lunes, 1 de marzo de 2021

La enfermedad. CORRER EL TUPIDO VELO. PILAR DONOSO.

 



La enfermedad

 

Mi padre vivió siempre en un estrecho vínculo con la enfermedad, con el ser enfermo. Ya desde niño, para evitar los deportes y las matemáticas, inventó un dolor de vientre y le diagnosticaron un principio de úlcera, por lo que nunca almorzaba con sus compañeros, sino en la enfermería o en el departamento de Mrs. Balfour, mujer del subdirector del colegio, para luego, durante el largo recreo después de almuerzo, acostarse y descansar. Estas largas reclusiones le permitieron conocer las delicias de ser «un niño diferente» y adentrarse aún más en la lectura.

Estos dolores ficticios, sin embargo, se hicieron reales y se apoderaron de él como una fiera interna que lo atacaba. Cuando joven, cada vez que no lograba escribir, su cuerpo sufría, le pasaba la cuenta con síntomas inespecíficos. Después de la publicación de su primer libro, los dolores marcaron, como un hito, el fin de cada una de sus obras. Con cada término de una novela le sobrevenía una enfermedad.

Mi padre siempre fue enfermizo, desde pequeño tuvo un aspecto débil. Para algunos de sus amigos era un hipocondríaco, pero lo que sí es un hecho es que al morir era portador, hacía treinta años, del virus de hepatitis C.

Se cree que fue contagiado en Fort Collins, Estados Unidos, en 1967, en alguna de las tantas transfusiones de sangre que recibió al ser operado de urgencia de una úlcera hemorrágica. La enfermedad era por entonces desconocida y sólo fue tipificada en 1980. A los cuarenta y un años quedó condenado sin saberlo.

Supo mucho después su verdadero diagnóstico y sobrevivió diez años más a lo vaticinado por todos los doctores que lo evaluaron a lo largo del tiempo. Escribir le permitió sobrevivir.

Existía en mi padre la sombra de la muerte proyectándose junto a la suya, presente como un implacable acompañante. En los últimos años se veía envejecido, vacilante, inseguro, apoyado en su bastón, distante de la gente que lo rodeaba, culpaba a la sordera, pero creo que no era así; quería concentrarse en sí mismo, en su mundo interior. No quería distracciones, el lapso posible que quedaba era muy corto y sentía que esa sombra avanzaba a pasos agigantados.

Mi padre tenía perfecta conciencia de su próximo fin, pero a la vez se rebelaba, no quería morir; quería seguir escribiendo eternamente.

 

Escribo sobre todo para saber por qué escribo. Para saber cómo funciona este extraño aparato que me hace ver y sentir y conocer, qué es el lenguaje. Peleando con él, torciéndolo y jugando, siento que estoy haciendo algo que es verdad, cosa que no siento con otros compromisos a veces tomados. Es la urgencia de esta pregunta central a mi vida —como mi vida es central a la vida del mundo y el universo—, saber por qué escribo, cuál es mi relación con las palabras, lo único a través de lo cual llegaré a una posición que tal vez sea verdad. O no. La lucha, el juego, pueden ser inútiles. Pero son todo lo que conozco, el ámbito completo de mi conocimiento, y me aproximo a las cosas y a los hechos y a las personas a través de esa quimera que es el lenguaje, que puede no ocultar verdad alguna sobre sí mismo ni sobre el mundo ni sobre mí, pero en todo caso es el sitio donde se reúne toda mi experiencia. Hace años que escribo, treinta o más, diariamente, todo el tiempo, aun cuando no escribo. Todavía no sé nada ni de mí ni de otras quimeras que quisiera que fueran verdad. Pero no importa si sigo teniendo lenguaje, porque significa la subsistencia de este espacio que es mi yo, pero pronto terminará. La muerte es la falta de lenguaje.

Durante los primeros años de su vuelta a Chile su salud estuvo estable. Luego, empezaron pequeñas crisis, anuncios de lo que vendría; un pequeño infarto cerebral, cálculos renales, problemas a la próstata, hemorragia cerebral, falla hepática, hemorragias digestivas...

La primera de las grandes crisis fue en 1991, cuando se le formaron várices esofágicas producto de su enfermedad hepática y éstas empezaron a sangrar. Pasó varios días al borde de la muerte en la Unidad de Cuidados Intensivos. Deliraba intoxicado por su propia sangre. Me decía que la CNI (el aparato de inteligencia de la dictadura) lo estaba esperando y, para que no escapara, habían puesto rejas en las ventanas; también, que durante la noche los doctores les hacían cosas espantosas a los enfermos: les sacaban las entrañas para todo tipo de experimentos, mientras los pacientes daban alaridos de dolor.

Este episodio me recuerda, en cierto modo, la experiencia alucinatoria producto de la morfina, cuando lo operaron de úlcera en Iowa. En esa ocasión, mi madre le pidió a Percival Cowley que le diera la extremaunción, ya que no veíamos posible que lograra recuperarse. El cura aceptó aun sabiendo que era probable que mi padre no lo aceptara, pero quiso hacer el intento por la amistad que lo unía a mi madre, fiel asistente a su parroquia cada semana.

Así fue.

Mi padre era ateo sin duda alguna y un duro crítico del catolicismo, aunque siempre respetó la opción de mi madre y la mía, pero en su interior la no aceptación de estos dogmas era un hecho.

Recuerdo cómo lo vi hundirse, getting bloated, sudar, ponerse totalmente negativo cuando no quise aceptar la verdad revelada de los católicos como verdad, cómo sufrió el pobre hombre, cómo de algún modo llegó a enfermarse, viendo que su prédica era totalmente en vano, y que mi muy modesta resistencia a sus verdades axiomáticas lo destruían. ¡Qué visión infernal! Es como si se hubiera dado cuenta de que estaba mintiendo, y que todo su ministerio era una pura fachada, una pura falsedad.

Por momentos, su mente perdía lucidez a causa de su encefalopatía, un diagnóstico y un nombre clínico cercano a lo irónico. Esta especie de pérdida de la realidad le ocurría luego de haber sufrido alguna hemorragia interna, o bien cuando no cumplía su estricto régimen y comía más proteínas de las permitidas. Pero aun mientras desvariaba y balbuceaba incoherencias, quienes lo conocíamos veíamos detrás de esos ojos azules perdidos un destello, una luz, que nos indicaba que aún tenía conciencia de lo que sucedía a su alrededor y que miraba todo con cierta suspicacia para luego usarlo en su escritura.

En esta confusión es difícil saber bien qué encierra su mente, la que para nosotros se encontraba en un plano desconocido. Pero la pregunta es dónde está la división. Quizás era ese el plano en que vivía diariamente y sólo algunas veces nos dábamos cuenta. Mi madre y yo llamábamos al doctor para preguntarle si estaba desvariando, pero ¿lo estaría realmente?, pues luego, mediante dieta u hospitalización, volvía a la supuesta realidad. ¿Pero en verdad volvía o nos engañaba y su mente seguía vagando por estados desconocidos, en donde encontraba a sus personajes? En sus diarios de 1988 ve claramente la cercanía de la muerte:

Son las 4.30 de la mañana. No puedo dormir. Estoy en un momento débil, de salud deteriorada, carcomida, gastada, podrida, mi cuerpo inflado, blanqueado, asqueroso, envejecido, de eso no cabe la menor duda.

Obsesionado con mi cuerpo que ya no me sirve. ¿Pero me sirvió alguna vez? ¿Me procuró orgullo, placer, plenitud alguna vez? No, la verdad es más bien que él no me sirve a mí, yo no lo sirvo nunca a él, no lo amé, no lo admiré y tampoco le exigí nada.

Siento odio por mí mismo porque voy a morir. No pienso en el mundo, ni en María Pilar, ni en mi hija. Sólo pienso en el hecho físico de mi propia muerte, el accidente repetido de la muerte singular.

Hoy ha sido un día mortal, me hicieron radiografías del estómago y el Dr. Silva comunicó hepatitis avanzada. Máximo cinco años de vida. No atino a pensar. María Pilar, igual que yo, atontada. ¿Y Pilarcita? ¿Cómo le vamos a decir todo esto? ¿Qué va a pasar?

Cinco años de vida quizás en que pueda hacer que María Pilar se haga fuerte y que Pilarcita se haga mujer y que caiga Pinochet para que haya democracia, y alcanzar a escribir un libro antes de que todo se termine. ¿Pero qué libro?

Quisiera hablar con Marco Antonio de la Parra, largamente, mi confesión, mi catarsis, que podría hacerlo como con nadie. Quisiera hablar con la Delfina Guzmán, con la Tere del Río, con mi hermano Gonzalo, no sé con quién más, todo el resto del mundo me parece tan terriblemente exterior y frío. ¿Cómo reaccionará Jorge Edwards? ¿Por qué he temido tantas veces el impulso de escribirle a Carmen Balcells? Supongo que es porque la siento figura fuerte y en último término protectiva, pese a que sé que no me tiene simpatía.

Unos días después de escribir el párrafo anterior es hospitalizado en Davis, Estados Unidos, por una nueva crisis de salud. Se suceden las enfermedades: corazón, esófago, hígado. Hubo un momento en que pareció necesario un trasplante de este último, pero la protombina lo salvó por el momento. Con el temor metido en el cuerpo escribe:

¡Este cuerpo mío que tan mal me ha servido, con el que siempre tuve tan mala relación, y al que no quiero nada! Por no quererlo, me figuro, lo tengo en el estado lamentable en que está. ¡Qué agresión, qué indignidad, qué castigo le imponen al cuerpo las enfermedades! Sobre todo la invasión. Le meten a uno un «catheter» en la ingle por una vena. ¿O será una arteria? Y ese inocente tubito va armado con un aparato de televisión que te llega hasta el interior del corazón, la aorta, la carótida. Los médicos ni siquiera se reúnen alrededor de mi cuerpo postrado e indigno, sino en torno a la televisión, que con su luz azulosa les señala, les muestra lo que es mi interior mientras yo quedo abandonado en la camilla de al lado porque no les intereso. Están mirando lo único secreto que me quedaba, como quien mira un espectáculo, un objeto, estudiándolo como personajes de Rembrandt, pero con una luz fría, eficaz, no con la tierna luz holandesa de la compasión. Y este último reducto del que yo me iba quedando es invadido por la mirada del otro, y los instrumentos de la otredad se meten a hurgar en mis tinieblas. Me vuelven a la mente las líneas de un soneto, creo que español, pero no recuerdo de quién es, en el que no había pensado desde mi juventud más remota, cuando tal vez premonitoriamente me encantaba. Soneto a sus vísceras se llamaba: «... el jardín azul de tus pulmones, tu garganta elegante y anillada...». No será ni elegante ni anillada mi garganta, pero es mía —era mía—, y hasta allí se metieron para escrutar mi carótida.

En el hospital lo miran a través de los rayos X. Es como una hoja de álamo comida por la peste, pura estructura: venas, huesos, nervios y quizás qué más porque le han inyectado un contrastante que permite ver cosas insospechadas en su interior. Está aterrado, hundido en la sensación de soledad absoluta, del desamparo más cruel, frente a su cuerpo enfermo. El miedo se refleja en sus escritos:

Mi mundo secreto terminó, con el fracaso que es la vejez y la enfermedad. Soy lo que los médicos dicen que soy: válvulas, píloro, transaminasas, tiempo de protombina... Eso soy, lo que los invasores ven y no tengo dónde, si quiero seguir viviendo, esconderme. Esas máscaras que miran a la luz de la televisión, hierática, japonesa, me han dado el pase. Después, para consolarme, leo La tempestad, de Shakespeare. Sí, como dice Próspero: «Somos de la materia/ de que están hechos los sueños, y nuestra pequeña vida/ rodeada está de sueño...». Morboso de parte mía pensar en esta última obra que escribió Shakespeare. Aunque se me ocurre que la disposición de vara mágica no es un presagio de su muerte, sino de escritor/mago cansado («Our revels are now ended...», Dice: «Nuestra fiesta ha terminado...». La fiesta no es vivir, es escribir). Veo a Shakespeare, ya cansado, que se retira a su pueblo a Stratford y tranquilo deja sus asuntos en Londres, manejados con mano maestra por Carmen Balcells. No sé por qué estoy escribiendo todo esto. ¡Ah, los exámenes médicos que me han dejado hecho polvo emocionalmente! Por fin nada. Mis amigos volverán a repetir que soy un neurótico. Pero mis amigos son simples y ya les tocará a ellos que invadan mecánicamente el secreto oscuro de su interior. No resultó nada, como digo. O por lo menos nada demasiado distinto a los pesares a que siempre me ha sometido mi cuerpo enemigo, mezquino e inseguro, que siempre desprecié y vapuleé y abandoné y maltraté.

Durante la estadía en Davis, como he mencionado, mi madre también se enferma gravemente y se le diagnostica una miocardiopatía dilatada. Momento de crisis total, diagnósticos lapidarios e ineludibles para ambos. La salud de mi madre venía deteriorándose desde mucho antes, pero quienes la rodeábamos no queríamos aceptarlo y minimizábamos sus síntomas. El rol del enfermo nos parecía exclusivo de mi padre, o quizás queríamos evitar ver la agonía paralela de estos cuerpos deteriorándose: el de mi madre, maltratado por un camino de larga autodestrucción, su recurrente abuso de alcohol y de antidepresivos; el de mi padre por su hepatitis.

Mi padre escribe con angustia:

Preocupado con la tos de María Pilar, con una falta total de vitalidad, falta de apetito. Además, le palpo cuidadosamente el abdomen y me pareció, sin duda, que tiene hinchado un costado, cerca del esternón. Curioso. El médico, por otra parte, le notó ciertos desperfectos en el corazón. ¿Pero y el resto? ¿Por qué nos siguen traicionando nuestros cuerpos? Ella, claro, ha adorado y, en cierta medida, disfrutado del suyo. No siempre ha sufrido como yo la traición de su cuerpo. Espero que no sea la traición definitiva.

Días más tarde, mi madre debe ser hospitalizada y el cardiólogo japonés le da el diagnóstico definitivo. Desesperado, mi padre anota:

Pero los años están contados. Next stop is death. Por eso no he podido seguir escribiendo. Es demasiado doloroso y casi no puedo soportarlo. María Pilar está entera, mucho más valiente que yo, admirable. Pero el temor no se puede dejar de sentir.

A pesar de la pronta mejoría de mi madre y centrado todo pensamiento en sus cuerpos, escribe:

¿Por qué siguen martirizándonos nuestros cuerpos? Cuando jóvenes con el placer, cuando viejos con el dolor. ¿Por qué sigue traicionándonos el cuerpo? Ella ha disfrutado del suyo y ha sufrido menos la traición de su cuerpo que yo del mío. Todos nuestros cuerpos —traidores todos, hasta los mejores— se encontrarán en el último círculo del infierno, el de los traidores. Lo que es uno mismo, sea lo que sea, huirá lejos de ese objeto absurdo, incapaz de cumplir su promesa de retener el alma. (¡Tan típico de viejo hablar del alma a la hora nona, cuando uno jamás ha creído en ella!).

 

De vuelta en Chile, su vida más que nunca gira en torno a las enfermedades o a las posibles enfermedades. Le preocupa una llaga que le ha salido en la cara, le pica; además, le preocupa su próstata que le está causando problemas. Se siente paralizado por su enfermedad, ve un doctor, luego a otro. Es necesario que se haga una biopsia de la próstata y el veredicto lo aterroriza. No da tregua al temor de la traición de su propio cuerpo.

Mi madre logra superar su crisis, pero deberá seguir el tratamiento de por vida, con varias prohibiciones y cuidados. Al igual que mi padre, tampoco volverá a ser la misma. Nunca más.

Mi padre vuelve a su papel central de enfermo, olvidando por completo la enfermedad de mi madre, y asume, o intenta creer, que la enfermedad de ella nunca existió. Así describe su condición el 30 de marzo de 1990:

Estoy mal, como no había estado hacía mucho tiempo (supongo que esto lo he dicho antes en mi diario, en otras circunstancias). Lo más grave de todo es que creo que la cabeza no me funciona bien (Yo will begin to lose your mind), me advirtió el doctor Silva en Davis hace un año y medio. Puede ser la depresión en la que estoy metido, que es la más grave que he vivido, pero hay elementos de angustia que me hacen pensar que puede ser otra cosa, algo radical y químico. Inseguridad total, me mellará el pensamiento, se me olvidará la palabra, incluso la palabra escrita. No tengo poder de concentración ni para leer, ni para escribir, ni para conversar (¿me estoy poniendo gagá?). Y no me interesa nada y me paso los días en blanco y las noches tratando de llegar a la hora de tomar una píldora para descansar seis horas, pero que me deja bastante abombado al otro día y deprimido. De pronto, horror a la enfermedad, temor de que sea cáncer al estómago, al hígado, definitivamente destruido, Sida sin motivo alguno, y pensando en esas cosas no me duermo en las noches.

Temor del avión que me llevará a Buenos Aires, de la publicidad de mi rostro con la publicación de Taratuta, de los iraquíes, de los atentados, y al fin del mundo, al fin, todo.

La enfermedad avanza a pasos agigantados, los síntomas son cada vez más agudos y el deterioro más notorio; los controles médicos, más seguidos, y su desesperación también va en aumento. Su cuerpo vacilante al caminar, su sordera, su flacura y la palidez de su rostro anuncian que está muriendo lentamente.

Al mes siguiente, en abril, anota en su cuaderno:

Todo más o menos terrorífico. Debo perder el miedo a mi propio cuerpo, que es una perpetua amenaza. Es mi enemigo. ¿Cómo puedo hacerlo mi amigo? Siento que ya es demasiado tarde. ¿Dónde está el placer, dónde se ha ido, fugado, escondido, de qué se ha disfrazado, enmascarado? No tengo paz. Y menos por estos días hasta que me hagan la endoscopia el viernes.

Pero mientras escribo esto levanto la vista, el día está borroneado de gris, y desde adentro exclamo Not yet!, Not yet! Lo que me hace pensarlo es que se me caen pelos no sé por qué y un poco de caspa sobre el sweater colorado y pienso en el tratamiento que sufrió Nemesio Antúnez, cómo se cae el pelo, cómo se desfigura uno, y exclamo: Not yet!, please. Not yet! ¿Hasta cuándo pido permiso? No lo sé muy bien. El tiempo pasa pronto y todo, supongo, da lo mismo. Pero quisiera tener unos años más antes que caiga el telón. ¡Qué poco heroico soy! No me atrevo ni siquiera a mirar o a leer los poemas de Enrique Lihn sobre su muerte. Me da temor. ¿Qué entonces...?

En este momento, luego del fragmento anterior, sus diarios quedan detenidos por casi un año. Su deteriorada salud no le permitirá escribir. Su habitual y metódica rutina de llevar sus diarios de escritor sagradamente cesará, quedando un paréntesis que sólo refleja desolación. Lo retoma casi justo un año después, mientras está en Estados Unidos. Nueva York, 25 de noviembre de 1991:

Hoy en la noche, después de la comida chez Peter Johnson, con el top del Institute for Advanced Studies, levanté los brazos ante el gran espejo iluminado de mi baño en el hotel, y vi el enrejado que, supongo, con mi cirrosis (enrejado de venas superficiales) se dibuja en mí.

El temor es francamente espantoso: muerte inminente... El año que viene. ¿Por qué no me vieron este enrejado, que no puede ser demasiado reciente, ni el Dr. Glasinovich, ni el Dr. Orrego, ni el médico canadiense, para tomar las medidas correspondientes, siempre que haya medidas que tomar? Recuerdo el horror que me produjo un hombre desnudo en el baño turco, hará cuarenta años, que tenía todo el cuerpo así, y cuando se lo dije a mi padre, me dijo que no, no era sífilis, como yo creí entonces, sino un problema producido por una avanzada cirrosis. Terrible. Tiemblo ahora. ¿Qué hacer? Nada hasta regresar a Chile, dentro de veinte días, y entonces hablar con mi hermano Gonzalo y el Dr. Glasinovich. ¿Tengo miedo? Sí. Pero siempre tengo miedo, de una cosa o de otra. Esto debe estar relacionado —me imagino— con el calor quemante que a veces siento en mis manos y en mis pies. O, al contrario, con el frío que también a veces siento. No quiero seguir escribiendo en este maldito cuaderno.

Hace, entonces, una lista de sus enfermedades para ver a distintos médicos: (1) hígado; (2) piel; (3) próstata; (4) ojos; (5) nariz.

 

De regreso a Chile, mis padres van a pasar el Año Nuevo de 1991 a Valparaíso. Mientras recorren las calles del puerto, a mi madre le llama la atención lo agachado y encorvado que camina mi padre, algo que ha empeorado ese último tiempo. Aunque mi padre recuerda que doña Tere Jaraquemada siempre le decía que andaba «encorvado», «como viejo» desde que tenía sólo veinticinco años, ahora se da cuenta de su realidad.

Me he dado cuenta: soy un perfecto viejo.

Mientras escribe Los gorriones cantan en griego se desafía a sí mismo pensando en que quiere ver hasta dónde es capaz de seguir escribiendo con esta nueva conciencia, con la sensación de salud frágil, de atención y memoria tenues, de incapacidad de hacer una buena pesca con la red de su escritura.

Su amor por mi hija Natalia entonces es muy grande, no así por su segunda nieta, y espera que ella tenga alguna inclinación por las cosas del espíritu.

Escribe:

Aun así, cuando ella comience a ver algo en ese sentido, yo, si estoy vivo, cosa que dudo, estaré demasiado viejo o envejecido para guiarla y ayudarla y darle ímpetu.

El deterioro físico general de mi padre, con un gran avance de la cirrosis, efecto de la hepatitis, hace que él sienta su propia decadencia. A pesar de esta realidad objetiva, su paranoia también incide en la enfermedad.

No tengo nada que decirle a nadie. Estoy aislándome totalmente. Creo que tengo un año más, más o menos, de facultades plenas, y después, adiós. Seré un ser defectuoso, semiidiota, decrépito. Por esto la presente novela, probablemente muy swan song, tiene que tener una calidad extraordinaria. Puede ser por lo menos que alcance a disfrutar todo lo bueno y positivo que alcance a darme, y después que me dé por lo menos un poco de seguridad económica para que me ayude a sobrellevar mi lento apagamiento: médicos, enfermeras, casa cómoda; en fin, todas esas cosas. Lo peor es que me siento como si estuviera aquejado de una enfermedad vergonzosa, que me hace temer la burla, el descrédito, el abandono, la incomunicación, y es como si quisiera esconderme todo el tiempo, de todo el mundo, y no encuentro un lugar donde puedo estar tranquilo y sin zozobra. Ese lugar sólo me lo dará mi libro nuevo y genial (me temo que Los gorriones no sea genial precisamente, lo que me hunde en la zozobra. No sé siquiera si es o no publicable), que me preste frescura, la que voy perdiendo con mi cirrosis.

Mi madre se preocupa por él, ve también su deterioro y su angustia. Escribe en su diario:

Pepe, cada día más solitario. Está muy solo. No puede dejar de tener un taller literario a su cargo. Dios me ayude... lo veo mal. Hoy se hace un scanner.

Dios me ayude, lo quiero profundamente, somos en realidad una buena pareja matrimonial, pero estoy consciente de su egoísmo y lo que de él no tengo y me hace falta... lo asumo.

Quisiera tanto ayudarlo a salvar su mente, su privilegiado intelecto y talento. Debo rodearlo con gente que lo estimule, como sus alumnos que lo adoran, en vez de sus viejas amistades que lo aburren o paranoizan como los Valdivieso, los Balmaceda o su hermano Pablo y la Lucha.

No quiere rendirse, acepta las invitaciones que le hacen a las conferencias, se siente reconocido y esto lo ayuda a continuar. En un viaje a París, Barcelona y Ginebra, en 1992, siente el peso de su enfermedad como una carga evidente y se arrepiente de haber aceptado. Está cada vez más sordo, le duelen los ojos, las piernas. Su estómago le pasa la cuenta por cada comida que no es la indicada para él. Se cuida, sí, pero aun así una noche siente fuertes dolores de estómago, ardor en el esófago, y luego vienen las regurgitaciones, por suerte, sin sangre.

If I should die now? —se pregunta.

No le gusta pensar que su cuerpo pudiera quedar in a foreign field. Sufre un ataque de paranoia, cree que mi madre no iría a ayudarlo o bien a recoger su cuerpo, porque ella sería incapaz de socorrerlo.

A pesar de la última experiencia de su viaje a Europa, acepta al año siguiente una invitación del Woodrow Wilson Center en Washington. Su sensación de agotamiento físico no lo abandona, ni sus temores le dan tregua.

Todos estos dolores físicos que siento, ¿qué son...? Me dan bastante miedo, si debo decir la verdad. El dolor de mis huesos, de mis piernas y pies especialmente. Hoy casi no puedo caminar. Dudo que esto sea psicosomático, como Hugo Rojas (psicoanalista) quería que todo lo mío fuera. ¡Y me siento tan desprotegido! ¿Qué pasaría si me quedara inválido? ¿Quién me cuidaría, y con qué?

Está viejo y lo nota en lo mucho que se demora en acostarse, en tomar sus píldoras, en sacar sus cosas del pantalón para meterlas en otro. Todo lo que antes hacía inconscientemente, ahora le cuesta una elaboración mental.

Mientras sigue en Washington escribe:

En todo caso, anoche antes de dormirme tuve pánico de que los dolores e incomodidades de que sufro en las piernas y los pies sea alguna forma perniciosa y antiquísima de AIDS, aunque no tengo razones para ese temor. Aunque, por cierto, en ese tiempo no existía esa enfermedad. El pánico es pánico, nada más.

Ha salido a distintas universidades americanas a dar conferencias a pesar del gran esfuerzo que le significa, pero las expone con éxito y reconocimiento. Antes de ir a Nueva York está muy asustado: su orina salió café, con sangre, pero no puede fallar a ese compromiso.

 

¿El principio del fin? Sin duda. Siento mi mortality. Me gustaría terminar bien mi novela de la gorda antes de morirme. En condiciones óptimas quisiera hacer mis memorias. No estoy triste, sino con miedo, con la posibilidad de la sordidez de un fin, bolsitas para la orina pegadas al cuerpo, orina incontrolable, qué sé yo. Me harán una biopsia. Miedo de morir. Que pasen cosas que yo ya no podré saber, no ser parte de la historia, del tiempo, los relojes detenidos, la memoria agotada, una piedra —¿por cuánto tiempo más?— en el suelo como mis antepasados, que conmemora a un muerto. Hace millones de años. Y los millones de años futuros. Fue dulce mi experiencia de la casi-muerte por mi enfermedad hace dos años, la hemorragia, cuando todo va palideciendo, incluso la voluntad, incluso el miedo, como la gran solución para una muerte no terrible: los romanos en sus baños tibios, y la mujer desnuda, la gorda acogedora en un banco de jardín tendiéndome los brazos. Pero miedo. Miedo. El mal que se apodera del organismo, la pudrición en la oscuridad, la soledad de una caja. ¿Dónde quedarán mis huesos? ¿Y por cuánto tiempo? No importa, y sin embargo importa. Todo cementerio es estrecho, es una prisión. Todo mausoleo, pasajero.

En fin. Malos pensamientos pese al tranquilizante que tomé. Quisiera estar en Chile, morir en brazos que saben, o creen, quién soy, en todo caso, se despedirán de una imagen que les es propia, con que pueden interactuar. ¿A quién me dolerá dejar? Pilarcita, María Pilar, Claudia, Martín, Pocho, mis hermanos, Ágata, Tere, todos los países y ciudades que desconozco y las cosas que no he visto, mis libros. Esto me cuesta dejar.

Luego, en una búsqueda por calmarse y por tratar de recuperar la objetividad, se pregunta si no está overdramatizing.

Pero esto, esto que soy, estas contradicciones y ambigüedades y cobardías y pasiones que soy, estas timideces e incapacidades en que me reconozco, estos ojos que saben ver, este oído atento a todas las inflexiones de una voz, esta capacidad para oír Ravel y Schuman, esta profunda ternura, emoción por mi hija, para cuidar y tolerar sin mucho placer a María Pilar y cuidar lo que queda de nuestro amor, en todo caso, tantos y tantos años de intimidad (en algunos casos intimidad fisiológica), que ya rara vez toma la dimensión de un gran cariño. Estas vestiduras esenciales, me cuesta dejarlas. No creo en una vida trascendente, ciertamente no la creo vista desde esta orilla con el lenguaje y las formas de trascendencia que me es posible aceptar y reconocer.

Unos días después, a las once de la mañana, tiene una cita con el doctor Herrera, quien le dará su diagnóstico definitivo luego de innumerables exámenes y podrá decirle cuál es su futuro. Ante el temor a este nuevo veredicto médico, reflexiona:

Cáncer o no cáncer; esa es la cuestión, que es la forma contemporánea de ser o no ser. Voy a ducharme. Que mi cuerpo, ya que no apetecible, sea por lo menos limpio en esta que puede ser muy bien mi aparición última en escena.

Y a continuación, como si todo lo dicho anteriormente no tuviera ninguna validez ni importancia, continúa escribiendo:

Hablé con Muñoz Molina; sentí que tenía ganas de conocerme, y yo, excitado, por este response de un espléndido escritor joven, me entusiasmé. Almorzaremos el 4.

De regreso en Chile, las hospitalizaciones se suceden. El hepatólogo Humberto Reyes es ahora su médico tratante. Confiábamos en él y lo admirábamos, sobre todo por su enorme paciencia frente a mi padre, que lo llamaba constantemente para preguntarle la causa o importancia de cualquier nuevo síntoma. Enfrentaba con gran sentido del humor a un paciente tan fuera de lo común. Un día el doctor Reyes, llamando desde la casa de mis padres a la clínica para anunciar que iba a hospitalizar a «un paciente», pidió lo siguiente:

—Quiero una pieza linda, con buena vista, pero sobre todo que no haya enfermeras gordas en el piso por las que el enfermo sufre gran debilidad... y puede pellizcarlas.

Dentro del dramatismo de estas crisis, también había momentos cómicos. Un día llegué a verlo a su habitación en el hospital y me encontré con un personaje tendido en la cama. Era la habitación correcta pero me costó reconocer a mi padre. Estaba absolutamente afeitado, con la piel rosada y lozana como la de un niño. Yo, asombrada, le pregunté a la enfermera qué había pasado. Desconcertada, me contestó que cuando le preguntó en la mañana si se afeitaba había contestado que sí, y ella, pensando que la barba crecida era de los días que había pasado internado, no dudó en afeitarlo. Nadie lo reconocía, yo no lo había visto nunca en mi vida sin barba, parecía un pollo desplumado.

En otra ocasión fue a examinarlo al hospital el doctor Gálvez, importante neurólogo. Luego de la revisión del paciente, mi madre lo acompañó a la salida y le preguntó por sus honorarios. El doctor dijo que no era nada, que había sido un placer atender a mi padre. Ella, emocionada al volver a la habitación, le cuenta esto a mi padre y le dice:

—Pepe, mira que amor el doctor, en agradecimiento debemos mandarle un Elefante.

Mi padre, desconcertado, la mira y contesta:

—Estás loca, María Pilar, ¿cómo se te ocurre? ¿De dónde vamos a sacar un elefante?

Mi madre se refería a un ejemplar de la novela Donde van a morir los elefantes.

En el libro de Esther Edwards sobre mi padre, Recuerdos de la memoria, el doctor Humberto Reyes explica su experiencia con los delirios de mi padre.

En varias ocasiones José tuvo un comportamiento excéntrico, explicable por la disfunción hepática que le producía severas intoxicaciones. Por ejemplo, traía a los médicos tratantes dos o tres ejemplares del mismo libro suyo, autografiado. Nadie se atrevía a decirle: «Don Pepe, ya me lo dio».

En noviembre de 1994, mis padres viajan a Barcelona para posteriormente asistir a un congreso sobre su obra en la Semana del Autor, en Madrid. A los pocos días de su llegada a Barcelona, mi padre debe ser internado de urgencia en la UTI del Hospital Clínico de Barcelona por una nueva hemorragia. Las noticias eran alarmantes. Tanto la prensa chilena como española anunciaban un pronto final.

Mi madre contó entonces con el siempre incondicional apoyo de Carmen Balcells y de muchas otras amistades. Yo, desesperada desde Chile, no sabía si viajar o no; mientras tomaba la decisión mi padre, en una gran muestra de coraje, logra levantarse nuevamente. Se perdió el congreso en Madrid, naturalmente, pero siguió su viaje a Italia, como si nada hubiera pasado, aunque en las últimas páginas de sus diarios anota cuidadosamente su temperatura corporal en diferentes horarios.

En las conversaciones que mantuvimos, la enfermedad, el miedo y la muerte estuvieron presentes. Aun tratando de negarnos esta posibilidad tan inminente, lo hablamos, lo enfrentamos con el dolor saliendo como un murmullo junto a nuestras voces. Lo escucho atentamente decirme:

—El temor a la muerte está clavado en el medio de mi personalidad. Como hombre de setenta y dos años, enfermo, soy una persona bastante temerosa. Temo por mi vida. No tengo fe, creo que no creo en nada. Me atormenta terriblemente lo que les va a pasar a ustedes después de que yo me vaya. Me angustia. No me deja dormir. Veo esas momias, son todas iguales, y yo voy a ser momia. Con mi obra trascenderé muy poco, tengo poca fe en la trascendencia como escritor, realmente trascienden cinco personas en un siglo, eso me da mucha rabia. Me gustaría quedarme aquí, no me resigno a morir. Quisiera vivir eternamente, seguiría escribiendo eternamente.

Me increpa con la pregunta de si he leído Blest Gana, supuestamente el escritor chileno más importante.

—Seguro que ni siquiera sabes quién es —me dice, y luego añade que eso mismo pasará con él. Su miedo al olvido se dibuja en su rostro. La posibilidad de que en unos años se olviden de él le causa un gran dolor.

 

¿Cuánto tiempo trascenderá su obra realmente? Se lo pregunta una y otra vez.

—Cuando voy a la tumba de mis padres en Zapallar me produce el desgaste espiritual más grande. Yo sé que tus hijos van a olvidarlos, no se van a acordar de ellos, y así pasará luego conmigo.

Respecto a la posibilidad de no poder plasmar más palabras sobre la hoja en blanco, insiste:

—Quien no escribe no deja huella, y quien no lee muere por no conocer las necesarias huellas de sus mayores.

Y necesariamente continúa:

—Escribir es sufrir.

Sabemos que el término de sus novelas le costó casi siempre una enfermedad, entre ellas las llamadas úlceras literarias. La enfermedad es la metáfora física de lo que le pasaba a él por dentro, en su mundo interior. Cuando escribió Donde van a morir los elefantes le cuenta a Claudia Donoso:

—Quisiera tener tiempo. Le tengo miedo a la muerte. No me gusta la muerte. Soy no sólo agnóstico, sino que a veces pienso que ateo, y la muerte está envuelta en hospitales. Pero en los hospitales también hay rito y casi todo salva el rito. Hay una tremenda intensidad en estar en los hospitales. Los sueños, por ejemplo: soñaba como loco y eso no es habitual en mí. Me acuerdo de un sueño muy definitivo: me estaba muriendo. Vi mi muerte. Y de alguna manera tuve un gran alivio, o sensación de placer, de plenitud. Había un banco en un parque y encima, tendida, una mujer gorda desnuda. Era la Ruby [personaje femenino de Donde van a morir los elefantes]. Pero esto lo pienso por primera vez ahora que te lo estoy diciendo. Es la primera vez que lo capto. La Ruby es mi orografía. Es la forma que tengo. He sentido su calor y es como si todo hubiera ido a parar a esa mujer. Hay un gran sentimiento de amor hacia ella, porque para mí la gorda es la imagen del placer, de la abundancia. Es la diosa primitiva: la Venus de Willendorf. Quizás es la raíz de todo, hacia donde voy también.

 

Mi padre murió escribiendo, aun en un último esfuerzo. Fue un «escritor» su vida entera, fue su profesión y su pasión. Bernard Shaw dijo: «Feliz el hombre que tiene una profesión que coincide con su afición». Así fue para él, se le dio esa posibilidad y privilegio de muy pocos.

En los últimos días encaramos juntos la muerte, hablamos de ella, vivimos con ella como acompañante, la dejamos sentarse a nuestro lado junto a la cama donde agonizaba.

Me llamó el 4 de diciembre y me dijo:

—Ven, ahora sí que me muero.

Hablamos un rato y me pidió que en su lápida pusiera:

 

JOSÉ DONOSO, ESCRITOR

 

Eso fue realmente, esencialmente.

A pesar de mi escepticismo —siempre lograba salir de sus crisis de salud y volver a su estudio a trabajar, a conectarse con la palabra—, no dudé en partir a verlo, a pesar de que iba saliendo de casa rumbo a la actuación de fin de año de Clara, mi hija menor.

En cuanto llegué supe que la posibilidad era real. Apenas podía respirar, me miraba desesperado, pidiendo algún auxilio. Llamé inmediatamente al doctor Reyes, quien al llegar me recomendó no llevarlo a ningún hospital... No había nada que hacer. Contratamos una especie de clínica móvil para atenderlo lo mejor posible en la casa. Mi madre estaba desolada, también sabía que era el final.

Algo aliviado por el oxígeno, mi padre empezó a hablarme:

—Nunca he tenido un acercamiento a la Iglesia, ni a la fe. Es un mundo ajeno a mí, con el que no tengo relación. Mi padre era muy agnóstico, mi mamá... mira... era y no era. Lo respeto, me da la envidia más grande tu mamá porque ella se va a ir a los brazos de Dios. Lo que uno es, es lo que uno cree, ella se va a morir y se va a ir a los brazos de Dios, yo no sé qué pasará conmigo, miedo a que no va a pasar nada conmigo, por mucho que piense me voy a pudrir, y seré como esas momias y me llevará el aire del tiempo.

Ya es tarde. Tendido en su cama de enfermo, le doy la mano, lo acompaño... a ratos, silencio; duerme, respira con dificultad. Cuando se recupera un poco, me retiene a su lado y de pronto me mira y me dice:

—Deberás ser fuerte. No sé qué será de ti cuando yo no esté. Mira en Casa de campo, el mundo de Wenceslao, es un mundo que es redondo. Wenceslao no es torturado, porque tiene fuerzas para encarar la tortura, los demás no tienen esa fuerza. La esencia de la tortura es la falta de fuerza. Pero Wenceslao tiene fuerza para encararlo todo.

Nunca encontré esa fuerza. La he buscado, pero debo reconocer que el dolor me ha hecho conocer la fragilidad y la autodestrucción. Quizás sólo lo logro hoy, al poder escribir este libro, al haber podido ver a mi padre y, de algún modo, mi historia en todas las dimensiones que uno puede tener como ser humano, los distintos planos, las distintas realidades interiores y exteriores, para, al final, comprenderlo en su totalidad, permitiéndome quererlo, odiarlo, perdonarlo, agradecerle y, por último, lograr el duelo, separarme de su imagen, que he buscado durante estos últimos años, y ser yo misma.

El día antes de su muerte le ofrecí leerle, cosa que nunca se me había ocurrido antes, y me sorprendí mucho de tener ese curioso impulso. Busqué algunos libros de poemas en la biblioteca de la casa. Elegí a T. S. Eliot, Cavafis y a Huidobro, sabiendo que éstos le gustaban. Al ofrecérselos, escogió Altazor, libro que yo nunca había leído. Al comenzar la lectura me estremecí, a medida que leía cada estrofa lo estaba invitando a morir, mis lágrimas no se contuvieron y caían sobre cada verso. Le pregunté de pronto si estaba cansado.

 

—No, continúa, continúa...

Seguí con la lectura hasta que se quedó dormido.

Le leí, invitándolo inconscientemente a entregarse, a dejarse llevar, a «caer», a la entrega, a la muerte implacable, ineludible:

 

Adentro de ti mismo, fuera de ti mismo, caerás del cenit al nadir porque ese es tu destino, tu miserable destino. Y mientras de más alto caigas, más alto será el rebote, más larga tu duración en la memoria de la piedra.

 

Altazor morirás. Se secará tu voz y serás invisible

La tierra seguirá girando sobre su órbita precisa

Temerosa de un traspié como el equilibrista sobre el alambre que ata las miradas de pavor

En vano buscas ojo enloquecido

No hay puerta de salida y el viento desplaza los planetas

Piensas que no importa caer eternamente si se logra escapar

¿No ves que vas cayendo ya?...

 

Cae

Cae eternamente

Cae al fondo del infinito

Cae al fondo del tiempo

Cae al fondo de ti mismo

Cae lo más bajo que se pueda caer

Cae sin vértigo...

 

Cae en infancia

Cae en vejez

Cae en lágrimas

Cae en risas

Cae en música sobre el universo

Cae de tu cabeza a tus pies

Cae de tus pies a tu cabeza

Cae del mar a la fuente

Cae al último abismo del silencio

Como el barco que se hunde apagando sus luces.

 

Todo se acabó...

 

La madrugada del día 7 de diciembre de 1996 sonó el teléfono. Yo sabía y miré a mi marido pidiéndole que contestara él. Era mi madre anunciando su muerte. El aire se detuvo, se congeló el tiempo. El silencio. La eternidad. El fin.

Al llegar a la casa de Galvarino Gallardo subí corriendo las escaleras. Lo estaban vistiendo; intervine, y de modo casi primitivo realicé la ceremonia de los muertos. Mirando hoy hacia atrás me sorprende que uno tenga en el inconsciente esos rituales tan ancestrales. Elegí la ropa que a él le gustaba, su cinturón preferido, totalmente gastado, su suéter de cachemira color aguamarina, que hacía juego con sus ojos y que él usaba muy pretenciosamente y, sobre sus pies, un manto boliviano con el que se tapaba para su tradicional siesta.

En su ataúd introduje una cajita de manicura que Carmen Balcells le había regalado por su manía de cortarse las uñas y las cutículas; el llavero con todas sus llaves que hacía tintinear dentro de sus bolsillos; su reloj Rolex, regalo de un programa de televisión que, aunque nunca funcionó muy bien, usaba con orgullo, y unos lápices Bic de punta fina, que eran su obsesión.

Mi madre quiso quedarse con sus anteojos. Forcejeamos un rato. Yo, aludiendo ingenuamente a que quizás podía necesitarlos y que formaban parte de él, pero debí permitírselo y entenderlo... Así entonces mi padre partió «al otro mundo» con la mayoría de sus cosas, menos sus anteojos.

Quizás para una mente creadora que ha indagado tan profundamente en las angustias del alma, el mundo de la muerte sea su liberación o al menos uno paralelo.

Dos meses después, el 11 de febrero de 1997, murió mi madre.

 

Bajo un silencio sepulcral, la casa de Galvarino Gallardo también se apagó. Se vendió después de grandes e infructuosos esfuerzos por preservarla y no perderla para siempre. Se trató de crear una fundación, pero todo fue inútil. Ay, la memoria; la pérdida de la memoria, de lo que somos, de nuestra historia. Sé que mi padre hubiera querido que en su casa pusiera una placa recordatoria del tipo

 

AQUÍ VIVIÓ...

AQUÍ ESCRIBIÓ...

AQUÍ CREÓ...

 

Como en Europa, donde siempre hay una leyenda unida a los sitios por los que se camina. Saber, antes de llegar a él, que el estudio de Delacroix quedaba en Place de Furstenberg, y la casa donde William Morris organizaba las primeras células marxistas en Hammersmith, y que Henry James y Byron y Proust acudían al Café Florian en Venecia a tomar helados de menta. O cómo en Florencia, frente al Palacio Pitti, una placa recuerda que Dostoievski escribió El jugador en ese lugar.

Mi padre contaba que una vez, caminando por Roma y buscando la casa de Rafael, le preguntó a una señora, agobiada por el peso de una bolsa de esas admirables verduras romanas, por la dirección, y ella le contestó: «Ventotto, secondo a destra...», como si Rafael fuera su vecino y contemporáneo.

 

Hoy, la casa de Galvarino Gallardo, junto a las dos colindantes dibujan, en la estrecha calle del barrio de Providencia, un edificio enorme, igual a miles de los que pueblan la ciudad. No queda rastro de la flor de la pluma que cubría la terraza ni del castaño en la esquina del jardín.

Sólo cemento.

Con respecto a la falta de memoria, mi padre dejó unas palabras:

Las cosas hoy parecen ser todo lo contrario de cómo la historia querría que fueran, porque ahora todo es falsamente moderno, peak, super, fast-track.

Son pocas (por no decir ninguna) las instituciones que conservan los talismanes de la memoria, que servirán a los expertos para reconstruir y estudiar la verdad del pasado. Mejor tirar todo a la basura, nadie lo recuerda. La cultura carece de valor de mercado, de modo que es preferible deshacerse de todo eso.

Salvar, rescatar, conservar, preservar algo que alguien en un futuro muy lejano pueda recibir y recoger como un mensaje enviado desde este lado del tiempo. De estos mensajes recibidos, y a su vez enviados, nace la continuidad de la cultura, lo específicamente eterno que identifica al ser humano como tal.

A través de sus diarios, cartas, ensayos y conversaciones he tratado de dar forma a este libro y develar en sus páginas las complejidades de mi padre, de tener una respuesta a tantos porqué —si eso es posible—, y cito las palabras de Tomás de Lampedusa que mi padre usó en Conjeturas sobre la memoria de mi tribu:

En el ocaso de la vida se impone la necesidad de recoger el mayor número de sensaciones que han atravesado el organismo. Pocos lograrán con ello hacer una obra maestra, pero todos deberían preservar algo que sin ese pequeño esfuerzo se perderá para siempre. Llevar un diario, o escribir, a cierta edad, nuestras memorias, tendría que ser una obligación impuesta por el Estado. Al cabo de tres o cuatro generaciones se habría recogido un material precioso, y podrían resolverse muchos problemas psicológicos que acosan a la humanidad. No hay memoria, por insignificante que haya sido la persona que la escribió, que no encierre valores sociales y expresivos de la mayor importancia...

Y eso hizo con su libro de memorias familiares: un tributo para las mujeres de mi descendencia, Pilar, Natalia y Clarita, para que no se olviden y lo vuelvan a contar y a inventar otra vez más.

Para cerrar esta historia y para dejarlo ir, reproduciré lo que para mí resume nuestra relación y el regalo que me dio, que no fue la vida, sino una historia plagada de matices y contradicciones.

Esto lo escribió en Madrid en 1979, cuando yo tenía doce años:

Mi hija nació en España. Por suerte alcanzó a pasar dos meses de vacaciones en la casa de avenida Holanda antes de que ésta se extinguiera, de modo que cuando hable de esa casa despertará, después, algunos ecos escondidos en los repliegues de su memoria y sabrá rastrear, por lo menos, parte de las raíces de lo que es, o fue, su padre, hasta un lugar que conserve por lo menos una remota precisión. ¡Ella tiene tan pocas raíces! Nos hemos cambiado tantas veces de casa que no se identifica con lugar alguno, ni con gente, ni con sabores ni con olores que la fijen. Es verdad que las raíces de las que estoy hablando son también cadenas que pesan y coartan; son, en fin, aquello que rechazo. Sin embargo... sin embargo... por algo voy a escribir mis recuerdos para dedicárselos a mi hija. Me aterroriza que viva en un mundo tan libre como será el futuro, la mobile society que se nos está echando encima, desprovisto de los crujidos de los pasos en los benignos parquets del recuerdo, y para ella los crujidos sólo significarán miedo, dificultad de autoidentificación, no el cariño de un desayuno fragante que le traen por el elocuente sonido de la escalera.

Todo iba a ser igual, siempre. Y no lo fue porque no podía ni debía serlo. Y heme aquí lamentándolo. Esa seguridad que mi madre quería para los suyos, la laceraba el dolor de pensar que alguno pudiera no tenerla, no era una seguridad ni económica, ni social, ni intelectual: era una seguridad mucho más primitiva, como era ella, una seguridad tribal, la seguridad de que alguien como tú, y ahora te hablo directamente a ti, hija, de tu misma tribu, y aunque quieras o no quieras, debe ayudarte y consolarte en momentos de soledad, de pena, de pobreza. Esa seguridad, esa protección que yo disfruté pese a que después la haya rechazado, no puedo dártela. Tenemos que enfrentarnos a este destino elegido pero no querido de gente solitaria, de mínimo núcleo aislado, sin patria porque no hemos compartido los destinos de la patria y ya casi no hablamos su idioma, sin clase social, sin leyendas familiares, sin parientes que nos ayuden y nos consuelen pese a criticarnos. Las grandes identificaciones colectivas, si somos fuertes y no queremos permanecer llorando en el umbral, tenemos que ganarlas solos. Eso que mi madre tanto quería para nosotros y que a veces siento que echas de menos, no puedo dártelo. Si continúa haciéndote falta, tendrás que creártelo tú. Serás quien quieras ser, pura construcción, ostentarás la fisonomía que elijas, no crecerás tiranizada por fantasmas de existencias previas a la tuya. Así, si con mi trashumancia te he quitado algo, quizás te haya dado otra cosa: esas tiernas seguridades que me definían también me limitaban creando odiosas inseguridades. ¡Hay tantos sentidos en que yo no soy yo, sino sólo mis rabias! Tú, en cambio, podrás elegir con mayor amplitud, llevarás pocas señas de identidad que te condenen a ser algo preestablecido, y si te hemos criado dentro de cierta burguesía modestamente comunista, también te hemos señalado desde pequeña que, dada cierta piedad por el humanismo, la inteligencia y la sensibilidad, podrás trazar tú misma los rasgos de tu propio rostro.

Dicen los críticos que en el centro de todos mis libros existe, como un espacio cerrado, una casa, el palacete modernista de Coronación, el burdel de El lugar sin límites, la mansión de Marulanda en Casa de campo y tantas otras. Todas son las casas de que me evadí, eternamente, en todos sus posibles avatares y con los disfraces de sus personajes que son ecos de las personas de mi pasado, estoy condenado a crearlas y recrearlas en mis libros, a crearlas y recrearlas en las casas de mi trashumancia. Descubro, al ponerme a escribir estas líneas, que la única forma en que puedo contar mi historia es, también, alrededor de unas cuantas casas que han sido más que escenarios, más bien agentes determinantes de ciertas maneras de vivir o metáforas que sintetizan distintas épocas y emociones de mi historia. Y me gusta que así sea, para que mi literatura tenga esa coherencia que la realidad carece, y todo sea parte de la maravillosa aventura del dolor.

No te gusta leer. No importa. Algún día, por curiosidad, leerás los recuerdos de tu padre: los escribo para que, si quieres, los asumas como parte de tu pasado y dejes que te definan. Si no te apetece hacerlo así, los rechazarás definitivamente como curiosidades sin importancia, más que la que puedan tener como literatura.

Quisiera dejarte en herencia estas pocas efigies, este manojo de ideas, de escritos y sensaciones, que quizás no comprendas enteramente ahora, pero quizás sí después. Mis recuerdos, mi pasado, no son sólo para mí y quiero preservarlos para que constituyan parte de tu pasado también.

Aceptar la pérdida de mi padre me ha costado casi diez años, pues la vida no era concebible sin él; me lo había enseñado así, me había hecho creer que era inmortal... y le creí.

 

 

Bibliografía

 

Carlos Cerda, Donoso sin límites, Santiago, Lom Ediciones, 1997.

Departamento de Programas Culturales. División de Cultura, Gobierno de Chile, «Donoso 70 años», octubre de 1997.

José Donoso Papers, Manuscripsts Division of Rare Books and Special Collections, Princeton University Library Notebooks and Correspondence of this collection.

José Donoso, Historia personal del Boom, Barcelona, Editorial Anagrama, 1972. [Segunda edición con apéndice del autor y «El Boom doméstico», por María Pilar Serrano, Barcelona, Editorial Seix Barral, 1983, Alfaguara 1998].

José Donoso, Poemas de un novelista. Ediciones Ganímedes Ltda., 1981.

José Donoso, «Fragmentos de diario». Diario Abc. Madrid.

José Donoso, Conjeturas sobre la memoria de mi tribu, Santiago, Alfaguara, 1996.

José Donoso, recopilación Cecilia García-Huidobro, Artículos de incierta necesidad, Santiago, Alfaguara, 1998.

María Pilar Donoso, «La ruina inconclusa», revista Anthropos, nº 184-185, 1999.

Esther Edwards, Delfina, Grijalbo, 2003.

Esther Edwards, José Donoso: Voces de la memoria. Santiago, Editorial Sudamericana.

Arturo Fontaine Talavera, «Donoso en su taller», El Mercurio.

Cecilia García-Huidobro (selección, edición e introducción), José Donoso. El escribidor intruso, Ediciones Universidad Diego Portales, 2004. (También en revista Nexos, nº 230, México, febrero 1997, Letra Internacional nº 52, Madrid, septiembre-octubre 1997. Estudios Públicos nº 80, primavera-verano 2000).

 

Ágata Gligo, Diario de una pasajera, Santiago, Aguilar Chilena de Ediciones, 1997.

Joaquín Marco (editor), José Donoso, Madrid, Ediciones de Cultura Hispánica, Semana del Autor, 1997.

 

 

Agradecimientos

 

A Cecilia García-Huidobro, mi correctora de estilo, mi editora, quien ajustó mis palabras, quien «me llevó la pluma», me apoyó, alentó y aconsejó. También a su equipo: a su hija Paz Balmaceda y, especialmente, a Karina Ubilla.

 

1 José Donoso. Cuaderno 45, Calaceite 7 enero 1974. Princeton University. Department of Rare Books and Special Collections, Manuscripts Division.

2 José Donoso. Cuaderno 57, Santiago 20 noviembre 1984. Princeton University. Ibíd.

 

 

 

sábado, 27 de febrero de 2021

El maestro. CORRER EL TUPIDO VELO. PILAR DONOSO.

 


El maestro

 

Su pasión por la literatura llevó a mi padre a querer compartirla, aunque no desconocía las limitaciones de las «escuelas para escritores».

Por todos lados proliferan los talleres literarios en que jóvenes aspirantes a escritores se reúnen en torno a un «maestro», que los estimula, los critica, les muestra. Los hay en todas partes, no creando escritores, ya que eso no se aprende, pero los talleres pueden estimular y hacer fermentar, mediante el estudio, lo que ya hay. En todo caso, crean una capa de ávidos buenos lectores.

No había nada que le gustara más que ser llamado «maestro». En el plano de profesor o guía tuvo varias experiencias, primero en la Universidad de Iowa, después en España y finalmente en Chile, hasta los últimos días de su vida.

Cuando regresó al país casi no existía actividad cultural debido a la opresión de la dictadura militar. Entonces, mi padre decide hacer un taller literario como un desafío.

Cuando yo creé mi taller de escritores, el primer año elegí a un grupo de muchachas y muchachos jóvenes. Me encontré en la primera sesión con dos cosas que me parecieron intolerables: que carecían de la experiencia del viaje, de la visión del afuera, de la óptica distinta, que contaban sobre el olor del membrillo porque no tenían la experiencia del olor de la guayaba, no porque lo prefirieran, y en segundo lugar, porque su conocimiento de la literatura, de la novela específicamente, se remontaba sobre todo hasta los escritores latinoamericanos de mi generación, que éramos, como quien dijera, los clásicos. Yo, naturalmente, monté en cólera. ¿No conocían a Stendhal, a Dostoievski, a Tolstoi, a Proust, a Balzac? ¿Por qué querían ser escritores, entonces? La respuesta fue que querían ser escritores, que habían aprendido a querer serlo porque habían leído las novelas escritas por los latinoamericanos expatriados de los años sesenta y setenta, que con ellos tenían «onda», como dicen los jóvenes ahora, en tanto que los otros les parecían demasiado remotos, y de lo que hablaban no les parecía de ninguna importancia. Furioso, los despaché y juré no volver a enseñarle a gente tan joven, que sólo podían leer a aquellos autores que creían podían parecérseles, con cuyos personajes podían identificarse, y cuyas historias podían parecerles verosímiles.

 

Les explicó —con convicción y fuerza— que la evolución de los escritores latinoamericanos a los que ellos leían había sufrido un proceso de decantación, de soledad, de exponerse a otras cosas, de mirar y, quizás, de aceptar cada uno sus propias fisuras. De modo que a través de éstas podrían penetrar la imagen de aquello que ellos llamaban «lo nuestro» y que tanto los seducía en las novelas latinoamericanas.

Les recordaba que esos escritores habían escrito la mayoría de sus obras lejos de su propia tierra, como también los escritores ingleses expatriados de la época romántica: Byron, Shelley, Keats, Browning, quienes vivieron y escribieron durante tantos años lejos de Inglaterra. Este cenáculo se había alejado de su patria, en líneas generales, por el ahogo que les producía la sociedad inglesa con sus dictámenes y costumbres. Se puede decir que ninguno de estos poetas hubiera escrito lo que escribió de haber permanecido en su patria, continuando las tradiciones entre las que nacieron. Fue T. S. Eliot quien dijo que la única manera de prolongar una tradición es por medio de la ruptura con ella.

También los americanos se habían expatriado: Hemingway, Scott Fitzgerald, Ezra Pound, Gertrude Stein, Henry James... todos ellos habían tenido una época de autoexilio en la que habían llegado a encontrarse a sí mismos como escritores, mediante el contacto con lugares, gente, vidas e ideas diferentes.

Les explica a sus alumnos que él mismo había sentido esta necesidad de ruptura con Chile.

Yo sentí la urgencia del viaje. No del viaje rápido de turismo, sino de expatriarse, viajar por meses y años, levantar las raíces de acá e intentar colocarlas en otra tierra. Creo honradamente que la experiencia del viaje es absolutamente necesaria para los escritores en formación y también después. Y hablo de los escritores chilenos. Los escritores que no viajen, que fijan para siempre sus raíces en un sitio, conservan su mérito, pero de alguna manera los problemas vistos en «micro» jamás se transforman en «macro», y lo que puede ser una buena idea literaria tiñe de tal manera lo que se escribe, que las ramas no lo dejan ver el bosque y tiende a un chauvinismo y a una exacerbación de un patriotismo pequeño. El viaje, el contacto prolongado con otras gentes y otras tierras y otras culturas, sin duda relativiza todo lo de aquí, y al relativizarlo, aunque uno escriba sobre lo más íntimamente chileno, sobre lo más doméstico, va a darle forzosamente una dimensión universal.

La generación de autores a la que mi padre perteneció, que publicaron algunas de sus obras memorables en las décadas del sesenta y setenta, y cuyos nombres se identifican con un momento muy alto de la novela latinoamericana, estaban todos escribiendo como expatriados. Muchos de ellos eran, de hecho, exiliados políticos. Otros habían elegido este desalojo de la tierra natal para adquirir experiencias y, sobre todo, perspectivas y opciones muy distintas a las que sus países les ofrecían.

La mente estaba en un estado previo a la eclosión antes de salir y existía el peligro de que se enquistara. Saliendo, la eclosión se producía, y se tenía la impresión de que se estaba produciendo en serie, que uno era parte de algo mucho más grande que las pequeñas eclosiones locales. Era una reacción en serie. Recuerdo que cuando yo le protesté a Carlos Fuentes en una carta por haber contado unos cuentos que yo sabía sobre las hermanas de Luis Buñuel y él los escribió en un artículo del New York Times, me contestó diciéndome: «No seas tonto, da lo mismo quién use esos cuentos, acuérdate que todos los latinoamericanos estamos escribiendo partes distintas de la misma gran novela».

Era una sensación común entre el grupo de escritores que pertenecieron al denominado Boom latinoamericano en torno a la agente literaria Carmen Balcells, con sede en Barcelona.

Si bien la mayoría de las grandes novelas de los escritores de esta región se escribieron fuera de sus países, estas novelas trataban temas de sus propias tierras, como una manera de recobrar esas patrias abandonadas por necesidades políticas o personales. Pero, según la visión de mi padre, no eran novelas nostálgicas, no eran «Oh, to be in England now that April’s there...».  Eran otra cosa bien distinta. Eran construcciones, exploraciones. Eran mirar desde afuera lo que no se había querido mirar, lo que no se había podido ver desde dentro. Eran posibles grandes síntesis dejando atrás detalles sin importancia que sólo interesan en provincia.

Gran parte de los novelistas de Europa de la década del sesenta y setenta estaban luchando por la libertad, por una libertad a que apostaron y que más tarde se vio caer, desintegrarse. Byron muere en Missolonhi, un inglés luchando por la libertad de los griegos. Hubo muchos Byron que rompieron lanzas por la libertad entre los novelistas latinoamericanos. Pero si bien creo que los conceptos de libertad van cambiando, las lealtades varían, se readecuan, se forman nuevas alianzas y distintas coaliciones que adquieren un sentido distinto al que antes tenían, las novelas de estos luchadores —y lo mucho que hay de lucha dentro de esas novelas, que muchas veces no es manifiesto ni claro a primera vista—, creo que permanecen. Para toda la generación de escritores más jóvenes, es lectura obligada, clásica, lo que nutrió sus imaginaciones, como a mí me nutrieron Sartre y Camus, y Faulkner y Fitzgerald.

Les dije entonces a mis alumnos que todo era cuestión de sabiduría, de desilusión. Que uno viajaba y se exponía, como Ulises, a mil aventuras, que el regreso era difícil y no tan claramente deseable a medida que el tiempo pasaba, que el mundo de Ítaca había cambiado totalmente después de los diez años del periplo, que uno mismo había cambiado hasta ser casi irreconocible más que por otros seres con fisuras, como el ciego, como el perro. Que no había hecho más que hablar de una patria, y de unas cosas de la patria, que en esencia no existían ya, o que quizás jamás habían existido, pero esa patria subjetiva, creada, viva sólo en el lenguaje, era más patria y más firme que las patrias trazadas por las fronteras geográficas y sus cercanías y lejanías. Les predico no sólo la necesidad de leer lo que quizás de inmediato no vayan a comprender o absorber, ni la necesidad de no perder contacto con las privadas fisuras interiores que existen en el espíritu de todo escritor, que escritores sin fisuras interiores no hay, sino también esa larga, agotadora tarea del viaje, del viaje como tal, Ulises recorriendo todo el mar Egeo para poder llegar de nuevo a Ítaca y uno tiene la sensación de que no tiene demasiadas ganas de volver a Ítaca porque le interesa más el viaje mismo, desde donde puede «pensar en Ítaca», que es lo literario, y es la esencia de La odisea.

Los talleres literarios fueron un éxito. Alumnos como Carlos Franz, Arturo Fontaine, Ágata Gligo, Fernando Sáez, Gonzalo Contreras, Alberto Fuguet y muchos otros, asistían con altos y bajos. Cada semana la casa de Galvarino Gallardo se alborotaba, el timbre sonaba a cada instante y uno a uno los alumnos subían al estudio de mi padre en el tercer piso, mientras Cirilo, nuestro perro, los perseguía mordiéndoles los tobillos. Ellos, tratando de esquivar educadamente a esta pequeña bestia, lograban alcanzar el altillo donde mi padre, como buen maestro, los esperaba sentado en un gran sillón de mimbre o recostado en su chaise longue.

Sobre esta experiencia escribe en su diario:

A los que pasaron por el taller me siento muy unido, muy compinches, con algunos he tenido una verdadera amistad. Alguien me dijo que una de las gracias que yo tenía como profesor era nunca hacer sentir inferior a nadie, es mi forma de entregarme, como profesor yo estoy recibiendo mucho, ellos me dan una cantidad de vivencias que yo no puedo tener, ya soy viejo, ellos me retroalimentan a medida que yo los voy alimentando.

En realidad, fue un maestro más que un profesor. Creo que mi padre dejó una gran huella en ese grupo, a pesar de que algunos se rebelaron más tarde a este legado y con justa razón, ya que fueron tildados de «donositos». Roberto Bolaño fue uno de los últimos en fustigarlos con ese término, ante lo cual quisieron correr por su propia cuenta y sublevarse ante la imagen del maestro para tomar otro camino. Una actitud muy lógica, claro está. Pero mi padre les enseñó algo importante: que el ser escritor es una tarea doble, por un lado mostrar su inteligencia, su sensibilidad y, por otro, entender la profundidad de la cultura y ser un agente de cambio, de imaginación.

Por ejemplo, durante una de las sesiones del taller, mi padre leyó en voz alta a sus alumnos un texto de Proust sobre Renoir, que hacía ver que antes de sus retratos no existían en París las mujeres de Renoir, pero, después de que él las pintó, los boulevards estaban repletos de estas mujeres. Así quería demostrar a sus alumnos la relación compleja entre el mundo creador de los libros, la literatura y otras artes, y que el artista puede transformar la realidad para su audiencia.

Hoy, mirando desde la distancia, me vuelvo a preguntar cuánto del alejamiento de algunos alumnos del taller fue por la imagen de mi padre. ¿Será el cansancio de ser siempre asociados al maestro? ¿Ser llamados «donositos»?

Ellos quieren emprender su propia historia sin ser catalogados dentro de estos cánones, que pueden no ser reales, pues cada uno tiene su propio estilo, su propio tono creativo y su propia marca. En cierto sentido se parecen a mí, al hijo que se rebela, que no quiere que el sello del padre lo estigmatice por siempre, pero también hay en ellos algo de rencor, de dolor, al igual que en mí, al no poder recibir del maestro el reconocimiento total e incondicional.

Arturo Fontaine, autor de la novela Oír su voz, en un artículo describe su paso por el taller de mi padre:

Se leían por supuesto manuscritos. Pero también se leían y discutían muchas novelas y cuentos conocidos. A veces, oírlo hablar de personajes, escenas y situaciones que le habían gustado, era casi conmovedor. Era impresionable como un niño. Leer, imaginar lo leído, era una manera vigorosa e inteligente de comprender. En eso creía, en que una mirada, una lágrima, una sonrisa que emociona en la página, humanizan a las que se suceden en el mundo.

Su taller era un poco una tertulia literaria. De repente, si se prolongaba a través de las invitaciones de María Pilar, se volvía, entonces, un poco un salón literario.

Donoso no intentaba imponer una estética o buscar adeptos. Jamás lo oí, en su taller, hablar de su propia obra a menos que se le preguntara expresamente por ella. Jamás lo oí recomendar o insinuar siquiera su lectura. En cambio, fui testigo una y otra vez de la vehemencia con que sugería a éste o aquél la lectura de tal o cual libro en función de lo que ellos estaban escribiendo. Sus gustos eran amplísimos.

Fontaine anotó, además, algunas cosas que mi padre dijo al pasar en su taller, registro muy interesante y que refleja el verdadero espíritu de esos talleres:

A veces, como en Otra vuelta de tuerca, el prólogo es clave.

Hay que preferir.

A mí me parece un error no elegir algún personaje en el cual uno, el escritor, se pueda proyectar.

¿Hesse? Está muy bien para los dieciséis.

—The Real Thing, de James: es una obra de arte quizás perfecta.

Lo más importante: el primer párrafo. ¿Ejemplos? Moby Dick, Orgullo y prejuicio, En busca del tiempo perdido... Aunque hay gente que valora más la última palabra. Los títulos son también importantes. Finalmente (riendo), el título es lo que más queda de las novelas.

Soy un novelista del espacio.

La tríada, tres adjetivos sucesivos. ¡Cuánto pueden hacer tres adjetivos sucesivos!

Un personaje puede hacerse añicos en la novela. Pero esa caída ha de tener cierta grandeza.

Novelar es pensar con la pluma.

Un novelista siempre tiene que saber cómo están vestidos sus personajes; dónde compran la ropa.

Un escritor no debe mostrar más que la punta del iceberg. Es el peso de lo que está escondido lo que sostiene la novela.

Un primer párrafo debe proyectar. No debe contar la novela. Debe enganchar.

No existen las enredaderas: existen las buganvillas, la pluma, las clemátides. No existen arbustos: existe el pitosporo.

Materia y forma: que la greda y la mano que la modela lleguen a ser una y la misma cosa.

Una de sus alumnas más queridas fue Ágata Gligo, quien murió un año después que él. Los unía una mutua admiración. Ágata sorprendía por su melena de leona, sus ojos azules casi transparentes, belleza que para mi padre era importantísima.

En el libro póstumo de Ágata Gligo, Diario de una pasajera, donde relata el proceso de su enfermedad, ella se refiere en muchas ocasiones a mi padre, pero hay una especialmente decidora en cuanto a lo que era él como maestro, y que creo ayudó a la existencia de su libro.

Pepe me preguntó:

¿Y tú?

Yo, aquí.

¿Qué pasa con la escritura? No puedes no escribir.

Me pareció oír: no puedes no vivir. Pero sin duda me equivoqué.

Le expliqué que no sabía por dónde empezar a trabajar y le pedí que me diera algún consejo.

Ningún consejo sirve —me respondió.

Lo sé. Pero de todas maneras quiero uno.

Entonces dijo:

Llevar diario de escritor.

Y reiteró:

Diario de escritor, no diario de vida.

 

Cuando mi padre cumplió setenta años, en octubre de 1994, el Departamento de Programas Culturales del Ministerio de Educación, junto a la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile, organizó el ya mencionado gran homenaje para celebrarlo: «Donoso, setenta años», que incluía la condecoración con la Orden al Mérito Cultural y Docente Gabriela Mistral, un coloquio internacional de escritores como José Saramago, Francesca Duranti, John Wideman, Philip Swanson, Josefina Delgado, además de muchos escritores chilenos. Una semana de charlas, debates, mesas redondas, exposiciones de arte, muestras de cine y concursos de cuentos.

Precisamente en su Diario, Ágata Gligo recuerda el homenaje y cómo mi padre podía ser a veces generoso y otras despiadado:

El viernes 7 tuvo lugar la mesa redonda de los «discípulos» (Ágata Gligo, Carlos Cerda, Arturo Fontaine, Darío Oses, Gonzalo Contreras, Fernando Sáez, Marco Antonio de la Parra, Soledad Fariña, Sergio Marras, Carlos Franz). Aunque el título de discípulos ya está gastado.

Bueno, el panel fue demasiado largo. A alguna gente le gustó y a otra lo cansó. Al final habló Pepe. Dijo algo como: «Esta gente tiene talento, unos más, otros menos. Pero, en general, no saben contar». ¿Fue eso lo que quiso expresar? Aunque lo dudo, así se oyó. La intervención de Pepe me pareció descalificadora por decir lo menos, y bastante pesada.

Después vino la mesa de cierre del coloquio, con la magnífica improvisación de José Saramago. Noté que no le había gustado la historia del maestro y los discípulos, y estoy segura de que cuando usó la palabra «apóstoles», se equivocó irónica y deliberadamente.

Esa frase desafortunada de mi padre en su discurso, «... pero no saben contar», sembró bastantes rencores que permanecen hasta el día de hoy.

Por ese entonces también hubo varias fiestas inolvidables. Una en el Palacio Cousiño y otra en la casa de Galvarino Gallardo, para despedir a todos los invitados internacionales, de cuya organización estuve a cargo yo, corriendo de un lado a otro hasta último momento y tratando de que todo estuviera perfecto, pues mi madre, en una especie de ataque de celos —que a veces le daban por tanto homenaje y reconocimiento—, se declaró enferma, aunque luego estuvo presente.

En su libro, Ágata Gligo describe esa noche:

Sentados en torno a la mesa redonda del comedor de los Donoso, pasamos mucho rato oyendo a Saramago contar la historia de su vocación tardía. No es un hombre de intercambio fácil, pues toma en cuenta poco a los demás.

Bueno, ahí estaba Pepe, en el otro lado de la mesa, conversando primero con Pepita Delgado y después con Delfina Guzmán. El haz de luz de Saramago lo dejaba fuera, en un vértice de sombra creado por la estatua del otro. Con el correr de los minutos, lo informe y flotante se plasmó en la superficie. María Pilar, vigía experimentada, verbalizó: «¡Miren, miren lo que está pasando! ¡El maestro arrinconado y todos sus discípulos predilectos embobados en torno a Saramago!». Las risas no impidieron que siguiéramos escuchando al escritor portugués, hasta que de repente el dueño de casa dijo que se retiraba a su dormitorio, pues estaba muy cansado. Nadie se atrevió a retenerlo, a decirle «quédate». Cuando subió nos miramos. ¡Está deprimido!, dijo Fernando Sáez. «Deprimido no, desesperado», corrigió Arturo Fontaine. «Lo que pasa es que no puede vivir sin nosotros», agregué yo y noté que todos gozábamos no sólo ante lo cómico del asunto, sino ante la posibilidad de ese sufrimiento. El único bondadoso fue Marco Antonio de la Parra. Primó su condición de médico psiquiatra. Subió a acompañar a Pepe y volvió con la noticia de que no bajaría. «La cosa es grave, más de lo que pensábamos», dijo Arturo. «¿Crees que hay peligro de suicidio?», inquirió Fernando. «¿Le tomaste el pulso, le pusiste la mano en la frente? ¿Lloró en tu hombro?», pregunté yo.

Y Saramago no perdía detalle.

Podríamos buscar nuevos horizontes. Llevamos demasiado tiempo como apóstoles —concluyó Arturo Fontaine.

Una buena idea sería trasladarnos a las islas Canarias. Por supuesto, a Lanzarote. Podríamos instalar un campamento a una distancia prudente de la casa de Saramago —propuse yo.

La idea prendió, nos iríamos los cinco apóstoles a las islas Canarias, tras el nuevo gurú.

Más adelante Ágata, con mucha ironía, relata todos los periplos de estos apóstoles pasando de un gurú a otro hasta que, finalmente, vuelven a su antiguo maestro. Luego, retoma el relato sobre esa velada:

Es verdad que Pepe estaba cansado, que subió un momento a su dormitorio. En mi relato lo dejé arriba. Lo cierto es que volvió relativamente rápido y se integró al grupo del comedor, participando en nuestros desvaríos. Los invitados extranjeros, Saramago incluido, se retiraron y nos quedamos en el salón, todos vivificados por la risa. ¡Fue una noche magnífica!, repetíamos excitados. ¡Fue una noche magnifica!, decía también Donoso.

La visión personal de mi padre sobre los talleres literarios como tales se refleja en un ensayo:

La idea de talleres literarios en su forma actual debe haber nacido en Estados Unidos, siempre ha sido costumbre, por otra parte, que los escritores más jóvenes se agrupen un poco en torno a los de más experiencia, en un café o en una casa hospitalaria que el maestro frecuentaba. Pero después fueron las universidades americanas las que tomaron esta idea de taller literario, comenzando en Stanford, California, y luego en Iowa City. Hoy por hoy existen pocas universidades americanas que no cuenten con un taller y en muchas de ellas es el punto de atracción mayor para el alumnado, sobre todo si el maestro es un escritor de buena talla y renombre. Las universidades compiten por tener como profesores en sus talleres a figuras destacadas.

¿A qué se va entonces a los talleres literarios? Creo que más que nada, en este mundo elitista en que vivimos, en busca de una atmósfera generada por pares que creen que vale la pena escribir, escribir novelas, ensayos, cuentos, teatro, poesía... lo que sea.

El método que se sigue también varía, aunque las diferencias no son grandes. Se reúne alrededor de un maestro un grupo de personas que han escrito un poco, privadamente, y quieren saber la opinión de otros escritores, que generalmente no conocen. O jóvenes aspirantes a genios o jóvenes tímidos, profesionales, estudiantes de literatura para los que no es suficiente lo que les da la universidad, gente con deseo de comunicarse o de saber un poco más sobre lo que ellos van escribiendo. En algunos talleres se lee algún cuento clásico, modelo, y se trabaja sobre él. En casi todos, el aspirante a escritor debe traer para una fecha establecida un cuento, si de cuentos se trata, y al leerlo en voz alta lo somete al juicio de los demás asistentes al taller.

En España logré formar un taller por unos pocos meses. Los talleres literarios —múltiples, variadísimos, muchas veces rivales— formaron algo como un espacio de independencia, un espacio donde se podía y debía hablar de literatura, porque la literatura, lejos de aislarse fuera de la contingencia social y política, le daba a ésta una estatura y una profundidad que estaba muy distante de la información periodística.

Cuando yo vivía en España, hace más de diez años, hablar de talleres literarios causaba risa, ¿se puede enseñar a escribir... se puede aprender?, ¿una persona que no tiene talento, puede llegar a tenerlo después de asistir a un taller?

No sé si en España, pero ciertamente en muchos países latinoamericanos, el tiempo ha dado respuesta a estas preguntas: no, no se puede enseñar a escribir... no, no se puede aprender, ni el talento se adquiere por contacto con otros alumnos que buscan lo mismo en un taller. Pero en muchos de nuestros países, Argentina, México, Chile, los talleres literarios han proliferado.

Los talleres literarios en Buenos Aires, por lo menos hace tres años, cuando yo frecuentaba esa capital, eran innumerables. Todo el que se preciara de ser escritor se instalaba con su grupo. Lo que me extrañó fue que —en los que yo visité— no los formaban gente joven, sino gente mayor, profesionales de edad madura: psicoanalistas, psicólogos y profesores. Funcionaban en todas partes, en la trastienda de una librería, en un café, en casas particulares.

En Chile, durante el régimen de Pinochet, tuvieron una importancia que es difícil de ignorar, aunque —por lo menos dentro de lo que yo sepa— jamás los talleres fueron sitios donde se gestaran ideas revolucionarias, ni se discutían las personalidades que empezaban a aparecer en la incipiente política, ni se promovieron protestas ni manifestaciones. Sin embargo, es posible afirmar que en ausencia de una universidad libre, los talleres formaron algo como una universidad marginal. No es que estuvieran organizados ni centralizados, pero existía un acuerdo tácito.

Pero los jóvenes talentosos de Estados Unidos hoy en día —los hijos de los hippies que repletaron los talleres hace un par de decenios—, que nada quieren saber de los compromisos extravagantes de sus padres, ¿asisten hoy a talleres? La verdad es que bastantes lo hacen, lo que no deja de sorprender: es como si adquiriendo media docena de gustos literarios lo hubieran aprendido todo y se lanzan al difícil mundo de las editoriales americanas, que en 1991 están cada vez más reacias a publicar cualquier cosa.

Es curioso que del taller literario de Iowa, en los años en que yo fui profesor, entre otros escritores, de ese taller salieron algunos de los escritores más notables de Estados Unidos de hoy en día: John Irving, Gail Godwin, John Edgar Wideman, entre otros.

Con la celebración oficial de sus setenta años viene un cambio en su persona y en su creación literaria. Continúa con sus talleres con cierta dificultad hasta que el esfuerzo es demasiado grande y abandona, no sin dolor, este rol que lo enorgullece y por el que se siente reconocido en su ego interno. Su gran virtud como maestro era escuchar; no había nada que lo apasionara tanto; sentía que más lo nutrían sus alumnos a él que él a ellos.

 

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

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