miércoles, 9 de noviembre de 2022

CUESTIONES DE ESTRUCTURA- EL QUIJOTE. LECCIONES. CURSO SOBRE EL QUIJOTE.

 



 

 CUESTIONES DE ESTRUCTURA

He enumerado los rasgos físicos de don Quijote, como son la osamenta grande, el lunar de la espalda, los tendones de hierro y los riñones enfermos, los miembros flacos, la cara triste, enjuta, tostada por el sol, el fantástico surtido de armas herrumbrosas a la luz de la luna un tanto lacia. He enumerado sus rasgos espirituales, tales como su seriedad, sus maneras graves, su infinita valentía, su locura, lo ajedrezado de su condición mental, cuadros de lucidez y cuadros de demencia, con una especie de salto de caballo de lógica demente a lógica racional y a la inversa[26]. He mencionado su desvalimiento bondadoso y patético, del cual tendré algo más que decir cuando lleguemos a la belleza del libro. He enumerado también los rasgos de Sancho, sus piernas flacas y quijotescas y la barriga y cara de «augusto», que es como se llama, en la jerga del circo moderno, al tipo de payaso bobo[27]. He citado algunos aspectos en los que su personalidad, por lo demás bufa, conecta con la sombra dramática de su señor. Tendré más que decir de Sancho en el papel de encantador.

(Ver Figura[7])

Ahora voy a examinar uno por uno algunos de los apoyos estructurales de los que pende al desgaire nuestro libro, de todas las obras maestras la más cercana a un espantapájaros, pero que, sobre el telón de fondo del tiempo, compone una maravillosa fotopia (visión con ajuste de los ojos a la luz) de pliegues, p, l, i, e, g, u, e, s.

Pero antes unas consideraciones generales. Se ha dicho del Quijote que es la mejor novela de todos los tiempos. Eso es una tontería, por supuesto. La realidad es que no es ni siquiera una de las mejores novelas del mundo, pero su protagonista, cuya personalidad es una invención genial de Cervantes, se cierne de tal modo sobre el horizonte de la literatura, coloso flaco sobre un jamelgo enteco, que el libro vive y vivirá gracias a la auténtica vitalidad que Cervantes ha insuflado en el personaje central de una historia muy deshilvanada y chapucera, que sólo se tiene en pie porque la maravillosa intuición artística de su creador hace entrar en acción a don Quijote en los momentos oportunos del relato.

Creo que apenas se puede poner en duda que Cervantes concibió originalmente el Quijote como un relato no muy largo, que sirviera de entretenimiento para un par de horas. La primera salida, ésa en la que Sancho todavía no está presente, está pensada a todas luces como una narración breve autónoma: manifiesta una unidad de propósito y de realización, rematada con una moraleja[28]/ Pero el libro siguió creciendo y dilatándose, hasta abarcar toda clase de asuntos. La primera parte de la obra se divide en cuatro secciones: ocho capítulos, luego seis, luego trece y luego veinticinco. La segunda parte no se divide en secciones. Madariaga señala que la rápida y desconcertante sucesión de episodios y relatos intercalados que irrumpe de improviso en la narración principal ya cerca del final de la primera parte, mucho antes de que pensara en la segunda, es la labor de relleno de un autor cansado que dispersa en tareas menores un esfuerzo que ya no es suficiente para su creación fundamental. En la segunda parte (sin secciones) Cervantes recupera el dominio pleno sobre su tema central.

Para dar a la obra una apariencia de unidad, se hace que Sancho recuerde de vez en cuando incidentes pasados. Dentro de la evolución de la literatura, sin embargo, la novela del siglo XVII —y en particular la novela picaresca— todavía no había conquistado la conciencia, la memoria consciente que impregna toda la obra cuando sentimos que los personajes recuerdan y saben los hechos que nosotros recordamos y sabemos de ellos. Eso es una conquista del siglo XIX. Pero en este libro hasta esos recuerdos artificiales son chapuceros y desganados.

Al escribir la obra, Cervantes parece haber pasado por fases alternativas de lucidez y vaguedad, planificación meditada y vaguedad desaliñada, del mismo modo que su protagonista está loco a trozos. La intuición le salvó. Como señala Groussac, jamás vio el libro ante sí como una composición perfecta, aislada, completamente separada de la materia caótica de la que había salido. Y no sólo eso, no sólo no previo nunca las cosas, sino que tampoco volvió nunca la vista atrás. Da la impresión de que mientras escribía la segunda parte no tenía un ejemplar de la primera sobre la mesa, no lo hojeó nunca: parece recordar esa primera parte como la recordaría un lector medio, no como la recordaría un escritor, no como la recordaría un estudioso. De otro modo no se explica cómo pudo, por ejemplo, a la vez criticar los errores cometidos por el autor de la continuación espúrea del Quijote y caer en descuidos todavía mayores del mismo género, con relación a los mismos personajes. Pero, repito, la intuición del genio le salvó.

Componentes estructurales


Voy a enumerar y describir someramente diez componentes estructurales, algunos de los ingredientes de nuestra empanada.

1) Fragmentos de viejos romances que resuenan en los rincones y recovecos de la novela, añadiendo aquí y allá un encanto extraño y melodioso a una materia pedestre. Casi todos esos romances populares, o alusiones a ellos, se empañan inevitablemente en la traducción. Por cierto que las palabras con que comienza el libro, «En un lugar de la Mancha», son de un romance antiguo. No me puedo detener en esto por falta de tiempo.

2) Refranes: Sancho, sobre todo el de la segunda parte, es un saco repleto de refranes y dichos. Para los lectores de la obra traducida, este lado bruegeliano del libro es una pesadez. Así que tampoco voy a avanzar por esa línea.

3) Juego de palabras: aliteraciones, equívocos verbales, palabras mal dichas. Todo esto se pierde también en la traducción.

4) Diálogo dramático: tengamos presente que Cervantes era un dramaturgo frustrado que encontró su campo de acción en la novela. El tono y el ritmo de las conversaciones de la obra son de una naturalidad maravillosa, incluso en la traducción. El tema es obvio. Se divertirán ustedes, en la soledad y el silencio de sus residencias, con las diversas conversaciones de la familia Panza[29].

5) La descripción convencional poética, o más exactamente pseudopoética, de la naturaleza, que aparece encerrada en párrafos propios sin mezclarse nunca orgánicamente con la trama ni con el diálogo.

6) El historiador inventado: dedicaremos media lección al examen de este componente mágico.

7) La novella, la novelita intercalada al estilo de las del Decamerón (diez-al-día), una colección de cien cuentos del italiano Bocaccio, del siglo XIV. Volveremos sobre esto en seguida.

8) La materia arcádica (o pastoril), estrechamente ligada a la novella italiana y al relato de caballerías, con los cuales entronca en algunos puntos. Esta vertiente arcádica se deriva de la extraña combinación de ideas siguiente: la Arcadia, una región montañosa de la Grecia legendaria, fue morada de un pueblo sencillo que vivía feliz; así que vamos a disfrazarnos de pastores y a pasar veranos del siglo XVI vagando en idílico gozo o romántico quebranto por los montes de España suavizados. El tema particular del quebranto era propio de historias caballerescas de caballeros penitentes, desdichados o trastornados que se retiraban al yermo para vivir como pastores ficticios. Estas actividades arcádicas (menos el quebranto especial) serían después transferidas a otras partes montañosas de Europa por escritores dieciochescos de la llamada escuela sentimental, en una especie de movimiento de vuelta a la naturaleza, aunque verdaderamente no cabría imaginar nada más artificial que el tipo de naturaleza domesticada y ñoña que pintan los escritores arcádicos. La realidad es que las ovejas y las cabras huelen mal.

9) El elemento caballeresco, alusiones a los libros de caballerías, parodias de situaciones y fórmulas de esos libros; en una palabra, una continua presencia de las historias de la caballería andante. Pondremos en sus ávidas manos algunas muestras, copias de pasajes de dos de esos libros, de los mejores[30]. Cuando hayan leído esos pasajes no saldrán ustedes corriendo en busca de armaduras herrumbrosas y ponies ancianos de jugar al polo, pero tendrán quizás un ligero atisbo del encanto que encontraba don Quijote en esos relatos. Verán también las semejanzas de ciertas situaciones.

Narrador y mago por naturaleza, pero no predicador, Cervantes puede ser cualquier cosa menos fiero adversario de un mal social. La verdad es que le importa un rábano que los libros de caballerías sean populares en España; y, si lo son, que su influencia sea o no perniciosa; y, si es perniciosa, que puedan o no trastornar a un caballero virgen y cincuentón. Aunque haga gran ostentación de su preocupación moral por esas cosas, lo único que le interesa en todo esto de la caballería o la anticaballería es, en primer lugar, su oportunísima utilidad como recurso literario que sirve para impulsar, timonear y, en general, dirigir su historia; y, en segundo lugar, su utilidad no menos conveniente como actitud virtuosa, propósito, temblor de indignación, cosas aconsejables para un escritor en aquella época piadosa, utilitaria y peligrosa. Gastaríamos en vano mis esfuerzos y su atención si picásemos el anzuelo y estudiásemos en serio ese mensaje absolutamente artificial y fatuo, si mensaje se le puede llamar, del Quijote; pero el uso estructural que hace Cervantes de la materia de caballería como recurso literario, eso es importante y fascinante, y lo examinaremos con detenimiento.

10) Finalmente, lo referente al engaño, la burla cruel, que se podría definir como una rosa renacentista de pétalos agudos sobre un hirsuto tallo medieval. Los engaños de que hacen víctimas los duques al augusto loco y su simple escudero en la segunda parte de la obra son buenos ejemplos del género. Hablaré del augusto loco y su simple escudero en la segunda parte de la obra. Hablaré del engaño como recurso más adelante, dentro de un comentario general de la crueldad del libro.

Vamos a examinar algunos de estos diez puntos, con otros detalles y ejemplos.

Diálogo y paisaje


Si seguimos la evolución de las formas y recursos literarios desde la más remota antigüedad hasta nuestros días, observaremos que el arte del diálogo se desarrolló y perfeccionó mucho antes que el arte de describir, o mejor digamos de expresar, la naturaleza. En 1600 el diálogo es ya excelente en los grandes escritores de todos los países: natural, flexible, vistoso, vivo. Pero la traducción de los paisajes a palabras tendrá que esperar hasta, más o menos, los comienzos del siglo XIX para alcanzar el nivel que el diálogo había alcanzado doscientos años antes; y sólo en la segunda mitad del siglo XIX se logró que los pasajes descriptivos referidos a la naturaleza exterior se integraran en la narración y se fundieran con ella, dejando de sobresalir en párrafos autónomos para ser partes orgánicas de la composición total.

No es de extrañar, pues, que en nuestro libro el diálogo sea tan vivo y el paisaje tan muerto. Quiero señalar especialmente a su atención la deliciosa fluidez de la conversación que tiene Sancho con su mujer en el capítulo 5 de la segunda parte.

«—¿Qué traéis, Sancho amigo, que tan alegre venís?

»A lo que él respondió:

—Mujer mía, si Dios quisiera, bien me holgara yo de no estar tan contento como muestro.

—No os entiendo, marido —replicó ella—, y no sé qué queréis decir en eso de que os holgáredes, si Dios quisiera, de no estar contento; que, maguer tonta, no sé yo quién recibe gusto de no tenerle.

—Mirad, Teresa —respondió Sancho—: yo estoy alegre porque tengo determinado de volver a servir a mi amo don Quijote, el cual quiere la vez tercera salir a buscar las aventuras; y yo vuelvo a salir con él, porque lo quiere así mi necesidad, […] puesto que me entristece el haberme de apartar de ti y de mis hijos; y si Dios quisiera darme de comer a pie enjuto y en mi casa, sin traerme por vericuetos y encrucijadas, pues lo podía hacer a poca costa y no más de quererlo, claro está que mi alegría fuera más firme y valedera, pues que la que tengo va mezclada con la tristeza del dejarte; así, que dije bien que holgara, si Dios quisiera, de no estar contento.

—Mirad, Sancho —replicó Teresa—: después que os hicistes miembro de caballero andante habláis de tan rodeada manera, que no hay quien os entienda.

—Basta que me entienda Dios, mujer —respondió Sancho—, que Él es el entendedor de todas las cosas, y quédese esto aquí […].

—A buena fe […] que si Dios me llega a tener algo qué de gobierno, que tengo de casar, mujer mía, a Mari Sancha tan altamente, que no la alcancen sino con llamarla señora.

—Eso no, Sancho —respondió Teresa—; casadla con su igual, que es lo más acertado; que si de los zuecos la sacáis a chapines, y de saya parda de catorceno a verdugado y saboyanas de seda […], no se ha de hallar la mochacha, y a cada paso ha de caer en mil faltas, descubriendo la hilaza de su tela basta y grosera.

—Calla, boba —dijo Sancho—; que todo será usarlo dos o tres años; que después, le vendrá el señorío y la gravedad como de molde; y cuando no, ¿qué importa? Séase ella señoría, y venga lo que viniere. […]

—¿Veis cuanto decís, marido? —respondió Teresa—. Pues con todo eso, temo que este condado de mi hija ha de ser su perdición. Vos haced lo que quisiéredes, ora la hagáis duquesa, o princesa; pero séos decir que no será ello con voluntad ni consentimiento mío. […] Vos, hermano, idos a ser gobierno o ínsulo, y entonaos a vuestro gusto; que mi hija ni yo, por el siglo de mi madre que no nos hemos de mudar un paso de nuestra aldea […]. Idos con vuestro don Quijote a vuestras aventuras, y dejadnos a nosotras con nuestras malas venturas; que Dios nos las mejorará como seamos buenas […].

—[…] digo que si estáis porfiando en tener gobierno, que llevéis con vos a vuestro hijo Sancho, para que desde agora le enseñéis a tener gobierno; que bien es que los hijos hereden y aprendan los oficios de sus padres.

—En teniendo gobierno —dijo Sancho—, enviaré por él por la posta, y te enviaré dineros, que no me faltarán, pues nunca falta quien se los preste a los gobernadores cuando no los tienen; y vístele de modo que disimule lo que es y parezca lo que ha de ser.

—Enviad vos dinero —dijo Teresa—; que yo os lo vistiré como un palmito.

—En efecto, quedamos de acuerdo —dijo Sancho— de que ha de ser condesa nuestra hija.

—El día que yo la viere condesa —respondió Teresa— ése haré cuenta que la entierro; pero otra vez os digo que hagáis lo que os diere gusto; que con esta carga nacemos las mujeres, de estar obedientes a sus maridos, aunque sean unos porros.

»Y en esto comenzó a llorar tan de veras como si ya viera muerta y enterrada a Sanchica».

El amor de Cervantes a la naturaleza es el típico del llamado Renacimiento literario italiano: un mundo domesticado de arroyos convencionales, prados invariablemente verdes y bosques invariablemente amenos, todo hecho a la medida del hombre o mejorado por él. Nos acompañará a lo largo de todo el siglo XVIII; lo encontrarán ustedes en la Inglaterra de Jane Austen. Un buen ejemplo de las descripciones muertas, artificiales y trilladas de la naturaleza que hay en nuestro libro es aquél del capítulo 14 de la segunda parte donde se habla de la aurora, con los miles de pájaros y sus alegres cantos saludando al amanecer, y las líquidas perlas, y los rientes manantiales, y los arroyos murmuradores y el resto de la triste retahíla[31]. Esos arroyos y esos ríos murmuraban contra el hombre, y se rebelaron en la terrible revolución ribereña de Finnegans Wake.

¡Cielo santo, pensar en los montes agrestes, implacables, ardientes, helados, resecos, pardos, sombríos de pinares de España, y leer todo eso de las perlas de rocío y las avecillas! Es como si después de visitar las mesetas peladas de nuestro propio Oeste, o las montañas de Utah o de Colorado, con sus álamos y sus pinos y su granito y sus quebradas y sus ciénagas y sus glaciares y sus picachos, el visitante describiera todo eso en los términos de un jardín roquero de Nueva Inglaterra, con arbustos de importación recortados a modo de perros de aguas y una manguera de goma pintada de verde mimético.

La narración intercalada


En el capítulo 44 de la segunda parte Cervantes inserta una defensa irónica de esas historias, parecidas a las del Decamerón, que se acumulan al final de la primera parte.

«Dicen que en el propio original desta historia se lee que llegando Cide Hamete a escribir este capítulo, no le tradujo su intérprete como él le había escrito[32], que fue un modo de queja que tuvo el moro de sí mismo, por haber tomado entre manos una historia tan seca y tan limitada como ésta de don Quijote, por parecerle que siempre había de hablar dél y de Sancho, sin osar estenderse a otras digresiones y episodios más graves y más entretenidos; y decía que el ir siempre atenido el entendimiento, la mano y la pluma a escribir de un solo sujeto y hablar por las bocas de pocas personas era un trabajo incomportable, cuyo fruto no redundaba en el de su autor, y que por huir deste inconveniente había usado en la primera parte del artificio de algunas novelas, como fueron la del Curioso impertinente y la del Capitán cautivo, que están como separadas de la historia, puesto que las demás que allí se cuentan son casos sucedidos al mismo don Quijote, que no podían dejar de escribirse. También pensó, como él dice, que muchos, llevados de la atención que piden las hazañas de don Quijote, no la darían a las novelas, y pasarían por ellas, o con priesa, o con enfado, sin advertir la gala y artificio que en sí contienen, el cual se mostrara bien al descubierto cuando por sí solas, sin arrimarse a las locuras de don Quijote, ni a las sandeces de Sancho, salieran a luz».

En sus notas sobre este pasaje, el traductor Samuel Putnam alude en primer lugar al comentario carente de humor del anterior traductor John Ormsby en el sentido de que «el original, que plantea una acusación de interpretación errónea contra su traductor, es una confusión de ideas difícilmente igualable». Y añade a continuación: «Cervantes alude aquí a quienes le habían criticado por introducir esas historias en la primera parte, y en cierto modo justifica su presencia en ella. El comentario sobre la calidad de esos relatos en la frase siguiente indica que él se los tomaba en serio. Ormsby, en el prólogo a su traducción del Quijote, observa: “Las tenía [Cervantes] ya escritas, y le pareció una buena manera de darles salida; no es nada improbable que dudase de su propia capacidad para sacar materia bastante de don Quijote y Sancho con que llenar un libro; pero, sobre todo, tenía seguramente sus dudas sobre la empresa. Era un experimento en el mundo de la literatura […], no sabía cómo sería recibido; y estaría bien, por lo tanto, darles a los lectores algo a lo que estuvieran acostumbrados, como una especie de garantía frente al fracaso total. Los hechos no justificaron su recelo. El público […] se leía las novelas a toda prisa y por encima, impaciente por volver a las aventuras de don Quijote y Sancho; y lo mismo ha venido haciendo desde entonces”»[33]. Los críticos españoles han sido más drásticos: puede ser, dicen, que a Cervantes sencillamente se le agotaran las aventuras quijotescas al final de la primera parte. De ahí el intercalar las novelas[34].

Salvo la historia del cabrero, un episodio insípido que introduce la materia arcádica mediante varias conversaciones y versos en los capítulos 12 a 14, las novelas intercaladas se refieren a las personas que componen una agrupación de personajes en el episodio final de la novela, antes del regreso de don Quijote a su casa en un carro de bueyes. Dejando aparte la historia del «Curioso impertinente», que el cura lee de unos papeles que pone en sus manos el ventero, la historia del capitán cautivo[35] y su Zoraida-María sirve para explicar su presencia, lo mismo que —con mayor justificación para la trama— la de don Luis y doña Clara. Pero la que más directamente se orienta a pergeñar un desenlace es la de Dorotea, que se completa con la de Cardenio. En este dilatado episodio hay dos parejas de enamorados (Luscinda, la novia de Cardenio, es secuestrada por don Fernando, el prometido de Dorotea). Cardenio cuenta su historia y Dorotea cuenta la suya, y al cabo todos coinciden en esa venta verdaderamente encantada, y se entremezclan en lo que se llama una «escena de reconocimiento» (un descendiente degenerado de la Odisea) para componer las felices parejas iniciales; asunto absurdo y tedioso, más aún porque a la misma venta llega todavía otra pareja de enamorados, don Luis y doña Clara, junto con otros varios personajes, de manera que llega a estar tan llena de gente como cierto camarote de cierta película antigua de los hermanos Marx. El episodio entero comienza en el capítulo 23, con una maleta con monedas de oro y unos poemas de Cardenio que don Quijote y Sancho encuentran en Sierra Morena, y no se resuelve hasta el capítulo 36, en que los cuatro enamorados son reunidos en la venta y desenmascarados y reemparejados en la escena de reconocimiento. Pero entonces Dorotea y los demás, bajo la batuta del cura y el barbero, organizan un complicado engaño para hacer que don Quijote vuelva a su casa, con lo que todos ellos siguen estando por en medio hasta que en el capítulo 47 cada uno se marcha por su lado, dejando a don Quijote en su jaula ambulante.

Agrupación de personajes


Esa gran escena previa al final del libro tiene lugar en la venta donde mucho antes fuera manteado Sancho, e incluye como personajes residentes al ventero, su mujer, su hija y su criada Maritornes. Los personajes que van llegando a la venta componen estos diez grupos:

Grupo uno: Don Quijote, Sancho Panza, el cura, el primer barbero, Cardenio y Dorotea (capítulo 32).

Grupo dos: Don Fernando, raptor de Luscinda, con ella y tres acompañantes a caballo y dos criados a pie (capítulo 36).

Grupo tres: El capitán Pérez de Viedma y Zoraida-María, que vienen de África. En este punto (capítulo 37), con don Quijote presidiendo, se sientan a cenar, don Quijote y doce comensales, la Última Cena de don Quijote en la primera parte. Después de la cena llegan los siguientes.

Grupo cuatro: Un juez que va camino de América, nada menos (y que resulta ser hermano del capitán), y su hija Clara, con varios acompañantes, pongamos que cuatro (capítulo 42).

Grupo cinco: Dos mozos de mulas que se acomodan en el establo, uno de los cuales es el joven don Luis, pretendiente de Clara, disfrazado (capítulo 42).

Grupo seis: Cuatro jinetes que llegan en mitad de la noche, criados de don Luis, que vienen para llevarle a su casa (capítulo 43).

Grupo siete: Dos viajeros que se marchan después de haber pasado la noche en la venta, aunque no estuvieron presentes en la cena. Intentan escabullirse sin pagar[36], pero el ventero les intercepta (capítulo 44).

Grupo ocho: El barbero número dos, a quien don Quijote y Sancho habían despojado de una bacía de latón (el «yelmo de Mambrino», en el capítulo 21) y de una albarda (capítulo 44).

Grupo nueve: Tres cuadrilleros de la Santa Hermandad, policía que patrulla los caminos (capítulo 45).

Grupo diez: Un carretero que se detiene en la venta con una pareja de bueyes, y a quien el cura contrata para llevar a don Quijote a casa (capítulo 46).

En total, unas treinta y cinco personas.

Organizada en el libro toda esta agrupación, es hora de recoger el hilo principal de las historias intercaladas conexas, el asunto Cardenio-Luscinda-Fernando-Dorotea, que amenaza traspapelarse totalmente en la cabeza del lector. Pues no olvidemos que a estas alturas tenemos tres niveles en la narración: 1) las aventuras de don Quijote, 2) la novela italianizante leída por el cura, que ha acabado precipitadamente, y 3) el asunto Cardenio, etcétera, que en cuanto a su grado de realidad artística aceptable se sitúa entre los personajes del engendro intercalado de Anselmo y Lotario y la obra maestra de don Quijote, mucho más cerca de lo primero que de lo segundo, la verdad. De modo que Cardenio reconoce a Luscinda a la vez que Dorotea reconoce a Fernando. Vean qué prisas tiene el autor para zanjar este asunto desdichado:

«Acudió luego el cura a quitarle el embozo, para echarle agua en el rostro [Dorotea se había desmayado al ver a Fernando], y así como la descubrió, la conoció don Fernando, que era el que estaba abrazado con la otra [Luscinda], y quedóse como muerto en verla; pero no porque dejase, con todo esto, de tener a Luscinda, que era la que procuraba soltarse de sus brazos; la cual había conocido en el suspiro a Cardenio, y él la había conocido a ella. Oyó asimesmo Cardenio el ¡ay! que dio Dorotea cuando se cayó desmayada, y, creyendo que era su Luscinda, salió del aposento despavorido, y lo primero que vio fue a don Fernando, que tenía abrazada a Luscinda. También don Fernando conoció luego a Cardenio, y todos tres, Luscinda, Cardenio y Dorotea, quedaron mudos y suspensos, casi sin saber lo que les había acontecido. Callaban todos y mirábanse todos: Dorotea a don Fernando, don Fernando a Cardenio, Cardenio a Luscinda y Luscinda a Cardenio» (capítulo 36).

Este capítulo es muy flojo. A pesar de la pericia del autor, se funde irremisiblemente con la interpolación italiana. Y todavía nos queda por hacer algo con la «princesa Micomicona» (como la ve don Quijote) y su gigante.

Los dos amigos de don Quijote, un cura y un barbero, ayudados por Dorotea como «princesa» que se apropia de don Quijote para que la reponga en su trono, habían proyectado reconducirle con engaños a su pueblo; pero, una vez resueltos los amores de Luscinda y Dorotea, y acomodados don Luis y doña Clara, queda tiempo todavía para un poco de juerga. Conociendo bien las peculiaridades de don Quijote, atizan su locura, y llevando más adelante unas bromas y otras hacen reír con ganas a la numerosa concurrencia de la venta. Hay aquí un punto, en el capítulo 45, en el que las aventuras de los diversos personajes secundarios se enredan de una manera espantosa, y éste es el clímax: al oír don Quijote que uno de los cuadrilleros de la Santa Hermandad sostiene que lo que él, don Quijote, tomó por jaez de un noble caballo es en realidad albarda de burro, arremete contra él con su lanza: «Y alzando el lanzón, que nunca le dejaba de las manos, le iba a descargar tal golpe sobre la cabeza, que, a no desviarse el cuadrillero, se le dejara allí tendido. [Ésta, dicho sea de paso, es una fórmula que aburre por lo repetida a lo largo del libro, en las diversas peleas]. El lanzón se hizo pedazos en el suelo, y los demás cuadrilleros que vieron tratar mal a su compañero, alzaron la voz pidiendo favor a la Santa Hermandad. El ventero, que era de la cuadrilla, entró al punto por su varilla y por su espada, y se puso al lado de sus compañeros; los criados de don Luis rodearon a don Luis, porque con el alboroto no se les fuese; el [segundo] barbero, viendo la casa revuelta, tornó a asir de su albarda, y lo mismo hizo Sancho; don Quijote puso mano a su espada y arremetió a los cuadrilleros; don Luis daba voces a sus criados, que le dejasen a él y acorriesen a don Quijote, y a Cardenio y a don Fernando, que todos favorecían a don Quijote[37]; el cura daba voces; la ventera gritaba; su hija se afligía; Maritornes lloraba; Dorotea estaba confusa; Luscinda suspensa y doña Clara, desmayada. El barbero aporreaba a Sancho; Sancho molía al barbero; don Luis, a quien un criado suyo se atrevió a asirle del brazo porque no se fuese, le dio una puñada que le bañó los dientes en sangre; el oidor le defendía; don Fernando tenía debajo de sus pies a un cuadrillero, midiéndole el cuerpo con ellos muy a su sabor; el ventero tornó a reforzar la voz, pidiendo favor a la Santa Hermandad: de modo que toda la venta era llantos, voces, gritos, confusiones, temores, sobresaltos, desgracias, cuchilladas, mojicones, palos, coces y efusión de sangre». Un caos de dolores infligidos o recibidos.

Permítanme señalar una cuestión de estilo. Vemos aquí —y en otros pasajes semejantes de participación general en uno u otro conflicto— un intento desesperado del autor de agrupar a sus personajes conforme a sus caracteres y emociones, de juntarlos en grupo, pero también de mantenerlos ante la vista del lector como individuos, recordándole en todo momento sus rasgos particulares y haciendo que todos actúen a la vez, sin omitir a nadie. Todo es sumamente torpe y falto de arte, y más si se tiene en cuenta que al momento siguiente todos se han olvidado de sus pendencias. (Cuando lleguemos a la Madame Bovary de Flaubert, dos siglos y medio más tarde, veremos cómo, en el curso evolutivo de la novela, el tosco método de Cervantes alcanza un punto de delicadísima perfección cuando Flaubert desea agrupar o pasar revista a sus personajes en determinados pasajes de su obra).

La materia de los libros de caballerías


Se ha dicho que la moda de los libros de caballerías era en España una especie de plaga social que había que combatir, y que, se dice también, Cervantes combatió y destruyó para siempre. Mi impresión es que en todo esto se ha exagerado mucho, y que Cervantes no destruyó nada; de hecho, hoy mismo se rescata a doncellas en apuros y se matan monstruos —en nuestra literatura barata y en nuestro cine— con el mismo entusiasmo que hace siglos. Y claro está que las grandes novelas continentales del siglo XIX, llenas de adulterios y duelos y empresas desatinadas, también descienden directamente de los libros de caballerías.

Pero si pensamos en los libros de caballerías según el sentido literal de la expresión, entonces creo que descubriremos que para 1605, el año del Quijote, su moda ya casi había desaparecido; y hacía veinte o treinta años que se notaba su declive. La verdad es que Cervantes estaba pensando en libros que había leído en su juventud y que después no había vuelto a mirar (sus alusiones están plagadas de errores); por trazar un paralelismo moderno, es como si un autor de hoy atacara a Foxy Grandpa o Buster Brown en lugar de arremeter contra Li’l Abner[38] o esos tipos de las mallas infrarrojas. En otras palabras, componer un libro de mil páginas por darle un empujoncito más a algo que ni merecía la pena ni apremiaba (porque ya se encargaba de ello el tiempo), esto habría sido en Cervantes una acción tan irracional como cualquiera de las aventuras de don Quijote y sus molinos. Las masas eran analfabetas, y la imagen que han pintado algunos comentaristas, de un pastor letrado leyendo en voz alta el romance de Lanzarote para un grupo de arrieros iletrados pero extasiados, es una pura bobada. Entre las personas de clase y los eruditos la moda de esos libros había pasado, aunque es posible que de vez en cuando los arzobispos, los reyes y los santos los siguieran leyendo con placer. En 1600 aún se podría encontrar algún que otro volumen, bien manoseado y polvoriento, en el desván de un hidalgo rural, pero nada más.

La actitud crítica de Cervantes hacia las novelas fantásticas se fundamentaba —en la medida en que sobre esto dijera lo que pensaba— en lo que él consideraba su falta de verdad; y parece que al referirse a la verdad no quería decir mucho más que los datos que suministra el sentido común, lo cual es, huelga decirlo, una clase de verdad muy vulgar. A través de las diversas voces que le representan en el libro, deplora la carencia de verdad histórica de los romances porque, según él, engañan a los espíritus simples que se los creen. Pero Cervantes enmaraña totalmente la cuestión con tres cosas raras que hace en su propio libro. En primer lugar, porque inventa a un cronista, un historiador árabe, que supuestamente ha recogido la biografía de un don Quijote histórico, y éste es exactamente el tipo de recurso que empleaban los autores de las historias más ridículas para apuntalarlas con una veracidad respetable, con genealogías aceptables. En segundo lugar, enmaraña la cuestión al hacer que el cura, el hombre del sentido común, o de un supuesto sentido común, alabe o salve de la destrucción media docena de libros de caballerías, entre ellos el mismísimo Amadís de Gaula, que figura constantemente en primer plano a lo largo de las aventuras de don Quijote, y que parece ser el origen principal de su locura. Y, en tercer lugar (como ha señalado Madariaga[39]), enmaraña la cuestión cometiendo las mismas faltas —faltas de gusto y desprecio de la verdad— que él, el Cervantes crítico, pone en solfa al hablar de los libros de caballerías; porque, al igual que las gentes de esos libros, así también sus propios orates y doncellas, pastores diversos, etcétera, andan desenfrenados por Sierra Morena y componen poemas tan artificiosos y alambicados que da náuseas leerlos. La impresión final que se saca de examinar atentamente este asunto de los libros de caballerías es que si Cervantes escogió un determinado tema para satirizarlo de diversas maneras, no fue porque se sintiera especialmente llamado a mejorar las costumbres de su tiempo, sino en parte porque para la moral utilitaria de su tiempo y la severa mirada de la Iglesia era necesario un mensaje moral, y básicamente porque la sátira de las historias de caballeros andantes era un artilugio inocente y conveniente para dar cuerda a su novela picaresca, algo así como la clavija que hace volar hacia reinos remotos al alado caballo Clavileño.

Vamos a ver ahora cómo afecta la materia de los libros de caballerías a la estructura de la novela.

El libro parece comenzar como burla de las historias de caballerías, y de aquellos lectores de las mismas a quienes, «por enfrascarse tanto en su lectura», les sucedía lo que a don Quijote, que «se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y así, del poco dormir y del mucho leer se le secó el celebro, de manera que vino a perder el juicio». Cervantes distingue el cerebro, órgano de la razón, del alma, asiento de la imaginación, que esas personas insensatas llenaban «de todo aquello que [leían] en los libros, así de encantamentos como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles», hasta el punto de creer «que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas invenciones»; o, más exactamente, que presentaban una realidad más alta que la realidad de la vida cotidiana. Nuestro trastornado hidalgo rural, Quijada o Quesada, pero más probablemente Quejana o Quijano, 1) sacó brillo a una armadura antigua, 2) completó un yelmo sin celada con una celada hecha de unos cartones y unas barras de hierro, 3) le puso un nombre sonoro a su jamelgo, «Rocinante», 4) se puso nombre a sí mismo, «don Quijote de la Mancha», y 5) puso nombre a su dama, «Dulcinea del Toboso», que en la vaga realidad era una labradora llamada Aldonza Lorenzo, del pueblo del Toboso.

Luego, sin más dilación, salió en busca de aventuras en un día caluroso de verano. Toma una humilde venta por castillo, a dos prostitutas por doncellas de alta cuna, a un porquero por trompetero, al ventero por gobernador del castillo y el bacalao por trucha. Lo único que le acongoja es no haber sido aún armado caballero como mandan los cánones. El sueño de don Quijote se hace realidad porque el ventero es un bribón con brutal sentido del humor, que le sigue la corriente al soñador: «trujo luego un libro donde asentaba la paja y cebada que daba a los arrieros, y con un cabo de vela que le traía un muchacho, y con las dos ya dichas doncellas, se vino adonde don Quijote estaba [velando], al cual mandó hincar de rodillas; y, leyendo en su manual —como que decía alguna devota oración—, en mitad de la leyenda alzó la mano y diole sobre el cuello un buen golpe, y tras él, con su mesma espada, un gentil espaldarazo, siempre murmurando entre dientes, como que rezaba. Hecho esto, mandó a una de aquellas damas que le ciñese la espada, la cual lo hizo con mucha desenvoltura y discreción» (capítulo 3). Nótese la descripción de la vigilia ritual: «[…] con sosegado ademán, unas veces se paseaba; otras, arrimado a su lanza, ponía los ojos en las armas, sin quitarlos por un buen espacio dellas. Acabó de cerrar la noche; pero con tanta claridad de la luna, que podía competir con el que se la prestaba; de manera que cuanto el novel caballero hacía era bien visto de todos». Es aquí donde por primera vez la parodia de lo caballeresco se difumina en el elemento patético, conmovedor, divino que irradia de don Quijote. Es interesante recordar en este punto de la vigilia ritual, a propósito de ese «con el que se la prestaba», que Ignacio de Loyola, en la víspera de su fundación de la Compañía de Jesús en 1534, se pasó la noche velando ante el altar de la Virgen, como había leído en los libros de caballerías que solían hacer los caballeros[40].

Tras salir maltrecho de un combate con los criados de unos mercaderes, don Quijote es socorrido por un vecino que le lleva a su casa. El cura propone condenar al fuego los libros que han enloquecido al hidalgo. Nos ronda la sensación larvada de que se están volviendo las tornas disimuladamente, y que esos libros y esos sueños y esa locura son de una calidad más fina —y, en una palabra, éticamente mejores— que el llamado sentido común del cura y el ama.

Es un tópico de los comentarios decir que lo que Cervantes atacaba —si es que realmente atacaba algo— eran los libros malos de caballerías y no la propia institución de la caballería andante. Volviendo la vista por un instante a las generalidades de la vida en relación con las generalidades de la ficción, podríamos ir más allá y decir que existe un vínculo entre las normas más sutiles y sofisticadas de la caballería andante y las normas de eso que llamamos democracia. El vínculo real está en el elemento de deportividad, de juego limpio y de hermandad que se encuentra en la caballería auténtica. Y eso aparecía subrayado en los libros que había leído don Quijote, por muy malos que fueran algunos.

La materia de la caballería y la de la Arcadia se mezclan a menudo en el espíritu de don Quijote, como se mezclaban en sus lecturas. En el capítulo 11 el caballero esboza su idea de la Edad de Oro, el telón de fondo de los siglos antiguos: comida y bebida: bellotas, miel, agua de manantial; vivienda: la corteza del alcornoque (Quercus súber), que sirve para techar las chozas; ganadería en sustitución de la agricultura, que «abre las entrañas de la tierra». (Como si las condenadas ovejas, con esos dientes como cuchillas que tienen, no destruyeran los prados hasta la raíz). Obsérvese también con atención que las pastoras vinieron a ser ornamento inexcusable de las novelas del siglo XVIII, en la época del llamado sentimentalismo, o romanticismo incipiente, del cual sería exponente típico el filósofo francés Rousseau (1712-1778). Y nunca se les ocurrió pensar a aquellos defensores de la vida sencilla que a veces el trabajo del pastor —o de la pastora— puede ser más agotador para los nervios que el de un ejecutivo urbano. Sigamos con la lista. Vestidos de las mujeres: unas cuantas hojas de lampazo o de hiedra. Y en la esfera moral: 1) propiedad común de todas las cosas, 2) paz y amistad universales, 3) veracidad, franqueza, honestidad, 4) casta modestia, 5) justicia absoluta. Y, naturalmente, a modo de cuerpo de policía inspirado e inspirador, 6) la institución de la caballería andante.

Después que don Quijote hubo comido con apetito carne y queso, con abundante vino, Cervantes nos cuenta en el capítulo 11 que alzó en la mano una bellota y se embarcó en el soliloquio siguiente: «Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados […]. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes; a nadie le era necesario para alcanzar su ordinario sustento tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas, que liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto. Las claras fuentes y corrientes ríos, en magnífica abundancia, sabrosas y transparentes aguas les ofrecían. En las quiebras de las peñas y en lo hueco de los árboles formaban su república las solícitas y discretas abejas, ofreciendo a cualquiera mano, sin interés alguno, la fértil cosecha de su dulcísimo trabajo. Los valientes alcornoques despedían de sí, sin otro artificio que el de su cortesía, sus anchas y livianas cortezas, con que se comenzaron a cubrir las casas, sobre rústicas estacas sustentadas, no más que para la defensa de las inclemencias del cielo. Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia: aún no se había atrevido la pesada reja del corvo arado a abrir ni visitar las entrañas piadosas de nuestra primera madre; que ella, sin ser forzada, ofrecía, por todas las partes de su fértil y espacioso seno, lo que pudiese hartar, sustentar y deleitar a los hijos que entonces la poseían. Entonces sí que andaban las simples y hermosas zagalejas de valle en valle y de otero en otero, en trenza y en cabello, sin más vestidos de aquellos que eran menester para cubrir honestamente lo que la honestidad quiere y ha querido siempre que se cubra […]. Entonces se decoraban los concetos amorosos del alma simple y sencillamente del mesmo modo y manera que ella los concebía, sin buscar artificioso rodeo de palabras para encarecerlos. No había la fraude, el engaño ni la malicia mezclándose con la verdad y llaneza. […] Para cuya seguridad, andando más los tiempos y creciendo más la malicia, se instituyó la orden de los caballeros andantes, para defender las doncellas, amparar las viudas y socorrer a los huérfanos y a los menesterosos. Desta orden soy yo, hermanos cabreros, a quien agradezco el gasajo y buen acogimiento que hacéis a mí y a mi escudero. Que, aunque por ley natural están todos los que viven obligados a favorecer a los caballeros andantes, todavía, por saber que sin saber vosotros esta obligación me acogistes y regalastes, es razón que, con la voluntad a mí posible, os agradezca la vuestra».

En el capítulo 13 encontramos a don Quijote hablando con unos pastores y preguntándoles si no han leído los anales e historias de Inglaterra que cuentan las famosas hazañas del rey Arturo (un rey legendario, que había florecido, junto con sus caballeros, a mediados del primer milenio de nuestra era): «Pues en tiempo de este buen rey fue instituida aquella famosa orden de caballería de los caballeros de la Tabla Redonda, y pasaron, sin faltar un punto, los amores que allí se cuentan de don Lanzarote del Lago con la reina Ginebra, siendo medianera dellos y sabidora aquella tan honrada dueña Quintañona, de donde nació aquel tan sabido romance, y tan decantado en nuestra España, de

 Nunca fuera caballero

de damas tan bien servido

como fuera Lanzarote

cuando de Bretaña vino,


con aquel progreso tan dulce y tan suave de sus amorosos y fuertes fechos»; y, podemos añadir nosotros, su locura y su renuncia final a la caballería andante (murió haciendo vida de santo), y eso es exactamente lo que le va a ocurrir a don Quijote.

Nótese que estos discursos suyos no encierran ningún elemento cómico. Don Quijote es un caballero andante. Inmediatamente después de hablar de Lanzarote, cita a otro de sus favoritos: «Pues desde entonces, de mano en mano, fue aquella orden de caballería extendiéndose y dilatándose por muchas y diversas partes del mundo, y en ella fueron famosos y conocidos por sus fechos el valiente Amadís de Gaula, con todos sus hijos y nietos, hasta la quinta generación». Cervantes y su cura desechan como cosa despreciable a esos hijos y nietos, pero conservan a Amadís, y en esto la crítica de la posteridad les sigue. Concluye don Quijote: «Esto, pues, señores, es ser caballero andante, y la que he dicho es la orden de su caballería; en la cual, como otra vez he dicho, yo, aunque pecador, he hecho profesión, y lo mesmo que profesaron los caballeros referidos profeso yo. Y así, me voy por estas soledades y despoblados buscando las aventuras, con ánimo deliberado de ofrecer mi brazo y mi persona a la más peligrosa que la suerte me deparare, en ayuda de los flacos y menesterosos».

Vamos a trazar algunos paralelismos significativos entre el elemento grotesco en los libros de caballerías[41] y el elemento grotesco en el Quijote. En el libro de Malory Le Morte d’Arthur, libro noveno, capítulo 17, sir Tristán se retira al yermo por creer que su dama, Isolda la Bella, no le ha sido totalmente fiel[42]. Al principio tocaba el arpa; después anduvo desnudo y se quedó flaco y enjuto de carnes, y acabó en compañía de pastores y zagales, que diariamente le daban algo de su comida y bebida. «Y cuando hacía él alguna travesura le pegaban con sus cayados, y lo rapaban con tijeras de esquilar, y lo trataban como a un loco». Señoras y señores, no hay diferencias reales entre esas peripecias y la atmósfera de los episodios del Quijote que tienen lugar en las montañas de España, a partir del capítulo 24 de la primera parte y la historia del roto Cardenio.

En Le Morte d’Arthur, ya cerca del final del libro undécimo, Lanzarote por encantamiento yace con la bella Elaine, engañado de que se trata de la reina Ginebra, su único amor. Ginebra tose en la estancia contigua; Lanzarote reconoce su carraspeo, se da cuenta de que está con otra, y del disgusto se arroja por una ventana, hecho un loco. En el capítulo I del libro duodécimo vaga por el campo en paños menores, alimentándose de bayas y agua de los arroyos. Lleva consigo su espada, sin embargo. Tras una grotesca batalla con un caballero se mete por casualidad en la cama de no se sabe qué dama, que sale despavorida, y él se queda allí roncando. Colocan ese lecho de plumas sobre una litera de caballos, y se llevan a Lanzarote atado de pies y manos a un castillo, donde le tienen encadenado como a un loco, pero le dan buena comida y le cuidan bien. En el Quijote descubrirán ustedes fácilmente escenas paralelas y la misma atmósfera de valentía obnubilada, de ridículo cruel.

Si del Malory del siglo XV nos remontamos al siglo XIII, encontraremos el texto más antiguo que trata de Lanzarote del Lago y Ginebra, un romance francés en prosa de Chrétien de Troyes, el Roman de la Charrete. (El mismo tema, con otros nombres, había circulado en Irlanda siglos antes). En este relato del siglo XIII pasa una carreta conducida por un enano, quien le dice a Lanzarote que si se sube a la carreta le llevará a la reina Ginebra. Él acepta, arrostrando la ignominia. (Porque en carreta se exhibía a los delincuentes). Don Quijote, al someterse a la ignominia del carro de bueyes porque los encantadores le dicen que le llevarán a Dulcinea, está exactamente en el mismo barco, en el mismo carro. Yo sostengo que la única diferencia que hay entre sir Lanzarote o sir Tristán, o cualquier otro caballero andante, y don Quijote es que éste no encontró a ningún caballero de verdad con el que luchar, en una época en la que la pólvora había reemplazado a los filtros mágicos.

Quiero subrayar que en los libros de caballerías no todo eran Damas y Rosas y Blasones, sino que había escenas en las que a aquellos caballeros les ocurrían cosas vergonzosas y grotescas, y pasaban por las mismas humillaciones y encantamientos que don Quijote; y que, dicho en pocas palabras, el Quijote no se puede considerar una deformación de aquellos libros, sino más bien una continuación lógica, con una mayor proporción de los ingredientes de locura, vergüenza y engaño.

El canónigo que conversa con el cura en el capítulo 47 de la primera parte expresa las opiniones del autor; o, cuando menos, las opiniones que un autor podía mantener sin riesgo en aquella época. Muy razonable, muy pacata, esa mentalidad. Es muy curioso, realmente, que en estos clérigos y escritores obedientes a la Iglesia sea la razón —la razón humana— lo que domina, en tanto que la fantasía y la intuición están proscritas: es una curiosa paradoja, porque ¿qué se haría de nuestros dioses si diéramos absoluta prioridad al pedestre sentido común? «Pues ¿qué diremos de la facilidad con que una reina o emperatriz heredera se conduce en los brazos de un andante y no conocido caballero?», pregunta el canónigo. «¿Qué ingenio, si no es del todo bárbaro e inculto, podrá contentarse leyendo que una gran torre llena de caballeros va por la mar adelante, como nave con próspero viento, y hoy anochece en Lombardía, y mañana amanezca en tierras del Preste Juan de las Indias, o en otras que ni las descubrió Tolomeo ni las vio Marco Polo?» (¿Dónde estaría la ciencia si siguiéramos los dictados de la razón?). Las obras de ficción, dice el canónigo, se deben escribir «de suerte que, facilitando los imposibles, allanando las grandezas, suspendiendo los ánimos, admiren, suspendan, alborocen y entretengan de modo que anden a un mismo paso la admiración y la alegría juntas».

Pero don Quijote sabe ser elocuente a la hora de describir la caballería andante, como hace en el capítulo 50: «Si no, dígame: ¿hay mayor contento que ver, como si dijésemos, aquí ahora se muestra delante de nosotros un gran lago de pez hirviendo a borbollones, y que andan nadando y cruzando por él muchas serpientes, culebras y lagartos, y otros muchos géneros de animales feroces y espantables, y que del medio del lago sale una voz tristísima que dice: “Tú, caballero, quienquiera que seas, que el temeroso lago estás mirando, si quieres alcanzar el bien que debajo destas negras aguas se encubre, muestra el valor de tu fuerte pecho y arrójate en mitad de su negro y encendido licor; porque si así no lo haces, no serás digno de ver las altas maravillas que en sí encierran y contienen los siete castillos de las siete fadas que debajo desta negregura yacen”? ¿Y que apenas el caballero no ha acabado de oír la voz temerosa, cuando, sin entrar más en cuentas consigo, sin ponerse a considerar el peligro a que se pone, y aun sin despojarse de la pesadumbre de sus fuertes armas, encomendándose a Dios y a su señora, se arroja en mitad del bullente lago, y cuando no se cata ni sabe dónde ha de parar, se halla entre unos floridos campos, con quien los Elíseos no tienen que ver en ninguna cosa? […] Y ¿hay más que ver, después de haber visto esto, que ver salir por la puerta del castillo un buen número de doncellas […], y tomar luego la que parecía principal de todas por la mano al atrevido caballero que se arrojó en el ferviente lago, y llevarle, sin hablarle palabra, dentro del rico alcázar o castillo, y hacerle desnudar como su madre le parió, y bañarle con templadas aguas, y luego untarle todo con olorosos ungüentos, y vestirle una camisa de cendal delgadísimo, toda olorosa y perfumada, y acudir otra doncella y echarle un mantón sobre los hombros, que por lo menos, dicen que suele valer una ciudad, y aún más? ¿Qué es ver, pues, cuando nos cuentan que, tras todo esto, le llevan a otra sala, donde halla puestas las mesas, con tanto concierto, que queda suspenso y admirado? ¿Qué el verle echar agua a manos, toda de ámbar y de olorosas flores distilada? ¿Qué el hacerle sentar sobre una silla de marfil? […] ¿Y, después de la comida acabada y las mesas alzadas, quedarse el caballero recostado sobre la silla, y quizá mondándose los dientes, como es costumbre, entrar a deshora por la puerta de la sala otra mucho más hermosa doncella que ninguna de las primeras, y sentarse al lado del caballero, y comenzar a darle cuenta de qué castillo es aquél, y de cómo ella está encantada en él, con otras cosas que suspenden al caballero y admiran a los leyentes que van leyendo su historia?»[43].

A pesar de la elocuencia de don Quijote, la conversación del capítulo 47 entre el canónigo y el cura es una especie de resumen de lo que ya había expuesto el cura en el capítulo 6, el de la quema de los libros. Volvemos a estar en la situación inicial. Algunos libros de caballerías son dañinos porque son demasiado fantásticos y toscos de estilo. «No he visto ningún libro de caballerías», concluye el canónigo, «que haga un cuerpo de fábula entero con todos sus miembros, de manera que el medio corresponda al principio, y el fin al principio y al medio; sino que los componen con tantos miembros, que más parece que llevan intención a formar una quimera o un monstruo que a hacer una figura proporcionada. Fuera desto, son en el estilo duros; en las hazañas, increíbles; en los amores, lascivos; en las cortesías, mal mirados; largos en las batallas, necios en las razones, disparatados en los viajes, y, finalmente, ajenos de todo discreto artificio, y por esto dignos de ser desterrados de la república cristiana, como a gente inútil». Repito, sin embargo, que no valía la pena de atacarlos con una novela de mil páginas. Pero al final de la primera parte el astuto Cervantes ya no tiene un clérigo de su parte, sino dos.

Nos llevaría demasiado tiempo seguir en todos sus tediosos detalles cada uno de los meandros que va describiendo la materia de la caballería —el elástico espinazo de la estructura del libro— a lo largo de toda la obra. Cuando hablemos de las victorias y las derrotas de don Quijote el mecanismo quedará absolutamente claro. Voy a rematar estas palabras sobre el tema que en este apartado nos ocupa señalando una de sus variaciones más deliciosas, ya al final de las aventuras de don Quijote, en el capítulo 58 de la segunda parte. El caballero y su escudero se encuentran con una docena de hombres que están almorzando en un prado, sentados sobre sus capas. En la hierba, cerca de ellos, descansan cuatro objetos de gran tamaño tapados con sábanas. Don Quijote quiere ver lo que son, y uno de los hombres se los descubre: son imágenes esculpidas en relieve, que llevan de una parroquia a otra. La primera de las imágenes talladas representa a un caballero, todo él un ascua de oro, atravesando con su lanza la boca de un dragón. Don Quijote le identifica inmediatamente: «Este caballero», dice, «fue uno de los mejores andantes que tuvo la milicia divina; llamóse don San Jorge, y fue además defendedor de doncellas». (San Jorge mató al dragón para proteger a la hija de un rey).

El siguiente resulta ser san Martín partiendo su capa con un pobre; y otra vez don Quijote, con una especie de tierna dignidad, comenta: «Este caballero también fue de los aventureros cristianos, y creo que fue más liberal que valiente, como lo puedes echar de ver, Sancho, en que está partiendo la capa con el pobre y le da la mitad, y sin duda debía de ser entonces invierno; que si no, él se la diera toda, según era de caritativo»; deducción un tanto patética por parte de don Quijote. Se descubre una tercera imagen, que muestra a Santiago pisando moros. «Éste sí que es caballero [exclamó don Quijote], y de las escuadras de Cristo; éste se llama don San Diego Matamoros, uno de los más valientes santos y caballeros que tuvo el mundo y tiene agora el cielo». La cuarta presenta a san Pablo caído del caballo, con todos los detalles acostumbrados en las representaciones de su conversión. «Éste —dijo don Quijote— fue el mayor enemigo que tuvo la Iglesia de Dios Nuestro Señor en su tiempo, y el mayor defensor suyo que tendrá jamás; caballero andante por la vida, y santo a pie quedo por la muerte, trabajador incansable en la viña del Señor, doctor de las gentes, a quien sirvieron de escuelas los cielos y de catedrático y maestro que le enseñase el mismo Jesucristo».

No hay más imágenes, así que don Quijote las manda tapar otra vez y dice —todo el tono de la escena es evangélico—: «Por buen agüero he tenido, hermanos, haber visto lo que he visto, porque estos santos y caballeros profesaron lo que yo profeso, que es el ejercicio de las armas; sino que la diferencia que hay entre mí y ellos es que ellos fueron santos y pelearon a lo divino, y yo soy pecador y peleo a lo humano. Ellos conquistaron el cielo a fuerza de brazos, porque el cielo padece fuerza, y yo hasta agora no sé lo que conquisto a fuerza de mis trabajos; pero si mi Dulcinea del Toboso saliese de los que padece, mejorándose mi ventura y adobándoseme el juicio, podría ser que encaminase mis pasos por mejor camino del que llevo», murmura, con vaga y trémula percepción del estado en que se encuentra su pobre cerebro. Sancho comenta, según retoman el camino: «En verdad, señor nuestramo, que si esto que nos ha sucedido hoy se puede llamar aventura, ella ha sido de las más suaves y dulces que en todo el discurso de nuestra peregrinación nos ha sucedido». En efecto, esta escena compendia con el mayor arte el caso de nuestro bondadoso caballero andante, y presagia su próximo final.

Es extraño y maravilloso cómo la entonación de don Quijote en esta escena se acerca a la de otro loco creado en el mismo año que él:

 Yo soy un viejo chocho y tonto,

y, dicho llanamente,

me parece que no estoy

en mis cabales.

El rey Lear, IV, VII

martes, 8 de noviembre de 2022

DOS RETRATOS: DON QUIJOTE Y SANCHO PANZA Don Quijote: el hombre


 

DOS RETRATOS: DON QUIJOTE Y SANCHO PANZA

Don Quijote: el hombre


Aun contando con lo que el texto español pierde de viveza a la luz crepuscular de la traducción, aun así los chascarrillos y los refranes de Sancho no suscitan gran hilaridad, ni por sí mismos ni por su acumulación repetitiva. El chiste moderno más gastado tiene más gracia. Tampoco las escenas de risa de nuestro libro convulsionan realmente los diafragmas modernos. El Caballero de la Triste Figura es un ser único; Sancho, el de la barba desaliñada y la nariz de porra, es, con algunas reservas, el payaso generalizado.

Pues bien, la tragedia se desgasta menos que la comedia. Lo dramático se conserva en ámbar; la carcajada se disgrega en el espacio y en el tiempo. Ciertamente, la emoción inefable del arte está más cerca del estremecimiento varonil del temor sacro, o de la húmeda sonrisa de la comparación femenina, que de la risilla ocasional; y ni que decir tiene que en este sentido hay algo todavía mejor que el rugido de dolor o el rugido de la risa, y que es el supremo ronroneo de placer que produce el pensamiento sensual: pensamiento sensual, que es lo mismo que decir arte auténtico. De esto hay en nuestro libro una dosis pequeña, pero de infinito valor.

(Ver Figura[4])

Examinemos al triste caballero. Antes de tomar para sí el nombre de don Quijote se llamaba Quijada o Quesada a secas. Es un hidalgo rural, con su viñedo, su casa y su trozo de tierra de labor; buen católico (que más tarde sufrirá de mala conciencia); un señor alto y flaco, frisando en los cincuenta años. En mitad de la espalda tiene un lunar velludo, que según Sancho es señal de hombre fuerte, como lo es también el pelo abundante de su pecho. Sin embargo, tiene poca carne para tanta osamenta; y lo mismo que su estado mental parece un ajedrezado de lucidez y locura, así su forma física es un parcheado de vigor, cansancio, resistencia y dolores incurables. Quizá sea peor dolor el de las patéticas derrotas que sufre el pobre Quijote que el de los vergonzosos coscorrones que se lleva en la cabeza; pero no se nos olvide ese malestar físico temible y constante que su energía nerviosa y su terca pasión por dormir al sereno pueden superar pero de ningún modo curar: el pobre hombre lleva muchos años aquejado de un serio trastorno de riñón.

Voy a tener mucho que decir, más adelante, sobre la brutalidad del libro, y sobre la curiosa actitud hacia esa crueldad que han adoptado por igual expertos y legos en la materia, viendo en él una obra compasiva y humana.

De vez en cuando, a efectos de burda farsa medieval, Cervantes nos muestra a su personaje sólo en camisa, camisa que se nos describe con detalle, diciendo que no llega a taparle del todo los muslos. Disculpen ustedes que enumere estos detalles desagradables, pero es que son necesarios para refutar a los defensores de la sana diversión, de la risa benévola. Tiene las piernas muy largas, flacas y peludas, y nada limpias; sin embargo, su pellejo reseco y poco provechoso no atrae, al parecer, a los parásitos que afligen a su carnoso compañero. Pasemos ya a vestir a nuestro paciente. Aquí tenemos su jubón, una chaqueta ajustada de piel de gamuza, con pocos y desiguales botones, y todo mugriento y herrumbroso por el sudor y la lluvia que se cuela por los agujeros de la armadura. Un cuello blando, como los que usan los estudiantes de Salamanca, pero sin encajes; calzones pardos y estrechos, desteñidos a trozos; medias de seda verde acribilladas de puntos sueltos, y zapatos del color del dátil. Por encima de todo esto vemos un fantástico surtido de armas, que a la luz de la luna le hace parecer un espectro armado que no habría estado fuera de lugar sobre los almenados muros de Elsinor, en el reino de Dinamarca, si los jocundos compañeros de Hamlet hubiesen querido gastarle una broma al caviloso estudiante de Wittenberg.

La armadura de don Quijote es vieja, renegrida y mohosa. En los primeros capítulos se ata el yelmo improvisado con unas cintas verdes, cuyos nudos harán falta varios capítulos para deshacer. En otro momento tendrá por yelmo una bacía de barbero, una jofaina de latón bruñido con una escotadura circular, un entrante en el borde para la barbilla del cliente. Con el escudo sobre su flaco brazo y una rama de árbol por lanza, monta sobre su Rocinante, que es igual de macilento y cuellilargo y esencialmente bondadoso que él, con la misma mirada pensativa, el mismo porte flemático y la misma huesuda dignidad que su dueño ostenta cuando no está a punto de atacar; porque cuando don Quijote arremete, la ira le frunce y estremece el entrecejo, infla los carrillos, mira con fiereza y golpea el suelo con el pie derecho, haciendo también, por así decirlo, el papel de caballo de guerra mientras Rocinante, a su lado, agacha la cabeza.

Cuando don Quijote se alza la visera de cartón, descubre un rostro polvoriento y ajado, de nariz aguileña un poco corva y ojos hundidos, con huecos entre los dientes de delante y unos bigotes grandes y tristes que siguen siendo negros, en contraste con el escaso pelo canoso que le queda en la cabeza. Es un rostro muy serio, largo y enjuto, de piel amarillenta al principio, pero que luego, bajo el tórrido sol de la meseta castellana, se teñirá del tono moreno del labriego. Tan flaca es la cara, tan hundidas las mejillas, tan pocas las muelas que le quedan, que no parece, como dice su creador, sino unas mejillas que se estuvieran besando por dentro de la boca.

Los modales de don Quijote son como una transición de su apariencia física al misterio de su naturaleza dual. Su compostura, su gravedad, la noble serenidad y dominio de su conducta forman un extraño contraste con sus furiosos arrebatos de rabia belicosa. Ama el silencio y el decoro. Escoge sus palabras con cuidado exquisito, aunque sin afectación. Es un perfeccionista, un purista: no soporta oír a un patán pronunciar mal o emplear una expresión indebida. Es casto, enamorado de un sueño velado, perseguido por encantadores; y por encima de todo es un caballero gallardo, un hombre de infinito coraje, un héroe en el sentido más auténtico de la palabra. (Conviene no olvidar este importante aspecto). A pesar de su extraordinaria cortesía y deseo de agradar, hay una cosa por la que no pasará jamás, y es la menor sombra de crítica de Dulcinea, la dama de sus sueños. Como señala con razón su escudero, su actitud hacia Dulcinea es religiosa. Los pensamientos de don Quijote no van nunca más allá de un homenaje simplemente por lo que ella es, sin esperar otra recompensa que la de ser aceptado como defensor suyo. «Con esa manera de amor», observa Sancho, «he oído yo predicar que se ha de amar a Nuestro Señor, por sí solo, sin que nos mueva esperanza de gloria o temor de pena».

Estoy pensando sobre todo en la primera parte de la obra, pues en la segunda se observan algunos cambios extraños en el carácter de don Quijote: junto a lapsos de lucidez conoce lapsos de miedo. Así que subrayaríamos de nuevo el dato de su coraje absoluto olvidándonos, por así decirlo, de cierta escena de la segunda parte donde tiembla de miedo porque su cuarto se llena de gatos. Pero en conjunto es, entre los caballeros andantes, el más valiente y el más enamorado de cuantos hubo en el mundo. No tiene malicia; es confiado como un niño. Hasta el punto de que su puerilidad destaca a veces quizá más de lo que pretendía destacarla su creador. Cuando en un cierto giro de la novela, en el capítulo 25 de la primera parte, se le ocurre hacer «locuras» como penitencia —«locuras» premeditadas a sumar sobre su locura normal, digamos—, demuestra una imaginación de escolar bastante limitada en materia de barrabasadas.

«—Por lo menos, quiero, Sancho, y porque es menester ansí [dice el caballero cuando Sancho se apresta a salir de Sierra Morena con la carta para Dulcinea], quiero, digo, que me veas en cueros, y hacer una o dos docenas de locuras, que las haré en menos de media hora, porque habiéndolas tú visto por tus ojos, puedas jurar a tu salvo en las demás que quisieres añadir; y asegúrote que no dirás tú tantas cuantas yo pienso hacer. […]

»Y desnudándose con toda priesa los calzones, quedó en carnes y en pañales, y luego, sin más ni más, dio dos zapatetas en el aire y dos tumbas la cabeza abajo y los pies en alto, descubriendo cosas que, por no verlas otra vez, volvió Sancho la rienda a Rocinante, y se dio por contento y satisfecho de que podía jurar que su amo quedaba loco».

Veamos ahora su locura básica. Don Alonso siempre había sido un hidalgo rural de vida tranquila, que cuidaba de su hacienda, madrugador y aficionado a la caza. A los cincuenta años se enfrascó en la lectura de libros de caballerías y dio en hacer cenas pesadas, entre otras cosas con lo que un traductor (Duffield) da como resurrection pie: «duelos y quebrantos», un «guiso de la carne de animales que murieron de muerte accidental al caerse por un barranco abajo y desnucarse». Lo de «duelos» no se refiere al dolor que experimentarían esos animales —eso era lo de menos—, sino a lo que sentirían los pastores y dueños de las ovejas al descubrir la pérdida. Es un buen detalle. Fuera debido a esa dieta de heroico puerco aventurero, de vacas y ovejas aventureras tan catastróficamente convertidas en materia alimenticia, fuera porque nunca había estado muy en sus cabales, el hecho es que don Quijote adopta la noble resolución de resucitar y devolver a un mundo prosaico el lucido oficio de la caballería andante, con su rígida técnica particular y con todas sus brillantes visiones, emociones y hechos. Con inflexible determinación, escoge como destino «los trabajos, las penas y las armas»[18].

De ahí en adelante aparece como un cuerdo loco, o como un loco en el límite de la cordura; un loco a rayas, una mente a oscuras con intersticios de lucidez. Así es como se aparece a los demás; pero también a él las cosas se le aparecen con esa dualidad. La realidad y la ilusión están entretejidas en la trama de la vida. «¿Qué es posible», hace notar a su escudero, «que en cuanto ha que andas conmigo no has echado de ver que todas las cosas de los caballeros andantes parecen quimeras, necedades y desatinos, y que son todas hechas al revés? Y no porque sea ello ansí, sino porque andan entre nosotros siempre una caterva de encantadores que todas nuestras cosas mudan y truecan, y les vuelven según su gusto, y según tienen la gana de favorecernos o destruirnos».

Como recordarán, en la Odisea el aventurero cuenta con apoyos poderosos. En las escenas de disimulo y disfraz casi tememos que un falso movimiento de Odiseo revele su fuerza demasiado pronto, mientras que en el caso de don Quijote es la debilidad intrínseca y entrañable del pobre caballero lo que tememos que se divulgue entre sus brutales amigos y enemigos. Odiseo está esencialmente a salvo; es como un hombre sano soñando un sueño sano, que le ocurra lo que le ocurra despertará. La estrella del destino del griego brilla con luz constante a pesar de todas sus tribulaciones y peligros. Podrán sus compañeros desaparecer uno tras otro, engullidos por monstruos o cayéndose ebrios de los tejados, pero a él se le garantiza una ancianidad serena en la azul lejanía del futuro que le espera. La bondadosa Atenea —no la imbécil Dorotea ni la pérfida duquesa del Quijote—, la bondadosa Atenea mantiene el rayo glauco de sus ojos brillantes (ora grises, ora verde mar, según los eruditos) puesto sobre el viajero; él, desconfiado y astuto, sigue los pasos de la diosa. Pero en nuestro libro el triste caballero está solo. A sus tribulaciones el Dios de los cristianos muestra una singular indiferencia, quizá porque esté ocupado en otros quehaceres, estupefacto, cabe suponer, ante las actividades impías de sus seguidores profesionales en aquella época de máquinas de tortura.

Cuando don Quijote se retracta al final del libro, en su escena más triste, no es ni por gratitud a su Dios cristiano ni por seguir un impulso divino, sino porque es lo conforme con las conveniencias morales de su oscura época. Es una rendición abrupta, una miserable apostasía ésta de su lecho de muerte, cuando renuncia a la gloria de la ilusión insensata que le ha hecho ser lo que es. Es una rendición que no se puede comparar con la robusta retractación de Tolstoi cuando, viejo y atrabiliario, repudió la admirable ilusión de Ana Karénina a cambio de las perogrulladas alfabéticas de la escuela dominical. Ni estoy pensando en Gógol, agachado con lágrimas de penitencia delante de una estufa para quemar la segunda parte de Almas muertas. La situación de don Quijote se parece más a la de Rimbaud, aquel poeta francés de genio singular que en los años ochenta del siglo pasado abandonó la poesía porque había llegado a la conclusión de que poesía era sinónimo de pecado. Con sentimientos encontrados observo que el Webster’s New Collegiate Dictionary, diccionario por lo demás inteligente, no incluye en su sección biográfica a Rimbaud, mientras que sí tiene cabida Radetzky, mariscal de campo austríaco; Raisuli, bandolero marroquí; Henry Handel Richardson, pseudónimo de Ethel Florence Lindesay Richardson, novelista australiana; Rasputín, santón y político, y el buen Ramsay, James Andrew Broun, 1812-1860, décimo conde y primer marqués de Dalhousie, administrador colonial británico.

Esa compilación la debió de hacer Sancho Panza.

Sancho Panza: el hombre


¿Quién es? Es un jornalero que fue pastor en su juventud, y después, en cierta época, celador de una hermandad. Es padre de familia, pero vagabundo de corazón: Sancho Panza, sentado sobre su burro como un patriarca; imagen de dignidad necia y edad madura. Un poco después su imagen y su mente se aclaran más; pero nunca se aparecerá tan detallado como don Quijote.

Esa diferencia concuerda con que el carácter de Sancho sea producto de la generalización, mientras que el de don Quijote es fruto de un planteamiento individual. Sancho lleva barba espesa y desaliñada. Aunque bajo de estatura (para que contraste mejor con su señor, que es alto y flaco), tiene una enorme barriga. En la segunda parte de la novela Sancho está, si acaso, todavía más gordo que al principio, y el sol le ha curtido la piel del mismo color que a su amo. Hay un momento en su vida en el que lo vemos con la lucidez más extrema, pero ese momento dura poco: es cuando parte hacia la isla continental que debe gobernar. Va vestido entonces como un letrado. Lleva gabán y montera de pelo de camello. Cabalga sobre un mulo (un burro mejorado); pero su asno gris, que viene a ser como una parte o actitud de la personalidad de Sancho, viene detrás, engalanado con flamantes jaeces de seda. De esa guisa desfila la figura regordeta de Sancho, con la misma necia dignidad que marcó su primera aparición.

(Ver Figura[5])

Parece como si, en un principio, Cervantes hubiera pensado dar por escudero a su valeroso lunático un cobarde mentecato, a manera de contrapunto: locura excelsa y estupidez rastrera. Pero Sancho demuestra demasiado ingenio natural para pasar por tonto absoluto, aunque sí pueda ser un absoluto pesado. No es ningún tonto en el capítulo 10 de la primera parte, cuando tras la pelea con el vizcaíno manifiesta una clara percepción de la valentía de don Quijote: «La verdad sea —respondió Sancho— que yo no he leído ninguna historia jamás, porque ni sé leer ni escribir; mas lo que osaré apostar es que más atrevido amo que vuestra merced yo no le he servido en todos los días de mi vida»; y muestra hondo respeto por el estilo literario de su señor en el capítulo 25, después de oír la carta que tiene que llevar a Dulcinea: «Por vida de mi padre —dijo Sancho en oyendo la carta—, que es la más alta cosa que jamás he oído. ¡Pesia a mí, y cómo que le dice vuestra merced ahí todo cuanto quiere, y qué bien que encaja en la firma El Caballero de la Triste Figura! Digo de verdad que es vuestra merced el mesmo diablo, y que no hay cosa que no sepa»[19]. Hay en esto una especial significación, ya que es el propio Sancho quien puso a don Quijote el sobrenombre de Caballero de la Triste Figura. Por otra parte, Sancho tiene su ramalazo de encantador: engaña a su amo tres veces por lo menos; y cuando don Quijote está en su lecho de muerte Sancho sigue comiendo y bebiendo a placer, y se consuela bastante pensando en lo que va a heredar.

Es un bribón redomado pero ingenioso, compuesto de retazos de los incontables bribones de la literatura. Lo único que le otorga una cierta personalidad es su grotesca resonancia a determinadas notas de la augusta música de su señor. Hablando para una criada, define muy bien en dos palabras lo que es un caballero andante: apaleado y emperador; que no está muy lejos de lo que se podría decir a propósito de otra aparición fantástica, con la barba más larga, en un país más desolado: el rey Lear. Por supuesto que no se puede decir que el noble corazón de Kent y la curiosa vena lírica del bufón del rey Lear estén representados en Sancho Panza, quien, con todas sus vagas virtudes, en el fondo no deja de ser un hijo culón de la farsa; pero es un compañero fiel, y Cervantes utiliza el adjetivo «noble» con toda seriedad al hablar de la resolución de Sancho de no apartarse de su amo en un momento de especial peligro. Este amor a su amo y el amor a su burro son sus rasgos más humanos. Y cuando el por lo demás tosco y egoísta Sancho da bondadosamente una limosna a un galeote, sentimos un poco de emoción al pensar que quizá lo que le impulse sea el hecho de que el galeote es como su amo, un hombre entrado en años que padece una afección de vejiga. Y si no es tonto, tampoco es el típico cobarde. Aunque de genio pacífico, cuando se irrita de verdad le saca gusto a una pelea; y cuando está bebido las aventuras peligrosas y fantásticas le parecen una excelente diversión.

Esto me lleva a los puntos vulnerables (desde el punto de vista artístico) de la composición mental de Sancho. Por ejemplo, su actitud hacia las ilusiones falsas de don Quijote. Al principio Cervantes hace hincapié en el lúcido sentido común del gordo escudero, pero en seguida descubrimos, en el capítulo 26, que Sancho es curiosamente distraído, que él también es un soñador: véase cómo se olvida de una cierta carta que le habría valido tres pollinos. Una y otra vez intenta disipar las ilusiones de don Quijote, pero de pronto, al comienzo de la segunda parte, él mismo asume el papel de encantador, y de la forma más cruel y grotesca contribuye a agravar el engaño principal de su señor, el que se refiere a Dulcinea. Después, sin embargo, no ve clara su responsabilidad en ese engaño.

Algunos comentaristas han subrayado que tanto la locura de don Quijote como el buen sentido de Sancho son mutuamente contagiosos, y que en la segunda parte de la obra, al tiempo que don Quijote desarrolla una veta de Sancho, éste se torna tan loco como su señor. Por ejemplo, pretende convertir a su mujer a su creencia en ínsulas y condados, lo mismo que don Quijote se esfuerza en hacerle creer que los molinos son gigantes y las ventas castillos. En tanto que un crítico famoso pero muy pedestre, Rudolph Schevill[20], hace hincapié en el contraste entre el hidalgo generoso y chapado a la antigua y su escudero, práctico y ajeno a todo romanticismo, el sutil e inspirado crítico español Salvador de Madariaga[21] ve en Sancho una especie de transposición de don Quijote en otra clave. Es cierto que ya al final de la obra los dos parecen intercambiarse sueños y destinos, pues es Sancho el que vuelve a su aldea en éxtasis de aventuras, con la cabeza llena de esplendores, y es don Quijote el que le dice secamente: «Déjate desas sandeces». De modo que podríamos decir que Sancho, vigoroso y viril por temperamento, presto a la ira y atemperado por la experiencia, rehuye los combates desiguales e inútiles no porque sea un pusilánime, sino porque es un guerrero más cauto que don Quijote. Pueril y simple por naturaleza y por ignorancia (mientras que don Quijote sigue siendo pueril a pesar de todo su saber), Sancho tiembla frente a lo desconocido y sobrenatural, pero no hay más que un paso de su temblor al estremecimiento de gallardo deleite de su señor; y por eso es digno hermano del caballero al que acompaña. En la segunda parte, «mientras el espíritu de Sancho asciende de la realidad a la ilusión, declina el de don Quijote de la ilusión a la realidad. Y el cruce de las dos curvas tiene lugar en aquella tristísima aventura, una de las más crueles del libro, en que Sancho encanta a Dulcinea, haciendo que el nobilísimo caballero, por amor de su más pura ilusión, hinque la rodilla ante la más repugnante de las realidades: una Dulcinea cerril y harta de ajos»[22]. Otro crítico habla devotamente de la «simpatía» del autor hacia el campesino, y para explicar el ingrediente burlesco que hay en Sancho Panza hace la sorprendente afirmación de que Cervantes era consciente de que sus lectores más sofisticados esperaban que, si aparecían figuras humildes, se les diera un tratamiento satírico. (Por qué eso sea sofisticación y por qué Cervantes hubiera de aceptarlo no se nos explica). Y sigue diciendo el mismo crítico que era necesario que el «discreto y entrañable» Sancho (que no es ni muy discreto ni muy entrañable) que secretamente conocía Cervantes (y que conocía también el crítico en cuestión) fuera en parte sacrificado a las exigencias de la literatura, para servir de contraste a la gravedad y las elevadas aspiraciones de don Quijote[23]. Otro divertido comentarista opina que en la mentalidad y carácter de Sancho Panza, mucho más que al delinear la figura de don Quijote, Cervantes dio expresión a un tipo de discreción y elocuencia, y a un perspicaz análisis de la vida, que constituyen la esencia del humanismo[24]. Palabras altisonantes, pero poca sustancia.

Yo sospecho que la explicación de esa curiosa diferencia entre las actitudes de la crítica hacia los dos personajes reside en que todos los lectores se pueden dividir en Quijotes y Sanchos. Cuando en un ejemplar de biblioteca del libro de Schevill me encuentro algunos pasajes marcados con líneas gruesas y desaliñadas en tinta azul, y cuando el pasaje marcado es «Cervantes ofrece un cuadro realista del no sé qué y el no sé cuántos de la clase media», sé con seguridad si el lector es un Sancho o un Quijote.

(Ver Figura[6])

Nos hemos alejado un poco del cuerpo del libro en dirección al espíritu de sus lectores, así que volvamos a la novela.

La característica principal de Sancho Panza es la de ser un saco de refranes, un saco de medias verdades que le repican dentro como cantos rodados. Yo creo que sí hay reverberaciones extrañas y sutiles entre el caballero y su escudero, pero también sostengo que, en el caso de Sancho, el llamado humor sano ahoga lo poco de personalidad que pudiera quedar una vez lavada la grasa de los huesos. Los eruditos que hablan de episodios desternillantes en el libro no presentan lesiones permanentes en sus ternillas. Decir que en el humor de este libro se contiene, como dice un crítico, «un tesoro de hondura filosófica y humanidad genuina, cualidades en las que no le ha aventajado ningún otro escritor»[25], me parece una exageración fuera de toda medida. El caballero, desde luego, no tiene gracia. El escudero, a pesar de toda su prodigiosa memoria para los refranes, tiene todavía menos gracia que su señor.

He aquí, pues, a los dos protagonistas, cuyas sombras se superponen y se funden en una, formando una cierta unidad que hemos de aceptar.

Durante la primera salida de don Quijote, durante sus cuatro primeras aventuras (contando como cuarta el sueño que corona sus tres primeras batallas), Sancho está ausente. Su entrada en escena, su transformación en escudero de don Quijote, es la quinta aventura del caballero.

Ya están dispuestos los dos personajes principales. Ahora vamos a estudiar los medios que inventa Cervantes para que la historia marche. Vamos a estudiar los ingredientes del libro, sus componentes estructurales, diez en total.

lunes, 7 de noviembre de 2022

Vladimir Nabokov Curso sobre el Quijote. INTRODUCCIÓN.

 


 


                

Vladimir Nabokov

 Curso sobre el Quijote



 

Título original: Lectures on Don Qixotte

Vladimir Nabokov, 1983

Traducción: María Luisa Balseiro

Fotografía de cubierta: agefotostock



 

 PRÓLOGO

Cuando Vladimir Nabokov llegó a Estados Unidos en 1940 para iniciar una vida nueva en ese país, llevaba consigo, según él mismo ha contado[1], cierto número de lecciones preparadas para la carrera docente que se abría ante él. Estas lecciones sobre el Quijote de Cervantes, sin embargo, las escribió durante un período de excedencia de su puesto fijo en la Universidad de Cornell, que se le concedió para que pudiera aceptar un nombramiento de profesor visitante en la Universidad de Harvard durante el semestre de primavera del año académico 1951-1952.

Entre los cursos de Educación General instituidos en Harvard unos cinco años atrás estaba el de Humanidades 1 y 2, y las clases del primer semestre, dedicados a la épica, las impartía el helenista John H. Finley, Jr., mientras las del segundo, dedicadas a la novela, corrían a cargo de Harry Levin. Ambos habían ejercido una influencia importante en la creación del programa de Educación General, del cual el curso de Humanidades 1 y 2 era parte relevante. De vez en cuando, el profesor Levin tenía que cumplir compromisos con otros departamentos, dejando un sustituto en Humanidades 2: I. A. Richards, Thornton Wilder y Vladimir Nabokov desempeñaron ese papel. Conversando con Nabokov sobre las obras que debían estudiarse en clase, Levin recordaba haberle comentado que, en su opinión, el Quijote era el punto de partida lógico para hablar de la evolución de la novela. Hasta tal punto estaba de acuerdo Nabokov que empezó a preparar una serie de lecciones sobre Cervantes ex profeso para el curso, a las que seguirían las lecciones que ya tenía escritas y dictaba en Cornell sobre Dickens, Gógol, Flaubert y Tolstoi. No tenemos noticia de que las lecciones sobre Cervantes las dictara también en Cornell después de su regreso[2].

Nabokov puso especial esmero en la preparación de sus tareas en Harvard y en las nuevas lecciones sobre Cervantes. Al parecer, lo primero que hizo fue realizar por escrito un resumen extenso de toda la obra, capítulo por capítulo. Dado que en su método didáctico se recurría a menudo a la cita del autor estudiado, ese resumen se componía en parte de narración hecha con sus propias palabras y en parte de citas reproducidas o señaladas, lo uno y lo otro salpicado de comentarios personales sobre la acción, el diálogo, los personajes y los temas. El texto que utilizó fue la traducción del Quijote de Samuel Putnam, publicada por Viking Press en 1949 y reimpresa después por Random House en la Modern Library. Casi todas las referencias a páginas contenidas en los manuscritos de Nabokov lo eran a esta edición (que no hay que confundir con la abreviada de la serie Viking Portable, que desaconsejó particularmente a sus alumnos). También, sin embargo, daba como aceptable el Quijote en rústica traducido por J. M. Cohen para Penguin Books en Inglaterra (1950).

El ejemplar de la traducción de Putnam que usó Nabokov para preparar sus notas y lecciones no se ha conservado, pero la familia Nabokov guarda el paperback Penguin. Este ejemplar muestra líneas a lápiz en el margen de numerosos pasajes, pero, desafortunadamente, sólo un par de anotaciones, tales como el interrogante «¿Victoria o derrota?» en el capítulo 9 de la primera parte, o «Comienza el tema ducal» en el capítulo 30 de la segunda parte. No está claro si era éste el ejemplar que utilizó en clase (el hecho de estar las citas de sus lecciones referidas a la paginación del Putnam podría haber creado dificultades); pero la cuestión tiene escasa importancia, porque la ausencia casi total de anotaciones lo hace inútil para nuestros propósitos.

La sección de Narración y Comentario, que en el presente volumen sigue a las seis lecciones propiamente dichas, reproduce el resumen original que hizo Nabokov de la novela, escrito primero a mano y después a máquina, de forma que permitiera extraer de él lo que hiciera falta. Sólo después de haberse familiarizado a fondo con la novela elaborando esta Narración y Comentario acometió Nabokov la preparación activa de las propias lecciones. Aquí los manuscritos parecen indicar que su idea inicial fue redactar un texto seguido que analizara la estructura del Quijote tomando como base el tema general de las victorias y las derrotas. La misma evidencia confirma que escribió una versión preliminar y bastante extensa de las lecciones.

Para realizar ese estudio abstrajo numerosas páginas de la parte original de Narración y Comentario mecanografiada, alterando además en gran medida su orden cronológico para acoplarlas al nuevo tema central. Páginas manuscritas de ampliación y comentario más detallado servían de enlace de esos textos mecanografiados recompuestos con el análisis temático de Victorias y Derrotas. Sólo más tarde, ya terminado este borrador, se perfilaron en su imaginación los núcleos temáticos más variados de estas seis lecciones, como concepto estructural superior tanto a la relación cronológica de sus primeras anotaciones como a la simple oposición de Victorias y Derrotas, en cuanto armazón del discurso.

Para llegar, pues, a la forma definitiva de estas seis lecciones, que son las que dictó y las que ahora se conservan en sus seis carpetas, Nabokov procedió a una nueva reescritura, añadiendo a las páginas otras nuevas extraídas, según hiciera falta el material, del borrador de Victorias y Derrotas, y otras de las anotaciones originales para la Narración y Comentario. En las páginas mecanografiadas tachó el material que no habría de emplear y las insertó así en el texto definitivo, escrito a mano. El sexto capítulo, «Victorias y Derrotas», fue totalmente reescrito con arreglo a una nueva fórmula. Sólo cuarenta y tantas páginas, como una quinta parte de las notas originales de Narración y Comentario, quedaron apartadas en una carpeta, sin ser utilizadas ni en el borrador ni en las lecciones definitivas. La reconstrucción de la parte original de Narración y Comentario para este volumen se ha hecho recuperando sus páginas mecanografiadas (identificables por la paginación) del borrador desechado de Victorias y Derrotas, y las partes escritas a mano de ese mismo borrador se han añadido a las lecciones cuando era pertinente, o se han insertado en la parte de Narración y Comentario. También se ha recuperado el material mecanografiado tachado por Nabokov después de insertar lo que necesitaba de esas páginas en el texto de las seis lecciones finales. Las páginas dispersas de Narración y Comentario recompuestas, y añadidas a las cuarenta y tantas del original que habían quedado apartadas, forman ahora la sección correspondiente, a falta sólo de unas pocas páginas.

La reconstrucción de esta sección en su forma original dio como resultado cierta dosis de repetición, tanto de comentarios como de citas ya extraídas para su uso en las seis lecciones: todo ese material se ha eliminado, de modo que la reaparición de los mismos pasajes en la parte de Narración y Comentario sea únicamente una expansión o complemento del discurso desarrollado en las lecciones. Esa necesaria poda del material ha obligado al editor a insertar en algunos puntos pasajes de transición para enlazar entre sí citas que para Nabokov no eran sino anotaciones sugerentes con vistas a un posible desarrollo; además de esto, se han prolongado algunas citas por su interés intrínseco y se han añadido algunas más procurando el placer del lector. En sustitución de las pocas hojas que se habían perdido, se ha insertado un pequeño número de sinopsis argumentales, a fin de respetar la continuidad.

Los manuscritos conservados son las seis carpetas originales de Nabokov, cada una con una lección, y en algunos casos hojas sueltas de anotaciones que hay que interpretar como una acumulación previa de material de fondo. (De estas anotaciones se ha incorporado el mayor número posible al texto de las lecciones). La extensión de las lecciones varía apreciablemente, en parte según los cortes optativos que Nabokov hiciera del texto, señalados con corchetes amenazadores (porque el escritor era meticuloso en cuanto a la duración de sus lecciones). Pero también, dado que la exposición de todas las lecciones debía llevar el mismo tiempo, el que el número de hojas sea muy variable depende en parte del uso limitado que pudiera hacer (tal vez sólo unas cuantas frases de una página) del anterior material escrito que integró en la forma definitiva del discurso. Las lecciones definitivas están todas escritas a mano por el propio Nabokov, salvo esas hojas mecanografiadas que intercaló del borrador anterior del esquema Victorias y Derrotas. Muchas hojas de ese borrador procedían, evidentemente, de la versión mecanografiada de los resúmenes redactados como parte de su primer estudio sistemático de la novela. La primera lección se compone de una veintena de páginas; la segunda, de treinta y cinco; la tercera llega a abarcar setenta y una; la cuarta se reduce a veintinueve; la quinta, a treinta y una, y la versión definitiva de la sexta, que comprende una conclusión, a unas cincuenta. Además de esas carpetas, que representan básicamente las lecciones en la forma en que fueron impartidas, el material archivado comprende unas ciento setenta y cinco páginas de sinopsis desechadas, páginas sueltas y una carpeta con quince páginas de notas apenas elaboradas sobre el Quijote espúreo de Avellaneda.

El problema de edición ha consistido en tratar de presentar lo más posible de las ideas de Nabokov sobre el Quijote, con su comentario, en una escala mayor que la impuesta por los límites arbitrarios de las seis lecciones en clase a las que se veía obligado. Dentro de las propias lecciones, Nabokov tachaba el material desechado hasta hacerlo ilegible, pero también tenía la costumbre de encerrar entre corchetes otras partes que podía leer o no según cómo anduviese de tiempo, anotando muchas veces al margen el paso de los minutos. En otros casos, al utilizar páginas de la primera redacción de Narración y Comentario, trazaba una línea diagonal sobre el material que no podía aprovechar por limitaciones de tiempo, o porque no fuese pertinente para lo que en ese momento estaba explicando. El responsable de esta edición ha restaurado sistemáticamente los textos entre corchetes, porque formaban parte de la redacción original; suelen ser pertinentes y podrían perfectamente haber sido leídos si el tiempo lo hubiera permitido. Otros materiales suprimidos de las hojas mecanografiadas intercaladas se han incluido en su contexto, sobre todo allí donde una cita del Quijote podía ser útil; pero la mayor parte de ese material desechado se ha reintegrado a la sección de Narración y Comentario a la que en un principio pertenecía.

Nabokov solía poner por escrito las citas que pretendía leer, pero en ocasiones se limitó a anotar el número de la página correspondiente en la traducción de Putnam. En este caso no sabemos si, teniendo tiempo, abría el libro y leía en voz alta, o si simplemente señalaba a sus alumnos el pasaje para que lo leyeran por su cuenta. (Todas esas citas se dan completas en este volumen). En torno a esto hemos actuado con cierta libertad, extendiendo cuando parecía oportuno un pasaje que Nabokov daba en forma más breve, y añadiendo las citas correspondientes, tanto en el texto como en las notas, para ilustrar mejor los comentarios de Nabokov[3]. En general, las lecciones conservan la estructura y el orden que les dio Nabokov en su redacción definitiva, con la salvedad de esas ampliaciones ya mencionadas, sobre todo las autorizadas por su aparición entre corchetes en el propio texto hológrafo. Sin embargo, el primer capítulo, que aun en su forma presente dista mucho de ser sintético, estaba menos estructurado que los demás, y en él se han incluido, junto con el texto original, notas y comentarios de hojas dispersas entre las carpetas pero que no guardaban relación directa con el contenido de las mismas.

Dado que las lecciones en su forma final se centran en distintos temas, y por lo tanto no siguen el hilo argumental de la obra con arreglo a un orden cronológico fijo, la parte de la Narración y Comentario puede servir para dar una visión coherente de la novela tal y como la escribió Cervantes, entresacada de una serie de exposiciones y análisis de Nabokov que no hallaron cabida en las lecciones. Por consiguiente, esa sección es parte integrante del presente volumen, no sólo para la comprensión de la visión total que tenía Nabokov del Quijote[4] como obra de arte, sino también para el fin más modesto de recordarle al lector distanciado aquellos sucesos que Nabokov quizá sólo mencione de pasada en las lecciones. Confiamos en que esa narración resumida no desanime a nuevos lectores, estimulados por las lecciones, de buscar en la propia novela una nueva experiencia de contacto con la gran literatura del mundo.

FREDSON BOWERS

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