POETA CHILENO
ALEJANDRO ZAMBRA
ANAGRAMA
Narrativas hispánicas
Edición en formato digital: marzo de 2020
© imagen de cubierta, «Oscuridad», © Laura Wächter, a partir de una foto
de Mabel Maldonado
© Alejandro Zambra, 2020
© EDITORIAL ANAGRAMA, S.A., 2020
Pedró de la Creu, 58
08034 Barcelona
ISBN: 978-84-339-4131-2
Conversión a formato digital: Newcomlab, S.L.
anagrama@anagrama-ed.es
www.anagrama-ed.es
Para Jazmina y Silvestre
No hay casa, ni padres, ni amor: solo hay compañeros de juego.
ALAIN-FOURNIER /
JORGE TEILLIER
Una técnica que sirve para escribir debe servir también para vivir.
FABIÁN CASAS
I. OBRA TEMPRANA
Era el tiempo de las madres aprensivas, de los padres taciturnos y de los
corpulentos hermanos mayores, pero también era el tiempo de las
frazadas, de las mantas y de los ponchos, así que a nadie le extrañaba que
cada tarde Carla y Gonzalo pasaran dos o tres horas en el sofá cubiertos
por un soberbio poncho rojo de lana chilota, que en el gélido invierno de
1991 parecía un producto de primera necesidad.
La estrategia del poncho permitía que, a pesar de los obstáculos, Carla
y Gonzalo hicieran prácticamente de todo, salvo la famosa, sagrada,
temida y ansiada penetración. La estrategia de la madre de Carla, en tanto,
consistía en simular la ausencia de una estrategia, a lo sumo de vez en
cuando les preguntaba, para minarles la confianza, con casi imperceptible
socarronería, si acaso no tenían calor, y ellos replicaban al unísono, en el
tono titubeante de unos pésimos estudiantes de teatro, que no, que hacía
caleta de frío.
La madre de Carla desaparecía por el pasillo y se concentraba en la
teleserie, que miraba en su pieza sin volumen —le bastaba el volumen de
la tele del living, porque Carla y Gonzalo también veían la teleserie, que
no les interesaba demasiado, pero las tácitas reglas del juego estipulaban
que debían prestarle atención, aunque solo fuera para responder con
naturalidad a los comentarios de la madre, que a intervalos inciertos, no
necesariamente frecuentes, reaparecía en el living para arreglar el florero
o doblar las servilletas o realizar cualquier otra actividad de discutible
urgencia, y a veces miraba de soslayo hacia el sofá, no tanto para verlos
como para que ellos sintieran que podía verlos, y dejaba caer frases como
ella solita se lo buscó o ese tipo es medio caído del catre, y entonces Carla
y Gonzalo, siempre al unísono y cagados de miedo, casi enteramente en
pelotas, contestaban sí o claro o se nota que está enamorada.
El intimidante hermano mayor de Carla —que no jugaba rugby pero
por tamaño y actitud perfectamente habría podido convertirse en
seleccionado nacional— por lo general volvía a casa pasada la medianoche
y las pocas veces que llegaba temprano se encerraba en su pieza a jugar
Double Dragon, pero igual existía el riesgo de que bajara a buscar un pan
con mortadela o un vaso de Coca-Cola. Por suerte, en esos casos Carla y
Gonzalo contaban con la milagrosa ayuda de la escalera, en particular del
segundo —o penúltimo— peldaño: desde que sentían el escandaloso
chirrido hasta el momento en que el hermano mayor aterrizaba en el living
transcurrían exactamente seis segundos, que era tiempo suficiente para
que se acomodaran en el interior del poncho hasta parecer dos inocentes
desconocidos que capeaban el frío juntos de puro solidarios.
La futurista cortina musical del noticiero marcaba, cada noche, el final
de la jornada: la pareja protagonizaba en el antejardín una apasionada
despedida que a veces coincidía con la llegada del padre de Carla, que
subía las luces y hacía rugir el motor de su Toyota a manera de saludo o de
amenaza.
—Este pololeo está durando demasiado —agregaba el hombre, alzando
las cejas, cuando estaba de humor.
El trayecto de La Reina a la Plaza de Maipú tomaba más de una hora,
que Gonzalo dedicaba a leer, aunque la menguante luz de los focos solía
impedírselo y a veces debía conformarse con entrever un poema a la
rápida aprovechando la detención en alguna esquina iluminada. Todas las
noches lo retaban por volver tarde y todas las noches Gonzalo juraba, sin
la menor intención de cumplir su palabra, que en adelante regresaría más
temprano. Se dormía pensando en Carla y cuando no podía dormir, como
pasaba con frecuencia, se masturbaba pensando en ella.
Masturbarse pensando en la persona amada es, como se sabe, la más
fogosa prueba de fidelidad, en especial si las pajas están, como dicen las
propagandas cinematográficas, rigurosamente basadas en hechos reales:
lejos de perderse en improbables fantasías, Gonzalo imaginaba que
estaban en el sofá de siempre, cubiertos por el poncho chilote de siempre,
y la única diferencia, el único elemento ficcional, era que estaban solos, y
entonces él se lo metía y ella lo abrazaba y cerraba los ojos con
delicadeza.
El sistema de vigilancia parecía infranqueable, pero Carla y Gonzalo
confiaban en que la oportunidad se les presentaría pronto. Sucedió hacia el
final de la primavera, justo cuando el estúpido calor amenazaba con
estropearlo todo. Un rotundo frenazo y un coro de alaridos interrumpieron
la calma de las ocho de la noche —habían atropellado a un mormón en la
esquina, así que la señora salió disparada a copuchar, y Carla y Gonzalo
comprendieron que el anhelado momento había llegado. Considerando los
treinta segundos que duró la penetración y los tres minutos y medio que
tardaron en limpiar el poco de sangre y en asimilar la desangelada
experiencia, el proceso completo tomó apenas cuatro minutos, tras los
cuales Carla y Gonzalo se sumaron sin más a la turba de curiosos que
rodeaban al joven rubio que yacía junto a su bicicleta rota en la vereda.
Si el joven rubio hubiera muerto y Carla hubiera quedado embarazada,
estaríamos hablando de un ligero desequilibrio en el mundo a favor de los
morenos, porque un hijo de Carla, que era bien morena, con el aún más
moreno Gonzalo, no podría haber salido rubio, pero nada de eso pasó: el
mormón quedó cojo y Carla ensimismada y tan adolorida y triste que
durante dos semanas, valiéndose de pretextos ridículos, se negó a ver a
Gonzalo. Y cuando lo vio fue solamente para terminar con él, «cara a
cara».
En defensa de Gonzalo hay que decir que en esos desdichados años la
información circulaba escasamente, sin ayuda de los padres ni consejos de
profesores u orientadores educacionales, y sin el auxilio de campañas
gubernamentales ni nada por el estilo, porque el país estaba demasiado
preocupado de mantener a flote la recién recuperada y tambaleante
democracia como para pensar en cosas tan sofisticadas y primermundistas
como una política integral de educación sexual. De repente liberados de la
dictadura de la infancia, los quinceañeros chilenos vivían su propia
transición a la adultez fumando hierba y escuchando a Silvio Rodríguez o
a Los Tres o a Nirvana mientras descifraban o intentaban descifrar toda
clase de miedos, frustraciones, traumas y perplejidades, casi siempre
mediante el peligroso método del ensayo y error.
Entonces no había, por supuesto, miles de millones de videos online
promoviendo una idea maratónica del sexo; si bien Gonzalo conocía
publicaciones como Bravo y Quirquincho, y alguna vez había digamos que
«leído» unas Playboy y unas Penthouse, nunca había visto una película
porno, de manera que tampoco contaba con apoyos audiovisuales para
comprender que, desde cualquier perspectiva, su performance había sido
desastrosa. Toda su idea de lo que debía suceder en la cama se basaba en el
entrenamiento ponchístico y en los relatos fanfarrones, vagos y fantasiosos
de algunos compañeros de curso.
Sorprendido y desolado, Gonzalo hizo todo lo que estaba a su alcance
para volver con Carla, aunque todo lo que estaba a su alcance era nada más
que insistir cada media hora por teléfono y perder el tiempo en un
infructuoso lobby con un par de falaces mediadoras que no pensaban
ayudarlo, porque les parecía inteligente, tincudo y divertido, pero
comparado con los incontables pretendientes de Carla lo encontraban poca
cosa, un bicho raro de Maipú, un infiltrado.
A Gonzalo no le quedó más remedio que apostarlo todo a la poesía: se
encerró en su pieza y en tan solo cinco días se despachó cuarenta y dos
sonetos, movido por la nerudiana esperanza de llegar a escribir algo tan
extraordinariamente persuasivo que Carla ya no pudiera seguir
rechazándolo. Por momentos olvidaba la tristeza; al menos por unos
minutos primaba el ejercicio intelectual de arreglar un verso cojo o de
atinarle a una rima. Pero a la alegría de una imagen a su juicio lograda le
sucedía de inmediato la amargura del presente.
En ninguna de esas cuarenta y dos composiciones había, por desgracia,
genuina poesía. Valga como ejemplo este para nada memorable soneto que
sin embargo debería figurar entre los cinco mejores —entre los cinco
menos malos— de la serie:
El teléfono es rojo como el sol
el teléfono es verde y amarillo
te busco día y noche y no te pillo
camino como un zombi por el mall.
Soy como una piscola sin alcohol soy como un peregrino cigarrillo
deformado en el fondo del bolsillo soy como una ampolleta sin farol.
El teléfono suena todo el día
y es bastante improbable que sonría
me duele el corazón y las orejas
me duele un premolar y hasta una ceja
es verano o invierno o primavera
y es bastante probable que me muera.
La única presunta virtud del poema era el dominio esforzado de la
forma clásica, lo que para un joven de dieciséis años podría considerarse
meritorio. El terceto final era, por lejos, lo peor del soneto, y también lo
más auténtico, porque, a su manera tibia y escurridiza, Gonzalo sí que se
quería morir. No tiene gracia que nos burlemos de sus sentimientos;
burlémonos mejor del poema, de sus rimas obvias o mediocres, de su
sensiblería, de su involuntaria comicidad, pero no subestimemos su dolor,
que era verdadero.
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