cabo Gómez no había muerto en Curupaití,
¡cuánto me alegro! ¿Y dónde está, llámelo, vamos a preguntarle cómo se escapó?
Contéle entonces todo lo que acababa de referirme el
cabo; pero como se empeñase en verle la cara, le hice venir.
Interrogado por Garmendia, repitió lo que ya sabemos,
con algunos agregados, como por ejemplo, que la noche que estuvo oculto, él
mismo se ligó las heridas, haciendo hilas y vendas de la ropa de un muerto.
Contónos también que estaba muy triste y avergonzado,
porque en los primeros momentos del fuego, el día de Curupaití, el alférez
Guevara le había pegado un bofetón, creyendo que estaba asustado, y diciéndole:
-¡Eh!, haga fuego, déjese de mirar el oído del fusil.
Que él no había estado asustado ese día, que cuando
el alférez le pegó, estaba limpiando la chimenea de su arma, que recién se
asustó un poco cuando los paraguayos salieron de sus posiciones desnudando y
matando, porque no tenía fuerzas para defenderse, y le dio miedo que lo
ultimaran sin poder hacerles cara.
Y todo esto era dicho con una ingenuidad que
cautivaba, dando la medida del temple de ese corazón de acero.
Garmendia gozaba como en el día de sus primeras
revelaciones. Yo me sentía orgulloso de contar en mis filas un nene como aquél.
Confieso que le amaba.
Esa misma noche, y con motivo de las interminables
preguntas de Garmendia, supe que Gómez había padecido en otro tiempo de
alucinaciones.
Explicónos en su media lengua, lo mejor que pudo, que
en Buenos Aires, siendo más joven, había tenido una querida. Que esta mujer le
había sido infiel y que había estado preso por una puñalada que le diera.
Al recordarla, una especie de celaje sombrío envolvió
su rostro, al mismo tiempo que cierta sonrisa tierna vagó por sus labios.
La curiosidad aumentaba el interés de este tipo,
crudo, enérgico y fuerte, tan común en nuestro país.
Inquiriendo las causas que armaron el brazo de este
Otelo correntino, sacamos en limpio que su querida no había faltado a los
compromisos contraídos o a la fe jurada.
Que en sueños, mientras dormían juntos, la había
visto en brazos de un rival, que él aborrecía mucho; que cuando se despertó, el
hombre no estaba allí, pero que él lo veía patente; que lo hirió en el corazón,
y que, a un grito de su querida, volvió en si, despertándose del todo, y viendo
recién que estaban los dos solos y que su cuchillo se había clavado en el pecho
de su bien amada.
Este relato debe conservarse indeleble en la memoria
de Garmendia; porque esa noche, después me dijo varias veces que si no pensaba
escribir aquello.
Yo entonces tenía mi espíritu en otra línea de
tendencias y no lo hice nunca.
A no ser mi excursión a Tierra Adentro, la historia
de Gómez queda inédita, en el archivo de mis recuerdos.
Creerán algunos que a medida que corre la pluma voy
fraguando cosas imaginarias, por llenar papel y aumentar el efecto artificial
de estas mal zurcidas cartas.
Y sin embargo todo es cierto.
Los abismos entre el mundo real y el mundo imaginario
no son tan profundos.
La visión puede convertirse en una amable o en una
espantosa realidad.
Las ideas son precursoras de hechos.
Hay más posibilidad de que lo que yo pienso sea, que
seguridad de que un acontecimiento cualquiera se repita.
Las viejas escuelas filosóficas discurrían al revés.
El pasado no prueba nada. Puede servir de ejemplo, de
enseñanza no.
Pero me echo por esos trigales de la pedantería y
temo perderme en ellos.
Gómez nos hizo pasar una noche amena.
Al día siguiente otras impresiones sirvieron de pasto
a la conversación; sin duda alguna que nada hay tan fecundo para la cabeza y
para el corazón como dos ejércitos que se acechan, que se tirotean y se
cañonean desde que sale el sol hasta que se pone.
Gómez dejó de ocupar por algún tiempo la atención de
Garmendia y la mía.
¡Qué persistencia de personalidad!
Una mañana, regresando a caballo a mi reducto, pasé
como de costumbre, por el campamento del viejo y querido Mateo J. Martínez.
Jamás lo hacía sin recibir o dar alguna broma.
Este viejo en prospecto, para que no enfade, si
desconoce su actualidad, tiene la facilidad difícil de hacerse querer de
cuantos le tratan con intimidad.
Iba a decir, que al pasar por el alojamiento de don
Mateo, supe por él que en mi batallón había tenido lugar un suceso
desagradable.
-¿Usted paseando, amigo, y en su reducto matando
vivanderos?
-¡No embrome, viejo!
-¿Qué no embrome? Vaya y verá.
Piqué el caballo y lleno de ansiedad y confusion
partí al galope, llegando en un momento a mi reducto.
No tuve necesidad de interrogar a nadie. Un hombre
maniatado que rugia como una fiera en la guardia de prevención me descorrió el
velo del misterio.
-¡Desaten ese hombre! -grité con inexplicable mezcla
de coraje y tristeza.
Y en el acto el hombre fue desatado, y los rugidos
cesaron, oyéndose sólo:
-Quiero hablar con mi Comandante.
Vino el Comandante de campo, y en dos palabras me
explicó lo acontecido.
-¡Han asesinado a un vivandero que estaba de visita
en el rancho del alférez Guevara!
-¿Quién?
-El cabo Gómez.
-¿Y quién lo ha visto?
-Nadie, señor; pero se sospecha sea él, porque está
ebrio, y murmura entre dientes: -Había jurado matarlo, ¡un bofetón a mí!...
¡Me quedé aterrado!
Pasé el parte sin mentar a Gómez.
Y aquí termino hoy.
Lo que no tiene interés en sí mismo, puede llegar a
picar la curiosidad del amigo y de los lectores, según el método que se siga al
hacer la relación.
El cabo Gómez queda preso.
Un hombre había sido asesinado en pleno día, durante
la luz meridiana, en un recinto estrecho, de cien varas cuadradas, en medio de
cuatrocientos seres humanos, con ojos y oídos; el cadáver estaba ahí encharcado
en su sangre humeante, sin que nadie le hubiera tocado aún cuando yo penetré en
el reducto, y nadie, nadie, absolutamente nadie, podía decir, apoyándose en el
testimonio inequívoco de sus sentidos: el asesino es fulano.
Y sin embargo, todo el mundo tenía el presentimiento
de que había sido el cabo Gómez y algunos lo afirmaban, sin atreverse a jurar
que lo fuera.
¡Qué extraño y profético instinto el de las
multitudes!
Inmediatamente que pasé el parte, que se redujo a dar
cuenta del hecho y a pedir permiso para levantar una sumaria, traté de
averiguar lo acontecido.
Cuando vino la contestación correspondiente, yo
estaba convencido ya de que el asesino era el cabo Gómez.
El hombre que viendo al extranjero amenazar su tierra
marcha cantando a las fronteras de la Patria; que cruza ríos y montañas, que no
le detienen murallas, ni cañones, que todo lo sacrifica, tiempo, voluntad,
afecciones, y hasta la misma vida; que si se le grita ¡arriba! se
levanta, ¡adelante! marcha, ¡muere ahí! , ahí muere, en el
momento quizá más dulce de la existencia, cuando acaba de recibir tiernas
cartas de su madre y de su prometida que esperanzadas en la bondad inmensa de
Dios, le hablan del pronto regreso al hogar, ¿ese hombre no merece que en un
instante solemne de la vida se haga algo por él?
Eso hice yo. Y para que no me quedase la menor duda
de que el asesino era el indicado, le hice comparecer ante mí, e interrogándole
con esa autoridad paternal y despótica del jefe, me hice la ilusión de
arrancarle sin dificultad el terrible secreto.
El cabo estaba aún bajo la influencia deletérea del
alcohol; pero bastante fresco para contestar con precisión a todas mis
preguntas.
-Gómez -le dije afectuosamente- quiero salvarte; pero
para conseguirlo necesito saber si eres tú el que ha muerto al hombre ese que
estaba de visita en el rancho del alférez Guevara.
El cabo no respondió, clavándose sus ojos en los míos
y haciendo un gesto de esos que dicen: dejadme meditar y recordar.
Dile tiempo, y cuando me pareció que el recuerdo le
asaltaba, proseguí:
-Vamos, hijo, dime la verdad.
-Mi Comandante -repuso con el aire y el tono de la
más perfecta ingenuidad-, yo no he muerto ese hombre.
-Cabo -agregué, fingiendo enojo-, ¿por qué me
engañas? ¿a mí me mientes?
-No, mi Comandante.
-Júralo, por Dios.
-Lo juro, mi Comandante.
Esta escena pasaba lejos de todo testigo. La última
contestación del cabo me dejó sin réplica y caí en meditación, apoyando mi
nublada frente en la mano izquierda como pidiéndole una idea.
No se me ocurrió nada.
Le ordené al cabo que se retirara.
Hizo la venia, dio media vuelta y salió de mi
presencia, sin haber cambiado el gesto que hizo cuando le dirigí mi primera
pregunta.
A pocos pasos de allí, le esperaban dos custodias que
le volvieron a la guardia de prevención.
Yo llamé un ayudante y dicté una orden, para que el
alférez don Juan Alvarez Ríos procediese sin dilación a levantar la sumaria
debida.
Alvarez era el fiscal menos aparente para descubrir o
probar lo acaecido; por eso me fijé en él. No porque fuera negado, al
contrario, sino porque es uno de esos hombres de imaginación impresionable,
inclinados a creer en todo lo que reviste caracteres extraordinarios o
maravillosos.
A pesar del juramento del cabo yo tenía mis dudas, y
estaba resuelto a salvarle aunque resultasen vehementes indicios contra él de
lo que Alvarez inquiriese.
Volví, pues, a tomar nuevas averiguaciones con el
doble objeto de saber la verdad y de mistificar la imaginación de Alvarez,
previniendo mañosamente el ánimo de algunos.
Por su parte, Alvarez se puso en el acto en juego, no
habiéndoselas visto jamás más gordas.
Empezó por el reconocimiento médico del cadáver,
registro, etc., y luego que se llenaron las primeras formalidades, vino a mí
para hacerme saber que en los bolsillos del muerto se había hallado algún dinero,
creo que doce libras esterlinas, y consultarme qué haría con ellas.
Díjele lo que debía hacer y así como quien no quiere
la cosa, agregué: -¿No le decía a usted que Gómez no podía ser el asesino?; se
habría robado el dinero.
Esta vulgaridad surtió todo el efecto deseado, porque
Alvarez me contestó: -Eso es lo que yo digo, aquí hay algo.
Más tarde volvió a decirme que se había encontrado un
cuchillo ensangrentado cerca del lugar del crimen; pero que habiendo muchos
iguales no se podía saber si era el del cabo Gómez o no; que después lo sabría
y me lo diría, porque era claro que si Gómez tenía el suyo, el asesino no podía
ser él.
Aunque era cierto que la desaparición del cuchillo de
Gómez podría probar algo, también podría no probar nada. Era, sin embargo,
mejor que resultase que el cabo tenía el suyo.
Otro cabo, Irrazábal, hombre de toda mi confianza,
que había sido mi asistente mucho tiempo, fue de quien me valí para saber si
Gómez tenía o no su cuchillo.
Irrazábal estaba de guardia, de manera que no tardé
en salir de mi curiosidad.
Gómez tenía su cuchillo, y en la cintura nada menos.
Quedéme perplejo al saberlo.
Voy a pasar por alto una infinidad de detalles. Sería
cosa de nunca acabar.
Alvarez siguió fiscalizando los hechos, enredándose
más a medida que tomaba nuevas declaraciones; lo que sobre todo acabó de
hacerle perder su latín, fue la declaración de Gómez, que negó rotundamente
haber asesinado a nadie.
Unas cuantas manchas de sangre que tenía en la manga
de la camisa, cerca del puño, dijo que debían ser de la carneada.
Efectivamente, esa mañana había estado en el matadero
del ejército, con un pelotón de su compañía que salió de fagina.
Y para mayor confusión, resulta que se había dado un
pequeño tajo en el pulgar de la mano izquierda, con el cuchillo de otro
soldado.
No obstante, la conciencia del batallón -sin que
nadie hubiese afirmado terminantemente cosa alguna contra Gómez- seguía siendo
la conciencia del primer momento: Gómez es el asesino.
Al fin, acabó por haber dos partidos: uno de los
oficiales y de los soldados más letrados; otro de los menos avisados, que era
el partido de la gran mayoría.
La minoría sostenía que Gómez no era el asesino del
vivandero, y hasta llegó a susurrarse que éste y el alférez Guevara habían
tenido un disputa muy acalorada insinuando otros con malicia que Guevara le
debía mucho dinero.
Alvarez estaba desesperado de tanta versión y opinión
contradictoria, y sobre todo, lo que más le trabucaba era la opinión mía,
favorable en todas las emergencias que sobrevenían a la causa de Gómez.
Los oficiales más diablos le tenían aterrado
zumbándole al oído que sería severamente castigado si nada probaba, y con mucha
más razón si sin pruebas ponía una vista contra Gómez.
El pobre alférez iba y venía en busca de mi
inspiración y salía siempre cabizbajo con esta reflexión mía:
-¡Cuántas veces no pagan justos por pecadores!
Como era natural, la sumaria no tardó en estar lista.
En campaña el término es limitadísimo para estos procedimientos.
Fue elevada, y sobre la marcha se ordenó que el cabo
Gómez fuera juzgado en Consejo de Guerra ordinario.
El auditor del Ejército, joven español lleno de
corazón y de talento, que sirvió como un bravo, que luchó como un hombre
templado a la antigua, contra el cólera dos veces, contra la fiebre
intermitente, contra todas las demás plagas del Paraguay, y que ha muerto en el
olvido, que así suele pagar la patria la abnegación, era mi particular amigo;
yo le había colocado al lado del general Emilio Mitre cuando dejé de ser su secretario
militar.
Por él supe lo que contenía la causa de Gómez, que
Alvarez, a pesar de su notoria inhabilidad, algo había descubierto, que
arrojaba sospechas de que Gómez era el verdadero autor del crimen.
Nombrado el consejo y prevenido yo por Mariño, procuré
con el mayor empeño hacer atmósfera en pro de mi protegido, viendo a los
vocales, conversándoles del suceso y diciéndoles qué clase de hombre era el
acusado, sus servicios, su valor heroico y el amor que por esas razones le
tenía.
Reunióse el consejo el día y hora indicado, y Gómez
fue llevado ante él, con todas las formalidades y aparato militar, que son
imponentes.
La opinión del batallón se había hecho mientras tanto
unánime contra Gómez. Sólo había disputas sobre su suerte. Los unos creían que
sería fusilado; los otros que no, que sería recargado, porque el General en
Jefe, en presencia de sus méritos y servicios, que yo haría constar, le
conmutaría la pena, dado el caso que el consejo le sentenciara a muerte.
Yo era el único que no tenía opinión fija.
Parecíame a veces que Gómez era el asesino, otras
dudaba, y lo único que sabía positivamente era que no omitiría esfuerzo por
salvarle la vida.
A fin de no perder tiempo, asistí como espectador al
juicio, mas viendo que el ánimo de algunos era contrario a mi ahijado, me
disgusté sobremanera y me volví a mi campo sumamente contrariado.
Se leyó la causa, y cuando llegó el momento de votar,
el consejo se encontró atado. En conciencia, ninguno de los vocales se atrevía
a fallar condenando o absolviendo.
Entonces, guiado el consejo por un sentimiento de
rectitud y de justicia, hizo una cosa indebida.
Remitieron los autos y resolvieron esperar. Y
volviendo éstos sin tardanza, el Consejo Ordinario se convirtió en Consejo de
Guerra verbal, teniendo el acusado que contestar a una porción de preguntas
sugestivas cuyo resultado fue la condenación del cabo.
Los que presenciaron el interrogativo, me dijeron que
el valiente de Curupaití no desmintió un minuto siquiera su serenidad, que a
todas las preguntas contestó con aplomo.
Antes de que el cabo estuviera de regreso del
consejo, ya sabía yo cuál había sido su suerte en él.
Púseme en movimiento, pero fue en vano. Nada
conseguí. El superior confirmó la sentencia del consejo, y al día siguiente en
la Orden General del Ejército salió la orden terrible mandando que Gómez fuera
pasado por las armas al frente de su batallón con todas las formalidades de
estilo.
No había que discutir ni que pensar en otra cosa,
sino en los últimos momentos de aquel valiente infortunado.
¡La clemencia es caprichosa!
Los preparativos consistieron en ponerle en capilla y
en hacer llamar al confesor.
Todos habían acusado a Gómez y todos sentían su
muerte.
El cabo oyó leer su sentencia, sin pestañear, cayendo
después en una especie de letargo. Yo me acerqué varias veces a la carpa en que
se le había confinado, hablé en voz alta con el centinela y no conseguí que
levantara la cabeza.
El confesor llegó; era el padre Lima.
Gómez era cristiano y le recibió con esa resignación
consoladora que en la hora angustiosa de la muerte da valor.
El padre estuvo un largo rato con el reo, y dejándolo
otro solo, como para que replegase su alma sobre sí misma, vino donde yo
estaba, encantado de la grandeza de aquel humilde soldado.
Quise preguntarle si le había confesado algo del
crimen que se le imputaba, y me detuve ante esa interrogación tremenda, por un
movimiento propio y una admonición discreta del sacerdote, que sin duda conoció
mi intención y me dijo: -Queda preparándose.
Yo pasé la noche en vela junto con el padre. El por
sus deberes, y yo por mi dolor, que era intenso, verdadero, imponderable, no
podíamos dormir.
Quería y no quería hablar por última vez con el cabo.
Me decidí a hacerlo.
¡Pobre Gómez! Cuando me vio entrar agachándome en la
carpa, intentó incorporarse y saludarme militarmente. Era imposible por la
estrechez.
-No te muevas, hijo -le dije.
Permaneció inmóvil.
-Mi Comandante -murmuró.
Al oír aquel mi Comandante, me pareció escuchar este
reproche amargo:-Usted me deja fusilar.
-He hecho todo lo posible por salvarte, hijo.
-Ya lo sé, mi Comandante -repuso, y sus ojos se
arrasaron en lágrimas, y los míos también, abrazándonos.
Dominando mi emoción le pregunté:
-¿Cómo hiciste eso?
-Borracho, mi Comandante.
-¿Y cómo me lo negaste el primer día?
-Usted me preguntó por un vivandero, y yo creía haber
muerto al alférez Guevara.
-¿Esa fue tu intención?
-Sí, mi Comandante; me había dado un bofetón el día
del asalto de Curupaití, sin razón alguna.
-¿Y qué has confesado en el Consejo?
-Mi Comandante, no lo sé. Yo he creído que el muerto
era el alférez. Me han preguntado tantas cosas que me he perdido.
Salí de allí...
Hablé con el padre y le rogué le preguntara a Gómez
qué quería.
Contestó que nada.
Le hice preguntar si no tenía nada que encargarme,
que con mucho gusto lo haría.
Contestó, que cuando viniese el Comisario, le
recogiese sus sueldos; que le pagase un peso que le debía al sargento
primero de su compañía y que el resto se lo mandara a su hermana, que vivía en
la Esquina, villorrio de Corrientes rayano de Entre Ríos.
Pasó la noche tristemente y con lentitud.
El día amaneció hermoso, el batallón sombrío.
Nadie hablaba. Todos se aprestaban en sepulcral
silencio para las ocho.
Era la hora funesta y fatal.
La orden, que yo presidiera la ejecución.
No lo hice, porque no podía hacerlo. Estaba enfermo.
Mi segundo salió con el batallón y mandó el cuadro.
Yo me quedé en mi carreta. La caja batía marcha
lúgubremente.
Yo me tapé los oídos con entre ambas manos.
No quería oír la fatídica detonación.
Después me refirieron cómo murió Gómez.
Desfiló marcialmente por delante del batallón
repitiendo el rezo del sacerdote.
Se arrodilló delante de la bandera, que no flameaba
sin duda de tristeza.
Le leyeron la sentencia, y dirigiéndose con aire
sombrío a sus camaradas, dijo con voz firme, cuyo eco repercutió con amargura:
-¡Compañeros: así paga la Patria a los que saben
morir por ella!
Textuales palabras, oídas por infinitos testigos que
no me desmentirán.
Quisieron vendarle los ojos y no quiso.
Se hincó... Un resplandor brilló... los fusiles que
apuntaron... oyóse un solo estampido... Gómez había pasado al otro mundo.
El batallón volvió a sus cuadras y los demás piquetes
del ejército a las suyas, impresionados con el terrible ejemplo, pero llorando
todos al cabo Gómez.
A los pocos días yo, tuve una aparición...
Decididamente hay vidas inmortales.
A inmediaciones de mi reducto estaba el palmar de
Yataití,donde tantos y tan honrosos combates para las armas argentinas tuvieron
lugar.
Allí fue enterrado el cabo Gómez y sobre su sepulcro
mandé colocar una tosca cruz de pino con esta inscripción:
"Manuel Gómez,cabo del 12 de línea".
Durante algunas horas,su memoria ocupó tristemente la
imaginación de mis buenos soldados. Y, poco a poco, el olvido, el dulce olvido
fue borrando las impresiones luctuosas de ese día. Al día siguiente si su
nombre volvió a ser mentado, no fue ya a impulsos del dolor sufrido.
Así es la vida, y así es la humanidad. Todo pasa,
felizmente, en una sucesión constante, pero interrumpida, de emociones tiernas
o desagradables, profundas o superficiales.
Ni el amor, ni el odio, ni el dolor, ni la alegría
absorben por completo la existencia de ningún mortal. Sólo Dios es
imperecedero.
La muchedumbre olvidó luego, como ves, el trágico fin
del cabo.
Yo me dispuse a cumplir sus últimas voluntades.
Llamé al sargento primero de la compañía de
Granaderos, y con esa preocupación fanática que nos hace cumplir estrictamente
los caprichos póstumos de los muertos queridos, le pagué el peso que le debía
el cabo.
Confieso que después de hacerlo, sentía un consuelo
inefable.
¡Cuesta tanto a veces cumplir las pequeñeces!
Es por eso que el hombre debe ser observado y juzgado
por sus obras chicas, no por sus obras grandes.
En el cumplimiento de las últimas, está interesado
generalmente el honor o el crédito, el amor propio o el orgullo, el egoísmo o
la ambición.
En el cumplimiento de las primeras no influye ninguno
de esos poderosos resortes del alma humana, sino la conciencia.
Cancelada la deuda con el sargento, me quedaba por
hacer la remisión prometida de los haberes devengados de Gómez a la Esquina.
Esperar al Comisario era un sueño. ¿Cuándo vendría
éste? Y si venía, ¿estaría yo vivo? ¿Me entregaría, sobre todo, los sueldos del
cabo? ¿El Estado no es el heredero infalible de nuestros soldados muertos en el
campo de batalla, por él mismo, o por la libertad de la Patria, o por su honor
ultrajado?
¿No es ésa la consecuencia del odioso e imperfecto
sistema administrativo militar que tenemos?
Gómez no era un soldado antiguo en mi batallón.
Reservándome, pues, ver si recogía sus sueldos de Guardia Nacional, resolví
mandarle a su hermana los seis u ocho que se le debían como soldado de línea.
Simbad , el
corresponsal del "Standard", a la sazón en el teatro de la guerra,
era vecino de la Esquina y mi antiguo amigo.
Debo a él la iniciación en un mundo nuevo, la lectura
del Cosmos ese monumento imperecedero de la sapiencia del siglo XIX.
De Simbad iba a valerme para remitir a su
destino la pequeña herencia.
Habrían pasado cincuenta y dos horas desde el
instante en que el cabo Gómez, según dejo relatado, recibió en su pecho
intrépido las balas de sus propios compañeros en cumplimiento de una orden y
del más terrible de los deberes.
Yo había ido de mi reducto, según costumbre que
tenía, al alojamiento del jefe de Estado Mayor.
Tenía éste dos puertas. Una que daba al naciente y
otra al poniente. La última estaba abierta. El general Gelly escribía con una
pausa metódica, que le es peculiar, en una mesita, cuya colocación variaba
según las horas y la puerta por donde entraba el sol. Esta vez se hallaba
colocada cerca de la puerta abierta. Yo estaba sentado en una silla de baqueta
paraguaya, dándole la espalda.
¿En qué pensaba?
Probablemente, Santiago amigo, en lo mismo que aquel
tipo de comedia de San Luis, que te ponderaba un día las delicias de su
estancia.
-Aquí me lo paso -te decía cierta hermosa tarde de
primavera desde el corredor, que dominaba una vasta campiña-, pensando...
pensando...
Y tú, interrumpiéndole, con tu sorna característica:
- En qué... en qué...
Y el pobre hombre contestaba: - En nada... en
nada...
El General era distraído de su escritura a cada paso,
por oficiales que se presentaban con distintas solicitudes, dirigiéndole la
palabra desde el dintel de la puerta.
Yo seguía pensando ...
En el instante en que mi pensamiento se perdía, que
sé yo en qué nebulosa, un eco del otro mundo, con tonada correntina, resonó en
mis oídos:
-Aquí te vengo a ver, V. E., para que...
Mi sangre se heló, mi respiracion se interrumpió...,
quise dar vuelta, ¡imposible!
-Estoy ocupado -murmuró el General, y el ruido del
rasguear de su pluma que no se interrumpió, produjo en mi cabeza un efecto
nervioso semejante al que produce el rechinar estridoroso de los dientes de un
moribundo.
-Haceme, che, V. E., el favor...
-Estoy ocupado -repitió el General.
Yo sentí algo como cuando en sueños se nos figura que
una fuerza invisible nos eleva de los cabellos hasta las alturas en que se
ciernen las águilas.
Debía estar pálido, como la cera más blanca.
El general Gelly fijó casualmente su mirada en mí, y
al ver la emoción angustiosa de que era presa, preguntóme, con inquietud:
-¿Qué tiene usted?
No contesté... Pero oí... El vértigo iba pasando ya.
El General estaba confuso. Yo debía parecer muerto y
no enfermo.
-¡Mansilla! -dijo.
-General -repuse, y haciendo un esfuerzo supremo di
vuelta la cabeza y miré a la puerta.
Si hubiese sido mujer, habría lanzado un grito y me
hubiera desmayado.
Mis labios callaron; pero como suspendido por un
resorte y a la manera de esos maniquíes mortuorios que se levantan en las
tablas de la escena teatral, fuime levantando poco a poco de la silla y como
queriendo retroceder.
-Che, V. E., hacé vos el favor -volvió a oírse. El
general Gelly se puso de pie, y dirigiéndose a la voz que venía de la puerta
contestó:
-¿Qué quieres?
Yo sentí un sudor frío por mi frente, y llevando mi
mano a ella y como queriendo condensar todas mis ideas y recuerdos o hacerlos
converger a un solo foco, miré al General y exclamé con pavor:
-¡El cabo Gómez!
Efectivamente, el cabo Gómez estaba ahí, en la puerta
del rancho del General, con el mismo rostro que tenía la noche que le vi por
última vez.
Sólo su traje había variado. No revestía ya el
uniforme militar, sino un traje talar negro.
Mis ojos estuvieron fijos en él un instante, que me
pareció una eternidad.
El general Gelly volvió a repetir:
-Vamos, ¿qué quieres? -Y dirigiéndose a mí:
-¿Está usted enfermo?
La aparición contestó:
-Quiero que me dejes velar la crucecita de mi
hermano.
-¿La crucecita de tu hermano? -repuso el General con
aire de no entender bien.
-Sí, pues, Manuel Gómez, que ya murió...
Y esto diciendo, echó a llorar, enjugando sus lágrimas
con la punta del pañuelo negro que cubría sus hombros.
Mientras se cambiaron esas palabras, yo volví en mi.
-¿Y dónde está la crucecita de tu hermano? -dijo el
General.
-En el cementerio de la Legión Paraguaya.
Entonces, tomando yo la palabra, como aquella
desdichada mujer no podía dejar de interesarme, la dije:
-No, estás equivocada, la cruz de Gómez no está ahí.
-Yo sé -murmuró.
Queriendo convencerla, le dije:
-Yo soy el jefe del 12 de línea, que era el cuerpo de
tu hermano.
-Yo sé -murmuró, retrocediendo con marcada impresión
de espanto.
-Yo tengo los sueldos de tu hermano para ti; ven a mi
batallón, que está en el reducto de la derecha, te los daré y te haré enseñar
dónde está su cruz.
-Yo sé -murmuró.
Un largo diálogo se siguió. Yo pugnando por que la
mujer fuera a mi reducto para darle los sueldos de su hermano e indicarle el
sitio de su sepultura, y ella aferrada en que no, contestando sólo: Yo sé .
El general Gelly, picado por la curiosidad de aquel
carácter tan tenaz, al parecer, la hizo varias preguntas:
-¿De dónde vienes?
-De la Esquina.
-¿Cuándo saliste de allí?
-Antes de ayer.
-¿Dónde supiste la muerte de tu hermano?
-En ninguna parte.
-¿Cómo en ninguna parte?
-En ninguna parte, pues.
-¿Te la han dado en Itapirú, o aquí en el campamento?
-En ninguna parte.
-¿Y entonces, cómo la has sabido?
La hermana de Gómez refirió entonces, con sencillez,
que en sueños había visto a su hermano que lo llevaban a fusilar; que como sus
sueños siempre le salían ciertos, había creído en la muerte de aquél, y que
tomando el primer vapor que pasó por la Esquina, se había venido a velar su
crucecita, que estaba en el cementerio de los paraguayos, idea que era fija en
ella.
A las interpelaciones del general Gelly siguieron las
mías.
El sueño de la hermana de Gómez había tenido lugar
precisamente en el momento en que éste estaba en capilla, recibiendo los
auxilios espirituales.
Un hilo invisible y magnético une la existencia de
los seres amantes, que viven confundidos por los vínculos tiernísimos del
corazón.
Y, como ha dicho un gran poeta inglés: hay más cosas
en el cielo y en la tierra de las que ha soñado la filosofía.
Empeñéme con la mujer cuanto pude, a fin de que fuera
a mi reducto, intentando seducirla con el halago de los sueldos de su hermano.
¡Fue en vano!
El General la despidió, diciéndole que podía velar la
crucecita de su hermano.
Y después de cambiar algunas palabras conmigo sobre
aquel extraño sueño realizado, filosofando sobre la vida y la muerte, a mis
solas me volví a mi campo.
Mandé llamar a Garmendia en el acto, y le relaté todo
lo sucedido.
Despachamos en seguida emisarios en busca de la
hermana de Gómez.
Halláronla, pero fue inútil luchar contra su
inquebrantable resolución de no verme, y menos convencerla de que la crucecita
de su hermano no estaba en el cementerio que ella decía.
Esa noche hubo un velorio al que asistieron muchos
soldados y mujeres de mi batallón prevenidos por mí.
Por ellos supe que la hermana de Gómez siendo yo el
jefe del 12, me achacaba a mí su muerte, y asimismo, que en la Esquina tenía
algunos medios de vivir, confirmando todos, por supuesto, que la noticia del
fusilamiento se la dio Dios en sueños.
Al día siguiente del velorio la mujer desaparecio del
ejército, sin que nadie pudiera darme de ella razón.
El único mérito que tiene este cuento de fogón, que
aquí concluye es ser cierto.
No todas las historias pueden reivindicar ese
crédito.
¿Si será verdad que el público no se ha dormido
leyéndolo?
A los del fogón les pasaron distintas cosas.
Cuando yo terminé, unos roncaban, otros (la mayor
parte) dormían.
Se oían sonar los cencerros de las tropillas; la luna
despedía ya alguna claridad.
-¡A caballo, cordobeses! -grité-. ¡Se acabaron los
cuentos!
Y todo el mundo se puso en movimiento, y un cuarto de
hora después rumbiábamos en dirección a un oasis denominado Monte de la Vieja.