jueves, 16 de julio de 2020

2 Gemini G. B. Stern, ANTOLOGÍA DEL CUENTO EXTRAÑO. TOMO IV.



2
Gemini

G. B. Stern
GLADYS BRONWYN STERN, novelista inglesa, nació en Londres en 1890. Obras: Panthomime (1914), The Back Seat (1923), Tents of Israel (1924), Thunderstorm (1925), Debonair (1928), Mosaic (1930), Monogram (1936), The Woman in the Hall (1939), Another Part of the Forest (1941), The Young Matriarch (1942).

—Oye… ¿qué ha sido de David Merriman? La pregunta era formulada a menudo, pero aquella noche había urgencia por conocer la respuesta. Se echaba de menos a Merriman. Se echaba de menos su vitalidad, su buen humor y su ridícula costumbre de entrar en interminables divagaciones, cualquiera fuese el tema en discusión, como un río desbordado al que es preciso oponer un dique.
Hasta seis semanas atrás, Merriman era accesible a cualquiera, y en todo momento; pero últimamente circulaban sobre él extraños rumores. En efecto, no habia desaparecido, a la manera de Waring y de otras misteriosas victimas del Wanderlust:
What’s become of Waring
Since he gave us all the slip?…[1]
Corpóreamente, estaba aún en Londres, en su casa, aunque en una oportunidad se había ausentado por espacio de un mes, sin dejar indicio alguno sobre su paradero. Pero, socialmente, había abandonado a sus amigos. Y las noticias que se tenían de él eran inquietantes: «Dicen que ha dejado su empleo en la Gaceta. Dicen que se ha convertido en químico analítico, o algo parecido; que está buscando el elixir de la juventud, como si Vardaroff no hubiera tenido ya la gentileza de encontrarlo; que se pasa todo el día y la mayor parte de la noche enfundado en su bata, barbudo, llenando y vaciando botellas; que después destroza las botellas y que su casa es una pila de vidrios rotos; que no quiere ver a nadie y que está buscando no se que coca… Oh, dicen esto y aquello y lo de más allá».
—Vamos. Estoy harto de oír esas cocas. Vayamos a sacarlo de su madriguera. Lo haremos vestir y afeitarse y pasar la noche con nosotros, como un ser humano.
Prentice fue a sacar su automóvil del garage, y salieron en busca de David Merriman.
Los tres amigos de David Merriman estaban inquietos por él, aunque creyesen que lo único que extrañaban era su compañía regocijante y jovial. Al hombre que viajaba con ellos, en cambio, no le importaba. Era un conocido reciente, que Johnny Carfax había llevado aquella noche por casualidad. Más joven que los otros, más elegante y mejor parecido; un mozo atractivo, que daba la impresión de vivir en un mundo de aventuras secretas y no demasiado escrupulosas.
No era difícil imaginarlo usando la chaqueta sobre los hombros, sin meter los brazos en las mangas. Un hombre acostumbrado a las conquistas fáciles. Parecía divertirle todo aquel alboroto en torno a David Merriman. Sus labios dibujaban una sonrisa desdeñosa.
—Si el pobre diablo quiere que lo dejen solo para romper frascos de remedio…
En realidad, le incomodaba que lo sacaran del confortable departamento de Prentice, una vez que lo habían llevado allí. Era una noche ventosa, el whisky era bueno, y ¿qué importaba Merriman, al fin de cuentas?
—¿Por qué no llaman por teléfono? —sugirió perezosamente.
Pero los otros no le prestaron atención. Era el más joven, y además un extraño… un extraño bastante entrometido. No querían extraños. Querían que regresara Merriman. El mismo Johnny Carfax se preguntó para qué diablos habría traído al joven Theo Strake.
¿Qué le ocurría a David?
Tenía un departamento en el centro de la ciudad. Aquella noche el centro estaba desierto. El viento circulaba por sus calles vacías, en lugar del gentío y el tránsito habituales. El departamento de Merriman estaba en el último piso. Llamaron y llamaron a la puerta, sin obtener respuesta. De pronto se oyó un estallido, y casi en seguida un líquido sombrío empezó a filtrarse por debajo de la puerta. Era demasiado melodramático para ser verdad; y Theo Strake se echó a reír al ver las caras blancas de sus compañeros.
—Eso no es sangre —dijo con burlona seguridad—. Yo he visto mucha sangre. Huelan, si no me quieren creer. Es… sí, vermut Cinzano.
Pero Prentice había perdido la cabeza y golpeaba la puerta como si abrigara esperanzas de derribarla. La puerta se abrió de pronto y apareció Merriman, semejante a una ilustración convencional de las siniestras historias que habían oído de él.
Parecía Lucifer caído del cielo, tras el porrazo. Estaba sin afeitar, en bata y pantuflas. Pero, aparte de esos detalles puramente externos, tenía un aspecto salvaje, de perseguido y exhausto. Y no parecía tan satisfecho de la visita como cabía esperar de un hombre con fama de jovial.
—¿Quieren entrar? —preguntó abruptamente.
—¡No seas tonto, Merriman! —replicó Carfax, impaciente—. ¿Crees que hemos venido para quedarnos afuera y hablar a gritos detrás de la puerta? Si tienes algo que ocultar, mételo en la alacena lo antes posible: sea hombre, mujer o lo que fuere. Te damos cincuenta segundos de plazo.
Merriman se encogió de hombros.
—Tengo algo que encontrar; nada que ocultar.
—¿La voluntad perdida?
Sonrió maliciosamente, ya más parecido al David que ellos conocían.
—El cóctel perdido —dijo—. Adelante, pasen… Quizá no lamente que hayan venido. Esta habitación apesta a enigmas, y estoy harto de andar a tientas. Si tú quisieras ir a Hungría, Johnny, ¿cómo harías? ¿Irías a la estación a comprar un billete? ¿Tomarías el tren, y después un barco, y nuevamente el tren? ¿Harías eso? Bueno, pues eso es justamente lo que yo no puedo hacer. ¡Oh, esa espléndida e insolente simplicidad de ir a la estación y comprar un billete de ferrocarril! En cambio yo… ¡Aquí me tienen, varado! ¡Les digo que es para volverse loco!
¿Loco?… El piso de la habitación, sin barrer, estaba atestado de botellas, así como las mesas, las sillas y las estanterías. Vasos sanos y rotos yacían desparramados por doquier; vasos mediados de líquidos pálidos, incoloros o levemente dorados, de un verde claro o un maligno rojo oscuro. Y David Merriman, parado en mitad de aquel desorden fantástico con sabor a alquimia, como un geniecillo desesperado en robe de chambre, agitaba los brazos y gritaba, dirigiéndose a alguna invisible agencia de viajes que debía llevarlo a Hungría, y que en cambio lo dejaba en Londres:
¡Sésamo, ábrete! ¡Maldito seas! ¡Ábrete!
¿Qué diablos significaba todo aquello? Era increíble: increíblemente idiota.
—Será mejor que nos cuentes lo que ocurre, David —sugirió Carfax. Tanto él como Prentice y Richardson habrían deseado que su nuevo acompañante no presenciara aquel espectáculo de un Merriman desintegrado.
—Mira —dijo Richardson, que era el espíritu más obtuso del grupo—, mira, Merriman: si quieres ir a Hungría, aunque no se me ocurre por que alguien ha de querer ir a Hungría… Pero si quieres ir… ¿por qué no dejas el asunto en manos de la agencia Cook, o Lunn, o cualquiera de ellas? Supongo que andas detrás de una mujer ¿eh? He oído decir que son morenas y gitanas… No es mi tipo. Pero si te quedas aquí sentado, y abandonas a tus amigos, y bebes en exceso, no irás muy lejos.
Merriman lanzó una carcajada.
—¿No iré muy lejos? ¡Pues yo les digo que sí tengo éxito iré más lejos que Cook y Lunn y que cualquier coche-dormitorio! Iré todo lo lejos que quiera ir: al Cielo, a Hungría… Y tú Horacio, ¿crees que bebo demasiado nada más que para embriagarme? —De pronto pareció advertir que Carfax, que era a quien más apreciaba de los tres, parecía molesto por su actitud—. Está bien, Johnny, está bien… lo diré lo que pasa. Entonces podrás juzgar. Horacio no creerá una palabra de lo que diga, y sera divertido contemplar su incredulidad… lo más divertido que haya presenciado en muchas semanas. Por otra parte, yo mismo no estoy seguro de creerme. Por otra parte, yo mismo no estoy seguro de creerme…
»Ustedes sabrán que durante el verano estuve vagabundeando por Europa Central. Me atuve a los lugares más pequeños. No me acerqué a Praga, a Budapest, a ninguna de las capitales. En primer lugar, porque no tenía ropa presentable. En una aldea de los Cárpatos, St. Rudigund, el dueño de una taberna me pidió que probara una botella de slivovitz casero. No lo había hecho él, sino su padre. Me aseguró que era bastante añejo. Solo le quedaban unas pocas botellas. Era una bebida extraña, no demasiado dulce, con un insinuante aroma de ciruelas. Compré una botella para traérmela a casa. A decir verdad, era un pequeño obsequio para Horacio… ¡Agradéceme, Horacio, aunque nunca haya llegado a tu poder! Aquel viejo me hizo pagar por ella un precio tan extravagante, que al fin de cuentas decidí no regalarla.
»Cuando volví al país… ¿Recuerdan aquella noche en que los invité a cenar, y después, cuando ustedes vinieron, no me encontraron?».
Prentice asintió. Él había sido uno de los invitados. Aquél fue el principio de las extravagancias de Merriman y de todos los rumores que corrían sobre él…
—Había resuelto preparar los cócteles antes de que ustedes llegaran, cuando se me ocurrió que podía inventar uno nuevo, con un poco de slivovitz. Abrí la botella y mezclé el cóctel en un vaso. Aquel vaso era para mí: quería probarlo, para ver cómo había resultado el experimento. Apenas le puse algunas gotas de slivovitz. Bebí…
»… En el mismo instante me encontré sentado a la mesa de un cabaret, en un país extranjero. Bebiendo. La orquesta estaba compuesta por gitanos, auténticos cíngaros. Pensé en seguida que quizá estuviera en Hungría, probablemente en Budapest. Reconocí ese instrumento musical que ellos tienen, semejante a un piano, y que tocan golpeando las teclas con dos palillos rematados en bolitas.
»No, no, no se trataba de una alfombra mágica ni de otra tontería semejante. No me quedé dormido, ni soñé ni atravesé el espacio. Me encontré allí simplemente… allí y no aquí. Es muy sencillo. Tú mismo, Horacio, aceptas diariamente cosas mucho más absurdas, porque estás acostumbrado a ellas. En otras circunstancias, sencillamente no creerías las cosas que ahora crees.
»Pues bien, lo cierto es que allá estaba yo, y como si fuera la cosa más natural del mundo. El café era uno de esos lugares agradablemente irresponsables, adonde uno no puede llevar a su propia hermana y adonde no la llevaría aunque pudiese: lujoso, caro y pintoresco. Había mucha gente.
»La música gitana se deslizaba por el recinto como un agua reluciente; imposible recogerla, recordarla más tarde, pero en el momento le proporciona a uno un auténtico placer. ¿Les dije que no había mujeres entre los parroquianos? El café se llamaba Kiss Ludo. Vi el nombre, al revés, sobre la entrada. No es broma. Los besos son frecuentes en Hungría… Kiss Ludo. El nombre de pila primero. De pronto trajeron tres enormes bandejas con tapas de plata. Todos aplaudieron cuando fueron destapadas y aparecieron tres muchachas cubiertas de flores. Tú tambien habrías aplaudido, Horacio… —Merriman observó con fastidio a Theo Straker, como si acabara de advertir que había un intruso y le hubiese cobrado a primera vista una violenta antipatía—. Sí, la sorpresa habitual en los cabarets del Continente.
»Pero aquellas muchachas eran verdaderamente hermosas. Una de ellas… —Bajó la voz, y nuevamente sus menos realizaron mecánicamente el ademán de mezclar un cóctel, como si hubieran repetido tantas veces ese movimiento que ahora actuaran sin intervención de la voluntad de su dueño—. Una de ellas era bellísima. Me recordaba aquellas estampas de Kirschner que a comienzos de la guerra solíamos clavar con tachuelas en las paredes de nuestras barracas, ¿recuerdan? Vivaz, joven y maliciosa. ¡Una maravilla! Tenía cabellos rubios rizados, y un cuerpo ondulante y reluciente, como una pera de oro. Saltó de su bandeja y corrió ligeramente había mí; sí, directamente a donde yo estaba, y se arrodilló en una silla a mi lado. Les confieso que me sentí halagado.
»Hablaba un poco de francés, mas o menos como yo. Esperó a que la música y los ruidos invadieran nuevamente el recinto, y entonces murmuró:
»—Llévame de regreso. Estoy asustada. Me gustas, te quiero, pero estoy asustada.
»—¿Que te lleve de regreso? ¿Adónde? —Me quedé de una pieza cuando contestó: “¡A la escuela!”.
»La escuela, dijo, estaba a unas treinta millas de Budapest, en la llanura. No podía explicarme con claridad —su francés, o el mío, era demasiado limitado— cómo había llegado en esa bandeja, debajo de aquella tapa, al Café de Kiss Ludo. No parecía el lugar más adecuado para una discípula de un Seminario de Jóvenes, pero creí entender que se trataba de una broma; que quería ver la vida; que estaba aburrida de la escuela, y que se había hecho pasar por una tal Marishka, cuyo nombre figuraba varias veces en la historia que me contó que ahora estaba cansada de bromas y que… por favor, ¿quería yo llevarla de regreso?
»—Me gustas, te quiero, estoy asustada —tal era su estribillo. Me pregunté cómo habría salido del paso si no hubiese encontrado a nadie a quien apreciar o amar con tan angelical confianza en que la simpatía seria retribuida y el amor… no. ¡Pero, en fin, todos llevamos adentro algo de caballería andante! Alcé a la pequeña belleza, la cargué sobre mis hombros y salí tambaleándome con ella, gritando y fanfarroneando como si fuera mi presa legítima. Y esto entendido, nadie nos detuvo. Las otras dos muchachas quedaron en el café, y los gitanos seguían tocando sus violines como locos. Su música era una marea oscura y fluida. La atravesamos y salimos a la calle. Dos o tres automóviles aguardaban en la calzada. Le dije que sobornara a algún conductor para que nos llevase a su famosa escuela. Yo no hablaba húngaro. No tenía la menor idea de lo que debería decirle a la directora del internado. Aun ahora no se que le habría dicho, si ella hubiera existido. Pero no existía, como verán en seguida.
»La joven aún llevaba puesta su ropa de baile, un vestido de tenue seda amarilla. Le presté mi sobretodo para que se abrigase. Atravesamos durante casi dos horas aquellas tristes llanuras húngaras, que durante el día tienen un aterciopelado color púrpura y están decoradas de altos girasoles amarillos y gordos gansos blancos, y que aun de noche se adivinan interminables, tendidas hacia el invisible horizonte.
»La muchacha se acurrucó en mis brazos y se quedo dormida… Es hora de que alguien desmienta esa famosa leyenda de “los fríos ingleses”…¡Maldita y estúpida leyenda!
»Por fin nos detuvimos ante unas altas rejas de hierro, que indudablemente constituían la entrada de un gran jardín o de una finca rural.
»—Ahora sé el camino —dijo Carla (se llamaba así), y añadió—: Adiós. ¡Gracias! —Y alzó el rostro para que la besara, la muy desvergonzada.
»—¿Te veré nuevamente?
»—¡Todo depende! —Se había levantado del asiento, lista para bajar.
»—¿Depende de qué? —Sentía pavor de perderla para siempre.
»Aguardé su respuesta, pero fué inútil. Porque en aquel preciso momento me encontré nuevamente aquí.
»No, no puedo decirles cómo ocurrió. Es inútil preguntarme. Lo único que se es que no desperté de pronto, ni caí por la chimenea, ni entré montado en un rayo de luna. Nada de eso. Si la magia obedecía a algún talismán (y no parecía magia, sino algo enteramente natural), ese talismán sólo podía ser el cóctel… Porque al “regresar”, apretaba aún con fuerza en la mano el vaso vacío.
»¿Cuánto tiempo estuve en Hungría? Sí, me imagine que preguntarían eso. Pues estuve allá exactamente el tiempo que falté de mi casa, un tiempo mucho menor del que requiere un viaje de ida y regreso. Habré estado una hora en el café y una hora y tres cuartos en el automóvil; y salí de aquí… a ver, ¿a que hora los había invitado a cenar, Prentice? ¿A las ocho? Supongamos que empecé a preparar el cóctel a las ocho menos cuarto. Eran las once menos veinte cuando la aventura llegó a su brusco término. ¡Y me encontré repentinamente aquí, boquiabierto, con el vaso en la mano y la cristalina risa de Carla en mis oídos, sin tener idea de cómo podía volver a encontrarla!
»Transcurrió una semana antes que se me ocurriera que acaso la botella de slivovitz tuviese algo que ver con el asunto. Entonces me vestí con mi mejor ropa —porque en cualquier momento podía ver nuevamente a Carla— y bebí un vaso de slivovitz, sin mezcla. Se hubieran reído de ver cómo me temblaba la mano al llenar el vaso. Volqué bastante en la mesa…
»Y entonces…¡No pasó nada! ¡No me moví de donde estaba! ¡Se habrían reído aún más si me hubieran visto parado como un plomo ante la mesa del comedor, esperando ser proyectado a la cuarta dimensión, a Hungría…!
»Me devané los sesos tratando de recordar todas las historias de encantamientos que habia leído. Y llegué a la conclusión de que para que el hechizo obrara del mismo modo y con los mismos resultados, todas los detalles debían ser idénticos. Esperé entonces hasta las ocho menos cuarto, y prepare exactamente el mismo cóctel. Recordaba los ingredientes porque al prepararlo por primera vez los había medido con bastante exactitud. Quería impresionar a Dicky Foster, que siempre se jacta de sus recetas privadas.
»Bebí.
»Esta vez todo salió bien. Me encontré nuevamente en Hungría. Pero no exactamente en el mismo lugar, sino en una gran sala de un castillo. A decir verdad —y puesto que no necesito fastidiarlos narrándoles mis descubrimientos en su orden cronológico—, mas tarde supe que ése era el interior de la “Escuela” de Carla, que yo había visto por afuera. ¿Escuela? ¡Qué demonio de chica! Aquello no era más escuela que esta casa. Era la residencia campestre de su esposo. Y su esposo era un conde, o un mariscal de campo, o ambas cosas a la vez. Por lo menos, sus criados le hacían profundas reverencias cada vez que lo veían.
»… De pronto apareció Carla. Entró en la sala, donde yo contemplaba desconsolado las astadas bestias que decoraban las paredes, preguntándome dónde me hallaba y que iría a ocurrir. Bajó la escalera labrada, muy gran dama, muy decorosa, muy decorativa, y me dijo cortésmente que se alegraba de verme y que lamentaba que su esposo hubiera salido a cazar.
»En conjunto, fue una noche insatisfactoria. Ella no abandonó su actitud glacial. No se parecía en nada a la chiquilla que yo había visto entronizada en una bandeja de rosas. Se mostraba tan remota que yo vacilaba en recordarle su aventura y en preguntarle por que me había engañado, fingiendo ser una colegiala cuando en realidad era una mujer casada. Al fin me decidí. Ella frunció el ceño, desconcertada y colérica. Después una luz de comprensión —muy tenue— apareció en su rostro.
»Esa tiene que haber sido mi perversa hermanita, Carla. Somos gemelas. Yo soy Zena, ella es Carla. Pero somos tan parecidas que es difícil distinguir a una de otra.
»—¿Y ella —pregunté con el corazón latiéndome furiosamente— está ahora en el castillo?
»—Sí, vive conmigo. Yo habría querido dejarla más tiempo en el colegio, pero se negaron a tenerla. Es demasiado caprichosa y alocada. Por eso pensamos casarla lo antes posible con un amigo de mi esposo.
»Después de esas palabras, no quiso hablar nuevamente de Carla. Me disculpé en un francés chapurreado. Pero a Zena, cuyo nombre para la sociedad era Condesa Janoschoza, no le caí simpático, o bien era demasiado virtuosa para demostrarlo. Me conservó a distancia. Cualquiera habría dicho que yo era un vasallo. Estos húngaros tienen un espíritu feudal. Me obsequió con refrescos y me mostró fotografiás. Y yo dilataba mi permanencia, esperando instante tras instante que apareciera Carla. Pero aquella vez no la vi…
»¿Cómo, en nombre del Cielo, se explicaban mi presencia? Yo mismo no la explicaba. Sin embargo, a todos les aprecia muy natural.
»Al fin me encontré de vuelta. Daban las diez. Mi anterior estadía en el paraíso había durado cuarenta minutos más. Quizás esta vez el cóctel fue más pequeño.
»Ustedes podrán imaginar en que estado de animo viví los días siguientes. No me atrevía a “volver”. Temía gastar todo el tiempo que me quedaba, consumir aquella preciosa botella de slivovitz en largas, tranquilas y amables conversaciones con la condesa Zena, tan parecida a la perversa Carla. Tan hermosa, y tan asombrosamente igual, y al mismo tiempo tan diferente en su actitud.
»Sin embargo, logré ver nuevamente a Carla, en mi quinta visita al castillo. Para ese entonces, la desesperación empezaba a apoderarse de mí. Como les digo, en la quinta visita vi a Carla, y no a Zena. Carla me pareció tan provocativa e impetuosa como la primera vez, y no disimuló el afecto que me profesaba. Pero se echó a reír cuando yo, con la mayor severidad posible, le pregunté cómo se había atrevido a burlarse de mi en nuestro último encuentro.
»—¡Me divertí tanto!… —exclamó.
»En los intervalos que pasaba aquí, en Londres (y digo intervalos porque mi verdadera vida, la única que importaba, transcurría en aquellos fantásticos instantes desligados del resto del tiempo), traté de aprender el húngaro para llegar a una comunicación más perfecta con las dos hermanas mellizas, que la que podía proporcionarnos el presentar mis respetos a Zena o el besar a Carla. ¿Alguno de ustedes ha tratado de aprender el húngaro? Es peor que el chino. Lo cierto es que, llegada la ocasión, por mucho que me esforzara, no lograba recordar más que dos palabras: hideg y meleg, cálido y frío. Cálida era Carla, fría era Zena, y yo no avanzaba más de ahí, y la botella de slivovitz se vaciaba con rapidez. En Londres, ningún mercader de vinos había oído mencionar esa bebida. Me consolé pensando que en el momento en que la acabara podría ir a Hungría por el camino habitual, en una forma normal y decente, y quedarme allí todo el tiempo que me viniese en gana. Sería difícil encontrar el café de Budapest en que había empezado mi aventura, e igualmente fácil descubrir el castillo del conde Janoschoza. Sin embargo, empezaba a preocuparme.
»Eran muchas las cosas que me inquietaban. En primer lugar, nunca había visto a las dos hermanas al mismo tiempo. Eso era extraño. Y después, ninguna de ellas parecía asombrarse de mis espasmódicas llegadas y partidas, y yo mismo no podía explicárselas: todo aquel negocio era demasiado increíble, y ninguno de nosotros hablaba demasiado bien el francés.
»Por otra parte, mis permanencias en el castillo eran muy breves, y yo habría querido tener a Carla siempre a mi lado. Abrigaba la horrible sospecha de que Carla no tendría el menor empacho en decirle a cualquier otro hombre que le lloviera del cielo después de beber un cóctel: “¡Me gustas, te quiero, estoy asustada!”. ¿Y si yo perdía el secreto del regreso? ¿Si ese misterioso poder se radicaba en otro, en alguien mejor parecido, más… más audaz que yo? La sola idea de que pudiera existir ese rival…
»¡Oh, bueno, de nada sirve desvariar!
»Por aquella época perdí mi empleo en el periódico. Me despidieron, diciéndome que era demasiado distraído. Y eso era justamente lo que me ocurría. Estaba distraído; mi alma, mi corazón y mi espíritu estaban ausentes, y solo mi cuerpo desganado se arrastraba por lugares de Londres.
»Cuando preparé mi último cóctel con lo que restaba de la botella de slivovitz —una dosis mayor que la habitual—, calculé que me proyectaría a la cuarta dimensión, o lo que fuere, durante unas cuatro horas.
»Esta vez había resuelto concertar definitivamente una cita con Carla, para lo cual pensaba entrar en Hungría en la forma acostumbrada y normal.
»Pero llegado el momento, olvidé mis propósitos. Sé que es difícil creerlo. Pero si ustedes hubieran tenido la misma revelación que yo tuve, también lo habrían olvidado. Aquello echó todo por tierra.
»La revelación fue simplemente ésta: las hermanas gemelas no existían: Carla era Zena, y Zena era Carla, y ella creía ser ambas a la vez. Era una manía.
»¡Así se explicaba que nunca las hubiera visto juntas! Cada una de ellas hablaba con perfecta convicción de su “hermana”: Zena con cierta ansiedad, como si lamentara que la pequeña Carla fuese tan indomeñable y alocada e hiciera cosas tan extravagantes, y Carla con un gesto de rebeldía, los labios fruncidos y una mirada de fastidio por la excesiva seriedad de Zena. Zena se había casado un año atrás, cuando sólo tenía diecisiete años. Y era tan buena… Nunca había nada malo, ni siquiera traicionaba a su marido…
»Todo esto, ese complejo de las mellizas, me fue explicado por un encantador anciano húngaro que hablaba inglés y a quien conocí aquella noche en una cena a la que no tenía el menor deseo de concurrir, pero en la que fui interpelado mucho antes de los postres, y sin posibilidad, por consiguiente, de levantarme y escapar».
Pero las horas que me quedaban eran demasiado preciosas para gastarlas de ese modo. Empecé a odiar a mi vecino de mesa, y a preguntarme cada vez con más insistencia dónde estaba Carla. ¿Dónde se ocultaba siempre? Bien podía hacer acto de presencia, sabiendo que yo la adoraba, que estaba loco por ella, loco como esa música cíngara que se desliza por la noche sobre las llanuras…
»Zena ocupaba la cabecera de la mesa. Me sonrió muy graciosamente, pero yo sabía que no le era simpático. Adiviné que el anciano caballero que hablaba inglés era el amigo del conde Janoschoza a quien estaba destinada Carla, pues la consideraban en edad de casarse. ¡En edad de casarse… a los dieciocho años!
»Es la costumbre en el Continente. ¡Ah, si yo me la hubiera llevado conmigo aquella primera vez, en lugar de devolverla a su hermana… a sí misma! Pero estaba demasiado aturdido para comprender lo que debía hacer. Y ahora me sentía demasiado indefenso y sujeto… sujeto a esa increíble celestina: una botella de slivovitz. ¡Qué situación para un amante!
»Si pudiera ver a Carla una vez más —pensaba en ponerla en camino a Inglaterra, antes que cesen los efectos del hechizo, y luego encontrarla aquí… ¿Comprenden lo que quiero decir? No, no comprenden… Horacio parece dispuesto a tomarme la temperatura.
»A los postres sirvieron un tokay Aszúbor añejo de setenta años, y las damas se retiraron a otra sala. Aquellas reuniones en el castillo eran muy formales. Fue entonces cuando trabé conversación con el único hombre que hablaba ingles —mi rival, como lo bauticé melodramáticamente más tarde.
»—¿No le parece que nuestra anfitriona es muy hermosa? —me preguntó.
»Y yo respondí, en son de desafío:
»—Sí, pero no tan hermosa como su hermana, su hermana melliza.
»Y fue entonces cuando me contó toda la historia.
»No me sentí tan sorprendido como podrían ustedes imaginar. Inconscientemente, ya abrigaba mis sospechas. Nunca las había visto juntas. Siempre había visto a Carla o a Zena, nunca a Carla y a Zena.
»En cambio, maldije mi suerte por haberme presentado, tan a menudo, con caprichosa ironía, a Carla convertida en Zena, que era fría y virtuosa y un poco hostil; mientras que pocas veces, poquísimas veces, tuve la buena fortuna de llegar en el momento propicio para encontrar a Zena trocada en Carla…
»Lúgubremente juré para mis adentros no esperar más: la próxima vez que Carla —o la ilusión de Carla, no importa el nombre que ustedes quieran darle— prevaleciera sobre Zena, aceptaría lo que me brindaban los dioses del cóctel. No había motivo de preocupación. La muchacha tenía un esposo, un protector. Antes sí, antes me habría inquietado, cuando aún la creía hermana de Zena, cuando aún la veía como una deliciosa chicuela que miraba con ojos desmesurados al desconocido recién llegado de Inglaterra y le decía: “¡Me gustas, te quiero!”.
»Después de la cena salí al jardín. El tokay que acabábamos de beber era fuerte, embriagador e incitante. Mientras lo paladeábamos, el conde había dado unas palmadas, ordenando a su orquesta de músicos gitanos que tocara para nosotros. Y ahora yo sentía que la sangre corría impetuosamente por mis venas.
»Junto a la reja de hierro donde había dejado a Carla aquella primera noche, volví a encontrarla. Naturalmente, tenía puesto el mismo vestido que llevaba poco antes, cuando sentada a la cabecera de la mesa desempeñaba el papel de Zena. Pero comprendí en seguida que ya no era Zena, porque corrió hacia mí con los brazos abiertos.
»… Y en aquel momento los demonios volvieron a depositarme aquí. ¡No se quiénes son, o qué son, ni por qué lo hacen, pero malditos sean! ¡Malditos, mil veces malditos! Saben que no puedo volver a ella… ¡Malditos sean!
»Nunca volví a verla. Viajé inmediatamente a Hungría, por ferrocarril y vapor, pero no pude encontrar el café de Kiss Ludo. Hay docenas de lugares que llevan el nombre de Kiss en todas las calles de Budapest. Ese nombre es tan común como el de Smith en Inglaterra. Pero el café no existía. Y tampoco existía el castillo del conde Janoschoza, al menos en el plano normal y consciente. Recorrí los alrededores de Budapest en veinte, treinta, cuarenta millas a la redonda, como un perro en busca de su presa. Estaba frenético. Hice averiguaciones por doquier.
»Al fin llegué a la conclusión de que aquel extraño mundo y la gente que lo habitaba no podían ser alcanzados por un camino directo. Quizá no tenían existencia independiente, acaso estaban sujetos al hechizo del condenado cóctel.
»Sin embargo, yo estaba resuelto a no perder a Carla. Evidentemente, lo primero que debía hacer era ir a St. Rudigund y conseguir una buena provisión de slivovitz, todas las botellas que el tabernero consintiera en venderme. No importaba el precio. Aun cuando me costaran hasta el último céntimo que poseía, Carla valía eso y más. Carla, y no Zena, que adoraba a su esposo, ¿comprenden ustedes? ¡Y solo la había visto una vez en siete! Si me hubiera quedado algún sentido del humor, eso me habría divertido.
»Cuando llegué a St. Rudigund, el viejo figonero había muerto, y su sucesor se había despachado todas las botellas de slivovitz, menos siete. Pagué por ellas un previo fantástico, sencillamente porque no pude ocultar mi desesperación por conseguirlas.
»Después regresé aquí lo antes posible. No me atrevía a iniciar la experiencia en cualquier otro lugar, porque pensaba que el hechizo no obraría sino en la misma habitación, con la misma mesa, el mismo vaso, la misma coctelera. Carla aguardaba, y podía llegar cualquier otro… Era como una fruta en el instante previo a la perfección de la madurez. El más leve golpe la habría derribado al suelo.
»¡Carla! Si hubieran oído ustedes cómo latía mi corazón, mientras yo mezclaba los ingredientes, cuidando de no desperdiciar el slivovitz; mientras agitaba la coctelera, llenaba el vaso y lo bebía… Carla… Carla…
»Una vez más, no pasó nada. Permanecí donde estaba.
»Después de la primera conmoción del desengaño, se me ocurrió que el cóctel no había tenido el mismo gusto. O la calidad de aquella botella de slivovitz era diferente, o bien yo había modificado las proporciones de la mezcla. ¿Qué cantidad de ginebra había puesto en anteriores oportunidades? ¿Cuánto vermut francés? Unas gotas de limón, una pizca de bitter… Bueno, pero un cálculo aproximado en gotas y pizcas no bastaba.
»Tenía que recordar con exactitud. El gusto de la bebida había cambiado. Yo recordaba el sabor justo que debía tener, pero en otro aspecto, aquel agitado rodar por Europa había embotado mi memoria. ¿Cuánto vermut? ¿Qué cantidad de ginebra? ¿Había echado en el vaso dos chorritos de Angostura o tres?».
—Todo fue inútil —concluyó David Merriman amargamente—. He estado ensayando desde entonces. De nada sirve. Ya casi me he resignado.
Durante la última parte de su relato había estado vertiendo mecánicamente líquidos de las botellas amontonadas sobre la mesa, como sí ya no pudiera dejar de hacerlo, como si debiera seguir mezclando cócteles el resto de su vida, hasta que acaso el azar le deparase por oblicuos caminos la receta olvidada.
Los hombres que escuchaban su historia vieron una botella cuadrada, de oscuro color de ciruelas, sin etiqueta.
Merriman la vació, poniéndola boca abajo. Después, arrebatado por súbita furia, agitó frenéticamente la mezcla, enarbolando la coctelera sobre su cabeza, dilatando ese movimiento de ritmo desesperado, como si ya no supiera ni le importara el resultado, como si un fantasmagórico tribunal lo obligara burlonamente a repetir hasta la eternidad ese gesto.
Por fin, advirtiendo con despreocupada ironía lo que estaba haciendo, vertió la mezcla y pasó el vaso a Johnny Carfax con un gesto indiferente.
—¿Quieres probarlo? —sugirió—. Es la única bebida que puedo ofrecerte. El cóctel número ciento siete. Creo que ahora tendré que renunciar a mi búsqueda: no me queda más slivovitz. Y Horacio, que es tan bondadoso, podrá llevarme lo antes posible a un manicomio.
—No, gracias —dijo Carfax—, no me gustan los cócteles. Tomaría un vaso de jerez, pero un cóctel… —Meneó la cabeza y pasó el vaso al joven Strake, que era el más próximo.
—¡Buena suerte! —exclamó Theo Strake, y se bebió el vaso.
Todos se quedaron mirando el lugar donde había estado parado.


[1] ¿Qué habrá sido de Waring, desde que tomó el portante?

miércoles, 15 de julio de 2020

1 Metamorfosis Ramón Gómez de la Serna. ANTOLOGÍA DEL CUENTO EXTRAÑO. TOMO IV.


1
Metamorfosis

Ramón Gómez de la Serna
RAMÓN GOMEZ DE LA SERNA, el múltiple y regocijante escritor español, nació en Madrid en 1888. Ha escrito novelas en serio y en broma, ha escrito biografías, cuentos y libros de arte, ha reivindicado el chiste, ha dictado conferencias desde un trapecio, ha inventado un nuevo género literario —con lo escasos que andan y como prueba máxima de vitalidad y resistencia está, desde hace varios años, radicado en Buenos Aires.

No era brusco Gazel, pero decía cosas violentas e inesperadas en el idilio silencioso con Esperanza. Aquella tarde había trabajado mucho y estaba nervioso, deseoso de decir alguna gran frase que cubriese a su mujer asustándola un poco. Gazel, sin levantar la vista de su trabajo, le dijo de pronto:
—¡Te voy a clavar con un alfiler como a una mariposa!
Esperanza no contestó nada, pero cuando Gazel volvió la cabeza vio como por la ventana abierta desaparecía una mariposa que se achicaba a lo lejos, mientras se agrandaba la sombra en el fondo de la habitación.

viernes, 10 de julio de 2020

10 El precio de la cabeza John Russell



10
El precio de la cabeza

John Russell
Esta es la historia del extraño viaje que hiciera a la parda Fufuti, «donde unos son ahumados y otros comidos», Christopher Alexander Pellett y su fiel amigo negro. Del autor, JOHN RUSSELL, sólo sabemos que publicó en 1919 un libro titulado Color of the East, de donde procede este memorable relato.
Los bienes de Christopher Alexander Pellett eran éstos: su nombre, que siempre cuidó de mantener intacto; unos pantalones de lienzo, ya no intactos, en cuyo interior vivía y dormía; una permanente sed de bebidas alcohólicas y un par de patillas rojas. Además, tenía un amigo. Ahora bien, ningún hombre es capaz de ganar una amistad, aún en las amables islas de la Polinesia, si no posee alguna cualidad propia: fortaleza física, buen humor, perversidad. Debe exhibir algún rasgo al que el amigo pueda atenerse y aferrarse. ¿Cómo explicar, pues, la constante devoción que a Christopher Alexander Pellett profesaba Karaki, el barquero de la compañía marítima? Ése era el misterio que nadie podía aclarar en Fufuti.
Pellett no tenía nada de malo. Nunca reñía. Nunca levantaba el puño. Aparentemente no había aprendido jamás que el pie de un hombre blanco, aunque camine haciendo eses, tiene por misión apartar a puntapiés a los nativos que se le pongan delante. Ni siquiera echaba maldiciones contra nadie, salvo contra sí mismo y contra el mestizo chino que le vendía brandy; y eso era disculpable, porque el brandy era muy malo.
Por otra parte, no se le encontraba ninguna virtud perceptible. Había perdido mucho antes la voluntad de trabajar, y aún, últimamente, el arte de mendigar. No sonreía, no bailaba, no exhibía ninguna de esas amables excentricidades que a veces granjean al ebrio cierta tolerancia. En cualquier otro lugar del mundo, se habría extinguido sin lucha. Pero el azar lo había llevado a las playas donde la vida es fácil como una canción, y su destino particular le proporcionó un amigo. Y así sobrevivía. Eso era todo. Persistía como un trozo de carne conservado en alcohol…
Karaki, su amigo, era un salvaje de Bougainville, lugar donde algunos son ahumados y otros comidos. Siendo negro, melanesio, era tan extranjero en la parda Fufuti como cualquier blanco. Hombrecito serio, eficiente, con ojos profundamente hundidos, tenía una gran mata de pelo lanudo y una total ausencia de expresión. Sus gustos eran sencillos. Usaba un taparrabos de algodón rojo ceñido a la cintura, y un anillo de bronce, de los que se utilizan para colgar cortinas, suspendido de la nariz.
Un poderoso cacique de su isla natal había vendido a la compañía marítima, por tres años, los servicios de Karaki, cobrando por adelantado su salario de tabaco y abalorios. Cuando el contrato expirase, Karaki sería reembolsado con destino a Bougainville —situado a unas ochocientas millas—, donde desembarcaría no más rico que al partir, salvo en experiencia. Ésa era la costumbre, aunque tal vez Karaki abrigara otros planes.
Es raro que alguna de las razas negras del Pacífico posea esas virtudes por las que suelen ser admirados los pueblos esclavos. La fidelidad y la humildad pueden extraerse de otros colores, comprendidos entre el pardo y el chocolate. Pero el negro permanece salvaje inescrutable. Su corazón secreto le pertenece en exclusividad. De ahí el asombro de la población de Fufuti, que conocía las costumbres de los reclutas negros, al advertir que Karaki se convertía en protector del inservible extranjero.
—¡Eh, tú, Johnny! —gritó Moy Jack, el mestizo chino—. Mejor que vengas a recoger a tu amo. Está demasiado borracho.
Karaki abandonó la sombra del cobertizo de copra donde había estado esperando una hora o más y se adelantó a recibir el bulto informe lanzado a través de la puerta de la taberna. Lo levantó científicamente por la muñeca y la axila, y se dirigió con él había la playa. Moy Jack se quedó mirándolo desde su umbral con cínico interés.
—Eh, tú —dijo—, ¿por qué tomar tanta molestia por tu amo? ¿Por qué no me traer todas esas perlas? Yo te hago buen negocio, palabra.
A Moy Jack le molestaba tener que dar al hombre blanco una botella diaria a cambio del menudo aljófar que Pellett llevaba siempre consigo. Sabía de donde procedían esas perlas. Karaki buceaba en la laguna para pescarlas, aunque estaba prohibido. Moy Jack ganaba bastante con el trueque, pero habría ganado más negociando directamente con Karaki, a cambio de un poco de tabaco.
—¿Por qué le dar a tu amo todas esas perlas? —preguntó Moy Jack ofensivamente—. No servir para nada, vamos. Más le valdría morirse del todo.
Karaki no contestó. Miró a Moy Jack sólo una vez, y las palabras del mestizo se disolvieron en murmullos. Por un instante había aparecido en los ojos de Karaki una extraña luz, semejante al vago resplandor verdoso de un tiburón, entrevisto a diez brazas de profundidad…
Karaki llevó su carga a la playa, al pequeño cobertizo de hojas de pándano que constituía todo su hogar. Depositó suavemente a Pellett sobre una estera, le almohadilló la cabeza, lo lavó con agua fría y limpió la suciedad de sus cabellos y de sus patillas. Las patillas de Pellett eran auténticas, salientes coma los bigotes de un bagre, y tenían un hermoso color dorado cobrizo. Karaki las peinó con un peine de sándalo. Luego se sentó a su lado con un abanico, ahuyentando las moscas del rostro hinchado del borracho.
Poco después de mediodía, algo lo incitó a salir precipitadamente. Durante varias semanas, había estado atento a todas las variaciones del tiempo, esperando el cambio que se produciría cuando el alisio del sudeste empezara a soplar más recio a través de aquel cinturón de calmas chichas y vientos pasajeros. Y ahora, mientras Karaki miraba, las nítidas sombras comenzaron a difuminarse sobre la arena y un velo cubrió la faz del sol.
Todos en Fufuti dormían. Los peones de la compañía roncaban en la galería trasera. Bajo la red del mosquitero, el agente soñaba, dichoso, con grandes cargamentos de copra y copiosas bonificaciones. Moy Jack dormitaba entre sus botellas. Nadie habría sido lo bastante insensato como para salir al descubierto en aquella hora meridiana de reposo: nadie salvo Karaki, el negro indomeñado, a quien no le importaba la costumbre, aunque le importaban los sueños. El sordo bramido de la marejada en las rompientes sofocó el rumor de sus pasos. Karaki iba de un lado a otro come un espectro. Y mientras Fufuti dormía, se aplicaba a una tarea que no especificaba su contrato…
Mucho tiempo atrás había determinado dos hechos esenciales: el lugar donde se guardaba la llave de la proveeduría, y el lugar donde se almacenaban los fusiles y las municiones. Abrió la proveeduría y eligió tres rollos de tela carmesí, unos pocos cuchillos, dos cajones de tabaco y un hacha pequeña y afilada.
Habría podido llevarse muchas otras cosas. Pero Karaki era un hombre de gustos sencillos, y era un hombre eficiente.
Con el hacha forzó un cajón de fusiles y sustrajo un Winchester y una gran caja de balas. Después penetró en el cobertizo de las barcas y desfondó la quilla de la ballenera y de los dos cutters, dejándolos inutilizables para muchos días. El hacha era en realidad un instrumento muy manuable, un verdadero tomahawk, con un filo de navaja. Karaki sintió un auténtico placer de artesano al ver sus cortes nítidos y profundos. El hacha era, casi, su botín más estimable.
Sobre la playa descansaba una gran proa, una de esas robustas canoas provistas de batangas que usa en Bougainville la tribu de Karaki, tan alta de proa y de popa que tenía casi forma de media luna. El último monzón del noroeste la había lanzado sobre la costa, y Karaki la había reparado por orden del propio agente de la compañía. Ahora la botó a la laguna y almacenó a bordo su botín.
Había efectuado una apresurada selección de provisiones. Llevaba una bolsa de arroz y otra de batatas. Hizo tres viajes a la barca, transportando en una red todos los cocos que pudo cargar. Embarcó una barrica de agua y una caja de galletas.
Mientras buscaba las galletas, se encontró con la bodega privada del agente: una docena de botellas del mejor whisky irlandés. Las miró de reojo y siguió de largo. Sabía lo que contenían, y era un salvaje, un negro. Pero pasó sin tocarlas. Cuando Moy Jack supo esto, más tarde, recordó lo que había visto en la mirada de Karaki, y aventuró la sorprendente profecía de que Karaki nunca sería capturado vivo.
Cuando todo estuvo listo, Karaki volvió al cobertizo y despertó a Christopher Alexander Pellett.
—¡Eh, mi amo, venga!
Pellett se sentó y lo miró. Es decir, miró. Si vio algo o no, es cosa que pertenece a los problemas más intrincados de la psicología.
—Demasiado tarde —dijo Mr. Pellett con voz profunda—. Este negocio se cierra. Dales las buenas noches a todos esos malditos holgazanes. ¡Yo… me voy… a dormir!
Y dicho esto cayó de espaldas sobre el piso.
—Despierte, mi amo —insistió Karaki, sacudiéndolo—. Usted, dormido demasiado. ¡Eh, mi amo! ¡Ron! ¿Quiere ron? ¡Yo le doy ron, lo que quiera, palabra! ¡Mucho ron, mi amo!
Pero aún aquellas palabras mágicas, que todas las mañanas, infaliblemente, levantaban a Pellett de su cama, esta vez cayeron en oídos sordos. Pellett había bebido lo suyo, y probablemente dormiría el resto del día.
Karaki se arrodilló a su lado, lo alzaprimó hasta poder introducir el hombro bajo su cintura, y lo levantó como si fuera una bolsa de harina. Pellett pesaba setenta kilogramos, Karaki no más de cuarenta y cinco. Sin embargo, el hombrecito negro se las ingenió hábilmente, a la manera de los coolies, para llevar su carga, con las piernas colgando, en dirección a la playa. Más aún: logró embarcarla en la proa. Pellett estuvo a punto de ahogarse, y la proa de irse a pique. Pero Karaki se las arregló.
Nadie los vio partir. Fufuti seguía soñando. Mucho antes de que el agente de la compañía despertara, furioso, a la evidencia de la catástrofe, la extraña barca en forma de media luna había salido del atolón y se perdía a la distancia, en alas del alisio.
El primer día Karaki se vio en figurillas para mantener la proa corriendo en línea recta ante el viento. Grandes olas humosas surgían encrespándose del sudeste, con afán de romper sobre la barca a la menor oportunidad. Karaki era un pobre salvaje que ignoraba lo que fuese una brújula o un grado de latitud. Pero sus abuelos habían atravesado estas aguas en cáscaras de nuez, realizando travesías a cuyo lado la empresa de Colón era un simple viajecito en ferry-boat. Karaki achicaba el agua con un tacho de hojalata, en lugar de velas utilizaba una estera, y un canalete a modo de timón, pero seguía adelante.
A eso del amanecer Mr. Pellett se movió en el fondo de la barca y alzó una cara verde como un guisante. Lanzó una mirada de azoramiento al hirviente páramo que lo rodeaba, y se desmayó con un gemido. Al cabo de un intervalo razonable, hizo nuevamente la prueba, pero su alucinación se negaba a desaparecer: se volvió entonces hacia Karaki, acurrucado en la popa y reluciente de espuma.
—¡Ron! —exigió.
Karaki meneó la cabeza.
Una expresión desesperada asomó a los ojos de Pellett.
—Llévate… llévate toda esa porquería —suplicó patéticamente, señalando el océano.
Por dos días consecutivos estuvo muy, muy enfermo, y aprendió que una embarcación pequeña, en cualquier lugar del mar, puede moverse en cuarenta y siete direcciones distintas en el espacio de un minuto. Y no es poco aprender, como han de saberlo quienes han atravesado por esa experiencia.
A Pellett le resultó casi fatal.
Al tercer día despertó, sintiendo la boca y el estómago como si fuesen de cuero, y asaltado por una gran debilidad, aunque con un renovado dominio de sus facultades mentales. El huracán había amainado, y Karaki preparaba silenciosamente un refrigerio de cocos. Pellett se despachó dos antes que se le ocurriera extrañar el brandy que invariablemente formaba parte de su desayuno. Pero cuando lo recordó, sintió en la garganta una brusca repugnancia por la leche de coco.
—Quiero ron.
—No haber ron.
Pellett miró a proa y a popa, a barlovento y sotavento. Mucho horizonte a la vista, pero nada más. Por primera vez tuvo conciencia de la anormalidad de la situación.
—¿Cómo hemos venido tan lejos?
—Agarramos viento grande —explicó Karaki.
Pellett no estaba en condiciones de poner en duda esa afirmación, ni de adivinar, por el previsor abastecimiento de la barca, que no se trataba de una ocasional expedición de pesca terminada en alta mar por el azar de una tormenta. Pellett tenía otras cosas en qué pensar. Algunas de esas cosas eran rosadas, y otras purpúreas, y otras abigarradas como un arco iris de sorprendente diseño, y todas sumamente nuevas e interesantes. Brotaban en muchedumbre de las vastas profundidades para entretener a Christopher Alexander Pellett. Y lo conseguían.
A un hombre que ha estado macerado en alcohol durante dos años es imposible suprimírselo sin obtener resultados más o menos pintorescos. Hubo días en que la proa atravesó los desiertos mares del sur dejando tras sí una estela de vociferados madrigales y coros. Atado de pies y manos, amarrado bajo un banco de bogar, Pellett desvariaba en torno a los versos de su inocente juventud. Cosa extraña de oír, si alguien lo hubiera oído, pero allí sólo estaba Karaki, a quien no le importaban los poetas menores de la época de Carlos 7 y en quien se desperdiciaban páginas enteras de Atalanta en Calidón. De tanto en tanto volcaba un cucharón de agua de mar sobre el hombre blanco, o tendía una esterilla para protegerlo del sol, o lo alimentaba a la fuerza con leche de coco. Era mal auditorio, pero excelente enfermero. Y dos veces al día peinaba las patillas de Pellett.
Entraron en la calma chicha. Pero el alisio los solivió otra vez, mas suave que antes, de suerte que Karaki arriesgó poner proa al oeste, y entonces navegaron raudamente bajo un cielo brillante como un metal pulido.
My heart is within me
As an ash in the fire;
Whosoever hath seen me
Without lute, without lyre,
Shall sing of me grievous things,
even things that were ill to desire…[1]
Así cantaba Christopher Alexander Pellett, cuyo rostro empezaba a parecerse cada vez más al de un hombre y cada vez menos a un racimo de algas podridas…
Siempre que la oportunidad se presentaba favorable, Karaki desembarcaba en la costa de sotavento de alguna de las diminutas islas que salpican la región de Santa Cruz y se las ingeniaba para cocinar arroz y papas en su balde de lata. Esto era peligroso. Un día arribaron a una isla habitada. Dos hombres blancos en un cutter salieron a detenerlos. Karaki no podía ocultar su condición de negro fugitivo, ni lo intentó. Cuando el cutter se acercó a cincuenta yardas de distancia, Karaki se reveló bruscamente como un negro fugitivo, pero provisto de un fusil. Y al irse, dejaba el cutter hundiéndose y a uno de los hombres, muerto.
—Hay un agujero de bala aquí, a mi lado —dijo Pellett, debajo del banco de bogar—. Será mejor que lo tapones.
Karaki lo taponó y libertó a su pasajero, quien se incorporó y empezó a desperezarse como si su cuerpo le inspirase cierta ingenua curiosidad.
—Así que eres real —observó Pellett mirando fijamente a Karaki—. Por Dios, ya lo creo, y eso es un consuelo. Tenía razón. Karaki era muy real. ¿Adónde llevas esta canoa?
—A Balbi —respondió Karaki, utilizando la palabra nativa que designa a Bougainville.
Pellett lanzó un silbido. Una evasión seguida de una travesía de ochocientas millas en un bote descubierto era una empresa considerable, que merecía su respeto. Por otra parte, acababa de tener una prueba incontestable de la eficiencia de aquel hombrecito negro.
—¿En Balbi tienes tu casa?
—Sí.
—Está bien, comodoro —dijo Pellett—. Adelante. No sé por qué me has embarcado de sobrecargo, pero cuenta con mi ayuda.
Era extraño —o quizá no—, pero aquel intervalo de su vida pasado en Fufuti se iba desvaneciendo de la memoria de Pellett a medida que el veneno del alcohol se disipaba en sus tejidos. El Christopher Alexander Pellett que emergía de la metamorfosis era el de sus años mozos: bastante arruinado, sin duda; flojo, indolente y despreocupado, en el mejor de los casos, pero con una dosis común de humanidad y una inteligencia algo superior a lo común.
Al principio se había sentido muy débil, pero la alimentación de cocos y batatas que le impuso Karaki dio un resultado maravilloso; llegó el momento en que se sintió capaz de gozar del amargo gusto de la espuma salina en sus labios y de olvidar durante horas enteras su ansia desesperada de estimulantes. Extraña tripulación, aquellos dos: el simple salvaje y el ebrio convaleciente, pero en ningún momento se discutió sobre quién estaba al mando de la embarcación. Y esto se advirtió perfectamente a la tercera semana de la travesía, cuando la comida empezó a escasear, y Pellett observó que Karaki no comía nada en todo el día.
—Oye, eso no está bien —exclamó—. Me has dado el último coco y tú no has comido nada.
—No me gustan —repuso Karaki brevemente.
En las largas horas de ocio, cuando los únicos sonidos entre el mar y el cielo eran el susurro de la espuma bajo la barca y el crujir y chirriar de las batangas, Christopher Alexander Pellett meditó acerca de muchas cosas. A veces su frente parecía contraída de dolor. No siempre es agradable ser arrancado al presente para volver a los recuerdos. Los recuerdos largamente sumergidos no son buena compañía. Había conocido los horrores del delirio. Ahora debía enfrentarse con los demonios aún más reales de su pasado que antes rehuyera.
Mas ahora no podía escapar. Se resolvió contra ellos, y luchó, y los fue derrotando uno a uno.
Después de veintinueve días en el mar, sólo les quedaba, de sus provisiones, un poco de agua. Karaki la distribuía humedeciendo un trozo de corteza de coco y dándoselo a Pellett para que lo chupara. Y a pesar de las airadas protestas de Pellett, se negaba a probar una gota. Nuevamente el salvaje cuidó del indefenso Pellett, esta vez a lo largo de las últimas etapas de la sed, raspando las duelas del barril y ofreciéndole en la punta de un cuchillo el último residuo de humedad.
Y en el día trigésimo sexto de su partida de Fufuti, avistaron Choiseul, como una gran muralla verde que crecía lentamente en el oeste.
Ya al abrigo de sus promontorios, Karaki bien pudo gozar de su triunfo. Había elegido como destino el grupo de las Salomón, de unas seiscientas millas de largo. Pero haber acertado con cualquiera de ellas, en un barquichuelo semejante, sin instrumentos ni mapas, a través de corrientes marinas y tormentas, era toda una hazaña de navegación. Karaki, sin embargo, no festejó su proeza. Por el contrario, miraba larga y ansiosamente por encima del hombro en dirección al oeste.
El viento había soplado en rachas desde la mañana. Ahora parecía muerto sobre un mar sin embargo movedizo y aceitoso. Un barómetro habría formulado oscuras profecías. Karaki debió de adivinarlas, porque avanzó tambaleando hacia la proa y desmontó el pequeño mástil. Después amarró con firmeza todo su cargamento bajo los bancos, volcó en el canalete las fuerzas que le quedaban y puso el rumbo había una isleta avanzada, donde una mancha blancuzca era indicio de una playa. Habían tenido mucha suerte hasta entonces, pero aún estaban a dos millas de la costa cuando los sobrecogió la primera racha del huracán.
El propio Karaki estaba reducido a una matraca de huesos dentro de un pellejo seco, y Pellett apenas podía levantar una mano. Pero Karaki luchó por Pellett entre las olas que saltaban como murallas de fuego contra los arrecifes. Por qué o cómo llegaron a destino, es cosa que ninguno de ellos habría podido decir. Quizá estaba escrito que después del alcohol, la enfermedad, la locura y el hambre, el hombre blanco debía ser salvado, una vez más, de las aguas enloquecidas, por el hombre negro. Cuando encallaron en la costa de la isleta, ambos estaban casi desollados, pero vivos, y Karaki todavía sujetaba la camisa de Pellett…
Durante una semana permanecieron en la isla, Pellett engordando gracias a ilimitados atracones de cocos, y Karaki calafateando la proa. Ésta había llegado maltrecha y anegada, pero los tesoros de Karaki estaban a salvo. Un pescador nativo que pasaba por allí le dio la posición de la isla, y entonces Karaki supo que todos sus tesoros estaban a buen recaudo. Su isla natal yacía del otro lado del estrecho de Bougainville, frente al cual se encontraban.
—¿Balbi está allí? —preguntó Pellett.
—Sí.
—Menos mal —exclamó Pellett calurosamente—. Éste es el límite de la jurisdicción británica, muchacho. El gran amo inglés tiene que pararse aquí, no puede cruzar al otro lado.
Karaki lo sabía perfectamente. Si había algo que temía en el mundo, era el Tribunal de Fiji y el Comisionado Residente de las islas Salomón del Sur, que ejercitaba una inflexible justicia en cuantos violaban su territorio. Una vez cruzado el estrecho, podrían acusarlo de haber robado mercaderías y no haber cumplido su contrato. Pero nunca —y esto era lo importante—, nunca podrían castigarlo por algo que hiciera en Bougainville.
Y ése era el motivo de la satisfacción de Karaki. Christopher Alexander Pellett también estaba contento. Su cuerpo había sido purgado, raído y estrujado; había vencido a sus demonios. El aire perfumado, la limpia luz del sol, se posaban en sus labios y bajaban a su corazón. Sentía una nueva vitalidad en los huesos. A medida que recobraba las fuerzas solía nadar por la laguna interior de la isla o ayudaba a Karaki a remendar su proa. A veces se pasaba horas enteras tendido sobre la arena tibia o deleitándose en los delicados arabescos de una diminuta concha marina, canturreando en voz baja, mientras la marejada murmuraba a lo largo de la playa, saboreando la vida como nunca lo había hecho.
—¡Oh, esto es bueno… es bueno! —exclamaba.
Karaki lo intrigaba, mas sin llegar a irritarlo, porque un asombro sonriente y pueril, un asombro por todas las cosas, le llenaba el alma. Pero meditaba en aquel salvaje taciturno que había coronado con el más raro de los sacrificios una devoción sin esperanza de gratitud. Y ahora que podía pensar sobriamente, el porqué de esa conducta se le escapaba. ¿Por qué? ¿Afecto? ¿Amistad? Debía ser eso. Y entonces Pellett experimentaba una cálida simpatía por aquel hombrecito silencioso, de ojos hundidos y cara inexpresiva, en la que era imposible suscitar jamás el gesto más insignificante.
—Eh, Karaki, ¿por qué no te ríes como yo? ¿Qué? ¿Tienes miedo por esas chucherías que robaste? Olvídate de eso, negro bribón. Si alguien te molesta, yo me entenderé con él. ¡Diablos, diré que las robé yo mismo!
Karaki se limitó a gruñir, y se sentó a limpiar su Winchester con un trozo de género y algunas gotas de aceite que había extraído prensando un coco seco.
—No, eso tampoco lo preocupa —murmuró Pellett, desconcertado—. Me gustaría saber qué piensas debajo de ese mono de colores que llevas en la cabeza, viejo. Eres como el gato de Kipling, que camina solo. Dios sabe que no soy ingrato. Ojalá pudiera demostrarte…
Se incorporó de un salto.
—¡Karaki! Yo soy tu amigo, ¿entiendes? Tú eres mi amigo. ¡Los dos somos amigos, palabra!… Eh, ¿qué dices?
—Sí —dijo Karaki brevemente. Miró a Pellett, después miró en dirección a Bougainville—. Sí —dijo—, palabra.
Y el negro isleño, inescrutable, incomprensible, siempre un enigma, seguía limpiando su fusil.
El epílogo se produjo dos días después, en Bougainville.
En un deslumbrante amanecer entraron en una bahía que parecía abrir a la barca enjoyados brazos de bienvenida. La tierra se extendía ante ellos con sus lujuriosos atavíos, entre dormida y despierta, sonrosada y sonriente, sensual, íntima, palpitante de vida, envuelta en tibios perfumes…
Éstas fueron algunas de las necias frases que Pellett balbuceó para sus adentros al saltar a tierra y correr hacia una elevación rocosa, para ver y sentir y guardar para sí todo el encanto de aquel sitio.
Entretanto Karaki, aquel hombrecito simple y eficiente, se ocupaba metódicamente en sus asuntos. Desembarcó sus rollos de tela, su tabaco, sus cuchillos y el resto de su botín. Desembarcó su caja de cartuchos, su fusil y su hacha. Las demás mercaderías habían sido un poco averiadas por el agua de mar, pero las armas estaban cuidadosamente limpias y pulidas…
Pellett declamaba versos en alta voz a la fascinante soledad, cuando percibió una suave pisada y se volvió, sorprendido, para encontrarse con Karaki parado tras él, con el fusil apoyado en la cadera y el hacha en una mano.
—Bueno —dijo Pellett alegremente—. ¿Qué quieres, viejo?
—Quiero… —respondió Karaki, brillando en sus ojos la extraña luz que había percibido Moy Jack, semejante al fulgor de un tiburón que se da vuelta para atrapar la presa—, quiero esa cabeza.
—¿Qué? ¡Una cabeza! ¿De quién?… ¿Mi cabeza?
—Sí —repuso Karaki simplemente.
Y esa fue la explicación. Ése era todo el misterio. El salvaje estaba prendado de la cabeza del inglés, y Christopher Alexander Pellett había sido traicionado por sus fatídicas patillas rojas. En el país de Karaki la cabeza de un hombre blanco, bien ahumada, vale más que la riqueza y la tierra, más que la fama de los jefes y el amor de las mujeres. En todo el país de Karaki no había una cabeza comparable a la de Pellett. Y Karaki había servido para conquistarla con la paciencia y la sencilla fe de un Jacob. Para esto había urdido sus planes, para esto había esperado y robado y asesinado; para esto había consumido el sudor de su cuerpo y la astucia de su mente, padecido hambre y mortificaciones, curado, atendido, alimentado y salvado a su hombre: para traer su cabeza viva y en pie —por así decirlo— al lugar donde podría cercenarla tranquilamente y gozar sin riesgo de los frutos de sus trabajos.
Pellett vio todo esto en un relámpago, lo comprendió en la medida en que un blanco podía comprenderlo, advirtió la elemental y estupenda simplicidad de toda la aventura. Y erguido en su roca, con sus nuevas fuerzas y su renovada lucidez, bajo la rubia promesa de la mañana, lanzó una carcajada que repercutió sobre las aguas y ahuyentó a las aves marinas de las peñas, la profunda carcajada de un hombre que comprende y acepta la última broma colosal de su destino.
Porque ahora el inventario corregido de los bienes de Christopher Alexander Pellett era éste: su nombre todavia intacto; las ruinas de unos pantalones de lienzo; sus preciosas patillas rojas… y un alma prolijamente rescatada, renovada, pulida, reanimada y devuelta a su dueño por su buen amigo Karaki.
Thou shouldst die as he dies,
For whom none sheddeth tears;
Filling thine eyes
And fulfilling thine ears
With the brilliance… the bloom
And the beauty…[2]
Así cantaba Christopher Alexander Pellett sobre las aguas de la bahía. Y de pronto giró sobre sí mismo, abrió bien anchos los brazos y gritó:
—¡Tira, maldito! ¡A ese precio es barata!


[1] «Mi corazón es dentro de mí — como una ceniza en el fuego; — quien me haya visto — sin laúd, sin lira — cantará de mí cosas crueles — cosas que estaría mal desear…».
[2] «Deberías morir como aquel — por quien nadie derrama una lágrima — llenando tus ojos — y llenando tus oídos — con el brillo… el esplendor — y la belleza…».

martes, 7 de julio de 2020

9 El Deán de Santiago y el Gran Maestre. ANTOLOGÍA DEL CUENTO EXTRAÑO. TOMO III. de Toledo El Infante Don Juan Manuel



9
El Deán de Santiago y el Gran Maestre de Toledo

El Infante Don Juan Manuel
El Infante DON JUAN MANUEL nació en el castillo de Escalona, España, en 1282. Aún no había cumplido doce años cuando su primo Sancho IV lo nombró Adelantado Mayor en Murcia, con la misión de cuidar la frontera contra los moros.
Más tarde participó activamente en las intrigas, guerras y atrocidades que caracterizaron este período de la historia peninsular. Hombre instruido, «que tuvo conocimiento de todo el saber de su siglo», según un crítico, halló tiempo, a pesar de sus trajines políticos y guerreros, para realizar una considerable obra literaria, en parte perdida, en la que se destaca El Conde Lucanor, colección de relatos cuyos argumentos proceden de diversas fuentes: leyendas orientales, fábulas griegas, apólogos de la India. Uno de esos cuentos o «enxiemplos» es el que aparece aquí en versión modernizada.
Había en Santiago un deán que tenía muchos deseos de aprender el arte de la nigromancia, y oyó decir que don Illán de Toledo sabía de esto más que ninguno de su época; por tanto, fue a Toledo para aprender aquella ciencia; y el día que llegó a Toledo enderezó a casa de don Illán y lo halló que estaba leyendo en una cámara muy apartada; y luego que llegó a él lo recibió muy bien y le dijo que no quería que le dijese nada del porqué venía hasta que hubiese comido; y lo alimentó muy bien, y le hizo dar muy buen aposento y todo lo que hubo menester, y dióle a entender que le placía mucho estar con él. Después que hubieron comido, apartóse con él, le contó la razón por que había venido, y le rogó muy ahincadamente que le enseñara aquella ciencia, que él tenía muchos deseos de aprenderla. Don Illán le dijo que él era deán y hombre de calidad, y que podría llegar a gran estado, y los hombres que llegan a gran estado, cuando han resuelto todo lo suyo a la medida de sus deseos, olvidan muy presto lo que otros han hecho por ellos, y que él temía que en cuanto hubiese aprendido lo que quería saber, no le haría tanto bien como le prometía. El deán le prometió y le aseguró que cualquiera fuese el bien que recibiera, nunca haría sino lo que él mandase. Y en estas conversaciones estuvieron desde que hubieron comido hasta que fue hora de cenar.
Y una vez que el pleito quedó muy bien asegurado entre ellos, dijo don Illán al deán que aquella ciencia no se podía aprender sino en lugar muy apartado, y que aquella noche le quería mostrar donde habían de estar hasta que hubiese aprendido lo que quería saber. Tomólo por la mano y llevólo a una habitación; y apartándose de las demás gentes llama a una criada de su casa, y le dijo que tuviese perdices para cenar esa noche, mas que no las pusiese a asar hasta que él se lo mandase. Dicho esto, llamó al deán, y entraron ambos por una escalera de piedra muy bien labrada, y fueron bajando por ella gran trecho, de suerte que parecían estar tan bajo que pasaba el río Tajo por encima de ellos; y cuando estuvieron al cabo de la escalera, hallaron alojamiento muy bueno en una cámara muy a propósito que allí había, donde estaban los libros y el estudio en que habían de leer. Luego que descansaron, estuvieron parando mientes en cuáles libros habían de comenzar a leer. Y estando ellos en esto entraron dos hombres por la puerta, y diéronle una carta que enviaba el arzobispo, su tío, en que le había saber que estaba muy enfermo y le mandaba rogar que, si lo quería ver vivo, fuese en seguida a donde él estaba. Mucho pesaron al deán estas nuevas; lo uno, por la dolencia de su tío; lo otro, por el temor que tenía de dejar tan pronto su estudio; hizo sus cartas de respuesta y las envió al arzobispo, su tío.
De allí a cuatro días llegaron otros hombres de a pie, que traían otras cartas al deán en que le hacían saber que el arzobispo había muerto, y que todos los de la iglesia querían su elección y confiaban por la merced de Dios que lo elegirían a él, y que por esta razón no se molestase en ir a la iglesia, pues mejor para él que lo eligiesen hallándose en otra parte, que no estando en la iglesia.
De ahí al cabo de siete u ocho días vinieron dos escuderos muy bien vestidos y muy bien aparejados, y cuando llegaron a el besáronle la mano y mostráronle las cartas por las que le habían elegido arzobispo.
Y cuando don Illán oyó esto, fue al electo, y le dijo que agradecía mucho a Dios por estas buenas nuevas que llegaron a su casa: y pues tanto bien le hiciera Dios, le pedía por merced que el deanato que quedaba vacante lo diese a un hijo suyo; y el electo le dijo que le rogaba que consintiese en que aquel deanato lo tuviese un hermano suyo; pero que él le haría bien en la iglesia de suerte que quedase contento, y le rogaba que fuese con él a Santiago y llevase con él a su hijo; y don Illán le dijo que lo haría.
Y se fueron para Santiago, y cuando llegaron allá fueron bien recibidos y con machos honores. Y cuando vivieron allí un tiempo, un día llegaron al arzobispo mandaderos del Papa, con cartas por las que le daba el obispado de Tolosa, y le concedía gracia para que pudiese dar el arzobispado a quien quisiese.
Y cuando don Illán oyó esto, comenzó a rogarle, recordándole con mucho ahínco lo que con él había tratado, y pidiéndole por merced que diese el arzobispado a su hijo. El arzobispo le rogó que consintiese en que lo hubiera un tío suyo, hermano de su padre, y don Illán dijo que bien entendía que le hacía un perjuicio muy grande, pero que lo consentía con tal que le asegurase que lo enmendaría en adelante, y el arzobispo le prometió de mil maneras que así lo había, y rogóle que fuese con él a Tolosa y llevase a su hijo.
Cuando llegaron a Tolosa fueron muy bien recibidos por los condes y cuantos hombres buenos había en la tierra. Y luego que hubieron vivido allí unos dos años, llegáronle mensajeros del Papa con cartas por las que el Papa le había cardenal, y le otorgaba la gracia de dar el obispado de Tolosa a quien él quisiese; entonces fue a él don Illán y díjole que pues tantas veces le había faltado a lo que con él conviniera, que ya no había lugar para ponerle excusa alguna por no darle alguna de aquellas dignidades a su hijo; el cardenal le rogó que consintiese en que hubiese aquel obispado a un tío suyo, hermano de su madre, que era hombre bueno y anciano; más que pues él era cardenal, fuese con él a la corte, que habría mucho en que hacerle bien. Y don Illán quejóse mucho de esto, pero consintió en lo que el cardenal quiso, y fuese con él para la corte.
Cuando allá llegaron fueron muy bien recibidos por los cardenales y cuantos en la corte estaban, y vivieron allí mucho tiempo; y don Illán, apremiando cada día al cardenal que hiciese alguna gracia a su hijo, él le ponía sus excusas. Y estando así en la corte murió el Papa, y todos los cardenales eligieron a aquel cardenal por Papa, y entonces fue a él don Illán, y díjole que no podía ponerle más excusas de no cumplirle lo que le había prometido; y el Papa dijo que no lo apremiase tanto, que siempre habría lugar de hacerle merced, según fuese razón, y don Illán comenzó a quejarse mucho de esto, recordándole cuantas cosas le prometiera, y que nunca le había cumplido alguna, y diciéndole que aquello recelara él la primera vez que con él habló. Y pues a aquel estado había llegado, y no le cumplía lo que le prometiera, ya no cabía esperar de él bien alguno. De este apremio se quejó mucho el Papa, y comenzó a maltraerlo, diciéndole que si más le apretaba le había de echar en una cárcel, que era hereje y brujo, y que bien sabía él que no tenía otra vida ni otro oficio en Toledo, donde moraba, sino vivir de aquel arte de la nigromancia.
Cuando don Illán vio cuán mal le galardonaba el Papa lo que por él había hecho, despidióse de él, y ni siquiera le quiso dar el Papa algo para que comiese por el camino. Entonces don Illán dijo al Papa que pues no tenía otra cosa de comer, tenía que volver a las perdices que mandara asar aquella noche; y llamó a la mujer, y díjole que asase las perdices. Y cuando esto dijo don Illán, hallóse el Papa en Toledo, deán de Santiago, como lo era cuando allá vino; y tan grande fue la vergüenza que tuvo, que no supo que decirle, y don Illán díjole que se fuese en buena ventura, que asaz había probado lo que había en él, y que se tuviera por desventurado si le hubiera dado parte de las perdices.

lunes, 6 de julio de 2020

8 Manuscrito antiguo Franz Kafka. ANTOLOGÍA DEL CUENTO EXTRAÑO. TOMO III.



8
Manuscrito antiguo

Franz Kafka
FRANZ KAFKA nació en Praga en 1883, hijo de padres judíos. Estudio derecho, trabajó largos años en una compañía de seguros, padeció pobreza y oscuridad, y murió tuberculoso en 1924, encargando a su amigo, Max Brod, la destrucción de sus manuscritos inéditos.
El incumplimiento de ese deseo reveló al mundo un escritor inquietante, cuya interpretación y ubicación en las letras contemporáneas aún no ha podido completarse, a pesar de innumerables estudios consagrados a su obra ya su vida. Todos coinciden, sin embargo, en señalar la vastísima influencia de Kafka en la actual literatura. El tiempo, Dios, la Ley, la culpa y el castigo son algunos de los temas que, trasmutados por un simbolismo muy peculiar, ocupan las minuciosas y a menudo terribles páginas de sus libros: El Proceso, América, La Metamorfosis, La Colonia Penal, El Castillo, etc.
Parece que el sistema defensivo de nuestro país fuera muy defectuoso. Hasta ahora hemos proseguido nuestro trabajo cotidiano sin ocuparnos de él; pero algunos acontecimientos recientes empiezan a inquietarnos.
Tengo una tienda de zapatero en la plaza, frente al palacio del Emperador. Apenas bajo los postigos, al primer resplandor del alba, ya veo soldados con armas apostados en todas las bocacalles de la plaza. Pero estos soldados no son nuestros; son, evidentemente, nómadas del Norte. De algún modo incomprensible para mí, han penetrado hasta la misma capital, aunque ésta se halla muy lejos de la frontera. Lo cierto es que aquí están; y cada mañana parecen más numerosos.
Acordes con su naturaleza, acampan a cielo descubierto, pues abominan las casas. Afilan sus espadas, aguzan sus flechas, adiestran sus caballos. Esta pacífica plaza, que siempre se ha mantenido tan escrupulosamente limpia, la han convertido, sin exageración, en un muladar. De tanto en tanto probamos salir de nuestras tiendas y limpiar, por lo menos, lo peor de la inmundicia, pero esto ocurre cada vez con menos frecuencia, porque la tarea es inútil, y además nos pone en peligro de caer bajo los cascos de los caballos salvajes o de ser tullidos a latigazos.
Hablar con los nómadas es imposible. No conocen nuestro idioma, y en verdad apenas puede decirse que tengan uno propio. Se comunican entre sí como las cornejas. Graznidos como de cornejas llenan incesantemente nuestros oídos. No comprenden ni les interesa comprender nuestras instituciones, nuestro modo de vida. Y en consecuencia se muestran reacios a entendernos por señas. Uno puede hacerles gestos hasta dislocarse las mandíbulas y las muñecas: no entienden ni entenderán nunca. A menudo hacen muecas; entonces ponen los ojos en blanco y sus labios se cubren de espuma, pero no significan nada, ni siquiera una amenaza. Lo hacen porque está en su naturaleza. Se apoderan de todo lo que necesitan. No se puede decir que lo tomen por la fuerza. Se aferran a algo y uno se aparta, simplemente, y los deja.
También a mí me han llevado muchas cosas de mi tienda. Pero no puedo quejarme cuando veo, por ejemplo, como sufre el carnicero de enfrente. Apenas trae la carne, los nómadas se la arrancan y la devoran. Hasta los caballos comen carne; a menudo se ve un caballo y su jinete, tendidos lado a lado, mordisqueando cada uno una punta de un hueso. El carnicero está nervioso y no se atreve a interrumpir sus entregas de carne. Nosotros lo comprendemos, sin embargo, y hacemos colectas para mantener su negocio. Si los nómadas no recibieran carne, quien sabe qué se les ocurriría; quién sabe, de todos modos, qué se les puede ocurrir, aunque reciban carne todos los días.
No hace mucho el carnicero pensó que, por lo menos, podía ahorrarse la molestia de faenar el ganado, y una mañana trajo un buey vivo. Pero nunca se atreverá a hacerlo nuevamente. Yo permanecí una hora tendido en el piso, al fondo de mi tienda, con la cabeza envuelta en todas las ropas, alfombras y almohadas que tenía, para no oír los mugidos de ese buey, sobre el que saltaban de todos lados los nómadas, arrancándole con sus dientes trozos de carne viva. Cuando me arriesgué a salir, hacía rato ya que no se oía nada; yacían embotados en torno a los restos del esqueleto, como ebrios alrededor de un tonel de vino.
Fue en esta oportunidad que me pareció ver al propio Emperador ante una ventana del palacio; por lo general nunca entra en esas habitaciones exteriores, sino que pasa la mayor parte del tiempo en el jardín interior; pero esta vez estaba de pie —por lo menos así me pareció— observando con la cabeza gacha lo que ocurría ante su residencia.
«¿Qué va a pasar? —nos preguntamos todos—. ¿Cuánto tiempo podremos soportar esta carga, este tormento? El palacio del Emperador ha atraído a los nómadas, pero no sabe como rechazarlos. La verja permanece cerrada; los guardias, que antes entraban y salían continuamente, en ceremoniosa marcha, ahora permanecen detrás de las ventanas enrejadas. La salvación de nuestro país depende de nosotros, artesanos y comerciantes; pero no somos capaces de semejante empresa; y nunca hemos afirmado que fuéramos capaces. Es un malentendido que sera la ruina de todos nosotros».

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