miércoles, 18 de abril de 2018

HOMERO ARIDJIS. LA SANTA MUERTE. NOVELA. FRAGMENTO.


Narcotraficantes, políticos, delincuentes, empresarios y policías rinden culto a la Santa Muerte, la imagen de la muerte violenta, para que los proteja de sus enemigos y les otorgue poder, impunidad y dinero. Durante una fiesta fantástica de 24 horas seguidas, donde todo está permitido, hay quienes están dispuestos incluso a ofrecer víctimas para que sus deseos se cumplan. En «El perro de los niños de la calle», el can Pick es narrador y partícipe de la vida airada de estos nuevos olvidados. En «La calle de las vidrieras», un anciano holandés se pasea por el barrio de las mujeres en vitrina de Amsterdam, deseando contratar los servicios de una rubia despampanante para gozar la última relación carnal de su vida.
Los relatos que integran este volumen —que también incluye «Inventando el pasado», «Una condición excepcional» y «En el país de los diablos»— harán que el lector transite por mundos densos, bizarros e inquietantes por su extremo parecido con el mundo que llamamos real, donde a veces el perro que llevamos dentro chilla en un cuarto oscuro y el viejo que dormita en un asilo se niega a que el deseo muera.
Homero Aridjis nos lleva por las sendas tortuosas que crispan el alma en su exploración de los mundos del amor, las mujeres, los perros y la muerte.
Editorial Punto de Lectura.

***



La Santa Muerte

Mi venganza secreta: Lo obedecí en todo,
pero nunca creí en él.
DECLARACIÓN ANTE EL MINISTERIO PÚBLICO DE EL HOMBRE DE LA COLA DE CABALLO
Entre todos la mataron y ella sola se murió.
DICHO DE SANTIAGO LÓPEZ
1
De unos días para acá me había dado por dormir en la tarde. Después de comer empezaba a cabecear no importa donde me encontrara: en la oficina, en mi cuarto o en un cine. Ayudaba mi soñolencia una copa de tequila o un vistazo al día sin planes. Dormir en la tarde me deprimía. Cerrar los ojos en las horas de mayor esplendor del sol era como cerrar las puertas a la vida. El peor día era el sábado, cuando el tedio exterior oprimía mis párpados y tumbaba mi cuerpo en la cama. Sentía entonces que una piedra de molino jalaba mi existencia hacia el abismo de mí mismo. Una pesadilla casi siempre me despertaba: un sicario entraba a mi cuarto para ejecutarme mientras me hallaba dormido. Cuando abría los ojos, venturosamente no había nadie y las cortinas del día desperdiciado estaban cerradas. Qué depresión en ese momento, más demolido por la desolación interior que por las armas del gatillero. La única compensación por esas siestas sísmicas, llenas de sacudidas, era que me daba por levantarme temprano, sin importar la hora en que me acostara, y que en la oscuridad tomara notas para mis reportajes del domingo. Pero esa tarde gris no estaba dormido en mi cuarto, sino en el sillón gris de mi oficina gris, entre archiveros y paredes grises. Así, entró el fax.

LA VIDA COMIENZA A LOS CINCUENTA
TE INVITAMOS A CELEBRAR EN EL
RANCHO EL EDÉN
MEDIO SIGLO DE SANTIAGO
LÓPEZ TOVAR,
VEINTICUATRO HORAS DE ALEGRÍA
SIN PAR.
NO FALTES. UNA FIESTA FANTÁSTICA.
La invitación cayó al piso. El texto no traía nombre de destinatario ni de remitente. Papel en mano, observé el azul de la mancha urbana, tan turbio que parecía color café con leche. No conocía a Jaime Arango ni a Margarita Mondragón, los anfitiriones. En mi fichero criminal no estaban registrados sus nombres. Ni estaban en mi lista de contactos y de madrinas. Tampoco se hallaban en los archivos políticos o económicos del diario. Sin duda eran prestanombres de Santiago López Tovar, el super narco apodado El Fantasma porque no se dejaba ver. Todos sabían que era el capo de los capos, pero nadie podía probárselo. Y el narcotraficante más buscado del país, que asistía a todas las reuniones sociales y políticas de importancia. Era fácil de hallar, pero evasivo. El problema es que nadie lo buscaba donde podía encontrarlo, aunque las fechorías colgaban de su pecho como medallas. Su poder no sólo alcanzaba a las altas esferas políticas, sino también a nuestro periódico: más de un colega había sido despedido por escribir sobre sus actividades. Notas bien documentadas habían sido descartadas por el jefe de redacción, quien alegaba que no había pruebas suficientes para publicarlas. Eso había pasado en El Tiempo, ese baluarte de la libertad de expresión situado en el centro histérico de la ciudad. Jaime Arango y Margarita Mondragón darían en su honor la fiesta del
año, con la probable asistencia de la sociedad rica del país. ¿Quién me había mandado la invitación? ¿Un agente de la Secretaría de Gobernación? ¿O de los Servicios de Intriga de la Procuraduría General de la República? ¿O Santiago López mismo? ¿Lo habrían hecho a sabiendas de que mi especialidad periodística eran los cárteles de la droga y la corrupción policiaca? ¿O alguien había querido invadir su fiesta con personas non gratas para sabotearla? El número de fax de la invitación no correspondía al número de Ana Rangel, la secretaria ejecutiva con la que se debía confirmar por teléfono la asistencia personal y la de mis acompañantes. El empleo de la segunda persona del singular en el texto me llamó la atención, sobre todo tratándose de un capo conocido por el uso de la violencia en tercera persona.
Ese sábado 20 de enero a partir de las 17 horas, los amigos de Santiago López Tovar festejarían su cincuenta cumpleaños hasta las 17 horas del domingo. «Garantizamos que tú, tu familia y tus amigos vivirán 24 horas de intensa diversión y de gratas sorpresas en esta fiesta fantástica.» Habría quinientos invitados, sin contar a los miembros de seguridad y a los colados de último momento (como yo). Diez invitados por cada año de vida de Santiago. El lugar de la cita: Rancho El Edén. Anfitriones: los Arango-Mondragón. Ubicación: kilómetro 45.2 de la carretera libre a Puebla. Se anexaba un Programa de Festejos y un Plano de Localización del Rancho. El primer acto de la tarde: un espectáculo de caballos pura sangre. El segundo, una

corrida de toros. Consulté mi reloj. Eran las dieciocho horas. Ya me había perdido los caballos. Y si no me daba prisa perdería los toros.No debería ir solo. El problema era que en la redacción a esa hora no había asistentes. Los dos que estaban eran los comisarios de publicación del diario. Otro problema: tenía que volar el domingo temprano a Bogotá. En la capital colombiana debía investigar las relaciones de los cárteles sudamericanos con los mexicanos. Imposible cambiar la hora de salida de vuelo. Peor aún, El Tiempo tenía el dudoso prestigioso de dar a conocer los delitos cometidos por el crimen organizado y difundía las encuestas oficiales sobre el incremento de la inseguridad pública. Peor peor aún, yo era un periodista notorio en los medios del hampa y sería reconocido de inmediato por el festejado o por sus allegados, tanto por los del jet set como por los del bajo mundo. Y peor peor peor aún, acudir a esa fiesta sería como viajar sin pasaporte al más allá.
La tentación era grande: presenciar una fiesta de narcos con sus familias y sus amigos era una oportunidad única. Valía la pena arriesgar el pellejo. Aunque, como mínima precaución, debía transportarme en un taxi del sitio que servía al periódico, pedir un chofer que conociera el área y hacer que me esperara.
«La Santa Muerte» era el título de mi próximo artículo dominical. Karla Sánchez, una reportera de nuestro diario, había investigado la muerte de Jessica (así, sin apellido) a manos de La Flaca, una mujer bastante miserable con una sola capacidad: la de cometer un crimen horroroso en honor de la
Santa Muerte. Con sus cómplices Ojo Machucado, El Víbora y Cabeza de Piedra (fugitivos) había celebrado el asesinato y desmembramiento de la dicha Jessica en un cuartucho situado en el primer piso de un edificio sin nombre en un callejón anónimo a las orillas de una ciudad perdida. A los pies de una mesa que servía de altar se habían encontrado los despojos de la hoy occisa. Lado a lado, en un altar se habían colocado las imágenes de la Santa Muerte y de la Virgen de Guadalupe. El sincretismo de La Flaca saltaba a la vista al reunir bajo el mismo techo a la muerte azteca (representada por la Santa Muerte) y a la católica Virgen de Guadalupe. El altar estaba adornado por un cráneo humano, floreros de vidrio rojo y cuchillos de carnicero. Velas rojas apagadas no lo alumbraban. A La Flaca se le halló acostada en un camastro rodeado de bolsas negras con basura, y con droga en una mesita de noche. En una hielera la cultista guardaba un camisón ensangrentado, vísceras humanas y una pantaleta (de Jessica).
Ya me figuraba la noticia de mañana: «Vuelve a matar la Santa Muerte». Y las fotos horrrorosas de la descuartizada, de la asesina estúpida y de la imagen siniestra de la muerte convertida en santa, con su forma de araña y de esqueleto agresivo vestido de rojo, calavera mirando de frente con una espada sujeta con ambas manos. Sentada en su trono, de su pecho descarnado colgaba un crucifijo. Según la política del diario, las imágenes debían ser tremendas pero no demasiado tremendas, debían atraer la atención pero

no despertar repulsión, espantar pero no espantar. Nadie sabía cómo se había propagado su culto, pero lo que sí se sabía es que la muerte violenta estaba en boga en los últimos tiempos, adoraban su imagen lo mismo los narcotraficantes que los secuestradores, los policías corruptos que los delincuentes de poca monta, y tanto las amas de casa como los niños de la calle le rendían culto. Cuando en la mañana uno se acercaba a estos últimos, dormidos a la intemperie sobre cualquier banqueta, a veces uno distinguía recargada en un muro la reproducción enmarcada de la muerte violenta.Sentado a la computadora liquidé con unas cuantas frases el artículo. Fumé un cigarrillo, bebí café y sopesé los pros y contras de asistir a la fiesta. En el cajón inferior de mi escritorio se arrumbaba el retrato de la fotógrafa Alicia Jiménez, mi última novia. O la última que me dejó. Esa mujer era un cuerpo anoréxico, un rostro fino, unos ojos negros y un pelo lacio que un día me miró con amor en el cuarto oscuro del periódico. Detrás de sus lentes no había luz en sus ojos, sino furia opaca. Nuestra relación había sido una historia de incompatibilidades, un cocktail de mala sangre con mala leche. Como botón de muestra, a ella le gustaban los centros ceremoniales donde el espíritu de la Coatlicue se aparece con una falda de cráneos humanos, las bibliotecas penumbrosas donde la vista se ilumina por el hallazgo de un volumen con el signo de Acuario, los cafés baratos de los que uno sale deprimido y con acidez por el mal vino. A mí me atraían los sitios concurridos, la revista al alcance de la mano, la noche matada con una chica al lado viendo televisión. Detestaba los filmes musicales. Las canciones idiotas. De la gente, ella esperaba lo máximo; yo, lo mínimo. Ella perdonaba traiciones de todos tamaños, yo no perdonaba una, por pequeña que fuese. Su pasión: una cena bien dotada con personajes melancólicos. Mi pasión: un domingo en la mañana con los ojos cerrados, sin sentimientos ni remordimientos. A pesar de esas diferencias esperaba recobrarla en un futuro no muy lejano, si me convertía en el director del diario. Al dejarme, no había habido engaño o desdén de su parte. Solamente olvido. Olvido de una cita, aquella noche en que entré al café a buscarla y en el café no había nadie. El lugar estaba muy concurrido, pero no estaba ella. Su retrato me decidió a asistir a la fiesta.
Saqué la corbata que me regaló una azafata de British Airways. La silueta del Big Ben estaba negra; el reloj, en blanco. En Londres llovía. Las rayas grises simulaban lluvia. Los humanos y los paraguas eran grises, gris indolente, gris cansado. Me anudé el trapo hecho en Italia como quien se pone una soga. Descolgué el saco pardo de pana. Mis zapatos deslustrados. No tenía tiempo de buscar un bolero en la calle. Durante los días laborales venía uno a la redacción para limpiar el calzado de periodistas neuróticos que pagaban con un puntapié. Limpié mis zapatos con un pañuelo. Levanté el teléfono y pedí un taxi.

martes, 17 de abril de 2018

Carlos Fuentes. Federico en su balcón. (Fragmento).

 
Dante Loredano entabla un diálogo con su vecino de balcón Federico Nietzsche y se deja guiar por éste a través de una ciudad encendida por una violenta revolución social contra la oligarquía del poder. Cada uno de los personajes representa una clase social.Sofisticado y dialéctico, el diálogo que se establece entre Dante y Nietzsche y que se va mechando en el relato de los hechos da lugar a una novela llena desimbolismo, en la que las acciones y los personajes son ejemplificaciones de conceptos fundamentales del pensamiento del filósofo alemán. Esta novela es el testamento literario de Carlos Fuentes, una lección definitiva sobre lo que fue y seguirá siendo como escritor. 

Fuente: NN.

(Fragmento. Novela. Federico en su balcón).

Federico (1)

Lo conocí por casualidad. Era una noche más que caliente, pegajosa, enojosa, inquieta. Una de esas noches que no alivian el calor del día, sino que lo aumentan. Como si el día acumulase, hora tras hora, su propia temperatura sólo para soltarla, toda junta, al morir la tarde, entregársela, como una novia plomiza y mancillada, a la larga noche.
Salí de mi cuarto sin ventilación, esperando que el balcón me acordase un mínimo de frescura. Nada. La noche externa era más oscura que la interna. A pesar de todo, me dije, estar al aire libre pasada la medianoche es, acaso psicológicamente, más amable que encontrarse encerrado sobre una cama húmeda con el espectro de mi propio sudor; una almohada arrojada al piso; muebles de invierno; tapetes ralos; paredes cubiertas de un papel risible, pues mostraba escenas de Navidad y un Santaclós muerto de risa. No había baño. Una bacinica sonriente, un aguamanil con jarrón de agua —vacío—. Toallas viejas. Un jabón con grietas arrugado por los años.
Y el balcón.
Salí decidido a recibir un aire, si no fresco, al menos distinto del horno inmóvil de la recámara.
Salí y me distraje.
Y es que en el balcón de al lado, un hombre se apoyaba en el barandal y miraba intensamente a la gran avenida, despoblada a esta hora. Lo miré, con menos intensidad que su visión nocturna. No me devolvió la mirada. ¿Quién sabe? Unas espesas cejas caían sobre sus párpados. ¿Qué decía? Unos bigotes largos y tupidos ocultaban su boca. Sólo que entre ambos —cejas, bigote— aparecía una desnudez que al principio juzgué impúdica, como si el solo hecho de ser áreas limpias las hiciese tan desnudas como un par de nalgas al aire. Lo limpio de ese rostro cubierto de cejas y bigotes conducía a una idea perversa de lo lampiño como lo impuro, sólo por ser distinto de la norma, pues la abundancia de cejas y bigote parecían, en este hombre, ser la regla.
Sólo que al verlo allí, en el balcón vecino, mirando a la noche con un vasto sentimiento de ausencia, sentí que mi primera impresión, como toda primera impresión, era falsa. Aún más: yo difamaba a este hombre; lo difamaba porque me atrevía a caracterizarlo sin conocerlo. Deducía de un par de signos externos lo que el hombre interno era. Mi vecino. ¿Cómo se llamaba? ¿Cuál era su ocupación? ¿Su estado civil? ¿Casado, soltero, viudo? ¿Tenía hijos? ¿Tenía amantes? ¿Qué lengua era la suya? ¿Qué había hecho para ser memorable? ¿O se resignaba, como la mayoría, al olvido? ¿Se dejaba llevar por un cómodo anonimato de la cuna a la tumba, sin ninguna pretensión de durar o ser recordado? ¿O era este ser humano, mi vecino, portador de una vida secreta, valiosa por ser secreta, no manoseable por el mundo? ¿Una vida propia vestida de anonimato pero portadora, en su seno, de algo tan precioso, que mostrarlo lo disolvería?
Pensaba en mi vecino. En realidad, pensaba en mí mismo. Si estas preguntas venían a mi ánimo, ¿se referían al pensativo y ausente vecino? ¿O eran las preguntas sobre mí mismo que me hacía a mí mismo? Y de ser así, ¿por qué ahora, sólo ahora, en la distante compañía del hombre próximo, me hacía preguntas sobre él que en verdad eran una manera de cuestionarme a mí mismo?
Mis preguntas fueron sorprendidas por el amanecer. De la noche que evadí en mi recámara, salí a una aurora que duraba más en mi memoria que en mi imaginación. ¿Era más breve que mi recuerdo? ¿Era más duradera que mi imaginación? Hubiese querido comunicarle estas preguntas, que no tenían respuesta solitaria, a mi vecino. La luz se avecinaba. Precedía al día. No lo aseguraba. Tuve, por un instante, la sensación de vivir un amanecer interminable en el que ni la noche ni el día volvían a manifestarse. Sólo ocurría esta incierta hora, que yo sabía pasajera, convertida en eternidad.
La jornada se avecinaba, renovada y ajena a nosotros. Vivos o muertos, estuviésemos o no aquí, despoblada la Tierra y suficiente a su retorno eterno. Nada en el mundo salvo el mundo mismo. Ignoro si la Tierra, dejada a su propio circular, pensaría en sí misma, sabría que era “Tierra”, entendería que era parte de un sistema planetario, y si el universo mismo dudaría entre ser infinito, idea inconcebible, sin principio ni fin. Otra realidad. La realidad.
Que en este momento era yo con mi vecino el bigotón, mirando el amanecer.
El eterno amanecer. La noción me llenó de pavor. Si el día no llegaba aunque la noche hubiese terminado, ¿en qué limbo de las horas quedaríamos suspensos para siempre? Quedaríamos. Mi vecino y yo. Quise adivinar su mirada, imprevisible debajo de las tupidas cejas. ¿Cerraba los ojos, dormitaba acaso, ajeno a mi presencia aguda aunque inquisitiva? O miraba, como yo, esta aurora lenta y despiadada. Sin piedad: ajena a nuestras vidas. Desinteresada en nuestra necesidad de contar con noche y día a fin de arreglar… ¿Qué cosa? ¿Necesitamos de verdad día y noche para despertar o asearnos, desayunar, salir al trabajo, frecuentar colegas y amigos, almorzar por segunda vez, leer, mirar al mundo, tener amores físicos, cenar, dormir? La vuelta impenitente —imperturbable— de nuestras vidas, dictada por un ciclo en todo ajeno a nuestros propósitos, en todo indiferente a nuestras actividades (o falta de ellas).
¿Tendría, yo, el valor de despojarme de horarios, funciones, deseos y someterme a un amanecer sin fin que me liberase de cualquier ocupación? Quizás así sería el paraíso: una aurora interminable que nos eximiese de toda obligación. Aunque, mirando al hombre silencioso en el balcón de al lado, imaginé que así, también, sería el infierno: un amanecer jamás concluido. Liberación. O esclavitud. Vivir para siempre en el amanecer del mundo. Cautiverio. O liberación. Ser un ave que sólo vive un día. O un águila eterna que vuela sin destino buscando lo que ya no existe: el día para volar, la noche para desaparecer. Ni siquiera un meteoro, a esta hora temprana, para hacernos creer que todo, muy pronto, se moverá…
Él me miró desde su balcón. Medio metro entre el suyo y el mío.
Me miró como se puede mirar a un extraño. Descubriendo, de súbito, a un reconocido. Quiero decir que el hombre mi vecino me miró primero como a un desconocido. Enseguida, descubrió una semejanza. Sus ojos me dijeron que si no me conocía, reconocía en mí una identidad olvidada. Yo hice un esfuerzo, no demasiado penoso.
¿Dónde había visto antes a este hombre?
¿Por qué me parecía tan familiar este desconocido? ¿Tan reconocible, por lo visto, como yo a él?
¿Ya leíste la prensa? —me preguntó de repente.
No —le contesté, un poco sorprendido por el tuteo más que por la pregunta misma.
Aarón Azar —dijo entonces, como si recordase lo previsible.
¿Qué…? —exclamé o pregunté, no sé…
¿Lo mataron? ¿Logró huir? ¿Está escondido? ¿Lo escondieron? —las preguntas de mi vecino se disparaban como balas.
No sé… —fue mi débil excusa.
Por lo menos, ¿sabes si Dios ha muerto? —concluyó antes de retirarse del balcón—. ¿Qué sabes?
Nada. ¿Cómo te llamas?
Federico. Federico Nietzsche.

Aarón (1)

Aarón Azar vive en el cuarto que le cede, con gusto, una familia que conoció a la suya. No es una casa elegante, aunque sí cómoda. Está situada en un barrio de las afueras de la ciudad, de manera que Aarón tiene que hacer un trayecto de casi una hora (y el regreso) a los tribunales.
Camina al trabajo. Se ha impuesto la disciplina de no utilizar el transporte público. No podría pagar un taxi. Y no toleraría viajar entre apretujones y sudores. Prefiere caminar, le da tiempo de pensar. Piensa todo el tiempo. En la recámara que le obsequian sus amigos, la familia Mirabal, se sienta horas enteras. Teje. Eso le ocupa las manos y le libera el pensamiento. Teje calcetines, suéteres, no le salen bien las corbatas de lana.
Tiene un solo traje decente, negro oscuro, cruzado. Cuando trabaja, nadie lo ve. Porque debe vestir una toga negra. Asume la vestidura de la justicia. No abjura de su traje negro oscuro. Lo ven llegar y salir bien vestido. Quién sabe si alguien comenta, “¿No tiene otro traje?”. O “Tendrá muchos trajes idénticos”. “En todo caso, es un hombre sobrio”.
¿Qué se pregunta a sí mismo durante las largas y solitarias horas cuando se sienta a tejer? Piensa, obsesivamente, en el castigo.
Sabe que de su actuación en el tribunal —mañana mismo— dependerá que un ser humano sea liberado o castigado. Y si es castigado, muchas preguntas asaltan el ánimo de Aarón Azar mientras teje:
¿Por qué se castiga?
Para defender a la sociedad.
¿Basta?
No, porque el juicio no es sólo legal. También es sentimental…
¿Qué quieres decir?
Que todo juicio afecta el orden moral.
¿Los deberes de cada individuo hacia su propia persona?
Eso es lo que no se puede juzgar. Los deberes para con uno mismo. El suicidio, por ejemplo, no es castigable, por razones obvias. Pero, ¿puede castigarse al que ayuda a un suicida? La ley dice que no. ¿Quién es culpable, entonces, de esa muerte, de ese autohomicidio? ¿Nadie? ¿Por qué castigamos al que mata a otra persona y no al que se mata a sí mismo? ¿Cuál es el límite moral del crimen?
El abogado Azar tenía dos casos ante el juzgado en los siguientes días.
El primero es el juicio contra un tal Rayón Merci, acusado de abuso sexual contra niñas.
—Señores del jurado. Mi cliente es acusado de abuso sexual de mujeres menores de edad. Una acusación grave. ¿Qué nos dice el acusado, Rayón Merci?
—Yo no quería. Sólo quería tocar la ropa íntima. No dañaba a nadie. No es mi culpa que las muchachas hayan regresado antes de tiempo. Si no regresan, no las veo. Yo no quería matarlas. Sólo quería tocar la ropa interior, acariciarla, besarla. Imaginar.
—El hecho es que Rayón mató brutalmente a las muchachas que lo descubrieron desnudo, vestido sólo con la ropa interior de las chicas, acostado en la cama de una de estas.
—Yo no les pedí que vinieran a verme. Era mi placer, sólo mi placer. Metiches, ¿qué tenían que…?
—Las obligaste a desnudarse. Les tomaste fotos.
—Yo no quería, yo no quería…
—Les sellaste las bocas, la nariz, con tela adhesiva.
—Yo no quería…
—Luego las mataste a palos…
—Es que me iban a denunciar…
—Rayón, silencio.
Aarón Azar presentó la defensa de Rayón Merci. Rayón no es un criminal habitual. Esta es su primera ofensa, ténganlo en cuenta. ¿Que sentía obsesión por la ropa interior de muchachas adolescentes? Esto no es un crimen. Entrar a una recámara ajena a probarse y robar ropa sí es un delito. Delito de apoderarse de algo ajeno. Elevado, en el caso que nos ocupa, a delito contra la dignidad de las personas, contra la vida y la integridad corporal, homicidio y privación de la libertad con fines sexuales, retención de menores, violación y abuso corporal.
Rayón Merci miraba al jurado con una especie de orgullo idiota. Y al público con una presunción de “a que ninguno de ustedes se atreve”. Miraba a Aarón Azar con absoluta confusión: ¿Lo defendía o lo acusaba? ¿Le daba la razón a quienes lo denunciaron? ¿Lo traicionaba? Su rostro delató un temor creciente a quien decía defenderlo.
—Todo esto es cierto —continuó Azar—, pero no es normal. Y no me refiero a la severidad de los hechos, sino a la personalidad del acusado. Rayón Merci es un hombre sano, trabajador y juicioso. Salvo en este punto. Tiene una obsesión con la ropa interior de las mujeres. Si sólo fuese así, no sería juzgable.
Miró a Rayón. Rayón no sabía hacia dónde mirar.
—No sería juzgable… pero lo es porque mató.
Azar colgó la cabeza, con pesadumbre.
—Es la primera vez que matas, ¿verdad, Rayón?
—Sí, la primera, nunca, si ellas no…
—¿No lo deseabas, verdad?
—No, no, sólo la…
—O sea, no fue la voluntad del acusado matar. No fue su intención. No es parte de su costumbre…
Rayón levantó la cabeza, con cara de vergüenza y no se atrevió a agitar su cabeza de pelo corto y rizado, cobrizo, que le daba cierto encanto a su rostro crispado, como si las facciones innatas del acusado tuviesen temor de manifestarse sólo para traicionarlo. Como mentiroso, si decía la verdad. Como fidedigno, si contaba mentiras. Sólo le quedaba apretar un puño contra otro y separarlos enseguida, como si se diera cuenta de que las culpables de todo eran sus manos, él no, él no…
—No quería hacer lo que hizo. Ni la inteligencia ni la voluntad lo impulsaron. Normalmente, este es un hombre lúcido, tranquilo. ¿Por qué se le va a juzgar? ¿Por lo que siempre es? ¿O por lo que accidentalmente le sucedió?
Aarón Azar sabía respirar con pausa. Ni un murmullo.
—No seré tan vulgar como para hacerles creer que el acusado está loco. No, no en el sentido del diccionario: privación del juicio. El acusado sabía lo que hacía. Pero el asesino repite su crimen una y otra vez. Rayón no es un asesino habitual. Eso está claro. Rayón obró por una fuerza que no pudo evitar. No por inteligencia. No por voluntad. Sólo como conclusión indeseada de una fijación intermitente.
Todos miraron al abogado.
—Rayón Merci es un loco intermitente. No merece la muerte terminal, merece un compromiso entre la muerte que no merece y la libertad que no sabe emplear.
Los ojos brillantes, la boca sin labios, la nariz temblorosa, las orejas acusadas, el pelo inmóvil como una peluca.
—Rayón Merci merece un castigo. Merece la protección de un asilo. Se protege a un hombre errado. Y se protege a la sociedad.
Rayón Merci escuchó en silencio, con la cabeza baja, las razones del abogado, confirmadas por el jurado. Rayón Merci sería internado en el asilo del doctor Ludens. Rayón Merci no iría a dar con sus huesos en la cárcel. No soy un criminal, comenzó a referirse como lo haría de allí en adelante, soy un loco. Y ese hombre con el gorro negro y la toga negra tiene la culpa. En vez de mandarme a la cárcel a cumplir una sentencia, me manda al manicomio para siempre.
Levantó la mirada para grabarse la imagen del abogado, Aarón Azar, su defensor de oficio. No olvidarlo nunca. Jamás perdonarle la ofensa, esto es lo que quedó en el interior de Rayón Merci.
—Este hombre se llama Aarón Azar. Y me ha ofendido. ¡Yo no estoy loco! ¡Yo sé lo que hago!

Federico (2)

Hagamos un trato: yo hablo de lo mío y tú de lo tuyo. Alternando.
No; quisiera saber quién era el tal Rayón Merci al que defendía Azar.
Luego, después de ti. ¿De quién quieres hablar?
De una muchacha.
Ah.

Dorian (1)

Era pequeña, de baja estatura. Pero bien formada, muy esbelta. Bueno, flaca. Sólo que la estatura disimulaba la pequeñez del cuerpo y la delgadez de los brazos. Se cortaba el pelo muy corto. Lucía un cráneo bien formado. La cabellera era de un rubio cenizo. Poseía un perfil cambiante. Es decir, era una de lado y otra de frente. Vista desde abajo, parecía extraña y no tan bella. Jamás mostraba las piernas. Usaba pantalones largos ocultando el tamaño de los zapatos y la altura de los tacones.
En cambio, le gustaba quitarse el saquillo y mostrar la delgadez extrema de sus brazos. “Delgadez” es un eufemismo. Eran brazos flacos, raquíticos si no fuese por el brillo dorado que los cubría. Brazos de enferma si no fuese por la extraña energía con que brillaban, muertos. Si Dorian no era consciente de la belleza de sus brazos —pese a la flacura, sin la enfermedad—, menos lo era de la llanura de sus pechos, donde no era posible adivinar relieve alguno. Planos, cubiertos por una camiseta dorada sin mangas que permitía observar las axilas de Dorian. Una, afeitada hasta lo fantasmal: blanca y lisa. Otra, velluda con una sombra castaña agresiva y nocturna.
¿Qué soy? ¿Quién soy? Demandaba la persona toda de Dorian, sentada en un rincón del bar, levantando los brazos como para llamar la atención de la gente, aunque en realidad preguntándole a la gente:
¿Qué soy? ¿Quién soy?

Federico (3)

¿Qué más, Federico?
Dorian cavila. Vamos a dejar que piense mucho en quién es su persona, antes de seguir adelante.
Me gustaría saber más de ella. ¿Por qué empezaste por ahí?
¿Por qué crees? Porque no hablo de Dorian. Hablo de la belleza.
¿De cuál?
Bueno, la que hemos acordado darle a las personas por lo menos desde la Venus de Milo y el Apolo de…
¿Y Sócrates? ¿No era bello? ¿Qué me dices? Todos los testimonios dicen que era muy feo. ¿Por fuera? ¿O por dentro?
Igual. Yo inicié mi vida filosófica denunciando a Sócrates por haber dicho que para ser bueno, hay que ser consciente.
Tiene razón.
Entonces no la tienen los trágicos, que crean a partir de la inconsciencia de sus actos y las consecuencias de su ignorancia.
¿No es así?
Así es y Sócrates lo niega. Él quiere racionalizarlo todo y expulsar de la razón a la razón misma; expulsarla, digamos, de la música, que es algo, si no irracional, al menos inexplicable.
¿No lo son el daño y la redención?
No seas pedante. No hay nada sin misterio. Si quieres explicarlo todo, acabas sin saber nada. Todos cometemos errores, Federico.
Todos traemos al mundo un misterio, no una equivocación.
¿Todos somos errores, entonces?
Todos estamos descontentos en una cultura que quiere explicarlo todo.
Yo estoy aquí contigo porque quiero saber. Vas a desilusionarte. Yo te ofrezco vida, no razones.
¿Me ofreces…?
La tierra mítica.
¿Cómo se llama?
Ya sabrás, primero conoce a la familia, primer punto. Luego a la madre. Son diferentes, te lo aseguro, la madre y el mito.
¿Crees que la familia es lo primero?
Yo no. Tú sí… Adelante con la familia, que es el principio convencional de nosotros mismos. Aunque decir “familia” es decir genealogía.
De allí venimos, Federico.
Nos guste o no nos guste ¿verdad?

Dante (1)

Estuve esta mañana en el cuarto. ¿Perdí mi tiempo? Sólo en apariencia. No pasó nada, pero quizás era necesario que no pasara nada primero: quizás ese era el boleto que debía pagarse antes. Desde niños habíamos inventado ese juego del cuarto oscuro. Como mi padre, Zacarías, al castigarnos, nos encerraba en él después de dar órdenes a la servidumbre para que, durante el resto del día, no se nos diera de comer, decidimos convertir la prisión en un nuevo lugar —acaso un extremo lugar— de juego. No se lo dijimos a nadie y nadie lo adivinó, ni siquiera mi padre, que pudo haberse admirado de la docilidad con que aceptábamos el castigo y de la alegría apenas disimulada con que salíamos del cuarto oscuro cuando, cinco o seis horas después, el murmullo de protesta de mi madre Charlotte nos llegaba, opaco, como una serpentina de quejas que ascendieran por el cubo de la escalera, atravesaran muros y cortinas y nos saludaran, con el olor difuso de las cebollas y el tomillo: en la lejana cocina.
—Zacarías, no seas tan severo. Zacarías, déjalos que salgan. Zacarías, a veces creo que te gusta hacerlos sufrir…
Al escucharla, yo reía y me tapaba la boca con una mano y codeaba a Leonardo, pero mi hermano no me correspondía. Si algo pude distinguir en esa oscuridad, desde entonces, fue que a él no le hizo gracia pensar que yo me burlaba de mi padre o, peor aún, que éramos en realidad nosotros quienes lo hacíamos sufrir a él, secretamente, burlándonos de su castigo. Ojalá que Leonardo pudiese haber visto entonces mis ojos en la oscuridad. Habría, quizás, aceptado mi interrogación.
No necesitaba que me contestara. Pero al menos habría sabido que yo le estaba haciendo esa pregunta. No sé si algo hubiese cambiado. Porque al subir, alegres, al cuarto oscuro, nosotros sabíamos el verdadero motivo: el juego, y mi padre seguía creyendo en el suyo: el castigo.
Muy pronto, esta será la última casa de viejo estilo en la avenida. La división blindada que la rodea —los autos del público que asiste todas las noches al cine o trabaja todos los días en las oficinas— es un anuncio de que una casa con mansardas y sótanos, jardines y cocheras, ya no puede durar demasiado tiempo. Cada persona que baja de un auto en la manzana que ocupamos parece mirar con rencor hacia los muros

domingo, 15 de abril de 2018

DIARIO ÍNTIMO. BORGES. BIOY CASARES. AÑO 1950.


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[Enero a marzo. Bioy Casares y Silvina Ocampo en Mar del Plata y Pardo.]
Febrero. La madre de Borges hablaba de la otra vida con una sirvienta. LA SIRVIENTA: «ES claro, la religión dice que hay otra vida. Pero no sabemos cómo es. (En un tono de esperanza) Si una pudiera seguir trabajando...».1
Viernes 10 al sábado 25 de febrero. En Pardo. Borges llegó aquí el viernes 10, con Estela Canto. Hasta el domingo trabajamos en el resumen del argumento para un film, El paraíso de los creyentes (que habíamos comenzado en Buenos Aires, uno o dos años antes). El domingo a la tarde, después del té, empezamos a escribir el libreto. Nos propusimos escribir once páginas por día; en los primeros días superamos ampliamente esa medida; el lunes 20 habíamos concluido el trabajo (noventa y siete páginas). El martes, al advertir el desee de Borges por iniciar otro trabajo en colaboración —por ejemplo, una pieza de teatro—, le conté el argumento para una comedia cinematográfica o teatral que se me había ocurrido en Buenos Aires, durante los últimos días de filmaciónd el Crimen de Oribe.2 Le gustó mucho. La idea es ésta: Dos enamorados largamente
1. Cf. el fragmento «Se daba su lugar», atribuido a «Rita Acevedo de Zaldumbide» [Libro del cielo y del infierno (1960)]. 2. La isla o Del amor, abandonada en 1953. El crimen de Oribe, de L. Torres Ríos y L. Torre Nilsson, basado en El perjurio de la nieve, se rodó entre fines de 1949 y enero de 1950 en los Estudios Mapol; se estrenó en abril de 1950.
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se despiden. Después se descubre que están en el proceso de filmación de una película. Por ejemplo, Othello o Carina. Después, se verá que esos enamorados son tenidos por todos sus amigos como el ejemplo de los enamorados, como la pareja perfecta. Ellos mismos se consideran así; sueñan con irse al campo, como a una isla; entre gente, viven como en el campo o como en una isla; no ven a casi nadie; hablan mal de todas las personas e insisten en la felicidad de su aislamiento; uno de ellos aprovecha eso para ejercer su ánimo posesivo y dominante; el otro, por necesidad de imitación o, acaso, para no querer menos, para no defraudar, inicia también sus exigencias. Los celos y los controles se propagan. Uno de ellos se entera de que existe una vasta compañía, una especie de agencia de matrimonios, que se encarga de solucionar estas situaciones, de alterar la vida de personas y de parejas presas en situaciones así; habla con un señor de la compañía, que promete intervenir: encontrará medios de alejar al otro enamorado; enamorarlo, etcétera. (Habrá que decidir qué conviene más: que inicie la gestión el hombre o la mujer.) Después se descubre que la otra parte ha encargado a la misma compañía —a la misma persona de esa compañía— idéntica misión: también ella quiere verse libre. Una muchacha que pasa parece la imagen de la felicidad: no poder seguirla, no poder irse con ella, la prueba de estar en el más terrible cautiverio. Poco a poco, ambos enamorados comprenden que el error de buscar la libertad y nuevas relaciones no era menor que el de exagerar, enfatizar, la relación de ellos dos. Toda nueva relación tenderá a parecerse a ésta, pero será con personas desconocidas y que no lo conocen a uno; habría que aprender todo de nuevo y seguir de nuevo el proceso que los llevó a esta situación; mejor seguir como antes: más tranquilo, más casero. Además, tanto se han hecho sufrir, que mutuamente se miran con mucha ternura. Y en cuanto a la libertad de estar solos, de vivir solos, ya no podrían soportarla; están acostumbrados a la intensidad dramática del amor y sentirían un vacío de propósitos en la vida que los desanimaría de seguir viviendo... También se descubre que el agente de la vasta compañía es, él solo, la vasta compañía, y que también está preso en una situación similar y en gran necesidad de que alguien intervenga y lo salve... Se quedaron hasta el viernes. Borges estaba tan contento que continuamente exclamaba: «Pero, ¡qué lindo es escribir!». Algo muy curioso: cuando quisimos describirnos, uno a otro, a Larrain (uno de los personajes), encontramos, al mismo tiempo, la persona a quien lo imaginábamos parecido: Ernest Hemingway.
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Puedo decir sin vanidad que he colaborado inteligentemente, inventivamente, en la redacción del nuevo argumento para un film; hace dos años (¿o uno?), embrutecido por mi vida con las mujeres, el tenis, el poco sueño, mi colaboración en Los orilleros se redujo a correr a la zaga de Borges. Estos días que pasamos en la estancia, a pesar de que estuve continuamente con resfrío de heno, a veces nervioso e irritado, frecuentemente cansado y deprimido, me dejarán un excelente recuerdo: el de los primeros días, de intenso y exaltado trabajo de invención y de redacción. Las hermosas actitudes de asombro de algunos animales —perros, caballos— están originadas, tal vez, en la pobreza de su vista. Cuando Borges estaba escribiendo en su mesita de pino y yo entraba en el cuarto, se erguía, enorme y asombrado, como un caballo o un león marino, y me miraba.
Marzo. Estela quería que Borges se acostara con ella. Una tarde, en la calle, se lo dijo brutalmente: «Nuestras relaciones no pueden seguir así. O nos acostamos o no vuelvo a verte». Borges se mostró muy emocionado, exclamó: «Cómo, ¿entonces no me tenés asco?» y le pidió permiso para abrazarla. Llamó a un taxi. Ordenó al chofer: «A Constitución» y agregó, para Estela: «Vamos a comer a Constitución. We must celebrate». Borges estaba muy enamorado de Silvina Bullrich. Un día, ésta le preguntó: «¿Qué hiciste anoche, cuando volviste del Tigre?». BORGES: «Fui caminando a casa, pero pasé frente a la tuya; tenía que pasar frente a tu casa esa noche». Silvina le preguntó a qué hora había pasado. BORGES: «A las doce». SILVINA: «A esa hora yo estaba en mi cuarto, en mi cama, con un amante».
Borges y Amorim hicieron juntos un viaje en automóvil por el interior de la Banda Oriental; anduvieron por Sant'Anna do Livramento,1 cruzaron la frontera y visitaron algunos pueblos del Brasil. En ese tiempo había habido incidentes entre contrabandistas de un país y la policía del
y 1. En 1934, Borges y Amorim pasaron diez días en Rivera y cruzaron la frontera hasta Sant'Anna do Livramento; allí presenciaron la muerte de un hombre, por los guardaespaldas de un capanga [Véanse: PERALTA (1964): 413; B (1970)]. El episodio se incluye en «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», cuento escrito en la estancia Las Nubes de Amorim a principios de 1940.
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otro; Amorim advirtió, o creyó advertir, cierta animosidad contra ellos —como uruguayos, o casi uruguayos— en los pueblos brasileros. En cuanto cruzaron de vuelta la frontera —perceptible por unos mojones, en medio de una desierta inmensidad en que el hombre podía sentir con alguna emoción su vínculo con la naturaleza (tan grande, tan ciega, tan indómita)— Amorim se puso de pie en el automóvil en marcha, se encaró con el Brasil y, acompañando sus gritos con un ademán enérgico, lo insultó procazmente.
[Jueves 20 de abril al jueves 4 de mayo. Bioy Casares en Punta del Este.]
Sábado, 10 de junio. Tardamos demasiado tiempo en advertir que nuestra amiga era mentirosa. Nos decía que en Italia había pasado hambre; conociendo a su madre y a su hermano, esto parece improbable. Muchas veces la habrían violado. Cuando tenía doce años todas las noches recibían en su casa unas visitas que la violaban; según otra versión, los violadores eran hijos de chacareros y todo habría ocurrido en el campo. En una ocasión, en el cinematógrafo, al ver a un hombre viajando en el techo de un furgón ferroviario, le dijo a Borges que así viajaba ella en Italia. «¿Y por qué no entrabas en el vagón?» —preguntó Borges—. «Porque en el vagón siempre estaban violando a una mujer.» BIOY: «A veces, al tratar con editores, me siento como un sirviente lleno de resentimiento contra sus amos. Digo cosas desagradables y, como si temiera haberme excedido, las compenso con adulaciones. El resultado es lamentable». BORGES: «Te comprendo. Hablar con una persona es adularla; uno quisiera escupirla en la cara».
Miércoles, 28 de junio. Borges regresó ayer de Tucumán. Cuenta que, recorriendo la ciudad con unos profesores, llegaron a un triste barrio de ranchos de paja, del otro lado de las vías. Uno de los profesores dijo: «Este barrio es muy peligroso. Hay muchos malevos» y aclaró a continuación que no había verdadero peligro de ser atacado por ladrones o asesinos, sino por homosexuales: «Todos los malevos son homosexuales.» Ante la sorpresa de Borges, el doctor explicó: «La bicicleta excita al malevo. El movimiento, usted comprende. Además, el malevaje es muy inclinado al ciclismo. Si uno va en bicicleta y ve a otro de a pie, se ofrece a llevarlo. Los dos se excitan, dejan la bicicleta... Una vez, con el doctor X,
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vimos a dos malevos en una acequia. El doctor me dijo: "No hay por qué escandalizarse. Total, a todos nos gusta"». Le dijeron también que los malevos ya no quieren saber nada de tangos; cantan boleros. El gaucho, por su parte, canta:
—¿ Qué querís que te traiga de Cafayate? —Un burrito cargado de chocolate.
¡En esta copla está toda la alegría del gaucho del Norte! Comentó que la expresión raíces de las montañas, empleada irónicamente por un escritor escandinavo del siglo XIII,h abía sido recogida con ingenuidad, por su valor poético, por William Morris, en el siglo XIX.1 Me habló de Gottsched, un Boileau alemán de la primera mitad del siglo XVIII. Después de tratar de las unidades de acción y de lugar, explica la de tiempo. BORGES: «La acción, dice, debe ocurrir en diez horas del día, porque la noche es para dormir».2 Recordábamos que, en The Wrecker, de ciertos días en el mar Stevenson dice que son unforgettable, unrememberable? Llamó el teléfono: era Pezzoni. BORGES: «Ese muchacho es un sonso. Bianco también. Claro que escribió Las ratas; pero no hay que ser tan pesimista como para afirmar que ese libro es bueno».
Lunes, 10 de julio. Comen en casa Borges y Sabato; éste, groseramente elocuente, con indiferencia a la escasa calidad de lo que dice. Con Borges hablamos de la insensibilidad de la gente que nos rodea para apreciar los momentos épicos en las piezas literarias; las anécdotas épicas de las sagas que él ha narrado no tienen eco; Stevenson es considerado más superficial que Camus; Torre Nilsson no advertía el sentido de algunas escenas épicas en nuestro film Los orilleros, en que el canalla, por ejemplo, se sobrepone a su canallada y por valor y por generosidad llega a enfrentarse, de igual a igual, con el héroe; escenas inspiradas acaso en algunas de Shaw, que no ocupan ningún lugar en la fama de Shaw (humorista
1. MORRIS, William, The Boots of the Mountains (1889). 2. GOTTSCHED, Johann Christoph, Versuch einer Critischen Dichtkunst für die Deutschen
(1730). 3. [imposibles de olvidar, imposibles de recordar] The Wrecker (1892), XII.
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morista, viejo malcriado y paradójico) y que debían ocupar, según nuestra opinión, un lugar principal.
Martes, 11 de julio. Come en casa Borges. Comentamos el carácter de Sabato. Según Borges, lo que está mal en él es que su conversación es demasiado anecdótica;_se parece demasiado poco al pensamiento. BORGES: «¿Y por qué íbamos a compartir su indignación contra esa señora que pretendió corregirle un diálogo? ¿Quién escribe siempre tan perfectamente que nunca convenga corregirlo? ¿Quién puede estar completamente seguro de que el interlocutor lo cree infalible?». Me cuenta que en Alemania, en el siglo XVIII, cuando leyeron Robin¬ son Crusoe hubo gran entusiasmo y todos los literatos se pusieron a componer Robinsonaden: «Había dos posibilidades: escribir el caso de un solitario que vuelve a crear toda una filosofía y nuestra civilización o el de uno que construye utensilios y una cabaña —nuevamente el libro de De¬ foe—. Lo primero no se les ocurrió; lo segundo no podía repetirse infinitamente. Empezaron así a discurrir Robinsones en parejas, en tríos, en multitudes; pasaron de islas solitarias a países. Ridiculamente llegaron a otra forma insigne de narración: a las utopías».
[Viernes 21 de julio al miércoles 23 de agosto. Bioy Casares en Alta Gracia (Córdoba), con su madre.]
Viernes, 25 de agosto. Come en casa Borges. Me dice que una señora ya tembleque y desvaída, hablando con lentitud e indecisión le confesó: «El único hombre que me ha entendido es Martín Soulès». Comentamos la dificultad de legar esta frase a la posteridad: sólo para unas personas de Buenos Aires y de esta época el nombre de Martín Soulès es inmediatamente identificable; muy pronto nadie recordará a ese sombrerero de señoras. Me cuenta su viaje por Resistencia, Corrientes, Posadas y (tal vez) Encarnación del Paraguay. Los lugares donde bailaban los obreros, en Posadas, se llaman bailantas.
Miércoles, 30 de agosto. Comen en casa Borges, un mozo uruguayo de apellido Praderio y Helena Artayeta; después llega Marta Mosquera. Se habló del libro de Kravchenko, sobre Rusia.1 El mozo Praderio, mordiendo
1. KRAVCHENKO, Victor, I Choose Freedom (1946).
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diendo delicadamente un trozo de pan tostado, declaró que todas esas descripciones, de torturas, de delaciones, de opresiones, de campos de concentración, carecen de interés: «O uno admite que la filosofíad e He¬ gel y de Marx es verdadera, y todo lo que pasa en Rusia es justificado, o uno niega el fundamento de esa filosofía y sin necesidad de libros enojosos comprende que los comunistas se hallan en un peligroso error. Innecesario decir —agregó, ocultando un bostezo— que la segunda posición es la mía». Se habló de religión. HELENA: «Ustedes dicen que no creen en Dios, que no son católicos, pero yo quisiera que me explicaran qué razón pueden tener, en el momento de la muerte, para no arrepentirse de todos los pecados e ir directamente al cielo».
Viernes, 8 de septiembre. Comen en casa Wilcock y Borges. Con Borges trabajamos escribiendo noticias para libros del «Séptimo Círculo».
Sábado, 9 de septiembre. A la noche, fiestae n casa en honor de Del¬ fina Mitre, en viaje a Europa: entre otros, Estela Canto, Marta Mosquera, Borges, Pepe Bianco, Wilcock, Alberto Gainza y Peyrou. Estela llama a Delfina «la mística práctica».
Viernes, 15 de septiembre. Por la noche, para celebrar mi cumpleaños, comen en casa Borges, Estela y Wilcock. Regalos: de Borges, una Anthologie raisonnée de la littérature chinoise de G. Margouliès; de Wilcock, el tomo II de la History of the Reign of the Emperor Charles V de William Ro¬ bertson (edición de 1796); de la madre de Borges, un alfajor de dulce de leche. BORGES: «Victoria no nos quiere porque cuando sucede algo desagradable nos retiramos, no mostramos verdadero interés».
Sábado, 23 de septiembre. A la noche, Borges: redacción, para la revista Clinamen, de un nuevo cuento de Bustos Domecq.1 Hasta ahora, escasa inspiración.
Miércoles, 27 de septiembre. Comida con Wilcock y con Borges. Después de comer, redacción con Borges, invita Minerva, del nuevo cuento de Bustos Domecq.
1. «El hijo de su amigo», que terminarían el 21 de diciembre y publicarían recién en 1952, en la revista Número (Montevideo), en cierto sentido continuadora de Clinamen (Montevideo), cuyos cinco números aparecieron entre 1947 y 1948.
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Viernes, 29 de septiembre. Para saber si Arturito Álvarez podría tener un papel (de actor) en una hipotética película con argumento de Silvina (El impostor) y de la que él sería productor y Torre Nilsson director, anoche, con cameramen, focos y demás parafernalia, se tomó en casa una pequeña película: varias personas, sentadas a la mesa, comen con gula; de pronto Arturito nota algo que lo alarma; mira con creciente horror a los comensales; finalmente da un grito y se tapa la cara. Actores, además de Arturito: Wilcock, Estela, Elena Ivulich. Espectadores: Silvina, Marta Mosquera, yo. Estela, incapaz de participar en nada, hablaba de ella y contaba anécdotas que ya ha contado tres o cuatro veces. Marta, furiosa porque no ocupaba el centro de la atención. Comida con Silvina, Borges y Wilcock. Después, con Borges, redacción del nuevo cuento de H. Bustos Domecq.
Miércoles, 4 de octubre. Comida con Silvina, Borges y Wilcock. Redacción del cuento de Bustos Domecq. Borges oyó en el Uruguay esta frase que, según le dijeron, circula en Montevideo: «Ponerle a pupilo el nene a una mujer» por «entrar en ella».
Jueves, 5 de octubre. Té con Borges en la Richmond, conversando sobre Mastronardi; sobre Morris, Rossetti y su mujer. Comida con Silvina, con Borges, con Wilcock. Redacción de Bustos Domecq.
Sábado, 7 de octubre. Comida en casa, con Wilcock y Silvina. Después de comer, Borges: Bustos Domecq.
Sábado, 14 de octubre. Frías me confió que, debido a la manera en que Borges trató, o mejor dicho no trató, al presidente de Emecé, nuestra situación en la editorial es precaria.
[Martes 17 al martes 24 de octubre. Viaje de Bioy Casares al Uruguay.]
Jueves, 26 de octubre. A la tarde, en Emecé, Borges me cuenta que en Montevideo quieren editar, en un volumen, todo Bustos Domecq. Hablamos
1. Basado en el cuento, aparecido en 1948 en S (nº 164-5, nº 166 y nº 167). Una sinopsis del argumento fue publicada en Lyra, nº 149-151 (1956). En 1984, con el nombre de El otro y con guión de Manuel Puig, fue filmado en México por Arturo Ripstein.
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blamos de Estela: el doctor Castillo le ha dicho a Silvina que Estela tiene poco tiempo de vida. Borges me refiere el final de un cuento de un muchacho uruguayo, Espínola. Una noche de carnaval el héroe, una especie de rústico, entra al rancho y encuentra a su madre muerta. Piensa en la sorpresa que va a tener su hermano cuando llegue, y se enconde para ver. «Nunca me he raido tanto —comenta el héroe—: Mama muerta y mi hermano con careta.» Por la noche, a eso de las once, viene Borges a casa. Conversamos un rato. Arturito Álvarez visita a Silvina; trae un ejemplar de La Cruzada de los niños de Marcel Schwob, con prólogo de Borges. Vemos el libro: muy lindo, según Silvina; obsceno, según Borges.
Viernes, 27 de octubre. A la noche comen en casa Borges y Mastronardi; después aparecen Frías y Marta Mosquera. Hablo de mi viaje al Uruguay: a los impermeables, que aquí llaman pilotos, allí llaman pilots, usan siempre caballero por señor. Borges refiere que, con Pérez Ruiz, habían pensado escribir un cuento con muchos uruguayismos; iba a titularse «Un refuerzo en La Pasiva». Mastronardi nos habla de un señor Vallejo, que ahora es cura, autor de un libro titulado Pan y la fuente. El Pan del título es el dios; parece que pasaron muchos años antes de que el autor advirtiera que «la fuente» sugería otra acepción —alimenticia— para Pan.
Sábado, 28 de octubre. Vienen a comer Borges y Wilcock. Borges cuenta el almuerzo que Rottin le dio a Mastronardi. Después, con Borges, redacción de noticia y contratapa del Caso de las trompetas celestiales de Michael Burt.
Domingo, 5 de noviembre. Todos estos días, por la noche, redacción de Bustos Domecq.
Viernes, 10 de noviembre. Borges me habla de una señora con quien tuvo amores hace treinta años: «Está viejísima, horrible y completamente idiotizada. La pobre asegura que está tan joven que nadie la reconoce». Esa misma señora una vez le informó, con aire superior y picaro, que ella había leído el Quijote, «pero el verdadero, no el que todos leen». Se ha pasado la vida jugando al bridge y, desde hace unos años, a la canasta. Pero ya no puede jugar; la señora afirma que han introducido algún cambio en las reglas de esos juegos y que ella no logra entenderlas. Refiere Borges que sorprendió una conversación de un grupo de escritores
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critores sobre mujeres en general y sobre sus experiencias con mujeres: al rato descubrió que esos colegas sólo hablaban de mujeres de prostíbulos. Dice: «Casi todas las casas de la cuadra del 900 de la calle Tucu¬ mán eran bajas y modestas. Tenían las puertas entornadas. Al pasar frente a esas casas uno oía que lo chistaban. Si miraba hacia las persianas, descubría que muchas mujeres estaban espiando por las mirillas. Según Muzzio Sáenz Peña, otro lugar de prostíbulos era el chistadero de la calle Lavalle».
Domingo, 12 de noviembre. Hoy a la mañana, visita de Borges. En la SADE celebran anualmente la fiesta de la poesía: varios poetas recitan sus obras. Este año, Gloria Alcorta quiso acaparar la fiesta: ella leerá cuatro poemas suyos; actores franceses, especialmente amaestrados, leerán otros ocho poemas (de la misma autora). Cuando Borges le explicó que Erro era quien organizaba las fiestas y que, en todo caso, su recitación podría hacerse en una fiestae special, pero no en la de la poesía, dijo: «No puede ser. Ya he copiado a máquina los poemas. Ya han ensayado los actores».
Sábado, 25 de noviembre. Los otros días Borges contó que Guillermo de Torre, ante la risa de sus hijos, había narrado este incidente: En una fiesta,e n casa de De Ridder, encontró a Adolfito Mitre, muy borracho y apoyado en un grueso bastón. «¿Qué tiene?», preguntó Guillermo. «Lo que no tengo —contestó Adolfito— es deseos de hablar con el señor Guillermo de Torre.» Guillermo estaba muy resentido, sobre todo con De Ridder, por invitar a esos cavernícolas. «Yo también podría haberle contestado —explicó Guillermo— que no tenía deseos de hablar con él.» «Sin embargo, vos le habías hablado», lo corrigió uno de sus hijos. Guillermo no oyó; continuó: «¿Pero cómo podía contestarle a ese monstruo con bastón?».
Jueves, 7 de diciembre. A la noche, a comer, Mauricio Müller y Borges; después, Peyrou. Cuando éste llegó, Müller me contaba que había empezado a leer con mucho interés El estruendo de las rosas. Por ese deseo que siempre tengo de ser agradable a Peyrou (como si creyera que tiene muy poca suerte en la vida), dije algo de que hablábamos de su libro. MÜLLER: «Leí las primeras diecisiete páginas...». PEYROU: «Cuando se durmió». MÜLLER: «NO, porque me quitaron el libro». PEYROU: «Ah». MÜLLER: «En Montevideo no lo encontré». PEYROU: «Qué extraño, yo
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creía que todos los libros del "Séptimo Círculo" estarían allá». MÜLLER: «La verdad es que no lo busqué». A pesar de este diálogo, la reunión fue agradable. Müller ha leído mucho. Hablamos de escritores a quienes la timidez impidió escribir: Willie [Borges], Ureña, Mastronardi. Müller dijo que un escritor que no escribe no es escritor. Afirmó que sospecha que él tutea a todos los connaisseurs que en el Uruguay pueden apreciar a Bustos Domecq. Se fue con tres ejemplares de las Fantasías y tres del Modelo, muy contento: «Usted no sabe la felicidad que llevo a mis amigos. Nos pasamos la vida prestándonos estos libros. Yo le prestaba a Mezzera mi Bustos Domecq contra su Cadillac».
Sábado, 9 de diciembre. A la mañana fuimos con Borges y con Müller a la imprenta López, a pedir que nos hagan un presupuesto para el volumen de las obras completas de H. Bustos Domecq, que nuestros amigos uruguayos piensan editar.
Lunes, 11 de diciembre. A la noche, Borges, Wilcock, Müller. Con Borges, Bustos Domecq. Borges habla de unos parientes que tiene, creo, en el Salto Oriental; personas bien nacidas y pobres, quizá los Haedo. Parece que en el Uruguay los llaman Orgullo Herido.
Viernes, 15 de diciembre. Un personaje, en el nuevo cuento de Bustos Domecq, confiesa que ha robado; su interlocutor, para preguntar: «Entonces, ¿estoy hablando con un ladrón?», dice: «Entonces, ¿estoy departiendo con un ladrón?». Borges comenta: «Departiendo, qué bruto. Es como Shakespeare: siempre usa el mot injuste». BIOY: «Evidentemente la realidad produce con más abundancia mujeres inteligentes que mujeres hermosas. Tal vez la verdad sea más simple: la inteligencia es cultivable». BORGES: «Pero la belleza también lo es. No es fácil ver mujeres lindas en los barrios pobres».
Martes, 19 de diciembre. Oído por Borges: «Pero, doctor Osipón,1 yo sólo le prometí mi apoyo moral».
1. Alexander Ossipon, apodado el Doctor, es un personaje de Conrad: véase The Secret Agent (1907), in fine, donde Ossipon busca desesperadamente el apoyo del Profesor.

viernes, 13 de abril de 2018

ADOLFO BIOY CASARES. BORGES. (DIARIOS).



Construida a partir de su vida y su obra, hay, ante todo, una imagen de Bioy Casares: el amigo íntimo y colaborador de Borges; el autor de La invención de Morel y otras obras maestras de la literatura fantástica; el miembro de la mítica Sur; el Casanova porteño y esposo de Silvina Ocampo; el caballero de la cortesía impecable; el refinado bon vivant; el privilegiado que alternaba la lectura de los clásicos y la escritura de libros inolvidables con los viajes, las conquistas amorosas y los juegos de tenis.
A lo largo de buena parte de su vida, además de los cuentos y novelas que publicaba periódicamente, Bioy escribió voluminosos diarios y cuadernos de notas, costumbre rara en nuestras letras, aunque habitual en las literaturas que frecuentaba, particularmente la inglesa (piénsese en Pepys, Butler, Bennett o James). Algunos de esos apuntes fueron a parar a libros que publicó en vida, pero la mayoría permaneció rigurosamente inédita hasta su muerte en 1999. Un par de años después apareció Descanso de caminantes, una selección de entradas al cuidado de Daniel Martino.
Los últimos libros de Bioy no habían sido muy afortunados y la publicación de los diarios fue una grata sorpresa para sus lectores. Ahí se encontraban sus temas predilectos, su capacidad de observación, su sentido del humor, su sensibilidad verbal –especialmente aguda para señalar extravagancias y despropósitos. Mostraban, además, aspectos íntimos de su vida y su personalidad: su donjuanismo, por ejemplo, era de sobra conocido, pero el libro abunda en anécdotas, reflexiones y bromas acerca de su trato con las mujeres; su hartazgo conyugal, y una deliciosa malevolencia hacia varios de sus contemporáneos. Como era de esperarse, la aparición de estos diarios dejó un poco maltrecha la imagen del caballero perfecto, pero a cambio reveló un Bioy más íntimo y entrañable.
De los diarios publicados hasta la fecha estaba notablemente ausente la figura de Borges. Habiendo acumulado material durante más de cuatro décadas, Bioy había planeado reunirlo todo en un solo volumen dedicado a su amigo y mentor. El resultado es este tan esperado Borges, un minucioso retrato que abarca más de mil quinientas páginas. Apenas hace falta decir que, aun en la descomunal bibliografía borgesiana, no hay ningún libro comparable. Nadie se encontraba en mejor posición que Bioy para llevar a cabo una obra de esta naturaleza.
Al hojear el libro, uno piensa de inmediato en la Vida de Johnson de Boswell. Se trata, desde luego, del modelo obvio –el Borges, como la Vida, es ante todo el retrato de un hombre a través de su conversación–, pero no habría que llevar la comparación demasiado lejos, a riesgo de confundir aún más la de por sí con frecuencia malentendida relación Bioy–Borges: todavía se insiste, al parecer, en subordinar la obra del primero a la del segundo, para lo cual hace falta: a) No haber sabido leer a Bioy, b) No haber sabido leer a Borges, o, generalmente, c) No haber sabido leer a ninguno de los dos.
Los diarios comienzan en 1947 y terminan en 1989. Los primeros años de su amistad –que comenzó hacia 1932, cuando Bioy tenía diecisiete años y Borges 32– aparecen resumidos, al principio, en un texto que había sido publicado con anterioridad. En él, Bioy narra sus primeros encuentros; entre ellos, el muy célebre que tuvo lugar en su estancia para escribir su primera colaboración: un folleto propagandístico sobre una especie de yogurt. En aquellos días habrían tenido una conversación que significó la conversión de Bioy, entonces un joven entusiasmado con las vanguardias y lo moderno, al clasicismo favorecido por Borges: “En aquella discusión Borges me dejó la última palabra y yo atribuí la circunstancia al valor de mis razones, pero al día siguiente, a lo mejor esa noche, me mudé de bando y empecé a descubrir que muchos autores eran menos admirables en sus obras que en las páginas de críticos y de cronistas, y me esforcé por inventar y componer juiciosamente mis relatos.”
En la primera etapa de su amistad, es claro que Borges asumió el papel de maestro y Bioy el de discípulo. Aún en las primeras entradas del diario, tras leer un ensayo de Borges sobre Pascal, Bioy apunta: “Leyéndolo sentí lo lejos que estoy de saber pensar bien, amplia y justamente; de saber construir las frases; de tener una inventiva enérgica y feliz.”
La relación, sin embargo, se fue modificando con el paso del tiempo. Naturalmente que Bioy siempre vio en Borges a un maestro literario, pero su amistad se transformó pronto en una relación de iguales y, en algunos aspectos, llegó casi a invertirse, como en alguna ocasión hizo ver a Bioy la madre de Borges: “La señora me cuenta que ante cualquier dificultad Borges dice: ‘Tengo que consultar con Adolfo.’ Esto le hace gracia a la señora, por la diferencia de edad entre nosotros. ‘Parece que fueras el mayor’, observa.” La anécdota no es inverosímil, sobre todo, si tomamos en cuenta el carácter de los protagonistas, la timidez borgesiana y la mayor desenvoltura de Bioy. Acaso pocos aspectos de sus vidas los reflejen tan bien como sus respectivas experiencias amorosas: Borges, por un lado, con frecuencia perdida y desdichadamente enamorado. A raíz de uno de estos desengaños, confiesa a su amigo: “Estoy triste con todo el cuerpo. Lo siento en las rodillas, en la espalda… Parece un destino circular al que estoy condenado. Esta situación se repite, cada tantos años. Para consolarme me digo que las otras mujeres, que olvidé, fueron tan importantes como ésta”; Bioy, por otro, coleccionando amantes a diestra y siniestra.
La figura de Borges ha dado origen a una vasta literatura testimonial. Amigos, amantes, admiradores, colaboradores, críticos, personas que se cruzaron una vez en la vida con el Maestro no han resistido la tentación de dejar prueba escrita de su encuentro –mi favorita, la nota del urólogo que le operó la próstata: “Borges inesperado.” En medio de esta selva de testimonios, el libro de Bioy Casares está destinado a convertirse en uno de los evangelios canónicos. Ahí está Borges de cuerpo entero: lo que decía y lo que hacía, sus simpatías y diferencias, sus amores y sus odios, sus hábitos, sus bromas, sus debilidades, sus prejuicios, sus excentricidades y manías –porque el evangelista, claro está, era demasiado cercano como para limitarse a hacer un retrato en blanco y negro.
Borges está lleno de anécdotas y frases brillantes sobre los más diversos temas, de opiniones curiosas, de ocurrencias y de chismes, pero, ante todo, de literatura. La amistad entre Bioy y Borges fue desde el principio una prolongada conversación sobre autores y libros, y ésta es la que con justicia ocupa la mayor parte del diario. El índice de los escritores y obras discutidos abarcaría varias páginas –y, por cierto, se echa de menos. Están, desde luego, los nombres más previsibles: Conrad, Chesterton, James, Johnson, Kipling, Stevenson, etc., pero también, por decir algo, Góngora y Quevedo, Verlaine y Mallarmé, Unamuno y Baroja, Rubén Darío y Lugones, Reyes y Groussac, el Martín Fierro y la “Suave patria”, la literatura anglosajona y la literatura china. En esta discusión, el criterio literario de Bioy y Borges se distingue por una fiera independencia, ajena tanto al prestigio de la fama como a las modas –Borges, por ejemplo, se burla igual de Goethe que del Nouveau roman. La ironía y la crítica se regodean en el comentario de textos y autores: quizá el juicio más repetido a lo largo del volumen sea el lapidario “Qué animal”, aplicado a medio mundo, desde, digamos, Thomas Mann hasta el último miembro de la Sociedad Argentina de Escritores. El comentario –hay que decirlo– con frecuencia deja ver también las limitaciones e incomprensiones del autor de la Historia universal de la infamia: Rabelais, Gracián, Tolstói, por mencionar a tres víctimas ilustres.
Borges no es una hagiografía ni un panegírico, aunque sea, esencialmente, un homenaje: es el retrato de un hombre compuesto, desde la amistad y la simpatía, por una de las personas que lo conocieron mejor, quizá la que mejor lo conoció. No faltarán quienes se escandalicen por algunas de sus revelaciones o de sus supuestas infidencias. Para ellos está dedicada una de las anécdotas del libro: un joven escritor le muestra a Borges fragmentos de su diario al tiempo que gravemente le asegura que nunca es indiscreto; Borges, con cierta impaciencia, le revira: un diario tiene que ser indiscreto.
A Bioy, como él mismo sugiere, podrían aplicársele las palabras que ambos escribieron sobre De Quincey: “Fue amigo personal de Wordsworth, de Coleridge, de Charles Lamb y de Southey, hombres de letras cuya fama contemporánea excedía en mucho a la suya. Al describirlos, no vaciló en registrar sus pequeñas vanidades, sus flaquezas y aun el rasgo íntimo que puede parecer indiscreto o irrespetuoso, pero que nos permiten conocerlos con vividez. Las reminiscencias de De Quincey son parte integral de la imagen que tenemos de ellos ahora. Si no fuera por él los veríamos con menos precisión y menos encanto.”
Pocos lectores, sospecho, recorrerán ordenada y pacientemente las más de mil quinientas páginas del volumen; al que lo haga, se lo aseguro, le espera un verdadero tour de force borgesiano. Como los diarios y los cuadernos de notas, el Borges será más bien un libro para abrirse en cualquier parte y encontrarse con una anécdota o una sentencia memorable.
En alguna ocasión, Cabrera Infante se refirió a Bioy como el “maestro secreto”. Fiel a su carácter discreto y a su imagen de caballero, lo fue de muchas formas que la crítica no siempre ha sabido reconocer. Colaborador ideal de Borges y autor de una obra única, con sus diarios nos tenía reservada una sorpresa. Respecto a este Borges, lo imagino perfectamente concibiendo la idea de la obra, recreando las conversaciones con su amigo, transformándolas en literatura y trazando así un retrato único –confirmando la opinión de Boswell: “The conversation of a celebrated man, if his talents have been exerted in conversation, will best display his character…”–, acaso sonriendo maliciosamente mientras saboreaba el revuelo que su publicación iba a levantar: la lección final del maestro secreto.
PABLO SOL MORA.
Fuente:
http://www.letraslibres.com/mexico-espana/libros/borges-adolfo-bioy-casares



(FRAGMENTO).
Domingo, 11 de septiembre. A la noche, Borges, Estela Canto, Bianco, Pezzoni. Con Borges redactamos una contratapa para Emecé: ex nihilo.
Jueves, 15 de septiembre. Por mi cumpleaños, visitas de Borges, de Drago, de Julia Bullrich, de Marta Mosquera, y de mi padre. Con Borges hablamos de Goethe. Cuando Schopenhauer le explicó el idealismo, le dijo que si los hombres no existieran no existiría la luz; Goethe repuso: «Si no existiera la luz, usted no existiría». Borges agregó: «Tal vez lo que dijo fue: "Si no existiera la luz (o si no hubiera luz) yo no lo vería a usted"». Aseguró que Goethe pensaba que los nombres alemanes eran tan poco poéticos que en el Wilhelm Meister, fuera del nombre del héroe, no hay nombres alemanes. Leí en Croce (La poesia) el párrafo sobre el bárbaro que murió por Ravena, que originó «Historia del guerrero y la cautiva» de Borges. En ese párrafo está implícita.
Viernes, 23 de septiembre. Visita a Emecé, por la tarde. Nos encargan una segunda serie de Los mejores cuentos policiales; siempre los libros menos interesantes son los que podemos ejecutar.
Lunes, 26 de septiembre. Comí en casa, solo con Silvina. Después de comer llegó Borges con Emita Risso Platero. Borges, algo irritado (no sé por qué).
Octubre. Borges estaba en la peluquería; dos peluqueros conversaban: «¿Presentaste la solicitud? Tenés que presentarla. Si no, no te dan la libreta», dijo uno, prodigando ademanes y visajes. El otro le contestó con impávido menosprecio: «Qué solicitud ni solicitud. Vos querés que la presente porque sos un petiso clavo. Cara de puto».
1.I Corintios 9:22.
45
1949
Noviembre. A los cinco años de edad, Luis, el sobrino de Borges, desesperaba a su hermano Miguel Jorge, de tres años, diciéndole: «Vos no sos Miguel Jorge».
Cuando Borges decía algo que la molestaba, Elva de Lóizaga comentaba: «Macanas fritas».
Según Borges: Error de un conferenciante, o La filosofía y la ciencia; o La retórica vencida por la verdad: «¿Qué ocurriría en el mundo si no existiera el español?» —preguntó, inspirado, el orador; él mismo contestó en seguida: «La gente tendría que hablar en otros idiomas».
Diciembre. Una noche que estaban en casa Estela, Sabato y Borges, una invitada dejó ver, perorando en tono magistral —es profesora— y suficiente, de persona que sabe de qué habla, que ella creía que penis erat hirsutus. Todos se burlaron. Sabato aseguró que la anécdota no saldría de casa, o que a lo más se la comunicaríamos a Peyrou, que también guardaría el secreto y que, a lo más, la comunicaría a la gente de La Prensa, que es un grupo cerrado, de unas tres mil personas, que guardarían el secreto y, a lo más, la comunicarían a la gente de la oposición, que no llegaba a ser el cuarenta por ciento del país. Por lo menos, concluyó, no hay riesgo de que el peronismo se entere. Borges y yo la consolábamos, con verdadera ternura y en tono de broma. Tal vez por culpa de nosotros dos y acaso también de Estela, que esa tarde repelió con impaciencia sus argumentos en favor de la castidad y le dijo que lo que necesitaba para desarrollarse intelectualmente era tener relaciones con un hombre, la mujer se puso a llorar y la reunión acabó dramáticamente.
Viernes, 23 de diciembre. De una carta de Borges: Diálogo sorprendido (o inventado) por Marta Mosquera: ELLA (una especie de Estela Canto): «¡El número, señor, el número!». ÉL (tal vez el doctor Kuno Fin¬ germann o un mucamo parecido al doctor K. F.): «Ya lo olvidé adentro de la cabeza.

jueves, 12 de abril de 2018

Vicente Blasco Ibáñez. Novela. LA ARAÑA NEGRA.


RESUMEN:
La araña negra es una de las primeras novelas escritas por Vicente Blasco Ibáñez. Fue publicada originalmente en 1892, y suele ser considerada dentro del género conocido como “folletín”. Este tipo de obras tuvo su origen en Francia a finales del siglo XIX, gozando de gran popularidad entre la gente de menos recursos que empezaba a interesarse en la literatura.

Motivado por los estudios que realizó el autor sobre la Iglesia, donde buscó conocer más acerca de su funcionamiento, La araña negra es un libro que tiene como tema central la relación de los Baselga con los Jesuitas. Ellos son una familia española de alta alcurnia, que gracias a esta alianza logran escalar posiciones rápidamente. De este modo, se analiza con mucho detalle el comportamiento y estructura de la Compañía de Jesús.

Este argumento provocó que Blasco Ibáñez fuera encarcelado, pues cabe recordar que antes la religión estaba inmiscuida en los asuntos del gobierno, manipulando la justicia a su antojo y realizando drásticas campañas de censura contra sus opositores.
Fuente: N.N.

BLASCO IBAÑEZ.
FRAGMENTO. NOVELA. LA ARAÑA NEGRA.
PRÓLOGO I —No es ésta la mejor hora para hacer visitas. En este colegio se guardan muy bien las reglas, señor; no sé si la madre directora podrá recibirle pero a pesar de esto preguntaré. Y el hermano Andrés, al decir estas palabras, se llevaba indolentemente una mano a su puntiagudo y mugriento gorro de seda, como queriendo medir con justo patrón un saludo que no fuera descortés, pero tampoco amable; uno de esos saludos que se guardan para las personas misteriosas que no se sabe de dónde vienen ni lo que quieren. Y sonreía con la expresión de un cancerbero, abriendo aquella bocaza frailuna, oscura, maloliente, de profundidad interminable y adornada en su entrada con tres dientes gastados, retorcidos y amarillentos como las fichas de un dominó de café. Aquel portero de religioso colegio, en su juventud lego de las disueltas órdenes religiosas, defensor después del Altar y el Trono a las órdenes de Cabrera, criado de los jesuitas en Francia y en España y empleado por fin de la pensión del Corazón de Jesús, miraba al recién llegado con la recelosa y hostil curiosidad propia de quien ha pasado casi toda su vida entre gente inquieta y aficionada a la sospecha, que cree la desconfianza un sentimiento natural y el espionaje un deber ineludible. Se veía en el hermano Andrés, con un poco de observación y a pesar de los estragos que la edad había hecho en su cuerpo flacucho, al antiguo lego, tosco, brutal, de puños tan férreos como su estómago y dispuesto lo mismo a barrerle la celda al padre prior como a empuñar el trabuco carlista; pero su posterior roce con los jesuitas habíale creado una nueva personalidad que se adaptaba sobre su antiguo natural como el traje sobre el cuerpo y en virtud de aquella cepilladura loyolesca sabía sonreír con mansedumbre evangélica, mirar a todas partes con los ojos fijos en el suelo y dar a su voz una entonación meliflua y humilde que hacía exclamar a más de una de las ricas devotas que visitaban el colegio: —Este hermano Andrés es un santo varón. Y al santo no le caía muy en gracia aquel caballero, apeándose a la puerta del colegio de un carruaje con cierto misterioso recato, había entrado de sopetón en su portería. Había en él algo que alarmaba su olfato amaestrado en la sacristía y en las partidas carlistas, algo que el hermano Andrés había ya rotulado en su imaginación con el terrible título de tufillo liberal. «Este hombre no es de los nuestros» —se decía el seráfico portero mirándole al sesgo con desconfianza—, y, efectivamente, todo en él se diferenciaba del aspecto de los asiduos visitantes del colegio. Estos eran buenas gentes que nunca hablaban alto, que decían al entrar ¡Ave María!, que preguntaban con cierta veneración por la reverenda madre superiora y de paso dirigían una sonrisa al conserje hermano en Cristo; que inclinaban la cabeza ante las innumerables estampas de santos de todas clases y tamaños que colgadas de las paredes de la portería convertían ésta en una verdadera corte celestial al cromo barato, y el recién llegado no decía una palabra sin mirar a los ojos de aquel a quien se dirigía; tenía un acento enérgico y vibrante que no se esforzaba en disimular, mostraba en sus ademanes una noble franqueza, había preguntado con desfachatez revolucionaria por la señora directora y al fijarse en los bienaventurados de vivos colorines que adornaban el cuarto, ¡horror de los horrores! al hermano Andrés le había parecido que a los labios del incógnito apuntaba una fugaz y amarga sonrisa. Además, aquel rostro moreno de facciones pronunciadas, aquellos bigotes gruesos de un color rubio oscuro con reflejos metálicos y aquella frente surcada por una arruga vertical, signo en ciertos caracteres enérgicos lo mismo de cólera que de contrariedad, por un no sé qué misterioso afirmaban cada vez más al religioso portero en la creencia de que aquel hombre que por su aire marcial parecía un antiguo militar no tenía nada de común con el Sagrado Corazón, con las monjas ni con sus visitantes. «¿Si será alguno de esos revolucionarios arrepentidos que ahora han subido al poder?» —y esa consideración que mentalmente se hacía el portero, era la que le impulsaba a mostrarse fríamente amable y no contestar con aquella insolente sequedad que guardaba siempre para los impíos poco temibles. —Voy a ver si dan permiso para que usted pase, y entretanto puede usted descansar aquí. Esto lo dijo el portero tras el largo silencio transcurrido después de las palabras con que recibió al recién llegado. Nada contestó éste, y el hermano, que había tomado de las monjas la curiosidad femenil, no se resolvió a moverse sin practicar algún sondeo en aquel incógnito, que él calificaba de misterioso. —¿Y qué nombre tendré que anunciar a la madre superiora? —Es inútil; no me conoce. —¿Creo que no vendrá usted por asuntos de ninguna señorita de las que están aquí a pensión? —Vengo a ver a la señorita María Álvarez y Baselga, que hace tres años está en este colegio. —Perdone usted, señor; aquí no hay ninguna señorita Álvarez. —¡Cómo…! —exclamó con sorpresa el desconocido, mirando fijamente al portero. —Usted se referirá sin duda —continuó éste tomando un aire de compungido servilismo—, a la señorita María Quirós de Baselga, condesa de Baselga. Al oír estas palabras, el rostro de aquel hombre se transfiguró rápidamente, su habitual expresión noble y franca trocóse en reconcentrada y feroz, y con voz temblona por la cólera, gritó: —Eso de Quirós es mentira; la señorita Álvarez, esa niña… Pero calló como si comprendiera lo ridículo que resultaba discutir sobre apellidos con un portero curioso, y mirando a éste con aire de superioridad, le dijo: —Estoy perdiendo un tiempo precioso para mí. Anuncie usted inmediatamente a la señora directora que hay un caballero que desea hablarla. El hermano Andrés obedeció saliendo de la portería no sin antes saludar a aquel hombre que tal aire de imposición sabía mostrar, y abriendo la mampara de pintados cristales se internó en el patio del colegio. El incógnito sentóse en el conventual sillón de cuero del conserje y esperó, dejando vagar su mirada sobre los mamarrachos artísticos que recibían el homenaje del fanatismo. Reinaba la calma propia de un edificio que, a pesar de encontrarse en la parte más céntrica de una ciudad, aunque no muy grande, bastante populosa, tenía la defensa que le proporcionaba el estar enclavado al extremo de una calleja sin salida que en su entrada de embudo recogía los ruidos propios de la vida y de la agitación para irlos disminuyendo y conducirlos amortiguados hasta las puertas del colegio donde se extinguían como temerosos de salvar los umbrales de aquella casa dedicada a las oraciones y a una educación tan religiosa como extravagante. Cuando el distraído incógnito, saliendo momentáneamente de su ensimismamiento fijaba su mirada en la pequeña ventana de cristales algo empañados y orlada de estampitas que en la fachada se abría al lado de la gran puerta del colegio, veía a continuación de la mercenaria berlina, la callejuela en toda su extensión, solitaria, monótona y fría como la plegaria de una religiosa, y allá, a su término, el cruzar rápido de carruajes, el encuentro de transeúntes y todos los detalles propios de una vía concurrida, o más bien, de la arteria principal de una ciudad de provincia. De vez en cuando, sobre el confuso rumor que se producía en la gran calle y que llegaba al colegio como el rugido de un mar lejano, dominaban gritos estridentes que se repetían con metódica precisión. Era el vocear de los vendedores de papeles públicos. Desde la portería no podían precisarse las palabras del oral anuncio, pero el desconocido lo había oído momentos antes y sabía lo que significaba. Era la hoja extraordinaria que anunciaba cómo en la madrugada del día anterior el general Pavía había penetrado en el palacio de la Representación Nacional para disolver a viva fuerza las Cortes Constituyentes de la República. El golpe de Estado tan esperado por los elementos conservadores se había realizado; la República no había caído aún de nombre, pero estaba muerta de hecho y el país buscaba ya con mirada indiferente cuál era el nuevo amo que iba a proporcionarle el soldado de fortuna, burlesco héroe del 3 de enero. Cada vez que sobre el popular rumor alzábase el estridente chillido de uno de los voceadores, el desconocido pestañeaba como queriendo alejar una idea dolorosa que venía a turbarle en sus meditaciones harto graves. No tardó el portero en volver. Sus pasos tardos y acompasados sonaron al otro lado de la mampara de cristales, ésta se abrió y el hermano Andrés, asomando medio cuerpo, dijo con su eterna sonrisa: —Cuando el caballero guste puede seguirme. Levantóse el interpelado, precedido de aquél, atravesó el patio y dejando a un lado la gran escalera, obra maestra de pasados siglos, propia de aquel viejo caserón, con su gruesa baranda de labrada piedra, sus berroqueños follajes, sus leones rampantes roídos por el tiempo, sosteniendo escudos borrosos y sus peldaños gastados y angulosos como encías viejas, subieron una escalerilla de construcción moderna y poco extensa que conducía al entresuelo, donde estaban la habitación y el despacho de la madre superiora y el salón para recibir a los visitantes. El que ahora entraba en el colegio fue conducido al despacho, pieza que a más del indispensable crucifijo gigantesco, cromos devotos y estanterías con libros empolvados encuadernados en pergamino, ostentaba varios grandes cuadros, el uno fiel retrato del pontífice, puesto en seráfica actitud, y los otros representando imágenes de santos, bulas concediendo indulgencias y labores caligráficas de las educandas. Cuando quedó solo el visitante, sentóse en una butaca y esperó mirando fijamente el blanco retrato del Papa. Un ligero roce consiguió muy pronto sacarle de tal contemplación, y volviendo la cabeza un poco le pareció columbrar por los resquicios que quedaban entre un pesado cortinaje y el hueco de la puerta, blancas tocas, ojos de mujeres y bocas que cuchicheaban suavemente. La fugaz visión desapareció, el desconocido engolfóse otra vez en sus contemplaciones y por tres o cuatro veces volvió a mirar a la puerta, viendo siempre alguien en acecho, sólo que en una ocasión no fueron tocas monjiles lo que distinguió, sino una negra sotana y unos ojos de ave de rapiña que desaparecieron con la rapidez de las fantasmagorías del sueño… El incógnito sonrió pensando en la revolución que había causado en el convento su llegada y que tal vez habría hecho más misteriosa con sus palabras el mastuerzo del portero. De pronto la cortina se levantó y entró en el despacho la superiora: una buena moza que, a pesar de hallarse ya lejos de los cuarenta, ostentaba con cierta satisfacción femenil su carne fofa, pero blanca, tersa y sonrosada a juzgar por los abultados carrillos y llevaba con majestad, no exenta de coquetería, su blanca toca y sus gafas de oro. Hablaba con gran corrección, pero a las cuatro palabras demostraba su origen francés, pues ciertas letras no podían pasar por su lengua sin ser graciosamente desfiguradas por aquella esposa del Señor. —Dios guarde a usted, caballero —dijo al entrar—. Siéntese usted y diga en qué pueden servirle en esta santa casa destinada a educar a las jóvenes en el temor de Dios. Y la buena madre, después de decir con gran calma estas palabras, sentóse majestuosamente en su poltrona, interponiendo entre ella y el visitante la mesa de trabajo cargada de papeles, de rosarios y de un sin número de baratijas religiosas, y clavó en aquél sus gafas deslumbrantes. El caballero acercó un poco la silla a la mesa como para hablar más bajo, y con voz no muy segura, comenzó: —Señora —(aquí la religiosa hizo un mohín de disgusto, como rechazando tan mundano tratamiento). —Señora —volvió a decir aquel hombre como para demostrar que no retiraba la palabra—, tengo gran prisa por terminar el asunto que aquí me arrastra, y en usted consistirá el verse pronto libre de mi presencia que de seguro la distrae de más graves ocupaciones. —Diga usted lo que desea —contestó impasible la superiora. —Acontecimientos imprevistos me obligan a salir de España. No sé cuándo volveré; tal vez nunca, tal vez muy pronto. Una reciente tempestad ha caído sobre mí y otros muchos, y voy lejos, aunque proponiéndome volver así que cese lo que hoy me empuja. En tal situación, señora, antes de partir a un destierro en el que tal vez pierda la vida, vengo aquí a cumplir el más santo de los deberes, el deber de padre, que es el que con más fuerza conmueve mi corazón. En fin, señora, vengo a ver a mi hija; déjeme usted que la dé un beso y me voy al momento. Y aquel hombrón todo músculos y energía que en ciertos momentos miraba con una fiereza que no por ser noble imponía menos, al decir estas palabras hablaba con voz cada vez más temblona, y al final tiró con cierta violencia de sus grandes bigotes y se rascó en la frente como si con esto quisiera ocultar que sus ojos se ponían lacrimosos a causa de la emoción. La superiora continuaba en tanto impasible con el aire de una persona que oye cosas que no entiende. El desconocido tomó tal expresión por una muestra de extrañeza, y dijo, sonriendo con melancolía: —No extrañe usted, señora, que casi me ponga a llorar. Aquí donde usted me ve, me he conmovido muy pocas veces y eso que en más de una he visto la muerte de cerca. Pero ya puede usted considerar lo que es un padre que en muchos años no ve a su hija y… además no sé si el beso que ahora la dé será el último. Y el caballero, que luchaba por serenarse, pareció sentir nuevo enternecimiento. Entretanto la monja despegó los labios y dijo con la solemnidad de una antigua Sibila: —Debo manifestar a usted que no entiendo lo que dice ni a qué hija se refiere. El interpelado se incorporó en su asiento con nervioso arranque, manifestando en su mirada la mayor extrañeza; pero después pareció reflexionar, y sonriendo, dijo: —Es verdad; usted dispense, señora. En mi cariñoso aturdimiento he olvidado manifestar a usted a quién quiero ver y cuál de sus educandas es mi hija. Mi hija es… —Ante todo, caballero —dijo la superiora interrumpiéndole—. Es la primera vez que veo a usted y por tanto excusado es preguntarle si ha sido usted el que ha traído a este colegio la señorita en cuestión. —No la he traído yo. —Ni la habrá conducido aquí alguien por encargo expreso de usted. —No, señora. —Pues ninguna de las educandas de la casa se encuentra en tal caso. Todas están aquí por la voluntad y disposición de sus padres o de las personas encargadas de su vigilancia. —Señora, acabemos, y a ver si logramos entendernos. Yo vengo en busca de María Álvarez y Baselga, que es mi hija. La monja hizo como quien repasa su memoria con gran detenimiento, y después dijo con sequedad: —No hay aquí ninguna educando de tal nombre. —Señora —contestó el caballero con voz que iba inflamándose y tomando una entonación enérgica—, no perdamos el tiempo y vayamos rectamente al asunto. Aquí está la joven de quien hablo y necesito verla; si es que para entendemos debemos ir discutiendo apellidos le preguntaré ya que así usted lo quiere, en vez de por la señorita Álvarez por la señorita Quirós. Y al nombrar este apellido, recalcó las letras con cierta amargura despreciativa. —Eso es diferente —dijo la superiora—. Aquí está como educanda hace tres años, la señorita María Quirós y Baselga, condesa de Baselga, pero ignoro con qué derecho quiere usted verla. —Soy su padre. —Su padre murió hace mucho tiempo. —¡Mentira! —exclamó el hombre con iracunda voz—. Aquel no era más que un miserable, un autómata que para sus fines particulares movieron los… Pero al llegar aquí se detuvo como si el lugar en que estaba y el sexo y clase de la persona a quien se dirigía le hicieran variar de tono. —Perdone usted, señora —continuó—, este rapto de cólera hijo de mi carácter arrebatado. Hace dos días que estoy fuera de mí y en algunos instantes me tengo por próximo a la locura. Créame usted, señora directora, créame pues le aseguro por mi conciencia de hombre honrado, de hombre que jamás ha mentido, que esa niña de quien usted habla, es mi hija. Usted tal vez me conozca, tal vez haya oído hablar de mí. Si la persona que trajo aquí a María, ¡a mi hija querida! ha hecho ciertas revelaciones de familia de seguro que mi nombre no le será a usted desconocido. Se detuvo un momento para estudiar el efecto que sus palabras causaban en la superiora, y al verla impasible, dijo con cierta satisfacción propia del que ostenta un nombre que no tiene por qué ocultar: —Yo, señora, soy Esteban Álvarez, ex-comandante del ejército y uno de los pocos que huyen de su patria por no ver la deshonra consumada en la madrugada de ayer. Y el que así se revelaba, bajó un instante la cabeza como para devorar la amargura que le causaban sus últimas palabras; momento que aprovechó la monja para fijarse rápidamente en el cortinaje que se había agitado ligeramente y dirigir una mirada a alguna persona oculta, a la que parecía decir: —¡Qué tal! ¿Me engañaba yo? Cuando don Esteban volvió a fijar su vista en los espejuelos de la superiora, ésta con cierta desdeñosidad no exenta de evangélica lástima, dijo calmosamente: —Efectivamente conocía su nombre, señor Álvarez. ¿Y quién lo ignora en España? Por desgracia hasta el fondo de las santas moradas en que se rinde culto a Dios, llega el infernal rumor del hervidero revolucionario y se conoce de oídas a los hombres impíos que olvidando los más preciosos sentimientos, declaran la guerra al cielo y a sus servidores, dirigen a las hordas armadas para destruir lo tradicional y venerando de nuestra patria y después en ese centro de escándalos que llaman las Cortes, tienen el satánico atrevimiento de negar la existencia del que es autor del mundo y algún día ha de juzgarnos. ¡Señor Álvarez, le conozco, le conozco bastante! Ojalá que su nombre no fuera tan popular, que con ello ganaría su alma y tendría más segura su salvación. —No se trata de eso, señora —dijo don Esteban que había oído con impaciencia—. Deje usted a un lado todas esas apreciaciones nacidas de sus ideas políticas y religiosas y que yo respeto. No le he preguntado si usted conocía mi nombre por la fama que mis actos peores o mejores le han dado, sino por haberlo oído en sus conversaciones con la persona que aquí trajo a mi María. —La condesita de Baselga fue traída a este colegio por su tía, la señora baronesa de Carrillo. —Justo. ¿Y nada le ha dicho a usted de mí esa señora? —No creo que la baronesa, persona devota y temerosa de Dios como pocas y perteneciente a una de las familias más ilustres, haya tenido nunca relación con los hombres de la República. Estas palabras con acento melifluo causaron a don Esteban el efecto de un latigazo e incorporándose en el asiento contestó: —Valiente jesuitaza es la tal señora, y en cuanto a que yo haya podido tener relación con ella, cosas hay que tal vez usted no ignore (aunque finja lo contrario) y que nos ligan muy de cerca. En fin, señora, terminemos. Hágame usted el inmenso favor de que pueda ver a mi hija un solo instante. —Aquí no tiene usted ninguna hija y extraño mucho que un hombre como usted, a menos de haberse vuelto loco, venga en circunstancia tan crítica para su seguridad, cuando tal vez le buscan para castigarle por sus excesos, a perturbar la tranquilidad de esta santa casa. —Tiene usted razón, señora —dijo don Esteban con tristeza—. Me encuentro en circunstancias muy críticas y esto es lo que más debe moverla a acceder a mis deseos. En la madrugada de ayer cuando vi mis ilusiones deshechas y que todos huían olvidando su deber creí volverme loco y mi único pensamiento fue defender lo que tanto nos había costado alcanzar: esa República que ustedes maldicen y en cuya caída pueden reclamar parte pero cuando me convencí de que la resistencia era imposible, de que estaba próximo a perder mi libertad y que lo más racional era la fuga, mi ferviente deseo consistió en ver a mi hija, al único ser que me liga a este mundo y por eso exponiéndome a la venganza de rencorosos enemigos que me odian por mis pasadas hazañas y me temen a causa de lo mucho que aún puedo hacer para que reviva la República, exponiéndome, digo, a tantos peligros, he abandonado Madrid, no para huir rectamente a Francia como aconseja la conveniencia, sino para venir antes a esta ciudad a contemplar, sin duda por última vez, al ser inocente cuyo recuerdo llena mi existencia y derrama dulce calma en mi ánimo cuando me encuentro amargado por las luchas de la vida. Mi mayor felicidad sería lograr que mi hija, ¡mi María!, me acompañase en el destierro que me aguarda, que fuese mi sostén en la vejez prematura que las circunstancias me preparan; pero sé muy bien, señora, que esto no lo lograré, pues ni usted me dará mi hija, ni yo a los ojos de la sociedad tengo derecho para reclamarla; pero ya que esto es imposible, señora, no ya como a directora de este establecimiento, como mujer de tierno corazón, como ser que aun recordará las tiernas caricias del hombre que la dio la existencia, la pido que antes de que yo parta, me deje besar a la pobre niña víctima en su nacimiento de un miserable engaño y sobre la cual un oculto poder que no quiero nombrar, porque con ello heriría la susceptibilidad de usted, parece que arroja una maldición. Señora, ¿quiere usted concederme lo que le pido? Calló don Esteban y esperó ansiosamente la contestación de la religiosa; pero ésta no parecía apresurarse en hablar, por lo que aquel pobre padre añadió para reforzar sus anteriores palabras: —Señora; en nombre de ese ser ideal, todo amor y bondad que continuamente tienen ustedes en los labios, en nombre de Dios, no niegue usted tan mezquino favor a un hombre que lo pide cuando más abrumado está por la desgracia. La superiora como mostrándose ofendida de que don Esteban introdujera a Dios en la conversación, se incorporó en su asiento y con voz acompasada después de envolver a su interlocutor en una mirada de olímpico desdén, dijo por fin: —Este colegio, caballero, tiene reglas estrictas aprobadas por la superioridad, de las que no puede salir y a las que yo no faltaré nunca. —¿Acaso esas reglas pueden privar que un padre dé un beso a su hija? —Ya le he dicho a usted antes que no es padre de ninguna educanda ni menos de la señorita Quirós por quien pregunta, y como tampoco le tengo a usted por pariente ni por amigo de la familia, de aquí que me vea obligada a negarle lo que pide, pues nuestras reglas prohíben que las educadas sean visitadas por personas extrañas. —¡Yo persona extraña! —exclamó don Esteban con indignación—. ¡Yo considerado como un desconocido cuando vengo en busca de mi hija! Señora… acabemos ya, pues la paciencia me falta y me siento capaz, cegado por la indignación, hasta de faltar a las conveniencias que un caballero debe siempre a una señora, aunque ésta se muestre cruel tan sólo por obedecer los mandatos de la negra institución que la dirige y de la que es miserable ruedecilla sin conciencia ni voluntad en sus actos. Por última vez, señora; déjeme usted ver a mi hija. Estas postreras palabras las dijo don Esteban en actitud humilde, suplicante, con los ojos casi llorosos y extendiendo sus brazos como si rogase. Conmovía aquella hermosa figura varonil, en actitud tan tierna, pero en el rostro de la superiora no se notó la más leve emoción y contestó con su seco acento: —También yo digo que acabemos, caballero. Se acerca la hora de comer para las educandas, tengo que presidir la mesa y mi presencia es necesaria arriba para otros asuntos. Creo que no podrá usted quejarse de la calma con que he estado oyendo sus palabras, mezcla confusa de halagos e insultos. Le perdono a usted y le ruego se marche, pues me urge quedar libre. —¿Marcharme yo? ¿Y sin ver a mi hija? Señora, eso jamás lo haré. Y don Esteban se afirmó en su asiento, como si pretendiera clavarse en él, y quedó en actitud provocativa, retando con la vista a la superiora a que lo arrojase del colegio. Pronto abandonó tal actitud, para caer en una dulce abstracción. Llegaron a su oído, lejanas, amortiguadas y sueltas, algunas notas de armónium que sirvieron como de preludio a un coro de voces infantiles que estalló, a juzgar por lo lejano que sonaba, en el otro extremo del edificio. La monástica calma que reinaba en el colegio permitía apreciar en sus detalles aquella agradable confusión de voces frescas, y aunque algo desentonadas y rebeldes a las reglas del canto, ingenuas y agradables, que evocaban en la imaginación grupos de atractivas cabecitas rubias o morenas y ramilletes de inocentes bocas entreabiertas por el indefinido anhelo propio de las soñadoras. Don Esteban escuchaba con tal atención y arrobamiento, que su rostro había adquirido gran semejanza con el de los místicos que representa la pintura sagrada en los momentos de amoroso éxtasis. En cada una de aquellas voces creía encontrar la de su hija, y tan pronto saltaba su imaginación de una a otra sin saber por qué, como acababa confundiéndose y dudando de su cariño de padre, que no le revelaba por el eco producido en el corazón cuál de los sonidos procedía de su adorada niña. De pronto aquel hombre experimentó un rudo estremecimiento, una conmoción nerviosa que le sacó del rápido éxtasis, arrojándole nuevamente a la realidad. Pensó en que su hija, aquel ser que llenaba de continuo su pensamiento, estaba allí, bajo el mismo techo que él, y que un ser sin sensibilidad, la monja que tenía enfrente, era el único obstáculo que se oponía a que él fuera a estrechar su tesoro entre sus brazos. Esta última consideración conmovió su temperamento sanguíneo, terrible en las explosiones de ira. La sangre, agolpándose tempestuosamente en la cabeza, coloreó fuertemente su rostro, sus ojos brillaron con reconcentrado fuego, y con voz algo enronquecida dijo a la directora: —Señora… No soy hombre que vuelvo atrás en mis propósitos. Me he propuesto ver a mi hija y la veré, por encima de todos los obstáculos que usted y las demás monjas opongan. Y don Esteban, levantándose, dirigióse con marcial continente hacia la puerta, mientras la monja, haciendo la señal de la cruz sobre su frente, como si fuese a morir, y con un espanto teatral digno de mejor escenario, fue a cortarle el paso, interponiéndose entre él y la salida. Ya llegaba el militar junto a la monja, ya extendía su brazo rígido y potente como un ariete para separar a la importuna de su camino, cuando la pesada cortina se levantó y entró en el despacho otra monja, o más bien dicho un hábito tieso y unas tocas mirando el suelo, bajo las cuales presentíase, aunque no con mucha certeza, que existía una cabeza y algo semejante a una inteligencia. —Reverenda madre —dijo una voz gangosa que surgió por bajo de las tocas, tan lejana y apagada como si saliera de una caverna—, don Tomás acaba de llegar y desea verla. —Que pase el buen padre. La superiora dijo estas palabras después de examinar con una rápida ojeada a su enfurecido interlocutor y conocer que éste había experimentado una pasajera calma en su ira con el anuncio de la visita. «El talento de nuestro director —pensó la superiora—, me sacará pronto de este compromiso».

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