CARTILLA ELECTRÓNICA DEL ESCRITOR J MÉNDEZ-LIMBRICK. Premio Nacional de Narrativa Alberto Cañas 2020. Premio Nacional Aquileo j. Echeverría novela 2010. Premio Editorial Costa Rica 2009. Premio UNA-Palabra 2004.
martes, 5 de marzo de 2019
El Horla Guy de Maupassant.
El Horla
Guy de Maupassant
8 de mayo
¡Qué hermoso día! He pasado toda la mañana tendido sobre la hierba, delante de mi casa, bajo
el enorme plátano que la cubre, la resguarda y le da sombra. Adoro esta región, y me gusta
vivir aquí porque he echado raíces aquí, esas raíces profundas y delicadas que unen al hombre
con la tierra donde nacieron y murieron sus abuelos, esas raíces que lo unen a lo que se piensa
y a lo que se come, a las costumbres como a los alimentos, a los modismos regionales, a la
forma de hablar de sus habitantes, a los perfumes de la tierra, de las aldeas y del aire mismo.
Adoro la casa donde he crecido. Desde mis ventanas veo el Sena que corre detrás del camino,
a lo largo de mi jardín, casi dentro de mi casa, el grande y ancho Sena, cubierto de barcos, en
el tramo entre Ruán y El Havre.
A lo lejos y a la izquierda, está Ruán, la vasta ciudad de techos azules, con sus numerosas y
agudas torres góticas, delicadas o macizas, dominadas por la flecha de hierro de su catedral, y
pobladas de campanas que tañen en el aire azul de las mañanas hermosas enviándome su
suave y lejano murmullo de hierro, su canto de bronce que me llega con mayor o menor
intensidad según que la brisa aumente o disminuya.
¡Qué hermosa mañana!
A eso de las once pasó frente a mi ventana un largo convoy de navíos arrastrados por un
remolcador grande como una mosca, que jadeaba de fatiga lanzando por su chimenea un
humo espeso.
Después, pasaron dos goletas inglesas, cuyas rojas banderas flameaban sobre el fondo del
cielo, y un soberbio bergantín brasileño, blanco y admirablemente limpio y reluciente. Saludé
su paso sin saber por qué, pues sentí placer al contemplarlo.
11 de mayo
Tengo algo de fiebre desde hace algunos días. Me siento dolorido o más bien triste.
¿De dónde vienen esas misteriosas influencias que trasforman nuestro bienestar en desaliento
y nuestra confianza en angustia? Diríase qué el aire, el aire invisible, está poblado de lo
desconocido, de poderes cuya misteriosa proximidad experimentamos. ¿Por qué al
despertarme siento una gran alegría y ganas de cantar, y luego, sorpresivamente, después de
dar un corto paseo por la costa, regreso desolado como si me esperase una desgracia en mi
casa? ¿Tal vez una ráfaga fría al rozarme la piel me ha alterado los nervios y ensombrecido el
alma? ¿Acaso la forma de las nubes o el color tan variable del día o de las cosas me ha
perturbado el pensamiento al pasar por mis ojos? ¿Quién puede saberlo? Todo lo que nos
rodea, lo que vemos sin mirar, lo que rozamos inconscientemente, lo que tocamos sin palpar y
lo que encontramos sin reparar en ello, tiene efectos rápidos, sorprendentes e inexplicables
sobre nosotros, sobre nuestros órganos y, por consiguiente, sobre nuestros pensamientos y
nuestro corazón.
¡Cuán profundo es el misterio de lo Invisible! No podemos explorarlo con nuestros mediocres
sentidos, con nuestros ojos que no pueden percibir lo muy grande ni lo muy pequeño, lo muy
próximo ni lo muy lejano, los habitantes de una estrella ni los de una gota de agua... con
nuestros oídos que nos engañan, trasformando las vibraciones del aire en ondas sonoras, como
si fueran hadas que convierten milagrosamente en sonido ese movimiento, y que mediante esa
metamorfosis hacen surgir la música que trasforma en canto la muda agitación de la
naturaleza... con nuestro olfato, más débil que el del perro... con nuestro sentido del gusto,
que apenas puede distinguir la edad de un vino.
¡Cuántas cosas descubriríamos a nuestro alrededor si tuviéramos otros órganos que realizaran
para nosotros otros milagros!
16 de mayo
Decididamente, estoy enfermo. ¡Y pensar que estaba tan bien el mes pasado! Tengo fiebre,
una fiebre atroz, o, mejor dicho, una nerviosidad febril que afecta por igual el alma y el
cuerpo. Tengo continuamente la angustiosa sensación de un peligro que me amenaza, la
aprensión de una desgracia inminente o de la muerte que se aproxima, el presentimiento
suscitado por el comienzo de un mal aún desconocido que germina en la carne y en la sangre.
18 de mayo
Acabo de consultar al médico pues ya no podía dormir. Me ha encontrado el pulso acelerado,
los ojos inflamados y los nervios alterados, pero ningún síntoma alarmante. Debo darme
duchas y tomar bromuro de potasio.
25 de mayo
¡No siento ninguna mejoría! Mi estado es realmente extraño. Cuando se aproxima la noche,
me invade una inexplicable inquietud, como si la noche ocultase una terrible amenaza para
mí. Ceno rápidamente y luego trato de leer, pero no comprendo las palabras y apenas distingo
las letras. Camino entonces de un extremo a otro de la sala sintiendo la opresión de un temor
confuso e irresistible, el temor de dormir y el temor de la cama. A las diez subo a la
habitación. En cuanto entro, doy dos vueltas a la llave y corro los cerrojos; tengo miedo... ¿de
qué?... Hasta ahora nunca sentía temor por nada... abro mis armarios, miro debajo de la cama;
escucho... escucho... ¿qué?... ¿Acaso puede sorprender que un malestar, un trastorno de la
circulación, y tal vez una ligera congestión, una pequeña perturbación del funcionamiento tan
imperfecto y delicado de nuestra máquina viviente, convierta en un melancólico al más alegre
de los hombres y en un cobarde al más valiente? Luego me acuesto y espero el sueño como si
esperase al verdugo. Espero su llegada con espanto; mi corazón late intensamente y mis
piernas se estremecen; todo mi cuerpo tiembla en medio del calor de la cama hasta el
momento en que caigo bruscamente en el sueño como si me ahogara en un abismo de agua
estancada. Ya no siento llegar como antes a ese sueño pérfido, oculto cerca de mí, que me
acecha, se apodera de mi cabeza, me cierra los ojos y me aniquila.
Duermo durante dos o tres horas, y luego no es un sueño sino una pesadilla lo que se apodera
de mí. Sé perfectamente que estoy acostado y que duermo... lo comprendo y lo sé... y siento
también que alguien se aproxima, me mira, me toca, sube sobre la cama, se arrodilla sobre mi
pecho y tomando mi cuello entre sus manos aprieta y aprieta... con todas sus fuerzas para
estrangularme.
Trato de defenderme, impedido por esa impotencia atroz que nos paraliza en los sueños:
quiero gritar y no puedo; trato de moverme y no puedo; con angustiosos esfuerzos y jadeante,
trato de liberarme, de rechazar ese ser que me aplasta y me asfixia, ¡pero no puedo!
Y de pronto, me despierto enloquecido y cubierto de sudor. Enciendo una bujía. Estoy solo.
Después de esa crisis, que se repite todas las noches, duermo por fin tranquilamente hasta el
amanecer.
2 de junio
Mi estado se ha agravado. ¿Qué es lo que tengo? El bromuro y las duchas no me producen
ningún efecto. Para fatigarme más, a pesar de que ya me sentía cansado, fui a dar un paseo
por el bosque de Roumare. En un principio me pareció que el aire suave, ligero y fresco, lleno
de aromas de hierbas y hojas, vertía una sangre nueva en mis venas y nuevas energías en mi
corazón. Caminé por una gran avenida de caza y después por una estrecha alameda, entre dos
filas de árboles desmesuradamente altos que formaban un techo verde y espeso, casi negro,
entre el cielo y yo.
De pronto sentí un estremecimiento, no de frío sino un extraño temblor angustioso. Apresuré
el paso, inquieto por hallarme solo en ese bosque, atemorizado sin razón por el profundo
silencio. De improviso, me pareció que me seguían, que alguien marchaba detrás de mí, muy
cerca, muy cerca, casi pisándome los talones.
Me volví hacia atrás con brusquedad. Estaba solo. Únicamente vi detrás de mí el recto y
amplio sendero, vacío, alto, pavorosamente vacío; y del otro lado se extendía también hasta
perderse de vista de modo igualmente solitario y atemorizante.
Cerré los ojos, ¿por qué? Y me puse a girar sobre un pie como un trompo. Estuve a punto de
caer; abrí los ojos: los árboles bailaban, la tierra flotaba, tuve que sentarme. Después ya no
supe por dónde había llegado hasta allí. ¡Qué extraño! Ya no recordaba nada. Tomé hacia la
derecha, y llegué a la avenida que me había llevado al centro del bosque.
3 de junio
He pasado una noche horrible. Voy a irme de aquí por algunas semanas. Un viaje breve sin
duda me tranquilizará.
2 de julio
Regreso restablecido. El viaje ha sido delicioso. Visité el monte Saint-Michel, que no
conocía.
¡Qué hermosa visión se tiene al llegar a Avranches, como llegué yo al caer la tarde! La ciudad
se halla sobre una colina. Cuando me llevaron al jardín botánico, situado en un extremo de la
población, no pude evitar un grito de admiración. Una extensa bahía se extendía ante mis ojos
hasta el horizonte, entre dos costas lejanas que se esfumaban en medio de la bruma, y en el
centro de esa inmensa bahía, bajo un dorado cielo despejado, se elevaba un monte extraño,
sombrío y puntiagudo en las arenas de la playa. El sol acababa de ocultarse, y en el horizonte
aún rojizo se recortaba el perfil de ese fantástico acantilado que lleva en su cima un fantástico
monumento.
Al amanecer me dirigí hacia allí. El mar estaba bajo como la tarde anterior y a medida que me
acercaba veía elevarse gradualmente a la sorprendente abadía. Luego de varias horas de
marcha, llegué al enorme bloque de piedra en cuya cima se halla la pequeña población
dominada por la gran iglesia. Después de subir por la calle estrecha y empinada, penetré en la
más admirable morada gótica construida por Dios en la tierra, vasta como una ciudad, con
numerosos recintos de techo bajo, como aplastados por bóvedas y galerías superiores
sostenidas por frágiles columnas. Entré en esa gigantesca joya de granito, ligera como un
encaje, cubierta de torres, de esbeltos torreones, a los cuales se sube por intrincadas escaleras,
que destacan en el cielo azul del día y negro de la noche sus extrañas cúpulas erizadas de
quimeras, diablos, animales fantásticos y flores monstruosas, unidas entre sí por finos arcos
labrados.
Cuando llegué a la cumbre, dije al monje que me acompañaba:
—¡Qué bien se debe estar aquí, padre!
—Es un lugar muy ventoso, señor —me respondió. Y nos pusimos a conversar mientras
mirábamos subir el mar, que avanzaba sobre la playa y parecía cubrirla con una coraza de
acero.
El monje me refirió historias, todas las viejas historias del lugar, leyendas, muchas leyendas.
Una de ellas me impresionó mucho. Los nacidos en el monte aseguran que de noche se oyen
voces en la playa y después se perciben los balidos de dos cabras, una de voz fuerte y la otra
de voz débil. Los incrédulos afirman que son los graznidos de las aves marinas que se
asemejan a balidos o a quejas humanas, pero los pescadores rezagados juran haber encontrado
merodeando por las dunas, entre dos mareas y alrededor de la pequeña población tan alejada
del mundo, a un viejo pastor cuya cabeza nunca pudieron ver por llevarla cubierta con su
capa, y delante de él marchan un macho cabrío con rostro de hombre y una cabra con rostro
de mujer; ambos tienen largos cabellos blancos y hablan sin cesar: discuten en una lengua
desconocida, interrumpiéndose de pronto para balar con todas sus fuerzas.
—¿Cree usted en eso? —pregunté al monje.
—No sé —me contestó.
Yo proseguí:
—Si existieran en la tierra otros seres diferentes de nosotros, los conoceríamos desde hace
mucho tiempo; ¿cómo es posible que no los hayamos visto usted ni yo?
—¿Acaso vemos —me respondió— la cienmilésima parte de lo que existe? Observe por
ejemplo el viento, que es la fuerza más poderosa de la naturaleza; el viento, que derriba
hombres y edificios, que arranca de cuajo los árboles y levanta montañas de agua en el mar,
que destruye los acantilados y que arroja contra ellos a las grandes naves, el viento que mata,
silba, gime y ruge, ¿acaso lo ha visto alguna vez? ¿Acaso lo puede ver? Y sin embargo existe.
Ante este sencillo razonamiento opté por callarme. Este hombre podía ser un sabio o tal vez
un tonto. No podía afirmarlo con certeza, pero me llamé a silencio. Con mucha frecuencia
había pensado en lo que me dijo.
3 de julio
Dormí mal; evidentemente, hay una influencia febril, pues mi cochero sufre del mismo mal
que yo. Ayer, al regresar, observé su extraña palidez. Le pregunté:
—¿Qué tiene, Jean?
—Ya no puedo descansar; mis noches desgastan mis días. Desde la partida del señor parece
que padezco una especie de hechizo.
Los demás criados están bien, pero temo que me vuelvan las crisis.
4 de julio
Decididamente, las crisis vuelven a empezar. Vuelvo a tener las mismas pesadillas. Anoche
sentí que alguien se inclinaba sobre mí y con su boca sobre la mía, bebía mi vida. Sí, la bebía
con la misma avidez que una sanguijuela. Luego se incorporó saciado, y yo me desperté tan
extenuado y aniquilado, que apenas podía moverme. Si eso se prolonga durante algunos días
volveré a ausentarme.
5 de julio
¿He perdido la razón? Lo que pasó, lo que vi anoche, ¡es tan extraño que cuando pienso en
ello pierdo la cabeza!
Había cerrado la puerta con llave, como todas las noches, y luego sentí sed; bebí medio vaso
de agua y observé distraídamente que la botella estaba llena.
Me acosté en seguida y caí en uno de mis espantosos sueños del cual pude salir cerca de dos
horas después con una sacudida más horrible aún. Imagínense ustedes un hombre que es
asesinado mientras duerme, que despierta con un cuchillo clavado en el pecho, jadeante y
cubierto de sangre, que no puede respirar y que muere sin comprender lo que ha sucedido.
Después de recobrar la razón, sentí nuevamente sed; encendí una bujía y me dirigí hacia la
mesa donde había dejado la botella. La levanté inclinándola sobre el vaso, pero no había una
gota de agua. Estaba vacía, ¡completamente vacía! Al principio no comprendí nada, pero de
pronto sentí una emoción tan atroz que tuve que sentarme o, mejor dicho, me desplomé sobre
una silla. Luego me incorporé de un salto para mirar a mi alrededor. Después volví a sentarme
delante del cristal trasparente, lleno de asombro y terror. Lo observaba con la mirada fija,
tratando de imaginarme lo que había pasado. Mis manos temblaban. ¿Quién se había bebido
el agua? Yo, yo sin duda. ¿Quién podía haber sido sino yo? Entonces... yo era sonámbulo, y
vivía sin saberlo esa doble vida misteriosa que nos hace pensar que hay en nosotros dos seres,
o que a veces un ser extraño, desconocido e invisible anima, mientras dormimos, nuestro
cuerpo cautivo que le obedece como a nosotros y más que a nosotros.
¡Ah! ¿Quién podrá comprender mi abominable angustia? ¿Quién podrá comprender la
emoción de un hombre mentalmente sano, perfectamente despierto y en uso de razón al
contemplar espantado una botella que se ha vaciado mientras dormía? Y así permanecí hasta
el amanecer sin atreverme a volver a la cama.
6 de julio
Pierdo la razón. ¡Anoche también bebieron el agua de la botella, o tal vez la bebí yo!
10 de julio
Acabo de hacer sorprendentes comprobaciones. ¡Decididamente estoy loco! Y sin embargo...
El 6 de julio, antes de acostarme puse sobre la mesa vino, leche, agua, pan y fresas. Han
bebido —o he bebido— toda el agua y un poco de leche. No han tocado el vino, ni el pan ni
las fresas.
El 7 de julio he repetido la prueba con idénticos resultados.
El 8 de julio suprimí el agua y la leche, y no han tocado nada.
Por último, el 9 de julio puse sobre la mesa solamente el agua y la leche, teniendo especial
cuidado de envolver las botellas con lienzos de muselina blanca y de atar los tapones. Luego
me froté con grafito los labios, la barba y las manos y me acosté.
Un sueño irresistible se apoderó de mí, seguido poco después por el atroz despertar. No me
había movido; ni siquiera mis sábanas estaban manchadas. Corrí hacia la mesa. Los lienzos
que envolvían las botellas seguían limpios e inmaculados. Desaté los tapones, palpitante de
emoción . ¡Se habían bebido toda el agua y toda la leche! ¡Ah! ¡Dios mío!...
Partiré inmediatamente hacia París.
12 de julio
París. Estos últimos días había perdido la cabeza. Tal vez he sido juguete de mi enervada
imaginación, salvo que yo sea realmente sonámbulo o que haya sufrido una de esas
influencias comprobadas, pero hasta ahora inexplicables, que se llaman sugestiones. De todos
modos, mi extravío rayaba en la demencia, y han bastado veinticuatro horas en París para
recobrar la cordura. Ayer, después de paseos y visitas, que me han renovado y vivificado el
alma, terminé el día en el Théatre-Francais. Representábase una pieza de Alejandro Dumas
hijo. Este autor vivaz y pujante ha terminado de curarme. Es evidente que la soledad resulta
peligrosa para las mentes que piensan demasiado. Necesitamos ver a nuestro alrededor a
hombres que piensen y hablen. Cuando permanecemos solos durante mucho tiempo,
poblamos de fantasmas el vacío.
Regresé muy contento al hotel, caminando por el centro. Al codearme con la multitud, pensé,
no sin ironía, en mis terrores y suposiciones de la semana pasada, pues creí, sí, creí que un ser
invisible vivía bajo mi techo. Cuán débil es nuestra razón y cuán rápidamente se extravía
cuando nos estremece un hecho incomprensible.
En lugar de concluir con estas simples palabras: "Yo no comprendo porque no puedo
explicarme las causas", nos imaginamos en seguida impresionantes misterios y poderes
sobrenaturales.
14 de julio
Fiesta de la República. He paseado por las calles. Los cohetes y banderas me divirtieron como
a un niño. Sin embargo, me parece una tontería ponerse contento un día determinado por
decreto del gobierno. El pueblo es un rebaño de imbéciles, a veces tonto y paciente, y otras,
feroz y rebelde. Se le dice: "Diviértete". Y se divierte. Se le dice: "Ve a combatir con tu
vecino". Y va a combatir. Se le dice: "Vota por el emperador". Y vota por el emperador.
Después: "Vota por la República". Y vota por la República.
Los que lo dirigen son igualmente tontos, pero en lugar de obedecer a hombres se atienen a
principios, que por lo mismo que son principios sólo pueden ser necios, estériles y falsos, es
decir, ideas consideradas ciertas e inmutables, tan luego en este mundo donde nada es seguro
y donde la luz y el sonido son ilusorios.
16 de julio
Ayer he visto cosas que me preocuparon mucho. Cené en casa de mi prima, la señora Sablé,
casada con el jefe del regimiento 76 de cazadores de Limoges. Conocí allí a dos señoras
jóvenes, casada una de ellas con el doctor Parent que se dedica intensamente al estudio de las
enfermedades nerviosas y de los fenómenos extraordinarios que hoy dan origen a las
experiencias sobre hipnotismo y sugestión.
Nos refirió detalladamente los prodigiosos resultados obtenidos por los sabios ingleses y por
los médicos de la escuela de Nancy. Los hechos que expuso me parecieron tan extraños que
manifesté mi incredulidad.
—Estamos a punto de descubrir uno de los más importantes secretos de la naturaleza —decía
el doctor Parent—, es decir, uno de sus más importantes secretos aquí en la tierra, puesto que
hay evidentemente otros secretos importantes en las estrellas. Desde que el hombre piensa,
desde que aprendió a expresar y a escribir su pensamiento, se siente tocado por un misterio
impenetrable para sus sentidos groseros e imperfectos, y trata de suplir la impotencia de
dichos sentidos mediante el esfuerzo de su inteligencia. Cuando la inteligencia permanecía
aún en un estado rudimentario, la obsesión de los fenómenos invisibles adquiría formas
comúnmente terroríficas. De ahí las creencias populares en lo sobrenatural. Las leyendas de
las almas en pena, las hadas, los gnomos y los aparecidos; me atrevería a mencionar incluso la
leyenda de Dios, pues nuestras concepciones del artífice creador de cualquier religión son las
invenciones más mediocres, estúpidas e inaceptables que pueden salir de la mente
atemorizada de los hombres. Nada es más cierto que este pensamiento de Voltaire: "Dios ha
hecho al hombre a su imagen y semejanza pero el hombre también ha procedido así con
él"."Pero desde hace algo más de un siglo, parece percibirse algo nuevo. Mesmer y algunos
otros nos señalan un nuevo camino y, efectivamente, sobre todo desde hace cuatro o cinco
años, se han obtenido sorprendentes resultados."
Mi prima, también muy incrédula, sonreía. El doctor Parent le dijo:
—¿Quiere que la hipnotice, señora?
—Sí; me parece bien.
Ella se sentó en un sillón y él comenzó a mirarla fijamente. De improviso, me dominó la
turbación, mi corazón latía con fuerza y sentía una opresión en la garganta. Veía cerrarse
pesadamente los ojos de la señora Sablé, y su boca se crispaba y parecía jadear.
Al cabo de diez minutos dormía.
—Póngase detrás de ella —me dijo el médico.
Obedecí su indicación, y él colocó en las manos de mi prima una tarjeta de visita al tiempo
que le decía: "Esto es un espejo; ¿qué ve en él?"
—Veo a mi primo —respondió.
—¿Qué hace?
—Se atusa el bigote.
—¿Y ahora ?
—Saca una fotografía del bolsillo.
—¿Quién aparece en la fotografía?
—Él, mi primo.
¡Era cierto! Esa misma tarde me habían entregado esa fotografía en el hotel.
—¿Cómo aparece en ese retrato?
—Se halla de pie, con el sombrero en la mano. Evidentemente, veía en esa tarjeta de cartulina
lo que hubiera visto en un espejo.
Las damas decían espantadas: "¡Basta! ¡Basta, por favor!"
Pero el médico ordenó: "Usted se levantará mañana a las ocho; luego irá a ver a su primo al
hotel donde se aloja, y le pedirá que le preste los cinco mil francos que le pide su esposo y
que le reclamará cuando regrese de su próximo viaje". Luego la despertó.
Mientras regresaba al hotel pensé en esa curiosa sesión y me asaltaron dudas, no sobre la
insospechable, la total buena fe de mi prima a quien conocía desde la infancia como a una
hermana, sino sobre la seriedad del médico. ¿No escondería en su mano un espejo que
mostraba a la joven dormida, al mismo tiempo que la tarjeta?
Los prestidigitadores profesionales hacen cosas semejantes.
No bien regresé, me acosté.
Pero a las ocho y media de la mañana me despertó mi sirviente y me dijo:
—La señora Sablé quiere hablar inmediatamente con el señor.
Me vestí de prisa y la hice pasar.
Sentóse muy turbada y me dijo sin levantar la mirada ni quitarse el velo:
—Querido primo, tengo que pedirle un gran favor.
—¿De qué se trata, prima?
—Me cuesta mucho decirlo, pero no tengo más remedio. Necesito urgentemente cinco mil
francos.
—Pero cómo, ¿tan luego usted?
—Sí, yo, o mejor dicho mi esposo, que me ha encargado conseguirlos.
Me quedé tan asombrado que apenas podía balbucear mis respuestas. Pensaba que ella y el
doctor Parent se estaba burlando de mí, y que eso podía ser una mera farsa preparada de
antemano y representada a la perfección.
Pero todas mis dudas se disiparon cuando la observé con atención. Temblaba de angustia.
Evidentemente esta gestión le resultaba muy penosa y advertí que apenas podía reprimir el
llanto.
Sabía que era muy rica y le dije:
—¿Cómo es posible que su esposo no disponga de cinco mil francos? Reflexione. ¿Está
segura de que le ha encargado pedírmelos a mí?
Vaciló durante algunos segundos como si le costara mucho recordar, y luego respondió:
—Sí... sí... estoy segura.
—¿Le ha escrito?
Vaciló otra vez y volvió a pensar. Advertí el penoso esfuerzo de su mente. No sabía. Sólo
recordaba que debía pedirme ese préstamo para su esposo. Por consiguiente, se decidió a
mentir.
—Sí, me escribió.
—¿Cuándo? Ayer no me dijo nada.
—Recibí su carta esta mañana.
—¿Puede enseñármela?
—No, no... contenía cosas íntimas... demasiado personales... y la he... la he quemado.
—Así que su marido tiene deudas.
Vaciló una vez más y luego murmuró:
—No lo sé.
Bruscamente le dije:
—Pero en este momento, querida prima, no dispongo de cinco mil francos.
Dio una especie de grito de desesperación:
—¡Ay! ¡Por favor! Se lo ruego! Trate de conseguirlos...
Exaltada, unía sus manos como si se tratara de un ruego. Su voz cambió de tono; lloraba
murmurando cosas ininteligibles, molesta y dominada por la orden irresistible que había
recibido.
—¡Ay! Le suplico... si supiera cómo sufro... los necesito para hoy. Sentí piedad por ella.
—Los tendrá de cualquier manera. Se lo prometo.
—¡Oh! ¡Gracias, gracias! ¡Qué bondadoso es usted !
—¿Recuerda lo que pasó anoche en su casa? —le pregunté entonces.
—Sí.
—¿Recuerda que el doctor Parent la hipnotizó?
— Sí..
—Pues bien, fue él quien le ordenó venir esta mañana a pedirme cinco mil francos, y en este
momento usted obedece a su sugestión.
Reflexionó durante algunos instantes y luego respondió:
—Pero es mi esposo quien me los pide.
Durante una hora traté infructuosamente de convencerla. Cuando se fue, corrí a casa del
doctor Parent. Me dijo:
—¿Se ha convencido ahora?
—Sí, no hay más remedio que creer.
—Vamos a ver a su prima.
Cuando llegamos dormitaba en un sofá, rendida por el cansancio. El médico le tomó el pulso,
la miró durante algún tiempo con una mano extendida hacia sus ojos que la joven cerró
debido al influjo irresistible del poder magnético.
Cuando se durmió, el doctor Parent le dijo:
—¡Su esposo no necesita los cinco mil francos! Por lo tanto, usted debe olvidar que ha rogado
a su primo para que se los preste, y si le habla de eso, usted no comprenderá.
Luego le despertó. Entonces saqué mi billetera.
—Aquí tiene, querida prima. Lo que me pidió esta mañana .
Se mostró tan sorprendida que no me atreví a insistir. Traté, sin embargo, de refrescar su
memoria, pero negó todo enfáticamente, creyendo que me burlaba, y poco faltó para que se
enojase.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Acabo de regresar. La experiencia me ha impresionado tanto que no he podido almorzar.
19 de julio
Muchas personas a quienes he referido esta aventura se han reído de mí. Ya no sé qué pensar.
El sabio dijo: "Quizá".
21 de julio
Cené en Bougival y después estuve en el baile de los remeros. Decididamente, todo depende
del lugar y del medio. Creer en lo sobrenatural en la isla de la Grenouillère sería el colmo del
desatino... pero ¿no es así en la cima del monte Saint-Michel, y en la India? Sufrimos la
influencia de lo que nos rodea. Regresaré a casa la semana próxima.
30 de julio
Ayer he regresado a casa. Todo está bien.
2 de agosto
No hay novedades. Hace un tiempo espléndido. Paso los días mirando correr el Sena.
4 de agosto
Hay problemas entre mis criados. Aseguran que alguien rompe los vasos en los armarios por
la noche. El sirviente acusa a la cocinera y ésta a la lavandera quien a su vez acusa a los dos
primeros. ¿Quién es el culpable? El tiempo lo dirá.
6 de agosto
Esta vez no estoy loco. Lo he visto... ¡lo he visto! Ya no tengo la menor duda... ¡lo he visto!
Aún siento frío hasta en las uñas... el miedo me penetra hasta la médula... ¡Lo he visto!...
A las dos de la tarde me paseaba a pleno sol por mi rosedal; caminaba por el sendero de
rosales de otoño que comienzan a florecer.
Me detuve a observar un hermoso ejemplar de géant des batailles, que tenía tres flores
magníficas, y vi entonces con toda claridad cerca de mí que el tallo de una de las rosas se
doblaba como movido por una mano invisible: ¡luego, vi que se quebraba como si la misma
mano lo cortase! Luego la flor se elevó, siguiendo la curva que habría descrito un brazo al
llevarla hacia una boca, y permaneció suspendida en el aire trasparente, muy sola e inmóvil,
como una pavorosa mancha a tres pasos de mí.
Azorado, me arrojé sobre ella para tomarla. Pero no pude hacerlo: había desaparecido. Sentí
entonces rabia contra mí mismo, pues no es posible que una persona razonable tenga
semejantes alucinaciones .
Pero, ¿tratábase realmente de una alucinación? Volví hacia el rosal para buscar el tallo
cortado e inmediatamente lo encontré, recién cortado, entre las dos rosas que permanecían en
la rama. Regresé entonces a casa con la mente alterada; en efecto, ahora estoy convencido,
seguro como de la alternancia de los días y las noches, de que existe cerca de mí un ser
invisible, que se alimenta de leche y agua, que puede tocar las cosas, tomarlas y cambiarlas de
lugar; dotado, por consiguiente, de un cuerpo material aunque imperceptible para nuestros
sentidos, y que habita en mi casa como yo...
7 de agosto
Dormí tranquilamente. Se ha bebido el agua de la botella pero no perturbó mi sueño.
Me pregunto si estoy loco. Cuando a veces me paseo a pleno sol, a lo largo de la costa, he
dudado de mi razón; no son ya dudas inciertas como las que he tenido hasta ahora, sino dudas
precisas, absolutas. He visto locos. He conocido algunos que seguían siendo inteligentes,
lúcidos y sagaces en todas las cosas de la vida menos en un punto. Hablaban de todo con
claridad, facilidad y profundidad, pero de pronto su pensamiento chocaba contra el escollo de
la locura y se hacía pedazos, volaba en fragmentos y se hundía en ese océano siniestro y
furioso, lleno de olas fragorosas, brumosas y borrascosas que se llama "demencia".
Ciertamente, estaría convencido de mi locura, si no tuviera perfecta conciencia de mi estado,
al examinarlo con toda lucidez. En suma, yo sólo sería un alucinado que razona. Se habría
producido en mi mente uno de esos trastornos que hoy tratan de estudiar y precisar los
fisiólogos modernos, y dicho trastorno habría provocado en mí una profunda ruptura en lo
referente al orden y a la lógica de las ideas. Fenómenos semejantes se producen en el sueño,
que nos muestra las fantasmagorías más inverosímiles sin que ello nos sorprenda, porque
mientras duerme el aparato verificador, el sentido del control, la facultad imaginativa vigila y
trabaja. ¿Acaso ha dejado de funcionar en mí una de las imperceptibles teclas del teclado
cerebral? Hay hombres que a raíz de accidentes pierden la memoria de los nombres propios,
de las cifras o solamente de las fechas. Hoy se ha comprobado la localización de todas las
partes del pensamiento. No puede sorprender entonces que en este momento se haya
disminuido mi facultad de controlar la irrealidad de ciertas alucinaciones.
Pensaba en todo ello mientras caminaba por la orilla del río. El sol iluminaba el agua, sus
rayos embellecían la tierra y llenaban mis ojos de amor por la vida, por las golondrinas cuya
agilidad constituye para mí un motivo de alegría, por las hierbas de la orilla cuyo
estremecimiento es un placer para mis oídos.
Sin embargo, paulatinamente me invadía un malestar inexplicable. Me parecía que una fuerza
desconocida me detenía, me paralizaba, impidiéndome avanzar, y que trataba de hacerme
volver atrás. Sentí ese doloroso deseo de volver que nos oprime cuando hemos dejado en
nuestra casa a un enfermo querido y presentimos una agravación del mal.
Regresé entonces, a pesar mío, convencido de que encontraría en casa una mala noticia, una
carta o un telegrama. Nada de eso había, y me quedé más sorprendido e inquieto aún que si
hubiese tenido una nueva visión fantástica.
8 de agosto
Pasé una noche horrible. Él no ha aparecido más, pero lo siento cerca de mí. Me espía, me
mira, se introduce en mí y me domina. Así me resulta más temible, pues al ocultarse de este
modo parece manifestar su presencia invisible y constante mediante fenómenos
sobrenaturales.
Sin embargo he podido dormir.
9 de agosto
Nada ha sucedido. pero tengo miedo.
10 de agosto
Nada: ¿qué sucederá mañana?
11 de agosto
Nada, siempre nada; no puedo quedarme aquí con este miedo y estos pensamientos que
dominan mi mente; me voy.
12 de agosto, 10 de la noche
Durante todo el día he tratado de partir, pero no he podido. He intentado realizar ese acto tan
fácil y sencillo —salir, subir en mi coche para dirigirme a Ruán— y no he podido. ¿Por qué?
13 de agosto
Cuando nos atacan ciertas enfermedades nuestros mecanismos físicos parecen fallar.
Sentimos que nos faltan las energías y que todos nuestros músculos se relajan; los huesos
parecen tan blandos como la carne y la carne tan líquida como el agua. Todo eso repercute en
mi espíritu de manera extraña y desoladora. Carezco de fuerzas y de valor; no puedo
dominarme y ni siquiera puedo hacer intervenir mi voluntad. Ya no tengo iniciativa; pero
alguien lo hace por mí, y yo obedezco.
14 de agosto
¡Estoy perdido! ¡Alguien domina mi alma y la dirige! Alguien ordena todos mis actos, mis
movimientos y mis pensamientos. Ya no soy nada en mí; no soy más que un espectador
prisionero y aterrorizado por todas las cosas que realizo. Quiero salir y no puedo. Él no quiere
y tengo que quedarme, azorado y tembloroso, en el sillón donde me obliga a sentarme. Sólo
deseo levantarme, incorporarme para sentirme todavía dueño de mí. ¡Pero no puedo! Estoy
clavado en mi asiento, y mi sillón se adhiere al suelo de tal modo que no habría fuerza capaz
de movernos.
De pronto, siento la irresistible necesidad de ir al huerto a cortar fresas y comerlas. Y voy.
Corto fresas y las como. ¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! ¿Será acaso un Dios? Si lo es, ¡salvadme!
¡Libradme! ¡Socorredme! ¡Perdón! ¡Piedad! ¡Misericordia! ¡Salvadme! ¡Oh, qué sufrimiento!
¡Qué suplicio! ¡Qué horror!
15 de agosto
Evidentemente, así estaba poseída y dominada mi prima cuando fue a pedirme cinco mil
francos. Obedecía a un poder extraño que había penetrado en ella como otra alma, como un
alma parásita y dominadora. ¿Es acaso el fin del mundo? Pero, ¿quién es el ser invisible que
me domina? ¿Quién es ese desconocido, ese merodeador de una raza sobrenatural?
Por consiguiente, ¡los invisibles existen! ¿Pero cómo es posible que aún no se hayan
manifestado desde el origen del mundo en una forma tan evidente como se manifiestan en mí?
Nunca leí nada que se asemejara a lo que ha sucedido en mi casa. Si pudiera abandonarla,
irme, huir y no regresar más, me salvaría, pero no puedo.
16 de agosto
Hoy pude escaparme durante dos horas, como un preso que encuentra casualmente abierta la
puerta de su calabozo. De pronto, sentí que yo estaba libre y que él se hallaba lejos. Ordené
uncir los caballos rápidamente y me dirigí a Ruán. Qué alegría poder decirle a un hombre que
obedece: "¡Vamos a Ruán!"
Hice detener la marcha frente a la biblioteca donde solicité en préstamo el gran tratado del
doctor Hermann Herestauss sobre los habitantes desconocidos del mundo antiguo y moderno.
Después, cuando me disponía a subir a mi coche, quise decir: "¡A la estación!" y grité —no
dije, grité— con una voz tan fuerte que llamó la atención de los transeúntes: "A casa", y caí
pesadamente, loco de angustia, en el asiento. Él me había encontrado y volvía a posesionarse
de mí.
17 de agosto
¡Ah! ¡Qué noche! ¡Qué noche! Y sin embargo me parece que debería alegrarme. Leí hasta la
una de la madrugada. Hermann Herestauss, doctor en filosofía y en teogonía, ha escrito la
historia y las manifestaciones de todos los seres invisibles que merodean alrededor del
hombre o han sido soñados por él. Describe sus orígenes, sus dominios y sus poderes. Pero
ninguno de ellos se parece al que me domina. Se diría que el hombre, desde que pudo pensar,
presintió y temió la presencia de un ser nuevo más fuerte que él —su sucesor en el mundo— y
que como no pudo prever la naturaleza de este amo, creó, en medio de su terror, todo ese
mundo fantástico de seres ocultos y de fantasmas misteriosos surgidos del miedo. Después de
leer hasta la una de la madrugada, me senté junto a mi ventana abierta para refrescarme la
cabeza y el pensamiento con la apacible brisa de la noche.
Era una noche hermosa y tibia, que en otra ocasión me hubiera gustado mucho. No había
luna. Las estrellas brillaban en las profundidades del cielo con estremecedores destellos.
¿Quién vive en aquellos mundos? ¿Qué formas, qué seres vivientes, animales o plantas,
existirán allí? Los seres pensantes de esos universos, ¿serán más sabios y más poderosos que
nosotros? ¿Conocerán lo que nosotros ignoramos? Tal vez cualquiera de estos días uno de
ellos atravesará el espacio y llegará a la tierra para conquistarla, así como antiguamente los
normandos sometían a los pueblos más débiles.
Somos tan indefensos, inermes, ignorantes y pequeños, sobre este trozo de lodo que gira
disuelto en una gota de agua.
Pensando en eso, me adormecí en medio del fresco viento de la noche.
Pero después de dormir unos cuarenta minutos, abrí los ojos sin hacer un movimiento,
despertado por no sé qué emoción confusa y extraña. En un principio no vi nada, pero de
pronto me pareció que una de las páginas del libro que había dejado abierto sobre la mesa
acababa de darse vuelta sola. No entraba ninguna corriente de aire por la ventana. Esperé,
sorprendido. Al cabo de cuatro minutos, vi, sí, vi con mis propios ojos que una nueva página
se levantaba y caía sobre la otra, como movida por un dedo. Mi sillón estaba vacío,
aparentemente estaba vacío, pero comprendí que él estaba leyendo allí, sentado en mi lugar.
¡Con un furioso salto, un salto de fiera irritada que se rebela contra el domador, atravesé la
habitación para atraparlo, estrangularlo y matarlo! Pero antes de que llegara, el sillón cayó
delante de mí como si él hubiera huido... la mesa osciló, la lámpara rodó por el suelo y se
apagó, y la ventana se cerró como si un malhechor sorprendido hubiese escapado por la
oscuridad, tomando con ambas manos los batientes.
Había escapado; había sentido miedo, ¡miedo de mí!
Entonces, mañana... pasado mañana o cualquiera de estos... podré tenerlo bajo mis puños y
aplastarlo contra el suelo. ¿Acaso a veces los perros no muerden y degüellan a sus amos?
18 de agosto
He pensado durante todo el día. ¡Oh!, sí, voy a obedecerle, seguiré sus impulsos, cumpliré sus
deseos, seré humilde, sumiso y cobarde. Él es más fuerte. Hasta que llegue el momento...
19 de agosto
¡Ya sé... ya sé todo! Acabo de leer lo que sigue en la Revista del Mundo Científico: "Nos
llega una noticia muy curiosa de Río de Janeiro. Una epidemia de locura, comparable a las
demencias contagiosas que asolaron a los pueblos europeos en la Edad Media, se ha
producido en el Estado de San Pablo. Los habitantes despavoridos abandonan sus casas y
huyen de los pueblos, dejan sus cultivos, creyéndose poseídos y dominados, como un rebaño
humano, por seres invisibles aunque tangibles, por especies de vampiros que se alimentan de
sus vidas mientras los habitantes duermen, y que además beben agua y leche sin apetecerles
aparentemente ningún otro alimento.
"El profesor don Pedro Henríquez, en compañía de varios médicos eminentes, ha partido para
el Estado de San Pablo a fin de estudiar sobre el terreno el origen y las manifestaciones de
esta sorprendente locura, y poder aconsejar al Emperador las medidas que juzgue
convenientes para apaciguar a los delirantes pobladores."
¡Ah! ¡Ahora recuerdo el hermoso bergantín brasileño que pasó frente a mis ventanas
remontando el Sena, el 8 de mayo último! Me pareció tan hermoso, blanco y alegre. Allí
estaba él que venía de lejos, ¡del lugar de donde es originaria su raza! ¡Y me vio! Vio también
mi blanca vivienda, y saltó del navío a la costa. ¡Oh, Dios mío!
Ahora ya lo sé y lo presiento: el reinado del hombre ha terminado.
Ha venido aquel que inspiró los primeros terrores de los pueblos primitivos. Aquel que
exorcizaban los sacerdotes inquietos y que invocaban los brujos en las noches oscuras, aunque
sin verlo todavía. Aquel a quien los presentimientos de los transitorios dueños del mundo
adjudicaban formas monstruosas o graciosas de gnomos, espíritus, genios, hadas y duendes.
Después de las groseras concepciones del espanto primitivo, hombres más perspicaces han
presentido con mayor claridad. Mesmer lo sospechaba, y hace ya diez años que los médicos
han descubierto la naturaleza de su poder de manera precisa, antes de que él mismo pudiera
ejercerlo. Han jugado con el arma del nuevo Señor, con una facultad misteriosa sobre el alma
humana. La han denominado magnetismo, hipnotismo, sugestión... ¡qué sé yo! ¡Los he visto
divertirse como niños imprudentes con este terrible poder! ¡Desgraciados de nosotros!
¡Desgraciado del hombre! Ha llegado el... el... ¿cómo se llama?... el... parece que me gritara
su nombre y no lo oyese... el... sí... grita... Escucho... ¿cómo?... repite... el... Horla... He oído...
el Horla... es él... ¡el Horla... ha llegado!...
¡Ah! El buitre se ha comido la paloma, el lobo ha devorado el cordero; el león ha devorado el
búfalo de agudos cuernos: el hombre ha dado muerte al león con la flecha, el puñal y la
pólvora, pero el Horla hará con el hombre lo que nosotros hemos hecho con el caballo y el
buey: lo convertirá en su cosa, su servidor y su alimento, por el solo poder de su voluntad.
¡Desgraciados de nosotros!
No obstante, a veces el animal se rebela y mata a quien lo domestica... yo también quiero... yo
podría hacer lo mismo... pero primero hay que conocerlo, tocarlo y verlo. Los sabios afirman
que los ojos de los animales no distinguen las mismas cosas que los nuestros... Y mis ojos no
pueden distinguir al recién llegado que me oprime. ¿Por qué? ¡Oh! Recuerdo ahora las
palabras del monje del monte Saint-Michel: "¿Acaso vemos la cienmilésima parte de lo que
existe? Observe, por ejemplo, el viento que es la fuerza más poderosa de la naturaleza, el
viento que derriba hombres y edificios, que arranca de cuajo los árboles, y levanta montañas
de agua en el mar, que destruye los acantilados y arroja contra ellos a las grandes naves; el
viento, que silba, gime y ruge. ¿Acaso lo ha visto usted alguna vez? ¿Acaso puede verlo? ¡Y
sin embargo existe!"
Y yo seguía pensando: mis ojos son tan débiles e imperfectos que ni siquiera distinguen los
cuerpos sólidos cuando son trasparentes como el vidrio. . . Si un espejo sin azogue obstruye
mi camino chocaré contra él como el pájaro que penetra en una habitación y se rompe la
cabeza contra los vidrios. Por lo demás, mil cosas nos engañan y desorientan. No puede
extrañar entonces que el hombre no sepa percibir un cuerpo nuevo que atraviesa la luz.
¡Un ser nuevo! ¿Por qué no? ¡No podía dejar de venir! ¿ Por qué nosotros íbamos a ser los
últimos? Nosotros no los distinguimos pero tampoco nos distinguían los seres creados antes
que nosotros. Ello se explica porque su naturaleza es más perfecta, más elaborada y mejor
terminada que la nuestra, tan endeble y torpemente concebida, trabada por órganos siempre
fatigados, siempre forzados como mecanismos demasiado complejos, que vive como una
planta o como un animal, nutriéndose penosamente de aire, hierba y carne, máquina animal
acosada por las enfermedades, las deformaciones y las putrefacciones; que respira con
dificultad, imperfecta, primitiva y extraña, ingeniosamente mal hecha, obra grosera y
delicada, bosquejo del ser que podría convertirse en inteligente y poderoso.
Existen muchas especies en este mundo, desde la ostra al hombre. ¿Por qué no podría
aparecer una más, después de cumplirse el período que separa las sucesivas apariciones de las
diversas especies?
¿Por qué no puede aparecer una más? ¿Por qué no pueden surgir también nuevas especies de
árboles de flores gigantescas y resplandecientes que perfumen regiones enteras? ¿Por qué no
pueden aparecer otros elementos que no sean el fuego, el aire, la tierra y el agua? ¡Sólo son
cuatro, nada más que cuatro, esos padres que alimentan a los seres! ¡Qué lástima! ¿Por qué no
serán cuarenta, cuatrocientos o cuatro mil? ¡Todo es pobre, mezquino, miserable! ¡Todo se ha
dado con avaricia, se ha inventado secamente y se ha hecho con torpeza! ¡Ah! ¡Cuánta gracia
hay en el elefante y el hipopótamo! ¡Qué elegante es el camello!
Se podrá decir que la mariposa es una flor que vuela. Yo sueño con una que sería tan grande
como cien universos, con alas cuya forma, belleza, color y movimiento ni siquiera puedo
describir. Pero lo veo... va de estrella a estrella, refrescándolas y perfumándolas con el soplo
armonioso y ligero de su vuelo... Y los pueblos que allí habitan la miran pasar, extasiados y
maravillados...
¿Qué es lo que tengo? Es el Horla que me hechiza, que me hace pensar esas locuras. Está en
mí, se convierte en mi alma. ¡Lo mataré!
19 de agosto
Lo mataré. ¡Lo he visto! Anoche yo estaba sentado a la mesa y simulé escribir con gran
atención. Sabía perfectamente que vendría a rondar a mi alrededor, muy cerca, tan cerca que
tal vez podría tocarlo y asirlo. ¡Y entonces!... Entonces tendría la fuerza de los desesperados;
dispondría de mis manos, mis rodillas, mi pecho, mi frente y mis dientes para estrangularlo,
aplastarlo, morderlo y despedazarlo.
Yo acechaba con todos mis sentidos sobreexcitados.
Había encendido las dos lámparas y las ocho bujías de la chimenea, como si fuese posible
distinguirlo con esa luz.
Frente a mí está mi cama, una vieja cama de roble, a la derecha la chimenea; a la izquierda la
puerta cerrada cuidadosamente, después de dejarla abierta durante largo rato a fin de atraerlo;
detrás de mí un gran armario con espejos que todos los días me servía para afeitarme y
vestirme y donde acostumbraba mirarme de pies a cabeza cuando pasaba frente a él.
Como dije antes, simulaba escribir para engañarlo, pues él también me espiaba. De pronto,
sentí, sentí, tuve la certeza de que leía por encima de mi hombro, de que estaba allí
rozándome la oreja. Me levanté con las manos extendidas, girando con tal rapidez que estuve
a punto de caer. Pues bien... se veía como si fuera pleno día, ¡y sin embargo no me vi en el
espejo!... ¡Estaba vacío, claro, profundo y resplandeciente de luz! ¡Mi imagen no aparecía y
yo estaba frente a él! Veía aquel vidrio totalmente límpido de arriba abajo. Y lo miraba con
ojos extraviados; no me atrevía a avanzar, y ya no tuve valor para hacer un movimiento más.
Sentía que él estaba allí, pero que se me escaparía otra vez, con su cuerpo imperceptible que
me impedía reflejarme en el espejo. ¡Cuánto miedo sentí! De pronto, mi imagen volvió a
reflejarse pero como si estuviese envuelta en la bruma, como si la observase a través de una
capa de agua. Me parecía que esa agua se deslizaba lentamente de izquierda a derecha y que
paulatinamente mi imagen adquiría mayor nitidez. Era como el final de un eclipse. Lo que la
ocultaba no parecía tener contornos precisos; era una especie de trasparencia opaca, que poco
a poco se aclaraba.
Por último, pude distinguirme completamente como todos los días.
¡Lo había visto! Conservo el espanto que aún me hace estremecer.
20 de agosto
¿Cómo podré matarlo si está fuera de mi alcance?
¿Envenenándolo? Pero él me verá mezclar el veneno en el agua y tal vez nuestros venenos no
tienen ningún efecto sobre un cuerpo imperceptible. No... no... decididamente no. Pero
entonces... ¿qué haré entonces?
21 de agosto
He llamado a un cerrajero de Ruán y le he encargado persianas metálicas como las que tienen
algunas residencias particulares de París, en la planta baja, para evitar los robos. Me haré
además una puerta similar. Me debe haber tomado por un cobarde, pero no importa...
10 de septiembre
Ruán, Hotel Continental. Ha sucedido... ha sucedido... pero, ¿habrá muerto? Lo que vi me ha
trastornado.
Ayer, después que el cerrajero colocó la persiana y la puerta de hierro, dejé todo abierto hasta
medianoche a pesar de que comenzaba a hacer frío. De improviso, sentí que estaba aquí y me
invadió la alegría, una enorme alegría. Me levanté lentamente y caminé en cualquier dirección
durante algún tiempo para que no sospechase nada. Luego me quité los botines y me puse
distraídamente unas pantuflas. Cerré después la persiana metálica y regresé con paso tranquilo
hasta la puerta, cerrándola también con dos vueltas de llave. Regresé entonces hacia la
ventana, la cerré con un candado y guardé la llave en el bolsillo.
De pronto, comprendí que se agitaba a mi alrededor, que él también sentía miedo, y que me
ordenaba que le abriera. Estuve a punto de ceder, pero no lo hice. Me acerqué a la puerta y la
entreabrí lo suficiente como para poder pasar retrocediendo, y como soy muy alto mi cabeza
llegaba hasta el dintel. Estaba seguro de que no había podido escapar y allí lo acorralé solo,
completamente solo. ¡Qué alegría! ¡Había caído en mi poder! Entonces descendí corriendo a
la planta baja; tomé las dos lámparas que se hallaban en la sala situada debajo de mi
habitación, y, con el aceite que contenían rocié la alfombra, los muebles, todo. Luego les
prendí fuego, y me puse a salvo después de cerrar bien, con dos vueltas de llave, la puerta de
entrada.
Me escondí en el fondo de mi jardín tras un macizo de laureles. ¡Qué larga me pareció la
espera! Reinaba la más completa oscuridad, gran quietud y silencio; no soplaba la menor
brisa, no había una sola estrella, nada más que montañas de nubes que aunque no se veían
hacían sentir su gran peso sobre mi alma.
Miraba mi casa y esperaba. ¡Qué larga era la espera! Creía que el fuego ya se había
extinguido por sí solo o que él lo había extinguido. Hasta que vi que una de las ventanas se
hacía astillas debido a la presión del incendio, y una gran llamarada roja y amarilla, larga,
flexible y acariciante, ascender por la pared blanca hasta rebasar el techo. Una luz se reflejó
en los árboles, en las ramas y en las hojas, y también un estremecimiento, ¡un
estremecimiento de pánico! Los pájaros se despertaban; un perro comenzó a ladrar; parecía
que iba a amanecer. De inmediato, estallaron otras ventanas, y pude ver que toda la planta
baja de mi casa ya no era más que un espantoso brasero. Pero se oyó un grito en medio de la
noche, un grito de mujer horrible, sobreagudo y desgarrador, al tiempo que se abrían las
ventanas de dos buhardillas. ¡Me había olvidado de los criados! ¡Vi sus rostros enloquecidos
y sus brazos que se agitaban!...
Despavorido, eché a correr hacia el pueblo gritando: "¡Socorro! ¡Socorro! ¡Fuego! ¡Fuego!"
Encontré gente que ya acudía al lugar y regresé con ellos para ver.
La casa ya sólo era una hoguera horrible y magnífica, una gigantesca hoguera que iluminaba
la tierra, una hoguera donde ardían los hombres, y él también. Él, mi prisionero, el nuevo Ser,
el nuevo amo, ¡el Horla!
De pronto el techo entero se derrumbó entre las paredes y un volcán de llamas ascendió hasta
el cielo. Veía esa masa de fuego por todas las ventanas abiertas hacia ese enorme horno, y
pensaba que él estaría allí, muerto en ese horno...
¿Muerto? ¿Será posible? ¿Acaso su cuerpo, que la luz atravesaba, podía destruirse por los
mismos medios que destruyen nuestros cuerpos?
¿Y si no hubiera muerto? Tal vez sólo el tiempo puede dominar al Ser Invisible y Temido.
¿Para qué ese cuerpo trasparente, ese cuerpo invisible, ese cuerpo de Espíritu, si también está
expuesto a los males, las heridas, las enfermedades y la destrucción prematura?
¿La destrucción prematura? ¡Todo el temor de la humanidad procede de ella! Después del
hombre, el Horla. Después de aquel que puede morir todos los días, a cualquier hora, en
cualquier minuto, en cualquier accidente, ha llegado aquel que morirá solamente un día
determinado en una hora y en un minuto determinado, al llegar al límite de su vida.
No... no... no hay duda, no hay duda... no ha muerto. . . Entonces, tendré que suicidarme...
lunes, 4 de marzo de 2019
La casa del juez Bram Stoker.
La casa del juez
Bram Stoker
Próxima la época de exámenes, Malcolm Malcolmson decidió ir a algún lugar solitario donde
poder estudiar sin ser interrumpido. Temía las playas por su atractivo, y también desconfiaba
del aislamiento rural, pues conocía desde hacía mucho tiempo sus encantos. Lo que buscaba
era un pequeño pueblo sin pretensiones donde nada le distrajera del estudio. Refrenó sus
deseos de pedir consejo a algún amigo, pues pensó que cada uno le recomendaría un sitio ya
conocido donde, indudablemente, tendría amigos. Malcolmson deseaba evitar las amistades, y
todavía tenía menos deseos de establecer contacto con los amigos de los amigos. Así que
decidió buscar por sí mismo el lugar. Hizo su equipaje, tan sólo una maleta con un poco de
ropa y todos los libros que necesitaba, y compró un billete para el primer nombre desconocido
que vio en los itinerarios de los trenes de cercanías.
Cuando al cabo de tres horas de viaje se bajó en Benchurch, se sintió satisfecho de lo bien que
había conseguido borrar sus pistas para poder disponer del tiempo y la tranquilidad necesarios
para proseguir sus estudios. Acudió de inmediato a la única fonda del pequeño y soñoliento
lugar, y tomó una habitación para la noche. Benchurch era un pueblo donde se celebraban
regularmente mercados, y una semana de cada mes era invadido por una enorme
muchedumbre; pero durante los restantes veintiún días no tenía más atractivos que los que
pueda tener un desierto.
Al día siguiente de su llegada, Malcolmson buscó una residencia aún más aislada y apacible
que una fonda tan tranquila como «El Buen Viajero». Sólo encontró un lugar que satisfacía
realmente sus más exageradas ideas acerca de la tranquilidad. Realmente, tranquilidad no era
la palabra más apropiada para aquel sitio; desolación era el único término que podía transmitir
una cierta idea de su aislamiento. Era una casa vieja, anticuada, de construcción pesada y
estilo jacobino, con macizos gabletes y ventanas, más pequeñas de lo acostumbrado y situadas
más alto de lo habitual en esas casas; estaba rodeada por un alto muro de ladrillos sólidamente
construido. En realidad, daba más la impresión de un edificio fortificado que de una simple
vivienda. Pero todo esto era lo que le gustaba a Malcolmson. «He aquí —pensó— el lugar que
estaba buscando, y sólo si lo consigo me sentiré feliz.» Su alegría aumentó cuando se dio
cuenta que estaba sin alquilar en aquel momento.
En la oficina de correos averiguó el nombre del agente, que se sorprendió mucho al saber que
alguien deseaba ocupar parte de la vieja casona. El señor Carnford, abogado local y agente
inmobiliario, era un amable caballero de edad avanzada que confesó con franqueza el placer
que le producía el que alguien desease alquilar la casa.
—A decir verdad —señaló—, me alegraría mucho, por los dueños, naturalmente, que alguien
ocupase la casa durante años, aunque fuera de forma gratuita, si con ello el pueblo pudiera
acostumbrarse a verla habitada. Ha estado vacía durante tanto tiempo que se ha levantado una
especie de prejuicio absurdo a su alrededor, y la mejor manera de acabar con él es ocuparla...,
aunque sólo sea —añadió, alzando una astuta mirada hacia Malcolmson— por un estudiante
como usted, que desea quietud durante algún tiempo.
Malcolmson juzgó inútil pedir detalles al hombre acerca del «absurdo prejuicio»; sabía que
sobre aquel tema podría conseguir más información en cualquier otro lugar. Pagó pues por
adelantado el alquiler de tres meses, se guardó el recibo y el nombre de una señora que
posiblemente se comprometería a ocuparse de él, y se marchó con las llaves en el bolsillo. De
ahí fue directamente a hablar con la dueña de la fonda, una mujer alegre y bondadosa a la que
pidió consejo acerca de qué clase y cantidad de víveres y provisiones necesitaría. Ella alzó las
manos con estupefacción cuando él le dijo dónde pensaba alojarse.
—¡En la Casa del Juez no! —exclamó, palideciendo.
Él respondió que ignoraba el nombre de la casa, pero le explicó dónde estaba situada. Cuando
hubo terminado, la mujer contestó:
—¡Sí, no cabe duda..., no cabe duda que es el mismo sitio! Es la Casa del Juez.
Entonces él le pidió que le hablase de la casa, por qué se llamaba así y qué tenía ella en
contra. La mujer le contó que en el pueblo la llamaban así porque hacía muchos años (no
podía decir exactamente cuántos, puesto que ella era de otra parte de la región, pero debían
ser al menos unos cien o quizá más) había sido el domicilio de cierto juez que en su tiempo
inspiró gran espanto a causa del rigor de sus sentencias y de la hostilidad con la que siempre
se enfrentó a los acusados en su tribunal. Acerca de lo que había en contra de la casa no podía
decir nada. Ella misma lo había preguntado a menudo, pero nadie la supo informar. De todos
modos, el sentimiento general era que allí había algo, y ella por su parte no aceptaría ni todo
el dinero del Banco de Drinkswater si a cambio se le pedía que permaneciera una sola hora a
solas en la casa. Luego se excusó ante Malcolmson ante la posibilidad que sus palabras
pudieran preocuparle.
—Es que esas cosas, señor, no me gustan nada, y además el que usted, un caballero tan joven,
se vaya, y perdone que se lo diga, a vivir allí tan solo... Si fuera hijo mío, y perdone que se lo
diga, no pasaría usted allí ni una [sola] noche, aunque tuviera que ir yo misma en persona y
hacer sonar la gran campana de alarma que hay en el tejado.
La pobre mujer hablaba de buena fe, y con tan buenas intenciones, que Malcolmson, además
de regocijado, se sintió conmovido. Le expresó cuánto apreciaba el interés que se tomaba por
él y luego, amablemente, añadió:
—Pero mi querida señora Witham, le aseguro que no es necesario que se preocupe por mí. Un
hombre que, como yo, estudia matemáticas superiores, tiene demasiadas cosas en la cabeza
para que pueda molestarle ninguno de esos misteriosos «algos»; por otra parte, mi trabajo es
demasiado exacto y prosaico como para permitir que algún rincón de mi mente preste
atención a misterios de cualquier tipo. ¡La progresión armónica, las permutaciones, las
combinaciones y las funciones elípticas son ya misterios suficientes para mí!
La señora Witham se encargó amablemente de suministrarle provisiones, y él fue en busca de
la vieja que le habían recomendado para «ocuparse de él». Cuando, al cabo de unas dos horas,
regresó con ella a la Casa del Juez, se encontró con la señora Witham, que le esperaba en
persona, junto con varios hombres y chiquillos portadores de diversos paquetes, e incluso de
una cama que habían transportado en una carreta, puesto que, como dijo ella, aunque era
posible que las sillas y las mesas estuvieran todas muy bien conservadas y fueran utilizables,
no era bueno ni propio de huesos jóvenes descansar en una cama que no había sido oreada
desde hacía por lo menos cincuenta años.
La buena mujer sentía a todas luces curiosidad por ver el interior de la casa, y recorrió todo el
lugar, pese a manifestarse tan temerosa de los «algos» que al menor ruido se aferraba a
Malcolmson, del cual no se separó ni un solo instante.
Tras examinar la casa, Malcolmson decidió ocupar el gran comedor, que era lo
suficientemente espacioso como para satisfacer todas sus necesidades; y la señora Witham,
con ayuda de la señora Dempster, la asistenta, procedió a ordenar las cosas. Una vez
desempaquetados los bultos, Malcolmson vio que, con mucha y bondadosa previsión, la
mujer le había enviado de su propia cocina provisiones suficientes para varios días. Antes de
marcharse, la mujer expresó toda clase de buenos deseos y, ya en la misma puerta, se volvió
para decir:
—Quizá, señor, puesto que la habitación es grande y con muchas corrientes de aire, puede que
no le venga mal instalar uno de esos biombos grandes alrededor de la cama por la noche...
Pero, la verdad sea dicha, yo me moriría de miedo si tuviera que quedarme aquí encerrada con
toda esa clase de..., ¡de «cosas» que asomarán sus cabezas por los lados o por encima del
biombo y se pondrán a mirarme!
La imagen que acababa de evocar fue excesiva para sus nervios y huyó precipitadamente.
La señora Dempster, con aires de superioridad, lanzó un despectivo resoplido cuando se hubo
ido la otra mujer y afirmó categóricamente que ella por su parte no se sentía en absoluto
inclinada a atemorizarse ni ante todos los duendes del mundo.
—Le diré a usted lo que pasa, señor —dijo—. Los duendes son toda clase de cosas..., ¡menos
duendes! Ratas, ratones y escarabajos; y puertas que crujen, y tejas caídas, y tiradores de
cajones que aguantan firmes cuando usted tira de ellos y luego se caen solos en medio de la
noche. ¡Observe el zócalo de la habitación! ¡Es viejo..., tiene cientos de años! ¿Cree usted que
no va a haber ratas y escarabajos ahí detrás? ¡Claro que sí! ¿E imagina usted que no va a
verlos? ¡Claro que no! Las ratas son los duendes, se lo digo yo, y los duendes son las ratas...,
¡y no crea otra cosa!
—Señora Dempster —dijo gravemente Malcolmson con una pequeña inclinación de cabeza
—, ¡sabe usted más que un catedrático de matemáticas! Permítame decirle que, en señal de mi
estima hacia su indudable salud mental, cuando me vaya le daré la posesión de esta casa y le
permitiré que resida aquí usted sola durante los dos últimos meses de mi alquiler, puesto que
las cuatro primeras semanas bastarán para mis propósitos.
—¡Muchas gracias por su amabilidad, señor! —respondió ella—. Pero no puedo dormir ni
una noche fuera de mi dormitorio: vivo en la Casa de Caridad Greenhow, y si pasara una sola
noche fuera de mis habitaciones perdería todos los derechos de seguir viviendo allí. La reglas
son muy estrictas, y hay demasiada gente esperando una vacante para que yo me decida a
correr el menor riesgo. Si no fuera por esto, señor, vendría con mucho gusto a dormir aquí
para atenderle durante su estancia.
—Mi buena señora —dijo apresuradamente Malcolmson—, he venido aquí con el propósito
de estar solo, y créame que le estoy profundamente agradecido al difunto señor Greenhow por
haber organizado su casa de caridad, o lo que sea, de forma tan admirable que me vea privado
por la fuerza de la oportunidad de tan terrible tentación. ¡San Antonio en persona no habría
podido ser más rígido al respecto!
La vieja se rió secamente.
—¡Ah! —dijo—, ustedes los señoritos jóvenes no se asustan de nada. Puede estar seguro que
encontrará aquí toda la soledad que desea.
Y se puso a trabajar en la limpieza y, al anochecer, cuando Malcolmson regresó de dar su
paseo (siempre llevaba uno de sus libros para estudiar mientras paseaba), se encontró con la
habitación barrida y aseada, un fuego ardiendo en la chimenea y la mesa servida para la cena
con las excelentes provisiones de la señora Witham.
—¡Esto sí es comodidad! —dijo mientras se frotaba las manos.
Tras terminar de cenar y poner la bandeja con los restos de la cena al otro extremo de la gran
mesa de roble, volvió a sus libros: echó más leña al fuego, despabiló la lámpara y se sumergió
en su duro trabajo. No hizo ninguna pausa hasta más o menos las once, cuando suspendió su
tarea durante unos momentos para avivar el fuego y despabilar de nuevo la lámpara y hacerse
una taza de té.
Siempre había sido muy aficionado al té; durante toda su vida universitaria solía quedarse
estudiando hasta muy tarde, y siempre tomaba té y más té hasta que dejaba de estudiar. El
descanso era un lujo para él, y lo disfrutaba con una sensación de delicioso y voluptuoso
desahogo. El fuego reavivado saltó y chisporroteó y proyectó extrañas sombras en la vasta y
antigua habitación y, mientras tomaba a sorbos el té caliente, gozó con la sensación de
aislamiento de sus semejantes. Fue entonces cuando notó por primera vez el ruido que hacían
las ratas.
«Seguro que no han hecho tanto ruido durante todo el tiempo que he estado estudiando —
pensó—. ¡De lo contrario me hubiera dado cuenta!» Luego, mientras el ruido iba en aumento,
se tranquilizó diciéndose que aquellos rumores eran realmente nuevos. Resultaba evidente que
al principio las ratas se habían asustado por la presencia de un extraño y por la luz del fuego y
de la lámpara, pero a medida que transcurría el tiempo se habían ido volviendo más atrevidas,
y ya se hallaban entretenidas de nuevo en sus ocupaciones habituales.
¡Y eran realmente activas! ¡Subían y bajaban por detrás del zócalo que revestía la pared, por
encima del cielo raso, por debajo del suelo, se movían, corrían, bullían, roían y arañaban!
Malcolmson sonrió al recordar las palabras de la señora Dempster: «los duendes son las ratas
y las ratas son los duendes». El té empezaba a hacer su efecto estimulante sobre nervios e
intelecto, y el estudiante vio con alegría que tenía ante sí una nueva inmersión en el largo
hechizo del estudio antes que terminase la noche, cosa que le proporcionó tal sensación de
comodidad que se permitió el lujo de echar un ojeada por la habitación. Tomó la lámpara en
una mano y recorrió la estancia, preguntándose por qué una casa tan original y hermosa como
aquélla había permanecido abandonada durante tanto tiempo. Los paneles de roble que
recubrían las paredes estaban finamente labrados, y el trabajo en madera de puertas y ventanas
era hermoso y de raro mérito. Había algunos cuadro viejos en las paredes, pero estaban tan
densamente cubiertos de polvo y suciedad que no pudo distinguir ningún detalle a pesar que
levantó la lámpara todo lo posible para iluminarlos. Aquí y allá, en su recorrido, topó con
alguna grieta o agujero bloqueados por un momento por la cabeza de una rata, cuyos
brillantes ojos relucían a la luz, pero al instante la cabeza desaparecía, con un chillido y un
rumor de huida. Sin embargo, lo que más intrigó a Malcolmson fue la cuerda de la gran
campana de alarma del tejado, que colgaba en un rincón de la estancia, a la derecha de la
chimenea. Arrastró hasta cerca del fuego una gran silla de roble tallado y respaldo alto y se
sentó para tomar su última taza de té. Cuando hubo terminado, avivó el fuego y volvió a su
trabajo, sentado en la esquina de la mesa, con el fuego a su izquierda. Durante un buen rato
las ratas perturbaron su estudio con su continuo rebullir, pero acabó por acostumbrarse al
ruido, del mismo modo que uno se acostumbra al tic-tac de un reloj o al rumor de un torrente;
y así se sumergió de tal forma en el trabajo que nada en el mundo, excepto el problema que
estaba intentando resolver, hubiera sido capaz de hacer mella en él.
Pero de pronto, sin haber conseguido resolverlo aún, levantó la cabeza: en el aire notó esa
sensación tan peculiar que precede al amanecer y que tan temible resulta para los que llevan
vidas dudosas. El ruido de las ratas había cesado. Desde luego, tenía la impresión que había
cesado hacía tan sólo unos instantes, y que precisamente había sido este repentino silencio lo
que le había obligado a levantar la cabeza. El fuego se había ido apagando, pero todavía
arrojaba un profundo y rojo resplandor. Al mirar en esa dirección, y a pesar de toda su sang
froid, sufrió un sobresalto.
Allí, sobre la silla de roble tallado y alto respaldo, a la derecha de la chimenea, había una
enorme rata que le miraba fijamente con sus tristes ojillos. Hizo un gesto para ahuyentarla,
pero la rata no se movió. Ante lo cual hizo ademán de arrojarle algo. Tampoco se movió, sino
que le mostró encolerizada sus grandes dientes blancos; a la luz de la lámpara, sus crueles
ojillos brillaban con una luz de venganza.
Malcolmson se asombró, y, tomando el atizador de la chimenea, corrió hacia la rata para
matarla. Pero antes que pudiera golpearla, ésta, con un chillido que parecía concentrar todo su
odio, saltó al suelo y, trepando por la cuerda de la campana de alarma, desapareció en la
oscuridad donde no llegaba el resplandor de la lámpara, tamizado por una pantalla verde. Al
instante, y eso fue lo más extraño, el ruidoso bullicio de las ratas tras los paneles de roble se
reanudó.
Esta vez Malcolmson no consiguió sumergirse de nuevo en el problema; pero, cuando el gallo
cantó afuera anunciando la llegada del alba, se fue a la cama a descansar.
Durmió tan profundamente que ni siquiera se despertó cuando llegó la señora Dempster para
arreglar la habitación. Sólo lo hizo cuando la mujer, una vez barrida la estancia y preparado el
desayuno, golpeó discretamente en el biombo que ocultaba la cama. Aún se sentía un poco
cansado de su duro trabajo nocturno, pero una cargada taza de té lo despejó pronto y, tomando
un libro, salió a dar su paseo matutino, llevándose consigo unos bocadillos por si no le
apetecía volver hasta la hora de la cena. Encontró un sendero apacible entre los olmos, y allí
pasó la mayor parte del día estudiando su Laplace. A su regreso pasó a saludar a la señora
Witham y a darle las gracias por su amabilidad. Cuando ella le vio llegar a través de una
ventana de su sanctasanctórum, emplomada con rombos de vidrios de colores, salió a la calle
a recibirle y le pidió que pasase. Una vez dentro, le miró inquisitivamente y negó con la
cabeza al tiempo que decía:
—No debe trabajar tanto, señor. Esta mañana está usted más pálido que otras veces. Estar
despierto hasta tan tarde y con un trabajo tan duro para el cerebro no es bueno para nadie.
Pero dígame, señor, ¿cómo ha pasado la noche? Espero que bien. ¡No sabe cuánto me alegré
cuando la señora Dempster me dijo esta mañana que le había encontrado tan profundamente
dormido cuando llegó!
—Oh, sí, todo ha sido estupendo —repuso él con una sonrisa—; todavía no me han molestado
los «algos». Sólo las ratas. Tienen montado un auténtico circo por todo el lugar. Había una, de
aspecto diabólico, que hasta se atrevió a subirse a mi propia silla, junto al fuego, y no se
habría marchado de no haberla yo amenazado con el atizador; entonces trepó por la cuerda de
la campana de alarma y desapareció allá arriba, por encima de las paredes o el techo; no pude
verlo bien debido a la oscuridad.
—¡Dios nos asista! —exclamó la señora Witham—. ¡Un viejo diablo, y sobre una silla junto
al fuego! ¡Tenga cuidado, señor! ¡Tenga mucho cuidado! A veces hay cosas muy verdaderas
que se dicen en broma.
—¿Qué quiere usted decir? Palabra que no la comprendo.
—¡Un viejo diablo! El viejo diablo, quizá. ¡Oh, señor, no se ría usted! —pues Malcolmson
había estallado en una franca carcajada—. Ustedes, la gente joven, creen que es muy fácil
reírse de cosas que hacen estremecer a los viejos. ¡Pero no importa, señor! ¡No haga caso!
Quiera Dios que pueda usted continuar riendo todo el tiempo. ¡Eso es lo que le deseo!
Y la buena señora rebosó de nuevo alegre simpatía, olvidados por un momento todos sus
temores.
—¡Oh, perdóneme! —dijo entonces Malcolmson—. No me juzgue descortés, es que la cosa
me ha hecho gracia..., eso que el viejo diablo en persona estaba anoche sentado en mi silla...
Y al recordarlo se rió de nuevo. Luego se fue a su casa a cenar.
Aquella noche el rumor de las ratas empezó más temprano; con toda seguridad se había
iniciado ya antes de su regreso, y sólo dejó de oírse unos momentos mientras les duró el susto
causado por su imprevista llegada. Después de cenar se sentó un momento junto al fuego a
fumar y, tras limpiar la mesa, empezó de nuevo su trabajo como otras veces. Pero esa noche
las ratas le distraían más que la anterior. ¡Cómo correteaban de arriba abajo, por detrás y por
encima! ¡Cómo chillaban, roían y arañaban! ¡Y cómo, más atrevidas a cada instante, se
asomaban a las bocas de sus agujeros y por todas las grietas y resquebrajaduras del zócalo,
con sus ojillos brillantes como lámparas diminutas cuando se reflejaba en ellos el fulgor del
fuego! Pero para el estudiante, habituado sin duda a ellos, esos ojos no tenían nada de
siniestro; por el contrario, sólo veía en ellos un aire travieso y juguetón.
A menudo, las más atrevidas hacían incursiones por el suelo o a lo largo de las molduras de la
pared.
Una y otra vez, cuando empezaban a molestarle demasiado, Malcolmson hacía un ruido para
asustarlas, golpeaba la mesa con la mano o emitía un fiero «Ssssh, ssssh» para que huyesen
inmediatamente a sus escondrijos.
Así transcurrió la primera mitad de la noche; luego, a pesar del ruido, Malcolmson fue
sumergiéndose cada vez más en el estudio.
De repente, alzó la vista, como la noche anterior, dominado por una súbita sensación de
silencio. No se oía ni el más leve ruido de roer, chillar o arañar. Era un silencio de tumba.
Entonces recordó el extraño suceso de la noche anterior, e instintivamente miró a la silla que
había junto a la chimenea. Una extraña sensación recorrió entonces todo su cuerpo.
Allá, al lado de la chimenea, en la gran silla de roble tallado de respaldo alto, estaba la misma
enorme rata mirándole fijamente con unos ojillos fúnebres y malignos. Instintivamente tomó
el objeto que tenía más al alcance de su mano, unas tablas de logaritmos, y se lo arrojó. El
libro fue mal dirigido y la rata ni se movió; así que tuvo que repetir la escena del atizador de
la noche anterior; y de nuevo la rata, al verse estrechamente cercada, huyó trepando por la
cuerda de la campana de alarma. También fue muy extraño que la fuga de esta rata fuese
seguida inmediatamente por la reanudación del ruido de la comunidad. En esta ocasión, como
en la precedente, Malcolmson no pudo ver por qué parte de la estancia desapareció el animal,
pues la pantalla de su lámpara dejaba en sombras la parte superior de la habitación y el fuego
brillaba mortecino.
Miró su reloj y observó que era casi medianoche y, no descontento del divertissement, avivó
el fuego y se preparó una taza de té. Había trabajado perfectamente sumergido en el hechizo
del estudio y se creyó merecedor de un cigarrillo; así pues, se sentó en la gran silla de roble
tallado junto a la chimenea y fumó con delectación. Mientras lo hacía, empezó a pensar que le
gustaría saber por dónde lograba meterse el animal, ya que empezaba a acariciar la idea de
poner en práctica al día siguiente algo relacionado con una ratonera. En previsión de ello,
encendió otra lámpara y la colocó de forma que iluminase bien el rincón derecho que
formaban la chimenea y la pared. Luego apiló todos los libros que tenía, colocándolos al
alcance de la mano para arrojárselos al animal si llegaba el caso. Finalmente, levantó la
cuerda de la campana de alarma y colocó su extremo inferior encima de la mesa, pisándolo
con la lámpara. Cuando tomó la cuerda en sus manos no pudo por menos que notar lo flexible
que era, sobre todo teniendo en cuenta su grosor y el tiempo que llevaba sin usar.
«Se podría colgar a un hombre de ella», pensó para sí. Terminados sus preparativos, miró a su
alrededor y exclamó, satisfecho:
—¡Ahora, amiga mía, creo que vamos a vernos las caras de una vez!
Reanudó su estudio, y aunque al principio le distrajo el ruido que hacían las ratas, pronto se
abandonó por completo a sus proposiciones y problemas.
De nuevo fue reclamado de pronto por su alrededor. Esta vez no fue sólo el repentino silencio
lo que llamó su atención; había, además, un ligero movimiento de la cuerda, y la lámpara se
tambaleaba. Sin moverse, comprobó que la pila de libros estuviese al alcance de su mano y
luego deslizó su mirada a lo largo de la cuerda. Pudo observar que la gran rata se dejaba caer
desde la cuerda a la silla de roble, se instalaba en ella y le contemplaba. Tomó un libro con la
mano derecha y, apuntando cuidadosamente, se lo lanzó. La rata, con un rápido movimiento,
saltó de costado y esquivó el proyectil. Tomó entonces un segundo y luego un tercero, y se los
lanzó uno tras otro, pero sin éxito. Por fin, y en el momento en que se disponía a arrojarle un
nuevo libro, la rata chilló y pareció asustada. Esto aumentó más aún su deseo de dar en el
blanco; el libro voló, y alcanzó a la rata con un golpe resonante. El animal lanzó un chillido
terrorífico y, echando a su perseguidor una mirada de terrible malignidad, trepó por el
respaldo de la silla, desde cuyo borde superior saltó hasta la cuerda de la campana de alarma,
por la cual subió con la velocidad del rayo. La lámpara que sujetaba la cuerda se tambaleó
bajo el repentino tirón, pero era pesada y no llegó a caerse.
Malcolmson siguió a la rata con la mirada y la vio, gracias a la luz de la segunda lámpara,
saltar a una moldura del zócalo y desaparecer por un agujero en uno de los grandes cuadros
colgados de la pared, indescifrable bajo la espesa capa de polvo y suciedad.
—Mañana le echaré una ojeada a la vivienda de mi amiga —dijo en voz alta el estudiante,
mientras recogía los volúmenes tirados por el suelo—. El tercer cuadro partir de la chimenea:
no lo olvidaré. —Tomó los libros uno a uno, haciendo un comentario sobre ellos mientras iba
leyendo sus títulos—. Secciones cónicas no la rozó, ni tampoco Oscilaciones cicloideas, ni los
Principia, ni los Cuaternios, ni la Termodinámica. ¡Éste es el libro que la alcanzó! —
Malcolmson lo tomó del suelo y miró el título y, al hacerlo, se sobresaltó y una súbita palidez
cubrió su rostro. Miró a su alrededor, inquieto, y se estremeció levemente mientras
murmuraba para sí—: ¡La Biblia que me dio mi madre!
¡Qué extraña coincidencia!
Volvió a sentarse y reanudó su trabajo; las ratas del zócalo volvieron a sus cabriolas. Sin
embargo, ahora no le molestaban; al contrario, su presencia le proporcionaba una cierta
sensación de compañía. Pero no pudo concentrarse en el estudio y, después de intentar
inútilmente dominar el tema que tenía entre manos, lo dejó con desesperación y fue a
acostarse, justo cuando el primer resplandor del amanecer penetraba furtivamente por la
ventana que daba al este.
Durmió pesadamente pero inquieto, y soñó mucho; cuando le despertó la señora Dempster, ya
muy entrada la mañana, su aspecto era de haber descansado mal, y durante algunos minutos
no pareció darse cuenta exacta de dónde se encontraba. Su primer encargo sorprendió bastante
a la criada.
—Señora Dempster, cuando me ausente hoy de casa quiero que tome la escalera, saque el
polvo y limpie bien todos esos cuadros..., especialmente el tercero a partir de la chimenea.
Quiero ver qué hay en ellos.
Hasta bien entrada la tarde estuvo Malcolmson estudiando a la sombra de los árboles; a
medida que transcurría el día notó que sus asimilaciones mejoraban progresivamente y fue
volviendo al alegre optimismo del día anterior. Ya había conseguido solucionar
satisfactoriamente todos los problemas que hasta entonces le habían eludido, y se encontraba
en un estado tal de euforia que decidió hacer una visita a la señora Witham en «El Buen
Viajero». La encontró en su confortable cuarto de estar, acompañada por un desconocido que
le fue presentado como el doctor Thornhill. La mujer no parecía hallarse totalmente a gusto, y
esto, unido a que el hombre se lanzó de inmediato a hacerle toda una serie de preguntas, hizo
pensar a Malcolmson que la presencia del doctor no era casual, así que dijo sin ambages:
—Doctor Thornhill, contestaré gustosamente cualquier pregunta que quiera hacerme, si
primero me contesta usted a una que deseo hacerle yo.
El doctor pareció sorprenderse, pero sonrió y respondió al momento:
—¡De acuerdo! ¿De qué se trata?
—¿Le pidió a usted la señora Witham que viniera aquí a verme y aconsejarme?
El doctor Thornhill, se mostró por un momento desconcertado, y la señora Witham enrojeció
vivamente y volvió la cara hacia otro lado; sin embargo, el doctor era un hombre sincero e
inteligente y no dudó en contestar con franqueza:
—Así fue, en efecto, pero no quería que usted se enterase. Supongo que han sido mi torpeza y
mi apresuramiento los que le han hecho sospechar. Pero en fin, lo que me dijo fue que no le
gustaba la
idea que estuviese usted en esa casa completamente solo, y tomando tanto té y tan cargado.
Deseaba que yo le aconsejase que dejara el té y no se quedara a estudiar hasta tan tarde. Yo
también fui un buen estudiante en mis tiempos, y por ello espero que me permita tomarme la
libertad de darle un consejo sin ánimo de ofenderle, puesto que no le hablo como un extraño,
sino como un universitario puede hablarle a otro.
Malcolmson le tendió la mano con una radiante sonrisa.
—¡Choque esos cinco!, como dicen en Norteamérica —exclamó—. Le agradezco mucho su
interés, y también a la señora Witham; y su amabilidad me obliga a pagarles en la misma
moneda.
Prometo no volver a tomar té cargado, ni sin cargar, hasta que usted me autorice. Y esta noche
me iré a la cama a la una de la madrugada lo más tarde. ¿De acuerdo?
—Estupendo —dijo el médico—. Y ahora cuénteme usted todo lo que ha visto en el viejo
caserón.
Malcolmson relató con todo detalle lo sucedido en las dos últimas noches. Fue interrumpido
de vez en cuando por las exclamaciones de la señora Witham, hasta que finalmente, al llegar
al episodio de la Biblia, toda la emoción reprimida de la mujer halló salida en un tremendo
alarido, y hasta que no se le administró un buen vaso de coñac con agua no se repuso. El
doctor Thornhill lo escuchó todo con expresión de creciente gravedad, y cuando el relato
llegó a su fin y la señora Witham quedó tranquila preguntó:
—¿La rata siempre trepa por la cuerda de la campana de alarma?
—Sí, siempre.
—Supongo que ya sabrá usted —dijo el doctor tras una pausa— qué es esa cuerda.
— ¡No!
—Es —dijo el doctor lentamente— la misma que utilizaba el verdugo para ahorcar a las
víctimas del cruel juez.
Al llegar a este punto fue interrumpido de nuevo por otro grito de la señora Witham, y hubo
que poner otra vez en juego los medios para que volviera a recobrarse. Malcolmson, tras
consultar su reloj, observó que ya era casi hora de cenar y se marchó a su casa tan pronto
como ella se hubo recobrado.
Cuando la señora Witham volvió totalmente en sí, asaetó al doctor Thornhill con coléricas
preguntas acerca de qué pretendía metiendo aquellas horribles ideas en la cabeza del pobre
joven.
—Ya tiene allí demasiadas preocupaciones —añadió.
El doctor Thornhill respondió:
—¡Mi querida señora, mi propósito es bien distinto! Lo que yo quería era atraer su atención
hacia la cuerda de la campana y mantenerla fija allí. Es posible que se halle en un estado de
gran sobreexcitación, por haber estudiado demasiado o por lo que sea, pero de todas formas
me veo obligado a reconocer que parece un joven tan sano y fuerte mental y corporalmente
como el que más.
Pero luego están las ratas..., y esa sugerencia del diablo... —El doctor agitó la cabeza y
prosiguió—: Me habría ofrecido a ir a pasar la noche con él, pero estoy seguro que eso le
hubiera humillado.
Parece que por la noche sufre algún tipo de extraño terror o alucinación, y de ser así deseo
que tire de esa cuerda. Como está completamente solo, eso nos servirá de aviso y podremos
llegar hasta él a tiempo aún de serle útiles. Esta noche me mantendré despierto hasta muy
tarde y tendré los oídos bien abiertos. No se alarme usted, señora Witham, si Benchurch
recibe una sorpresa antes de mañana.
—Oh, doctor, ¿qué quiere usted decir?
—Exactamente esto: es muy posible, o mejor dicho probable, que esta noche oigamos la gran
campana de alarma de la Casa del Juez.
Y el doctor hizo un mutis tan efectista como se podía esperar.
Cuando Malcolmson llegó a la casa descubrió que era un poco más tarde que de costumbre y
que la señora Dempster ya se había marchado: las reglas de la Casa de Caridad Greenhow no
eran de desdeñar. Se alegró mucho de ver que el lugar estaba limpio y reluciente, un alegre
fuego ardía en la chimenea y la lámpara estaba bien despabilada. La tarde era muy fría para el
mes de abril, y soplaba un pesado viento con una violencia que crecía tan rápidamente que
podía esperarse una buena tormenta para la noche. El ruido que hacían las ratas cesó durante
unos pocos minutos tras su llegada, pero tan pronto como se volvieron a acostumbrar a su
presencia lo reanudaron. Se alegró de oírlas, y una vez más notó que en su bullicioso rumor
había algo que le hacía sentirse acompañado.
Sus pensamientos retrocedieron hasta el extraño hecho que las ratas sólo dejaban de
manifestarse cuando aquella otra rata (la gran rata de ojillos fúnebres) entraba en escena. Sólo
estaba encendida la lámpara de lectura, cuya pantalla verde mantenía en sombras el techo y la
parte superior de la estancia, de tal modo que la alegre y rojiza luz de la chimenea se extendía
cálida y agradable por el pavimento y brillaba sobre el blanco mantel que cubría la mesa.
Malcolmson se sentó a cenar con buen apetito y espíritu alegre. Después de cenar y fumar un
cigarrillo se entregó firmemente a su trabajo, decidido a que nada le distrajese, pues recordaba
la promesa hecha al doctor y quería aprovechar de la mejor manera posible el tiempo que
disponía.
Durante más de una hora trabajó sin problemas, y luego sus pensamientos empezaron a
desprenderse de los libros y a vagabundear por su cuenta. Las actuales circunstancias en las
que se hallaba y la llamada de atención sobre su salud nerviosa no eran algo que pudiera
despreciar. Por aquel entonces, el viento se había convertido ya en un vendaval, y el vendaval
en una tormenta. La vieja casa, pese a su solidez, parecía estremecerse desde sus cimientos, y
la tormenta rugía y bramaba a través de las múltiples chimeneas y los viejos gabletes,
produciendo extraños y aterradores sonidos en los pasillos y las estancias vacías. Incluso la
gran campana de alarma del tejado debía estar sufriendo los embates del viento, pues la
cuerda subía y bajaba levemente, como si la campana estuviera moviéndose un poco, y el
extremo inferior de la flexible cuerda azotaba el suelo de roble con un ruido duro y hueco.
Al escucharlo, Malcolmson recordó las palabras del doctor: «Es la cuerda que utilizaba el
verdugo para ahorcar a las víctimas del cruel juez.» Se acercó al rincón de la chimenea y la
tomó entre sus manos para contemplarla. Parecía sentir como una especie de morboso interés
por ella, y mientras la estaba observando se perdió un momento en conjeturas sobre quiénes
habrían sido esas víctimas y sobre el lúgubre deseo del juez de tener siempre ante su vista una
reliquia tan macabra.
Mientras permanecía allí, el suave balanceo de la campana del tejado había seguido
comunicando a la cuerda cierto movimiento, pero ahora, de pronto, empezó a notar una nueva
sensación, una especie de temblor en la cuerda, como si algo se estuviera moviendo a lo largo
de ella.
Levantó instintivamente la vista y vio a la enorme rata que, lentamente, bajaba hacia él
mirándole con fijeza. Soltó la cuerda y retrocedió con brusquedad, mascullando una
maldición; la rata dio la vuelta, trepó de nuevo por la cuerda y desapareció; y en ese instante
Malcolmson se dio cuenta que el ruido de las ratas, que había cesado hacía un momento,
volvía a comenzar.
Todo esto le dejó pensativo; entonces recordó que no había investigado la madriguera de la
rata ni mirado los cuadros como había pensado hacer. Encendió la otra lámpara, que no tenía
pantalla, y levantándola se situó frente al tercer cuadro a la derecha de la chimenea, que era
por donde había visto desaparecer a la rata la noche anterior.
A la primera ojeada retrocedió, tan bruscamente sobresaltado que casi dejó caer la lámpara, y
una mortal palidez cubrió sus facciones. Sus rodillas entrechocaron, pesadas gotas de sudor
perlaron su frente, y tembló como un álamo. Pero era joven y animoso, y consiguió armarse
nuevamente de valor; tras una pausa de unos segundos avanzó lentamente unos pasos, alzó la
lámpara y examinó el cuadro, que una vez desempolvado y limpio era ya claramente
distinguible.
Era el retrato de un juez vestido de púrpura y armiño. Su rostro era fuerte y despiadado,
maligno, vengativo y astuto, con una boca sensual y una nariz ganchuda de rojizo color y
forma semejante al pico de un ave de presa. El resto de la cara era de un color cadavérico. Los
ojos, de un brillo peculiar, tenían una expresión terriblemente maligna. Contemplándolos,
Malcolmson sintió frío, pues en ellos vio una réplica exacta a los ojos de la enorme rata. Casi
se le cayó la lámpara de la mano cuando vio a ésta mirándole con sus ojillos fúnebres desde el
agujero de la esquina del cuadro y notó el repentino cese del ruido de las demás. Pese a ello,
volvió a reunir todo su valor y continuó examinando la pintura.
El juez estaba sentado en una gran silla de roble tallado de respaldo alto, a la derecha de una
chimenea de piedra junto a la cual colgaba desde el techo una cuerda que yacía con su
extremo inferior enrollado en el suelo. Con una sensación de horror, Malcolmson reconoció
en esa escena la habitación donde se hallaba ahora, y miró despavorido a su alrededor, como
esperando hallar alguna extraña presencia a su espalda. Luego volvió a dirigir su mirada al
rincón que formaba la chimenea y, lanzando un grito desgarrado, dejó caer la lámpara que
llevaba en la mano.
Allí, en la silla del juez, con la cuerda colgando tras ella, se había instalado aquella enorme
rata que tenía la misma fúnebre mirada que éste, ahora diabólicamente intensa. Excepto el
ulular de la tormenta, todo mantenía un completo silencio.
La lámpara caída hizo que Malcolmson volviera a la realidad. Por fortuna, era de metal y el
aceite no se derramó. Sin embargo, la necesidad de recogerla de inmediato serenó sus
aprensiones nerviosas. Cuando hubo apagado la lámpara se secó el sudor y meditó un
momento.
—Esto no puede ser —se dijo en voz alta—. Si sigo así voy a volverme loco. ¡Basta ya!
Prometí al doctor que no tomaría té. ¡Por Dios que tenía razón! Mis nervios han debido llegar
a un estado terrible. Es curioso que yo no lo note. Nunca en mi vida me he encontrado mejor.
Pero ahora todo vuelve a ir bien, no volveré a comportarme como un necio.
Se preparó un buen vaso de brandy y se sentó resueltamente para proseguir su estudio.
Llevaba así cerca de una hora cuando levantó la vista del libro, atraído por el súbito silencio.
Sin embargo, el viento ululaba y rugía más fuerte que nunca, y la lluvia golpeaba en ráfagas
los cristales de las ventanas como si fuera granizo; en el interior de la casa, sin embargo, no se
oía nada, excepto el eco del viento bramando por la gran chimenea como un arrullo de la
tormenta. El fuego casi se había apagado; ardía ya sin llama, arrojando sólo un resplandor
rojizo. Malcolmson escuchó con atención, y entonces oyó un tenue y chirriante ruido, casi
inaudible. Provenía del rincón de la estancia donde colgaba la cuerda, y el estudiante pensó
que debía producirlo el roce de la cuerda contra el suelo cuando el balanceo de la campana la
hacía subir y bajar. Sin embargo, al mirar hacia allí, observó sorprendido que la rata, agarrada
a la cuerda, la estaba royendo. La cuerda estaba ya casi roída por completo; se podía ver un
color más claro en el punto donde las hebras internas habían quedado al descubierto. Mientras
observaba, la tarea quedó completada y la cuerda cayó con un chasquido sobre el piso de
roble, al tiempo que, por un instante, la gran rata permanecía colgada, como una monstruosa
borla o campanilla, del cabo superior, que empezó a balancearse a uno y otro lado.
Malcolmson sintió por un momento otra oleada brusca de terror al darse cuenta que la
posibilidad de comunicarse con el mundo exterior y pedir auxilio había quedado cortada, pero
este sentimiento fue reemplazado en seguida por una intensa cólera y, agarrando el libro que
estaba leyendo, lo arrojó contra la rata. El tiro iba bien dirigido, pero antes que el proyectil
pudiera alcanzarla, la rata se dejó caer y aterrizó en el suelo con un blando ruido. Malcolmson
se abalanzó al instante sobre ella, pero el animal salió disparado y desapareció en las sombras
de la estancia.
Malcolmson comprendió que el estudio había terminado, al menos por aquella noche, y
decidió alterar la monotonía de su vida con una cacería de ratas. Retiró la pantalla de la
lámpara para conseguir un mayor radio de acción de la luz. Al hacerlo, se disiparon las
tinieblas de la parte superior de la estancia, y ante aquella invasión de luz, cegadora en
comparación con la oscuridad anterior, los cuadros de la pared destacaron limpiamente. Desde
donde estaba Malcolmson pudo ver, justo frente a él, el tercero a la derecha de la chimenea.
Se frotó con sorpresa los ojos, y luego un gran miedo empezó a invadirle.
En el centro del cuadro había un espacio vacío, grande e irregular, en el que se veía el lienzo
pardo tan limpio como cuando fue colocado en el bastidor. El fondo del cuadro estaba como
antes, con la silla, el rincón de la chimenea y la cuerda, pero la figura del juez había
desaparecido.
Malcolmson estremecido de terror, fue girando lentamente, y entonces empezó a estremecerse
y a temblar como afectado por un ataque de parálisis. Sus fuerzas parecían haberle
abandonado, dejándole incapaz de hacer el menor movimiento, incluso casi incapaz de pensar.
Sólo podía ver y oír.
Allí, en la gran silla de roble de alto respaldo, estaba sentado el juez, con su atuendo de
púrpura y armiño, los fúnebres ojos brillando vengativos, una sonrisa de triunfo en la boca,
firme y cruel, mientras sostenía en sus manos un negro birrete. Malcolmson notó que la
sangre huía de su corazón, como lo que se siente en los momentos de prolongada ansiedad. Le
silbaban los oídos. Sin embargo, podía oír el bramar y el aullar de la tempestad y,
atravesándola, deslizándose sobre ella, le llegaron las campanadas de medianoche, en grandes
repiques, desde la plaza del mercado. Durante un tiempo que se le antojó interminable
permaneció inmóvil como una estatua, casi sin respiración, con los ojos desorbitados, heridos
de horror. A medida que iba sonando el reloj se intensificaba la sonrisa de triunfo en la cara
del juez, y cuando hubo sonado la última campanada de medianoche se colocó el negro birrete
en la cabeza.
Lenta, deliberadamente, el juez se levantó de su asiento y tomó el trozo de cuerda que yacía
en el suelo, lo palpó con sus manos como si su contacto le produjese placer, y luego empezó a
anudar uno de sus extremos. Apretó y comprobó el nudo con el pie, tirando fuertemente de él
hasta quedar satisfecho, y entonces lo transformó en un nudo corredizo, que alzó en su mano.
Después empezó a moverse a lo largo de la mesa, por el lado opuesto a donde se encontraba
Malcolmson, con la mirada fija en él, hasta que le rebasó; entonces, con un rápido
movimiento, se colocó ante la puerta. Malcolmson empezó a darse cuenta en ese momento
que había caído en una trampa, e intentó pensar qué debía hacer. Había cierta fascinación en
los ojos del juez que no se apartaban de él, y cuya mirada Malcolmson se veía forzado a
sostener. Vio que el juez se le aproximaba (sin dejar de mantenerse entre la puerta y el joven),
levantaba el lazo y lo arrojaba en su dirección, como para capturarle. Con un gran esfuerzo
hizo un rápido movimiento lateral y vio cómo la cuerda caía a su lado y la oyó golpear contra
el suelo de roble. De nuevo levantó el nudo el juez y trató de cazarle, sin apartar sus fúnebres
ojos de él, y el estudiante consiguió evitarlo haciendo un poderoso esfuerzo.
Esto se repitió muchas veces, sin que el juez pareciera desanimarse por sus fracasos, sino más
bien gozar con ellos, como un gato con un ratón. Por fin, en la cumbre de su desesperación,
Malcolmson arrojó una rápida mirada a su alrededor. La lámpara parecía reavivada y una
brillante luz inundaba la estancia. En las numerosas madrigueras y en las grietas y agujeros
del zócalo vio los ojos de las ratas; y esta visión, puramente física, le proporcionó un destello
de bienestar. Miró y pudo darse cuenta que la cuerda de la gran campana de alarma estaba
plagada de ratas. Cada centímetro estaba cubierto de ellas, cada vez salían más a través del
pequeño agujero circular del techo de donde emergían, de tal modo que, bajo su peso, la
campana empezaba a oscilar.
Osciló hasta que el badajo llegó a tocarla. El sonido fue muy tenue, pero apenas había
comenzado su vaivén, y poco a poco iría aumentando la potencia del tañido.
Al oírlo, el juez, que había mantenido los ojos fijos en Malcolmson, los levantó, y un gesto de
diabólica ira contrajo su rostro. Sus ojos relucieron como carbones encendidos y golpeó el
suelo con el pie, haciendo un ruido que pareció estremecer toda la casa. El pavoroso
estruendo de un trueno estalló sobre sus cabezas al mismo tiempo que el juez volvía a levantar
el lazo y las ratas seguían subiendo y bajando por su cuerda, como si luchasen contra el
tiempo. Pero esta vez, en lugar de arrojarlo, se fue acercando a su víctima, y fue abriendo el
lazo a medida que se aproximaba. Al llegar frente al estudiante pareció irradiar algo
paralizante con su sola presencia, y Malcolmson, permaneció rígido como un cadáver. Sintió
sobre su garganta los helados dedos del juez mientras éste le ajustaba el lazo. El nudo se
apretó. Entonces el juez, tomando en sus brazos el rígido cuerpo del muchacho, lo levantó,
colocándolo en pie sobre la silla de roble y, subido junto a él, alzó su mano y tomó el extremo
de la oscilante cuerda de la campana de alarma. Al alzar la mano, las ratas huyeron, chillando,
por el agujero del techo. Tomando el extremo del lazo que rodeaba el cuello de Malcolmson,
lo ató a la cuerda que colgaba de la campana y entonces, descendiendo de nuevo al suelo,
quitó la silla.
Al comenzar a sonar la campana de alarma de la Casa del Juez se congregó de inmediato un
gran gentío. Aparecieron luces y antorchas y, silenciosamente, la multitud se encaminó
presurosa hacia allí. Golpearon fuertemente la puerta, pero nadie respondió. Entonces la
echaron abajo y penetraron en el gran comedor; el doctor iba a la cabeza de todos.
El cuerpo del estudiante se balanceaba del extremo de la cuerda de la gran campana de
alarma; en el cuadro, el rostro del juez mostraba una sonrisa maligna.
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