DOS RETRATOS: DON QUIJOTE Y SANCHO PANZA
Don Quijote: el hombre
Aun contando con lo que el texto español pierde de viveza a la luz crepuscular de la traducción, aun así los chascarrillos y los refranes de Sancho no suscitan gran hilaridad, ni por sí mismos ni por su acumulación repetitiva. El chiste moderno más gastado tiene más gracia. Tampoco las escenas de risa de nuestro libro convulsionan realmente los diafragmas modernos. El Caballero de la Triste Figura es un ser único; Sancho, el de la barba desaliñada y la nariz de porra, es, con algunas reservas, el payaso generalizado.
Pues bien, la tragedia se desgasta menos que la comedia. Lo dramático se conserva en ámbar; la carcajada se disgrega en el espacio y en el tiempo. Ciertamente, la emoción inefable del arte está más cerca del estremecimiento varonil del temor sacro, o de la húmeda sonrisa de la comparación femenina, que de la risilla ocasional; y ni que decir tiene que en este sentido hay algo todavía mejor que el rugido de dolor o el rugido de la risa, y que es el supremo ronroneo de placer que produce el pensamiento sensual: pensamiento sensual, que es lo mismo que decir arte auténtico. De esto hay en nuestro libro una dosis pequeña, pero de infinito valor.
(Ver Figura[4])
Examinemos al triste caballero. Antes de tomar para sí el nombre de don Quijote se llamaba Quijada o Quesada a secas. Es un hidalgo rural, con su viñedo, su casa y su trozo de tierra de labor; buen católico (que más tarde sufrirá de mala conciencia); un señor alto y flaco, frisando en los cincuenta años. En mitad de la espalda tiene un lunar velludo, que según Sancho es señal de hombre fuerte, como lo es también el pelo abundante de su pecho. Sin embargo, tiene poca carne para tanta osamenta; y lo mismo que su estado mental parece un ajedrezado de lucidez y locura, así su forma física es un parcheado de vigor, cansancio, resistencia y dolores incurables. Quizá sea peor dolor el de las patéticas derrotas que sufre el pobre Quijote que el de los vergonzosos coscorrones que se lleva en la cabeza; pero no se nos olvide ese malestar físico temible y constante que su energía nerviosa y su terca pasión por dormir al sereno pueden superar pero de ningún modo curar: el pobre hombre lleva muchos años aquejado de un serio trastorno de riñón.
Voy a tener mucho que decir, más adelante, sobre la brutalidad del libro, y sobre la curiosa actitud hacia esa crueldad que han adoptado por igual expertos y legos en la materia, viendo en él una obra compasiva y humana.
De vez en cuando, a efectos de burda farsa medieval, Cervantes nos muestra a su personaje sólo en camisa, camisa que se nos describe con detalle, diciendo que no llega a taparle del todo los muslos. Disculpen ustedes que enumere estos detalles desagradables, pero es que son necesarios para refutar a los defensores de la sana diversión, de la risa benévola. Tiene las piernas muy largas, flacas y peludas, y nada limpias; sin embargo, su pellejo reseco y poco provechoso no atrae, al parecer, a los parásitos que afligen a su carnoso compañero. Pasemos ya a vestir a nuestro paciente. Aquí tenemos su jubón, una chaqueta ajustada de piel de gamuza, con pocos y desiguales botones, y todo mugriento y herrumbroso por el sudor y la lluvia que se cuela por los agujeros de la armadura. Un cuello blando, como los que usan los estudiantes de Salamanca, pero sin encajes; calzones pardos y estrechos, desteñidos a trozos; medias de seda verde acribilladas de puntos sueltos, y zapatos del color del dátil. Por encima de todo esto vemos un fantástico surtido de armas, que a la luz de la luna le hace parecer un espectro armado que no habría estado fuera de lugar sobre los almenados muros de Elsinor, en el reino de Dinamarca, si los jocundos compañeros de Hamlet hubiesen querido gastarle una broma al caviloso estudiante de Wittenberg.
La armadura de don Quijote es vieja, renegrida y mohosa. En los primeros capítulos se ata el yelmo improvisado con unas cintas verdes, cuyos nudos harán falta varios capítulos para deshacer. En otro momento tendrá por yelmo una bacía de barbero, una jofaina de latón bruñido con una escotadura circular, un entrante en el borde para la barbilla del cliente. Con el escudo sobre su flaco brazo y una rama de árbol por lanza, monta sobre su Rocinante, que es igual de macilento y cuellilargo y esencialmente bondadoso que él, con la misma mirada pensativa, el mismo porte flemático y la misma huesuda dignidad que su dueño ostenta cuando no está a punto de atacar; porque cuando don Quijote arremete, la ira le frunce y estremece el entrecejo, infla los carrillos, mira con fiereza y golpea el suelo con el pie derecho, haciendo también, por así decirlo, el papel de caballo de guerra mientras Rocinante, a su lado, agacha la cabeza.
Cuando don Quijote se alza la visera de cartón, descubre un rostro polvoriento y ajado, de nariz aguileña un poco corva y ojos hundidos, con huecos entre los dientes de delante y unos bigotes grandes y tristes que siguen siendo negros, en contraste con el escaso pelo canoso que le queda en la cabeza. Es un rostro muy serio, largo y enjuto, de piel amarillenta al principio, pero que luego, bajo el tórrido sol de la meseta castellana, se teñirá del tono moreno del labriego. Tan flaca es la cara, tan hundidas las mejillas, tan pocas las muelas que le quedan, que no parece, como dice su creador, sino unas mejillas que se estuvieran besando por dentro de la boca.
Los modales de don Quijote son como una transición de su apariencia física al misterio de su naturaleza dual. Su compostura, su gravedad, la noble serenidad y dominio de su conducta forman un extraño contraste con sus furiosos arrebatos de rabia belicosa. Ama el silencio y el decoro. Escoge sus palabras con cuidado exquisito, aunque sin afectación. Es un perfeccionista, un purista: no soporta oír a un patán pronunciar mal o emplear una expresión indebida. Es casto, enamorado de un sueño velado, perseguido por encantadores; y por encima de todo es un caballero gallardo, un hombre de infinito coraje, un héroe en el sentido más auténtico de la palabra. (Conviene no olvidar este importante aspecto). A pesar de su extraordinaria cortesía y deseo de agradar, hay una cosa por la que no pasará jamás, y es la menor sombra de crítica de Dulcinea, la dama de sus sueños. Como señala con razón su escudero, su actitud hacia Dulcinea es religiosa. Los pensamientos de don Quijote no van nunca más allá de un homenaje simplemente por lo que ella es, sin esperar otra recompensa que la de ser aceptado como defensor suyo. «Con esa manera de amor», observa Sancho, «he oído yo predicar que se ha de amar a Nuestro Señor, por sí solo, sin que nos mueva esperanza de gloria o temor de pena».
Estoy pensando sobre todo en la primera parte de la obra, pues en la segunda se observan algunos cambios extraños en el carácter de don Quijote: junto a lapsos de lucidez conoce lapsos de miedo. Así que subrayaríamos de nuevo el dato de su coraje absoluto olvidándonos, por así decirlo, de cierta escena de la segunda parte donde tiembla de miedo porque su cuarto se llena de gatos. Pero en conjunto es, entre los caballeros andantes, el más valiente y el más enamorado de cuantos hubo en el mundo. No tiene malicia; es confiado como un niño. Hasta el punto de que su puerilidad destaca a veces quizá más de lo que pretendía destacarla su creador. Cuando en un cierto giro de la novela, en el capítulo 25 de la primera parte, se le ocurre hacer «locuras» como penitencia —«locuras» premeditadas a sumar sobre su locura normal, digamos—, demuestra una imaginación de escolar bastante limitada en materia de barrabasadas.
«—Por lo menos, quiero, Sancho, y porque es menester ansí [dice el caballero cuando Sancho se apresta a salir de Sierra Morena con la carta para Dulcinea], quiero, digo, que me veas en cueros, y hacer una o dos docenas de locuras, que las haré en menos de media hora, porque habiéndolas tú visto por tus ojos, puedas jurar a tu salvo en las demás que quisieres añadir; y asegúrote que no dirás tú tantas cuantas yo pienso hacer. […]
»Y desnudándose con toda priesa los calzones, quedó en carnes y en pañales, y luego, sin más ni más, dio dos zapatetas en el aire y dos tumbas la cabeza abajo y los pies en alto, descubriendo cosas que, por no verlas otra vez, volvió Sancho la rienda a Rocinante, y se dio por contento y satisfecho de que podía jurar que su amo quedaba loco».
Veamos ahora su locura básica. Don Alonso siempre había sido un hidalgo rural de vida tranquila, que cuidaba de su hacienda, madrugador y aficionado a la caza. A los cincuenta años se enfrascó en la lectura de libros de caballerías y dio en hacer cenas pesadas, entre otras cosas con lo que un traductor (Duffield) da como resurrection pie: «duelos y quebrantos», un «guiso de la carne de animales que murieron de muerte accidental al caerse por un barranco abajo y desnucarse». Lo de «duelos» no se refiere al dolor que experimentarían esos animales —eso era lo de menos—, sino a lo que sentirían los pastores y dueños de las ovejas al descubrir la pérdida. Es un buen detalle. Fuera debido a esa dieta de heroico puerco aventurero, de vacas y ovejas aventureras tan catastróficamente convertidas en materia alimenticia, fuera porque nunca había estado muy en sus cabales, el hecho es que don Quijote adopta la noble resolución de resucitar y devolver a un mundo prosaico el lucido oficio de la caballería andante, con su rígida técnica particular y con todas sus brillantes visiones, emociones y hechos. Con inflexible determinación, escoge como destino «los trabajos, las penas y las armas»[18].
De ahí en adelante aparece como un cuerdo loco, o como un loco en el límite de la cordura; un loco a rayas, una mente a oscuras con intersticios de lucidez. Así es como se aparece a los demás; pero también a él las cosas se le aparecen con esa dualidad. La realidad y la ilusión están entretejidas en la trama de la vida. «¿Qué es posible», hace notar a su escudero, «que en cuanto ha que andas conmigo no has echado de ver que todas las cosas de los caballeros andantes parecen quimeras, necedades y desatinos, y que son todas hechas al revés? Y no porque sea ello ansí, sino porque andan entre nosotros siempre una caterva de encantadores que todas nuestras cosas mudan y truecan, y les vuelven según su gusto, y según tienen la gana de favorecernos o destruirnos».
Como recordarán, en la Odisea el aventurero cuenta con apoyos poderosos. En las escenas de disimulo y disfraz casi tememos que un falso movimiento de Odiseo revele su fuerza demasiado pronto, mientras que en el caso de don Quijote es la debilidad intrínseca y entrañable del pobre caballero lo que tememos que se divulgue entre sus brutales amigos y enemigos. Odiseo está esencialmente a salvo; es como un hombre sano soñando un sueño sano, que le ocurra lo que le ocurra despertará. La estrella del destino del griego brilla con luz constante a pesar de todas sus tribulaciones y peligros. Podrán sus compañeros desaparecer uno tras otro, engullidos por monstruos o cayéndose ebrios de los tejados, pero a él se le garantiza una ancianidad serena en la azul lejanía del futuro que le espera. La bondadosa Atenea —no la imbécil Dorotea ni la pérfida duquesa del Quijote—, la bondadosa Atenea mantiene el rayo glauco de sus ojos brillantes (ora grises, ora verde mar, según los eruditos) puesto sobre el viajero; él, desconfiado y astuto, sigue los pasos de la diosa. Pero en nuestro libro el triste caballero está solo. A sus tribulaciones el Dios de los cristianos muestra una singular indiferencia, quizá porque esté ocupado en otros quehaceres, estupefacto, cabe suponer, ante las actividades impías de sus seguidores profesionales en aquella época de máquinas de tortura.
Cuando don Quijote se retracta al final del libro, en su escena más triste, no es ni por gratitud a su Dios cristiano ni por seguir un impulso divino, sino porque es lo conforme con las conveniencias morales de su oscura época. Es una rendición abrupta, una miserable apostasía ésta de su lecho de muerte, cuando renuncia a la gloria de la ilusión insensata que le ha hecho ser lo que es. Es una rendición que no se puede comparar con la robusta retractación de Tolstoi cuando, viejo y atrabiliario, repudió la admirable ilusión de Ana Karénina a cambio de las perogrulladas alfabéticas de la escuela dominical. Ni estoy pensando en Gógol, agachado con lágrimas de penitencia delante de una estufa para quemar la segunda parte de Almas muertas. La situación de don Quijote se parece más a la de Rimbaud, aquel poeta francés de genio singular que en los años ochenta del siglo pasado abandonó la poesía porque había llegado a la conclusión de que poesía era sinónimo de pecado. Con sentimientos encontrados observo que el Webster’s New Collegiate Dictionary, diccionario por lo demás inteligente, no incluye en su sección biográfica a Rimbaud, mientras que sí tiene cabida Radetzky, mariscal de campo austríaco; Raisuli, bandolero marroquí; Henry Handel Richardson, pseudónimo de Ethel Florence Lindesay Richardson, novelista australiana; Rasputín, santón y político, y el buen Ramsay, James Andrew Broun, 1812-1860, décimo conde y primer marqués de Dalhousie, administrador colonial británico.
Esa compilación la debió de hacer Sancho Panza.
Sancho Panza: el hombre
¿Quién es? Es un jornalero que fue pastor en su juventud, y después, en cierta época, celador de una hermandad. Es padre de familia, pero vagabundo de corazón: Sancho Panza, sentado sobre su burro como un patriarca; imagen de dignidad necia y edad madura. Un poco después su imagen y su mente se aclaran más; pero nunca se aparecerá tan detallado como don Quijote.
Esa diferencia concuerda con que el carácter de Sancho sea producto de la generalización, mientras que el de don Quijote es fruto de un planteamiento individual. Sancho lleva barba espesa y desaliñada. Aunque bajo de estatura (para que contraste mejor con su señor, que es alto y flaco), tiene una enorme barriga. En la segunda parte de la novela Sancho está, si acaso, todavía más gordo que al principio, y el sol le ha curtido la piel del mismo color que a su amo. Hay un momento en su vida en el que lo vemos con la lucidez más extrema, pero ese momento dura poco: es cuando parte hacia la isla continental que debe gobernar. Va vestido entonces como un letrado. Lleva gabán y montera de pelo de camello. Cabalga sobre un mulo (un burro mejorado); pero su asno gris, que viene a ser como una parte o actitud de la personalidad de Sancho, viene detrás, engalanado con flamantes jaeces de seda. De esa guisa desfila la figura regordeta de Sancho, con la misma necia dignidad que marcó su primera aparición.
(Ver Figura[5])
Parece como si, en un principio, Cervantes hubiera pensado dar por escudero a su valeroso lunático un cobarde mentecato, a manera de contrapunto: locura excelsa y estupidez rastrera. Pero Sancho demuestra demasiado ingenio natural para pasar por tonto absoluto, aunque sí pueda ser un absoluto pesado. No es ningún tonto en el capítulo 10 de la primera parte, cuando tras la pelea con el vizcaíno manifiesta una clara percepción de la valentía de don Quijote: «La verdad sea —respondió Sancho— que yo no he leído ninguna historia jamás, porque ni sé leer ni escribir; mas lo que osaré apostar es que más atrevido amo que vuestra merced yo no le he servido en todos los días de mi vida»; y muestra hondo respeto por el estilo literario de su señor en el capítulo 25, después de oír la carta que tiene que llevar a Dulcinea: «Por vida de mi padre —dijo Sancho en oyendo la carta—, que es la más alta cosa que jamás he oído. ¡Pesia a mí, y cómo que le dice vuestra merced ahí todo cuanto quiere, y qué bien que encaja en la firma El Caballero de la Triste Figura! Digo de verdad que es vuestra merced el mesmo diablo, y que no hay cosa que no sepa»[19]. Hay en esto una especial significación, ya que es el propio Sancho quien puso a don Quijote el sobrenombre de Caballero de la Triste Figura. Por otra parte, Sancho tiene su ramalazo de encantador: engaña a su amo tres veces por lo menos; y cuando don Quijote está en su lecho de muerte Sancho sigue comiendo y bebiendo a placer, y se consuela bastante pensando en lo que va a heredar.
Es un bribón redomado pero ingenioso, compuesto de retazos de los incontables bribones de la literatura. Lo único que le otorga una cierta personalidad es su grotesca resonancia a determinadas notas de la augusta música de su señor. Hablando para una criada, define muy bien en dos palabras lo que es un caballero andante: apaleado y emperador; que no está muy lejos de lo que se podría decir a propósito de otra aparición fantástica, con la barba más larga, en un país más desolado: el rey Lear. Por supuesto que no se puede decir que el noble corazón de Kent y la curiosa vena lírica del bufón del rey Lear estén representados en Sancho Panza, quien, con todas sus vagas virtudes, en el fondo no deja de ser un hijo culón de la farsa; pero es un compañero fiel, y Cervantes utiliza el adjetivo «noble» con toda seriedad al hablar de la resolución de Sancho de no apartarse de su amo en un momento de especial peligro. Este amor a su amo y el amor a su burro son sus rasgos más humanos. Y cuando el por lo demás tosco y egoísta Sancho da bondadosamente una limosna a un galeote, sentimos un poco de emoción al pensar que quizá lo que le impulse sea el hecho de que el galeote es como su amo, un hombre entrado en años que padece una afección de vejiga. Y si no es tonto, tampoco es el típico cobarde. Aunque de genio pacífico, cuando se irrita de verdad le saca gusto a una pelea; y cuando está bebido las aventuras peligrosas y fantásticas le parecen una excelente diversión.
Esto me lleva a los puntos vulnerables (desde el punto de vista artístico) de la composición mental de Sancho. Por ejemplo, su actitud hacia las ilusiones falsas de don Quijote. Al principio Cervantes hace hincapié en el lúcido sentido común del gordo escudero, pero en seguida descubrimos, en el capítulo 26, que Sancho es curiosamente distraído, que él también es un soñador: véase cómo se olvida de una cierta carta que le habría valido tres pollinos. Una y otra vez intenta disipar las ilusiones de don Quijote, pero de pronto, al comienzo de la segunda parte, él mismo asume el papel de encantador, y de la forma más cruel y grotesca contribuye a agravar el engaño principal de su señor, el que se refiere a Dulcinea. Después, sin embargo, no ve clara su responsabilidad en ese engaño.
Algunos comentaristas han subrayado que tanto la locura de don Quijote como el buen sentido de Sancho son mutuamente contagiosos, y que en la segunda parte de la obra, al tiempo que don Quijote desarrolla una veta de Sancho, éste se torna tan loco como su señor. Por ejemplo, pretende convertir a su mujer a su creencia en ínsulas y condados, lo mismo que don Quijote se esfuerza en hacerle creer que los molinos son gigantes y las ventas castillos. En tanto que un crítico famoso pero muy pedestre, Rudolph Schevill[20], hace hincapié en el contraste entre el hidalgo generoso y chapado a la antigua y su escudero, práctico y ajeno a todo romanticismo, el sutil e inspirado crítico español Salvador de Madariaga[21] ve en Sancho una especie de transposición de don Quijote en otra clave. Es cierto que ya al final de la obra los dos parecen intercambiarse sueños y destinos, pues es Sancho el que vuelve a su aldea en éxtasis de aventuras, con la cabeza llena de esplendores, y es don Quijote el que le dice secamente: «Déjate desas sandeces». De modo que podríamos decir que Sancho, vigoroso y viril por temperamento, presto a la ira y atemperado por la experiencia, rehuye los combates desiguales e inútiles no porque sea un pusilánime, sino porque es un guerrero más cauto que don Quijote. Pueril y simple por naturaleza y por ignorancia (mientras que don Quijote sigue siendo pueril a pesar de todo su saber), Sancho tiembla frente a lo desconocido y sobrenatural, pero no hay más que un paso de su temblor al estremecimiento de gallardo deleite de su señor; y por eso es digno hermano del caballero al que acompaña. En la segunda parte, «mientras el espíritu de Sancho asciende de la realidad a la ilusión, declina el de don Quijote de la ilusión a la realidad. Y el cruce de las dos curvas tiene lugar en aquella tristísima aventura, una de las más crueles del libro, en que Sancho encanta a Dulcinea, haciendo que el nobilísimo caballero, por amor de su más pura ilusión, hinque la rodilla ante la más repugnante de las realidades: una Dulcinea cerril y harta de ajos»[22]. Otro crítico habla devotamente de la «simpatía» del autor hacia el campesino, y para explicar el ingrediente burlesco que hay en Sancho Panza hace la sorprendente afirmación de que Cervantes era consciente de que sus lectores más sofisticados esperaban que, si aparecían figuras humildes, se les diera un tratamiento satírico. (Por qué eso sea sofisticación y por qué Cervantes hubiera de aceptarlo no se nos explica). Y sigue diciendo el mismo crítico que era necesario que el «discreto y entrañable» Sancho (que no es ni muy discreto ni muy entrañable) que secretamente conocía Cervantes (y que conocía también el crítico en cuestión) fuera en parte sacrificado a las exigencias de la literatura, para servir de contraste a la gravedad y las elevadas aspiraciones de don Quijote[23]. Otro divertido comentarista opina que en la mentalidad y carácter de Sancho Panza, mucho más que al delinear la figura de don Quijote, Cervantes dio expresión a un tipo de discreción y elocuencia, y a un perspicaz análisis de la vida, que constituyen la esencia del humanismo[24]. Palabras altisonantes, pero poca sustancia.
Yo sospecho que la explicación de esa curiosa diferencia entre las actitudes de la crítica hacia los dos personajes reside en que todos los lectores se pueden dividir en Quijotes y Sanchos. Cuando en un ejemplar de biblioteca del libro de Schevill me encuentro algunos pasajes marcados con líneas gruesas y desaliñadas en tinta azul, y cuando el pasaje marcado es «Cervantes ofrece un cuadro realista del no sé qué y el no sé cuántos de la clase media», sé con seguridad si el lector es un Sancho o un Quijote.
(Ver Figura[6])
Nos hemos alejado un poco del cuerpo del libro en dirección al espíritu de sus lectores, así que volvamos a la novela.
La característica principal de Sancho Panza es la de ser un saco de refranes, un saco de medias verdades que le repican dentro como cantos rodados. Yo creo que sí hay reverberaciones extrañas y sutiles entre el caballero y su escudero, pero también sostengo que, en el caso de Sancho, el llamado humor sano ahoga lo poco de personalidad que pudiera quedar una vez lavada la grasa de los huesos. Los eruditos que hablan de episodios desternillantes en el libro no presentan lesiones permanentes en sus ternillas. Decir que en el humor de este libro se contiene, como dice un crítico, «un tesoro de hondura filosófica y humanidad genuina, cualidades en las que no le ha aventajado ningún otro escritor»[25], me parece una exageración fuera de toda medida. El caballero, desde luego, no tiene gracia. El escudero, a pesar de toda su prodigiosa memoria para los refranes, tiene todavía menos gracia que su señor.
He aquí, pues, a los dos protagonistas, cuyas sombras se superponen y se funden en una, formando una cierta unidad que hemos de aceptar.
Durante la primera salida de don Quijote, durante sus cuatro primeras aventuras (contando como cuarta el sueño que corona sus tres primeras batallas), Sancho está ausente. Su entrada en escena, su transformación en escudero de don Quijote, es la quinta aventura del caballero.
Ya están dispuestos los dos personajes principales. Ahora vamos a estudiar los medios que inventa Cervantes para que la historia marche. Vamos a estudiar los ingredientes del libro, sus componentes estructurales, diez en total.
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