lunes, 30 de enero de 2023

Alfred Döblin Las dos amigas y el envenenamiento . FRAGMENTO DE NOVELA.

 

 

 

Inspirada en un proceso que saltó a las páginas de los periódicos en los años 20 del siglo pasado, Las dos amigas y el envenenamiento describe los recónditos pliegues del resentimiento. Una mujer, envilecida por un marido que la maltrata, se rebela y encuentra refugio en una amiga, se confía, se abandona a ella y en sus brazos descubre otra cara de la sexualidad. Nace entonces la idea de hacer pagar al esposo sus ultrajes. Con un ritmo implacable, el deseo de venganza de las dos amigas se insinúa y propaga de frase en frase con una crudeza que confiere a la narración de Döblin una textura magistral e inolvidable.

 


 

 


Alfred Döblin

 

 Las dos amigas y el envenenamiento

 

 

 

 


Título original: Die beiden Freundinnen und ihr Giftmord

 

Alfred Döblin, 1924

 

Traducción: Joan Fontcuberta

 

Diseño de portada: Editorial

 

 

 

 

 


E. L., una hermosa muchacha rubia, llegó a Berlín en 1918. Tenía diecinueve años. Había sido aprendiz de peluquera en Brunswick, donde sus padres tenían una carpintería. Pero un día cometió una chiquillada: robó cinco marcos del monedero de una dienta. Luego pasó algunas semanas en una fábrica de municiones y finalmente terminó su aprendizaje en Wriezen. Era una muchacha despreocupada, que disfrutaba de la vida; se dice que en Wriezen no llevaba precisamente una vida de asceta, y que era dada a las francachelas.

Se instaló en Berlín-Friedrichsfelde. El peluquero que la empleó la encontraba aplicada, honesta y dotada de un excelente carácter. La conservó quince meses, hasta que ella se casó. El peluquero también pudo constatar cómo disfrutaba de la vida. En noviembre de 1919, durante sus salidas con una de sus dientas, Elli conoció al joven carpintero Link.

Elli era un tanto especial, sin llegar a ser rara. Poseía una franqueza inofensiva, era alegre como unas castañuelas, juguetona como un niño. Le divertía provocar a los hombres. Quizá se entregaba a éste o aquél por curiosidad, por el placer de observar al otro, al varón, y de armar jaleo entre compañeros. Se asombraba y encontraba extraño, aunque curioso de ver, que los hombres se tomaran esas cosas tan a pecho, que se pusieran tan nerviosos. Ellos se le acercaban, los volvía tarumba y después los rechazaba. Entonces apareció el joven carpintero Link.

Era un muchacho serio y tenaz. Comunista apasionado, hablaba de temas políticos que ella no comprendía. Se aferró a ella. A aquella cabecita de cabellos rubios y ensortijados, de mejillas lozanas, que contemplaba el mundo con una alegría tan desbordante que a él el corazón se le derretía. La quería por esposa. Quería tenerla a su lado.

A ella no le extrañó. Link procedía del ambiente de hombres que ella conocía. Ejercía la misma profesión que el padre de ella, por lo que ella estaba familiarizada con las cosas del trabajo de las que él hablaba. Esto la refrenaba un poco. No podía manejarlo como a los demás hombres. Se sentía honrada y dichosa de que él la pretendiera: estaba en su elemento, pero también tenía que cambiar; él tomó posesión de ella.

Elli tanteó el terreno en casa: les comunicó que tenía un buen empleo y que el carpintero Link, trabajador diligente que se ganaba bien la vida, la cortejaba. La familia la felicitó. Padre y madre estaban encantados. Y Elli, al reflexionar sobre su situación, también notó una sensación agradable. En el fondo, apreciaba a Link. Él tenía la intención de cuidar de ella, y ella tendría su propio hogar. Se le ocurrió que el matrimonio era algo muy extraño, pero agradable: quiere cuidar de mí y está contento. En el fondo le apreciaba. Pero no renunciaba a ocasionales escapadas a escondidas.

Link estaba completamente prendado de ella. Cuanto más tiempo pasaban juntos, más claro lo tenía Elli. Al principio, ella no le daba importancia. Así se comportaban siempre los hombres. Pero luego le resultó incómodo. En Link el sentimiento era muy fuerte y constante. Poco a poco surgió algo en el interior de Elli: imperceptiblemente fue tomándole inquina a Link por ser así. Él le impedía seguir pensando que se trataba de un hombre serio, como su padre, y de que fundarían una familia. Entonces él cayó al nivel de sus amantes anteriores. No, incluso cayó más bajo, porque se le pegaba mucho, la asediaba de forma muy insistente. Con rabia y con dolor se dio cuenta de que también a él se le podía manejar. Y de que él mismo la empujaba a hacerlo.

Se quedó con él. Las cosas siguieron su curso. Pero con el tiempo se fue amargando. Se reconcomía. Este Link la había engañado con falsas apariencias: Elli lo había presentido. Ahora se avergonzaba, incluso delante de él. Era una decepción subterránea.

De vez en cuando salía a la superficie en accesos de cólera. A menudo ella lo trataba con desafecto. Le hablaba en un tono espantoso, lo regañaba como a un perro. Él pensaba entonces, consternado: me dejará.

Luego ella hacía borrón y cuenta nueva. Se casará conmigo, ¿por qué no? Tener un hogar propio era una cosa nada desdeñable. Además, daba tanta lástima, el pobre; le daba pena. Pronto terminaría con él. Había muchos momentos en que se abandonaba divertida a sus fantasías: era una mujer casada, tenía una familia como la de Brunswick, su marido ocupaba una buena posición, la amaba, era un hombre serio. En noviembre de 1920 se casaron: ella tenía veintiún años y él veintiocho.

Se mudaron a casa de la madre de Link. No era realmente como tener un hogar propio. La madre hubiera querido cambiar de domicilio, pero no lo hizo. Aquella mujer era bastante poco cariñosa con su hijo, y éste, por su parte, no demostraba un gran apego por su madre. Ella no toleraba la competencia de la joven nuera. En los casos de desavenencia, Link tomaba partido a favor de su mujer, le daba su lugar. Insultaba groseramente a su madre. La joven Elli escuchaba. Empezó a tener miedo de que un día la tratara de igual modo. Cuando se lo decía, él refunfuñaba: «¿Qué disparates dices?». Pronto pudo oponerse más abiertamente a su suegra, cuando los ingresos del marido disminuyeron y éste le permitió volver a su oficio de peluquera. Durante la semana cuidaba de la casa, hacía las cosas a su manera. Los sábados y los domingos ayudaba en la peluquería y no le importaba que la vieja la reemplazara en casa.

Luego vino un tiempo en que Link salía solo por la noche a menudo. Pronto fue noche tras noche, dejando en casa a la joven esposa, que se quejaba de lo poco que él se ocupaba de ella. Nada de lo que ella hacía era del agrado de Link. Y, sin embargo, era él quien la había empujado al matrimonio. ¿Qué había ocurrido?

Link se había criado con su madre, en el trabajo y el mal humor. Quería progresar. Su mujer, aquella rizada cabeza de chorlito, no tenía ningún interés en él, no había cambiado en nada, se entregaba a sus caprichos, ora esto ora lo otro. A veces se aferraba a él; otras, lo trataba con indiferencia. Él pensaba: ¿quién se cree que es? Era un hombre rudo al que le gustaba decir que trabajaba como un negro. Y ahora, para tenerla por entero, se acercaba a ella… físicamente.

En otros tiempos ella había frecuentado a muchos hombres. Ahora la acosaba uno del que, divertida o enojada, no podía zafarse. Y éste imponía sus exigencias. Tenía a su favor sus derechos de marido. Aunque a Elli le disgustaba el contacto físico, lo toleraba en silencio. La inquietaba de un modo nada agradable. Se obligaba a soportar al hombre porque sabía que las cosas eran así en el matrimonio, pero hubiera preferido que no lo fueran. Estaba contenta cuando volvía a estar sola en la cama.

Link se había casado con una mujer joven y bonita. Se había considerado feliz de que le hubiera tocado en suerte. Ahora echaba pestes. ¿Qué ocurría? Ella iba demasiado lejos con sus chiquillerías, no era cariñosa con él. Por amable que fuera con Elli durante el día, aun pasando por alto las frecuentes ocasiones en que ella se mostraba hosca, de noche ella era como un cuerpo inerte en sus brazos. Estaba resentido. Y ella no cambiaba: Link no tenía hogar. Por más que la tratara con ternura, como a una muñeca, cuando quería unirse a ella para conseguirla por entero, ella se mantenía extraña, no lo aceptaba.

Elli notaba el malestar de su marido. Y se alegraba. Con la alegría del mal ajeno. Link no podía sino dejarla en paz. Y luego ella volvió a ser una esposa, se esforzó por cambiar sus sentimientos, pero no lo consiguió. Empezaba a comprender con temor que nunca lo conseguiría. La idea se deslizaba poco a poco en su interior y a menudo la empujaba a ceder a las peticiones de Link. Pero cada vez era más fuerte el sentimiento de desamor. Y después, una sensación total de hastío.

De noche, Link se refugiaba en sus reuniones y procuraba que fueran lo más animadas y radicales posible. Un pensamiento lo corroía, un terrible sentimiento de indignidad lo atenazaba: no soy lo bastante bueno para ella, se hace la importante. Pero luego temblaba de ira: la meteré en cintura. Lo que más lo trastornaba era la repugnancia que ella sentía por el sexo.

domingo, 29 de enero de 2023

Eliseo Alberto Caracol Beach FRAGMENTO.

 


Es un sábado del mes de junio, y Beto Milanés, emigrante de origen cubano, sale a buscar a alguien que lo mate. Al frente de la comisaría está un sargento calvo y obeso, que ha decidido pedirle perdón a su único hijo, Mandy, un travestí que vive con un modista armenio. El fantasma de una pianista vuela de un lado a otro, como una mariposa nocturna, tratando de salvar a su hija. Un oscuro profesor de literatura se pasa la noche en un bar, conversando con la mujer más linda del mundo. Los orishas africanos descienden del Olimpo y acuden a la cita son sus tambores. Tres muchachos han ido por cerveza a un supermercado, para seguir la fiesta, y se cruzan en la autopista con el cubano que quiere una tumba. Ha estado lloviendo, hay luna, alguien ha descerebrado a un perro contra un muro.

 


 

Eliseo Alberto

 Caracol Beach

 

 

 

 

 

 


Título original: Caracol Beach

Eliseo Alberto, 1998

Imagen de cubierta: Juan Pablo Rada

Editor digital: Meddle

ePub base r1.2

 

 


 La muerte es ese amigo que aparece en las fotografías de la familia, discretamente a un lado, y al que nadie acertó nunca a reconocer.

PAPÁ

 

El día del fin del mundo será limpio y ordenado, como el cuaderno del mejor alumno.

JORGE TEILLER

 

 

 

 


 Advertencia y dedicatoria

 

 

En el verano de 1989, Gabriel García Márquez impartió un taller de guión a diez alumnos de la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de Los Baños, Cuba. Yo fui su asistente. Entre las mil y una historias que nos contamos estaba la seductora pesadilla de cuatro jóvenes puertorriqueños que habían sido acosados toda una noche por un asaltante de caminos, sin más detalles. Ante la carencia de datos precisos, los talleristas aportamos nuestras propias soluciones. Alguien dijo que el personaje debía ser un asesino nato; otro sugirió que fuese alcohólico. Mejor, mudo. Drogadicto. O quizás armenio. «¿Y no sería oportuno incluir en algún episodio el acoso de un tigre de Bengala?», comentó un estudiante de Nueva Delhi durante una animada sobremesa. Gabriel propuso que fuese un sicópata de guerra y que llevara tatuados en el brazo izquierdo los nombres de sus muertos particulares. Yo consideré que debía encarnar a un suicida. Un pobre diablo. Casi un inocente. El loco quedó en el aire. Un año después supe de un marine de La Florida que había secuestrado en Port-au-Prince a una prostituta dominicana y, a cambio de la liberación de la rehén, sólo exigía que lo mataran en el intento de rescate. Le cumplieron con seis impactos de bala. Luego, en Madrid, me contaron de un gallego que, en la cruda de una borrachera, se ahorcó con la corbata porque estaba convencido de que era responsable de la muerte de sus dos mejores amigos —que no habían fallecido, todavía. A la mañana siguiente, por esas casualidades de este mundo, los susodichos perecieron en un absurdo accidente de tránsito, camino al entierro del ahorcado. En 1994, en México, García Márquez me pidió que escribiera algunas de aquellas embrionarias ficciones del taller, y como tuve vía libre, el asaltante de caminos pasó a ser un veterano de California en la guerra de Vietnam, un marinero argentino en la guerra de las Malvinas, un combatiente sandinista en la guerrilla nicaragüense, un terrorista palestino en la guerra del Medio Oriente, un artillero soviético en la guerra de Afganistán, un piloto inglés en la guerra de Irak, un miliciano croata en la guerra de Bosnia, hasta que terminó convertido en un soldado cubano en la guerra de Angola, 1975-1985. Guerras no faltan. La posible película nunca se realizó. Por último, hace dos años volví a leer un cuento de Gabriel que empieza con esta frase que es, en sí misma, una joya narrativa: «Como es domingo y ha dejado de llover, voy a llevar un ramo de flores a mi tumba». Entonces me senté a escribir esta novela sobre el miedo, la locura, la inocencia, el perdón y la muerte.

Dedico Caracol Beach a Gabriel García Márquez, mi querido maestro; a los amigos que me cuentan mentiras y a los alumnos que me las creen; y a los muchachos: María José, Ismael, José Adrián, Laurita, Sergio Efigenio, Cristian, María Fernanda, Andrés Palma, Hari, Sidarta, Jasai, Eli y Memo. Mi tropa.

 


 Tarde del sábado

 

 

Lo despertó un estrépito que interpretó como un disparo contra un búho.

ADOLFO BIOY CASARES

 

 


 Capítulo 1

 

 

Clemencia es una palabra que se usa poco. La noche anterior el soldado había vuelto a soñar con el tigre de Bengala y se levantó de un salto, con un sabor a carne podrida en la boca. Escupió sangre. Los nervios le habían destruido las encías y por mucho que se lavara los dientes con sales de bicarbonato, y aunque bebiera mil tazas de café para fumarse mil cigarrillos Camel sin filtro, el ácido de la infección seguía drenando gota a gota. Se arropó bajo la manta. Desde el calvario de la guerra en Ibondá de Akú, dieciocho años atrás, tenía la precaución de dormir con los botines puestos, costumbre que terminó por desbaratarle los pies con hongos impertinentes. Quiso refugiarse en algún buen recuerdo de su vida y escapar allí de la encerrona. No pudo. Por la rendija de los párpados vio entrar al tigre. Un tigre. El tigre. Ése. El amarillo. De Bengala. Su presencia le cortó el aliento. Aparecía sin previo aviso en cualquier confusión de sueños y ya no lo dejaba en paz un instante. Antes de descubrirlo bajo la mesa jugando con una rata de basurero había percibido su olor a crema de amapolas rancias flotando en el aire del amanecer, como cosmético de puta, y despertó angustiado. Escuchó en la distancia el canto de los gallos mañaneros, los motores de los coches por la autopista, el rumor de un mar que él sabía demasiado lejos, pero sólo al ver un aro de siete moscardones posado en la lámpara del techo, un ruido de rama que se quiebra le dijo que el demonio estaba cerca. Los insectos se avisparon y movieron el aire con las aspas de sus alas. Cada vez que sufría esa pesadilla la brújula de la conciencia trocaba los polos y lo hacía tomar por callejones sin salida. El tigre babeaba. Tenía sed. O quizás hambre. No le bastaba la rata. Quería otra. Lo quería a él.

—¡Virgen de Regla! ¡Por lo que más tú quieras dile que se vaya! Luz y Progreso para ti —rogó. La oración fue a dar contra los cerros. El eco vino de rebote entre humos turbulentos.

Desde que aceptó el trabajo de velador nocturno en el deshuesadero de coches de Caracol Beach, vivía en un trailer que alguna vez fue transporte de un circo. Aún podían leerse los créditos en un arco de vistosa caligrafía, algo desdibujados por los azotes de la intemperie: «Arena Cinco Estrellas. Rodeo Ambulante. Atracciones y Adivinos. Gitanos. Animales Inteligentes. Cunas y Camerinos». Las láminas laterales estaban pintadas con imágenes de leones, mujeres barbudas y equilibristas. El vagón contaba en su interior con el equipamiento necesario para hacer de él un calabozo habitable: el catre ajustado con bisagras a la pared del fondo, dos parrillas eléctricas por cocineta y un diminuto retrete donde apenas cabía una persona, pero diseñado con la funcionalidad de los camarotes de tren, de manera que los servicios estuviesen al alcance de la mano: desde la taza del inodoro se podía abrir cómodamente la llave de la jofaina y darse una ducha siempre sentado. La cinta de bombillas rojas, azules y amarillas que rodeaba el trailer por los cuatro puntos cardinales era el único lujo que el solitario huésped se permitía mantener en perfectas condiciones técnicas. Le gustaba encender el sistema de alumbrado y contemplar desde la autopista cómo brillaba su nave de hojalata en el centro de aquel cementerio de coches destrozados.

Cuando salió afuera, aturdido por los ecos del sueño, el tigre rondaba el techo del trailer. A la luz del amanecer reparó en la extravagancia de que traía alas, articuladas al cuerpo con armonía. Alas de cisne o de ángel. Dos abanicos de plumaje blanco, sedoso, bien peinado. Llegaba de algún sitio donde había estado lloviendo porque en el filo de las plumas brillaban gotas de agua como perdigones de mercurio. Había que verlo. Saltaba del techo a las nubes con soltura y de nube en nube, por el prado de cúmulos pisando suave, y desde allí se dejaba caer en pronunciada curva hasta el deshuesadero, sin batir las alas, y se perdía de vista entre los montes de hierros torcidos. No dejaba de ser un espectáculo hermoso. El soldado encendió un cigarro y la picadura le supo a cianuro. «Strike, Strike Two, ¿dónde estás, hijo de tu perra madre», gritó.

Strike Two se asomó en la ventanilla del Oldsmobile. El juego de escondidos se repetía con teatral puntualidad. Primero dejaba ver las orejas puntiagudas, luego los ojos, el hocico, la lengua, el cuello, hasta sacar medio cuerpo y asumir públicamente pose de gran mastín. Era un cachorro. Un vagabundo. Un buscapleitos. Había llegado al deshuesadero durante la Navidad anterior y por varios días prefirió acampar al aire libre, bajo los coches. El soldado tampoco hizo mucho por acercársele. Se tenían mutua desconfianza. A veces el cachorro ladraba cuando venía un cliente, atribuyéndose un rol de centinela que nadie le había encargado. Se entretenía persiguiendo inalcanzables mariposas por los corredores del cementerio o mordiéndose la cola en graciosos remolinos. El agua la bebía de los charcos. Ninguno de los dos claudicaba en sus posiciones. Eran tercos. Muy tercos. La noche del 31 de diciembre, sin embargo, el animalito entró en el trailer y saltó a las piernas del soldado justo en el momento en que él iba a cortarse las venas con una bayoneta de campaña. La irrupción del perro impidió el suicidio. El soldado le puso un nombre que le recordaba sus tiempos de beisbolista: Strike Two. El One era él. A partir del Año Nuevo, el perro durmió siempre en el Oldsmobile, un engendro construido con partes y piezas de otros vehículos, como un Frankenstein mecánico. Cada mañana, hombre y mascota repetían el juego de los escondidos. El amo debía fingir que lo buscaba por los patios. «Strike, Strike Two, ¿dónde estás, hijo de tu perra madre.» Tres o cuatro gritos después, el cachorro iba asomando orejas, ojos, hocico, lengua y cuello con estudiada complicidad. Pero ese sábado de lluvia el soldado lo recibió con un puntapié. Strike atravesó el cementerio barriga en tierra y llegó a la autopista decidido a marcharse. Se echó en la cuneta. Jadeaba. Se puso a ver. Por la pista de asfalto corrían manadas de camiones carnívoros, jaurías de coches rabiosos, rebaños de ómnibus monteses, piaras de automóviles jíbaros. Strike regresó al cementerio y se tumbó en la escalerilla del trailer. En la selva de los humanos hay caminos intransitables.

El miedo es una camisa de fuerza. La primera vez que se enfrentó al tigre fue aquella tarde que perdió la razón en Ibondá de Akú. El soldado llevaba varias jornadas deambulando, desquiciado por una culpa que no se permitía compartir con nadie, ni siquiera con el jefe de su escuadra de infantería, el otro sobreviviente de la emboscada. El oficial era un negro terco que se negaba a morir a pesar de traer el pulmón izquierdo deshecho por una ventosa de esquirlas. De milagro habían roto el cerco enemigo, con lo cual consiguieron una semana de esperanza. El soldado cargó al negro en hombros. Un último resquicio de cordura lo obligaba a asistirle. Se querían. La maniobra se hacía imposible por los delirios de ambos: el soldado disparataba por los escalofríos de la demencia, el jefe por la infección que le invadía las arterias. No dejaba de rezar su propio canto funerario: Yemayá Awoyó. Yemayá Asesú. Yemayá. Durante tres días y cuatro noches el loco lo llevó a cuestas, amarrado a la espalda con bejucos; al amanecer del quinto día el negro dejó de cantar y despertó con los ojos abiertos, la mandíbula descolgada y un insecto dorado en la boca, pero él no prestó atención a las evidencias clarísimas de la muerte y a pesar de la frialdad de la carne y de la rigidez de las extremidades y de la peste que a la sexta mañana hacía irrespirable el aire en un radio de veinte metros a la redonda, seguía arrastrándolo por los pies o los brazos, que entonces no eran brazos sino barras de cemento. Para un hombre en su sano juicio habría sido más lógico enterrarlo en algún claro del monte, pero los locos siempre están en otra parte, nadie sabe dónde con certeza. Poco recordaría de esas jornadas salvo al leopardo africano que apareció de pronto entre los arbustos y comenzó a destripar el torso del negro con la misma curiosidad con la que un gato araña una almohada. Por muy leopardo que sea un leopardo hay rivales que lo superan porque no le temen. Eran tantas las hormigas carniceras que ya daban cuenta del fiambre que la fiera renunció a su tajada de intestinos, después de algunos mordiscos superficiales. Ante un leopardo la fuerza de una hormiga radica precisamente en su insignificancia. El verdadero animal es el hormiguero en su conjunto. El leopardo puede arrasar con cientos de hormigas de un lengüetazo pero el cuerpo del hormiguero reparará las bajas en breves segundos. Las hormigas, entretanto, tocan fondo en los charcos de saliva y pican laboriosas la lengua del leopardo. El loco subió a un árbol y buscó con la mirada una tabla de salvación, mas no encontró nada mejor que el anillo de moscardones trabado entre el follaje. Una escudería de dípteros parásitos con cabezas rojas, como cascos de aviador. Los recuerdos se le escapaban del cuerpo, lo vaciaban. Desde esa tarde remota hasta aquel tercer sábado de junio, la fiera se escondió en la espesura del pasado a la espera de invadir sus pesadillas. El siquiatra que llevaría el caso en un hospital militar de Lisboa llegó a pensar en una recuperación: «Los medicamentos han empezado a dar los efectos esperados. No curamos su locura pero al menos le borramos el miedo de la cabeza. Podemos darle de alta», dictaminó el doctor sin saber que el animal aguardaba a que su presa quedara tirada a la suerte en un cementerio de coches para reanudar la caza a sol y sombra. El miedo es una camisa de fuerza.

El rayo inicial de la tormenta rajó una palma y rompió a diluviar. El aguacero borró el paisaje. La tierra tamboreaba. Un fuerte olor a carne quemada inundó Caracol Beach confundiendo a las aves de rapiña que empezaron a sobrevolar la zona, saboreando el banquete que les esperaba en el matadero de los hombres. Las aguas lavaron los metales de los vehículos, muelles de tapicería, tubos de radiadores, baterías cargadas de moho, y los óxidos se mezclaron con los ríos del fango. Las alimañas pataleaban en los charcos contaminados por aquella amalgama de lodo y astillas ferrosas. El Camel se apagó entre los dedos del soldado. Ese sábado tendría que deshacerse del tigre de la única manera en que aún era posible el duelo con el pasado: liquidándose a sí mismo. Alguien le dijo un día que el miedo era una camisa de fuerza. Pero no recordaba quién. Nada. Que lo único cierto era la palma ardiendo. Los bombazos de los truenos. Un perro echado en la puerta de un trailer de circo. Las aves de rapiña. Y ese segundo rayo, certera estocada de Dios, que se enterró en un hierro del cementerio, forjándolo al rojo vivo —el mismo hierro donde habría de morir un muchacho llamado Tom Chávez unas veinte horas después.

—¡Vaya desgracia la mía, carajo: estoy jodido, qué cosa tan grande! —dijo el soldado. Guardaba bajo el colchón una soga para la horca. Sería más fácil que anudarse una corbata. Y echó a correr, ansioso por matarse. Strike Two confundió la urgencia de su amo con el inicio de los juegos, ese día pospuestos por las figuraciones de la locura: lo seguía guerrero y saltarín y le clavaba los colmillos en los calcetines, le mordía los bajos del overol, le zafaba los cordones de las botas, reclamando un poco de atención. «¡Babalú Ayé: no me eches más animales detrás!», dijo al entrar en el trailer con el cachorrito a cuestas, como un grillete de peluche con cascabel.

miércoles, 25 de enero de 2023

DIDEROT Conversación con Diderot por Umberto Eco. FRAGMENTO DEL LIBRO: FURBANK. P.N. DIDEROT Biografía Crítica Emecé Editores Barcelona

 


DIDEROT

Conversación con Diderot

por Umberto Eco

ECO: Señor Diderot, ¿cómo he de presentarle ante el público? ¿Como filósofo? ¿Como novelista, dramaturgo, promotor cultural, moralista, o como editor?

DIDEROT: Como todo a la vez, si lo prefiere. O como filósofo solamente. Por lo que sé, sólo después de mi muerte adquirió esta palabra una connotación académica y especializada. En el siglo XV1U era una palabra muy general. Piense en mi amigo Voltaire. ¿Cómo lo definiría usted? ¿Poeta, dramaturgo, lexicógrafo, moralista? Fue un filósofo, un curioso de la verdad, un «razonadicto».

ECO: «Razonadicto». Buena definición. En elfondo es cierto, todos los ilustrados fueron todas estas cosas, inteligencias versátiles, voraces y dispuestas a arrojar la luz de la crítica sobre todos los misterios, ya fuesen auténticos o supuestos. Pero de todos los ilustrados, usted, señor Diderot, fue el más versátil. Para entendemos: en la actualidad, dAlembert, Montesquieu, Helvétius, etc., obtendrían fácilmente una plaza universitaria, mientras que usted tendría problemas. Yo lo definiría... no sé, periodista, polígrafo, ensayista. Pero recapacite un momento: usted es capaz de escribir una novela original como Los dijes indiscretos, una novela psicológica y anticlerical como La religiosa, opúsculos que abarcan desde las matemáticas hasta la teología, una obra de teatro, crítica de arte y además, en veinticinco años, dirige y lleva a término la Enciclopedia o diccionario razonado de las ciencias, las artes y los oficios, una treintena de volúmenes de buen tamaño que comprenden todo el saber humano, una de las maravillas del mundo moderno, comparable a las pirámides de Egipto, a la Divina Comedia, a la Capilla Sixtina, al descubrimiento de América, una obra que ha revolucionado el modo de pensar de su propia época y de los siglos posteriores, y que se consideró causa lejana de la revolución francesa... Y aunque no la escribiera usted toda entera, es innegable que la obra os-

12 Diderot. Biografía crítica

tenía su sello, por la amplitud de sus intereses, por la lucidez de sus comentarios críticos, incluso por sus defectos, por su eclecticismo, por la contemporización teórica que transparentan muchos artículos... En resumen: ¿quién es usted, señor Diderot?

DIDEROT: ¿Quién soy? A veces también yo me lo pregunto, sobre todo durante las largas horas de ocio de que disfruté en la cárcel de Vin- cennes...

ECO: Donde estuvo usted...

DIDEROT: Por haber escrito un folleto, la Carta sobre los ciegos para uso de los que ven, folleto sobre el que recayó la acusación de «escepticismo y sensualismo rayanos en el materialismo...»

ECO: Típico de su personalidad. Si no me equivoco, aprovechó usted la experiencia de un ciego que había recuperado la vista para elaborar un discurso lleno de aforismos, comentarios brillantes, observaciones científicas agudísimas e incursiones filosóficas de gran ingenio que a la postre le hicieron ganar fama de ateo, de contestatario, de peligro público para el Estadofrancés...

DIDEROT: Nunca he sido ateo. El mundo es un gran animal vivo y Dios es el alma de este organismo; escribí una vez que Dios es como una araña cuya tela es el mundo; y que por los hilos de la misma percibe de maneras diferentes, según la distancia, todo lo que entra en contacto con la tela. Y dije que todos los elementos del universo están dotados de sensibilidad.

ECO: Pero su racionalismo y su deseo de pasarlo todo por el cedazo de la crítica fueron sospechosos de ateísmo. ¿O no?

DIDEROT: Pues no, y usted lo sabe, pero lo dice para tirarme de la lengua. Creía en la verdad de las pasiones más que muchos contemporáneos míos y lo plasmé en mis libros. Si la araña divina trabaja sobre la tela del mundo, el hombre está en contacto directo con la tela en cuestión y en él influye, no Dios, sino la naturaleza, es decir, los instintos y las pasiones. El colmo de la insensatez consiste en plantearse la abolición de las pasiones. Nunca se me ocurrió tal cosa. Proyecto genial el del devoto que se atormenta para no desear nada, para no amar nada, para no sentir nada. Si lo consigue, será un monstruo.

ECO: Lo sé, señor Diderot; ni siquiera en su vida privada dijo usted que no a las pasiones.

DIDEROT: Por favor, no entremos en intimidades.

Conversación con Diderot 13

ECO: Bueno, pero las intimidades sirven para perfilar al personaje, incluso para que el público actual comprenda por qué usted, uno de los campeones del racionalismo ilustrado, fue en otros aspectos un precursor de la sensibilidad romántica; Goethe lo admiraba y... Aunque precisamente por ello nos parece usted enigmático y complejo. ¿Por qué si no la Enciclopedia, por qué este intento racional, perfecto como un templo clásico, de poner orden en el universo? Permítame preguntárselo otra vez, señor Diderot: ¿quién es usted?

DIDEROT: Digamos que un agente en el campo de la industria cultural.

ECO: Una definición muy moderna. ¿Le importaría explicarse?

DIDEROT: Desde luego. En mi siglo, y desde hada ya den años, la figura del hombre de cultura, poeta, pintor o filósofo, al servido de un príncipe, entregado al ocio creativo gradas a un mecenas generoso, y aparentemente en situación de responder sólo ante sí mismo, aunque en el fondo obligado a complacer a quien le pagaba, esta figura, digo, ya no podía existir. Había ya un público burgués, de artesanos, profesionales, pequeños propietarios, comerciantes, un público que sabía leer, que compraba libros, que alimentaba un mercado editorial y ante el que los escritores tenían que responder. Un público compuesto asimismo por mujeres. Usted sabe cómo nadó lo que hoy llaman novela; fue en Inglaterra, más o menos en mi época, y predsamente con el fin de contar historias para mujeres, historias de amores contrariados, de virtudes impugnadas, de interiores familiares burgueses. O bien para contar la historia de un comerciante que resuelve el problema de su supervivenda, de sus relaciones con la naturaleza y con Dios mismo, con la obstinación de un empresario burgués, anotando en el libro mayor el debe y el haber de su lucha con las adversidades... la historia de un comerdante llamado Robinson Crusoe. Le digo esto, que usted no ignora, para hacerle comprender qué significaba ser escritor en mi época. Había que tener en cuenta al público, la industria editorial, un comercio floredente. La responsabilidad del escritor era una responsabilidad social. Ya no se trataba de dirigirse al emperador, o al papa, como hacía Dante, o a los príncipes italianos como Maquiavelo. Una situadón sin esperanza; para el primero consistía en ponerse en el lugar de Dios y enviar a los grandes de la tierra al infierno o al paraíso; para el segundo en encontrar quien quisiera ser intérprete de las esperanzas propias o de la propia desesperación. En mi época era diferente: el escritor decía lo que se podía hacer y se lo decía a un público susceptible de llevarlo a efecto. Usted ha dicho que la

14 Diderot. Biografía crítica

Enciclopedia condujo a la revolución francesa. No sé si condujo a ella, pero es innegable que dijo a miles de lectores: «He aquí el mundo en que vivís, no el de las fábulas teológicas, sino el de todos los días, y he aquí las herramientas conceptuales y materiales con que el hombre transforma dicho mundo». Este argumento, para ponerlo en práctica, necesitaba los canales de la industria editorial. Si usted quiere, incluso aquellas obras mías que podríamos llamar «personales» participan de la misma lógica: se dirigen al lector burgués, tocan de cerca sus problemas sentimentales, morales o filosóficos, y tienen por añadidura ciertos adornos, paradojas elegantes, guiños atrevidos... porque han de venderse. Si no, nadie me las publica, y en tal caso ¿a quién me dirijo?

ECO: Hace falta volver pues a la Enciclopedia, porque me parece la clave de todo el problema. ¿Cómo fue usted a parar, por decirlo de algún modo, al campo de las enciclopedias ?

DIDEROT: Nací en el seno de una familia modesta. Mi padre era cuchillero. Tuve que ganarme la vida como mejor pude. Empleado de un procurador, preceptor y sobre todo traductor. Una trayectoria típica en la industria cultural. Y como traductor me contrató en 1746 el editor Le Bretón, que estaba traduciendo al francés una enciclopedia inglesa, la Cyclopaedia or Universal Dictionary of Arts and Sciences, de Chambers. D’Alembert trabajaba como consultor de la parte matemática. Y así, poco a poco, discutiéndolo todo con ellos, surgió el proyecto de una obra nueva, distinta, más ambiciosa. Un cometido editorial, desde luego, pero también algo más, un replanteamiento científico y crítico de todo el saber tradicional. Se decía en el Prospecto: «analizarlo todo, airearlo todo sin excepción ni reservas».

ECO: ¿Airear qué?

DIDEROT: Bueno, para ser breves, la concepción medieval del universo. Pues que en el ínterin hubiesen existido Descartes, Galileo y Newton no había servido todavía de mucho. Recuerde cómo era la Francia de entonces: un imperio feudal, una inmensa pirámide de poder organizada según jerarquías rígidas e inmutables, un puñado de aristócratas que gobernaban la propiedad de la tierra junto con el clero, un tercer estado que ya era el esqueleto económico de la nación pero que carecía de poder, por no hablar de los pobres, de los marginados, de los trabajadores, que no tenían fisonomía civil. Esta estructura política se sustentaba en una estructura del conocimiento, me refiero a la oficial, que todavía no había recibido el contragolpe de la revolución científica

Conversación con Diderot 15

de Galilco o del empirismo inglés. Un sistema del universo donde en la jerarquía inamovible de los seres el hombre terna un lugar, pero subalterno, periférico, dominado por la férrea lógica de las esencias inmutables. Así las cosas, nuestro diccionario quería devolver al hombre a sí mismo y a su propia dignidad. Es la existencia del hombre lo que vuelve importante la existencia de los demás seres. Si se elimina al hombre de la faz de la tierra, el espectáculo de la naturaleza enmudece. Se trataba pues de reintroducir al hombre, dándole en nuestra obra el mismo papel que representa en el universo. El de protagonista.

ECO: Así se explica que el Prospecto provocase el pánico. Ponía en peligro las ideas religiosas de la época (y no fue casualidad que el papa Clemente XIII, en 1759, condenara la Enciclopedia/ Pero sobre todo ponía en peligro las estructuras mismas del consenso político. En resumen: eran ustedes una banda de ateos que se atrevían a redefinir a Dios, el alma, la moral...

DIDEROT: Sí, de eso se trataba también, pero no crea usted que fue lo principal. Ay, la violencia de la censura, los varapalos de la represión se concentraron justamente sobre todos los artículos de carácter filosófico y teológico. Hubo que suavizar mucho. Si se leen atentamente estos artículos, se verá que eran muy respetuosos con los valores religiosos. Ninguno de nosotros negaba la existencia de la divinidad ni de una moral natural... No, estoy convencido de que el peligro estaba en otra parte, aunque no se identificara como tal. El peligro estaba en las ilustraciones, en las voces técnicas que las acompañaban, donde se decía cómo se recolecta el cáñamo, cómo se aventa el grano, cómo se cura el tabaco, cómo se fabrican los alfileres...

ECO: Entiendo.

DIDEROT: Usted sabe cómo era la concepción clásico-medieval de las ciencias y las artes. Eran dignas de interés las llamadas artes liberales, lo que hoy llaman literatura, música, matemáticas, ciencias teóricas, filosofía. Las otras se llamaban artes «mecánicas» y no eran dignas de interés científico. Pero en el amanecer de la nueva civilización industrial eran precisamente las otras, los oficios, las técnicas, las operaciones artesanales y mecánicas lo que constituía ya la esencia del trabajo social. La Enciclopedia subvirtió la concepción del mundo imperante porque puso en primer plano al hombre que trabaja, porque expuso los procesos ríe la inteligencia, no en el ejercicio abstracto de la lógica o la dialéctica, sino en el ejercicio concreto de la transformación manual del mundo. ¿Comprende qué acto revolucionario representó hablar con respeto y

16 Diderot. Biografía crítica

precisión de las faenas del agricultor (ochenta y tres láminas), del ebanista (ochenta y ocho láminas), del trabajador de la seda (ciento treinta y cinco láminas)? No creo que en todo el tiempo transcurrido se haya prestado tanta atención científica a los trabajos humanos de «segundo orden»: tres mil láminas, ¿se da usted cuenta? Y partiendo de cero. No existía documentación previa. Había que ir a los talleres y mientras que un tapicero me entregaba diez láminas pictóricas de figuras y tres cuadernos llenos de anotaciones para explicarme su técnica, otro que me tema que explicar una manufactura complicadísima me daba una pequeña lista de palabras sin definición, arguyendo que de su arte no se podía decir nada más. Lo que pasaba era que los artesanos no teman conciencia crítica de su trabajo; o que defendían celosamente los secretos del oficio después de largos siglos durante los que no habían tenido más remedio que velar por su única fuente de riqueza para que otros no se apoderasen de ella. A veces temamos que introducimos como espías en un taller, fingiéndonos aprendices, para entender algo. Y después conseguir que los dibujantes trabajaran con exactitud y coherencia. Veinte años de trabajo, pero en estas tres mil láminas (doce volúmenes de ilustraciones) estaba el secreto explosivo de la Enciclopedia, el primer poema realmente didáctico sobre el trabajo humano.

ECO: ¿Y dice usted que de este potencial explosivo nadie se dio cuenta inmediatamente?

DIDEROT: Qué se van a dar cuenta. Y eso que lo había escrito clarísimamente en uno de los artículos de la Enciclopedia, que los hombres que se habían esforzado por hacemos creer que éramos felices habían recibido más elogios que los que se habían esforzado por hacemos felices de verdad. Estaba claro como el agua que los héroes de nuestro libro eran los cardadores, los constructores de diques, los recolectores de algodón y no los que hablaban del infinito, de lo sobrenatural, de la trascendencia. Pero aquí es donde surge uno de los aspectos curiosos de toda la empresa...

ECO: ¿Cuál?

DIDEROT: Que no puede decirse que el poder se opusiera a nuestra iniciativa. El poder... ¿qué significará esto? Como en toda época histórica, el poder estaba encamado por una clase conservadora que tendía a dejar las cosas como estaban, pero al mismo tiempo estaba representado por elementos dinámicos que vislumbraban que el futuro económico de Francia radicaba en el desarrollo técnico. Para esta clase, la Enciclopedia era una empresa que había que apoyar.

Conversación con Diderot 17

ECO: ¿Me está diciendo que gestaba usted una revolución con ayuda delpoder?

DIDEROT: Yo no digo que fuese un revolucionario en el sentido en que se entiende actualmente, como tampoco la revolución francesa fue una revolución tal como se entiende en la actualidad. Fue una revolución puesta en práctica por la clase burguesa. ¿Y quién debía hacer la revolución sino la clase más joven, más fresca, más incorrupta ante las viejas estructuras del Estado? La Enciclopedia fue el manual revolucionario de la burguesía revolucionaria, si lo prefiere usted así. Fue un libro liberador también para los trabajadores subalternos, cuya liberación sólo podía comenzar mediante la liberación de las energías burguesas. Así, la Enciclopedia glorificaba el trabajo anónimo de los tejedores, pero la financiaba una clase de empresarios de nuevo cuño que sacarían provecho del trabajo anónimo mencionado, construyendo la industria moderna y explotando a los mismos tejedores. ¿Concibe usted un camino diferente? ¿Qué otra cosa podía hacer?

ECO: Pero ¿y los grupos más reaccionarios, los que lo pusieron a usted entre rejas?

DIDEROT: Eran los más peligrosos, qué duda cabe, pero también los más fáciles de engañar. Nos divertíamos mucho, no crea. Mandábamos los artículos de biología al censor especializado en teología y los artículos de moral al censor experto en matemáticas. Y así colábamos muchas cosas. Luego, en 1762, con la expulsión de los jesuitas de Francia, cambió el panorama y pudimos acelerar los trámites. Como es lógico, muchos se asustaron por el camino, el mismo Voltaire desertó, muchos nombres ilustres redactaron pocos artículos, la Bastilla daba miedo a todos. Pero la Enciclopedia no tenía por qué ser un desfile de primeras figuras, los mejores artículos los redactaron personajes de segunda fila, casi todos los revisé yo, algunos los censuraron los mismos editores, y no hubo más remedio que aceptarlo porque la obra estaba ya en la imprenta. El resultado fue un almodrote ecléctico, desigual, afectado por las componendas, no lo niego. Pero se publicaron cuatro mil ejemplares en la primera edición (no olvide usted que tema un tamaño de órdago) que circularon por todas partes. No le pido pues que valore los medios de que me serví, sino los resultados.

ECO: ¿Muchas componendas?

DIDEROT: Muchas, y no me arrepiento. Hay que señalar que algunas fueron automáticas. Cuando me metieron en la cárcel, por ejemplo. ¿Sabe usted quién me sacó?

18 Diderot. Biografía crítica

ECO: ¿Quién?

DIDEROT: Los editores, con ayuda del gobierno. La Enciclopedia era un asunto económico de mucho empaque. Un beneficio del cincuenta por ciento para los editores, ganancias que no habría proporcionado nunca el comercio con las Indias, miles de obreros contratados por veinte años. Era un asunto de estado al que contribuían los libreros holandeses, que estaban estropeando el mercado. Y únicamente yo estaba en situación de entender lo que pasaba en aquel caos de bosquejos, manuscritos, pruebas de imprenta. Me sacaron; aunque hubiese atacado las costumbres y la religión. ¿Y quiénes me sacaron? Los que me habían metido. Lo sabe usted muy bien, la economía francesa no se podía permitir imprudencias en aquella época.

ECO: Así pues, la Enciclopedia se llevó a cabo con ayuda de sus mismos enemigos.

DIDEROT: Que objetivamente tenían que ser amigos. Cuando, después de la aparición de los dos primeros volúmenes, estalló el escándalo político-religioso-filosófico, el consejo del rey decretó la prohibición de la obra por el siguiente motivo: «Se han introducido máximas tendentes a destruir la autoridad real, a difundir el espíritu de independencia y rebeldía, y con términos oscuros y equívocos, a sembrar las semillas del error, de la corrupción de las costumbres y de la impiedad». El censor mayor, Malesherbes, ordenó que se registrase mi casa para confiscar el material de los siguientes volúmenes, pero me avisó de antemano y se ofreció a esconderlo en su propia casa para que no se perdiese. Increíble, ¿verdad? ¡Incluso madame de Pompadour intervino junto al rey para que prosiguiera la publicación!

ECO: ¡Pero bueno! ¿Eran imbéciles? ¿O es que eran ilustrados de incógnito?

DIDEROT: Ni lo uno ni lo otro. Eran hombres y mujeres de su época, que vivían las contradicciones de una sociedad feudal que se estaba convirtiendo en industrial. Yo tenía una misión y quizá radique aquí mi único mérito: terna que jugar las cartas de las contradicciones, ponerme por encima y aprovecharme de ellas. Los caminos de la libertad son infinitos.

ECO: ¿O sea que usted, el terrible subversor, fue un hombre del poder?

DIDEROT: Un agente de la industria cultural. Viví en el poder, pues quedarse fuera sólo servía para mitigar la mala conciencia. Si quiere

Conversación con Diderot 19

usted encontrarme méritos, le diré que fui el primer intelectual que comprendió la nueva estructura del poder, estructura que todo intelectual habría tenido que tener en cuenta.

ECO: Usted se define, no se juzga. ¿Cómo sejuzgaría?

DIDEROT: No me defino a mí mismo; defino la Enciclopedia. Mírela, la tiene usted delante, en esta mesa. Deje de hablar conmigo. Hable con sus páginas.

Prefacio

El mundo ha rendido homenaje a El sobrino de Rameau de Diderot, al igual que a las Memorias del subsuelo de Dostoyevski y a algunos cuentos de Kafka, como a uno de esos libros que nunca se pueden llegar a poseer del todo y que siempre permanecen un paso, o varios, por delante del lector. No hay duda de que tuvo defensores ilustres. Goethe mostró un enorme entusiasmo por él, al igual que Hegel y Marx; y en tres ocasiones diferentes Freud llamó la atención sobre el hecho curioso de que parecía que este autor del siglo XV11I se le hubiera adelantado. «No se puede olvidar —afirmó en su Introducción al psicoanálisis— que los dos líeseos criminales del complejo de Edipo fueron reconocidos como los verdaderos representantes de la vida desinhibida de los instintos mucho antes de la época del psicoanálisis. Entre los escritos del enciclopedista I )iderot se encuentra un diálogo célebre, El sobrino de Rameau, que fue traducido al alemán nada menos que por Goethe. Allí se puede leer la siguiente frase notable: “Si la bestezuela tuviera que arreglárselas sola y permanecer sumida en la más absoluta ignorancia, combinando la mente sin desarrollar del recién nacido con las pasiones violentas del hombre de treinta años, retorcería el cuello a su padre y se iría a la cama con su madre”.»

Parte de la profunda extrañeza de El sobrino de Rameau también se encuentra en las otras dos novelas de Diderot, La religiosa y Jacques elfatalista, así como en su fantasía filosófica El sueño de cTAlembert. Es un autor cuya obra nos habla hoy como no lo hace la de Voltaire, con la excepción de Cándido. Claro que Diderot, como todo el mundo sabe, fiie un polígrafo, luchó con Voltaire y d’Alembert contra la superstición y el despotismo y preparó la publicación de la gran Encyclopédie, ariete o biblia de la Ilustración. Estos datos son importantes pero un poco indigestos para que el lector medio los aproveche.

22 Diderot. Biografía crítica

He expuesto dos respuestas distintas ante el nombre «Diderot» y la lista no está completa. Pues es un lugar común entre los historiadores del arte, aunque no tanto para otros lectores, que Diderot fiie (más o menos) el inventor de la crítica de arte moderna; y los lectores franceses (aunque los extranjeros quizá no tanto) saben muy bien que fue uno de los mayores epistológrafos del mundo. Es más: de todos es sabido que hubo un jacobino sanguinario que habló de ahorcar al último rey con los intestinos del último cura, pero no todo el mundo sabe que fue el bondadoso Diderot quien ideó la frase en un poema festivo de Nochevieja, unos veinte años antes de la Revolución.

En términos generales, hay alguna incoherencia en las ideas aceptadas sobre Diderot y no se trata de un fenómeno tardío: también ocurría en su propia época. Creo que son varias la razones que explican esta circunstancia, pero un dato de suma importancia en este sentido es que no publicó El sobrino de Ramean ni, en realidad, ninguna de sus obras más originales. En consecuencia, había una faceta que sus contemporáneos desconocían y que podría haberles intrigado mucho si la hubieran descubierto. Mi propósito en este libro es contribuir a relacionar las distintas ideas que sugiere el nombre de Diderot.

Toda persona que aborde un nuevo estudio sobre Diderot estará en deuda, y bastante impresionada además, con la magnífica biografía que Arthur Wilson publicó en dos volúmenes hace unos treinta años. Yo, por supuesto, no pretendo tener un conocimiento del tema tan amplio como Wilson. Sin embargo, el objetivo de mi libro es levemente diferente del suyo. En primer lugar, lo que yo presento es una «biografía crítica»: es decir, en ella los capítulos narrativos se entremezclan —y en mayor proporción a medida que avanza el libro— con capítulos de crítica literaria. Es ésta una estructura difícil (hace tiempo dije algunas groserías sobre ello), pero creo que en este caso es la más indicada. No estoy muy seguro de saber por qué; pero en parte, sin duda, se debe a que lo que me interesa de Diderot no es tanto lo que «representó» como lo que logró. En realidad, las obras por las que sobrevivirá y por las que ha sobrevivido son muy escasas, pero para mí son asombrosas.

Quisiera expresar mi más sincero agradecimiento a las siguientes personas por sus consejos y su ayuda: Andrew Best, Peter Biller, Piers Brendon, Tony Coulson, el reverendo John Fellows, Tony Lentin, Douglas Matthews, Derwent May, Bob Owens, Ben Spackman. También quisiera manifestar mi especial gratitud a mi editor, John Black- well, y a Elisabeth Sifton por toda una serie de sugerencias y comentarios constructivos.

FUENTE:

Título original: Diderot. A Critical Biography

Traducción: M* Teresa La Valle

Diseño de la cubierta: Pedro del Carril

Copyright © 1992 by P.N. Furbank © Emecé Editores, Barcelona 1994

Emecé Editores España, S.A

Enrique Granados, 63 - 08008 Barcelona - Tel. 454.10.72

Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del "Copyright", bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

ISBN: 84-7888-152-2 Depósito legal: B-18.407-1994

Printed in Spain

Fotomecánica: AJ. Imatge S .A., Robrenyo 64-66, Barcelona Impresión: PURES A, Girona 139,08203 Sabadell


martes, 24 de enero de 2023

EL HACEDOR DE SOMBRAS. FRAGMENTO. NOVELA.




*** 

El instante se desvanece, se cae.

Una imagen detrás de otra se derrumba, cede al espacio

y a lo oscuro… Y el fogonazo estúpido es un ángel

vengador, hiere tu costado de sueño.

Y la respiración se hace cada vez más difícil y a la

pareja no le importa tu muerte, así: anónima, sin dueño,

JORGE MÉNDEZ-LIMBRICK

20

rodando escaleras abajo… ¿Morirás? ¿Cuántos mueren

“anónimos”?

Escuchás a lo lejos la pitoreta del tren. Escuchás cerca a

la pareja de jóvenes hacer el amor; ella dice unas palabras,

él se queda callado en el escudo del no-abecedario, unos

movimientos en las sombras… Escuchás los estertores de

ella y los estertores de él… Ellos no escuchan tus estertores,

el hip-hip de cocaína en tu nariz y en la sangre.

Sos “Nadie”, “algo” tirado en el suelo de mármol y en

el centro de tu pupila vuela un búho por esa noche. Alguien

te quiere encapsular con los rótulos de muerte, con los avisos

de neón, con los travestis comerciantes de sexo cada noche.

Hip, hip, hip, hop, hop, hop… Deseás moverte, avistar a

la pareja que entreabre las carnes a la vida y cierran las

carnes a la muerte… ¿Dónde están tus hijos? ¿Dónde está

Adriana? ¿Dónde está lo que pudo ser y no fue?

OsamuDazai, 1947 Traducción: Montse Watkins El ocaso

 

Un mundo cerrado, en ruinas, sin salida ni amanecer a la vista es lo que se retrata en El ocaso, caída del sol y de sueños de grandeza en el otrora Imperio del sol naciente.

Tras la II Guerra mundial la inestabilidad y la angustia se apoderan de las nuevas generaciones japonesas. Un universo de tradiciones y castas militares se desmorona. Esta novela narra la historia de una desconcertada familia aristócrata al tiempo que cada página va explorando una región de la moderna conciencia nipona.

Una madre prisionera del pasado, un recién llegado del frente adicto a la droga y a los tugurios húmedos, y una joven en busca de amor, de explicaciones y de nuevos caminos son los protagonistas abatidos y aislados que se tocan casi tangencialmente.

Refugios individuales y mucha incomunicación son las claves que nos acercan al paraíso perdido, un lugar donde el sol poniente asedia y agota personajes y circunstancias hasta acabar, tras la publicación de este libro, con la propia vida de su autor.

 

 

 

 

 

 

 



Osamu Dazai

El ocaso

Título original: 斜陽(Shayō)

OsamuDazai, 1947

Traducción: Montse Watkins

                               El ocaso

Introducción

Osamu Dazai es uno de los escritores modernos más apreciados en Japón. Tras cumplirse el cincuentenario de su muerte, sus obras —de marcadas características autobiográficas y con una rebeldía chocante en una sociedad de rígido conformismo—, cuentan con más seguidores que nunca, tanto en Japón como en otros países.

Dazai, cuyo verdadero nombre fue ShujiTsushima, nació en 1909 en Kanagi, una pequeña ciudad en la península de Tsugaru, en la norteña región de Aomori. Al ser el décimo entre once hermanos de una familia de terratenientes acomodados, careció de las atenciones de sus padres y creció al cuidado de una tía y los sirvientes. Desde pequeño, mostró un particular interés por la literatura, que utilizó como medio de expresión de su desarraigo familiar y sus conflictos internos.

A los veintiún años, en 1930, ingresó en el departamento de Literatura francesa de la Universidad de Tokio, aunque dejó los estudios cinco años más tarde sin graduarse. Durante este periodo, militó en el incipiente movimiento marxista nipón, experiencia que influyó en su visión de la sociedad y su producción literaria.

Tres años después, comenzó a publicar colecciones de relatos. En 1935 y 1936 fue candidato al Premio Akutagawa, el más prestigioso en lapón para escritores de ficción. Pese a que en ambas ocasiones otro autor recibió el galardón, ya se había asegurado un lugar destacado entre los jóvenes escritores de la época.

El éxito de las obras de Dazai corrió paralelo a una vida privada tumultuosa en extremo. Después de ser desheredado por su familia a causa de la relación con una geisha de bajo rango, tuvo cuatro intentos de suicidio —dos antes de cumplir los veinte—, sufrió de adicción a la morfina y al alcohol, y estuvo internado para tratamiento psiquiátrico y aquejado de tuberculosis crónica.

Su boda a los treinta años, en 1939, con MichikoIshihara, una maestra de escuela secundaria que le presentó el escritor MasujiIbuse, cambió su existencia y dotó de mayor claridad y equilibrio a su trabajo.

Este periodo de tranquilidad duró hasta el final de la Segunda Guerra mundial, en 1945. En los siguientes tres años, Dazai escribió dos novelas consideradas sus obras maestras: El ocaso (Shayo), en 1947, e Indigno de ser humano (Ningenshikkaku), en 1948.

En estas dos novelas, el autor se muestra mucho más cercano a Dostoyevski que a sus contemporáneos nipones. Las historias, en las que se aprecia con claridad la influencia de la literatura europea, muestran el interés por la cultura occidental entre las clases más educadas. Sin embargo, los protagonistas de estas obras, caracterizadas por una honradez sin adornos al mostrar la decadencia del ser humano, no escapan a la falta de comunicación personal habitual en la sociedad japonesa, y Dazai recurre a retrospectivas o a la descripción minuciosa de pequeños acontecimientos para mostrar con mayor profundidad a los personajes.

En 1948, cuando se encontraba en la cumbre de su carrera, se suicidó con su amante —una joven viuda de guerra—, dejando atrás a su esposa y tres hijos en precaria situación económica. Para terminar con su vida, eligió un canal del río Tama, en el suburbio tokiota de Mitaka, cuyas aguas se encontraban muy altas y turbulentas por las habituales lluvias de junio, época de los monzones en Japón. Los cuerpos de ambos, atados el uno al otro con una cuerda roja, fueron encontrados seis días después en un recodo del canal, justo cuando Dazai hubiera cumplido treinta y nueve años.

El diecinueve de junio, fecha de su aniversario, su tumba en el templo de Zenrin-ji, en Mitaka, recibe un gran número de visitantes, que le ofrecen flores, incienso, así como cigarrillos, sake o cerezas —que le gustaban a Dazai en vida—, junto a fervorosas plegarias por el descanso del espíritu del polémico escritor, que todavía ejerce una enorme fascinación sobre los lectores japoneses, en particular las jóvenes generaciones.

Montse Watkins

Kamakura, diciembre 1998

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