domingo, 9 de julio de 2023

David Mamet Dirigir cine FRAGMENTO

 

Mamet no para. Su output es sorprendente. Y no lo son menos sus logros, reconocidos con premios como el Pulitzer; patentes en obras como Glengarry Glen Ross, Perversidad sexual en Chicago, Oleanna o Edmond; en espléndidos guiones cinematográficos como Hoffa, Los intocables o El cartero siempre llama dos veces; o en sus propias películas: Juego de emociones, Las cosas cambian, Departamento de Homicidios… Se ganó un lugar en el teatro en los setenta, uno en el cine en los ochenta; en los noventa va y viene desbordando firmeza y claridad en sus modos y convicciones; mas hoy sus últimas, últimas palabras serán una confesión: «No soy nadie más que aquel muchachito, aquel estudiante inseguro que por fin ha dado con una idea en la que puede creer y que siente que, a menos que se aferre a ella y le dedique la vida, estará perdido.»

 





 

 David Mamet

Dirigir cine

 

 

 

 

 


 

 INTRODUCCIÓN

En el prefacio a su libro Writing in Restaurants, Mamet apunta:

Algún cineasta ruso —Eisenstein, Pudovkin o Evreinov— escribió que la preeminencia de los directores soviéticos al final de los años veinte se debió a que no se conseguía película cuando ellos empezaban sus carreras. La guerra mundial y la revolución detuvieron la importación de material fílmico, de modo que los jóvenes cineastas no pudieron hacer otra cosa más que sentarse a teorizar durante cinco años; y eso hicieron.

Interesante especulación, sin duda, más una que, rascándole tantito, da pie a nuevas disquisiciones: ¿por qué no en todos los países con pobre capacidad de producción fílmica surge un Eisenstein? O, ¿por qué en países con vasta producción no falta quien de todos modos se ponga a teorizar?

¿Por qué los rusos sí lo hicieron en aquel momento? ¿Por qué en México, con tan escasas oportunidades de filmar, ningún joven cineasta —o no tan joven— ha empleado su tiempo libre en llegar a su propio El sentido del cine? ¿Por qué Mamet teoriza sobre cine en Estados Unidos, of all places?

Quedémonos en esta ocasión, pues es el caso, con David Mamet. Digamos que hay quien hace las cosas y sobre ellas piensa. Lo primero que llama la atención al intentar bocetear a Mamet es que las dos tareas se cumplen en su sola persona; de ahí, quizá, los muchos rostros del multifacético Mamet: dramaturgo, ensayista, guionista de cine —y de radio—, filósofo de la vida cotidiana —Mamet reflexiona profundamente sobre, por ejemplo, los billares, el póquer o la ciudad donde nació: Chicago—, director de teatro, maestro y teórico de la actuación (anuncio reciente en la revista American Theatre: «Atlantic Theatre Company, 1997 Anting Programs, Acting Classes in the Technique Developed by David Mamet»), director de cine…

Mas, como en cualquier historia, ¿cuándo, dónde y cómo empezó todo? A los veinte años, Mamet llega a Nueva York a estudiar actuación en The Neighborhood Playhouse School of the Theatre. Este movimiento resultó decisivo. Todo lo que Mamet ha hecho desde entonces no ha sido otra cosa que perseguir las metas artísticas que ahí le pusieron enfrente. Como lo hace a menudo, él recurre a una pequeña historia para ilustrar este punto:

Un estudiante se acercó a Evgeny Vakhtangov, actor en el Teatro de Arte de Moscú, quien fundó su propio estudio para dirigir y dar clases, y le dijo: «Vakhtangov, trabajas muy duro y eres poco recompensado. Deberías tener tu propio teatro.»

Y Vakhtangov replicó: «¿Sabes quién tenía su propio teatro? Anton Chéjov.»

«Sí», dijo el estudiante, «Chéjov tenía el Teatro de Arte, el Teatro de Arte de Moscú.»

«No», dijo Vakhtangov, «lo que digo es que Chéjov tenía su teatro, el teatro que llevaba en su corazón y que sólo él veía.»

Y continúa Mamet en su texto-homenaje La tradición del teatro como una forma del arte:

La grandeza de Sanford Meisner [su maestro en la Neighborhood Playhouse School] es que durante cincuenta años ha entrenado y preparado gente para trabajar en un teatro que sólo él veía, que existía sólo en su corazón… Tenemos una deuda con él, y con la tradición con la que él tiene una deuda: la tradición del teatro como una forma del arte. La tradición del teatro como un lugar al que podemos ir a oír la verdad.

Esencialmente, Mamet hizo suyas dos ideas:

Todos los aspectos de una producción (diseño, actuación, iluminación, ensayos, dramaturgia…) deben estar subordinados a la Idea de la obra.

El propósito de la obra es llevar a la escena la vida del alma humana.

Aquello fue una verdadera revelación:

En la Playhouse me inculcaron, sembraron en mí la idea de una estética unificada del teatro… los prodigiosos problemas técnicos y espirituales planteados ante la dedicación a aquellas ideas me fascinaron… pensaba en ellos todo el tiempo… Por primera vez en mi vida, me había topado con un reto que adoraba enfrentar…

Dije que Mamet había hecho suyas algunas ideas; también podría decir: ideales, tareas gigantescas, metas inalcanzables que demandan completa y total dedicación. Y a los que hay que defender, mantener vivos:

Si nos conducimos como si las unidades aristotélicas o las filosofías de Stanislavsky, Brecht o Shaw fueran desvarios rebuscados engendrados sólo para algún teatro ideal, inexistente, y fueran imposibles de aplicar en nuestro propio trabajo, estaremos declinando la responsabilidad de crear ese teatro ideal…

¿Ideal? ¿Inexistente? En términos prácticos, sí. Fuera del mainstream, el teatro de arte en Estados Unidos en el siglo XX no ha contado de hecho para la mayoría de la gente, que no supo siquiera de su existencia. Y es que la idea, el ideal de un teatro que se propone «llevar a escena la vida del alma humana», ha sido sistemáticamente arrollada por una potencia —el teatro comercial— que se propone justo lo opuesto: llevar a los asientos a las masas humanas.

Débil, incapaz —¿qué quiere decir esto?—, el teatro artístico apenas ha subsistido en minúsculos refugios para artistas y públicos minoritarios. Como en México con el teatro Ulises, el teatro de arte llegó a Estados Unidos por el empeño de un pequeño grupo: The Provincetown Players, de donde surgiría la enorme figura de Eugene O’Neill.

Mamet se identifica, junto con Chéjov, junto con Meisner, con los pocos que han «visto en su corazón» ese teatro. En una rápida lista de obras maestras menciona cuatro: Rey Lear (Shakespeare), Largo viaje de un día hacia la noche (O’Neill), Esperando a Godot (Beckett) y Un tranvía llamado deseo (Williams, para quien ha escrito un epitafio en el que llama a su escritura «la más grande poesía dramática en la lengua norteamericana»). Y, en otra parte, nombra asimismo sólo cuatro empresas teatrales afines a su sentir: el Teatro de Arte de Stanislavsky, en Moscú, en 1900; Brecht, en Berlín, en los veinte; el Group Theater, en Nueva York, en los treinta, y Second City, en Chicago, en los setenta.

En esta estirpe de esforzados se distinguen, grosso modo, dos estilos, mejor, dos temperamentos: unos —Chéjov, Williams, Becket…—, sean serenos, atormentados o melancólicos, dan la batalla sobre todo ante sí mismos; hoscos, tímidos, desadaptados o indiferentes, cumplen, un tanto fuera del mundo y sus peripecias, su destino: sorprenderse ante los periplos del alma de los hombres. Otros —Shaw, Brecht, el mismo Mamet…—, más compactamente enérgicos, ubicados, desenfadados, se esfuerzan por propagar su credo (Mamet se irá a meter hasta la cocina: las pantallas de cine que cubren la superficie del planeta), convencer a sus congéneres, ganar adeptos. Bien dentro del mundo, atentos a la línea de fuego de las peripecias sociales, cumplen su destino, el mismo, fatalmente, que el de sus colegas solitarios, el mismo de todo artista digno del nombre: decir la verdad.

Mamet no para. Su output es sorprendente. Y no lo son menos sus logros, reconocidos con premios como el Pulitzer; patentes en obras como Glengarry Glen Ross, Perversidad sexual en Chicago, Oleanna o Edmond; en espléndidos guiones cinematográficos como Hoffa, Los intocables o El cartero siempre llama dos veces; o en sus propias películas: Juego de emociones, Las cosas cambian, Departamento de Homicidios.

A finales de los sesenta, Mamet terminaba sus estudios de teatro y actuación:

Era yo un feliz estudiante; sin embargo, en un sentido, mi suerte estaba hermanada a la de los cineastas soviéticos con las cámaras vacías: me preparaba para ser actor, prospecto para el cual yo carecía de disposición y (más importante) de disciplina… ¿Qué iba a hacer entonces, con mi amor por la teoría y sin una vía de desfogue? Tomé el camino previsible: me volví maestro. A la tierna edad de veintidós años, me volví un vehemente, poseído maestro de actuación… Pronto empecé a dirigir obras para mis estudiantes, y luego empecé a escribir obras para ellos, y fue así como, tras muchas vueltas, llegué a ser dramaturgo.

De ese punto, no le toma mucho tiempo pasar de ser un dramaturgo a ser un dramaturgo reconocido. Su obra Duck Variations se estrenó hace ya veinticinco años, en 1972. En 1976 obtiene un premio Obie con American Buffalo y, desde entonces, sus obras llegan regularmente a los principales teatros del país. Lo cual es a cada rato, dada su rápida pluma. Por ejemplo, el Theatre de Lys en Nueva York acoge el estreno al año siguiente, 1977, de A Life in the Theater. (Sin embargo, las condiciones materiales de producción en el teatro le pondrán límites que lo harán buscar una salida: «Escribí tres guiones el año pasado y puedo lograr que se filmen, y está bien. Si escribiera tres obras, como alguna vez lo hice, me pondrían como lazo de cochino, ya que nadie en el medio especializado o en la comunidad quiere ver tres obras del mismo cuate al año.»)

Sin duda, todo ello pone a Mamet en el candelero, lo pone bajo los reflectores. Para finales de los setenta es invitado a escribir un guión de cine en Hollywood.

Soy un dramaturgo, es decir, lo que he hecho con la mayor parte de mi tiempo durante la mayor parte de mi vida adulta, ha sido sentarme sólo a hablar conmigo mismo para luego poner esa conversación por escrito… Este año me contrataron para escribir un guión y lo que había sido —para bien o para mal— la más privada de las ocupaciones, se ha vuelto una empresa colaborativa.

Ese primer guión fue El cartero… Estaba listo para 1980 y marcó el banderazo de salida para un cada vez mayor involucramiento con el cine. A los guiones para otros, se añadieron los guiones para las películas propias. Sin abandonar nunca sus principios originales. El libro de Gay Brewer, David. Mamet and Film, abre con estos renglones: «Juego de emociones, filme que marca el debut de David Mamet como director cinematográfico… refuerza y reelabora los temas que se hallan persistentes en su teatro…»

Para Mamet hay, en la vida y en el teatro, principios, punto:

El teatro tiene principios que hacen que nuestras representaciones sean honestas, morales y, coincidencialmente, conmovedoras, divertidas y dignas de la dedicación, en tiempo y dinero, del público…

Cuando nos desviamos [de los principios], transmitimos al público una lección de cobardía. Esta lección es de una magnitud tan grande como nuestra subversión de la Constitución al involucrarnos en Vietnam, como la exoneración de Nixon que hizo Ford, como la persecución de los Rosenberg, como la reinstalación de la pena de muerte. Todas son lecciones de cobardía que engendran más cobardía…

Si nos apegamos a los principios de acción, belleza y economía que sabemos verdaderos, si nos apegamos a ellos en todo —selección de obras, método de entrenamiento de actores, dramaturgia, difusión, promoción…— Si en verdad nos apegamos a nuestros ideales, podemos ayudar a formar una sociedad ideal —basada y apegada a principios éticos básicos—, no predicando acerca de ellos, sino creándolos cada noche frente al público, mostrando, en acción, cómo funcionan.

Pero, como en cualquier historia interesante, las cosas son más complicadas. El solo hecho de que Mamet trabaje para Hollywood ha puesto a varios a dudar de sus principios. El mismo Mamet pinta así el cuadro:

Ahora bien, todos nosotros, norteamericanos, siempre hemos considerado a Hollywood, en el mejor de los casos, un sucio pozo de vanalidad depravada. Y, desde luego, lo es. No es ningún Monasterio Protector de la Verdad Estética. Es un lugar donde todo cuesta una cantidad increíble de dinero…

Brewer: «No es nada fácil decir qué tanto Speed the Plow [obra sobre un par de ejecutivos de cine] puede ser tomada como una crítica seria de Hollywood, y lo mismo vale para el lugar que Mamet ocupa en un sistema al que ha servido de manera creciente…» Y, en un artículo de Time («Madonna comes to Broadway»; Madonna hizo el tercer papel en la obra: Karen), el crítico se pone mordaz: «¿Es Speed the Plow un grito de protesta contra Hollywood o una apología cínica de un hombre que, en la vida real, termina una película en Hollywood y está listo para empezar la siguiente?»

Cualquiera que haya visto una película de Mamet decidirá consigo mismo si a este hombre de teatro… y cine, se lo ha chupado la bruja del glamour y el showbiz, o si no ceja en intentar, como él mismo dice, conseguir «que la gente compre sus palomitas antes de la proyección…», repitiéndose una y otra vez la misma pregunta al escribir las escenas o dirigir las tomas: «¿Puede ser mejor?»

En una última cita, en la que Mamet toma las cosas con calma, diría con la sencillez de la —una— verdad, o, como decimos en México, le baja la espuma al licuado: «Es el viejo disfrute judío del entrar en tratos… Además, la gente en Hollywood es muy divertida. Es un sitio lleno de tahúres, mercachifles y charlatanes, incluyendo a mi persona. Todos somos vendedores de alfombras.»

Se ganó un lugar en el teatro en los setenta, uno en el cine en los ochenta; en los noventa va y viene desbordando firmeza y claridad en sus modos y convicciones; mas hoy sus últimas, últimas palabras serán una confesión: «No soy nadie más que aquel muchachito, aquel estudiante inseguro que por fin ha dado con una idea en la que puede creer y que siente que, a menos que se aforre a ella y le dedique la vida, estará perdido.»

Otto Minera


 PREFACIO

Este libro se basa en las charlas que ofrecí en la escuela de cine de la Universidad de Columbia en el otoño de 1987.

La materia era Dirección de Cine. Yo acababa apenas de terminar mi segunda película, y como el piloto con no más de doscientas horas de vuelo, era la cosa más amenazante en los alrededores. Sin duda, había dejado de ser un neófito, pero mi experiencia no era bastante para darme cuenta del tamaño de mi ignorancia.

Vaya lo anterior para excusar un libro sobre la dirección de películas escrito por un tipo con magra experiencia.

Por otra parte, y en apoyo de lo aquí recogido, permítaseme lo siguiente: lo que dije en Columbia se refirió a —y se esforzó en dar una explicación de— la teoría de la dirección cinematográfica que yo había pergeñado a partir de mi mayor experiencia como guionista de cine.

Hace poco apareció una reseña de un libro acerca de la carrera de un novelista que fue a Hollywood y trató de tener éxito como guionista. Según el articulista, el hombre se llamó a engaño en el intento, pues ¡cómo pudo soñar que triunfaría siendo casi ciego!

Con tal desatino, el articulista no hizo sino exhibir su profunda ignorancia del oficio de escritor de guiones. No se necesita la vista para escribir guiones; se necesita imaginación.

Hay un libro maravilloso llamado Profesión: director de escena, de Georgi Tovstonogov, quien sugiere que un director puede meterse en serios aprietos si se apresura a dar de inmediato soluciones visuales, plásticas.

Este pronunciamiento me ayudó mucho e influyó en mi desempeño como director escénico, y, subsecuentemente, en mi trabajo como guionista. Si se entiende lo que una escena significa, y eso se escenifica, seguía el señor Tovstonogov, se cumplirá con el encargo tanto del autor como del público. Pero de apurarse a tener antes que nada una puesta bonita, plástica —y que sin embargo apenas si describe el asunto—, pronto se dejará sentir una presión para integrarla forzando la progresión lógica de la obra. Más aún, bajo presión y bajo el afán de acomodar el lindo cuadro, se termina defendiendo su inclusión… en detrimento de la integridad de la obra.

La misma idea fue expresada por Hemingway de este modo: «Escribe la historia, saca todas tus grandes líneas, y si todavía funciona: ¡mejor!»

En mi experiencia como director y como dramaturgo he llegado a esto: la obra avanza en proporción directa a qué tanto puede el autor dejar fuera.

Un buen escritor se hace mejor todavía sólo si aprende a cortar, a remover lo ornamental, lo descriptivo, lo narrativo, pero sobre todo lo que a él le parece profundo y significativo. ¿Qué queda? Queda la historia. ¿Qué es la historia? Es la progresión esencial de incidentes que acontecen al héroe en la persecución de su sola meta.

Como nos dejó saber Aristóteles, la cuestión es qué le sucede al héroe… no al escritor.

No se necesita ver para ser capaz de escribir así; basta con ser capaz de pensar.

El guionismo es un oficio que sufre si no se apoya en la lógica. Consiste en la asidua repetición de varias preguntas muy básicas: ¿Qué quiere el héroe? ¿Qué le impide alcanzarlo? ¿Qué pasa si no lo consigue?

Si uno se atiene a las pautas que se originan al hacer esas preguntas, llegará a una estructura lógica, una traza sobre la cual se alzará la obra dramática. En una obra de teatro, esa traza es aprovechada por otra de las aristas psíquicas del dramaturgo; el yo estructurador pone la traza y el ello llega y escribe los diálogos.

Este esquema es análogo, me parece, al caso del guionista estructurador, quien entrega el mapa dramático al director.

He visto y sigo viendo al director como la extensión dionisiaca del guionista: él ha de finiquitar la autoría de modo tal (como debe siempre ser), que lo insípido y fatigoso del andamiaje técnico se esfume, desaparezca.

Me acerqué a la dirección de cine como guionista, con la idea de que el oficio de dirigir era una gozosa continuación del de escribir. En ese espíritu enseñé la materia y ahora ofrezco este libro.

D. M.

Cambridge, Massachusetts

Primavera de 1990


 Quisiera dar las gracias a mi editora, Dawn Seferian, por su enorme paciencia; a Rachel Cline, Scott Zigler,

Catherine Shaddix y Elaine Goodall por su ayuda en la construcción de este libro.


Son muy felices los que no tienen historia alguna que contar. Anthony Trollope, He Knew He Was Right.


Este libro está dedicado a Mike Hausman.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Archivo del blog

SILVINA OCAMPO CUENTO LA LIEBRE DORADA

 La liebre dorada En el seno de la tarde, el sol la iluminaba como un holocausto en las láminas de la historia sagrada. Todas las liebres no...

Páginas