«No pedía mucho, carajo, sólo que lo dejaran
prostituirse a su modo.»
A
mediados del siglo XX, Carlos Denegri era el líder de opinión más influyente de
México. Reportero estrella del diario Excélsior,
tenía una red de contactos internacionales envidiada por todos los periodistas.
Mimado por el poder, como columnista político sobresalió por su falta de
escrúpulos, al grado de que Julio Scherer lo llamó “el mejor y el más vil de
los reporteros”.
Industrializó
el “chayote” cuando esa palabra todavía no se usaba en la jerga política. En su
Fichero Político, donde fungía como
vocero extraoficial de la Presidencia y cobraba todas las menciones, podía
difamar a cualquiera con impunidad absoluta. Según Carlos Monsiváis, un
coscorrón en esa columna representaba “una temporada en el infierno” para
cualquier aspirante a un cargo público. Aunque ganaba millones por publicar
alabanzas, se hizo más rico aún por medio de la extorsión, callándose lo que
sabía de sus poderosos clientes.
La
personalidad pública de Carlos Denegri es indisociable de las atroces
vejaciones misóginas que cometió en su vida privada. Era tan prepotente y
déspota en el trato con las mujeres como en el periodismo, de modo que su
patología fue a la vez íntima y social.
Radiografía
del machismo a la mexicana y epitafio de la dictadura perfecta, esta novela es
un estudio de carácter incisivo y mordaz, sustentado en un arduo trabajo de
investigación, que por momentos linda con la farsa trágica. Enrique Serna
vuelve a una de sus vetas narrativas predilectas, la reconstrucción del pasado,
para entregarnos un fresco histórico apasionante.
A mi
padre,
Ricardo Serna Rivera
I. El asedio
Una
mañana fría, embadurnada de gris, Carlos Denegri llegó a trabajar con la
voluntad reblandecida por una desazón de origen oscuro. La mala vida le pasaba
factura, ¿o ese malestar indefinido tenía quizás otra causa, la soledad, por
ejemplo? Por la ventana del auto, un Galaxie verde botella con vidrios
polarizados, aspiró con melancolía el olor a tierra mojada del Parque Esparza
Oteo, anegado por las lluvias de agosto, que en circunstancias normales hubiera
debido reconfortarlo. Esta vez no fue así: la bocanada de oxígeno agravó su
languidez. Eloy, un guarura con cuello de toro, ágil a pesar de su corpulencia,
giró la cabeza como un periscopio y al comprobar que no había peligro en la
calle le abrió la puerta trasera del carro. Lo había disfrazado de fotógrafo,
con el estuche de una cámara Nokia colgado del hombro, para camuflar la
escuadra 38 súper. Así llamaba menos la atención en los lugares públicos. Los
alardes de poder estaban bien para los políticos y los magnates, no para un
periodista que frente a ellos debía aparentar humildad.
—Le
llevas el cheque a mi madre, luego te vas a pagar la luz y regresas antes de
mediodía —ordenó a Bertoldo, su chofer, un joven circunspecto de ojos saltones,
con una rala piocha de sacerdote mexica—. Ah, y de una vez échale gasolina.
Como
el aguacero de la noche anterior había encharcado la banqueta, tuvo que dar un
rodeo para llegar a la puerta del edificio con los zapatos secos. En el
elevador se recetó una sobredosis de trabajo para vencer la flojedad del ánimo
que arrastraba desde su regreso de Europa, dos semanas atrás. ¿Lo afectó la
altura, la fealdad de México, una repentina falta de fe en sí mismo? Ojalá lo
supiera. A sus 57 años, entre el otoño y el invierno de la vida, esa falta de
entusiasmo quizá fuera simplemente un achaque de la vejez. Pero no debía caer
en la introspección mórbida. Lo mejor en esos casos era levantar una barricada
de indiferencia, sin pensar demasiado en sí mismo. Salió del elevador con un
paso enérgico y saltarín, el paso del superhombre que le hubiera gustado ser, y
dio los buenos días a Evelia, su secretaria, una coqueta profesional que hacía
denodados esfuerzos por conquistarlo. No le sentaba mal el atrevido escote que
llevaba esa mañana y sin embargo resistió estoicamente la tentación de mirarle
las tetas. Estaba buena pero era inculta y vulgar, una peladita empeñosa con
ideales de superación personal. Si cometiera el error de cogérsela, aunque sólo
fuera una vez, trataría de iniciar un romance en regla y tendría que pararla en
seco. Resultado: un ambiente de trabajo tenso, con fricciones y rencores a flor
de piel. Ni pensarlo, demasiados líos por diez minutos de placer.
En
su despacho, alegre y bien iluminado, con plantas de sombra que Evelia cuidaba
con esmero, colgó el saco en una percha y se arrellanó en la silla giratoria,
acariciando con suficiencia la superficie tersa de su escritorio, un magnífico
mueble de palo de rosa, con las asas de los cajones chapadas en oro. Dos
símbolos patrios engalanaban la pared del fondo: una Guadalupana del siglo
XVII, atribuida a Cristóbal de Villalpando, y una bandera tricolor antigua, con
el águila de frente, que le había regalado un ex secretario de la Defensa. Del
lado derecho, junto a la puerta, un friso de fotos en blanco y negro, en el que
departía con los últimos cinco presidentes de la República, desde Ávila Camacho
hasta Díaz Ordaz, proclamaba su interlocución privilegiada con el poder y el
carácter hasta cierto punto inmutable de su celebridad. Era lo primero que los
visitantes veían al entrar y lo había colocado ahí justamente para enseñarles
con quién estaban tratando. En la pared opuesta, junto al diploma de Doctor
Honoris Causa que le había concedido la Universidad Autónoma de Baja
California, una placa dorada de la Associated Press lo acreditaba como “uno de
los diez periodistas más influyentes del mundo”. Al centro, entre las preseas
que le habían otorgado los gobiernos de Bolivia, Francia, Indonesia y Guatemala
(dos bandejas de plata, un busto en bronce de Simón Bolívar, una medalla de oro
con la efigie del presidente Sukarno) refulgía la joya de la corona: una carta
membretada con el escudo del gobierno yanqui en la que el mártir John F.
Kennedy lo felicitaba “por su valiosa contribución a tender puentes de amistad
entre México y Estados Unidos”.
Con
un vaivén de caderas digno de mejor causa, Evelia vino a traerle una taza de café
y su agenda del día: a las doce y media, entrevista con el secretario de
Agricultura Juan Gil Preciado; a las tres, comida en el Prendes con su compadre
Francisco Galindo Ochoa; a las cinco, junta en Los Pinos con el vocero
presidencial Fernando M. Garza. Qué ganas de largarse a su rancho en Texcoco y
mandarlo todo al carajo. Desde principios de mayo no había podido montar a
caballo, tal vez por eso andaba tan chípil. La verdad era que ya podía
jubilarse con la nada despreciable fortuna acumulada en sus treinta años de
periodista. Ninguna necesidad tenía de andar en el tráfago de los aeropuertos,
las conferencias de prensa, las fatigosas pesquisas en busca de exclusivas.
Pero el retiro significaría inactividad, aislamiento, exceso de tiempo libre,
borracheras sin freno, recapitulaciones inútiles del pasado. No, mejor seguirle
chingando: para bien o para mal era un animal de trabajo.
Pidió
a Evelia que no le pasara llamadas, colocó la silla giratoria frente a la
mesita lateral, donde la Remington ya tenía enrolladas dos cuartillas con un
papel carbón en medio, y se puso a escribir la columna Buenos Días, que publicaba cuatro veces a la semana en Excélsior. El tema del momento era la
rebelión de Carlos Madrazo, el ex presidente del PRI, que tras su fallida lucha
por democratizar el partido, ahora quería formar el suyo y se dedicaba a
recorrer las universidades del país en giras de proselitismo.
La
semana anterior había criticado el presidencialismo vertical y autoritario, una
declaración que sacó ámpula en Los Pinos. El traidor ese ya le colmó el plato
al señor presidente, dele un soplamocos, don Carlos, le había pedido Joaquín
Cisneros, el secretario particular de Díaz Ordaz y ante una orden del mero
mero, un periodista institucional como él sólo podía cuadrarse.
“El
temerario intento de Madrazo por socavar las instituciones a las que debe su
carrera política se topará indefectiblemente con el rechazo del pueblo, que
reconoce a leguas a los aventureros de la política, a los falsos profetas
movidos por ambiciones bastardas.” Olé, matador, un vaticinio tiene más
autoridad que un comentario. Los lectores sagaces, los exégetas acostumbrados a
leer entre líneas, sabrían que al pronosticar el fracaso de ese renegado estaba
hablando a nombre del presidente. Era Díaz Ordaz, no el pueblo, quien haría
fracasar “indefectiblemente” a Madrazo si porfiaba en su rebeldía. Su artículo
encerraba, pues, una amenaza encubierta que haría temblar al interpelado. “No
es lícito ni prudente que, por una mezcla de revanchismo y megalomanía, el
licenciado Madrazo pretenda manipular a la juventud como un agitador de
plazuela. Su campaña sólo puede beneficiar a los enemigos de México, a los
profesionales del rencor que buscan provocar el derrumbe de las instituciones
para medrar en el río revuelto de la anarquía.” Y ahora la patada en los
huevos: “Quienes acuden a las conferencias de Madrazo, jóvenes confundidos por
su demagogia, deberían tener presente que en 1942, cuando estaba vigente el
Programa Bracero, ese demócrata impoluto perdió el fuero de diputado y estuvo
en prisión por lucrar con los permisos concedidos a los trabajadores temporales
que aspiraban a obtener empleo en Estados Unidos”.
Chipote
con sangre, se vale sobar, cabrón. Y pensar que Madrazo, cuando era gobernador
de Tabasco, lo había tratado a cuerpo de rey en la Quinta Grijalva y hasta le
regaló una cabecita olmeca de obsidiana. Era un tipo bien intencionado, con más
luces que el común de los políticos y la mera verdad, su tentativa
democratizadora sería benéfica si contara con el apoyo del presidente. Él mismo
había pedido una reforma como ésa en decenas de artículos, que por fortuna los
lectores desmemoriados no recordaban ya. Pero Madrazo quería revolucionar el
sistema desde sus bases y Díaz Ordaz le advirtió que no llegara tan lejos.
¿Quién le mandaba saltarse las trancas? Lo sentía mucho, pero él no era un
quijotesco defensor de causas perdidas, y remató la columna con un exhorto a
los jóvenes engañados por el falso mesías. “Bienvenidas sean las inquietudes
políticas de los universitarios, siempre y cuando tengan un espíritu
constructivo y sigan los cauces legales.
Pero
los atolondrados que aplauden a ese agitador revanchista están cayendo en un
peligroso garlito. Los ídolos de barro se desploman al primer soplo de viento.
Vuelvan a sus libros y estudien con tesón, lejos de la grilla que todo lo
corrompe.”
Al
sacar el artículo del carrete vio por el ventanal a una guapa madre de familia
que cuidaba a dos niños en una banca del parque, mientras ellos se columpiaban.
Mamita chula, qué lindas piernas. Salió al balcón para verla mejor. Ya le había
echado el ojo semanas atrás, pero esa mañana estaba irresistible. Ha de ser
norteña, pensó, en Mesoamérica no se dan hembras tan bien plantadas, acá el
mestizaje salió muy mal. Tal vez necesitara una mujer como ella para vencer el
desasosiego, la ansiedad de sentirse huérfano en el umbral de la vejez. Los
niños ya se habían bajado del columpio y ahora los tres cruzaban el parque
rumbo a la esquina de Nueva York y Dakota. No te quedes aquí aplastado, pensó,
si tanto te gusta corre a buscarla. Descolgó su saco, salió al pasillo y en vez
de tomar el lento elevador, bajó las escaleras corriendo. En el parque ya no
estaba, qué lástima, pero al mirar hacia la derecha la vio en la farmacia de la
esquina, donde sus niños estaban sacando paletas heladas de una nevera. Corrió
hacia allá, sin importarle mancharse los zapatos de lodo en los andadores del
parque. De cerca la señora era más hermosa todavía, una odalisca de tez
apiñonada y ojazos negros, con un porte distinguido que denotaba buena crianza.
Las formas insinuadas por debajo de su vestido le amotinaron la sangre. En la
vitrina de la farmacia había algunos juguetes en exhibición. Mientras los niños
chupaban sus paletas se apresuró a comprarles un barquito y un avión Revell
Lodela para armar.
—Se
adelantó Santa Claus, chamacos, miren lo que les trajo —les entregó los
juguetes con una mirada de soslayo dirigida a la mamá. Pero ella hizo una mueca
recelosa, tomándolo quizá por un robachicos.
—Devuélvanle
los regalos al señor.
El
mayor obedeció, pero el menor, pecoso y con cara de pícaro, estaba fascinado
con el regalo y se resistió a entregarlo.
—Que
se lo devuelvas, te digo.
—No
me lo tome a mal, señora —intervino Denegri—, me caen muy bien sus chamacos. Mi
oficina queda enfrente del parque y a cada rato los veo jugar.
—Perdone
usted, pero mis hijos no aceptan regalos de desconocidos.
—Si
ese es el problema, enseguida me presento: Carlos Denegri, a sus órdenes
—tendió la mano, pero la desconfiada mujer no se la estrechó.
—¿El
Denegri de la televisión?
Asintió
con la misma sonrisa de caramelo rancio que prodigaba en su programa.
—¿Y
usted cómo se llama?
—Natalia
Urrutia, mucho gusto.
Finalmente
el bombón accedió a darle la mano. Bendita tele, cuántas puertas y cuántas
piernas abría. No llevaba anillo de bodas, albricias. ¿Sería quizá una
divorciada liberal y sin compromiso? Había acertado, entonces, en la táctica de
ablandarla por el lado de los niños.
Debía
comportarse como un pretendiente con vocación de padre.
—Usted
es del norte, ¿verdad?
—De
Chihuahua, ¿cómo lo supo?
—Por
su acento y por su belleza. Yo tengo familia en Sonora y conozco bien a la
gente de allá.
El
piropo la puso a la defensiva y volvió a ordenarle al hijo pequeño que
devolviera el juguete.
—No
sea cruel, mire cómo lo abraza.
Natalia
se lo tuvo que arrancar de las manos.
—Bueno,
si usted insiste me quedo con los juguetes, pero me gustaría acompañarla a su
casa, si no le importa.
Natalia
no se pudo negar. Por el camino vieron pasar a un joven melenudo y Denegri le
contó la anécdota de un reciente viaje a Nueva York, donde había confundido a
un hippie con una mujer en un mingitorio, viéndolo de espaldas, y salió muy
apenado, creyendo que estaba en el baño de damas.
—Como
ellas también llevan pantalones, ahora es imposible distinguirlos. A este paso
vamos a orinar todos en el mismo lugar.
La
tímida sonrisa de Natalia le permitió admirar los lindos hoyuelos de sus
mejillas.
Envalentonado
por ese pequeño triunfo, cuando llegaron a su domicilio, en la esquina de Texas
y Pensilvania, intentó coronar la faena con un pase de pecho.
—Me
encantaría poder invitarla a comer un día de estos. ¿Por qué no me da su
teléfono y…?
—Gracias,
pero no puedo —lo interrumpió Natalia, tajante—. Estos condenados dan mucha
lata y no tengo con quién dejarlos.
A
pesar de la previsible negativa, claro indicador de que la señora se cotizaba
muy alto, volvió a la oficina convencido de haberle causado buena impresión.
Nada lo gratificaba más que medir el efecto de su nombre sobre las mujeres.
Caería, sin duda caería, el halago de ser cortejada por un periodista famoso
vencía cualquier resistencia. No es ningún pobre diablo el que anda detrás de
tus huesos, mamita, se ufanó al verse en el espejo del ascensor.
El
poder seduce, cómo chingados no. De vuelta en la oficina buscó en las páginas
blancas del directorio el número telefónico de Natalia Urrutia. Mala suerte, no
había ningún teléfono registrado con ese nombre.
—Dígale
a Sóstenes que venga —ordenó a Evelia.
Sóstenes
Aguilar era el más veterano de sus ayudantes, un reportero cuarentón que lo
abastecía de chismes para la Miscelánea
del Jueves, su columna de sociales. Tenía una cara cetrina de vampiro
bohemio, el color de piel que predominaba en las redacciones de los diarios,
donde la gente dormía mal, se asoleaba poco y bebía mucho. Con el saco raído y
los zapatos raspados, el pobre Sóstenes habría podido recoger limosna en
cualquier semáforo.
—Dígame,
jefe.
Anotó
la dirección de Natalia y le pidió que averiguara en Teléfonos de México cuál
era el número asignado a esa dirección.
—Va
a estar difícil. Esa información nomás se la dan a la policía.
—Llama
a la secretaria del director. Dile que hablas de mi parte y si te pone trabas
yo me comunico personalmente con su jefe.
Cuando
Sóstenes iba de salida le pidió que se detuviera y se sacó de la cartera un
billete de a quinientos.
—Toma,
hermano, para que te compres un saco decente. Pero no te lo vayas a beber ¿eh?
Trémulo
de gratitud, Sóstenes le aseguró que iría directo a una tienda de ropa. Como
había perdido media hora en su intento de ligue, tuvo que salir disparado a la
cita con el secretario de Agricultura y pidió a Bertoldo que pisara el
acelerador a fondo. Total, si los paraba algún tamarindo le mostraría el
tarjetón que lo acreditaba como colaborador de la Presidencia y hasta escolta
llevaría en el camino. En menos de quince minutos llegaron al edificio de la
secretaría en la Glorieta de Colón, en Paseo de la Reforma. Un solícito y
atildado ayudante de Gil Preciado, el ingeniero Acuña, ya lo estaba esperando
en la recepción.
—Es
un honor recibirlo, señor Denegri, pásele por acá —dijo y lo escoltó, “por
tratarse de usted”, al elevador privado del señor secretario.
La
suntuosa oficina de Gil Preciado abarcaba todo el penthouse del edificio. En la
antesala saludó efusivamente a Norma, su secretaria, tuteándola con una calidez
paternal.
Cultivaba
la amistad de todas las cancerberas que podían abrirle puertas en los altos
círculos de la administración pública y se sabía sus nombres de memoria.
—Te
veo más esbelta, pareces una modelo de Vogue.
—Sólo
me quité los postres y las harinas. Gracias por tu detallazo —Norma le mostró
el flamante reloj H. Steele con extensible dorado que llevaba puesto.
—En
tu muñeca se ve más bonito.
Cien
relojes baratones como ése, repartidos entre secretarias y ayudantes, le
redituaban cada año una buena cantidad de exclusivas. Norma lo pasó rápidamente
a la oficina de su jefe, que ya lo esperaba de pie con los brazos abiertos. Gil
Preciado empezaba a quedarse calvo, tenía la nariz ganchuda y una mirada de
viejo zorro curtido en las lides de la alta y la baja política.
—Qué
gusto de verte, Carlitos —el secretario lo abrazó con un vigor campirano—.
¿Cómo
te fue por las Europas? Leí tus entrevistas con U Thant y André Malraux.
Estupendas,
como siempre.
Detrás
de su escritorio, el retrato del presidente Díaz Ordaz, con la banda tricolor
en el pecho, invitaba a rendirle pleitesía. Del lado izquierdo, la vista
panorámica de la ciudad, con el Bosque de Chapultepec al fondo, infundía una
sedante sensación de poderío. Cuando el secretario, cigarrillo en mano, se
apoltronó en la silla giratoria, Denegri le disparó una serie de preguntas sin
filo crítico, pulcramente calculadas para halagarlo: ¿Se han cumplido las metas
de productividad fijadas por la Secretaría? ¿Cuáles son los obstáculos para
financiar la pequeña propiedad agrícola? ¿Aumentarán los créditos a los
ejidatarios? ¿Se han respetado los precios de garantía de los productos
básicos? Con engolada voz de locutor, Gil Preciado presumió la exitosa
regularización de ejidos emprendida durante su gestión y se ufanó de haber
logrado, por segundo año consecutivo, la autosuficiencia de México en maíz,
café, trigo, henequén y sorgo.