lunes, 29 de agosto de 2022

POETA CHILENO ALEJANDRO ZAMBRA. (Fragmento).

 


POETA CHILENO

ALEJANDRO ZAMBRA

ANAGRAMA

Narrativas hispánicas

Edición en formato digital: marzo de 2020

© imagen de cubierta, «Oscuridad», © Laura Wächter, a partir de una foto

de Mabel Maldonado

© Alejandro Zambra, 2020

© EDITORIAL ANAGRAMA, S.A., 2020

Pedró de la Creu, 58

08034 Barcelona

ISBN: 978-84-339-4131-2

Conversión a formato digital: Newcomlab, S.L.

anagrama@anagrama-ed.es

www.anagrama-ed.es

Para Jazmina y Silvestre

No hay casa, ni padres, ni amor: solo hay compañeros de juego.

ALAIN-FOURNIER /

JORGE TEILLIER

Una técnica que sirve para escribir debe servir también para vivir.

FABIÁN CASAS

I. OBRA TEMPRANA

Era el tiempo de las madres aprensivas, de los padres taciturnos y de los

corpulentos hermanos mayores, pero también era el tiempo de las

frazadas, de las mantas y de los ponchos, así que a nadie le extrañaba que

cada tarde Carla y Gonzalo pasaran dos o tres horas en el sofá cubiertos

por un soberbio poncho rojo de lana chilota, que en el gélido invierno de

1991 parecía un producto de primera necesidad.

La estrategia del poncho permitía que, a pesar de los obstáculos, Carla

y Gonzalo hicieran prácticamente de todo, salvo la famosa, sagrada,

temida y ansiada penetración. La estrategia de la madre de Carla, en tanto,

consistía en simular la ausencia de una estrategia, a lo sumo de vez en

cuando les preguntaba, para minarles la confianza, con casi imperceptible

socarronería, si acaso no tenían calor, y ellos replicaban al unísono, en el

tono titubeante de unos pésimos estudiantes de teatro, que no, que hacía

caleta de frío.

La madre de Carla desaparecía por el pasillo y se concentraba en la

teleserie, que miraba en su pieza sin volumen —le bastaba el volumen de

la tele del living, porque Carla y Gonzalo también veían la teleserie, que

no les interesaba demasiado, pero las tácitas reglas del juego estipulaban

que debían prestarle atención, aunque solo fuera para responder con

naturalidad a los comentarios de la madre, que a intervalos inciertos, no

necesariamente frecuentes, reaparecía en el living para arreglar el florero

o doblar las servilletas o realizar cualquier otra actividad de discutible

urgencia, y a veces miraba de soslayo hacia el sofá, no tanto para verlos

como para que ellos sintieran que podía verlos, y dejaba caer frases como

ella solita se lo buscó o ese tipo es medio caído del catre, y entonces Carla

y Gonzalo, siempre al unísono y cagados de miedo, casi enteramente en

pelotas, contestaban sí o claro o se nota que está enamorada.

El intimidante hermano mayor de Carla —que no jugaba rugby pero

por tamaño y actitud perfectamente habría podido convertirse en

seleccionado nacional— por lo general volvía a casa pasada la medianoche

y las pocas veces que llegaba temprano se encerraba en su pieza a jugar

Double Dragon, pero igual existía el riesgo de que bajara a buscar un pan

con mortadela o un vaso de Coca-Cola. Por suerte, en esos casos Carla y

Gonzalo contaban con la milagrosa ayuda de la escalera, en particular del

segundo —o penúltimo— peldaño: desde que sentían el escandaloso

chirrido hasta el momento en que el hermano mayor aterrizaba en el living

transcurrían exactamente seis segundos, que era tiempo suficiente para

que se acomodaran en el interior del poncho hasta parecer dos inocentes

desconocidos que capeaban el frío juntos de puro solidarios.

La futurista cortina musical del noticiero marcaba, cada noche, el final

de la jornada: la pareja protagonizaba en el antejardín una apasionada

despedida que a veces coincidía con la llegada del padre de Carla, que

subía las luces y hacía rugir el motor de su Toyota a manera de saludo o de

amenaza.

—Este pololeo está durando demasiado —agregaba el hombre, alzando

las cejas, cuando estaba de humor.

El trayecto de La Reina a la Plaza de Maipú tomaba más de una hora,

que Gonzalo dedicaba a leer, aunque la menguante luz de los focos solía

impedírselo y a veces debía conformarse con entrever un poema a la

rápida aprovechando la detención en alguna esquina iluminada. Todas las

noches lo retaban por volver tarde y todas las noches Gonzalo juraba, sin

la menor intención de cumplir su palabra, que en adelante regresaría más

temprano. Se dormía pensando en Carla y cuando no podía dormir, como

pasaba con frecuencia, se masturbaba pensando en ella.

Masturbarse pensando en la persona amada es, como se sabe, la más

fogosa prueba de fidelidad, en especial si las pajas están, como dicen las

propagandas cinematográficas, rigurosamente basadas en hechos reales:

lejos de perderse en improbables fantasías, Gonzalo imaginaba que

estaban en el sofá de siempre, cubiertos por el poncho chilote de siempre,

y la única diferencia, el único elemento ficcional, era que estaban solos, y

entonces él se lo metía y ella lo abrazaba y cerraba los ojos con

delicadeza.

El sistema de vigilancia parecía infranqueable, pero Carla y Gonzalo

confiaban en que la oportunidad se les presentaría pronto. Sucedió hacia el

final de la primavera, justo cuando el estúpido calor amenazaba con

estropearlo todo. Un rotundo frenazo y un coro de alaridos interrumpieron

la calma de las ocho de la noche —habían atropellado a un mormón en la

esquina, así que la señora salió disparada a copuchar, y Carla y Gonzalo

comprendieron que el anhelado momento había llegado. Considerando los

treinta segundos que duró la penetración y los tres minutos y medio que

tardaron en limpiar el poco de sangre y en asimilar la desangelada

experiencia, el proceso completo tomó apenas cuatro minutos, tras los

cuales Carla y Gonzalo se sumaron sin más a la turba de curiosos que

rodeaban al joven rubio que yacía junto a su bicicleta rota en la vereda.

Si el joven rubio hubiera muerto y Carla hubiera quedado embarazada,

estaríamos hablando de un ligero desequilibrio en el mundo a favor de los

morenos, porque un hijo de Carla, que era bien morena, con el aún más

moreno Gonzalo, no podría haber salido rubio, pero nada de eso pasó: el

mormón quedó cojo y Carla ensimismada y tan adolorida y triste que

durante dos semanas, valiéndose de pretextos ridículos, se negó a ver a

Gonzalo. Y cuando lo vio fue solamente para terminar con él, «cara a

cara».

En defensa de Gonzalo hay que decir que en esos desdichados años la

información circulaba escasamente, sin ayuda de los padres ni consejos de

profesores u orientadores educacionales, y sin el auxilio de campañas

gubernamentales ni nada por el estilo, porque el país estaba demasiado

preocupado de mantener a flote la recién recuperada y tambaleante

democracia como para pensar en cosas tan sofisticadas y primermundistas

como una política integral de educación sexual. De repente liberados de la

dictadura de la infancia, los quinceañeros chilenos vivían su propia

transición a la adultez fumando hierba y escuchando a Silvio Rodríguez o

a Los Tres o a Nirvana mientras descifraban o intentaban descifrar toda

clase de miedos, frustraciones, traumas y perplejidades, casi siempre

mediante el peligroso método del ensayo y error.

Entonces no había, por supuesto, miles de millones de videos online

promoviendo una idea maratónica del sexo; si bien Gonzalo conocía

publicaciones como Bravo y Quirquincho, y alguna vez había digamos que

«leído» unas Playboy y unas Penthouse, nunca había visto una película

porno, de manera que tampoco contaba con apoyos audiovisuales para

comprender que, desde cualquier perspectiva, su performance había sido

desastrosa. Toda su idea de lo que debía suceder en la cama se basaba en el

entrenamiento ponchístico y en los relatos fanfarrones, vagos y fantasiosos

de algunos compañeros de curso.

Sorprendido y desolado, Gonzalo hizo todo lo que estaba a su alcance

para volver con Carla, aunque todo lo que estaba a su alcance era nada más

que insistir cada media hora por teléfono y perder el tiempo en un

infructuoso lobby con un par de falaces mediadoras que no pensaban

ayudarlo, porque les parecía inteligente, tincudo y divertido, pero

comparado con los incontables pretendientes de Carla lo encontraban poca

cosa, un bicho raro de Maipú, un infiltrado.

A Gonzalo no le quedó más remedio que apostarlo todo a la poesía: se

encerró en su pieza y en tan solo cinco días se despachó cuarenta y dos

sonetos, movido por la nerudiana esperanza de llegar a escribir algo tan

extraordinariamente persuasivo que Carla ya no pudiera seguir

rechazándolo. Por momentos olvidaba la tristeza; al menos por unos

minutos primaba el ejercicio intelectual de arreglar un verso cojo o de

atinarle a una rima. Pero a la alegría de una imagen a su juicio lograda le

sucedía de inmediato la amargura del presente.

En ninguna de esas cuarenta y dos composiciones había, por desgracia,

genuina poesía. Valga como ejemplo este para nada memorable soneto que

sin embargo debería figurar entre los cinco mejores —entre los cinco

menos malos— de la serie:

El teléfono es rojo como el sol

el teléfono es verde y amarillo

te busco día y noche y no te pillo

camino como un zombi por el mall.

Soy como una piscola sin alcohol soy como un peregrino cigarrillo

deformado en el fondo del bolsillo soy como una ampolleta sin farol.

El teléfono suena todo el día

y es bastante improbable que sonría

me duele el corazón y las orejas

me duele un premolar y hasta una ceja

es verano o invierno o primavera

y es bastante probable que me muera.

La única presunta virtud del poema era el dominio esforzado de la

forma clásica, lo que para un joven de dieciséis años podría considerarse

meritorio. El terceto final era, por lejos, lo peor del soneto, y también lo

más auténtico, porque, a su manera tibia y escurridiza, Gonzalo sí que se

quería morir. No tiene gracia que nos burlemos de sus sentimientos;

burlémonos mejor del poema, de sus rimas obvias o mediocres, de su

sensiblería, de su involuntaria comicidad, pero no subestimemos su dolor,

que era verdadero.

domingo, 28 de agosto de 2022

EL HACEDOR DE SOMBRAS. NOVELA. FRAGMENTO. EDITORIAL COSTA RICA.

 

Penelopea

El Valle de las Muñecas es uno de los lugares más

visitados con la oscuridad. Apenas se levanta el “toque

de queda”, muchas personas se refugian en los nightclubs,

la Torre Báquica y otros espacios de la ciudad

de San José.

Yo no soy la excepción. Busco entretenimiento

con las sombras de la ciudad. Después de tomar el elixir

y recostarme media hora en mi Torre Ave Fénix, la

transformación es completa: soy el bello Julián, el bello

Julián con el cabello rubio hasta los hombros, el bello

Julián que cautiva a hombres y mujeres.

Mi estatura es de 1.85 cm, ojos pardos, tez blanca,

nívea, como el sueño de un vampiro, una barba al ras

de la piel –igual, rubia–, unas manos perfectas, una

risa provocadora y unos dientes para un anuncio de

pasta dentífrica… ¿Quién lo diría? Sí, este bello joven

soy yo, don Julián Casasola Brown.

No hay respuesta racional para concluir que son la

misma persona, pero lo somos. Lo único compartido en

las dos personas supondrán qué es… ¡exacto, el anillo

con la piedra color púrpura!

[…]

En el nightclub, todas me aman y apenas entro está

allí la Madama Carlota siempre me atiende, siempre me

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hace un guiño a mis peticiones. Es Carlota, c. c. Garganta

Profunda. Sí, están ustedes en lo cierto, el sobrenombre

de Garganta Profunda obedece a tres razones.

La primera. Así se llamó una película porno; quizá,

la gran película porno de los años 70 del siglo pasado y

filmada en los Estados Unidos de Norteamérica.

La segunda. Fue la primera actriz porno que tuvo

en su boca un pene enorme y, al realizarle sexo oral a

su coprotagonista, el enorme miembro desaparecía por

completo… Entonces, en la jerga mundial se le bautizó

a la actriz de Garganta Profunda.

La tercera y con un doble sentido. Así se llamó a

toda persona e informante anónimo de temas que le

podían interesar a la ciudadanía. A la Madama Carlota,

se le llama también y, por cariño, Garganta Profunda

por conocer los chismes de la mayoría de los políticos

y de sus aventuras sexuales en el antro de Penelopea.

Garganta Profunda ignora quién soy, a ella no le

importa. A Carlota le interesa mi buen pago. ¿Sospecha

de mí? ¿De mis crímenes? Podría ser. ¿Qué haría

para denunciar?

El ambiente huele a aerosol y un aire de ventilación

no natural golpea e invade mis fosas nasales.

Penelopea con sus muchos cristales le dan al ambiente

una fuga de imágenes, de proyecciones fingidas y falsas

al salón principal.

Los planos se superponen y el fondo del antro

adquiere proporciones que no posee. Me agradan sus

metales con los violetas de los adornos; proyectan una

sensación de ensueño y narcosis.

Garganta Profunda me observa, es un áspid: yergue

la cabeza y suelta la mano al aire en señal de saludo.

Yo la miro y me dirijo hacia ella.

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—Belleza, tesoro de mamá… mi nene… ¿Adónde

estabas escondido? –dice Garganta Profunda y hace

un espacio para que me siente a su lado.

No podría negarlo… Garganta Profunda es una

mujer cuarentona; mantiene una belleza incólume de

una mujer treintona o de menos años. Su cuerpo es de

unas proporciones alucinantes, de una simetría para

volver loco al más puritano de los hombres. Pero Garganta

Profunda es la Madama, es la administradora de

las putas y no comercia con su cuerpo.

Me acerco, huelo su piel, su perfume y por un

momento me embrutece los sentidos. Es la sensación

de estar drogado… Garganta Profunda se sabe deseada

por los hombres y eso la excita; siento la piel, mejilla

tibia sobre mejilla tibia, mientras con inteligencia me

toma de las manos (otro golpe de sangre en la cabeza)

y me desplomo rendido a su lado. ¡Soy su prisionero!

Agrega:

—Amorcito… J. C., con este asunto de la oscuridad

en la ciudad, muchos políticos “ratas al fin” se han ido

a pasarla, con el caos de las sombras, a otras partes, a

otras ciudades. ¿Europa o Sudamérica? Probable, porque

quedarse en lugarcitos de Centroamérica pues no.

Es peligroso, ja, ja, ja, ja. Y, ¿vos, macho divino, qué

querés de bebida? –pregunta Carlota y alza la mano

por segunda vez en medio del claroscuro para llamar

a un salonero.

—Un whisky –agrego y no hago ningún comentario

ni a favor ni en contra de los políticos que han dejado

la ciudad igual a las ratas cuando un barco se hunde.

Me importa muy poco. Estoy satisfecho con el caos

de la ciudad. La ciudad está enferma y eso me gusta.

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Señalo:

—Y vos, Carlota, ¿por qué no te fuiste con tus

amigotes políticos a Miami o a Puerto Vallarta? Le digo,

sosteniendo el trago de whisky.

—¿Yo? ¿Cómo decís? Ja, ja, ja, ja. ¡Ayyy, qué ocurrencias

tenés! ¿Yo? Ja, ja, ja… ¡Qué rico, sííííííí! ¡Qué

ocurrencias J. C.! ¿Y las niñas, qué hago con las niñas,

me las llevo a todas? ¡Ayyy, noooo, amoooor! Debemos

trabajar, el negocio no se puede descuidar –agrega Garganta

Profunda encendiendo un cigarro.

Observo su rostro: bronceado, a una décima de segundo

de ser el rostro más sexy de la farándula nacional,

porque Garganta Profunda también tiene otras actividades.

¿Cuáles? Posee boutiques, restaurantes y bares con

Ladies’ Night para la clase media urbana, pero su secreto

mejor guardado está en Penelopea, exclusivo para políticos,

empresarios, futbolistas y personas de clase alta;

personas deseosas de una larga, larguísima, diversión.

También Carlota, c. c. Garganta Profunda, hace

chárteres a varias islas del Golfo de Nicoya con extranjeros

y nacionales. Ella a estas actividades les llama

“giras de turismo ecológico” si le solicitan un documento

para identificar el negocio. Francesco Rocco,

Arthur Blackwood y yo preferimos llamarlo: “putas con

tanga en la playa”. Es toda una organización propiedad

de Garganta Profunda.

Carlota continúa:

—¡Ayyy… amooor… ¿viste? ¡Qué ricooo, qué hombre

más simpático, ja, ja, ja! ¿Lo viste… a ese diputadillo

“Pedro Navaja” hablando en contra de las drogas por la

tele? Si la gente lo sabe, ja, ja, ja, él se regodea con los

narcos internacionales mexicanos, ja, ja, ja. No, amor,

a Costa Rica no se le conoce en los ámbitos internacionales

como “Banana Republic”; ahora es “Cocaína

EL HACEDOR DE SOMBRAS. BOLA NEGRA

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Republic”, ja, ja, ja. Ya no la Suiza centroamericana,

sino la “Reina de la Cocaína centroamericana”, al menos

en bodegaje… ja, ja, ja, ja.

Sonrío, es imposible no sonreír con las ocurrencias

de Carlota. “Pedro Navaja” es un diputado de la

bancada oficial saliente. Por lo estrafalario en su vestir,

le pusieron así Pedro Navaja, como el personaje de la

canción de Rubén Blades.

Otra observación. Garganta Profunda es la reina

de las pasarelas a escala nacional. Señala a dedo quién

sale o quién no sale en las pasarelas de los malles, bares

y en las Ladies’ Night organizadas ya sea para eventos

privados o públicos.

—¿Y chicas nuevas? –le pregunto.

Es una rutina con Carlota preguntar por novedades

“artísticas”. Carlota me lleva al fondo del negocio,

su sala de operaciones, donde tiene una lista o álbum

completo de las últimas novedades de jóvenes con sus

fotografías. Pero la rutina ahí no termina: si la joven

está en Penelopea o anda cerca del lugar estudiando en

una universidad privada o pública, Carlota le manda

un mensajito para que llegue rápido al nightclub y haga

un espectáculo en el hot tube.

Así sucedió dos semanas atrás cuando visité Penelopea.

Me llamó la atención una “modelo” colombiana;

al pedirle a Carlota los servicios de la muchacha,

la joven andaba en “turismo ecológico” viendo la isla

Tortuga, allá en las playas del Pacífico.

Penelopea arde en sombras acá y allá. Observo.

Carlota continúa con la charla:

—¿Y vos, amor, tesorito de mamá? ¿Cómo le hacés

para andar con “el toque de queda”? –pregunta con

cierta duda, intriga, recelo y no vaya a ser yo un agente

JORGE MÉNDEZ-LIMBRICK

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encubierto de la DEA o de la OIC en busca de drogas

y menores de edad en el lugar.

Me doy cuenta de que no es una pregunta suelta

de Garganta Profunda, es una pregunta fría y bien calculada.

Así Carlota obtiene información de los políticos

nacionales: disparando preguntas a discreción.

El negocio lo inició hace mucho tiempo. Apenas

era una adolescente y se encontró con Mr. Miller (un

gringo viejo e inversionista). Juró venir acá a invertir en

el turismo ecológico. No era otro negocio que turismo

de putas en las playas.

Carlota estaba en la costa con una tanga diminuta,

con sus diecisiete años en Sámara, con un grupo de

compañeros del colegio un fin de semana. Mr. Miller la

vio y se dijo “esa”, esa era la mujercita tropical de sus

sueños carnavalescos. Le habló. Carlota cumplidos los

18 años se iría a vivir con el gringo Miller a Sámara.

Luego, montaron el negocio de Penelopea en uno

de los lugares más “chic” de la ciudad capital. Cuando

comenzaron a visitarlo políticos, empresarios y personas

influyentes del medio social, Mr. Miller ideó un

plan de crédito y garantía a través de los años: tener un

libro llamado el “Libro Rojo” con detalles (teléfonos,

residencias, familiares, negocios, amistades, preferencias

sexuales, putas solicitadas en las visitas, etc.) de

los visitantes de Penelopea.

El asunto llegó a oídos de los políticos clientes del

lugar y, a partir del rumor del Libro Rojo, por arte de

magia, Mr. Miller obtuvo favores y privilegios de las

autoridades nacionales.

El famoso Libro Rojo ponía al descubierto los encuentros

sexuales de políticos con prostitutas y menores

de ambos sexos.

EL HACEDOR DE SOMBRAS. BOLA NEGRA

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No queriendo correr ningún riesgo los políticos

involucrados por no saber si ellos eran víctimas

de las anotaciones en el Libro Rojo, las complacencias

con Mr. Miller fueron de puertas abiertas.

Mr. Miller negó a la prensa nacional tales acusaciones

del Libro Rojo y las anotaciones de los políticos-clientes.

[Páginas siguientes ilegibles…].

Recordó Carlota que los beneficios económicos llegaron

multiplicados. Carlota ríe y me dice tener a mano

el Libro Rojo en lugar seguro, que me lo puede enseñar.

Yo le comento no tener el menor interés y esto a Carlota

le intriga mucho más, piensa que soy un extraterrestre.

¡Muchas personas pagarían por leer el Libro Rojo!

[…]

Pasan cuatro jóvenes aleteando sexo, brincan de

una mesa a otra hasta que miran donde estamos Garganta

Profunda y yo. Carlota las ve y, con una señal, las

cuatro jovencitas están alrededor nuestro bautizándome

con sus nombres de cariño. Me siento en un serrallo.

Garganta Profunda se levanta y me dice al oído:

—Dichosas estas jovencitas con una belleza, con

una divinura como vos, mi rico, mi macho divino– y, al

último momento, me introduce su lengua en la oreja

para muy luego sentir su aliento tibio y mezclado con

más palabras; con un diminuto beso en la boca, dice–:

Te amo… mi Adonis.

Y Garganta Profunda es una puta más en medio

de la penumbra.

Esa noche estuve con las cuatro jóvenes. Imagino

que con la escasez de clientes cualquier compañía es

buena y más si se departe con alguien joven y de mi

JORGE MÉNDEZ-LIMBRICK

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posición social quien no duda en comprar bebidas sin

escatimar precios.

La polémica entre las jovencitas se da. Cada una

desea granjearse mis atenciones y favores. Es un ir y

venir de palabras y palabritas de doble sentido entre

las mujeres. Yo escucho… Se inicia una guerra de guerrillas

por avanzar al interés que yo pueda tener por

una de ellas.

La de mayores intentos en conseguir mi atención

es una jovencita de nombre Sady, “la Muñequita Barbie”.

Así se le apoda por su belleza en Penelopea. Su

cuerpo es delgado sin ser flacucha.

Medidas: no más de 1.60 cm. Ustedes dirán: “es

baja”. Yo digo: “¡perfecta!”… No me agradan las mujeres

demasiado grandes… Me parecen masculinas…andróginas.

El garbo y la sensualidad está en las proporciones

correctas y Sady posee las proporciones exactas entre

altura, peso y formas. ¿Su piel? En un claroscuro, yo

le puedo percibir un color de piel trigueño, posee un

tenue dorado, tostado, del pan recién hecho para comerlo.

¿Dorado? Sí, ustedes me entienden, ¿verdad?

Usa frenillos para que sus dientes busquen la simetría

que de por sí ya poseen. ¿Su pelo? Ahhh, su pelo

es lacio. Es una cascada de color champagne, fino, terso,

sedoso, con una ondulación mínima provocada por su

peinado. Es una cabellera un poco menos de la media

espalda de largo. ¿Su risa? Es una risa de sensualidad,

no es una risa vulgar. Por el contrario, cuando ríe lo

hace con la provocación de una niña pulcra y con recato,

donde se le adivinan dos camanances. ¡Ahhh!, se me

olvidaba comentar: al caminar lo hace con sensualidad;

no camina, sino que levita.

[…]

EL HACEDOR DE SOMBRAS. BOLA NEGRA

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Nos quedamos en un rincón de Penelopea, Sady

y yo. Pasamos de una conversación a otra. Ella supone

que no voy más allá en la tertulia por razones de no

estar seguro con una cita. ¿Será? Equivocado el razonamiento

de Sady, no me decido por varias razones. La

primera: no convengo en proponerle sexo esa noche.

Me limito al diálogo, no hay escarceos por parte mía.

Me acerco a su cara y le digo una seguidilla de mentiras.

La primera y gran mentira: Garganta Profunda y

yo tuvimos un romance, hoy somos “buenos amigos”.

—Carlota y yo nos conocemos hace mucho tiempo

atrás –argumento.

¿Razones para no solicitar sus servicios hoy?

Deseo a una Sady cómplice para una cita dentro de

24 horas. Me juré lo siguiente: las últimas frases son

convincentes, máxime cuando a estas mujercitas les

hablás al oído y les pasás las manos por las piernas.

Hurgo entre sus muslos internos. Sady anda con una

falda de mezclilla corta y siento lo caliente de su caverna,

de su piel húmeda a mi contacto, siento el vaho,

el silabario roto que expele esa gruta.

Justifico:

—¿Me entendés, Sady, mi belleza, lo que trato de

explicar? –y hago una pausa, buscando más palabras

de mentira, de convencimiento, de seducción imposible

para una puta como Sady. Sigo la pantomima–: Es

simple, imagino Carlota todavía me ama y sentiría celos

si sabe de nuestra cita –le digo a Sady la frase; le gusta

por el contenido de rivalidad existente entre todas las

mujeres; es una cuestión de vanidad, de halagos; al

final, somos humanos.

—¿Y? ¿Qué hacemos? –me lo dice acercando su

rostro a mi oído en un flash…

JORGE MÉNDEZ-LIMBRICK

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—¿Qué deseo? Es algo sencillo –le repito. Ahí está

la trampa. Y Sady, la Barbie consentida no entiende de

qué se trata “el juego oscuro”, así llamados por la abogada

Beatriz Muriel Nigroponte los juegos de seducción

y muerte. Y Sady se siente única con una mentira más–.

Vos, Sady, me gustás; si Garganta Profunda se da cuenta

de mi interés por vos, se pondrá fúrica, aunque no lo

creás –le digo la mentira hasta tocar su piel con mis labios.

Al toque de mi aliento siento el brinco leve, el

movimiento del músculo tenso a un acto inesperado

para alejarse de mi rostro y volverme a mirar a los ojos

y preguntar si es así y no le miento. Entonces, me digo:

“la trampa está puesta, el señuelo: su ego, su orgullo y

vanidad me han dado resultado, ha caído…”.

[Faltan varias páginas].

No me despedía de Carlota. La Madama se iba al

fondo del negocio y no regresaba. Le dije a Sady que

nos viéramos al día siguiente, a las 19 horas, cerca de

los andenes de ferrocarriles. Ella no convencida me

contestó que no le gustaba la idea. Quedamos de encontrarnos

en la Torre Báquica, en el Valle de las Muñecas,

antes del toque de queda y así cenaríamos y antes de

las 21:30 horas estaríamos en un lugar secreto, mío,

muy personal…

—Tu penthouse de soltero… –comenta Sady y me confiesa–.

Yo también le he pagado favores a un general centroamericano

en un penthouse hermoso, mirando al mar.

Sady se mantiene muda, estática. Continúa con

la idea anterior:

—¿Sabés que los gringos lo mataron en un accidente

simulado? Sabía demasiado de la política exterior

gringa hacia Latinoamérica.

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—Imagino de cuál general centroamericano me

hablás –le comento y cambio de conversación.

Lo contado no me importa, me importa el ahora,

saber que estoy con Sady… Me importa el instante creado,

el instante de la perversión y de mi enfermedad…

¿Tiene relevancia lo contado del “gorila militar” y que

la tuvo por varias noches en su penthouse como una

muñequita inflable para hacerle el sexo cuantas veces

quisiera? ¿Es un juguete caro para desechar?… ¡Qué

obsceno y vulgar es el mundo!, me digo.

Pero si el gorila militar hizo lo contado… ¿Yo en

qué posición me sitúo?

¡Lo mío va más allá de lo físico, de lo sexual! Se

encuentra en el término medio de lo sexual, lo erótico,

la perversión, la locura. Es una sensación primitiva, elemental,

también es la sensación más sublime de todas

las sensaciones capturada con mi esencia de humano…

un cuerpo te pertenece por siempre. El acto y la mujer

se convierten en un tótem, de actos impuros y de

belleza disipada al instante, porque entre el orgasmo,

lo sensual, lo erótico, lo sexual y la muerte prevalece

solo un tris, un viaje diminuto y sin retorno…

Cuando Sady llegó a nuestra cita, la oscuridad de

San José se hacía más intensa. Los científicos dijeron:

“la oscuridad será mayor con la sumatoria de los días”.

En este segundo día, la cresta de la oscuridad se iniciaba.

No me importó. Al contrario (y lo dije en páginas

precedentes) la oscuridad y el caos promovido por las

bandas de párvulos delincuentes me tiene sin cuidado.

Otro asunto. Apareció Sady y el frío aumentaba.

Al pasar el tiempo se hace más densa la oscuridad, el

frío es mucho mayor. Las proporciones son las mismas:

a más oscuridad, más frío.

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Cubierta con una bufanda, guantes de lana y un

gabán, Sady llegó a la cita con una palidez inusual: llegó

con el viento frío de la muerte.

Le pregunté si le había comentado sobre nuestra

cita a Garganta Profunda.

—¿Decirle? ¡Jamás, amor! Le juré que me quedaría

en el apartamento estudiando para un examen de bachillerato

–y mientras lee el menú me confiesa–: Ahhh,

vieras qué risa, es cierto lo que me dijiste. Apenas te

fuiste, pues Carlota me buscó y preguntó por qué yo

no me iba con vos. Yo le digo que vos no quisiste y

agregaste: “Mirá, Sady, creo que no sos mi chica ideal”.

Carlota preguntó: “¿Qué sucedió?”. Y yo le respondí:

“No, no se fue con nadie”.

[…]

En medio del sonambulismo y del frío, Sady y yo

caminamos por entre algunas zonas verdes del Valle

de las Muñecas.

Ella y yo enfundados en nuestros abrigos; la tomo

de la mano. ¿Es especial la pareja? Me pregunto. Me

respondo: ¡no! Es una pareja más de jóvenes tomados

de las manos. Ella de menor estatura que yo, nada más.

Botas de cuero café y gabán. ¿El color del gabán?

No desentona: café claro; combina de maravilla con el

matiz de su pelo color champagne-caramelo.

Sostenerla por la cintura es un prodigio. Siento

el ritmo de su caminado y me digo: “¡Ahhh, Sady, la

tensión del Universo en una gota de sangre! ¡Ahhh,

Sady! La belleza en el instante de las cosas finitas”. Su

cintura es una cintura esotérica y llena de misterios,

de pasadizos.

EL HACEDOR DE SOMBRAS. BOLA NEGRA

519

Caminamos por la noche, pasamos junto a los numerosos

anuncios de neón, por los diferentes senderillos

comunicando bares, discotecas y las diferentes torres.

¡Imagino su ropa de lencería… su monte de Venus!

[…]

Soy un vampiro atrapando los sentidos de mi amiga.

Así recorro la ciudad en mi blazer negro. La soledad

de los parques y sus luces mortecinas disparan mi eros,

se tensa el músculo.

—¿J. C., no te parece encantador ver la ciudad sin

gente? –me pregunta Sady, la colegiala …

—Sí, a mí también me agrada mirar los parques

sin gente, con las luces de color ámbar proyectadas

por las farolas –respondo y hurgo con la mano entre

los muslos internos y tibios de mi joven amiga. Ella

se deja, entreabre las piernas, mi mano recorre sin dificultad

la caverna, la gruta. Pero cierra los muslos y

aparta mi cuerpo de ella. Yo no insisto: habrá tiempo

para “eso” y mucho más. Avanzamos en el blazer por

calles paralelas, lugares no visitados. Sady me hace

una pregunta.

—Te deseo, J. C., pero, por favor, decime la verdad,

¿sí? ¿Me das tu palabra? –y pregunta sin sonreír, con

una cara neutra desprovista de humanidad, mirando

hacia delante de la carretera en una sucesión de imágenes

ambiguas y sombrías.

—¿Qué será? –le respondo.

—¡No me mintás, por fa! –insiste Sady. Siento un

cosquilleo, imagino que estoy al borde del abismo, que

Sady me puede empujar con un soplo adonde son los

imposibles: ¡la Nada! Pregunta:

JORGE MÉNDEZ-LIMBRICK

520

—¿Sos un hombre casado? Te ves joven, guapo,

educado, con dinero… Yo me pregunto si estás casado

o tu mujer no te da algunos placeres; entonces, los

buscás afuera.

Me digo qué responder.

—¿Y cuál es la diferencia? ¿No estamos juntos?

¿Qué importa lo demás? ¿No te parece? –y expreso lo

anterior alargando el tiempo para poder valorar mejor

cuál será mi respuesta definitiva de si soy casado

o no lo soy.

Es ridícula la escena, me digo, ¿acaso ella no es

una puta? ¿Está dentro del juego oscuro esta situación?

—No, no soy casado –respondo.

—¿No? –pregunta Sady y me vuelve a mirar con

el rostro de la contrariedad.

—¿Es acaso una mala respuesta?

Sí, eso ha sido de mi parte: una pésima respuesta.

Me confundo con el semblante de Sady.

—Ahhh, ¡qué lastima! Se ha perdido parte de la

emoción y de lo morboso –confiesa Sady.

—¿Y por qué? –pregunto.

—¡No te imaginás cómo me seducen los hombres

casados!… ¿Cómo decirlo, cómo definir la sensación?

Es una sensación entre morbosa y de perversión, lo

sé, lo sé, es la sensación “de lo imposible”. Es codiciar

y no tener. Me agrada la no-pertenencia. Me excitan

los imposibles, los espejismos, lo doloroso, lo torcido,

no lo sé.

—Y ¿qué vamos a hacer? ¿Decepciono tanto?

—¡Ayyyy, no! … No, J. C., por favor, no es para

cortarse las venas… –contesta y hace un ademán como

cortándose las venas–. Es un asunto de gustos.

—Ahhh, ¿te gusta lo torcido, lo anormal?

EL HACEDOR DE SOMBRAS. BOLA NEGRA

521

—Uhmmm, sí –y cuando ríe se le forman los camanances

haciendo más impúdica, más de gruta enferma

su persona… ¡Me enloquece lo escuchado…! Los frenos

inhibitorios son rotos, se desemboca y comienza a aletear

el vampiro que llevo dentro. Es una llaga pútrida,

es la pústula reventando con su inmundicia. ¡Los cupidos

han muerto! Lo dicho por Sady es agarrar a Cupido

y abofetearle la cara hasta hacerlo sangrar.

—Ehhh, ajá, y ¿qué más te seduce? –pregunto.

Siento una leve erección, es el aguijón del escorpión

próximo a inocular su veneno.

—¿Qué más me gusta? No sé, lo raro, lo poco común…

¿Sabés…? Y… ¿para dónde vamos? –pregunta

Sady, al observar las interminables callecillas de los barrios

del sur, de la Zona Fantasma por donde recorro…

y agrega–: Sos extraño, bello, ¿sabés? Sos un hombre

pulcro, misterioso, extravagante. Sí, esa es la palabra:

“extraño”; si fueras casado, sería más interesante…

—Ahhhh, ehhh, pero… no lo soy… y compenso esa

deficiencia con otras virtudes. ¿Te parece? –le reprocho

a Sady. Y lo digo y me siento un duende malévolo, un

duende a medio construir…

—Supongo que tenés novia –me dice Sady. Modula

la voz, haciendo que la pregunta no tenga una connotación

de celo, de mujercita aburrida y caprichosa… Por el

contrario, es una entonación de palabra fácil y con doble

sentido. El doble sentido que la mujer perspicaz le da al

vocabulario con una afinidad sexual a lo comentado.

Y vuelvo a pensar en mi diálogo con Sady. ¿No

tengo problemas para encontrar sexo, una mujer, una

pareja? Depende… me digo. Depende de quién se presente:

J. C., el joven, o don Julián, el viejo. ¿Arrastro

mis sombras, lo vital? ¿Qué haría si ella mirara mi lado

oculto, la exploración de unos sentidos no percibidos

JORGE MÉNDEZ-LIMBRICK

522

por nadie? ¿Se acercaría al viejo J. C. si supiera es un

hombre rico? Soy un hombre insano hace muchos años

atrás. Soy una rosa enferma y en el centro un gusano

me corroe.

—No lo sé… no lo sé… si existe una novia –digo.

—¿No sabés si tenés novia, una amante? –pregunta

Sady.

—No, no sé cómo contestar a la pregunta –respondo.

[…]

No ha sido necesaria la droga hipnótica para una

Sady a tono conmigo y con mi conversación. Sady afirma:

—J. C., ¡qué locura! El ambiente de los claroscuros

del último piso de la Torre de los Cuervos. Estoy enamorada

del lugar. Sos un mago, J. C. Más allá del Horizonte

de Sucesos nadie, que sepa yo, viene. Es una zona prohibida.

Y este edificio de negro y esos cuervos encima

de la cúpula de cristal y ese paisaje con ese sol que veo,

que está ahí, vigilante, estático, en ese firmamento de

colores ámbares. ¡Sos un loco, sos un mago! Sí, eso es. Sos

un mago por encontrar este lugar –dice Sady alargando

y entrecortando otras frases. Entonces, cuando la beso

en la boca y mientras ella está frente al gran ventanal

mirando el sol in perpetuum hundo una fina daga en su

seno izquierdo. El aliento se le escapa en un orgasmo de

muerte y yo lo recojo bocanada a bocanada en mi boca.

[…]

¿Qué hacer con un cadáver bello? No, están equivocados

si suponen en la profanación. ¿Lo primero?

Lo limpié con la meticulosidad de un joyero ante el

diamante que pule.

EL HACEDOR DE SOMBRAS. BOLA NEGRA

523

Frente al gran ventanal en un ritual único coloco

el cuerpo de Sady. Lo he puesto en una enorme tabla

de caoba.

Es Sady, es la perfección de un cuerpo desnudo en

sus proporciones humanas. Abundan cuerpos de amazonas,

exuberantes, grandes, altivos, de piernas de roble

y cinturas diminutas, con caderas generosas. Sady no

es así; más bien, su cuerpo es de muñequita de escaparate,

frágil, de proporciones delicadas, de curvas que se

esfuman entre la sensualidad y la inocencia sin ser un

cuerpo sexual, erótico. Ahí es donde reside su encanto.

Después de limpiarla, me quedo mirando su cuerpo

en un simulacro de capilla ardiente, en una representación

única: al fondo, el sol in perpetuum.

Entran unos rayos por el ventanal hasta tocar el

cuerpo de Sady y más allá del cuerpo: yo, en un sillón

contemplando el espectáculo, único, irrepetible.

Bertolino, ¿dónde estás, viejo amigo? ¡Me hacés

falta! Desearía contarte de este gusano que me corroe

por dentro todas las noches.

[…]

Lo confieso. ¿Dejar el cuerpo de Sady en los patios

de Ferrocarriles al Pacífico? ¡Imposible! ¡No! Con

una dosis de codeína y morfina, una especie de cóctel,

me he extasiado contemplando el cuerpo de Sady por

segunda vez.

[Ilegibles los renglones siguientes].

He bajado a los pisos inferiores de la Torre; más

allá del primer nivel, existe una escalerilla y un enorme

salón.

JORGE MÉNDEZ-LIMBRICK

524

El Maestro Oficiante no me confesó su existencia,

¿por qué? He colocado el cuerpo donde nadie puede

verlo, donde nadie pueda tocarlo, mancillarlo. Allí estará

protegido de las miradas inoportunas, de los indiscretos,

de las personas deseosas por hacer un circo

con las muertes de las putas.

[… Fragmentos ilegibles].

La oscuridad continúa. En los noticieros ha salido

una escueta noticia sin la mayor importancia sobre

su desaparición. La noticia es revertida a un concepto

ambiguo. En este punto se coincide que la desaparición

fue hace días. Lo no comentado es que la jovencita

menor de edad, de escasos 17 años, se dedicaba a la

prostitución y que un general gorila la poseía cuantas

veces quisiera.

No me puedo imaginar esa mole, ese gorila encima

de Sady penetrando su carne, tocándola por dentro,

humillando así su belleza.

Con la muerte de Sady, no he vuelto a traer a nadie

más a la Torre de los Cuervos, rebajaría su muerte y

su recuerdo.

A las demás mujeres, las llevaré a la Torre Cobriza,

sus dimensiones son con puertas y laberintos

falsos.

domingo, 21 de agosto de 2022

EL INDULTO Emilia Pardo Bazán

 


EL INDULTO

Emilia Pardo Bazán

De cuantas mujeres enjabonaban ropa en el lavadero público de Marineda, ateridas por el frío cruel de una mañana de marzo, Antonia, la asistenta, era la más encorvada, la más abatida, la que torcía con menos brío, la que refregaba con mayor desaliento. A veces, interrumpiendo su labor, pasábase el dorso de la mano por los enrojecidos párpados, y las gotas de agua y burbujas de jabón parecían lágrimas sobre su tez marchita.

Las compañeras de trabajo de Antonia la miraban compasivamente, y de tiempo en tiempo, entre la algarabía de las conversaciones y disputas, se cruzaba un breve diálogo, a media voz, entretejido con exclamaciones de asombro, indignación y lástima. Todo el lavadero sabía al dedillo los males de la asistenta, y hallaba en ellos asunto para interminables comentarios. Nadie ignoraba que la infeliz, casada con un mozo carnicero, residía, años antes, en compañía de su madre y de su marido, en un barrio extramuros, y que la familia vivía con desahogo, gracias al asiduo trabajo de Antonia y a los cuartejos ahorrados por la vieja en su antiguo oficio de revendedora, baratillera y prestamista. Nadie había olvidado tampoco la lúgubre tarde en que la vieja fue asesinada, encontrándose hecha astillas la tapa del arcón donde guardaba sus caudales y ciertos pendientes y brincos de oro. Nadie, tampoco, el horror que infundió en el público la nueva de que el ladrón y asesino no era sino el marido de Antonia, según esta misma declaraba, añadiendo que desde tiempo atrás roía al criminal la codicia del dinero de su suegra, con el cual deseaba establecer una tablajería suya propia. Sin embargo, el acusado hizo por probar la coartada, valiéndose del testimonio de dos o tres amigo tes de taberna, y de tal modo envolvió el asunto, que, en vez de ir al palo, salió con veinte años de cadena. No fue tan indulgente la opinión como la ley: además de la declaración de la esposa, había un indicio vehementísimo: la cuchillada que mató a la vieja, cuchillada certera y limpia, asestada de arriba abajo, como las que los matachines dan a los cerdos, con un cuchillo ancho y afiladísimo, de cortar carne. Para el pueblo no cabía duda en que el culpable debió subir al cadalso. Y el destino de Antonia comenzó a infundir sagrado terror cuando fue esparciéndose el rumor de que su marido se la había jurado para el día en que saliese del presidio, por acusarle. La desdichada quedaba encinta, y el asesino la dejó avisada de que, a su vuelta, se contase entre los difuntos.

Cuando nació el hijo de Antonia, esta no pudo criarlo, tal era su debilidad y demacración y la frecuencia de las congojas que desde el crimen la aquejaban. Y como no le permitía el estado de su bolsillo pagar ama, las mujeres del barrio que tenían niños de pecho dieron de mamar por turno a la criatura, que creció enclenque, resintiéndose de todas las angustias de su madre. Un tanto repuesta ya, Antonia se aplicó con ardor al

trabajo, y aunque siempre tenían sus mejillas esa azulada palidez que se observa en los enfermos del corazón, recobró su silenciosa actividad, su aire apacible.

«¡Veinte años de cadena! En veinte años —pensaba ella para sus adentros—, él se puede morir o me puedo morir yo, y de aquí allá, falta mucho todavía».

La hipótesis de la muerte natural no la asustaba; pero la espantaba imaginar solamente que volvía su marido. En vano las cariñosas vecinas la consolaban, indicándole la esperanza remota de que el inicuo parricida se arrepintiese, se enmendase, o, como decían ellas, se volviese de mejor idea. Meneaba Antonia la cabeza entonces, murmurando sombríamente:

—¿Eso él? ¿De mejor idea? Como no baje Dios del cielo en persona y le saque aquel corazón perro y le ponga otro…

Y, al hablar del criminal, un escalofrío corría por el cuerpo de Antonia.

En fin: veinte años tienen muchos días, y el tiempo aplaca la pena más cruel. Algunas veces, figurábasele a Antonia que todo lo ocurrido era un sueño, o que la ancha boca del presidio, que se había tragado al culpable, no le devolvería jamás; o que aquella ley que al cabo supo castigar el primer crimen sabría prevenir el segundo. ¡La ley! Esa entidad moral, de la cual se formaba Antonia un concepto misterioso y confuso, era sin duda fuerza terrible, pero protectora; mano de hierro que la sostendría al borde del abismo. Así es que a sus ilimitados temores se unía una confianza indefinible, fundada sobre todo en el tiempo transcurrido y en el que aún faltaba para cumplirse la condena.

¡Singular enlace el de los acontecimientos!

No creería de seguro el rey, cuando vestido de capitán general y con el pecho cargado de condecoraciones daba la mano ante el ara a una princesa, que aquel acto solemne costaba amarguras sin cuento a una pobre asistenta, en lejana capital, de provincia. Así que Antonia supo que había recaído indulto en su esposo, no pronunció palabra, y la vieron las vecinas sentadas en el umbral de la puerta, con las manos cruzadas, la cabeza caída sobre el pecho, mientras el niño, alzando su cara triste de criatura enfermiza, gimoteaba:

—Mi madre… ¡Caliénteme la sopa por Dios, que tengo hambre!

El coro benévolo y cacareador de las vecinas rodeó a Antonia. Algunas se dedicaron a arreglar la comida del niño; otras animaban a la madre del mejor modo que sabían.

¡Era bien tonta en afligirse así! ¡Ave María Purísima! ¡No parece sino que aquel hombre no tenía más que llegar a matarla! Había Gobierno, gracias a Dios, y Audiencia, y serenos se podía acudir a los celadores, al alcalde…

—¡Qué alcalde! —decía ella con hosca mirada y apagado acento.

—O al gobernador, o al regente, o al jefe de municipales. Había que ir a un abogado, saber lo que dispone la ley…

Una buena moza, casada con un guardia civil, ofreció enviar a su marido para que le «metiese un miedo» al picarón; otra, resuelta y morena, se brindó a quedarse todas las noches a dormir en casa de la asistenta. En suma: tales y tantas fueron las muestras de interés de la vecindad, que Antonia se resolvió a intentar algo, y sin levantar la sesión, acordóse consultar a un jurisperito, a ver qué recetaba.

Cuando Antonia volvió de la consulta, más pálida que de costumbre, de cada tenducho y de cada cuarto bajo salían mujeres en pelo a preguntarle noticias, y se oían exclamaciones de horror. ¡La ley, en vez de protegerla, obligaba a la víctima a vivir bajo el mismo techo, maritalmente con el asesino!

—¡Qué leyes, divino Señor de los cielos! ¡Así los bribones que las hacen las aguantaran! —clamaba indignado el coro— ¿Y no habrá algún remedio, mujer, no habrá algún remedio?

—Dice que nos podemos separar… después de una cosa que le llaman divorcio.

—¿Y qué es divorcio, mujer?

—Un pleito muy largo.

Todas dejaron caer los brazos con desaliento: los pleitos no se acaban nunca, y peor aún si se acaban, porque los pierde siempre el inocente y el pobre.

—Y para eso —añadió la asistenta— tenía yo que probar antes que mi marido me daba maltrato.

—¡Aquí de Dios! ¿Pues aquel tigre no le había matado a la madre? ¿Eso no era mal trato? ¿Eh? ¿Y no sabían hasta los gatos que la tenía amenazada con matarla también?

—Pero como nadie lo oyó… Dice el abogado que se quieren pruebas claras…

Se armó una especie de motín. Había mujeres determinadas a hacer, decían ellas, una exposición al mismísimo rey, pidiendo contraindulto. Y, por turno, dormían en casa de la asistenta, para que la pobre mujer pudiese conciliar el sueño. Afortunadamente, el tercer día llegó la noticia que el indulto era temporal, y al presidiario le quedaban algunos años de arrastrar el grillete. La noche que lo supo Antonia fue la primera en que no se enderezó en la cama, con los ojos desmesuradamente abiertos, pidiendo socorro.

Después de este susto, pasó más de un año y la tranquilidad renació para la asistenta, consagrada a sus humildes quehaceres. Un día, el criado de la casa donde estaba asistiendo creyó hacer un favor a aquella mujer pálida, que tenía su marido en presidio, participándole cómo la reina iba a parir, y habría indulto, de fijo.

Fregaba la asistenta los pisos, y al oír tales anuncios soltó el estropajo, y tirando las sayas que traía arrolladas a la cintura, salió con paso de autómata, muda y fría como una estatua. A los recados que le enviaban de las casas respondía que estaba enferma, aunque en realidad sólo experimentaba un anonadamiento general, un no levantársele los brazos a labor alguna. El día del regio parto contó los cañonazos de la salva, cuyo estampido le resonaba dentro del cerebro, y como hubo quien le advirtió que el vástago real era hembra, comenzó a esperar que un varón habría ocasionado más indultos. Además, ¿por qué había de beneficiar el indulto a su marido? Ya le habían indultado una vez, y su crimen era horrendo: ¡matar a la indefensa vieja que no le hacía daño alguno, todo por unas cuantas tristes monedas de oro!

La terrible escena volvía a presentarse ante sus ojos; ¿merecía indulto la fiera que asestó aquella tremenda cuchillada? Antonia recordaba que la herida tenía los labios blancos, y parecía ver la sangre cuajada al pie del catre.

Se encerró en su casa, y pasaba las horas sentada en una silleta junto al fogón. ¡Bah! Si había de matarla, mejor era dejarse morir.

Sólo la voz plañidera del niño la sacaba de su ensimismamiento.

—Mi madre, tengo hambre. Mi madre, ¿qué hay en la puerta? ¿Quién viene?

Por último, una hermosa mañana de sol se encogió de hombros, y tomando un lío de ropa sucia, echó a andar camino del lavadero. A las preguntas afectuosas respondía con lentos monosílabos, y sus ojos se posaban con vago extravío en la espuma del jabón que le saltaba al rostro.

¿Quién trajo al lavadero la inesperada nueva, cuando ya Antonia recogía su ropa lavada y torcida e iba a retirarse? ¿Inventóla alguien con fin caritativo, o fue uno de esos rumores misteriosos, de ignoto origen, que en vísperas de acontecimientos grandes para los pueblos, o los individuos, palpitan y susurran en el aire? Lo cierto es que la pobre Antonia, al oírlo, se llevó instintivamente la mano al corazón, y se dejó caer hacia atrás sobre las húmedas piedras del lavadero.

—Pero ¿de verás murió? —preguntaban las madrugadoras a las recién llegadas.

—Sí, mujer…

—Yo lo oí en el mercado…

—Yo, en la tienda…

—¿A ti quién te lo dijo?

—A mí, mi marido.

—¿Y a tu marido?

—El asistente del capitán.

—¿Y al asistente?

—Su amo…

Aquí ya la autoridad pareció suficiente y nadie quiso averiguar más, sino dar por firme y valedera la noticia. ¡Muerto el criminal, en víspera de indulto, antes de cumplir el plazo de su castigo! Antonia la asistenta alzó la cabeza, y por primera vez se tiñeron sus mejillas de un sano color y se abrió la fuente de sus lágrimas. Lloraba de gozo, y nadie de los que la miraban se escandalizó. Ella era la indultada; su alegría, justa. Las lágrimas se agolpaban en sus lagrimales, dilatándole el corazón, porque desde el crimen se había quedado cortada, es decir, sin llanto. Ahora respiraba anchamente, libre de su pesadilla. Andaba tanto la mano de la Providencia en lo ocurrido, que a la asistenta no le cruzó por la imaginación que podía ser falsa la nueva.

Aquella noche, Antonia se retiró a su cama más tarde que de costumbre, porque fue a buscar a su hijo a la escuela de Párvulos, y le compró rosquillas de «jinete», con otras golosinas que el chico deseaba hacía tiempo, y ambos recorrieron las calles, parándose

ante los escaparates, sin ganas de comer, sin pensar más que en beber el aire, en sentir la vida y en volver a tomar posesión de ella.

Tal era el enajenamiento de Antonia, que ni reparó en que la puerta de su cuarto bajo no estaba sino entornada. Sin soltar de la mano al niño entró en la reducida estancia que le servía de sala, cocina y comedor, y retrocedió atónita viendo encendido el candil. Un bulto negro se levantó de la mesa, y el grito que subía a los labios de la asistenta se ahogó en la garganta.

Era él. Antonia, inmóvil, clavada al suelo, no le veía ya, aunque la siniestra imagen se reflejaba en sus dilatadas pupilas. Su cuerpo yerto sufría una parálisis momentánea; sus manos frías soltaron al niño, que, aterrado, se le cogió a las faldas. El marido habló:

—¡Mal contabas conmigo ahora! —murmuró con acento ronco, pero tranquilo.

Y al sonido de aquella voz donde Antonia creía oír vibrar aún las maldiciones y las amenazas de muerte, la pobre mujer, como desencantada, despertó, exhaló un ¡ay! agudísimo, y cogiendo a su hijo en brazos, echó a correr hacia la puerta. El hombre se interpuso.

—¡Eh…, chis! ¿Adónde vamos, patrona? —silabeó con su ironía de presidiario—. ¿A alborotar al barrio a estas horas? ¡Quieto aquí todo el mundo!

Las últimas palabras fueron dichas sin que las acompañase ningún ademán agresivo, pero con un tono que heló la sangre de Antonia. Sin embargo, su primer estupor se convertía en fiebre, la fiebre lúcida del instinto de conservación. Una idea rápida cruzó por su mente: ampararse en el niño. ¡Su padre no lo conocía; pero, al fin, era su padre! Lo levantó en alto y lo acercó a la luz.

—¿Ese es el chiquillo? —murmuró el presidiario, y descolgando el candil llegó al rostro del chico.

Este guiñaba los ojos, deslumbrado, y ponía las manos delante de la cara, como para defenderse de aquel padre desconocido, cuyo nombre oía pronunciar con terror y reprobación universal. Apretábase a su madre, y esta, nerviosamente, le apretaba también, con el rostro más blanco que la cera.

—¡Qué chiquillo tan feo! —gruñó el padre colgando de nuevo el candil—. Parece que lo chuparon las brujas.

Antonia sin soltar al niño, se arrimó a la pared, pues desfallecía. La habitación le daba vueltas alrededor, y veía lucecitas azules en el aire.

—A ver, ¿no hay nada de comer aquí? —pronunció el marido.

Antonia sentó al niño en un rincón, en el suelo, y mientras la criatura lloraba de miedo, conteniendo los sollozos, la madre comenzó a dar vueltas por el cuarto, y cubrió la mesa con manos temblorosas. Sacó pan, una botella de vino, retiró del hogar una cazuela de bacalao, y se esmeraba sirviendo diligentemente, para aplacar al enemigo con su celo. Sentóse el presidiario y empezó a comer con voracidad, menudeando los tragos de vino. Ella permanecía en pie, mirando, fascinada, aquel rostro curtido, afeitado y seco que relucía con ese barniz especial del presidio. Él llenó el vaso una vez más y la convidó.

—No tengo voluntad… —balbució Antonia, y el vino, al reflejo del candil, se le figuraba un coágulo de sangre.

Él lo despachó encogiéndose de hombros, y se puso en el plato más bacalao, que engulló ávidamente, ayudándose con los dedos y mascando grandes cortezas de pan. Su mujer le miraba hartarse, y una esperanza sutil se introducía en su espíritu. Así que comiese, se marcharía sin matarla. Ella, después, cerraría a cal y canto la puerta, y si quería matarla entonces, el vecindario estaba despierto y oiría sus gritos. ¡Sólo que, probablemente, le sería imposible a ella gritar! Y carraspeó para afianzar la voz. El marido, apenas se vio saciado de comida, sacó del cinto un cigarro, lo picó con la uña y encendió sosegadamente el pitillo en el candil.

—¡Chis!… ¿Adónde vamos? —gritó viendo que su mujer hacía un movimiento disimulado hacia la puerta—. Tengamos la fiesta en paz.

—A acostar al pequeño —contestó ella sin saber lo que decía. Y refugióse en la habitación contigua llevando a su hijo en brazos. De seguro que el asesino no entraría allí. ¿Cómo había de tener valor para tanto? Era la habitación en que había cometido el crimen, el cuarto de su madre. Pared por medio dormía antes el matrimonio; pero la miseria que siguió a la muerte de la vieja obligó a Antonia a vender la cama matrimonial y usar la de la difunta. Creyéndose a salvo, empezaba a desnudar al niño, que ahora se atrevía a sollozar más fuerte, apoyado en su seno; pero se abrió la puerca y entró el presidiario.

Antonia le vio echar una mirada oblicua entorno suyo, descalzarse con suma tranquilidad, quitarse la faja, y, por último, acostarse en el lecho de la víctima. La

asistenta creía soñar. Si su marido abriese una navaja, la asustaría menos quizá que mostrando tan horrible sosiego. Él se estiraba y revolvía en las sábanas, apurando la colilla y suspirando de gusto, como hombre cansado que encuentra una cama blanda y limpia

—¿Y tú? —exclamó dirigiéndose a Antonia—, ¿qué haces ahí quieta como un poste? ¿No te acuestas?

—Yo… no tengo sueño —tartamudeó ella, dando diente con diente.

—¿Qué falta hace tener sueño? ¡Si irás a pasar la noche de centinela!

—Ahí… ahí…, no… cabemos… Duerme tú… Yo aquí de cualquier modo…

Él soltó dos o tres palabras gordas.

—¿Me tienes miedo o asco, o qué rayo es esto? A ver cómo te acuestas, o si no…

Incorporóse el marido, y extendiendo las manos, mostró querer saltar de la cama al suelo. Mas ya Antonia, con la docilidad fatalista de la esclava, empezaba a desnudarse. Sus dedos apresurados rompían las cintas, arrancaban violentamente los corchetes, desgarraban las enaguas. En un rincón del cuarto se oían los ahogados sollozos del niño…

Y el niño fue quien, gritando desesperadamente llamó al amanecer a las vecinas que encontraron a Antonia en la cama, extendida, como muerta. El médico vino aprisa, y declaró que vivía, y la sangró, y no logró sacarle una gota de sangre. Falleció a las veinticuatro horas, de muerte natural, pues no tenía lesión alguna. El niño aseguraba que el hombre que había pasado allí la noche la llamó muchas veces al levantarse, y viendo que no respondía echó a correr como un loco.

viernes, 19 de agosto de 2022

EL GATO NEGRO Edgar Allan Poe.


 

EL GATO NEGRO

Edgar Allan Poe

No espero ni pido que se crea la muy extraña aunque familiar historia que voy a llevar al papel; y en verdad sería una locura confiar en que se me diese crédito, puesto que mis sentidos rechazan su propio testimonio. Sin embargo, no estoy loco, y seguramente no sueño, pero como mañana he de morir, hoy quiero descargar mi conciencia. Lo que me propongo es referir al mundo, clara y sucintamente, sin ningún comentario, una serie acontecimientos domésticos aparentemente simples pero que, por sus consecuencias, me han aterrado, martirizado y aniquilado. A pesar de ello no trataré de explicarlos; a mí me inspiraron solamente horror, por más que a algunas personas les parecerán más extravagantes que terribles. Tal vez más tarde alguna inteligencia reduzca mi fantasma a una vulgaridad; quizás algún espíritu más sereno, más lógico y mucho menos excitable que el mío, no verá, en los hechos que yo he contado con terror, sino una sucesión ordinaria de causas y efectos naturales.

Desde la infancia me hice notar por mi docilidad y humanitarios sentimientos; era tan exquisita la ternura de mi corazón, que acabé por ser juguete de mis compañeros. Mi afición y cariño a los animales no tenía límites, y mis padres me habían permitido conservar mis bichos preferidos, de modo que pasaba el tiempo con ellos, y nunca me sentía tan feliz como cuando les daba de comer y los acariciaba. Esta particularidad de mi carácter se desarrolló a medida que iba creciendo, y cuando llegué a ser hombre, fue la fuente principal de mi placer. A los que se han encariñado con un perro sagaz y fiel no necesito explicarles la naturaleza e intensidad de los goces que esto puede reportar. En el amor desinteresado de un animal, en el sacrificio de sí mismo, hay algo que va directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la amistad mezquina y la fidelidad frágil del hombre.

Me casé muy joven y tuve la dicha de hallar en mi esposa un carácter que simpatizaba con el mío; al observar mi afición a esos favoritos domésticos, no perdió oportunidad de proporcionarme individuos dela especie que más me agradaban; y así tuvimos aves, un pez dorado, un magnífico perro, conejos, un monito y un gato.

Era este un animal muy fuerte y muy bello, completamente negro y de una sagacidad maravillosa. Hablando de su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era algo supersticiosa, aludía frecuentemente a la antigua creencia popular que consideraba a todos los gatos negros como brujas disfrazadas. No quiero decir que hablara siempre en serio sobre el particular y si lo menciono es por la sencilla razón de que lo recuerdo ahora.

«Plutón» —así se llamaba el gato— era mi mejor amigo. Sólo yo le daba de comer y él me seguía en casa por donde quiera que fuese. Incluso me costaba trabajo impedirle que me siguiera por la calle.

Nuestra amistad subsistió así algunos años, durante los cuales mi carácter y mi temperamento —me avergüenzo de confesarlo—, por causa del demonio de la intemperancia, sufrió una alteración radicalmente funesta. Me hice de día en día más irritable, más taciturno, más indiferente a los sentimientos ajenos.

Llegué a emplear un lenguaje brutal con mi mujer y con el tiempo hasta la injurié con violencias personales. Naturalmente mis favoritos debieron notar el cambio de mi carácter. No solamente que los abandonaba sino que llegué a maltratarlos. El afecto que todavía guardaba por «Plutón» me impedía pegarle, aunque no tenía ningún escrúpulo en maltratar a los conejos, al mono, incluso al perro, cuando por casualidad o por afecto se cruzaban en mi camino. Pero mi mal iba progresando, porque ¿qué mal admite una comparación con el alcohol? Al fin, el mismo «Plutón» que envejecía, y naturalmente se hacía un poco huraño, comenzó a conocer los efectos de mi perverso carácter.

Una noche, en ocasión de regresar a mi casa completamente ebrio, de vuelta de uno de mis frecuentes escondrijos del barrio, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo agarré, pero él, espantado de mi violencia, me mordió levemente en una mano. Repentinamente se apoderó de mí un furor demoníaco. En aquel instante dejé de conocerme. Pareció como si, de pronto, mi alma original hubiese abandonado mi cuerpo, y una rabia demoníaca, saturada de ginebra, hubiera penetrado en cada una de las fibras de mi ser. Saqué del bolsillo de mi chaleco un cortaplumas, lo abrí, agarré al pobre animal por la garganta y deliberadamente le vacié un ojo… Me avergüenzo, me consumo, me estremezco al escribir esta abominable atrocidad. Cuando por la mañana, hube recuperado la razón, cuando se hubieron disipado los vapores de la crápula nocturna, experimenté por el crimen que había cometido, una sensación que oscilaba entre el horror y el remordimiento, pero fue sólo un débil e inestable sentimiento y las heridas no alcanzaron al alma. Volví a sumirme en los excesos y bien pronto ahogué en vino todo el recuerdo de mi criminal acción.

Lentamente, el gato se curó. La órbita del ojo perdido presentaba es cierto un aspecto espantoso, pero en adelante no pareció sufrir. Según la costumbre, iba y venía por la casa; pero en cuanto veía que me aproximaba a él, huía aterrorizado. Me quedaba aún lo bastante de mi antigua manera de ser para que me afligiera aquella manifiesta antipatía en una criatura que tanto había amado anteriormente. Pero este sentimiento no tardó en ser desalojado por la irritación. Para precipitar mi caída final e irrevocable brotó en mí entonces el espíritu de la perversidad espiritual del que la filosofía no se

ocupa poco ni mucho. No obstante —y de ello estoy tan seguro como que existe mi alma— yo creo que la perversidad es uno de los primitivos impulsos del corazón humano, una de esas indivisibles primeras facultades o sentimientos elementales que dan la dirección al carácter del hombre… ¿Quién no se ha sorprendido numerosas veces cometiendo una acción necia o vil, por la única razón de saber que no debía cometerla? ¿No tenemos una constante inclinación, pese a lo excelente de nuestro juicio, a violar lo que es la ley, simplemente porque comprendemos lo que es la ley? Digo, repito, que este espíritu de perversidad hubo de producir mi ruina completa. El vivo e insondable deseo del alma de atormentarse a sí mismo, de violentar su propia naturaleza, de hacer el mal por amor al mal, me impulsaba a continuar y últimamente a llevar a efecto el suplicio a que había condenado al inofensivo animal. Una mañana, con completa sangre fría, le puse un nudo corredizo en torno al cuello y lo ahorqué de la rama de un árbol. Lo ahorqué con los ojos llenos de lágrimas, con el corazón desbordante del más amargo remordimiento. Lo ahorqué porque sabía que él me había amado, y porque reconocía que él no me había dado motivo alguno para encolerizarme contra él. Lo ahorqué porque sabía que al hacerlo cometía un pecado, un pecado mortal que comprometía a mi alma inmortal, al punto de colocarla, si esto fuera posible, lejos incluso de la misericordia infinita del muy terrible y misericordioso Dios.

En la noche siguiente al día en que fue ejecutada esta cruel acción, me despertó del sueño el grito de «fuego». Ardían las cortinas de mi lecho y toda la casa se quemaba. Con gran dificultad pudimos escapar del desastre mi mujer, un criado y yo. La destrucción fue completa, se aniquiló toda mi fortuna y entonces me entregué a la desesperación.

No intento establecer causa alguna con respecto a la atrocidad y el desastre, estoy muy por encima de tal debilidad. Pero me limito a dar cuenta de una cadena de hechos y no quiero omitir el menor eslabón. Visité las ruinas el día siguiente del incendio. Excepto una, todas las paredes se habían derrumbado y esta excepción fue un tabique interior poco sólido, situado casi en la mitad de la casa y contra el cual se apoyaba la cabecera de mi cama. Dicha pared había escapado en gran parte a la acción del fuego, cosa que atribuí a que había sido recientemente renovada. En torno a aquella pared se congregaba una multitud de gente, y numerosas personas examinaban el muro con atención viva y minuciosa. Excitaron mi curiosidad las palabras «extraño», «singular» y otras expresiones parecidas. Me acerqué y vi a modo de un bajorrelieve esculpido sobre la blanca superficie, la figura de un gigantesco gato. La imagen estaba copiada con exactitud realmente maravillosa.

Había una cuerda alrededor del cuello del animal.

Apenas hube visto esta aparición —porque yo no podía considerar aquello más que como una aparición— mi asombro y mi terror fueron extraordinarios. Pero al fin, la reflexión vino en mi ayuda. Recordaba que el gato había sido ahorcado en un jardín contiguo a la casa. A los gritos de alarma, el jardín fue invadido inmediatamente por la muchedumbre y el animal debió haber sido descolgado por alguien del árbol y arrojado a mi cuarto por una ventana abierta. Esto, seguramente había sido hecho con el fin de despertarme. El derrumbamiento de las tres paredes había comprimido a la víctima de mi crueldad en el yeso recientemente extendido. La cal del muro, en combinación con las llamas y el amoníaco del cadáver, produjo la imagen que yo acababa de ver. Satisfice así a mi razón, ya que no por completo a mi conciencia, que no dejó sin embargo de grabaren mi imaginación una huella profunda del sorprendente caso del que acabo de dar cuenta. Durante algunos meses no pude liberarme del fantasma del gato, y en todo este tiempo nació en mi alma una especie de remordimiento que se parecía, aunque no lo era, al remordimiento. Llegué incluso a lamentar la pérdida del animal, y al buscar en torno mío, en los miserables tugurios que a la sazón frecuentaba, otro favorito de la misma especie y de facciones parecidas que pudiese sustituirle.

Una noche en que yo estaba medio borracho en un bodegón infame, atrajo repentinamente mi atención una cosa negra que se hallaba en lo alto de unos inmensos barriles de ginebra o ron que componían el mobiliario principal de la sala. Hacía ya algunos momentos que miraba a lo alto del tonel y me sorprendió no haber notado más pronto el objeto colocado encima. Me acerqué a él y lo toqué. Era un gato negro, enorme, tan corpulento como Plutón, al que se parecía en todo menos en un detalle: Plutón no tenía un solo pelo blanco en todo el cuerpo, pero este tenía una señal ancha y blanca, aunque de forma indefinida, que le cubría casi toda la región del pecho.

Apenas puse en él mi mano, se levantó repentinamente, ronroneando con fuerza, se restregó contra mi mano y pareció contento de mi atención. Era pues el animal que buscaba. Me apresuré a proponer al dueño su adquisición pero este no tuvo interés alguno por el animal. Ni le conocía ni lo había visto nunca.

Continué acariciándolo y cuando me disponía a regresar a mi casa, el animal se mostró dispuesto a seguirme. Se lo permití y deteniéndome de vez en cuando lo acariciaba. Cuando estuvo en mi casa se encontró como en la suya y se hizo el favorito de mi mujer.

Por mi parte, bien pronto sentí nacer antipatía por él.

Era precisamente lo contrario de lo que había esperado. No se cómo ni porqué sucedió esto pero su evidente ternura me enojaba y casi me fatigaba. Paulatinamente

esos sentimientos de disgusto y fastidio se acrecentaron hasta convertirse en la amargura del odio. Yo evitaba su presencia. Una especie de vergüenza y el recuerdo de mi primera crueldad me impidieron que lo maltratara. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de tratarlo con violencia; pero gradual, insensiblemente, llegué a sentir por él un horror indecible y a eludir en silencio, como si huyera de la peste, su odiosa presencia.

Seguramente lo que aumentó mi odio contra el animal fue el descubrimiento que hice a la mañana siguiente de haberlo traído a casa: lo mismo que Plutón, él también había sido privado de uno de sus ojos. Esta circunstancia hizo que mi mujer le tomase más cariño, ya que, como he dicho ya, poseía en gran medida aquellos sentimientos tiernos que fueron en otro tiempo mi rasgo característico y el frecuente manantial de mis placeres más sencillos y puros.

No obstante, el cariño que mi gato me demostraba parecía crecer en razón directa de mi odio hacia él. Con una tenacidad imposible de transmitir al lector, seguía constantemente mis pasos. Cada vez que me sentaba, él se acurrucaba bajo mi silla o saltaba bajo mis rodillas, cubriéndome con sus repugnantes caricias. Si me levantaba para caminar, se metía entre mis piernas y casi me derribaba, o bien clavando sus largas y agudas garras en mi ropa, trepaba por ellas hasta mi pecho. En esos instantes, aun cuando hubiese querido matarle de un golpe, me lo impedía en parte el recuerdo de mi primer crimen; pero sobre todo, me apresuro a confesarlo, el verdadero terror del animal.

Este terror no era precisamente el que produce la perspectiva de un mal físico, y no obstante, me sería muy difícil definirlo de otro modo. Casi me avergüenza confesar, sí, aun en esta celda de criminales, casi me avergüenzo del miedo y el horror que inspiraba al animal y que se habían incrementado por una de las mayores fantasías que es posible imaginar. Mi mujer había llamado mi atención más de una vez con respecto al carácter de la mancha blanca de que he hablado y que constituía la única diferencia perceptible entre el extraño animal y aquel que yo había matado. Seguramente recordará el lector que esta marca, aunque grande, estaba primitivamente indefinida en su forma, pero lentamente, por grados imperceptibles que mi razón se esforzó por largo tiempo en considerar imaginarios, había llegado a adquirir una rigurosa precisión en sus contornos. Representaba ahora algo que no podía nombrar sin temblar, y era esto lo que me hacía mirar al monstruo con horror y repugnancia y lo que, si me hubiera atrevido a ello, me hubiese impulsado a librarme de él. Era, digo, la imagen de una cosa abominable y siniestra: la imagen ¡DE LA HORCA! ¡Oh, lúgubre y terrible máquina, máquina de espanto y de crimen, de agonía y de muerte!

Y héme aquí convertido en un miserable, más allá de la miseria posible de la Humanidad. Pensar que una bestia, una bestia bruta cuyo hermano fue aniquilado por mí con desprecio; una bestia bruta engendrada en mí, en mí, hombre formado a imagen del Altísimo, era capaz de producir tan insoportable angustia. ¡Ay! Ni de día ni de noche conocía yo la paz del descanso. Ni un solo instante durante el día me dejaba el animal. Y de noche, a cada momento, cuando salía de mis sueños llenos de indefinible angustia, era tan solo para sentir el aliento tibio de la cosa sobre mi rostro y su enorme peso, encarnación de una pesadilla que yo no podía separar de mí y que parecía eternamente alojada en mi corazón.

Bajo tales tormentos sucumbió lo poco que había de bueno en mí. Los más infames pensamientos se convirtieron en mis íntimos; los más sombríos, los más infames de todos los pensamientos. La tristeza de mi carácter habitual se acrecentó hasta hacerme aborrecer todas las cosas y la humanidad entera; y no obstante mi mujer, no se quejaba nunca. Ella era mi paño de lágrimas. La más paciente víctima de mis repentinas, frecuentes e indomables explosiones de una cólera a la cual me abandonaba ciegamente.

Ocurrió que un día, al acompañarme para realizar un quehacer doméstico hasta el sótano del viejo edificio donde nuestra pobreza nos obligaba a habitar, el gato me seguía por la pendiente de la escalera, y haciéndome tropezar de cabeza, me exasperó hasta la locura. Apoderándome de un hacha, y olvidando en mi furor ese espanto pueril que había detenido hasta entonces mi mano, dirigí un golpe al animal que habría sido mortal si lo hubiese alcanzado como quería. Pero la mano de mi mujer detuvo el golpe. Una rabia diabólica me produjo esa intervención. Liberé mi brazo del obstáculo que lo detenía y le hundí a ella el hacha en el cráneo.

Mi mujer cayó muerta instantáneamente sin exhalar siquiera un gemido. Consumado el horrible asesinato, inmediata y resueltamente procuré esconder el cuerpo. Me di cuenta de que no podía hacerlo desaparecer de la casa, ni de día ni de noche, sin que se enteraran los vecinos. Asaltaron mi mente varios proyectos. Pensé por un instante en fragmentar el cadáver y arrojar al fuego los pedazos. Resolví después cavar una fosa en el piso del sótano. Luego pensé arrojarlo al pozo del jardín. Cambié de idea y decidí embalarlo en un cajón, como una mercancía, y encargar un mandadero que se lo llevase de casa. Pero, por último, me decidí por un proyecto que consideré más realizable. Resolví emparedarlo en el sótano, como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.

En efecto, el sótano parecía estar construido a propósito para semejante proyecto. Los muros estaban terminados muy a la ligera y no hacía mucho tiempo que habían sido cubiertos en toda su extensión por una capa de yeso que no dejó endurecer la

humedad. Por otra parte, había una saliente en uno de los muros, producido por una chimenea o especie de hogar que quedó luego tapado y dispuesto en la misma forma que el resto del sótano. No dudé que me sería fácil quitar los ladrillos de aquel sitio, colocar el cadáver y emparedarlo del mismo modo, de forma que ninguna mirada pudiese descubrir nada sospechoso. No me engañó mi cálculo. Ayudado por una palanca separé sin dificultad los ladrillos, y habiendo luego aplicado el cuerpo contra la pared interior, lo sostuve en esa postura hasta que hube reconstruido, sin gran trabajo, toda la obra primitiva.

Habiéndome procurado argamasa, arena y cerda, preparé una capa que no pudiese distinguirse de la original y cubrí con ella el nuevo tabique. Cuando terminé, vi que todo había resultado perfecto.

La pared no presentaba la más leve señal de arreglo. Con el mayor cuidado barrí el suelo y recogí los escombros, miré triunfalmente en torno mío y me dije: «Por lo menos aquí mi trabajo no ha sido infructuoso».

Mi primera idea entonces, fue buscar al animal que había sido el causante de tan tremenda desgracia, pues, al fin, había decidido matarlo. Si en aquel momento hubiese podido encontrarlo, nada hubiese evitado su destino. Pero parecía que el astuto animal, ante la violencia de mi cólera, se habría alarmado y procuraba no presentarse ante mí, desafiando mi mal humor. Imposible describir o imaginar la intensa, la apacible sensación de alivio que dio a mi corazón la ausencia de tan detestable criatura. En toda la noche no apareció y esa fue la primera que gocé desde su entrada en la casa, durmiendo tranquila y profundamente. Sí; dormí con el peso de aquel tan horrible asesinato en mi alma.

Transcurrieron el segundo y el tercer día, sin que volviera mi verdugo. Como un hombre libre respiré una vez más. En su terror, el monstruo había abandonado para siempre aquellos lugares. Ya no volvería a verle nunca. Mi dicha era infinita. Me inquietaba un poco la criminalidad de aquella, mi tenebrosa acción. Se inició una especie de sumario que apresuró poco las averiguaciones. También se dispuso un reconocimiento, pero, naturalmente, nada podía descubrirse. Yo daba por asegurada mi felicidad futura.

Al cuarto día después de haberse cometido el asesinato, se presentó inopinadamente un grupo de policías en mi casa y procedió de nuevo a una rigurosa investigación del local. Sin embargo, confiado en lo impenetrable del escondite, no experimenté ninguna turbación. Los agentes quisieron que los acompañase en sus pesquisas. Fue explorado hasta el último rincón. Por tercera o cuarta vez bajaron al sótano. No me alteré en lo más

mínimo. Como el de un hombre que reposa en la inocencia, mi corazón latía pacíficamente. Recorrí el sótano de punta a punta, crucé los brazos sobre el pecho y me pasé indiferente de un lado a otro. La policía, plenamente satisfecha, se disponía a abandonar la casa. Era demasiado intenso el júbilo de mi corazón como para que pudiera reprimirlo. Sentía la viva necesidad de decir una palabra tan solo, en señal de triunfo y hacer doblemente evidente su convicción con respecto a mi inocencia.

—Señores —dije por último, cuando los agentes subían las escaleras— es para mí una gran satisfacción haber desvanecido sus sospechas. Deseo a todos ustedes muy buena salud y un poco de cortesía. Dicho sea de paso, señores, tienen ustedes aquí una casa muy bien construida. —Casi no me daba cuenta de mis palabras en mi ardiente deseo de decir algo tranquilamente—. Puedo asegurar que esta es una casa excelentemente construida. Estos muros… ¿Se van ustedes, señores? Estos muros están construidos sólidamente.

Y entonces, con una audacia frenética, golpée fuertemente con el bastón que tenía en la mano, precisamente sobre el tabique tras el cual estaba el cadáver de la esposa de mi corazón.

¡Ah! Que al menos Dios me proteja y me libre de las garras del demonio. No se había extinguido aún el eco de mis golpes, cuando una voz surgió del fondo de la tumba. Era primero una queja, velada y entrecortada como el sollozo de un niño. Después, enseguida, aumentó en intensidad hasta convertirse en un grito prolongado, sonoro y continuo, completamente anormal e inhumano. Un alarido, un aullido, mitad de horror, mitad de triunfo, como solamente puede brotar del infierno, como si surgiera al unísono de los condenados en sus torturas, y de los demonios que gozaban en la condenación.

Sería insensato relatarles mis pensamientos. Me sentí desfallecer y tambaleándome caí contra la pared opuesta.

Durante un instante los agentes, que estaban ya en la escalera, quedaron paralizados por el horror. Un momento después doce brazos robustos atacaron la pared que cayó a tierra de un golpe. El cadáver muy desfigurado ya y cubierto de sangre coagulada, apareció de pie ante la vista de los circunstantes. Sobre su cabeza, con las rojas fauces dilatadas y llameando el único ojo, se posaba el odioso animal cuya astucia me llevó al asesinato y cuya reveladora voz me entregaba al verdugo.

¡Yo había emparedado al monstruo en la tumba!

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