domingo, 3 de julio de 2022

Frontispicio 27 Henrik Ibsen. GENIOS. HAROLD BLOOM.



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Frontispicio 27

Henrik Ibsen

lovborg. (Retorciéndose las manos.) ¡Oh! ¿Por qué no llevaría usted a

cabo su amenaza? ¿Por qué no me disparó un tiro?



hedda. Porque tengo mucho miedo al escándalo.

lovborg. Sí, Hedda. Bien mirado, es usted cobarde.

hedda. Terriblemente cobarde33.

La cobardía de Hedda, como la de Ibsen, era social; ninguno de los

dos estaba dispuesto a escandalizar a sus vecinos. Lovborg puede ser el

rival maligno, pero es la eterna víctima de Hedda. Aunque ella ni se acuesta

con él ni le dispara, de todas maneras lo destruye. No nos importa gran

cosa: Lovborg no es Otelo ni Antonio, pero Hedda tiene un poco de Yago

y un poco de Cleopatra y su autoinmolación nihilista no deja nunca de

ser fascinante.

Hedda fue para Ibsen lo que Anna Karenina fue para Tolstoi y

Emma Bovary para Flaubert, y mucho, mucho más. Si mezcláramos a

Hedda Gabler y a Peer Gynt en una sola conciencia y añadiéramos a

Brand a la cocción y una pizca del emperador Julián el Apóstata, el resultado

sería una semblanza bastante razonable de Henrik Ibsen.

Solness, Rubek y los demás son apenas instantáneas de Ibsen: su espíritu

está con los destructores de mundos y su verdadero amor es la retorcida

Hedda Gabler.

Me fascina que Hedda se haya convertido en una heroína feminista:

me provoca a sugerir que Yago es una mujer y que tiene méritos suficientes

para formar parte del panteón. Hedda estaría atrapada en cualquier

cuerpo -masculino o femenino- porque nada será jamás suficientemente

bueno para la hija del general Gabler, y nada surge de la nada.

El genio de Ibsen es nihilista, como se ve claramente en Hedda: olviden

al Ibsen arthur-milleresco, al entusiasta reformador social. Hedda

le teme a la sociedad pero no quiere reformarla. La arrojaría toda a la

hoguera si pudiera, pero sus oportunidades son limitadas, así que debe

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limitarse a arrojar al fuego a Lovborg, a su hijo no nato y a sí misma.

Podemos suponer que lo último que se le ocurrió, antes de dispararse

un tiro, fue que querría prenderle fuego al cabello deThea. Ibsen, atento

lector de Shakespeare, no pasó por alto la piromanía de Yago.

[303]

Henrik Ibsen

1828 | 1906

“ l o q u e e s c r ib o d e b e t e n e r t r o l ” : Ibsen refiriéndose a Ibsen. En

esta definición precisa de su genio como daimónico, el más importante

dramaturgo occidental desde Shakespeare rebate la idea extendida de

que él fue el Arthur Miller de su tiempo. Tengo en mis manos una recopilación

reciente de estudios sobre Ibsen en donde encuentro artículos

sobre “ Ibsen y el drama realista” , “ Ibsen y el feminismo” . ¿Por qué no

mejor “ Ibsen y el orientalismo” o “ Ibsen y los estudios lésbicos inuit” ?

¿“ Ibsen y los grandes medios” ?

Volvamos a donde empezamos: el trol. Todos hemos conocido dos

o tres: mujeres odiosamente destructivas, hombres que nunca crecieron

y que posan de carismáticos o de máquinas sexuales. Nos hemos topado

con más frecuencia con casos fronterizos: Ibsen, que sin lugar a dudas

no era una persona amable, oscilaba entre ser un trol puro y uno fronterizo.

Cuando uno visita la sombría casa de Ibsen en Oslo sale con la sensación

de que un par de días en esa casa bastarían para causarnos la más

brutal depresión. Yo me quedé un rato de pie al lado del escritorio de

Ibsen, temeroso y reverente, y me estremecí al recordar que conservaba

un escorpión en un recipiente de vidrio y que se deleitaba alimentándolo

con fruta fresca.

No todos los troles son genios, ni los genios, troles. Ibsen era un conformista

social pero tenía el don de canalizar la energía destructiva del

otro lado de la frontera. Su mejores personajes imitan a su creador en

su empresa daimónica: Brand, el emperador Julián, Peer Gynt, Hedda

Gabler (maravillosa fusión de Cleopatra y Yago), Solness, el maestro

constructor. Aquí me ocuparé de Solness -he hablado de los demás en

otras ocasiones- y, al final, de Rubek, el maestro escultor, vicario de

Ibsen en su última obra, Cuando despertamos los muertos (1899). Un año

después de escribirla sufrió su primer ataque y no escribió nada más,

aunque vivió hasta 1906.

Ultimamente parece complicado recuperar a Ibsen, aunque sólo sea

porque muchos de los que dirigen sus obras o actúan en ellas parecen

pensar que la suya es la misma sustancia de la que están hechas Las brujas

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de Salem y Todos eran mis hijos. Dos de sus primeros admiradores, los

irlandeses George Bernard Shaw y James Joyce, tenían opiniones divergentes

al respecto, y aparentemente triunfó la visión reduccionista de

Shaw. Joyce, por su parte, veía a Ibsen tal como era (y lo mismo podemos

decir de Henry James y de Oscar Wilde): un Shakespeare del norte, y

el único dramaturgo posshakespeariano que logró encontrar un modo

trágico propio. En 1855, a los 27 años, Ibsen dio una conferencia en Bergen

sobre “ Shakespeare y su influencia en la literatura escandinava” . Me

hubiera gustado leerla, pero Ibsen destruyó el manuscrito. Shaw -que

temía y odiaba al bardo— puso a Ibsen absurdamente sobre el inglés,

porque su Ibsen era primordialmente el destructor de iconos idealistas:

Ibsen nos proporciona lo que no pudo darnos Shakespeare... sus

obras son mucho más importantes para nosotros que las de Shakespeare...

pueden herirnos cruelmente o emocionarnos con la posibilidad de

escapar de las tiranías idealistas y con la visión de una vida más intensa

en el futuro.

Esto no es Ibsen sino Hombre y superhombre o Santa Juana. El Ibsen

de Shaw es un garrote para usar contra Shakespeare, y qué diferente es

la relación del propio Ibsen con Hamlet y con Antonio y Cleopatra. En

su reseña de 1900 de Cuando despertamos los muertos, Joyce explicó claramente

la relación de Ibsen con la Edad Estética de Walter Pater:

Ante una expresión casual la mente se tortura con alguna pregunta,

y en un fogonazo se abren ante nosotros largos trechos de vida, pero la

visión es momentánea.

Estas son las epifanías negativas de Ibsen, los sombríos hermanos

(o las monstruosas contrapartes) de los momentos privilegiados de Pater

(véase mi discusión sobre Pater). Hamlet piensa demasiado bien, llega

a conocer la verdad de nuestra condición, resucita y después muere, y

eso es todo lo que la verdad nos permite, diga lo que diga Shaw. “Vivir

es combatir a los troles de corazón y de mente; escribir es vivir constantemente

enjuiciado por uno mismo” : es Ibsen pero podría haber sido

Hamlet, si el príncipe de Dinamarca se hubiese dedicado a chambonear

con el teatro.

[305]

Quizás el lema de El maestro Solness no sea “Aquello que no me

destruye me fortalece” , las famosas palabras de Nietzsche. Ese sería más

bien un epígrafe irónico, pues la joven trol Hilda Wangel sí destruye al

vicario de Ibsen, el arquitecto Halvard Solness, supuestamente de 64

años de edad, la edad de Ibsen cuando compuso la obra. Hilda, que no

acaba de cumplir 23, llega después de exactamente una década, dispuesta

a hacer valer su reino, que será, en términos prácticos, el del sparagmos

de Solness, destrozado por su caída de la elevada torre -tras el vértigo

que le producen los vítores de Hilda desde abajo-. Todo esto sería tan

disparatado como suena, excepto por el hecho de que Ibsen lo hace funcionar.

Su genio convierte en fortaleza su mayor limitación, ya que la

trol Hilda y el semitrol Solness son esencialmente la misma persona.

De nuevo: Bernard Shaw no entendió nada; a diferencia de Shakespeare,

Ibsen sólo puede ponerse a sí mismo en escena, tal como lo demostró

con gran autoridad y sentido de la justicia Hugo von Hoffmansthal

en 1893, en su ensayo “La gente en los dramas de Ibsen” .

Hoffmansthal empieza señalando que nadie titularía una conferencia

“La gente en las obras de Shakespeare” porque en ellas no hay “ más

que gente” . Mientras que “ en el caso de Ibsen, toda las discusiones, los

entusiasmos y los repudios, están siempre relacionados con algo extraño

a los personajes -con ideas, problemas, prospectivas, reflexiones,

estados de ánimo-” .

No obstante, continúa Hoffmansthal, hay una persona en estas

obras: “Una variable de un tipo humano muy rico, muy moderno, que

ha sido estudiado con mucha precisión” ; se llama Julián el Apóstata, Peer

Gynt, Solness, Brand, Hedda Gabler, Nora, y así:

No es un ser simple desde ningún punto de vista -de hecho es muy

complejo-; habla con una prosa nerviosa, recortada, sin pathos... se mira

a sí mismo con ironía, reflexiona sobre sí mismo...

Hoffmansthal sugiere que lo que esta persona desea es dejar de escribir

poesía y convertirse en materia poética. Las diferentes versiones

de esta persona nombran esta materia de formas muy diversas: lo milagroso,

la gran bacanal, el océano, América. Y esta persona -con toda sus

mutaciones- quiere una muerte organizada; obsesión específica en el

caso de Hedda Gabler pero también la misión de Hilda Wangel, quien

llega a organizar la muerte del maestro constructor.

[306]

Esto dice Hoffmansthal de El maestro Solness un año después de su

aparición:

Al artista creativo lo rodea la vida, exigente, sarcástica, confusa. De

esta manera enfrenta la princesa Hilda al vacilante maestro. Ella es la pequeña

Hilda, la hijastra de la Dama del océano, convertida en mujer. El

maestro le prometió alguna vez un reino y ella viene a reclamarlo. Si él es

rey de nacimiento, debería resultarle fácil. Si no es así, simplemente perecerá.

Y eso sería terriblemente excitante. Su reino, como el de Nora y

el de Hedda, ocupa los terrenos de lo milagroso -donde nos invade el

vértigo y un extraño poder que nos lleva en sus brazos-. También él tiene

este anhelo de estar en lo alto de las torres más altas, donde reina la

más incómoda belleza rodeada de viento y de soledad crepuscular, donde

podemos hablar con Dios y caer de cabeza hacia la muerte. Pero no podemos

esgrimirlo a él como prueba contra el aturdimiento: sube temeroso

de sí mismo, temeroso de la fortuna, temeroso de la vida, de la totalidad

de la misteriosa vida. También es el temor el que lo atrae hacia Hilda, un

miedo curiosamente incitante, el asombro del artista ante la naturaleza,

ante las características inherentes a la mujer, la inclemencia, lo daimónico,

esa calidad como de esfinge, el temor místico de la juventud. Pues hay algo

misterioso en la juventud, un soplo de vida tóxico y peligroso, misterioso

y perturbador. Todo lo que hay de problemático en él, todas sus cualidades

místicas reprimidas se ven exacerbadas en contacto con ella. En Hilda

se encuentra a sí mismo, se exige un milagro, quiere obligarse a producirlo,

a la vez que observa y siente asombro “cuando la vida se apodera de

un hombre y lo convierte en su materia poética”. En ese momento cae hacia

su muerte.

El centro incontrovertible del texto anterior es “ en Hilda se encuentra

a sí mismo” . Los ibsenistas (quedan unos cuantos: una manotada,

un par) no estarán de acuerdo con Hoffmansthal, pero es evidente que

Hedda Gabler, Solness e Ibsen son uno solo, e Hilda, cuando madure,

organizará su propia muerte tan artísticamente como lo hace Hedda. Lo

que impide que todo se derrumbe es que, como acaba admitiéndolo

Hoffmansthal, en Ibsen nos encontramos a nosotros mismos, más bellos,

más extraños. En Shakespeare encontramos a los otros y la otredad,

pero Ibsen, como Solness, sólo se exigía milagros a sí mismo. Shakespeare

no tenía necesidad de exigir.

[307]

Lleno de admiración por la Irene de Cuando despertamos los muertos,

a Joyce le faltó poco para llegar a la conclusión de que Ibsen era mujer.

Sin embargo esta es una obra perfectamente delirante: en resumen, o

al analizarla, trasciende lo absurdo, pero no creo que ni siquiera Ibsen

haya logrado hacerla funcionar. Saltar de una torre alta porque hay una

trol hechicera hipnotizándonos desde abajo tiene visos de convicción,

aunque a alguien como yo, que no puede bajar las escaleras sin pensar

en la caída de Humpty Dumpty, le resulte más bien barroco. Pero es

absolutamente imposible representar en escena a Rubek escalando pesadamente

la montaña en medio de la niebla y de la tormenta y seguido

por Irene, su antigua modelo, enloquecida porque él nunca la tocó. Pero

una avalancha es un gran reto para los diseñadores, y como emblema

de la resurrección o de la libertad se aproxima bastante a la creación

catastrófica que Ibsen siempre anheló. Como persona, Ibsen se inmoló

en aras de la respetabilidad; como genio estético, dio por fin rienda suelta

a lo que había en él de trol, y acabó al borde el abismo.

sábado, 2 de julio de 2022

Frontispicio 26 Molière.GENIOS. HAROLD BLOOM.




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Frontispicio 26

Molière

Señor, esta materia siempre es delicada, y a todos nos gusta que se nos

halague acerca de nuestro ingenio. Pero un día, a alguien de quien callaré el

nombre, le decía yo, viendo versos de su factura, que un hombre discreto debe

tener siempre gran dominio sobre las comezones de escribir que nos asaltan;

que debe refrenar los grandes impulsos que se tienen de divulgar tales

entretenimientos; y que por el entusiasmo de mostrar sus obras, se exponen a

quedar en mal papel29.

Es Alceste, el protagonista de El misántropo, quien me roba el corazón

al expresar mis propias quejas cotidianas por la avalancha de malos

versos que no pedí leer. La mayoría de los críticos de Molière no sienten

particular fascinación por el satírico que es Alceste y toman a mal los

excesos de las maravillosas diatribas de este misántropo. De todas maneras

los críticos tienden a no sentir predilección por los personajes ambivalentes

y el apasionadamente sincero Alceste habla demasiado de su

autenticidad y es ciego a su amor propio y a su palpable egoísmo.

Podríamos considerar a Alceste como un Hamlet cómico que, a diferencia

de Hamlet, carece por completo de sentido del humor. Y sin

embargo Hamlet nunca representa al tonto, ni siquiera en su locura,

mientras que Alceste a veces sí lo hace. Pero incluso en esos momentos

conserva una feroz dignidad estética.

El genio cómico de Molière es a la vez absoluto y sutil: cuando es

representado adecuadamente, Alceste es divertidísimo, y sin embargo,

si la verdad existiera y si se la pudiese representar en escena, se podría

decir que Alceste encarna un aspecto específico de ella. Como Shakespeare,

Molière empezó con la farsa y después se convirtió en un maestro

de la comedia intelectual. Pero aquí termina la comparación: no obstante

las serias ambigüedades de su Donjuán, Molière evitó la tragedia.

Desconocemos la vida interior de Shakespeare; la de Molière evidentemente

fue muy infeliz. Era un melancólico y un cornudo destacado

y dependía completamente de la protección de Luis xiv, el Rey Sol,

cuyo criterio literario afortunadamente era sobresaliente. Molière siempre

está presente en sus comedias en una forma compleja, y quizás había

más de él en Alceste que de Alceste mismo.

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Molière (Jean-Baptiste Poquelin)

1622 | 1673

d e s pu é s de sh a k e s p e a r e , los dramaturgos occidentales más importantes

son Molière e Ibsen. Racine, Schiller, Strindberg, Pirandello, todos

tienen sus partidarios, y en especial Racine es un artista magnífico,

pero Molière parece la única alternativa válida para Shakespeare -s i necesitásemos

una-. La personalidad de Molière, como la de Shakespeare,

nos es desconocida. Las descripciones que tenemos de él fueron hechas

por sus enemigos moralizantes, que no nos interesan. Su representación

de sí mismo en El impromptu de Versalles es heroicamente irónica,

y el contraste con Hamlet ensayando con los actores o con Peter Quince

dirigiendo al indirigible Bottom resulta fascinante.

En términos generales podemos afirmar que las comedias más vigorosas

de Molière no cruzan los límites de la tragicomedia porque Molière

no crea personajes perfectos (aunque habría que exceptuar a Luis xiv,

ese dios mortal cuya presencia está implícita); hasta los más admirables

están plagados de defectos, como es evidente en el misántropo Alceste,

necesariamente el más admirable de todos, no obstante lo cual ha recibido

palizas de los críticos más sabios. No puedo negar que Alceste carece

de humor y de afecto, pero es un gran satírico, el dueño de una inteligencia

moral excepcional atrapado en una comedia de genio, el de Molière.

Molière no permite que nadie en sus comedias cambie, y esa es quizás

la paradoja en la que aprisiona a Alceste y posiblemente la razón por

la cual Voltaire tan insanamente consideraba que Shakespeare era un bárbaro:

no pasa un verso sin que Hamlet cambie. Molière era contemporáneo

-aunque un poco más joven- de Pierre Corneille (1606-1684) y

contribuyó a las fases iniciales de la carrera de Jean Racine (1639-1699).

La corte de Luis xiv adoptó a los tres dramaturgos -dos trágicos heroicos

y el sorprendente dramaturgo cómico- cuyas obras no tenían relación

alguna con la gloria del Imperio romano. Una manera de entender el

genio singular de Molière es mediante la lectura del sabio y sutil librito

del admirable novelista Louis Auchincloss. En La Gloire: The Roman

Empire o f Corneille and Racine (1996) nunca se menciona a Molière -ni

hay razón para ello— pero no puedo menos que cavilar sobre la posible

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relación entre la búsqueda de la autenticidad de Alceste y la espléndida

definición de Gloire que logra Auchincloss:

Se puede definir la Gloire como el ideal elevado que el héroe (y en raras

ocasiones, la heroína) se ha impuesto y que considera su destino o su

misión en el mundo. Se debe mantener la Gloire a toda costa, ya sea de su

vida o de la de los demás, sin importar cuántas de estas.

No creo que la búsqueda de Alceste sea una parodia de Corneille o

de Racine sino la redefinición cómica de la Gloire, y el don Juan de

Molière es la transformación exacta de la Gloire al modo erótico, que

vacila precariamente entre la comedia, la sátira y una especie de tragedia.

A lo largo de treinta años de dedicación al teatro Moliere compuso

sólo siete obras dignas de su genio: La escuela de las mujeres, Las mujeres

sabias, E l avaro y El burgués gentilhombre, y la genial trilogía compuesta

por Tartufo, Donjuán (o El festín de piedra) y El misántropo. A

pesar del patrocinio benigno y de la protección del Rey Sol, Tartufo fue

prohibida y Don Juan tuvo apenas quince representaciones. La inquietud

que la autoridad provocaba en Shakespeare evidentemente lo disuadió

de presentar Troilo y Cressida, ¿pero qué hubiera pasado si no se

hubiesen podido poner en escena las dos partes de Enrique iv, la gran

falstaffiada, y Antonio y Cleopatra? ¿Habría desistido Shakespeare? La

acerbidad con que los hipócritas religiosos se defendieron de las sátiras

de Molière lesionó seriamente su carrera como dramaturgo. James Joyce

tenía razón de manifestar, en Finnegans Wake, su envidia de los espectadores

que Shakespeare tenía en El Globo. Molière, cuyos objetivos

eran muy diferentes, quizás habría agradecido un público así. Shakespeare

escribió 39 obras, de las cuales me atrevo a afirmar que al menos

dos docenas son obras maestras. El frustrado Molière no se arriesgó con

más Tartufos ni Don Juanes y se desperdició en frivolidades cortesanas

con música de ballet de Lully.

Molière creó tres personajes que ejemplifican íntegramente su genio:

Tartufo, don Juan y Alceste. En Tartufo hizo el papel de Orgon y

en Donjuán, el de Sganarelle; pero en El misántropo sí se adjudicó el

papel principal. ¿Por qué no representó a Tartufo o a donjuán? Aparentemente

había en juego una cierta ansiedad de representación, el temor

de ponerse en evidencia ante sus incontables enemigos. Mientras que

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como Alceste, denominado a veces el Quijote de la sinceridad, podía

actuar sin inhibiciones. Es difícil dejar de pensar en esta decisión: ¿qué

tanto nos habría preocupado el hecho de que Shakespeare hubiese decidido

representar a Hamlet y no al Fantasma? ¿Acaso Molière decidió

hacer el papel de Alceste como una forma de crítica sublime del dramaturgo?

Richard Wilbur, cuyas versiones de Molière son las mejores y las

más actuables en inglés, afirma que la intensidad histriónica del protagonista

es una empresa desesperada para “ creer en su propia existencia”

, pero eso me parece cierto de donjuán y no de Alceste. Otro tanto

podemos decir de la afirmación de W.G. Moore de que Alceste no es

consciente de su propio impulso hacia “el reconocimiento, la distinción

y la preferencia” , que podemos aplicar a Donjuán pero no tanto a Alceste/

Molière, cuya eminencia como satírico/dramaturgo exige el reconocimiento

del público, la distinción de los críticos y la preferencia del rey.

La observación de Ramón Fernández sigue siendo muy aguda: “Alceste

es un Molière que ha perdido su conciencia de lo cómico” . El arte satírico

no es del todo apropiado para el teatro cómico. La sociedad desvaría

y si Alceste, como Swift, está contaminado de aquello a lo que se

opone, quizás esta es la forma práctica de Molière de recordárselo.

Nunca he visto Molière representado en París; en Estados Unidos

y en Inglaterra sus tres grandes obras tienden a adolecer de una cierta

lentitud en escena, como suele suceder, por otro lado, con las comedias

de Shakespeare. Tartufo, Donjuán y El misántropo no son farsas, como

tampoco lo son A vuestro gusto, Mucho ruido y pocas nueces y Noche de

Epifanía, o lo que queráis, pero todas estas obras deben avanzar con furiosa

energía, con un toque verdadero de extravagancia, de fuerzas reprimidas

pugnando por salir. En especial El misántropo y Noche de Epifanía

deberían pasar volando a nuestro lado, obligándonos a reaccionar con

una energía equivalente para poder mantener el paso. Nada es más representativo

del genio de Molière que la energía daimónica de Alceste,

malinterpretada como histeria por los críticos moralizantes. En el siguiente

parlamento se ve claramente el ágil éxtasis del ultraje:

¡Y así están hechos los hombres, pardiez! ¡A tales acciones los induce

la gloria! ¡He aquí la buena fe, el virtuoso celo, la justicia y el honor que

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entre ellos se encuentran! Vamos, es demasiado soportar que nos castiguen:

salgamos de este bosque, de esta madriguera. Puesto que vivís así, como

verdaderos lobos, nunca en mi vida me tendréis entre vosotros, traidores30.

Hay tan poca avenencia entre los críticos en torno a El misántropo

como en torno a Hamlet. Todos somos misántropos de nosotros mismos.

Muchos consideran que Alceste no es más que un monstruo de

vanidad, como don Juan o incluso como el diabólico Tartufo. Y sin

embargo, ninguno de los personajes de la obra es preferible a Alceste.

Siempre me asombro cuando los moralistas académicos me dicen que

Falstaff es malvado. ¿Qué querrán decir con ello? ¿Quién es menos

malvado que sir Juan en Enrique iv? Como Shakespeare, Molière es sobre

todo un realista moral y un maestro del perspectivismo. Es inevitable

que un satírico limitado por el escenario se vuelva maniaco: pienso en

Timón de Atenas, una versión apocalíptica de Alceste, o en Mercucio de

Romeo y Julieta y Jacques de A vuestro gusto, anteriores a aquel. Don

Juan es engullido por las llamas del Infierno no tanto como castigo por

su libertinaje sino porque ese es el destino fatal del satírico que se dedica

al drama. En el caso de Molière, el destino del sátiro fue el largo

martirio padecido por haber creado a Tartufo, príncipe de los hipócritas

piadosos que debería ser resucitado para presentarse como candidato

a la presidencia de Estados Unidos.

Como estudiante aficionado de la religión estadounidense, adoro a

Tartufo, que engalanaría el ya refulgente Senado de Estados Unidos o

bien alcanzaría la fama como una nueva especie de televangelista. He

aquí su grandiosa y aplazada entrada en la escena 2 del tercer acto:

Lorenzo, guardad mis disciplinas junto con mi cilicio, y rogad para

que siempre os ilumine el Cielo. Si vienen a verme, que he ido a repartir

entre los presos el dinero de mis limosnas31.

Al rato, el saludablemente lujurioso Tartufo pasea sus manos sobre

Elmira -la esposa de su tonto patrón- mientras invoca la gracia del cielo

un poco más, después de lo cual malversa la fortuna de Orgón - y Orgón

es un caso aparte: amablemente difiero de Richard Wilbur cuando afirma

que Orgón es la víctima de edad madura de una sexualidad y una

autoridad declinantes, que recurre —bajo la tutela de Tartufo- al sadismo

y a la intolerancia como compensación. Orgón es mucho peor que

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eso y aparentemente hace una relación transferencial con Tartufo que

aclara los ensayos clínicos de Freud sobre la transferencia psicoanalítica.

Tartufo desea a Elmira (y el suyo es un deseo sincero, su único afecto

auténtico) y el Orgón que se derrumba muere en deseos reprimidos por

Tartufo. Cuando Orgón le grita a su hija que se case con Tartufo y mortifique

sus “ sentidos con este matrimonio” , sabemos dónde estamos. Si

Orgón, escondido bajo la mesa, no hubiese escuchado la escandalosamente

precisa opinión que Tartufo tiene sobre él, esta se habría vuelto

profètica:

¿Qué necesidad hay con él del cuidado que os tomáis? Aquí para entre

nosotros, es un hombre a quien se le lleva de la nariz; está hecho para

glorificar todas nuestras entrevistas, y yo lo he colocado en situación de

verlo todo y no creer nada32.

Aunque el dios debe descender de su máquina mediante la intervención

del omnisciente y benigno Rey Sol para salvar a todo el mundo y para

que Tartufo siga siendo una comedia, uno desearía que el apremiado Molière

hubiese dispuesto las cosas de otra forma. En la literatura, como en

la vida, los Tartufos deben triunfar, cosa que Molière sabía muy bien. Para

derrotar a Tartufo -o para destruir a donjuán- es necesaria la intervención

divina. Es por esta razón que El misántropo es la joya de la corona,

el más puro despliegue de su genio cómico. Alceste rechaza la única sociedad

que puede soportarlo y se aleja, dispuesto a correr el riesgo de la

soledad y la locura. Sabemos que regresará a componer comedias para

salvar su salud mental, y quizás también se dedique a la actuación, pues

es un actor natural. Si el vicio es rey (aunque el rey es la virtud absoluta),

sólo queda la locura del arte.

viernes, 1 de julio de 2022

Frontispicio 25 Samuel Beckett. GENIOS. HAROLD BLOOM.



 

[287]

Frontispicio 25

Samuel Beckett

La única investigación fértil es la excavatoria, la inmersiva, una

contracción del espíritu, un descenso. El artista es activo, pero en sentido

negativo, condensando la nulidad de los fenómenos extracircunferenciales,

ahogándose en el núcleo del remolino24.

Este texto está tomado de la monografía de Beckett sobre Proust

(1931), pero no se refiere a Proust y tampoco a Joyce, una presencia

escondida e innombrada. Lo que oímos es un extraordinario reconocimiento

propio y la profecía de la obra posterior, más importante, de

Beckett: la trilogía (Molloy, Malone muere, El innombrable), Cómo es, Fin

departida y La última cinta de Krapp. En estas excavaciones, contracciones,

inmersiones y descensos Beckett permanece dentro de la circunferencia

del yo y descubre su genio para la negación. Su afinidad genuina

es con Kafka, el rival maestro de la negativa.

¿Tiene corazón un remolino? Prácticamente todos los protagonistas

de Beckett se parecen al cazador Graco de Kafka, cuyo barco de muerte

carece de timón. Krapp enciende la última cinta y admite que perdió la

felicidad pero sigue exultante por el fuego en su interior. La energía

negativa, tanto en Beckett como en Kafka, se remonta a la aterradora

Voluntad de vivir de Schopenhauer, que busca ciegamente engendrar

vida para seguir adelante cuando no es posible seguir adelante. Así es

Pozzo en Esperando a Godot: “Dan a luz a horcajadas sobre la sepultura,

la luz brilla un instante, y de nuevo se hace de noche” .

El pesimismo cósmico de Schopenhauer nos permite asociarlo con

el budismo, por una parte, y con el gnosticismo, por la otra. Para Beckett

su protestantismo era una mitología muerta, pero su sensibilidad siguió

siendo oscuramente protestante. Si el remolino tuvo un corazón, este

fue el protestantismo vaciado de fe y de esperanza, pero no de caritas.

[288]

Samuel Beckett

1906 | 1989

e l g e n io d e b e c k e t t es el de quien llega tarde y es exquisitamente

consciente de ello. En la tradición europea -a la cual se unió al escribir

gran parte de su primera obra en francés-, es el heredero de James Joyce

y de Marcel Proust y, en menor medida, de Kafka. En la tradición angloirlandesa

protestante, vino después de su amigo, el pintor Jack Butler

Yeats, y su hermano, el poeta y dramaturgo William Butler Yeats. Podría

decirse que entre Joyce -una especie de hermano mayor de Beckett- y

Proust -sobre quien escribió una monografía sobresaliente- completaron

el desarrollo de la novela europea como género artístico. Ulises,

Finnegans Wake y En busca del tiempo perdido llevaron la tradición hasta

el límite.

La trilogía de Beckett -Molloy, Malone muere, El innombrable— se

las arregla para ir un paso más allá y sin embargo a Beckett no lo alcanzó

la posmodernidad, ese término tan inadecuado. El teatro de Ibsen, Pirandello

y Brecht también llega a una conclusión en las tres grandes

obras de Beckett: Esperando a Godot, Fin de partida, La última cinta de

Krapp. Después de Beckett hay que regresar al pasado literario —y nuestras

intenciones no importan-. Representa la perfección de lo que quizás

empezó con Flaubert y que ya no tuvo más futuro después de Cómo

es y La última cinta de Krapp.

Pero la conclusión de Flaubert, o de Proust, o incluso de Kafka, no

me interesa tanto como la culminación de James Joyce en Beckett. Aunque

Murphy (compuesta en 1935-36 y publicada en 1938) es la obra de

un hombre que se acerca a los treinta y que se encuentra bajo la influencia

de Joyce, sigue siendo una novela genial y es el libro más gracioso

de Beckett. Las grandes novelas cómicas son escasas; me divertí mucho

leyendo Murphy por primera vez hace más de medio siglo y sigue haciéndome

feliz, razón por la cual me referiré a ella aquí. Recuerdo

haberla comparado con una de las primera comedias de Shakespeare,

Trabajos de amor perdidos; ambas son festines de la lengua. Como Shakespeare,

Beckett descubre toda la gama de sus recursos verbales y por

primera vez les permite desplegarse lascivamente.

[289]

Beckett escribió Murphy en Londres, mientras se psicoanalizaba tres

veces a la semana y disfrutaba y padecía su soledad. Leída desde Watt,

la trilogía, y Cómo es, Murphy es una novela asombrosamente tradicional,

escrita en inglés -en el inglés de James Joyce, para ser precisos-. Era

un libro a partir del cual Beckett debía progresar y desarrollarse, pero

muchos lectores comunes y corrientes sienten que algo muy valioso y

bello se perdió para siempre. Beckett no habría podido quedarse ahí,

pero atesoro mi vieja copia de Murphy forrada en tela, comprada y leída

en 1957. La alegría y la frescura de releerlo no ha disminuido con los

años.

Sólo Beckett podría basar la estructura de una novela tan salvaje

como Murphy en los procedimientos de Jean Racine, cuyas obras el joven

académico Beckett había enseñado con entusiasmo. Los personajes de

Racine están gobernados por fuerzas inevitables, como los de Murphy.

Es un salto en el tiempo y en el espacio desde la corte de Luis xiv hasta

el Londres y el Dublín de mediados de los treinta, pero el joven y ágil

Beckett se deleitaba con esas incongruencias. También se divirtió diseñando

su vulgar historia con una base metafórica: Baruch Spinoza y

Joyce son los genios conductores de Murphy. Murphy sustituye el amor

a Murphy con el amor intelectual a Dios de Spinoza, y toda la novela

vibra con el más elocuente de los principios de Spinoza (y la menos americana

de todas las doctrinas), según el cual deberíamos aprender a amar

a Dios sin esperar su amor a cambio.

Murphy, deliciosamente anticuada, recurre a un narrador que no

duda en interrumpir y en interpretar mientras que el pobre Murphy,

el protagonista, se muestra falto de voluntad. Murphy es (una especie

de) héroe spinozista a merced del narrador raciniano. Y sin embargo el

narrador es muy joyceano y refleja los esfuerzos que Joyce hace en Ulises

para distanciarse tanto de Stephen como de Poldy. En Murphy, una farsa

maravillosamente bulliciosa, Beckett lucha por distanciarse de su protagonista.

James Knowlson, su mejor biógrafo, lo expresa así en Damned

to Fame (1996):

Sobre todo, Murphy expresa, de manera radical y con un perspicaz

enfoque, ese impulso a sumergirse en sí mismo, a la soledad y a la paz interior

cuyas consecuencias Beckett estaba tratando de resolver en su propia

vida personal a través del psicoanálisis.

[290]

Así como Joyce puede desprenderse de Stephen pero no de Poldy

(a pesar del arte y del esfuerzo), Beckett tuvo que admitir que se había

involucrado demasiado en la muerte de Murphy; hubiera deseado “mantener

a los muertos bajo control y continuar tan campante y terminar

tan brevemente como fuera posible. Escogí esta opción porque me pareció

que era la más consistente con el manejo general de Murphy, con

una mezcla de compasión, paciencia y burla” . Beckett sabía que esto no

funcionaría y por eso sigue siendo el sobreviviente de Murphy o, más

bien, un Murphy que sobrevive. Pero preferimos el sabor del personaje

y de su libro; he aquí el espléndido primer párrafo:

El sol brillaba, no teniendo otra alternativa, sobre lo nada nuevo.

Murphy lo evitaba, sentado, como si estuviera libre, en un pasaje del West

Brompton. Allí, durante algo así como seis meses, había comido, había

bebido, había dormido, se había vestido y desnudado, en una jaula de tamaño

mediano orientada al noroeste y que dominaba un ininterrumpido

panorama de jaulas de tamaño mediano orientadas al sudeste. Pronto tendría

que arreglárselas de otro modo, porque el pasaje estaba condenado a

la demolición. Pronto tendría que empaquetar y empezar a comer, a beber,

a dormir, a vestirse y desnudarse, en un ambiente del todo extraño25.

La primera frase es famosa y Murphy tampoco se libra. Siete bufandas

lo atan a su mecedora. ¿Cómo se las arreglará para eludir su corazón?

“Una vez revestido y en libertad de funcionar, era como Petrushka en

su jaula” .

Se nos cuenta que Murphy estudió recientemente en Cork con el

gran pitagórico Neary, uno de los atractivos del libro -e l otro es su discípulo,

Wylie-. También son adorables Celia, la puta irlandesa enamorada

de Murphy, y su abuelo paterno, Willoughby Kelley. Murphy

-como Beckett, que en ese momento tuvo que someterse a la exigencia

de su madre de conseguir un empleo bien remunerado- es presionado

por Celia para que haga otro tanto, pero con resultados nulos, hasta que

amenaza con partir. Su propia perdición empieza cuando cede a las pretensiones

de Celia, como lo averiguamos retrospectivamente.

Antes de la decadencia, Beckett nos lleva a la heroica Oficina Postal

General en Dublín, donde MacDonagh y MacBride, y Connolly y

Pearse, y sus compañeros igualmente martirizados se resistieron a Gran

[291]

Bretaña por última vez. Después viene la escena en la cual el maestro

pitagórico Neary, enloquecido de amor, intenta romperse la cabeza contra

las nalgas de la estatua yacente del héroe celta Cuchulain. Su discípulo

Wylie lo rescata de las garras de la Guardia Civil alegando locura

y conduce al sabio a un bar subterráneo donde lo revive con brandy.

Entonces nos cuenta de su desesperación erótica:

En cuanto miss Dwyer, desesperando de recibir las mercedes del teniente

de aviación Ellman, dio a Neary toda la felicidad que un hombre

puede desear, se confundió ella con el fondo frente al cual había destacado

tan placenteramente. Neary escribió a herr Kurt Koffka requiriendo

una explicación inmediata. No había recibido todavía respuesta26.

La esencia de Beckett es esa piedra de toque cómica, así haya refinado

posteriormente su arte con gran complejidad. Desilusionado por

esta asimilación del personaje con el suelo, Neary se enamora de la señorita

Cunihan, que anuncia su fidelidad a Murphy, quien se encuentra

en Londres. Muchos infortunios después, cuando ya nadie está

enamorado de nadie, el espléndido trío formado por Neary, Wylie y la

señorita Cunihan se traslada a Londres donde conocen a Celia, y todos

juntos van a identificar los restos calcinados de Murphy, víctima (para

llamarlo de alguna manera) de un incendio en el asilo donde trabajaba

de asistente. Pero la trama no es importante en Murphy, donde el lenguaje

lo es todo. ¿Quién podría olvidar “las nalgas calientes y untadas

de mantequilla de la señorita Cunihan” ? Y, de entre todas las alusiones

a la doble amonestación de San Agustín de no desesperar y tampoco

exultar, dado que uno de los ladrones se salvó y el otro se condenó, ¿qué

puede ser superior al sermón pitagórico de Neary?

—Siéntense los dos frente a mí -dijo Neary—, y no desesperen. Recuerden

que no hay ningún triángulo, por obtuso que sea, que carezca de una

circunferencia que pase por sus tres malditos vértices. Y recuerden también

que un ladrón se salvó27.

James Joyce era un gran admirador de Murphy, hasta el punto de

que se sabía de memoria el magnífico párrafo de la penúltima sección

en el que las cenizas de Murphy se riegan en el piso de la taberna:

[292]

Unas cuantas horas más tarde, Cooper extrajo el paquete de cenizas

de su bolsillo, donde lo había guardado para más seguridad, y lo arrojó

con ira a un hombre que lo había ofendido gravemente. El paquete rebotó,

estalló, cayó de la pared al suelo, y allí se convirtió en seguida en objeto

de muchos dribblings, pases, despejes, mareajes, desmarcajes e incluso

obediencias al reglamento. A la hora de cerrar, el cuerpo, la mente y el alma

de Murphy estaban liberalmente repartidos por el pavimento del salón;

y antes de que otra aurora tiñera de gris la tierra habían sido barridos con

la arena, la cerveza, las colillas, los vidrios, las cerillas, los escupitajos, los

vómitos28.

El vigor de este párrafo es maravilloso y terrible. Beckett expió su

demora añadiendo su Purgatorio al Infierno de Kafka. Los dos, Kafka y

Beckett, son responsables de dos tercios del Dante del siglo xx, y eso es

todo lo que podían darnos en una época en la que el Paraíso ya no se

podía componer.

jueves, 30 de junio de 2022

Frontispicio 24 Marcel Proust. GENIOS. HAROLD BLOOM.




 [278]

Frontispicio 24

Marcel Proust

En cierto sentido, tenía razón en esto, pues si no hubiera ido al malecón

aquel día, si no la hubiera conocido, no se habrían desarrollado todas estas

ideas (ano ser que se desarrollaran con relación a otra). Me equivocaba

también, pues ese placer generador que encontramos, retrospectivamente, en

un bello rostro de mujer, viene de nuestros sentidos: era muy cierto, en efecto,

que esas páginas que yo escribiría, Albertina, sobre todo la Albertina de

entonces, no las habría entendido. Pero precisamente por esto (y es una

indicación para no vivir en una atmósfera demasiado intelectual),

precisamente porque era tan distinta a mí, me fecundó con el dolor e, incluso,

al principio, con el simple esfuerzo por imaginar lo que difiere de nosotros'9.

Cerca del final de En busca del tiempo perdido se insinúa que los años

desperdiciados que el narrador Marcel dedicó a su celosa pasión por

Albertina, que lo traicionaba incesantemente con otras mujeres, son la

fuente de su arte novelístico. Albertina “me fecundó con el dolor” , fecundo

e irónico don para el último gran novelista de Occidente, en su

antiguo y grandioso sentido.

Proust es un genio cómico, más sutil aun que James Joyce, aunque

su ambiente es deliberadamente más limitado. El Poldy de Joyce se niega

a ser devorado por los celos, aunque en cierto momento ve a Blazes Boylan

revolcándose con Molly, la más infiel de las esposas. En Joyce los celos

sexuales son un chiste sadomasoquista, “ un mejoramiento de la recompensa

de la incitación” , para usar la expresión freudiana. Ni en Proust

ni en Shakespeare es posible distinguir los celos sexuales de la imaginación

creativa. Mucho después de la muerte de Albertina y cuando ya

Marcel ha dejado de amar su recuerdo, sigue averiguando todos los

detalles de su carrera lesbiana.

En Proust uno sólo siente amor auténtico hacia su propia madre,

cosa que quizás explica el aprecio que este autor sentía por Nerval. El

amor sexual es otra forma de llamar a los celos sexuales; en contraste,

la realidad no significa nada para nosotros. Freud pensaba que uno se

enamoraba para evitar la enfermedad, mientras que Proust considera

[279]

eJ amor como el descenso al infierno de los celos. Nuestros celos sexuales,

cómicos para los demás pero trágicos para nosotros mismos, pueden

transmutarse, en retrospectiva, en algo rico y extraño.

[280]

Marcel Proust

1871 | 1922

m a r c e l p r o u s t y James Joyce, los escritores ineludibles del siglo x x

junto con Kafka y Freud, se conocieron en mayo de 1922 en una cena

parisina a la cual también asistieron Stravinski y Picasso; se acababa de

publicar la segunda parte de Sodomay Gomorra y Ulises y Proust moriría

seis meses después. Joyce había leído unas cuantas páginas de Proust y

no lo había encontrado particularmente talentoso y Proust nunca había

oído hablar de Joyce. El aristocrático Stravinski los miró a ambos por

encima del hombro mientras Picasso admiraba a las mujeres allí presentes.

Hay diferentes versiones de la conversación entre Proust y Joyce,

pero en todas Proust se quejaba por su digestión y Joyce por los dolores

de cabeza. Este es el único vínculo que conozco entre Proust y Joyce

a excepción de la breve monografía de Beckett, Proust (1931), en la cual

el discípulo más destacado de Joyce negocia una paz por separado con

el autor de En busca del tiempo perdido.

Beckett sigue siendo el crítico clásico de Proust, aunque también

recomiendo los diversos estudios de Roger Shattuck y la biografía

definitiva de William C. Cárter, Marcel Proust: A Life (2000). Proust y

En busca del tiempo perdido son el ejemplo más sobresaliente, en el siglo

que acaba de pasar, de la obra en la vida que acaba siendo la vida misma.

No es raro que los creadores de Charles Swann y Leopold Bloom

no hablaran más que de sus achaques. Si Shakespeare fuese resucitado

por un nigromante podría escribir un diálogo para Swann y Poldy, cuyo

único punto en común es que ambos son judíos -muy tenuemente, en

el caso de Poldy, aunque este hijo de padre judío también se considera

a sí mismo judío, probablemente porque Joyce, su modelo, también estaba

exilado-. Proust, quien amaba profundamente a su madre judía,

fue bautizado católico y nunca se consideró judío.

Proust admiraba enormemente a Balzac y a Flaubert pero evitó su

influencia. Las tragedias de Racine, los poemas de Baudelaire y la crítica

de arte (término inadecuado) de John Ruskin contribuyeron más a

En busca del tiempo perdido que las tradiciones de la novela francesa.

Ruskin, en particular (cuya Biblia de Amiens tradujo Proust), puede ser

[281]

considerado como el precursor primordial de Proust, y a mí me parece

que su biografía inconclusa, Praeterita, es el verdadero punto de partida

de En busca del tiempo perdido. El Ruskin de Proust es sobre todo un

sabio, y aunque la sabiduría de Proust eventualmente se rebela contra

la de Ruskin y la sobrepasa, la catálisis de Ruskin es esencial para Proust.

Las consideraciones de Beckett sobre la profètica visión del tiempo de

Proust también son un comentario involuntario pero asombroso sobre

el precursor de Ruskin, Wordsworth, a quien Proust no conocía.

El genio de Proust es vasto, casi shakespeariano, a la hora de crear

personajes diversos, si bien Beckett se muestra muy perspicaz al comparar

a Proust con Dostoievski, “ ...que presenta a sus personajes sin

explicarlos. Podría objetarse que Proust casi lo único que hace es explicar

a sus personajes, pero sus explicaciones son experimentales y no demostrativas.

Los explica de tal forma que puedan aparecer tal como son,

inexplicables. Los justifica”20. De acuerdo con mi interpretación, lo que

Beckett quiso decir fue que Proust, al igual que Dostoievski, regresa a

Shakespeare, cuyos personajes -Falstaff o Hamlet, Cleopatra y Lear,

Macbeth y Yago- son inexplicables. Proust, al igual que Dostoievski,

se acerca a Shakespeare tanto en el cómico como en el modo trágico, y

creo que lo hace deliberadamente. En su visión andrógina Proust evoca

A vuestro gusto y Noche de Epifanía, o lo queráis y a Hamlet y El rey Lear

en su trágica percepción del tiempo. Con el viejo Karamazov Dostoievski

nos regresa a Falstaff, y en Svidrigailov y en Stavrogin se insinúan aspectos

de Yago y del Edmundo de El rey Lear. Retomaré el tema de la influencia

de Shakespeare cuando llegue a Dostoievski. En este punto,

adhiriéndome a Beckett cuando considera a Proust como el escritor trágico

del tiempo, convoco a Shakespeare como el verdadero maestro de

Proust y de Dostoievski. La madre de Proust vivía empapada de Shakespeare

y le heredó a su hijo su amor por el dramaturgo, si bien él llegó a

pensar que la Fedra de Racine podía considerarse como un modelo del

intenso amor que sentía por ella.

Shakespeare, quien empezó como comediógrafo, sería el maestro

único de la tragicomedia de no ser por Proust, que ocupa el segundo

lugar. Roger Shattuck hace énfasis en la visión cómica de Proust; Samuel

Beckett, otro genio tragicómico, sigue refiriéndose a “ la tragedia de

Albertina” , queriendo decir con ello que Proust considera que todo el

amor sexual es trágico: “No hay seguramente en toda la literatura, un

estudio de ese desierto de soledad y recriminación que el hombre lia-

[282]

ma amor, presentado y desarrollado con tan diabólica falta de escrúpulos”

21. Beckett afianza este juicio severo insistiendo en el total desapego

por parte de Proust de las cuestiones morales. Beckett explica que la tragedia

proustiana es una expiación del pecado original de haber nacido:

La tragedia es la expresión de una expiación, pero no de la miserable

expiación de una violación codificada de las normas locales, que los bribones

imponen a los imbéciles22.

Beckett podría estar hablando de Hamlet o de El rey Lear. Y aunque

soy adicto a la comedia de celos sexuales en Proust, tiendo a estar de

acuerdo con Beckett más que con Shattuck: la comedia proustiana, al

igual que las “obras problemáticas” de Shakespeare, está a un paso del

abismo. Pero es Proust quien nos ocupa aquí. Shattuck sugiere que su

genio particular está en las particularidades como “ intermitencias” ,

suspensiones temporales de la soledad. Parece un planteamiento demasiado

amplio, que podría aplicarse a otros escritores. ¿Cómo aislar el esplendor

y la sabiduría que caracterizan únicamente a Proust?

Marcel el personaje difícilmente es la respuesta, al menos no hasta

que se fusiona con el narrador en las últimas páginas. Los críticos admiran

con razón al narrador como genio implícito de la perspectiva: está

ansiosamente abierto a todas las nuevas revelaciones del carácter, de

manera que está aprendiendo su oficio de novelista. El Marcel innombrado,

el protagonista, padece la agonía del amor y de los celos (indiferenciables

en la práctica) e irónicamente parece incapaz de aprender

nada, hasta que él y el narrador se convierten en uno. Proust maneja

esto con gran habilidad pero el patrón es de Dante, hasta que Dante el

peregrino y Dante el poeta se reúnen por fin en el Paraíso.

También hay que tener en cuenta lo que Walter Pater llamó “momentos

privilegiados” y Joyce, “ epifanías” , en las cuales Proust es sobresaliente.

Según Beckett los momentos cruciales -que él llamó

mordazmente “ fetiches” - son once; Shattuck los denominó moments

bienhereux. El mejor, sugiere Beckett, es “Las intermitencias del corazón”

, entre el primero y el segundo capítulos de la segunda parte de

Sodoma y Gomorra. Cansado y enfermo, el narrador llega a Balbec en

su segunda visita y se dirige a su habitación en un hotel:

[283]

Perturbación de toda mi persona. La primera noche, como sufría una

crisis de fatiga cardiaca, tratando de dominar el sufrimiento, me incliné

despacio y con prudencia para descalzarme. Pero apenas toqué el primer

botón de la bota, se me llenó el pecho de una presencia desconocida, divina,

me sacudieron los sollozos, me brotaron lágrimas de los ojos. El ser

que venía en mi ayuda, que me salvaba de la sequedad del alma, era el que,

años antes, en un momento de angustia y de soledad idénticas, en un

momento en que ya no tenía nada de mí, había entrado y me había vuelto

a mí mismo, pues era yo y más que yo (el continente, que es más que el

contenido y me lo traía). Acababa de ver, en mi memoria, inclinado sobre

mi fatiga, el rostro tierno, preocupado y decepcionado de mi abuela, como

aquella primera noche de la llegada; el semblante de mi abuela, no de la

que yo me había sorprendido y reprochado echar tan poco de menos y

que de ella sólo tenía el nombre, sino de mi verdadera abuela, cuya realidad

viva encontraba ahora por primera vez desde los Champs-Elysées,

donde sufrió el ataque. Esta realidad no existe para nosotros mientras no

ha sido recreada por nuestro pensamiento (sin esto, los hombres que han

intervenido en un combate gigantesco serían todos grandes poetas épicos);

y así, en un deseo loco de arrojarme en sus brazos, sólo en aquel momento

—más de un año después de su entierro, por ese anacronismo que con

tanta frecuencia impide la coincidencia del calendario de los hechos con

el de los sentimientos— acababa de enterarme de que había muerto. Desde

entonces, muchas veces había hablado de ella y pensado en ella, pero bajo

mis palabras y mis pensamientos de muchacho ingrato, egoísta y cruel,

no había habido nunca nada que se pareciera a mi abuela, porque, en mi

ligereza, en mi amor al placer, en mi costumbre de verla enferma, sólo en

estado virtual vivía en mí el recuerdo de lo que ella había sido. En cualquier

momento que la consideremos, nuestra alma total no tiene más que un

valor casi ficticio, pese al copioso balance de sus riquezas, pues unas veces

unas y otras veces otras están indisponibles, trátese de riquezas efectivas

o de riquezas de la imaginación, y para mí, por ejemplo, tanto como del

antiguo nombre de Guermantes, de las mucho más graves, del verdadero

recuerdo de mi abuela. Porque a las perturbaciones de la memoria están

ligadas las intermitencias del corazón. Sin duda es la existencia de nuestro

cuerpo, semejante para nosotros a un vaso en el que estuviera nuestra espiritualidad,

lo que nos induce a suponer que todos nuestros bienes interiores,

nuestros goces pasados, todos nuestros dolores están perpetuamente

en nuestra posesión. Acaso es también inexacto creer que se van o vuelven.

[284]

En todo caso, si permanecen en nosotros es, generalmente, en un dominio

desconocido donde no nos sirven de nada y donde hasta las más usuales

son repelidas por recuerdos de orden diferente y excluye toda simultaneidad

con ellas en la conciencia. Pero si volvemos a dominar el cuadro de

sensaciones donde se conservan, tienen a su vez el mismo poder de expulsar

todo lo que les es incompatible, de instalar, solo en nosotros, el yo que

las vivió. Ahora bien, como el que yo acababa súbitamente de volver a ser

no había existido desde aquella lejana noche en que mi abuela me desnudó

a mi llegada a Balbec, muy naturalmente, no después de la jornada actual,

que mi yo ignoraba, sino -como si en el tiempo hubiera series diferentes

y paralelas— sin solución de continuidad, inmediatamente después de la

primera noche de aquel tiempo, me situé en el minuto en que mi abuela

se inclinó hacia mí. El yo que yo era entonces, y que por tanto tiempo había

desaparecido, estaba de nuevo tan cerca de mí que me parecía estar oyendo

las palabras inmediatamente anteriores y que no eran, sin embargo, más

que un sueño, de la misma manera que un hombre mal despierto cree percibir

muy cerca los sonidos de su sueño que huye. Ya no era más que aquel

ser que quería refugiarse en los brazos de su abuela, borrar las huellas de

sus penas besándola, nada más que aquel ser que cuando era uno u otro

de los que se habían sucedido en mí desde hacía algún tiempo, tan difícil

me hubiera sido figurármelo como esfuerzos me costaba ahora, estériles

por lo demás, resistir los deseos y los goces de uno de los que, al menos

por un tiempo, ya no era. Recordaba que, una hora antes de que mi abuela

se inclinara así, en bata, hacia mis botas, yo, deambulando por la calle

asfixiante de calor delante de la pastelería, creía que, con la necesidad que

sentía de besarla, no podría esperar a la hora que tendría aún que pasar

sin ella. Y ahora que renacía aquella misma necesidad, sabía que podría

esperar horas y horas, que nunca más estaría junto a mí, y no hacía más

que descubrirla, porque sintiéndola, por primera vez, viva, verdadera, dilatándome

el corazón hasta romperlo, encontrándola en fin, acababa de

saber que la había perdido para siempre. Perdida para siempre; no podía

comprender, y me esforzaba por sentir el dolor de esta contradicción: por

una parte, una existencia, una ternura que sobrevivían en mí tales como

las había vivido, es decir, hechas para mí, un amor en el que todo encontraba

de tal modo en mí su complemento, su meta, su constante dirección,

que el genio de los grandes hombres, todos los genios que habían podido

existir desde los albores del mundo no hubieran valido para mi abuela lo

que uno solo de mis defectos; y por otra parte, tan pronto como reviví,

[285]

como presente, aquella felicidad, sentirla transida de certidumbre, lanzándose

como un dolor físico de repetición, de un no ser que había borrado

mi imagen de aquella ternura, que había destruido aquella existencia,

abolido retrospectivamente nuestra mutua predestinación, que había hecho

de mi abuela, cuando volví a encontrarla como en un espejo, una simple

extraña que por azar pasó unos años junto a mí, como hubiera podido

pasarlos junto a cualquier otro, mas para quien, antes y después, yo no

era nada, no sería nada23.

Ya sea que lo llame fetiche, epifanía o cualquier otra cosa, esta lectura

me ha dejado inmerso en la agonía de la culpa con los seres que amo y

que han muerto o que están muriendo. No es fácil alejarse del poder

inmediato de este largo párrafo, pero sólo el desapego que Proust nos

enseña puede convertir este oscuro dolor en un placer difícil. La abuela

del narrador ha estado muerta desde hace un año pero sólo ahora la

realidad de su ausencia permanente le hace daño. ¿Quién no ha vivido

algo parecido? ¿Quién no ha lamentado su falta de amabilidad con sus

muertos? Y sin embargo nunca me he encontrado con un texto que se

parezca a este, y no deja de sorprenderme el hecho de que un momento

que es tan tristemente un lugar común pudiera dar lugar a tan original

imaginación. El genio de Proust radica precisamente en su capacidad

para continuar con la gravedad de un “dado que los muertos sólo existen

en nosotros, es a nosotros mismos a quienes golpeamos sin descanso

cuando persistimos en recordar los azotes que les hemos propinado” .

¿Cómo categorizar este poder proustiano? Este supuesto alto sacerdote

de la religión del arte está muy lejos de serlo en realidad: es tan

primordial como Tolstoi en su universalidad y en su profunda conciencia

de la naturaleza humana, tan sabio como Shakespeare. El asunto en

cuestión no es la memoria, involuntaria o no, sino la ceguera que necesitamos

desesperadamente si queremos continuar - y cuando vemos, nos

preguntamos si nosotros somos merecedores de seguir adelante-. Una

vez más, Proust no es un moralista, no es Cristo ni Buda; no ha venido

a enseñarnos a vivir o cómo ser más amables con aquellos que amamos

cuando aún están aquí.

A medida que En busca del tiempo perdido avanza, nos tropezamos

cada vez con más frecuencia con estas iluminaciones (si es que eso es lo

que son) y no siempre se trata de los once o dieciocho momentos de la

memoria o “ resurrecciones” del espíritu. Se nos aparecen en unas cuan[

286]

tas oraciones, a veces en una sola. Se sabe que Proust pensaba que el

sufrimiento erótico no tiene límites, que las intrusiones en nuestra soledad

nos dañan el pensamiento, que la única manera de concentrarnos

en el dolor es mantenerlo a distancia, y que la amistad se ubica en algún

punto entre la fatiga y el aburrimiento. El no nos lisonjea, pero su esencia

no parece ser ni la sagacidad ni el desencanto. Su genio permite que su

lenguaje nos rodee de manera que al final los momentos privilegiados

son sencillamente aquellos en los cuales tenemos la suerte de leerlo.

miércoles, 29 de junio de 2022

Frontispicio 23 Franz Kafka. GENIOS. HAROLD BLOOM.



 [270]

Frontispicio 23

Franz Kafka

Y quizás no se trate verdaderamente de amor cuando digo que para mí

tú eres la más amada; para mí el amor consiste en que tú eres el cuchillo que

yo retuerzo en mi interior

Franz Kafka se pelea con Rainer Maria Rilke la terrible distinción

de haber sido el más exasperante genio literario masculino que una mujer

dotada pudiera amar durante todo el siglo xx. Rilke probablemente

fue el poeta más egocéntrico de toda la historia europea en tanto que

Kafka, irremediablemente alienado de sí mismo tanto como de los demás,

evadió a sus amantes hasta su relación final con Dora Dymant,

cuando estaba muriendo de tuberculosis.

Como persona y como escritor, Kafka fue una secuencia de paradojas

gigantescas. Sus obras más largas -Elproceso y El castillo- no son

comparables con En busca del tiempo perdido de Proust y Ulises de Joyce,

y ni siquiera con La montaña mágica de Mann. Y sin embargo concebimos

el siglo xx como la era de Kafka y de Freud más que como la de

Proust y Joyce. Los fragmentos, los aforismos, las historias y las parábolas

de Kafka se disputan con los ensayos sobre la cultura de Freud el

lugar principal en la espiritualidad genuina de su época. Y mi afirmación

es en sí misma una paradoja, pues Freud se habría burlado de un papel

así y Kafka huyó de él. Pero no hubo nada de lo que Kafka no huyera.

En una famosa carta a Milena Jesenká (a quien los nazis habrían de

asesinar), Kafka denuncia con elocuencia la escritura de cartas:

Escribir cartas, sin embargo, significa desnudarse ante los fantasmas,

que lo esperan ávidamente. Los besos por escrito no llegan a su destino,

se los beben por el camino los fantasmas. Con este abundante alimento

se multiplican, en efecto, enormemente. La humanidad lo percibe y lucha

por evitarlo; y para eliminar en lo posible lo fantasmal entre las personas

y lograr una comunicación natural, que es la paz de las almas, ha inventado

el ferrocarril, el automóvil, el aeroplano, pero ya no sirven, son evidentemente

descubrimientos hechos en el momento del desastre, el bando

[271]

opuesto es tanto más calmo y poderoso, después del correo inventó el telégrafo,

el teléfono, la telegrafía sin hilos. Los fantasmas no se morirán

de hambre, y nosotros en cambio pereceremos12.

No es posible anular estos fantasmas que separan a los amantes;

nuestro valor como individuos, cualquiera que este sea, nos convierte

en extraños ante los otros. El genio de Kafka era el genio del aislamiento.

Nos enseñó que no tenemos nada en común con nosotros mismos, y mucho

menos con los demás.

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MISCELÁNEA LA REESCRITURA.

  *** — El día que visité a Cuevas, me sentí en un subibaja, que todas mis vísceras se contraían para luego tenerlas en la garganta En est...

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