2
Gemini
G. B. Stern
GLADYS BRONWYN STERN, novelista inglesa, nació en
Londres en 1890. Obras:
Panthomime (1914), The Back Seat (1923), Tents of Israel (1924), Thunderstorm (1925), Debonair (1928), Mosaic (1930), Monogram
(1936), The Woman in the Hall (1939),
Another Part of the Forest (1941), The Young Matriarch (1942).
—Oye… ¿qué ha sido de David Merriman? La pregunta
era formulada a menudo, pero aquella noche había urgencia por conocer la
respuesta. Se echaba de menos a Merriman. Se echaba de menos su vitalidad, su
buen humor y su ridícula costumbre de entrar en interminables divagaciones,
cualquiera fuese el tema en discusión, como un río desbordado al que es preciso
oponer un dique.
Hasta seis semanas atrás, Merriman era accesible a
cualquiera, y en todo momento; pero últimamente circulaban sobre él extraños
rumores. En efecto, no habia desaparecido, a la manera de Waring y de otras
misteriosas victimas del Wanderlust:
What’s become of Waring
Since he gave us all the slip?…[1]
Corpóreamente, estaba aún en Londres, en su casa,
aunque en una oportunidad se había ausentado por espacio de un mes, sin dejar
indicio alguno sobre su paradero. Pero, socialmente, había abandonado a sus
amigos. Y las noticias que se tenían de él eran inquietantes: «Dicen que ha
dejado su empleo en la Gaceta. Dicen que se ha convertido en químico analítico,
o algo parecido; que está buscando el elixir de la juventud, como si Vardaroff
no hubiera tenido ya la gentileza de encontrarlo; que se pasa todo el día y la
mayor parte de la noche enfundado en su bata, barbudo, llenando y vaciando
botellas; que después destroza las botellas y que su casa es una pila de
vidrios rotos; que no quiere ver a nadie y que está buscando no se que coca…
Oh, dicen esto y aquello y lo de más allá».
—Vamos. Estoy harto de oír esas cocas. Vayamos a
sacarlo de su madriguera. Lo haremos vestir y afeitarse y pasar la noche con
nosotros, como un ser humano.
Prentice fue a sacar su automóvil del garage, y salieron en busca de David
Merriman.
Los tres amigos de David Merriman estaban inquietos
por él, aunque creyesen que lo único que extrañaban era su compañía regocijante
y jovial. Al hombre que viajaba con ellos, en cambio, no le importaba. Era un
conocido reciente, que Johnny Carfax había llevado aquella noche por
casualidad. Más joven que los otros, más elegante y mejor parecido; un mozo
atractivo, que daba la impresión de vivir en un mundo de aventuras secretas y
no demasiado escrupulosas.
No era difícil imaginarlo usando la chaqueta sobre
los hombros, sin meter los brazos en las mangas. Un hombre acostumbrado a las
conquistas fáciles. Parecía divertirle todo aquel alboroto en torno a David
Merriman. Sus labios dibujaban una sonrisa desdeñosa.
—Si el pobre diablo quiere que lo dejen solo para
romper frascos de remedio…
En realidad, le incomodaba que lo sacaran del
confortable departamento de Prentice, una vez que lo habían llevado allí. Era
una noche ventosa, el whisky era
bueno, y ¿qué importaba Merriman, al fin de cuentas?
—¿Por qué no llaman por teléfono? —sugirió
perezosamente.
Pero los otros no le prestaron atención. Era el más
joven, y además un extraño… un extraño bastante entrometido. No querían
extraños. Querían que regresara Merriman. El mismo Johnny Carfax se preguntó
para qué diablos habría traído al joven Theo Strake.
¿Qué le ocurría a David?
Tenía un departamento en el centro de la ciudad.
Aquella noche el centro estaba desierto. El viento circulaba por sus calles
vacías, en lugar del gentío y el tránsito habituales. El departamento de
Merriman estaba en el último piso. Llamaron y llamaron a la puerta, sin obtener
respuesta. De pronto se oyó un estallido, y casi en seguida un líquido sombrío
empezó a filtrarse por debajo de la puerta. Era demasiado melodramático para
ser verdad; y Theo Strake se echó a reír al ver las caras blancas de sus
compañeros.
—Eso no es sangre —dijo con burlona seguridad—. Yo
he visto mucha sangre. Huelan, si no me quieren creer. Es… sí, vermut Cinzano.
Pero Prentice había perdido la cabeza y golpeaba la
puerta como si abrigara esperanzas de derribarla. La puerta se abrió de pronto
y apareció Merriman, semejante a una ilustración convencional de las siniestras
historias que habían oído de él.
Parecía Lucifer caído del cielo, tras el porrazo.
Estaba sin afeitar, en bata y pantuflas. Pero, aparte de esos detalles
puramente externos, tenía un aspecto salvaje, de perseguido y exhausto. Y no
parecía tan satisfecho de la visita como cabía esperar de un hombre con fama de
jovial.
—¿Quieren entrar? —preguntó abruptamente.
—¡No seas tonto, Merriman! —replicó Carfax,
impaciente—. ¿Crees que hemos venido para quedarnos afuera y hablar a gritos
detrás de la puerta? Si tienes algo que ocultar, mételo en la alacena lo antes
posible: sea hombre, mujer o lo que fuere. Te damos cincuenta segundos de
plazo.
Merriman se encogió de hombros.
—Tengo algo que encontrar; nada que ocultar.
—¿La voluntad perdida?
Sonrió maliciosamente, ya más parecido al David que
ellos conocían.
—El cóctel perdido —dijo—. Adelante, pasen… Quizá
no lamente que hayan venido. Esta habitación apesta a enigmas, y estoy harto de
andar a tientas. Si tú quisieras ir a Hungría, Johnny, ¿cómo harías? ¿Irías a
la estación a comprar un billete? ¿Tomarías el tren, y después un barco, y
nuevamente el tren? ¿Harías eso? Bueno, pues eso es justamente lo que yo no
puedo hacer. ¡Oh, esa espléndida e insolente simplicidad de ir a la estación y
comprar un billete de ferrocarril! En cambio yo… ¡Aquí me tienen, varado! ¡Les
digo que es para volverse loco!
¿Loco?… El piso de la habitación, sin barrer,
estaba atestado de botellas, así como las mesas, las sillas y las estanterías.
Vasos sanos y rotos yacían desparramados por doquier; vasos mediados de
líquidos pálidos, incoloros o levemente dorados, de un verde claro o un maligno
rojo oscuro. Y David Merriman, parado en mitad de aquel desorden fantástico con
sabor a alquimia, como un geniecillo desesperado en robe de chambre, agitaba los brazos y gritaba, dirigiéndose a alguna
invisible agencia de viajes que debía llevarlo a Hungría, y que en cambio lo
dejaba en Londres:
¡Sésamo, ábrete! ¡Maldito seas! ¡Ábrete!
¿Qué diablos significaba todo aquello? Era
increíble: increíblemente idiota.
—Será mejor que nos cuentes lo que ocurre, David
—sugirió Carfax. Tanto él como Prentice y Richardson habrían deseado que su
nuevo acompañante no presenciara aquel espectáculo de un Merriman desintegrado.
—Mira —dijo Richardson, que era el espíritu más
obtuso del grupo—, mira, Merriman: si quieres ir a Hungría, aunque no se me
ocurre por que alguien ha de querer ir a Hungría… Pero si quieres ir… ¿por qué
no dejas el asunto en manos de la agencia Cook, o Lunn, o cualquiera de ellas?
Supongo que andas detrás de una mujer ¿eh? He oído decir que son morenas y
gitanas… No es mi tipo. Pero si te quedas aquí sentado, y abandonas a tus
amigos, y bebes en exceso, no irás muy lejos.
Merriman lanzó una carcajada.
—¿No iré muy lejos? ¡Pues yo les digo que sí tengo
éxito iré más lejos que Cook y Lunn y que cualquier coche-dormitorio! Iré todo
lo lejos que quiera ir: al Cielo, a Hungría… Y tú Horacio, ¿crees que bebo
demasiado nada más que para embriagarme? —De pronto pareció advertir que
Carfax, que era a quien más apreciaba de los tres, parecía molesto por su
actitud—. Está bien, Johnny, está bien… lo diré lo que pasa. Entonces podrás
juzgar. Horacio no creerá una palabra de lo que diga, y sera divertido
contemplar su incredulidad… lo más divertido que haya presenciado en muchas
semanas. Por otra parte, yo mismo no estoy seguro de creerme. Por otra parte,
yo mismo no estoy seguro de creerme…
»Ustedes sabrán que durante el verano estuve
vagabundeando por Europa Central. Me atuve a los lugares más pequeños. No me
acerqué a Praga, a Budapest, a ninguna de las capitales. En primer lugar,
porque no tenía ropa presentable. En una aldea de los Cárpatos, St. Rudigund,
el dueño de una taberna me pidió que probara una botella de slivovitz casero. No lo había hecho él,
sino su padre. Me aseguró que era bastante añejo. Solo le quedaban unas pocas
botellas. Era una bebida extraña, no demasiado dulce, con un insinuante aroma
de ciruelas. Compré una botella para traérmela a casa. A decir verdad, era un
pequeño obsequio para Horacio… ¡Agradéceme, Horacio, aunque nunca haya llegado
a tu poder! Aquel viejo me hizo pagar por ella un precio tan extravagante, que
al fin de cuentas decidí no regalarla.
»Cuando volví al país… ¿Recuerdan aquella noche en
que los invité a cenar, y después, cuando ustedes vinieron, no me
encontraron?».
Prentice asintió. Él había sido uno de los
invitados. Aquél fue el principio de las extravagancias de Merriman y de todos
los rumores que corrían sobre él…
—Había resuelto preparar los cócteles antes de que
ustedes llegaran, cuando se me ocurrió que podía inventar uno nuevo, con un
poco de slivovitz. Abrí la botella y
mezclé el cóctel en un vaso. Aquel vaso era para mí: quería probarlo, para ver
cómo había resultado el experimento. Apenas le puse algunas gotas de slivovitz. Bebí…
»… En el mismo instante me encontré sentado a la
mesa de un cabaret, en un país
extranjero. Bebiendo. La orquesta estaba compuesta por gitanos, auténticos
cíngaros. Pensé en seguida que quizá estuviera en Hungría, probablemente en
Budapest. Reconocí ese instrumento musical que ellos tienen, semejante a un
piano, y que tocan golpeando las teclas con dos palillos rematados en bolitas.
»No, no, no se trataba de una alfombra mágica ni de
otra tontería semejante. No me quedé dormido, ni soñé ni atravesé el espacio.
Me encontré allí simplemente… allí y no aquí. Es muy sencillo. Tú mismo,
Horacio, aceptas diariamente cosas mucho más absurdas, porque estás
acostumbrado a ellas. En otras circunstancias, sencillamente no creerías las
cosas que ahora crees.
»Pues bien, lo cierto es que allá estaba yo, y como
si fuera la cosa más natural del mundo. El café era uno de esos lugares
agradablemente irresponsables, adonde uno no puede llevar a su propia hermana y
adonde no la llevaría aunque pudiese: lujoso, caro y pintoresco. Había mucha
gente.
»La música gitana se deslizaba por el recinto como
un agua reluciente; imposible recogerla, recordarla más tarde, pero en el
momento le proporciona a uno un auténtico placer. ¿Les dije que no había
mujeres entre los parroquianos? El café se llamaba Kiss Ludo. Vi el nombre, al
revés, sobre la entrada. No es broma. Los besos son frecuentes en Hungría… Kiss
Ludo. El nombre de pila primero. De pronto trajeron tres enormes bandejas con
tapas de plata. Todos aplaudieron cuando fueron destapadas y aparecieron tres
muchachas cubiertas de flores. Tú tambien habrías aplaudido, Horacio… —Merriman
observó con fastidio a Theo Straker, como si acabara de advertir que había un
intruso y le hubiese cobrado a primera vista una violenta antipatía—. Sí, la
sorpresa habitual en los cabarets del
Continente.
»Pero aquellas muchachas eran verdaderamente
hermosas. Una de ellas… —Bajó la voz, y nuevamente sus menos realizaron
mecánicamente el ademán de mezclar un cóctel, como si hubieran repetido tantas
veces ese movimiento que ahora actuaran sin intervención de la voluntad de su
dueño—. Una de ellas era bellísima. Me recordaba aquellas estampas de Kirschner
que a comienzos de la guerra solíamos clavar con tachuelas en las paredes de
nuestras barracas, ¿recuerdan? Vivaz, joven y maliciosa. ¡Una maravilla! Tenía
cabellos rubios rizados, y un cuerpo ondulante y reluciente, como una pera de
oro. Saltó de su bandeja y corrió ligeramente había mí; sí, directamente a
donde yo estaba, y se arrodilló en una silla a mi lado. Les confieso que me
sentí halagado.
»Hablaba un poco de francés, mas o menos como yo.
Esperó a que la música y los ruidos invadieran nuevamente el recinto, y
entonces murmuró:
»—Llévame de regreso. Estoy asustada. Me gustas, te
quiero, pero estoy asustada.
»—¿Que te lleve de regreso? ¿Adónde? —Me quedé de
una pieza cuando contestó: “¡A la escuela!”.
»La escuela, dijo, estaba a unas treinta millas de
Budapest, en la llanura. No podía explicarme con claridad —su francés, o el
mío, era demasiado limitado— cómo había llegado en esa bandeja, debajo de
aquella tapa, al Café de Kiss Ludo. No parecía el lugar más adecuado para una
discípula de un Seminario de Jóvenes, pero creí entender que se trataba de una
broma; que quería ver la vida; que estaba aburrida de la escuela, y que se
había hecho pasar por una tal Marishka, cuyo nombre figuraba varias veces en la
historia que me contó que ahora estaba cansada de bromas y que… por favor,
¿quería yo llevarla de regreso?
»—Me gustas, te quiero, estoy asustada —tal era su
estribillo. Me pregunté cómo habría salido del paso si no hubiese encontrado a
nadie a quien apreciar o amar con tan angelical confianza en que la simpatía
seria retribuida y el amor… no. ¡Pero, en fin, todos llevamos adentro algo de
caballería andante! Alcé a la pequeña belleza, la cargué sobre mis hombros y
salí tambaleándome con ella, gritando y fanfarroneando como si fuera mi presa
legítima. Y esto entendido, nadie nos detuvo. Las otras dos muchachas quedaron
en el café, y los gitanos seguían tocando sus violines como locos. Su música
era una marea oscura y fluida. La atravesamos y salimos a la calle. Dos o tres
automóviles aguardaban en la calzada. Le dije que sobornara a algún conductor
para que nos llevase a su famosa escuela. Yo no hablaba húngaro. No tenía la
menor idea de lo que debería decirle a la directora del internado. Aun ahora no
se que le habría dicho, si ella hubiera existido. Pero no existía, como verán
en seguida.
»La joven aún llevaba puesta su ropa de baile, un
vestido de tenue seda amarilla. Le presté mi sobretodo para que se abrigase.
Atravesamos durante casi dos horas aquellas tristes llanuras húngaras, que
durante el día tienen un aterciopelado color púrpura y están decoradas de altos
girasoles amarillos y gordos gansos blancos, y que aun de noche se adivinan interminables,
tendidas hacia el invisible horizonte.
»La muchacha se acurrucó en mis brazos y se quedo
dormida… Es hora de que alguien desmienta esa famosa leyenda de “los fríos
ingleses”…¡Maldita y estúpida leyenda!
»Por fin nos detuvimos ante unas altas rejas de
hierro, que indudablemente constituían la entrada de un gran jardín o de una
finca rural.
»—Ahora sé el camino —dijo Carla (se llamaba así),
y añadió—: Adiós. ¡Gracias! —Y alzó el rostro para que la besara, la muy
desvergonzada.
»—¿Te veré nuevamente?
»—¡Todo depende! —Se había levantado del asiento,
lista para bajar.
»—¿Depende de qué? —Sentía pavor de perderla para
siempre.
»Aguardé su respuesta, pero fué inútil. Porque en
aquel preciso momento me encontré nuevamente aquí.
»No, no puedo decirles cómo ocurrió. Es inútil
preguntarme. Lo único que se es que no desperté de pronto, ni caí por la
chimenea, ni entré montado en un rayo de luna. Nada de eso. Si la magia
obedecía a algún talismán (y no parecía magia, sino algo enteramente natural),
ese talismán sólo podía ser el cóctel… Porque al “regresar”, apretaba aún con
fuerza en la mano el vaso vacío.
»¿Cuánto tiempo estuve en Hungría? Sí, me imagine
que preguntarían eso. Pues estuve allá exactamente el tiempo que falté de mi
casa, un tiempo mucho menor del que requiere un viaje de ida y regreso. Habré
estado una hora en el café y una hora y tres cuartos en el automóvil; y salí de
aquí… a ver, ¿a que hora los había invitado a cenar, Prentice? ¿A las ocho?
Supongamos que empecé a preparar el cóctel a las ocho menos cuarto. Eran las
once menos veinte cuando la aventura llegó a su brusco término. ¡Y me encontré
repentinamente aquí, boquiabierto, con el vaso en la mano y la cristalina risa
de Carla en mis oídos, sin tener idea de cómo podía volver a encontrarla!
»Transcurrió una semana antes que se me ocurriera
que acaso la botella de slivovitz
tuviese algo que ver con el asunto. Entonces me vestí con mi mejor ropa —porque
en cualquier momento podía ver nuevamente a Carla— y bebí un vaso de slivovitz, sin mezcla. Se hubieran reído
de ver cómo me temblaba la mano al llenar el vaso. Volqué bastante en la mesa…
»Y entonces…¡No pasó nada! ¡No me moví de donde
estaba! ¡Se habrían reído aún más si me hubieran visto parado como un plomo
ante la mesa del comedor, esperando ser proyectado a la cuarta dimensión, a
Hungría…!
»Me devané los sesos tratando de recordar todas las
historias de encantamientos que habia leído. Y llegué a la conclusión de que
para que el hechizo obrara del mismo modo y con los mismos resultados, todas
los detalles debían ser idénticos. Esperé entonces hasta las ocho menos cuarto,
y prepare exactamente el mismo cóctel. Recordaba los ingredientes porque al
prepararlo por primera vez los había medido con bastante exactitud. Quería
impresionar a Dicky Foster, que siempre se jacta de sus recetas privadas.
»Bebí.
»Esta vez todo salió bien. Me encontré nuevamente
en Hungría. Pero no exactamente en el mismo lugar, sino en una gran sala de un
castillo. A decir verdad —y puesto que no necesito fastidiarlos narrándoles mis
descubrimientos en su orden cronológico—, mas tarde supe que ése era el
interior de la “Escuela” de Carla, que yo había visto por afuera. ¿Escuela?
¡Qué demonio de chica! Aquello no era más escuela que esta casa. Era la
residencia campestre de su esposo. Y su esposo era un conde, o un mariscal de
campo, o ambas cosas a la vez. Por lo menos, sus criados le hacían profundas
reverencias cada vez que lo veían.
»… De pronto apareció Carla. Entró en la sala,
donde yo contemplaba desconsolado las astadas bestias que decoraban las
paredes, preguntándome dónde me hallaba y que iría a ocurrir. Bajó la escalera
labrada, muy gran dama, muy decorosa, muy decorativa, y me dijo cortésmente que
se alegraba de verme y que lamentaba que su esposo hubiera salido a cazar.
»En conjunto, fue una noche insatisfactoria. Ella
no abandonó su actitud glacial. No se parecía en nada a la chiquilla que yo
había visto entronizada en una bandeja de rosas. Se mostraba tan remota que yo
vacilaba en recordarle su aventura y en preguntarle por que me había engañado,
fingiendo ser una colegiala cuando en realidad era una mujer casada. Al fin me
decidí. Ella frunció el ceño, desconcertada y colérica. Después una luz de
comprensión —muy tenue— apareció en su rostro.
»Esa tiene que haber sido mi perversa hermanita,
Carla. Somos gemelas. Yo soy Zena, ella es Carla. Pero somos tan parecidas que
es difícil distinguir a una de otra.
»—¿Y ella —pregunté con el corazón latiéndome
furiosamente— está ahora en el castillo?
»—Sí, vive conmigo. Yo habría querido dejarla más
tiempo en el colegio, pero se negaron a tenerla. Es demasiado caprichosa y
alocada. Por eso pensamos casarla lo antes posible con un amigo de mi esposo.
»Después de esas palabras, no quiso hablar
nuevamente de Carla. Me disculpé en un francés chapurreado. Pero a Zena, cuyo
nombre para la sociedad era Condesa Janoschoza, no le caí simpático, o bien era
demasiado virtuosa para demostrarlo. Me conservó a distancia. Cualquiera habría
dicho que yo era un vasallo. Estos húngaros tienen un espíritu feudal. Me
obsequió con refrescos y me mostró fotografiás. Y yo dilataba mi permanencia,
esperando instante tras instante que apareciera Carla. Pero aquella vez no la
vi…
»¿Cómo, en nombre del Cielo, se explicaban mi
presencia? Yo mismo no la explicaba. Sin embargo, a todos les aprecia muy
natural.
»Al fin me encontré de vuelta. Daban las diez. Mi
anterior estadía en el paraíso había durado cuarenta minutos más. Quizás esta
vez el cóctel fue más pequeño.
»Ustedes podrán imaginar en que estado de animo
viví los días siguientes. No me atrevía a “volver”. Temía gastar todo el tiempo
que me quedaba, consumir aquella preciosa botella de slivovitz en largas, tranquilas y amables conversaciones con la
condesa Zena, tan parecida a la perversa Carla. Tan hermosa, y tan
asombrosamente igual, y al mismo tiempo tan diferente en su actitud.
»Sin embargo, logré ver nuevamente a Carla, en mi
quinta visita al castillo. Para ese entonces, la desesperación empezaba a
apoderarse de mí. Como les digo, en la quinta visita vi a Carla, y no a Zena.
Carla me pareció tan provocativa e impetuosa como la primera vez, y no disimuló
el afecto que me profesaba. Pero se echó a reír cuando yo, con la mayor
severidad posible, le pregunté cómo se había atrevido a burlarse de mi en
nuestro último encuentro.
»—¡Me divertí tanto!… —exclamó.
»En los intervalos que pasaba aquí, en Londres (y
digo intervalos porque mi verdadera vida, la única que importaba, transcurría
en aquellos fantásticos instantes desligados del resto del tiempo), traté de
aprender el húngaro para llegar a una comunicación más perfecta con las dos
hermanas mellizas, que la que podía proporcionarnos el presentar mis respetos a
Zena o el besar a Carla. ¿Alguno de ustedes ha tratado de aprender el húngaro?
Es peor que el chino. Lo cierto es que, llegada la ocasión, por mucho que me
esforzara, no lograba recordar más que dos palabras: hideg y meleg, cálido y
frío. Cálida era Carla, fría era Zena, y yo no avanzaba más de ahí, y la
botella de slivovitz se vaciaba con
rapidez. En Londres, ningún mercader de vinos había oído mencionar esa bebida.
Me consolé pensando que en el momento en que la acabara podría ir a Hungría por
el camino habitual, en una forma normal y decente, y quedarme allí todo el
tiempo que me viniese en gana. Sería difícil encontrar el café de Budapest en
que había empezado mi aventura, e igualmente fácil descubrir el castillo del
conde Janoschoza. Sin embargo, empezaba a preocuparme.
»Eran muchas las cosas que me inquietaban. En
primer lugar, nunca había visto a las dos hermanas al mismo tiempo. Eso era
extraño. Y después, ninguna de ellas parecía asombrarse de mis espasmódicas
llegadas y partidas, y yo mismo no podía explicárselas: todo aquel negocio era
demasiado increíble, y ninguno de nosotros hablaba demasiado bien el francés.
»Por otra parte, mis permanencias en el castillo
eran muy breves, y yo habría querido tener a Carla siempre a mi lado. Abrigaba
la horrible sospecha de que Carla no tendría el menor empacho en decirle a
cualquier otro hombre que le lloviera del cielo después de beber un cóctel:
“¡Me gustas, te quiero, estoy asustada!”. ¿Y si yo perdía el secreto del
regreso? ¿Si ese misterioso poder se radicaba en otro, en alguien mejor
parecido, más… más audaz que yo? La sola idea de que pudiera existir ese rival…
»¡Oh, bueno, de nada sirve desvariar!
»Por aquella época perdí mi empleo en el periódico.
Me despidieron, diciéndome que era demasiado distraído. Y eso era justamente lo
que me ocurría. Estaba distraído; mi alma, mi corazón y mi espíritu estaban
ausentes, y solo mi cuerpo desganado se arrastraba por lugares de Londres.
»Cuando preparé mi último cóctel con lo que restaba
de la botella de slivovitz —una dosis
mayor que la habitual—, calculé que me proyectaría a la cuarta dimensión, o lo
que fuere, durante unas cuatro horas.
»Esta vez había resuelto concertar definitivamente
una cita con Carla, para lo cual pensaba entrar en Hungría en la forma
acostumbrada y normal.
»Pero llegado el momento, olvidé mis propósitos. Sé
que es difícil creerlo. Pero si ustedes hubieran tenido la misma revelación que
yo tuve, también lo habrían olvidado. Aquello echó todo por tierra.
»La revelación fue simplemente ésta: las hermanas
gemelas no existían: Carla era Zena, y Zena era Carla, y ella creía ser ambas a
la vez. Era una manía.
»¡Así se explicaba que nunca las hubiera visto
juntas! Cada una de ellas hablaba con perfecta convicción de su “hermana”: Zena
con cierta ansiedad, como si lamentara que la pequeña Carla fuese tan
indomeñable y alocada e hiciera cosas tan extravagantes, y Carla con un gesto
de rebeldía, los labios fruncidos y una mirada de fastidio por la excesiva
seriedad de Zena. Zena se había casado un año atrás, cuando sólo tenía
diecisiete años. Y era tan buena… Nunca había nada malo, ni siquiera traicionaba
a su marido…
»Todo esto, ese complejo de las mellizas, me fue
explicado por un encantador anciano húngaro que hablaba inglés y a quien conocí
aquella noche en una cena a la que no tenía el menor deseo de concurrir, pero
en la que fui interpelado mucho antes de los postres, y sin posibilidad, por
consiguiente, de levantarme y escapar».
Pero las horas que me quedaban eran demasiado
preciosas para gastarlas de ese modo. Empecé a odiar a mi vecino de mesa, y a
preguntarme cada vez con más insistencia dónde estaba Carla. ¿Dónde se ocultaba
siempre? Bien podía hacer acto de presencia, sabiendo que yo la adoraba, que
estaba loco por ella, loco como esa música cíngara que se desliza por la noche
sobre las llanuras…
»Zena ocupaba la cabecera de la mesa. Me sonrió muy
graciosamente, pero yo sabía que no le era simpático. Adiviné que el anciano
caballero que hablaba inglés era el amigo del conde Janoschoza a quien estaba
destinada Carla, pues la consideraban en edad de casarse. ¡En edad de casarse…
a los dieciocho años!
»Es la costumbre en el Continente. ¡Ah, si yo me la
hubiera llevado conmigo aquella primera vez, en lugar de devolverla a su
hermana… a sí misma! Pero estaba demasiado aturdido para comprender lo que
debía hacer. Y ahora me sentía demasiado indefenso y sujeto… sujeto a esa
increíble celestina: una botella de slivovitz.
¡Qué situación para un amante!
»Si pudiera ver a Carla una vez más —pensaba en
ponerla en camino a Inglaterra, antes que cesen los efectos del hechizo, y
luego encontrarla aquí… ¿Comprenden lo que quiero decir? No, no comprenden…
Horacio parece dispuesto a tomarme la temperatura.
»A los postres sirvieron un tokay Aszúbor añejo de setenta años, y las damas se retiraron a
otra sala. Aquellas reuniones en el castillo eran muy formales. Fue entonces
cuando trabé conversación con el único hombre que hablaba ingles —mi rival,
como lo bauticé melodramáticamente más tarde.
»—¿No le parece que nuestra anfitriona es muy
hermosa? —me preguntó.
»Y yo respondí, en son de desafío:
»—Sí, pero no tan hermosa como su hermana, su
hermana melliza.
»Y fue entonces cuando me contó toda la historia.
»No me sentí tan sorprendido como podrían ustedes
imaginar. Inconscientemente, ya abrigaba mis sospechas. Nunca las había visto
juntas. Siempre había visto a Carla o a Zena, nunca a Carla y a Zena.
»En cambio, maldije mi suerte por haberme
presentado, tan a menudo, con caprichosa ironía, a Carla convertida en Zena,
que era fría y virtuosa y un poco hostil; mientras que pocas veces, poquísimas
veces, tuve la buena fortuna de llegar en el momento propicio para encontrar a
Zena trocada en Carla…
»Lúgubremente juré para mis adentros no esperar
más: la próxima vez que Carla —o la ilusión de Carla, no importa el nombre que
ustedes quieran darle— prevaleciera sobre Zena, aceptaría lo que me brindaban
los dioses del cóctel. No había motivo de preocupación. La muchacha tenía un
esposo, un protector. Antes sí, antes me habría inquietado, cuando aún la creía
hermana de Zena, cuando aún la veía como una deliciosa chicuela que miraba con
ojos desmesurados al desconocido recién llegado de Inglaterra y le decía: “¡Me
gustas, te quiero!”.
»Después de la cena salí al jardín. El tokay que acabábamos de beber era
fuerte, embriagador e incitante. Mientras lo paladeábamos, el conde había dado
unas palmadas, ordenando a su orquesta de músicos gitanos que tocara para
nosotros. Y ahora yo sentía que la sangre corría impetuosamente por mis venas.
»Junto a la reja de hierro donde había dejado a
Carla aquella primera noche, volví a encontrarla. Naturalmente, tenía puesto el
mismo vestido que llevaba poco antes, cuando sentada a la cabecera de la mesa
desempeñaba el papel de Zena. Pero comprendí en seguida que ya no era Zena,
porque corrió hacia mí con los brazos abiertos.
»… Y en aquel momento los demonios volvieron a
depositarme aquí. ¡No se quiénes son, o qué son, ni por qué lo hacen, pero
malditos sean! ¡Malditos, mil veces malditos! Saben que no puedo volver a ella…
¡Malditos sean!
»Nunca volví a verla. Viajé inmediatamente a
Hungría, por ferrocarril y vapor, pero no pude encontrar el café de Kiss Ludo.
Hay docenas de lugares que llevan el nombre de Kiss en todas las calles de
Budapest. Ese nombre es tan común como el de Smith en Inglaterra. Pero el café
no existía. Y tampoco existía el castillo del conde Janoschoza, al menos en el
plano normal y consciente. Recorrí los alrededores de Budapest en veinte,
treinta, cuarenta millas a la redonda, como un perro en busca de su presa.
Estaba frenético. Hice averiguaciones por doquier.
»Al fin llegué a la conclusión de que aquel extraño
mundo y la gente que lo habitaba no podían ser alcanzados por un camino
directo. Quizá no tenían existencia independiente, acaso estaban sujetos al
hechizo del condenado cóctel.
»Sin embargo, yo estaba resuelto a no perder a
Carla. Evidentemente, lo primero que debía hacer era ir a St. Rudigund y
conseguir una buena provisión de slivovitz,
todas las botellas que el tabernero consintiera en venderme. No importaba el
precio. Aun cuando me costaran hasta el último céntimo que poseía, Carla valía
eso y más. Carla, y no Zena, que adoraba a su esposo, ¿comprenden ustedes? ¡Y
solo la había visto una vez en siete! Si me hubiera quedado algún sentido del
humor, eso me habría divertido.
»Cuando llegué a St. Rudigund, el viejo figonero
había muerto, y su sucesor se había despachado todas las botellas de slivovitz, menos siete. Pagué por ellas
un previo fantástico, sencillamente porque no pude ocultar mi desesperación por
conseguirlas.
»Después regresé aquí lo antes posible. No me atrevía
a iniciar la experiencia en cualquier otro lugar, porque pensaba que el hechizo
no obraría sino en la misma habitación, con la misma mesa, el mismo vaso, la
misma coctelera. Carla aguardaba, y podía llegar cualquier otro… Era como una
fruta en el instante previo a la perfección de la madurez. El más leve golpe la
habría derribado al suelo.
»¡Carla! Si hubieran oído ustedes cómo latía mi
corazón, mientras yo mezclaba los ingredientes, cuidando de no desperdiciar el slivovitz; mientras agitaba la coctelera,
llenaba el vaso y lo bebía… Carla… Carla…
»Una vez más, no pasó nada. Permanecí donde estaba.
»Después de la primera conmoción del desengaño, se
me ocurrió que el cóctel no había tenido el mismo gusto. O la calidad de
aquella botella de slivovitz era diferente,
o bien yo había modificado las proporciones de la mezcla. ¿Qué cantidad de
ginebra había puesto en anteriores oportunidades? ¿Cuánto vermut francés? Unas gotas de limón, una pizca de bitter… Bueno, pero un cálculo
aproximado en gotas y pizcas no bastaba.
»Tenía que recordar con exactitud. El gusto de la
bebida había cambiado. Yo recordaba el sabor justo que debía tener, pero en
otro aspecto, aquel agitado rodar por Europa había embotado mi memoria. ¿Cuánto
vermut? ¿Qué cantidad de ginebra?
¿Había echado en el vaso dos chorritos de Angostura o tres?».
—Todo fue inútil —concluyó David Merriman
amargamente—. He estado ensayando desde entonces. De nada sirve. Ya casi me he
resignado.
Durante la última parte de su relato había estado
vertiendo mecánicamente líquidos de las botellas amontonadas sobre la mesa,
como sí ya no pudiera dejar de hacerlo, como si debiera seguir mezclando
cócteles el resto de su vida, hasta que acaso el azar le deparase por oblicuos
caminos la receta olvidada.
Los hombres que escuchaban su historia vieron una
botella cuadrada, de oscuro color de ciruelas, sin etiqueta.
Merriman la vació, poniéndola boca abajo. Después,
arrebatado por súbita furia, agitó frenéticamente la mezcla, enarbolando la
coctelera sobre su cabeza, dilatando ese movimiento de ritmo desesperado, como
si ya no supiera ni le importara el resultado, como si un fantasmagórico
tribunal lo obligara burlonamente a repetir hasta la eternidad ese gesto.
Por fin, advirtiendo con despreocupada ironía lo
que estaba haciendo, vertió la mezcla y pasó el vaso a Johnny Carfax con un
gesto indiferente.
—¿Quieres probarlo? —sugirió—. Es la única bebida
que puedo ofrecerte. El cóctel número ciento siete. Creo que ahora tendré que
renunciar a mi búsqueda: no me queda más slivovitz.
Y Horacio, que es tan bondadoso, podrá llevarme lo antes posible a un
manicomio.
—No, gracias —dijo Carfax—, no me gustan los
cócteles. Tomaría un vaso de jerez, pero un cóctel… —Meneó la cabeza y pasó el
vaso al joven Strake, que era el más próximo.
—¡Buena suerte! —exclamó Theo Strake, y se bebió el
vaso.
Todos se quedaron mirando el lugar donde había
estado parado.