Mamet no para. Su output es sorprendente. Y no lo son
menos sus logros, reconocidos con premios como el Pulitzer; patentes en obras
como Glengarry Glen Ross, Perversidad
sexual en Chicago, Oleanna o Edmond;
en espléndidos guiones cinematográficos como Hoffa, Los intocables o El
cartero siempre llama dos veces; o en sus propias películas: Juego de emociones, Las cosas cambian,
Departamento de Homicidios… Se ganó un lugar en el teatro en los setenta,
uno en el cine en los ochenta; en los noventa va y viene desbordando firmeza y
claridad en sus modos y convicciones; mas hoy sus últimas, últimas palabras
serán una confesión: «No soy nadie más que aquel muchachito, aquel estudiante
inseguro que por fin ha dado con una idea en la que puede creer y que siente
que, a menos que se aferre a ella y le dedique la vida, estará perdido.»
David Mamet
Dirigir cine
INTRODUCCIÓN
En
el prefacio a su libro Writing in
Restaurants, Mamet apunta:
Algún
cineasta ruso —Eisenstein, Pudovkin o Evreinov— escribió que la preeminencia de
los directores soviéticos al final de los años veinte se debió a que no se
conseguía película cuando ellos empezaban sus carreras. La guerra mundial y la
revolución detuvieron la importación de material fílmico, de modo que los
jóvenes cineastas no pudieron hacer otra cosa más que sentarse a teorizar
durante cinco años; y eso hicieron.
Interesante
especulación, sin duda, más una que, rascándole tantito, da pie a nuevas
disquisiciones: ¿por qué no en todos los países con pobre capacidad de
producción fílmica surge un Eisenstein? O, ¿por qué en países con vasta
producción no falta quien de todos modos se ponga a teorizar?
¿Por
qué los rusos sí lo hicieron en aquel momento? ¿Por qué en México, con tan
escasas oportunidades de filmar, ningún joven cineasta —o no tan joven— ha
empleado su tiempo libre en llegar a su propio El sentido del cine? ¿Por qué Mamet teoriza sobre cine en Estados
Unidos, of all places?
Quedémonos
en esta ocasión, pues es el caso, con David Mamet. Digamos que hay quien hace
las cosas y sobre ellas piensa. Lo primero que llama la atención al intentar
bocetear a Mamet es que las dos tareas se cumplen en su sola persona; de ahí,
quizá, los muchos rostros del multifacético Mamet: dramaturgo, ensayista,
guionista de cine —y de radio—, filósofo de la vida cotidiana —Mamet reflexiona
profundamente sobre, por ejemplo, los billares, el póquer o la ciudad donde
nació: Chicago—, director de teatro, maestro y teórico de la actuación (anuncio
reciente en la revista American Theatre:
«Atlantic Theatre Company, 1997 Anting Programs, Acting Classes in the
Technique Developed by David Mamet»), director de cine…
Mas,
como en cualquier historia, ¿cuándo, dónde y cómo empezó todo? A los veinte
años, Mamet llega a Nueva York a estudiar actuación en The Neighborhood
Playhouse School of the Theatre. Este movimiento resultó decisivo. Todo lo que
Mamet ha hecho desde entonces no ha sido otra cosa que perseguir las metas
artísticas que ahí le pusieron enfrente. Como lo hace a menudo, él recurre a
una pequeña historia para ilustrar este punto:
Un
estudiante se acercó a Evgeny Vakhtangov, actor en el Teatro de Arte de Moscú,
quien fundó su propio estudio para dirigir y dar clases, y le dijo:
«Vakhtangov, trabajas muy duro y eres poco recompensado. Deberías tener tu
propio teatro.»
Y
Vakhtangov replicó: «¿Sabes quién tenía su propio teatro? Anton Chéjov.»
«Sí», dijo el estudiante, «Chéjov tenía el Teatro de
Arte, el Teatro de Arte de Moscú.»
«No»,
dijo Vakhtangov, «lo que digo es que Chéjov tenía su teatro, el teatro que llevaba en su corazón y que sólo él veía.»
Y
continúa Mamet en su texto-homenaje La
tradición del teatro como una forma del arte:
La
grandeza de Sanford Meisner [su maestro en la Neighborhood Playhouse School] es
que durante cincuenta años ha entrenado y preparado gente para trabajar en un
teatro que sólo él veía, que existía sólo en su corazón… Tenemos una deuda con
él, y con la tradición con la que él tiene una deuda: la tradición del teatro
como una forma del arte. La tradición del teatro como un lugar al que podemos
ir a oír la verdad.
Esencialmente,
Mamet hizo suyas dos ideas:
Todos
los aspectos de una producción (diseño, actuación, iluminación, ensayos,
dramaturgia…) deben estar subordinados a la Idea de la obra.
El
propósito de la obra es llevar a la escena la vida del alma humana.
Aquello
fue una verdadera revelación:
En
la Playhouse me inculcaron, sembraron en mí la idea de una estética unificada
del teatro… los prodigiosos problemas técnicos y espirituales planteados ante
la dedicación a aquellas ideas me fascinaron… pensaba en ellos todo el tiempo…
Por primera vez en mi vida, me había topado con un reto que adoraba enfrentar…
Dije
que Mamet había hecho suyas algunas ideas; también podría decir: ideales, tareas
gigantescas, metas inalcanzables que demandan completa y total dedicación. Y a
los que hay que defender, mantener vivos:
Si
nos conducimos como si las unidades aristotélicas o las filosofías de
Stanislavsky, Brecht o Shaw fueran desvarios rebuscados engendrados sólo para
algún teatro ideal, inexistente, y fueran imposibles de aplicar en nuestro
propio trabajo, estaremos declinando la responsabilidad de crear ese teatro
ideal…
¿Ideal?
¿Inexistente? En términos prácticos, sí. Fuera del mainstream, el teatro de arte en Estados Unidos en el siglo XX
no ha contado de hecho para la mayoría de la gente, que no supo siquiera de su
existencia. Y es que la idea, el ideal de un teatro que se propone «llevar a
escena la vida del alma humana», ha sido sistemáticamente arrollada por una
potencia —el teatro comercial— que se propone justo lo opuesto: llevar a los
asientos a las masas humanas.
Débil,
incapaz —¿qué quiere decir esto?—, el teatro artístico apenas ha subsistido en
minúsculos refugios para artistas y públicos minoritarios. Como en México con
el teatro Ulises, el teatro de arte llegó a Estados Unidos por el empeño de un
pequeño grupo: The Provincetown Players, de donde surgiría la enorme figura de
Eugene O’Neill.
Mamet
se identifica, junto con Chéjov, junto con Meisner, con los pocos que han
«visto en su corazón» ese teatro. En una rápida lista de obras maestras
menciona cuatro: Rey Lear
(Shakespeare), Largo viaje de un día
hacia la noche (O’Neill), Esperando a
Godot (Beckett) y Un tranvía llamado
deseo (Williams, para quien ha escrito un epitafio en el que llama a su
escritura «la más grande poesía dramática en la lengua norteamericana»). Y, en
otra parte, nombra asimismo sólo cuatro empresas teatrales afines a su sentir:
el Teatro de Arte de Stanislavsky, en Moscú, en 1900; Brecht, en Berlín, en los
veinte; el Group Theater, en Nueva York, en los treinta, y Second City, en
Chicago, en los setenta.
En
esta estirpe de esforzados se distinguen, grosso
modo, dos estilos, mejor, dos temperamentos: unos —Chéjov, Williams,
Becket…—, sean serenos, atormentados o melancólicos, dan la batalla sobre todo
ante sí mismos; hoscos, tímidos, desadaptados o indiferentes, cumplen, un tanto
fuera del mundo y sus peripecias, su destino: sorprenderse ante los periplos
del alma de los hombres. Otros —Shaw, Brecht, el mismo Mamet…—, más
compactamente enérgicos, ubicados, desenfadados, se esfuerzan por propagar su
credo (Mamet se irá a meter hasta la cocina: las pantallas de cine que cubren
la superficie del planeta), convencer a sus congéneres, ganar adeptos. Bien
dentro del mundo, atentos a la línea de fuego de las peripecias sociales,
cumplen su destino, el mismo, fatalmente, que el de sus colegas solitarios, el
mismo de todo artista digno del nombre: decir la verdad.
Mamet
no para. Su output es sorprendente. Y
no lo son menos sus logros, reconocidos con premios como el Pulitzer; patentes
en obras como Glengarry Glen Ross,
Perversidad sexual en Chicago, Oleanna o Edmond; en espléndidos guiones cinematográficos como Hoffa, Los intocables o El cartero siempre llama dos veces; o en
sus propias películas: Juego de
emociones, Las cosas cambian, Departamento de Homicidios.
A
finales de los sesenta, Mamet terminaba sus estudios de teatro y actuación:
Era
yo un feliz estudiante; sin embargo, en un sentido, mi suerte estaba hermanada
a la de los cineastas soviéticos con las cámaras vacías: me preparaba para ser
actor, prospecto para el cual yo carecía de disposición y (más importante) de
disciplina… ¿Qué iba a hacer entonces, con mi amor por la teoría y sin una vía
de desfogue? Tomé el camino previsible: me volví maestro. A la tierna edad de
veintidós años, me volví un vehemente, poseído maestro de actuación… Pronto
empecé a dirigir obras para mis estudiantes, y luego empecé a escribir obras
para ellos, y fue así como, tras muchas vueltas, llegué a ser dramaturgo.
De
ese punto, no le toma mucho tiempo pasar de ser un dramaturgo a ser un
dramaturgo reconocido. Su obra Duck
Variations se estrenó hace ya veinticinco años, en 1972. En 1976 obtiene un
premio Obie con American Buffalo y,
desde entonces, sus obras llegan regularmente a los principales teatros del
país. Lo cual es a cada rato, dada su rápida pluma. Por ejemplo, el Theatre de
Lys en Nueva York acoge el estreno al año siguiente, 1977, de A Life in the Theater. (Sin embargo, las
condiciones materiales de producción en el teatro le pondrán límites que lo
harán buscar una salida: «Escribí tres guiones el año pasado y puedo lograr que
se filmen, y está bien. Si escribiera tres obras, como alguna vez lo hice, me
pondrían como lazo de cochino, ya que nadie en el medio especializado o en la
comunidad quiere ver tres obras del mismo cuate al año.»)
Sin
duda, todo ello pone a Mamet en el candelero, lo pone bajo los reflectores.
Para finales de los setenta es invitado a escribir un guión de cine en
Hollywood.
Soy
un dramaturgo, es decir, lo que he hecho con la mayor parte de mi tiempo
durante la mayor parte de mi vida adulta, ha sido sentarme sólo a hablar
conmigo mismo para luego poner esa conversación por escrito… Este año me
contrataron para escribir un guión y lo que había sido —para bien o para mal—
la más privada de las ocupaciones, se ha vuelto una empresa colaborativa.
Ese
primer guión fue El cartero… Estaba
listo para 1980 y marcó el banderazo de salida para un cada vez mayor
involucramiento con el cine. A los guiones para otros, se añadieron los guiones
para las películas propias. Sin abandonar nunca sus principios originales. El
libro de Gay Brewer, David. Mamet and
Film, abre con estos renglones: «Juego
de emociones, filme que marca el debut de David Mamet como director
cinematográfico… refuerza y reelabora los temas que se hallan persistentes en
su teatro…»
Para
Mamet hay, en la vida y en el teatro, principios, punto:
El
teatro tiene principios que hacen que nuestras representaciones sean honestas,
morales y, coincidencialmente, conmovedoras, divertidas y dignas de la
dedicación, en tiempo y dinero, del público…
Cuando
nos desviamos [de los principios], transmitimos al público una lección de cobardía.
Esta lección es de una magnitud tan grande como nuestra subversión de la
Constitución al involucrarnos en Vietnam, como la exoneración de Nixon que hizo
Ford, como la persecución de los Rosenberg, como la reinstalación de la pena de
muerte. Todas son lecciones de cobardía que engendran más cobardía…
Si
nos apegamos a los principios de acción, belleza y economía que sabemos
verdaderos, si nos apegamos a ellos en todo —selección de obras, método de
entrenamiento de actores, dramaturgia, difusión, promoción…— Si en verdad nos
apegamos a nuestros ideales, podemos ayudar a formar una sociedad ideal —basada
y apegada a principios éticos básicos—, no predicando acerca de ellos, sino
creándolos cada noche frente al público, mostrando, en acción, cómo funcionan.
Pero,
como en cualquier historia interesante, las cosas son más complicadas. El solo
hecho de que Mamet trabaje para Hollywood ha puesto a varios a dudar de sus
principios. El mismo Mamet pinta así el cuadro:
Ahora
bien, todos nosotros, norteamericanos, siempre hemos considerado a Hollywood,
en el mejor de los casos, un sucio pozo de vanalidad depravada. Y, desde luego,
lo es. No es ningún Monasterio Protector de la Verdad Estética. Es un lugar
donde todo cuesta una cantidad increíble de dinero…
Brewer:
«No es nada fácil decir qué tanto Speed
the Plow [obra sobre un par de ejecutivos de cine] puede ser tomada como
una crítica seria de Hollywood, y lo mismo vale para el lugar que Mamet ocupa
en un sistema al que ha servido de manera creciente…» Y, en un artículo de Time («Madonna comes to Broadway»;
Madonna hizo el tercer papel en la obra: Karen), el crítico se pone mordaz:
«¿Es Speed the Plow un grito de
protesta contra Hollywood o una apología cínica de un hombre que, en la vida
real, termina una película en Hollywood y está listo para empezar la
siguiente?»
Cualquiera
que haya visto una película de Mamet decidirá consigo mismo si a este hombre de
teatro… y cine, se lo ha chupado la bruja del glamour y el showbiz, o
si no ceja en intentar, como él mismo dice, conseguir «que la gente compre sus
palomitas antes de la proyección…»,
repitiéndose una y otra vez la misma pregunta al escribir las escenas o dirigir
las tomas: «¿Puede ser mejor?»
En
una última cita, en la que Mamet toma las cosas con calma, diría con la
sencillez de la —una— verdad, o, como decimos en México, le baja la espuma al
licuado: «Es el viejo disfrute judío del entrar en tratos… Además, la gente en
Hollywood es muy divertida. Es un sitio lleno de tahúres, mercachifles y
charlatanes, incluyendo a mi persona. Todos somos vendedores de alfombras.»
Se
ganó un lugar en el teatro en los setenta, uno en el cine en los ochenta; en
los noventa va y viene desbordando firmeza y claridad en sus modos y
convicciones; mas hoy sus últimas, últimas palabras serán una confesión: «No
soy nadie más que aquel muchachito, aquel estudiante inseguro que por fin ha
dado con una idea en la que puede creer y que siente que, a menos que se aforre
a ella y le dedique la vida, estará perdido.»
Otto Minera
PREFACIO
Este
libro se basa en las charlas que ofrecí en la escuela de cine de la Universidad
de Columbia en el otoño de 1987.
La
materia era Dirección de Cine. Yo acababa apenas de terminar mi segunda
película, y como el piloto con no más de doscientas horas de vuelo, era la cosa
más amenazante en los alrededores. Sin duda, había dejado de ser un neófito,
pero mi experiencia no era bastante para darme cuenta del tamaño de mi
ignorancia.
Vaya
lo anterior para excusar un libro sobre la dirección de películas escrito por
un tipo con magra experiencia.
Por
otra parte, y en apoyo de lo aquí recogido, permítaseme lo siguiente: lo que
dije en Columbia se refirió a —y se esforzó en dar una explicación de— la
teoría de la dirección cinematográfica que yo había pergeñado a partir de mi
mayor experiencia como guionista de cine.
Hace
poco apareció una reseña de un libro acerca de la carrera de un novelista que
fue a Hollywood y trató de tener éxito como guionista. Según el articulista, el
hombre se llamó a engaño en el intento, pues ¡cómo pudo soñar que triunfaría
siendo casi ciego!
Con
tal desatino, el articulista no hizo sino exhibir su profunda ignorancia del
oficio de escritor de guiones. No se necesita la vista para escribir guiones;
se necesita imaginación.
Hay
un libro maravilloso llamado Profesión:
director de escena, de Georgi Tovstonogov, quien sugiere que un director
puede meterse en serios aprietos si se apresura a dar de inmediato soluciones
visuales, plásticas.
Este
pronunciamiento me ayudó mucho e influyó en mi desempeño como director
escénico, y, subsecuentemente, en mi trabajo como guionista. Si se entiende lo que una escena significa, y eso se escenifica, seguía el señor
Tovstonogov, se cumplirá con el encargo tanto del autor como del público. Pero
de apurarse a tener antes que nada una puesta bonita, plástica —y que sin
embargo apenas si describe el asunto—, pronto se dejará sentir una presión para
integrarla forzando la progresión lógica de la obra. Más aún, bajo presión y
bajo el afán de acomodar el lindo cuadro, se termina defendiendo su inclusión…
en detrimento de la integridad de la obra.
La
misma idea fue expresada por Hemingway de este modo: «Escribe la historia, saca
todas tus grandes líneas, y si todavía funciona: ¡mejor!»
En
mi experiencia como director y como dramaturgo he llegado a esto: la obra
avanza en proporción directa a qué tanto puede el autor dejar fuera.
Un
buen escritor se hace mejor todavía sólo si aprende a cortar, a remover lo
ornamental, lo descriptivo, lo narrativo, pero sobre todo lo que a él le parece
profundo y significativo. ¿Qué queda? Queda la historia. ¿Qué es la historia?
Es la progresión esencial de incidentes
que acontecen al héroe en la persecución de su sola meta.
Como
nos dejó saber Aristóteles, la cuestión es qué le sucede al héroe… no al
escritor.
No
se necesita ver para ser capaz de escribir así; basta con ser capaz de pensar.
El
guionismo es un oficio que sufre si no se apoya en la lógica. Consiste en la
asidua repetición de varias preguntas muy básicas: ¿Qué quiere el héroe? ¿Qué le
impide alcanzarlo? ¿Qué pasa si no lo consigue?
Si
uno se atiene a las pautas que se originan al hacer esas preguntas, llegará a
una estructura lógica, una traza sobre la cual se alzará la obra dramática. En
una obra de teatro, esa traza es aprovechada por otra de las aristas psíquicas
del dramaturgo; el yo estructurador pone la traza y el ello llega y escribe los
diálogos.
Este
esquema es análogo, me parece, al caso del guionista estructurador, quien
entrega el mapa dramático al director.
He
visto y sigo viendo al director como la extensión dionisiaca del guionista: él
ha de finiquitar la autoría de modo tal (como debe siempre ser), que lo
insípido y fatigoso del andamiaje técnico se esfume, desaparezca.
Me
acerqué a la dirección de cine como guionista, con la idea de que el oficio de
dirigir era una gozosa continuación del de escribir. En ese espíritu enseñé la
materia y ahora ofrezco este libro.
D.
M.
Cambridge,
Massachusetts
Primavera
de 1990
Quisiera dar las gracias a mi editora, Dawn
Seferian, por su enorme paciencia; a Rachel Cline, Scott Zigler,
Catherine
Shaddix y Elaine Goodall por su ayuda en la construcción de este libro.
Son muy felices los que no tienen historia
alguna que contar. Anthony Trollope, He Knew He Was Right.
Este libro está dedicado a Mike Hausman.
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