lunes, 29 de agosto de 2022

POETA CHILENO ALEJANDRO ZAMBRA. (Fragmento).

 


POETA CHILENO

ALEJANDRO ZAMBRA

ANAGRAMA

Narrativas hispánicas

Edición en formato digital: marzo de 2020

© imagen de cubierta, «Oscuridad», © Laura Wächter, a partir de una foto

de Mabel Maldonado

© Alejandro Zambra, 2020

© EDITORIAL ANAGRAMA, S.A., 2020

Pedró de la Creu, 58

08034 Barcelona

ISBN: 978-84-339-4131-2

Conversión a formato digital: Newcomlab, S.L.

anagrama@anagrama-ed.es

www.anagrama-ed.es

Para Jazmina y Silvestre

No hay casa, ni padres, ni amor: solo hay compañeros de juego.

ALAIN-FOURNIER /

JORGE TEILLIER

Una técnica que sirve para escribir debe servir también para vivir.

FABIÁN CASAS

I. OBRA TEMPRANA

Era el tiempo de las madres aprensivas, de los padres taciturnos y de los

corpulentos hermanos mayores, pero también era el tiempo de las

frazadas, de las mantas y de los ponchos, así que a nadie le extrañaba que

cada tarde Carla y Gonzalo pasaran dos o tres horas en el sofá cubiertos

por un soberbio poncho rojo de lana chilota, que en el gélido invierno de

1991 parecía un producto de primera necesidad.

La estrategia del poncho permitía que, a pesar de los obstáculos, Carla

y Gonzalo hicieran prácticamente de todo, salvo la famosa, sagrada,

temida y ansiada penetración. La estrategia de la madre de Carla, en tanto,

consistía en simular la ausencia de una estrategia, a lo sumo de vez en

cuando les preguntaba, para minarles la confianza, con casi imperceptible

socarronería, si acaso no tenían calor, y ellos replicaban al unísono, en el

tono titubeante de unos pésimos estudiantes de teatro, que no, que hacía

caleta de frío.

La madre de Carla desaparecía por el pasillo y se concentraba en la

teleserie, que miraba en su pieza sin volumen —le bastaba el volumen de

la tele del living, porque Carla y Gonzalo también veían la teleserie, que

no les interesaba demasiado, pero las tácitas reglas del juego estipulaban

que debían prestarle atención, aunque solo fuera para responder con

naturalidad a los comentarios de la madre, que a intervalos inciertos, no

necesariamente frecuentes, reaparecía en el living para arreglar el florero

o doblar las servilletas o realizar cualquier otra actividad de discutible

urgencia, y a veces miraba de soslayo hacia el sofá, no tanto para verlos

como para que ellos sintieran que podía verlos, y dejaba caer frases como

ella solita se lo buscó o ese tipo es medio caído del catre, y entonces Carla

y Gonzalo, siempre al unísono y cagados de miedo, casi enteramente en

pelotas, contestaban sí o claro o se nota que está enamorada.

El intimidante hermano mayor de Carla —que no jugaba rugby pero

por tamaño y actitud perfectamente habría podido convertirse en

seleccionado nacional— por lo general volvía a casa pasada la medianoche

y las pocas veces que llegaba temprano se encerraba en su pieza a jugar

Double Dragon, pero igual existía el riesgo de que bajara a buscar un pan

con mortadela o un vaso de Coca-Cola. Por suerte, en esos casos Carla y

Gonzalo contaban con la milagrosa ayuda de la escalera, en particular del

segundo —o penúltimo— peldaño: desde que sentían el escandaloso

chirrido hasta el momento en que el hermano mayor aterrizaba en el living

transcurrían exactamente seis segundos, que era tiempo suficiente para

que se acomodaran en el interior del poncho hasta parecer dos inocentes

desconocidos que capeaban el frío juntos de puro solidarios.

La futurista cortina musical del noticiero marcaba, cada noche, el final

de la jornada: la pareja protagonizaba en el antejardín una apasionada

despedida que a veces coincidía con la llegada del padre de Carla, que

subía las luces y hacía rugir el motor de su Toyota a manera de saludo o de

amenaza.

—Este pololeo está durando demasiado —agregaba el hombre, alzando

las cejas, cuando estaba de humor.

El trayecto de La Reina a la Plaza de Maipú tomaba más de una hora,

que Gonzalo dedicaba a leer, aunque la menguante luz de los focos solía

impedírselo y a veces debía conformarse con entrever un poema a la

rápida aprovechando la detención en alguna esquina iluminada. Todas las

noches lo retaban por volver tarde y todas las noches Gonzalo juraba, sin

la menor intención de cumplir su palabra, que en adelante regresaría más

temprano. Se dormía pensando en Carla y cuando no podía dormir, como

pasaba con frecuencia, se masturbaba pensando en ella.

Masturbarse pensando en la persona amada es, como se sabe, la más

fogosa prueba de fidelidad, en especial si las pajas están, como dicen las

propagandas cinematográficas, rigurosamente basadas en hechos reales:

lejos de perderse en improbables fantasías, Gonzalo imaginaba que

estaban en el sofá de siempre, cubiertos por el poncho chilote de siempre,

y la única diferencia, el único elemento ficcional, era que estaban solos, y

entonces él se lo metía y ella lo abrazaba y cerraba los ojos con

delicadeza.

El sistema de vigilancia parecía infranqueable, pero Carla y Gonzalo

confiaban en que la oportunidad se les presentaría pronto. Sucedió hacia el

final de la primavera, justo cuando el estúpido calor amenazaba con

estropearlo todo. Un rotundo frenazo y un coro de alaridos interrumpieron

la calma de las ocho de la noche —habían atropellado a un mormón en la

esquina, así que la señora salió disparada a copuchar, y Carla y Gonzalo

comprendieron que el anhelado momento había llegado. Considerando los

treinta segundos que duró la penetración y los tres minutos y medio que

tardaron en limpiar el poco de sangre y en asimilar la desangelada

experiencia, el proceso completo tomó apenas cuatro minutos, tras los

cuales Carla y Gonzalo se sumaron sin más a la turba de curiosos que

rodeaban al joven rubio que yacía junto a su bicicleta rota en la vereda.

Si el joven rubio hubiera muerto y Carla hubiera quedado embarazada,

estaríamos hablando de un ligero desequilibrio en el mundo a favor de los

morenos, porque un hijo de Carla, que era bien morena, con el aún más

moreno Gonzalo, no podría haber salido rubio, pero nada de eso pasó: el

mormón quedó cojo y Carla ensimismada y tan adolorida y triste que

durante dos semanas, valiéndose de pretextos ridículos, se negó a ver a

Gonzalo. Y cuando lo vio fue solamente para terminar con él, «cara a

cara».

En defensa de Gonzalo hay que decir que en esos desdichados años la

información circulaba escasamente, sin ayuda de los padres ni consejos de

profesores u orientadores educacionales, y sin el auxilio de campañas

gubernamentales ni nada por el estilo, porque el país estaba demasiado

preocupado de mantener a flote la recién recuperada y tambaleante

democracia como para pensar en cosas tan sofisticadas y primermundistas

como una política integral de educación sexual. De repente liberados de la

dictadura de la infancia, los quinceañeros chilenos vivían su propia

transición a la adultez fumando hierba y escuchando a Silvio Rodríguez o

a Los Tres o a Nirvana mientras descifraban o intentaban descifrar toda

clase de miedos, frustraciones, traumas y perplejidades, casi siempre

mediante el peligroso método del ensayo y error.

Entonces no había, por supuesto, miles de millones de videos online

promoviendo una idea maratónica del sexo; si bien Gonzalo conocía

publicaciones como Bravo y Quirquincho, y alguna vez había digamos que

«leído» unas Playboy y unas Penthouse, nunca había visto una película

porno, de manera que tampoco contaba con apoyos audiovisuales para

comprender que, desde cualquier perspectiva, su performance había sido

desastrosa. Toda su idea de lo que debía suceder en la cama se basaba en el

entrenamiento ponchístico y en los relatos fanfarrones, vagos y fantasiosos

de algunos compañeros de curso.

Sorprendido y desolado, Gonzalo hizo todo lo que estaba a su alcance

para volver con Carla, aunque todo lo que estaba a su alcance era nada más

que insistir cada media hora por teléfono y perder el tiempo en un

infructuoso lobby con un par de falaces mediadoras que no pensaban

ayudarlo, porque les parecía inteligente, tincudo y divertido, pero

comparado con los incontables pretendientes de Carla lo encontraban poca

cosa, un bicho raro de Maipú, un infiltrado.

A Gonzalo no le quedó más remedio que apostarlo todo a la poesía: se

encerró en su pieza y en tan solo cinco días se despachó cuarenta y dos

sonetos, movido por la nerudiana esperanza de llegar a escribir algo tan

extraordinariamente persuasivo que Carla ya no pudiera seguir

rechazándolo. Por momentos olvidaba la tristeza; al menos por unos

minutos primaba el ejercicio intelectual de arreglar un verso cojo o de

atinarle a una rima. Pero a la alegría de una imagen a su juicio lograda le

sucedía de inmediato la amargura del presente.

En ninguna de esas cuarenta y dos composiciones había, por desgracia,

genuina poesía. Valga como ejemplo este para nada memorable soneto que

sin embargo debería figurar entre los cinco mejores —entre los cinco

menos malos— de la serie:

El teléfono es rojo como el sol

el teléfono es verde y amarillo

te busco día y noche y no te pillo

camino como un zombi por el mall.

Soy como una piscola sin alcohol soy como un peregrino cigarrillo

deformado en el fondo del bolsillo soy como una ampolleta sin farol.

El teléfono suena todo el día

y es bastante improbable que sonría

me duele el corazón y las orejas

me duele un premolar y hasta una ceja

es verano o invierno o primavera

y es bastante probable que me muera.

La única presunta virtud del poema era el dominio esforzado de la

forma clásica, lo que para un joven de dieciséis años podría considerarse

meritorio. El terceto final era, por lejos, lo peor del soneto, y también lo

más auténtico, porque, a su manera tibia y escurridiza, Gonzalo sí que se

quería morir. No tiene gracia que nos burlemos de sus sentimientos;

burlémonos mejor del poema, de sus rimas obvias o mediocres, de su

sensiblería, de su involuntaria comicidad, pero no subestimemos su dolor,

que era verdadero.

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