Narcotraficantes, políticos, delincuentes, empresarios y policías rinden culto a la Santa Muerte, la imagen de la muerte violenta, para que los proteja de sus enemigos y les otorgue poder, impunidad y dinero. Durante una fiesta fantástica de 24 horas seguidas, donde todo está permitido, hay quienes están dispuestos incluso a ofrecer víctimas para que sus deseos se cumplan. En «El perro de los niños de la calle», el can Pick es narrador y partícipe de la vida airada de estos nuevos olvidados. En «La calle de las vidrieras», un anciano holandés se pasea por el barrio de las mujeres en vitrina de Amsterdam, deseando contratar los servicios de una rubia despampanante para gozar la última relación carnal de su vida.
Los relatos que integran este volumen —que también incluye «Inventando el pasado», «Una condición excepcional» y «En el país de los diablos»— harán que el lector transite por mundos densos, bizarros e inquietantes por su extremo parecido con el mundo que llamamos real, donde a veces el perro que llevamos dentro chilla en un cuarto oscuro y el viejo que dormita en un asilo se niega a que el deseo muera.Homero Aridjis nos lleva por las sendas tortuosas que crispan el alma en su exploración de los mundos del amor, las mujeres, los perros y la muerte.
Editorial Punto de Lectura.
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La Santa Muerte
Mi venganza secreta: Lo obedecí en todo,
pero nunca creí en él.
DECLARACIÓN ANTE EL MINISTERIO PÚBLICO DE EL HOMBRE DE LA COLA DE CABALLO
Entre todos la mataron y ella sola se murió.
DICHO DE SANTIAGO LÓPEZ
1
De unos días para acá me había dado por dormir en la tarde. Después de comer empezaba a cabecear no importa donde me encontrara: en la oficina, en mi cuarto o en un cine. Ayudaba mi soñolencia una copa de tequila o un vistazo al día sin planes. Dormir en la tarde me deprimía. Cerrar los ojos en las horas de mayor esplendor del sol era como cerrar las puertas a la vida. El peor día era el sábado, cuando el tedio exterior oprimía mis párpados y tumbaba mi cuerpo en la cama. Sentía entonces que una piedra de molino jalaba mi existencia hacia el abismo de mí mismo. Una pesadilla casi siempre me despertaba: un sicario entraba a mi cuarto para ejecutarme mientras me hallaba dormido. Cuando abría los ojos, venturosamente no había nadie y las cortinas del día desperdiciado estaban cerradas. Qué depresión en ese momento, más demolido por la desolación interior que por las armas del gatillero. La única compensación por esas siestas sísmicas, llenas de sacudidas, era que me daba por levantarme temprano, sin importar la hora en que me acostara, y que en la oscuridad tomara notas para mis reportajes del domingo. Pero esa tarde gris no estaba dormido en mi cuarto, sino en el sillón gris de mi oficina gris, entre archiveros y paredes grises. Así, entró el fax.
LA VIDA COMIENZA A LOS CINCUENTA
TE INVITAMOS A CELEBRAR EN ELRANCHO EL EDÉN
MEDIO SIGLO DE SANTIAGO
LÓPEZ TOVAR,
VEINTICUATRO HORAS DE ALEGRÍA
SIN PAR.
NO FALTES. UNA FIESTA FANTÁSTICA.
La invitación cayó al piso. El texto no traía nombre de destinatario ni de remitente. Papel en mano, observé el azul de la mancha urbana, tan turbio que parecía color café con leche. No conocía a Jaime Arango ni a Margarita Mondragón, los anfitiriones. En mi fichero criminal no estaban registrados sus nombres. Ni estaban en mi lista de contactos y de madrinas. Tampoco se hallaban en los archivos políticos o económicos del diario. Sin duda eran prestanombres de Santiago López Tovar, el super narco apodado El Fantasma porque no se dejaba ver. Todos sabían que era el capo de los capos, pero nadie podía probárselo. Y el narcotraficante más buscado del país, que asistía a todas las reuniones sociales y políticas de importancia. Era fácil de hallar, pero evasivo. El problema es que nadie lo buscaba donde podía encontrarlo, aunque las fechorías colgaban de su pecho como medallas. Su poder no sólo alcanzaba a las altas esferas políticas, sino también a nuestro periódico: más de un colega había sido despedido por escribir sobre sus actividades. Notas bien documentadas habían sido descartadas por el jefe de redacción, quien alegaba que no había pruebas suficientes para publicarlas. Eso había pasado en El Tiempo, ese baluarte de la libertad de expresión situado en el centro histérico de la ciudad. Jaime Arango y Margarita Mondragón darían en su honor la fiesta del NO FALTES. UNA FIESTA FANTÁSTICA.
año, con la probable asistencia de la sociedad rica del país. ¿Quién me había mandado la invitación? ¿Un agente de la Secretaría de Gobernación? ¿O de los Servicios de Intriga de la Procuraduría General de la República? ¿O Santiago López mismo? ¿Lo habrían hecho a sabiendas de que mi especialidad periodística eran los cárteles de la droga y la corrupción policiaca? ¿O alguien había querido invadir su fiesta con personas non gratas para sabotearla? El número de fax de la invitación no correspondía al número de Ana Rangel, la secretaria ejecutiva con la que se debía confirmar por teléfono la asistencia personal y la de mis acompañantes. El empleo de la segunda persona del singular en el texto me llamó la atención, sobre todo tratándose de un capo conocido por el uso de la violencia en tercera persona.
Ese sábado 20 de enero a partir de las 17 horas, los amigos de Santiago López Tovar festejarían su cincuenta cumpleaños hasta las 17 horas del domingo. «Garantizamos que tú, tu familia y tus amigos vivirán 24 horas de intensa diversión y de gratas sorpresas en esta fiesta fantástica.» Habría quinientos invitados, sin contar a los miembros de seguridad y a los colados de último momento (como yo). Diez invitados por cada año de vida de Santiago. El lugar de la cita: Rancho El Edén. Anfitriones: los Arango-Mondragón. Ubicación: kilómetro 45.2 de la carretera libre a Puebla. Se anexaba un Programa de Festejos y un Plano de Localización del Rancho. El primer acto de la tarde: un espectáculo de caballos pura sangre. El segundo, una
corrida de toros. Consulté mi reloj. Eran las dieciocho horas. Ya me había perdido los caballos. Y si no me daba prisa perdería los toros.No debería ir solo. El problema era que en la redacción a esa hora no había asistentes. Los dos que estaban eran los comisarios de publicación del diario. Otro problema: tenía que volar el domingo temprano a Bogotá. En la capital colombiana debía investigar las relaciones de los cárteles sudamericanos con los mexicanos. Imposible cambiar la hora de salida de vuelo. Peor aún, El Tiempo tenía el dudoso prestigioso de dar a conocer los delitos cometidos por el crimen organizado y difundía las encuestas oficiales sobre el incremento de la inseguridad pública. Peor peor aún, yo era un periodista notorio en los medios del hampa y sería reconocido de inmediato por el festejado o por sus allegados, tanto por los del jet set como por los del bajo mundo. Y peor peor peor aún, acudir a esa fiesta sería como viajar sin pasaporte al más allá.
La tentación era grande: presenciar una fiesta de narcos con sus familias y sus amigos era una oportunidad única. Valía la pena arriesgar el pellejo. Aunque, como mínima precaución, debía transportarme en un taxi del sitio que servía al periódico, pedir un chofer que conociera el área y hacer que me esperara.
«La Santa Muerte» era el título de mi próximo artículo dominical. Karla Sánchez, una reportera de nuestro diario, había investigado la muerte de Jessica (así, sin apellido) a manos de La Flaca, una mujer bastante miserable con una sola capacidad: la de cometer un crimen horroroso en honor de la
Santa Muerte. Con sus cómplices Ojo Machucado, El Víbora y Cabeza de Piedra (fugitivos) había celebrado el asesinato y desmembramiento de la dicha Jessica en un cuartucho situado en el primer piso de un edificio sin nombre en un callejón anónimo a las orillas de una ciudad perdida. A los pies de una mesa que servía de altar se habían encontrado los despojos de la hoy occisa. Lado a lado, en un altar se habían colocado las imágenes de la Santa Muerte y de la Virgen de Guadalupe. El sincretismo de La Flaca saltaba a la vista al reunir bajo el mismo techo a la muerte azteca (representada por la Santa Muerte) y a la católica Virgen de Guadalupe. El altar estaba adornado por un cráneo humano, floreros de vidrio rojo y cuchillos de carnicero. Velas rojas apagadas no lo alumbraban. A La Flaca se le halló acostada en un camastro rodeado de bolsas negras con basura, y con droga en una mesita de noche. En una hielera la cultista guardaba un camisón ensangrentado, vísceras humanas y una pantaleta (de Jessica).
Ya me figuraba la noticia de mañana: «Vuelve a matar la Santa Muerte». Y las fotos horrrorosas de la descuartizada, de la asesina estúpida y de la imagen siniestra de la muerte convertida en santa, con su forma de araña y de esqueleto agresivo vestido de rojo, calavera mirando de frente con una espada sujeta con ambas manos. Sentada en su trono, de su pecho descarnado colgaba un crucifijo. Según la política del diario, las imágenes debían ser tremendas pero no demasiado tremendas, debían atraer la atención pero
no despertar repulsión, espantar pero no espantar. Nadie sabía cómo se había propagado su culto, pero lo que sí se sabía es que la muerte violenta estaba en boga en los últimos tiempos, adoraban su imagen lo mismo los narcotraficantes que los secuestradores, los policías corruptos que los delincuentes de poca monta, y tanto las amas de casa como los niños de la calle le rendían culto. Cuando en la mañana uno se acercaba a estos últimos, dormidos a la intemperie sobre cualquier banqueta, a veces uno distinguía recargada en un muro la reproducción enmarcada de la muerte violenta.Sentado a la computadora liquidé con unas cuantas frases el artículo. Fumé un cigarrillo, bebí café y sopesé los pros y contras de asistir a la fiesta. En el cajón inferior de mi escritorio se arrumbaba el retrato de la fotógrafa Alicia Jiménez, mi última novia. O la última que me dejó. Esa mujer era un cuerpo anoréxico, un rostro fino, unos ojos negros y un pelo lacio que un día me miró con amor en el cuarto oscuro del periódico. Detrás de sus lentes no había luz en sus ojos, sino furia opaca. Nuestra relación había sido una historia de incompatibilidades, un cocktail de mala sangre con mala leche. Como botón de muestra, a ella le gustaban los centros ceremoniales donde el espíritu de la Coatlicue se aparece con una falda de cráneos humanos, las bibliotecas penumbrosas donde la vista se ilumina por el hallazgo de un volumen con el signo de Acuario, los cafés baratos de los que uno sale deprimido y con acidez por el mal vino. A mí me atraían los sitios concurridos, la revista al alcance de la mano, la noche matada con una chica al lado viendo televisión. Detestaba los filmes musicales. Las canciones idiotas. De la gente, ella esperaba lo máximo; yo, lo mínimo. Ella perdonaba traiciones de todos tamaños, yo no perdonaba una, por pequeña que fuese. Su pasión: una cena bien dotada con personajes melancólicos. Mi pasión: un domingo en la mañana con los ojos cerrados, sin sentimientos ni remordimientos. A pesar de esas diferencias esperaba recobrarla en un futuro no muy lejano, si me convertía en el director del diario. Al dejarme, no había habido engaño o desdén de su parte. Solamente olvido. Olvido de una cita, aquella noche en que entré al café a buscarla y en el café no había nadie. El lugar estaba muy concurrido, pero no estaba ella. Su retrato me decidió a asistir a la fiesta.
Saqué la corbata que me regaló una azafata de British Airways. La silueta del Big Ben estaba negra; el reloj, en blanco. En Londres llovía. Las rayas grises simulaban lluvia. Los humanos y los paraguas eran grises, gris indolente, gris cansado. Me anudé el trapo hecho en Italia como quien se pone una soga. Descolgué el saco pardo de pana. Mis zapatos deslustrados. No tenía tiempo de buscar un bolero en la calle. Durante los días laborales venía uno a la redacción para limpiar el calzado de periodistas neuróticos que pagaban con un puntapié. Limpié mis zapatos con un pañuelo. Levanté el teléfono y pedí un taxi.