martes, 13 de junio de 2017

Carlos Fuentes. Cuento. INQUIETA COMPAÑÍA.


LA GATA DE MI MADRE

A Tomás Eloy Martínez, exorcista

1

Me llamo Leticia Lizardi y detesto el gato de mi ma-dre. Insisto en decirle "el gato" a sabiendas de que era una gata, una felina no, aunque genéricamente sí, un felino. Lo indudable es que esta gata, cariñosamente bautizada "Estrellita" por mi madre, me saca-ba de quicio.
Estrellita -está bien, la dispenso del entrecomi-llado- era gata de angora. Blanca, felpuda, con una cabecita redonda y un cuerpo corto. Corto el rabo, cortas las patas, un auténtico monstruito, un verda-dero leopardo miniaturizado, como si hubiese bajado de las nieves más lejanas para instalarse, indeseado e indeseable, en el hogar de doña Emérita Lizardi y su hija Leticia, en el lejano barrio de Tepeyac en la Ciudad de México, cercano a la Basílica de la Virgen de Guadalupe. Esta fue la razón por la que mi madre nunca se mudó de su vieja y destartalada casa, fácilmente descrita.
Gran puerta cochera anterior al automóvil. En-trada a enorme patio para caballos y carruajes del si-glo XIX, establos y graneros, cocinas y lavanderías, en la planta baja. Escaleras metálicas a la segunda planta. Comedor, baños y recámaras sobre el patio. Sala de estar adyacente -la única con vista a la calle y un balcón saboreado por mi madre para ver el paso de un pueblo al que, sin embargo, despreciaba profun-damente-. Vista, sobre todo, al Cerro del Tepeyac y a la Basílica de Guadalupe. Escalera de caracol a la azotea con sus tinacos de agua, sus cilindros de gas y la habitación de las sirvientas, en México llamadas "criadas" y como si esto no fuera insulto suficiente, cuando no nos oyen, las llamamos "gatas".
-Me gusta sentirme cerca de la Virgencita -decía, muy devota, con el rosario entre las manos, mi madre, una de esas mujeres que parecen haber nacido viejas. No le quedaba un solo rastro de juven-tud y como era sumamente blanca, las arrugas se le acentuaban más que a la gente morena que, según ella, eran así porque "tenían piel de tambor", comen-tario que la santa señora acompañaba de un tambori-leo de los dedos sobre el objeto más cercano: mesa, plato, espejo de mano, arcaica rodilla o, sobre todo, la masa pilosa y blanca de Estrellita, eternamente sen-tada sobre el regazo de mi madre, objeto de caricias que atenuaban la feroz inquina de su ama.
Porque doña Emérita Labraz de Lizardi no esta-ba contenta en el mundo o con el mundo. Yo nunca pude averiguar la razón de este permanente estado de bilis derramada. Antes, buscaba con afán algún retra-to de su juventud, el retrato de su día de bodas, su primera comunión, algo, lo que fuese. Concluí, resignada, que acaso mi madre no había tenido ni in-fancia, ni boda, ni juventud. O que había desterrado toda efigie que le recordase los años perdidos y ello, yo no lo negaba, servía para asentarla en su edad ac-tual, sin pasado evocable. Doña Emérita era figura presente, sólo presente, incomparable, arraigada a este lugar y a esta hora con el gato (la gata) en el regazo y la mirada oculta día y noche por gafas negras.
Sospeché la razón de esta manía. Osé, una ma-ñana, la muy aventada de mí, entrar a la recámara de mamá, portando el desayuno habitualmente llevado por la sirvienta -la "gata"-, aquejada ese día de "su luna", como decía la campirana bonne iz tout faire, como le decía, a su vez, con aire de superioridad into-lerable, mi madre a la criada.
-Quiere decir gata en francés -le solté, con una mueca amarga, a la sirvienta, Guadalupe de nom-bre Lupe, Lupita, cuyo rostro de manzana se ilumi-nó por el solo hecho de que le pusieran nombre gabacho.
Doña Emérita mi madre llamaba a la Lupita bon-ne tout faire sólo para halagarse a sí misma de que sabía media docena de expresiones en francés, mismas con las que salpicaba su conversación, sobre todo cuando recibía a su abogado el licenciado José Ro-mualdo Pérez.

Éste era un sesentón alto, flaco, tieso y más ciego que un murciélago, que se presentaba a la casa del Tepeyac acompañado siempre de un contador y de una secretaria. Mi mamá lo miraba sin moverse de su balcón. Hacía girar su reposet para darles la cara, pero la mano sólo se la daba al reseco aunque distinguido y cegatón licenciado, sin admitir siempre que, en rea-lidad, allí estaba el secretario, un hombrecito prieto, chaparro y dado a usar camisas moradas con corbatas hawaianas, o a la secretaria, que lucía una escandalo-sa minifalda a efecto de demostrar la opulencia de sus muslos y contrastar así con la fealdad de su cara de manazo, chata, plana como la de la china más cochina -silbaba venenosamente mi mamá- y co-ronada (la secretaria) por ese peinadito universal de taquimecas, enfermeras y encargadas de taqui-lla de cine: pelo laqueado hacia atrás con una corti-nilla de flecos tiesos y desangelados sobre la frente.
Las visitas del cegatón licenciado y sus dos laza-rillos me ponían los nervios de punta. El ruco libidi-noso hablaba de números con mi madre, pero su mano se iba como imantada a mi nalgatorio, obli-gándome a ponerme de pie detrás de un sillón para ocultar lo que las abuelitas púdicas llamaban "con las que me siento". Entonces el licenciado buscaba con la mirada ultramiope mis tetas ansiosas por huir de allí cuanto antes. Sólo que mi madre me lo había pro-hibido.
-Leti, te ordeno que estés presente cuando nos visita el licenciado Pérez.
-Mamá, es un viejo verde. ¿No ves cómo me trata?
-Vete acostumbrando -decía enigmáticamen-te, sin explicación, la vieja.
La vieja. Eternamente sentada en el reposet vien-do detrás de sus espejuelos negros el paso de la vida, animada y numerosa, rumbo a la Basílica de la Vir-gen de Guadalupe. Acariciando eternamente a la gata Estrellita y agraviando también a "la gata" Lupita.
-¿Quién te puso nombre de virgencita, indi-ta patarrajada? -le espetaba doña Emérita a la sir-vienta.
Ésta soportaba la lluvia de insultos de su patrona de manera casi atávica, como si no esperase otro tra-to, ni de ella ni de nadie. Como si recibir insultos fuese parte de un patrimonio ancestral.
-Mira, huilita de pueblo -le decía mi madre a la sirvienta izando al desventurado animal como una peluda pelota de fútbol y enfrentando el culo sonro-sado de Estrellita a los ojos de Guadalupe-. Mira, putita, mira. Mi gatita es virgen, no ha perdido la pureza, nunca ha parido en su vida... Tú, en cambio, ¿cuántos mocosos prietos no habrás dejado regados en cuanta casa has trabajado?
-Lo que mande la patrona -murmuraba Lu-pita con la cabeza baja.
-Menos mal que en esta casa no hay hombres, rancherita de porquería, aquí no hay quien te pre-ñe...
-Como guste la señora -decía Lupita sin de-jar de confundirse visiblemente al escuchar esa pala-bra desconocida, "preñe".
-Cuidado -se volteaba a decirme mamá-, cuidado Leti, con llamarla "Lupe", "Lupita" y menos "Guadalupe".
-¿Entonces, mamá?
-Mírala. La Chapetes. Mírale nomás esos ca-chetes colorados como una manzana. "La Chapetes" y sanseacabó. Faltaba más.
Entonces, sin quererlo, doña Emérita le daba a Estrellita el sopapo que le reservaba a Lupita o sea "La Chapetes" y el animal maullaba y miraba a la señora con una feroz muestra de sus dientecillos carnívoros antes de saltar del regazo al piso y caer, como suelen caer los gatos, perfectamente compues-ta, tan equilibrada como Nadia Comaneci en las Olimpiadas.

Estrellita la gata no me quería. Me lo decía todo el tiempo su actitud. Yo le devolvía el cariño. Me repugnaba. Su cuerpo corto y felpudo, su rabo corto, sus piernas cortas, su pelo blanco como si fuese vieja canosa, deseablemente decadente (¿qué edad tendría?). Me molestaban sobre todo sus terribles ojos, tan grandes en comparación con el cuerpo, tan apartados y de distintos colores. Un ojo azul, otro amarillo. No nos dábamos ni los buenos días.
En cambio, por la otra "gata", Lupita La Chapetes, sentía la compasión que compensara el mal trato de mi madre. Sólo que la sirvienta era indiferente por igual al buen o al mal trato. Tenía que llamarle "La Chapetes" enfrente de mi madre. A solas le decía Gua-dalupe, Lupe, Lupita. Como digo, ella no mostraba otra reacción que su archisabido estoicismo indígena. El cual podía ser cierto o sólo un invento nuestro.
Así pues, digo nuestro y me sitúo en el alto pe-destal de la criolliza naca. No podemos evitarlo. So-mos superiores. ¿Por qué? Antes, a los blancos nos llamaban "gente de razón", como si los indios fueran de a tiro todos tarados. Ahora, como somos demó-cratas e igualitarios, los llamamos "nuestros herma-nos indígenas". Seguimos despreciándolos. Los ídolos a los museos. Los tamemes a cargarnos bultos.
Yo quería tratar bien a la Lupita. Quería quererla. Pero no quería admirarla. Una tarde en que iba a salir al café, fui a su recámara en la azotea para avisarle que mi mamá se quedaba sola. Ahí la vi desnuda. Más bien, no la vi. Había deshecho sus trenzas y el pelo le colgaba hasta debajo del nalgatorio. ¡Dios mío!, qué cabellera no sólo larga sino lustrosa, arraigada, invencible, negra y nutrida de chile, maíz y fríjol. Toda la pinche cornucopia mexicana lucía en esa cascada de pelo admirable.
-Lupe -le dije.
Se volteó a mirarme con el cepillo en alto, levan-tándole aún más un busto que nunca había conoci-do, ni requerido, sostén. Soy púdica virgencita mexicana clasemediera con lenguaje de cine nacional en blanco y negro, de manera que no miré más abajo.
-Lupe, voy a salir un rato. Atiende a mi mamá.
La Lupe me contestó con un movimiento de ca-beza y una mirada altiva que nunca le había visto antes.
Es que yo había entrado a su zona sagrada, el espacio privado, el cuartito de criados donde ella -lo supe al verla allí encuerada, peinándose- se mostraba bajo otra luz. Desde entonces supe que ha-bía dos Lupitas, pero eso me lo guardé para mí. Na-die más lo entendería.
Lo cierto es que me sorprendió. Hasta me agra-dó. Vivir con alguien como mi madre es el mejor aliciente para la rebeldía.

Otra cualquiera menos bruta que yo ya se habría ido de la casa dejando a la miserable vieja sola con sus dos gatas: Estrellita y La Chapetes. No sé, me falta-ban ovarios, seguro. Mis razones tenía. O sea, lo que no tenía eran medios visibles de sostenimiento, como dicen en las películas gringas cuando entamban a un vago. Ni siquiera poseía los medios invisibles de La Chapetes. Yo no necesitaba sostenes. Mis chichis eran demasiado escuálidas, abominaba de los brasieres rellenos y prefería conformarme con parecer modelito de los sesentas -la Twiggy del Tepeyac, vamos- con mi busto de adolescente perpetua. Dicen que a algu-nos hombres les gusta. A saber.
Además, mis sentimientos filiales eran ciertos, aunque nadie lo crea. Quería a mi madre a pesar de su mal carácter, que yo me empeñaba en llamar "fuerte personalidad" porque ya sabía que a mí me faltaba. No digo que yo fuese mosca muerta ni que estuviera pintada en la pared. Yo era una mujer tranquila, nada más. Era una hija cariñosa. Mientras mi madre vivie-se, yo seguiría a su lado, cuidándola.
Y por último, cuando doña Emérita se fuera a empujar margaritas, yo la heredaría. Como no tenía más patrimonio que el suyo, no podía darme el lujo de la rebeldía. No podía ser limosnera con garrote.
Algo cambió en mi espíritu -y en mi cholla también- esa tarde que me largué a tomarme un float de cocacola con helado de limón en el San-borns más cercano a la casa. Ya se sabe que esa ca-dena de tienda-restorán tiene más sucursales que moscas un basurero o mentiras un político, con la ventaja de que no siendo "lugar de moda" ni de elegancia cual ninguna, una se puede sentar allí solita y su alma a tomar un café sin sentirse leprosa u oligofrénica.
O sea que siendo México el país de la chorcha, es decir de gente que no puede pasársela sola y nece-sita una pandilla de cuates el día entero con la aludi-da mala costumbre de caerle de sorpresa a cualquier hora a un amigo en su casa sin aviso previo, yo agra-dezco la soledad que me regala mi aislada vida en el Tepeyac o sea la Villa de Guadalupe con mi mamá y sus dos gatas, la Estrellita y la Lupe.

Cuando yo hacía vida social, llegué a ver a un anfitrión negarnos la salida a la cinco de la mañana, tragarse la llave de su casa (envuelta en miga de bolillo, por cierto, ¿cómo la habrá digerido y evacuado?) y compensarlo todo con un sabroso pozole de camarón a las seis. Así se perdona la mala costumbre de no dejarte salir de una fiesta...
Pero eso era, ya les cuento, cuando yo salía a pachanguear. Ahora ya no. He cumplido treinta y cinco años. De manera que ¿cuáles fiestas? Una parranda me mandaría al camposanto. Y es que a mí me invitaban las hijas de las amigas de mi mamá. Las amigas ya se murieron toditas. Las hijas ya se casaron y no me volvieron a buscar. Nadie me lo dice por educación: me consideran vieja quedada.
Por eso, esa tarde, me fui solita al Sanborns después de un agrio encuentro con mi mamá. -Leticia, quiero que le prestes atención al licenciado Pérez.
-Se la presto mamá, cómo que no. Aquí estoy  siempre que nos visita, como me lo has pedido... Parada como indio de cigarrería...
-No sé de dónde sacas esas expresiones.
-Es que leo a Elenita Poniatowska y la Familia Burrón.
-No seas de a tiro... Quiero decir atención de a deveras...
-O sea, ¿que lo vea románticamente?
-Pues sí, pues sí -dijo sin dejar de acariciar a la peluda bestia.
-Pues no, pues no -le repliqué-. Está muy viejo, es muy aburrido, está más ciego que un murciélago y tiene halitosis.
-Halitosis y mucha lana -me miró sin mirarme, detrás de sus espejuelos negros, doña Eméri-ta-. Hazme el favor de casarte con él.
-¿Qué qué? -casi grité-. Antes la muerte.
-No, m'hijita. Antes mi muerte.
-¿Qué quiere usted decir, mamá?
-Que antes de rendir el alma, quiero verte ca-sada.
-¿Para qué, si vivimos tan cómodas?
-Para que te hagas vieja con la decencia acos-tumbrada. Nomás.
Me mordí la lengua. Miren que hablar de matri-monio y decencia, la vieja solitaria y renegada y sin hombre. Me atreví, con un poquito de vergüenza, a contestarle.
-No hace falta, mamacita, Con la herencia me basta.
Como nunca, sentí no verle los ojos. Pero su mueca bastaba.
-No tendrás herencia si no te casas con el li-cenciado Pérez. He dicho.
Me entraron ganas de ahorcarla allí mismo y de paso darle matarili a la gata de angora. Mejor me fui a tomar un float a Sanborns para calmarme las neu-ronas.
Y en eso estaba, sorbiendo los popotes y papando moscas, cuando lo vi.
Lo vi a él.
Lo vi de perfil. De galanazo, palabra. Lo vi avan-zar entre las mesas. Sin saco, camisa blanca, corbata de moño. Chin... me dije, es mesero. Mas no. Se sentó dándome siempre el perfil y ordenó algo.
Me quedé mirándolo, embelesada. Amor a pri-mera vista. Hombre moreno, pelo lacio, melena lar-ga muy cuidada y perfil de ensueño. Digamos, versión totonaca de Benjamin Bratt. Rogué con toda el alma.
-Virgencita Santa, que me mire por favor -sin-tiéndome, pues, la Julia Roberts del Tepeyac.
El milagro se hizo. Como suele suceder, cuando se mira con mucha intensidad a una persona, ésta acaba por sentirse vista y voltea buscando el ojo ajeno.
Así pasó. "Benjamin" abandonó el perfil perfec-to y movió la cabeza. Me miró. Me sonrió. Yo me puse colorada. Ni siquiera le devolví los ojales de los nervios que me entraron. Me concentré en el popote y en sorber la bebida.
Cuando acabé de sorber, el muchacho ya se ha-bía marchado.

Me volví obsesiva. ¿Quién no conoce esa espe-ranza de volver a encontrar a un ser deseado, acci-dentalmente visto una vez? Regresé, contra toda probabilidad, tarde tras tarde al Sanborns del Tepeyac. Debía respetar el horario del encuentro inicial. Sólo que ¿cuál encuentro? Un cruce veloz de miradas, nada más... Y ahí nos vidrios. Menos importante que un choque de autos en el Periférico. Nada.
Y sin embargo, yo no lograba expulsar de mi recuerdo al hermoso joven de mi recuerdo, de mis amaneceres inquietos y solitarios, de mis sueños en los que el chico de Sanborns fornicaba arduamente con la criada Guadalupe a la que vi encuerada una tarde...
Otra tarde no salí porque escuché los gritos de mi madre y acudí al salón donde ella pasaba las ho-ras. Apretaba a la gata Estrellita contra el pecho e in-sultaba a la "gata" Lupita.
-¿En qué piensas, Salomé de huarache? -le gritaba-. ¿Para qué estás aquí, para cuidar la casa o para bailar el jarabe tapatío? Otro descuido de estos y te corto el sueldo a la mitad.
Nótese que no le decía: -Te voy a correr. Porque mi madre necesitaba a la criada y la cria-da lo sabía.
Pero, ¿por qué estaba así de alborotada mi mamá? Al verme entrar me lo dijo.
-Mira Leticia, esta gatuperia tarada ha dejado pasar un ratón por mis narices...
Miré con escepticismo las fosas nasales de mi progenitora y los pelos blancos que se asomaban allí, inquiriendo.
-¿Un ratón, mami?
-Niégalo, esclava del metate -insistió mi ma-dre ante la sirvienta.
-No es culpa de La Chapetes -dije con mala leche-. ¿Para qué tiene usted a la gata, madre? Creo que los gatos saben cazar ratones.
-¿Qué qué? -gritó doña Emérita-. ¿Manchar con sangre de rata la trompita de mi micifuz adorada?
Me encogí de hombros.
-Quiero que me traigas bien muerta, agarrada de la cola, a esa bestia inmunda, tan inmunda como tú -le dijo mi madre a Guadalupe-. ¡Gata, tráeme la rata!
-Lo que mande la patrona.

La existencia del ratón me llenó de una extraña euforia. Era como si hubiese descubierto un digno contrincante para la gata de mi madre. Como Tom y Jerry, pues. Crucé miradas con la Lupe. Sus ojos eran como de piedra. Digo, más emoción tiene un semá-foro en rush-hour. En cambio, yo abrigué un secreto deseo. Tan ferviente como el de encontrarme de nue-vo al guapísimo muchacho del café. Un galán y un ratón. Qué ridículo. El hecho es que me consideré afortunada -la Reina de la Primavera- de tener dos obsesiones donde antes sólo existía en mi vida una pasividad limitada a esperar la muerte de mi madre.
Dios Nuestro señor me oyó, como sin duda di-cen que escucha a los desamparados. No sé si yo era de su número, pero así me sentía, de a tiro rascuache, ánima en pena, "vieja quedada", solitaria solterona condenada a vestir santos... Pues he aquí que una noche, de tanto desearlo, se me hizo. Escuché el ru-mor muy leve, luego el chillido como de cerradura oxidada. Me incorporé en la cama, miré al piso y allí, anidado en una de mis babuchas, estaba el ratoncito.
Me observaba con ojos brillantes. Más lumino-sos que la noche. Se levantaba sobre las patas traseras y juntaba, como en oración, las de adelante. Éstas eran cortas, las de atrás, más largas. Los bigotes, tie-sos. La sonrisa, espontánea. Mi ratoncito me enseñó los fuertes incisivos albeantes. Pero lo más notable eran los ojillos vivaces, nerviosos, atentos.
La presen-cia del ratón no era, no podía ser gratuita, de a oquis. Quería decirme algo. Quería introducirme a un mis-terio. Quería guiarme a un mundo secreto, subterrá-neo, aquí mismo, en mi casa -o sea, la casa de mi madre.
Allí se me iluminó el cocoliso. El ratón se había hecho presente para acompañarme en contra de mi madre y su gata Estrellita. Cada cual -madre e hija- iban a tener su pet, su compañía doméstica, su mascota. Sólo que Estrellita la gata de mi madre podía exhibirse con toda su prepotente vanidad, acurrucada en el regazo emérito, en tanto que mi minúsculo roedor era anónimo y, además, sería secreto. No iba a reposar en mi regazo. Ni siquiera podía mostrarlo, pasearlo, vamos: tutearlo. Sería mi misterio nocturno. Mi compañero ¿O compañera? Como si adivinase mis pensamientos, el ratón se acostó patas arriba y me mostró un diminuto pene, una mínima salchi-chita escondida entre sus patas traseras pero revelada  por su torso pelón, color de rosa. ¿Qué me estaba diciendo?
Creo que supe leer su mirada.
-Yo veo sin ser visto, Leticia. Yo estoy en todas partes pero nadie me ve. Observo.
Se escurrió velozmente.
De allí en adelante procuré atraerlo cada noche depositando al pie de mi cama trocitos de queso man-chego. Decidí llamarlo "Dormouse" -lirón- como homenaje a mi lectura infantil de Alicia. Al principio comió con gusto los pedazos de manchego. Al poco tiempo los rechazó con displicencia. Quería algo más. Sus largos incisivos crecían desmesuradamente. Tenía que darle algo más que queso a mi Dormouse. Algo duro.
-Tú que vienes del campo -me atreví a pre-guntarle a la Lupita-, ¿qué le gusta a los ratones además del queso?
Ella estaba en la cocina, preparando la comida. Cortaba en pedazos un pollo. Limpió rápidamente de carne una de las patas y me ofreció el hueso. Entendí.
El Lirón me agradeció el banquete esa noche. De ahora en adelante sólo los huesos satisfarían la voracidad de sus incisivos. Esto ya lo sabía: un roedor tiene que roer o se muere. Si abandona su vocación, los dientes le perforan el cráneo y le ahogan el gazna-te porque el incisivo de un ratón crece hacia arriba y hacia abajo.
La alimentación estaba resuelta, pues. No así el hambre sexual. ¿Qué iba yo a hacer? No me veía a mí misma en safari doméstico buscándole hembra a mi Dormouse. No iba a rebajarme pidiéndole a la criada que le encontrase novia a mi roedor.
Cavilaba mi pequeño dilema sobre un float en Sanborns cuando mi sueño se volvió realidad. Reapareció el chamaco de mis ilusiones. Como la vez anterior, no volteó a mirarme aunque yo lo devoraba con los ojos. Muy llamativamente, en cambio, subía y bajaba una jaula cubierta por un paño grueso, como suele suceder en las prisiones de pájaros. La subía a la mesa y la bajaba a la silla. Y así varias veces.
Luego pagó, se levantó y se fue. Pero abandonó la jaula.
Yo me dije: -Córrele, zonza, esta es tu chance.
Sólo que tuve el talento de tomar la jaula y no correr detrás del muchacho gritándole como babosa, "Joven, se le olvidó una cosa..." Mejor levanté la co-bertura para mirar al pajarillo. Detrás de las rejillas no se asomaba un canario, sino una ratoncita blanca.

No lo dudé. Lo confirmé al regresar a casa. Era hembra. ¡Qué sorpresota para el Lirón!
Esa misma noche, con la ratoncita en la jaula, esperé la llegada puntual de mi amigo. Se hizo pre-sente, alerta como siempre. Esa tarde pasó algo que yo le agradecí. Estaba tomando el café con mi madre y su inseparable angora. De repente, algo me distra-jo. Mi madre hablaba de dinero, soledades, de la lejana muerte de mi padre, de su odio hacia todo, empe-zando por mi padre (no daba razones), la política, las criadas, los indios, la gente que se salía de su lugar, los nacos que se vestían mal, las taquimecas que se teñían de güero, el cuico mordelón de la esquina, el afrochofer que pasaba a mil por hora rompiendo la tranquilidad de la calle, etcétera. Su lista de odios era interminable.
Me distrajo la presencia de mi ratón. Me di cuen-ta de que lo miraba todo sin ser visto por nadie. Esta-ba allí como si escudriñara la casa, la gente, las costumbres. Ese solo hecho lo convertía en mi com-pañía secreta, mi confidente, ya no sólo nocturno, sino diario. Él y yo contra doña Emérita y su gata maldita.

La presencia vivaz de Lirón contrastaba con la modorra insultante de Estrellita. Me di cuenta de que los gatos no piensan en nada. Tienen el cerebro vacío. No es que sean misteriosos, como cree la gente. Es que están aislados por su propia estupidez.
Esa noche libré a la ratoncita blanca que aban-donó mi galán incógnito para entregársela a mi Dor-mouse. Se miraron con sorpresa y se fugaron juntos. Era mi victoria. Pequeña, parcial, pero victoria al fin. Estrellita moriría virgen.
Dejé de sonreír.
Igual que yo.

-A ver, Cleopatra de los nopales -le espetó mi mamá a la criada la siguiente tarde-. Prepara un té y unas galletas para el licenciado Pérez. Viene a las cin-co de la tarde. Es un hombre chic. Tiene costumbres inglesas. ¿Sabes qué es eso?
-Lo que diga su merced.
-Chic, chic quiere decir refinado, elegante, bri-tánico. Todo lo que tú no eres, gatuperia.
-Lo que mande la patrona.
La Lupe se fue a preparar las cosas y mi madre me pidió que la ayudara a llegar al "inodoro" como púdicamente llamaba al gabinete de los hedores. Se desplazaba con dificultad de manera que la llevé hasta el baño, abrazada a la gata, y la esperé un momen-to. Sentí asco cuando adiviné que mi madre y su gata orinaban al mismo tiempo. Era inconfundible. Dos chorritos distintos.
Salió encorvada, abrazada a la gata. Regresamos al salón a esperar la visita del cegatón halitoso licen-ciado Pérez. Ya para qué le pedía a mi madre que me excusara. Mi rostro sin sangre revelaba mi fatal desti-no. O me casaba con el licenciado o no heredaba ni la bacinica de mi mamá.
Cuál no sería, pues, mi sorpresa cuando entró al salón el licenciado José Romualdo Pérez, seguido como siempre por la secretaria de flecos laqueados pero ya no por el diminuto contador de caray camisa carmesíes.
Santo Niño de las Desamparadas. Detrás del licenciado y de la secretaria entró, con elegante por-tafolios en la mano, mi ilusorio galán del café, mi Rodolfo Valentino de Sanborns, alto, hermoso, su pelo negro largo y reluciente, su piel morena como azúcar sin refinar, su mirada límpida pero seducto-ra...
Por poco me desmayo. El changazo ya lo había dado desde antes.
-Doña Emérita, le presento a mi nuevo CPT, don Florencio Corona.
Cima del éxtasis. Al darme la mano, Florencio Corona se inclinó y me guiñó un ojo. El licenciado Pérez, ciego como la pared, de nada se enteró.

2

Más que en mi casa he sido educada en Sanborns. Como voy sola al café, puedo ponerme orejas de Dumbo y oír lo que dice la gente a mi alrededor. Por eso (más Poniatowska y la Familia Burrón) he logrado tener mi vocabulario al día. Lo he escuchado todo. De chicho a chido pasando por suave. De joto a ma-rica a gay. De arriba y adelante la solución somos to-dos a un changarro para cada mexicano y mexicana. De abur a nos vidrios a bye-bye. De novia a vieja a maridita. Maridita.
Estaba, pues, preparada para adoptar cualquier jerga o slang de los pasados veinticinco años con toda naturalidad. Vana ilusión. Mi galán el joven abogado Florencio Corona hablaba un correctísimo español, sin mexicanismo cual ninguno. Más castiza era la cria-da Guadalupe con sus "mesmos" y "mercedes" porque así aprendieron los indios a hablar "la Castilla" en tiempos del veleidoso Cortés y su barragana la Malinche.
Florencio Corona, señoras y señores, era lo que en inglés se llama un dreamboat. Guapo, alto, ya lo dije, con trajes perfectos y la audacia de usar corbatas de moño que nadie luce fuera de los EUA salvo nues-tro difunto presunto Adolfo Ruiz Cortines. Será que los gringos temen mancharse las corbatas largas con salsa ketchup. O prevén que en la cárcel la gente se  ahorca con corbatas pero no con moños. Y no hay, ustedes saben, un solo gringo que no haría cualquier cosa, estafar, matar, asaltar un banco, violar a una niña, con tal de no ir a la cárcel.
Bueno, el hecho es que mi galán y yo nos dimos cita todas las tardes en el Sanborns de la Villa de Guadalupe, descubriendo quiénes éramos, contándo-nos nuestras vidas, hablando de todo menos de lo que nos unió por primera vez durante la visita del licenciado Pérez: la herencia de mi madre.

Florencio Corona venía de Monterrey y había estudiado leyes y contaduría en el Tecnológico de la llamada "Sultana del Norte" aunque todos conoce-mos los chistes y lugares comunes sobre los habitantes de la capital norte del país, que si son más tacaños que un escocés en ayunas, incapaces como Scrooge de extender la mano y duros del codo -codomonta-nos- e incapaces de darle agua ni al gallo de la Pa-sión. Bueno, pues mi Florencio era todo lo contrario a esa bola de clisés pendejos. Generoso, disparador, cariñoso, sencillo, tierno, parecía conocerme desde siempre, dándome trato de "señorita" hasta que le dije "Leticia, please" y "Dime Lety" y él se rió:
-No me vayas a llamar Flo.
Es decir, al rato ya guaseábamos juntos y para acabar pronto, azotamos. Nos enamoramos.
Abrevio porque no sé cómo contar la manera como se enamoran las personas. Yo le llevaba siete años (bueno, diez) pero hacíamos bonita pareja. Él alto y gallardo, musculoso y atlético, yo delgadita, fina y pequeña, a medio camino -me dije con pena- entre el ratón y la rata. Sacudí la cabeza. El inesperado romance con Florencio me había obligado a descuidar al Dormouse y su pareja. De hecho, descuidaba a mi madre y a la suya, la siniestra gata Estrellita. O sea, Florencio me tenía obsesionada y aún no pasábamos de manita sudorosa de torta com-puesta en la mesa del Sanborns.
Sin embargo, él mismo me había regalado a la Minnie Mouse, de manera que el asunto no le era ajeno y un día me atreví a abordarlo.
-Gracias por la ratoncita, Florencio. Creo que el Lirón está tan contento que me dio calabazas.
-Búscalos esta noche -me dijo enigmáticamente mi novio.
Lo hice. Era lo más sencillo. ¿Dónde iban a es-tar, sino debajo de mi cama? Y con quién iban a estar Dormouse y Minnie, sino con su camada de cuatro ratoncitos, engendrados en un abrir y cerrar de ojos. Lisos, lampiños, llegados al mundo sin abri-go alguno. Me llenaron de ternura. Dormouse y Minnie Mouse me miraron con gratitud, como di-ciendo,
-Gracias por darnos abrigo.
-Gracias por no exterminarnos.
-Los ratones gestan en veinte días -me dijo Florencio.
-¿Y cuánto logran vivir?
-Ni un año.
Sofoqué un gritito de melancolía. Florencio me acarició la mano.
-Casi siempre es porque son perseguidos. Por las lechuzas, por las aves de rapiña.
Me lo dijo con sus cálidos y brillantes ojos: -Cuídalos. Son pareja, igual que tú y yo. Me atreví.
-Florencio, mi mamá quiere casarme con tu boss, el viejo Pérez.
-No te preocupes, Leti.
-Claro que me preocupo. Si no me caso, me corta. Me deja sin un mísero quinto.
Florencio sonrió y pidió una cocacola con helado de limón.

Sí, esa noche, once de diciembre, festejé a la pareja de ratoncitos y a su carnada, les traje pedacitos de queso gruyere esta vez, para variar, platitos con agua y hasta fui a la cocina a buscar huesos de pollo.
-¡Lupe! -llamé a la sirvienta-. ¡Guadalupe!
No estaba y eso que era la hora de la cena.
Subí al cuarto de servicio. No sólo no estaba. Se había llevado sus cosas. Los santos, las veladoras, los pin-ups de Brad Pitt y el luchador Blue Demon. Los ganchos de la ropa, solitarios.
Alarmada, bajé a la recámara de mi madre. En-treabrí la puerta. Ella dormía con las gafas negras puestas a manera de antifaz de avión contra la luz. Estrellita sintió mi presencia y ronroneó amenazante. Recordé que los gatos ven de noche y me retiré con cautela.

A la mañana siguiente, doce de diciembre, mi madre hizo sonar con insistencia el timbre y acudí a su llamado. Bruta de mí: la Lupita no había acudido porque se había largado, ahora sí, como pícara ratera y fámula desagradecida, sin decir adiós. Aunque, pensé, tanto la humilló mi madre que esto tenía que pasar.
Subí con la charola. Mi madre estaba incorporada en el lecho, con los anteojos puestos y Estrellita sobre el regazo. Las dos me miraron con igual sospe-cha y desdén.
-¿Qué se hizo la gata? -dijo bruscamente mi madre.
-La tienes en tu regazo. ¿No ves?
-No te burles de una respetable anciana.
-Salió -mentí como para amortiguar el golpe: tendríamos que buscar nueva sirvienta. No quise imaginar la fulminante mirada de mi madre detrás de los anteojos de sol.
-¿Salió? -exclamó con dientes apretados: de ella nunca se diría "con la boca abierta"-. ¿Se cree que es domingo?
-Sí -me atreví al fin-, creo que se ha mar-chado for good, para siempre, mamá.
-¡Como tu padre! -silbó entre dientes-. ¡Como tu padre!
¿Cómo iba a preguntarle cuándo, cómo, por qué, si esas eran cosas que no se tocaban, temas envenenados? Para mí misma, me dije, mejor para mí misma. Tuve la visión de la vida con Florencio y ya nada del pasado me pareció importante.
-No te preocupes, madre. Yo te atenderé mien-tras encontramos sirvienta nueva.
Esto pareció calmarla.
-Siéntate a ver el paso de la procesión -dijo ufana con la miserable Estrellita remedando su com-placencia.
-¿Cuál procesión? -pregunté, de verdad con la cabeza en otro lado, o sea, con Florencio.
-Hereje -me maldijo con desdén-. Hoy es 12 de diciembre, día de la Virgen de Guadalupe, Santa Patrona de México. ¿Qué te enseñaron en la escuela de monjas? ¿A poco pagué tus colegiaturas de balde?
Repetí, nomás para darle gusto. -Un 12 de di-ciembre, la Virgen de Guadalupe se le apareció al indio Juan Diego en el cerro del Tepeyac.
-Sí -mi madre apretó los dientes-. La Vir-gen se apareció. Pero Juan Diego no era indito, eso es pura demagogia. Está comprobado que era criollo, como tú y yo...
-La leyenda dice... -me atreví.
-¿Cuál leyenda? ¡Descreída! El Santo Padre en Roma lo canonizó. A los indios no los hace santos ni Dios Todopoderoso. Todos los santos son güeritos. Ya lo dijo el Santo Padre...
Interrumpí su veracruzano dicharacho. -Dios Todopoderoso, cuyo vicario en la tierra es el Papa -para no seguir la inútil disputa, aunque a mi ma-dre nada la acallaba.
-Y lo dijo a voz en cuello: ¡sólo Veracruz es be-llo! Para que veas cómo conoce el Santo Padre la geo-grafía mexicana...
Respiró satisfecha y volvió a la carga. -¿Y qué más?
-La Virgen le dio a Juan Diego el criollito rosas en diciembre y se estampó en su tilma.
-¿Su qué?
-Su capa española, madre. Se estampó ella mis-ma y esa es la imagen milagrosa que veneramos todos los mexicanos.
-Menos los indios, los comunistas y los ateos.
-Así es, madre. Pero ponga atención. Ahí viene la procesión. Mire usted. Traen en andas a la Virgen. Fíjese en aquel penitente coronado de espinas. En cambio, la Virgen viene rodeada de flores en un altar dorado.
Avanzó el penitente, tambaleándose un poquito pero bien sostenido por los demás costaleros que por-taban la imagen sagrada.
Avanzó la representación viva de la Virgen de Guadalupe.
Mi madre pegó un grito.
La mujer que representaba a la Virgen era nues-tra sirvienta Lupita, nuestra criada, La Chapetes, nues-tra gata, ahora cubierta por un manto azul de estrellas, su larga túnica color de rosa, su pedestal los cuernos del toro, su marco las flores y su refulgencia la luz neón.
Pasó bajo el balcón de mi madre, en postura pia-dosa. Levantó la mirada. Más bien dicho: traspasó a mamá con la mirada. La Virgen -nuestra Lupita- se llevó la mano a la nariz y con los dedos medio e índice le pintó un violín a mi madre.
No contenta con este insulto, la doble Guadalu-pe -virgen y sirvienta- le sacó la lengua a mi ma-dre y hasta le lanzó una sonora trompetilla.
Doña Emérita pegó un grito desgarrador y cayó de bruces junto al balcón. La toqué. Estaba muerta. Sus anteojos rotos yacían al lado de la cabecita blan-ca. Tenía los ojos abiertos. Uno era azul. El otro, amarillo.
Agarré de la cola a la gata Estrellita y la arrojé a la calle chillando. Fue a dar entre la masa de los fieles -miles y miles- que seguían el paso de la Virgen. Los maullidos de la bestia pronto se perdieron entre los rezos de la multitud.
Mater dolorosa-Ora pro nobis.
Mater admirabilis-Ora pro nobis.

3

Florencio Corona se ocupó con diligencia de todo lo concerniente a la muerte de mi madre. Nos dis-pensamos de la velación. Ella ya no tenía amistades. Yo tampoco. Una esquela en la prensa era inútil. Le dije a Florencio que no quería misa.
Mamá fue trasladada al Panteón Español y de allí a la cripta familiar. Los cipreses crujían de sole-dad. Los candados, de hollín acumulado.
Mi pendiente no era mi madre. Era el testamen-to y su fatal voluntad:
-O te casas con el licenciado José Romualdo Pérez o no te toca ni un miserable peso.
¿Por qué dudé? Hasta eso había arreglado Flo-rencio.
-Don José Romualdo, además de estar casi cie-go, se ha vuelto algo distraído. Eliminé esa condi-ción del testamento. Falsifiqué las firmas necesarias, Leti.
Lo miré con gratitud... y con asombro. -¿Y el licenciado?
-Suspiró de alivio. Tu madre le impuso esa obli-gación contra su voluntad y él aceptó para hacerse de la fortuna que en realidad es tuya.
-¿Se conformó? ¿Cómo?
-Vas a tener que darle su partecita.
-Con gusto, con tal de no volver a olerlo. Ahora está libre. Va a casarse con la secretaria.
-¿Semejante gata? -dije espontáneamente.
-Esa mera. La piernuda de pelo laqueado. Se  adoran.
Hizo una pausa "preñada", como dicen los que saben inglés. A pregnant pause, ah qué caray. -Se adoran. Como tú y yo, Leti.

Nos casamos a las dos semanas del deceso. La fortuna de mi mamá era decente, nomás. La casa del Tepeyac. Unas cuantas joyas. Una billetiza de un cuar-to de millón de dólares en caja bancaria y cien mil pesos en cuenta corriente.
Qué nos importaba. Florencio se mudó a la casa del Tepeyac. Allí pasamos la luna de miel.
-La fortuna nos ha sonreído, Leticia -me dijo una mañana durante sus largos aseos, más largos que los de una mujer, adoraba depilarse, hasta el pecho y las axilas, perfumarse, peinarse, primitivamente, con gomina.
-No abusemos -decía-. No había tanto di-nero como pensamos. Vamos a querernos aquí. Cero luna de miel.
Y así fue. Todas las delicias del amor me fueron entregadas por Florencio, multiplicadas porque me llegaban cuando yo ya había perdido toda esperan-za. Las saboreaba más porque ya no era una niña, sino una mujer de treinta y cinco años consciente de que recibía los dones del cielo con razonable madurez.
Una felicidad consciente. Esa era mi condición como señora Leticia Lizardi de Corona. Mi galán era perfecto, sexy, dúctil, perfumado, tierno, suave, aten-to. Tiempo le sobraba. El licenciado Pérez se había retirado a vivir con su secre, dejándole la clientela a Florencio. No había prisas. Eso me contaba él.
-Vamos a disfrutar la vida juntos, Leti. Ya reto-maré el trabajo dentro de un mes.
-¿Y el servicio? -pregunté con naturalidad. El me imantó con su sonrisa de Benjamin Bratt que ya dije.
-¿Qué te parece si hacemos de esta casa nuestra casa, Leticia? Quiero decir, sólo nuestra, sin ningún intruso. Tú y yo solos. Tú y yo aquí...
Pensé alarmada en los quehaceres domésticos. Florencio me tranquilizó.
-Mereces trato de reina. No te apures.
Y es cierto. Florencio se convirtió en el servidor ideal. Sacudía el polvo, fregaba los pisos, lavaba la ropa, hacía las camas, cocinaba rico... Esto era un sueño. Una isla desierta en medio de una ciudad de veinte millones de gentes.
-Veinte millones de hijos de la chingada -dijo un día, sorprendiéndome porque nunca le había es-cuchado palabrotas.
No le hice caso. -Y tú y yo, mi amor... Tú y yo, mi amor... Tú y yo a salvo.
Un mes, digo. Un mes de perfecta felicidad. El abandono. La confianza. La perplejidad. Nunca ha-bía estado con un hombre desvestido, ni los había visto sin ropa más que en una que otra película. Flo-rencio se mostraba ante mí totalmente desnudo. Mi perplejidad venía de que se bañase tantas veces al día y se preocupase por tener un cuerpo tan liso como si fuese de mármol. Me desfasó una noche encontrarlo en el baño cuidadosamente rasurándose el vello del pubis. ¿Debía yo imitarlo? Mi instinto dijo que no, ni madres...
Más me preocupaba el olvido que la perplejidad de tantas cosas nuevas al lado de Florencio. El olvido. Mis ratoncitos y sus camadas me habían abandonado, como si adivinasen mi felicidad sin carencia algu-na. La gata Estrellita había desaparecido bajo los pies de las devotas multitudes guadalupanas. La otra gata, la criada Lupita, quizás había ascendido al cielo vesti-da de Virgen María, for all I cared.
Florencio y yo, Leticia y él. Nada más.

Hasta la noche en que me despertaron los chilli-dos insoportables. ¿De dónde venían? Florencio dor-mía. Abrí la puerta de la recámara sobre el patio y lo vi invadido de ratas y ratones. Todo ese espacio, de la puerta a las caballerizas, era un hervidero, una caco-fonía de roedores emitiendo chirridos de insatisfac-ción. Un mar de pelambres grises e incisivos blancos y culitos sonrosados y ojos ávidos, todos mirándome a mí.
Me desmayé. Florencio me recogió en la maña-na y me cargó al lecho. Le conté lo que vi. Él meneó la cabeza.
-Hay una sola cosa que espanta a los ratones.
-¿Qué cosa, Florencio?
-Los gatos.
Su respuesta me dejó sin aliento.
-Necesitamos un gato.
-¡Nunca! -grité, recordando a Estrellita, a mi madre, a la tiranía insípida de ambas y me salieron palabras dignas de doña Emérita: -Recuerda que esta es mi casa.
Florencio sonrió, me besó, me dijo: -Enton-ces, lechuzas. Les encanta exterminar ratones.
-¿Y mis ratones amigos? -dije, sentimentalmente.
-Leticia, mi amor. Esta manada de ratas des-ciende de tus queridos pets. Tienes que escoger.
Me acarició la cabeza.
-Mejor duerme, mi amor. Estás muy alterada.
Traté. Quizás lo logré por algunas horas. Me agi-taba inquieta. Adolorida porque veía en sueños a mi adorable pareja de ratones convertida en verdadera manada de ratas.
Avergonzada porque desperté con las piernas abiertas, muy separadas, con mi sexo expuesto al aire y la sensación de que un enorme sexo de hombre me penetraba.
Me incorporé, decidida a ayudar a mi hacendo-so marido en sus tareas domésticas. ¿Por qué me mi-maba tanto? ¿Por qué me pedía: Quédate en cama. Descansa. Yo lo hago todo?
Y me guiñaba un ojo, con su encanto de movie star: -Todo.
¡Solterona agradecida!
Me aventuré por los espacios, tan familiares, de la casa. Evoqué, en contra de mi felicidad actual, los años de mi desgracia bajo la tiranía de mi madre y encontré a Florencio en la sala en cuatro patas, levan-tando con una pica las baldosas. Afiebrado, intenso.
-¡Florencio! ¿Qué haces?
No pudo evitar un sobresalto.
-Caray, no me asustes -sonrió enseguida-. Mira, estos ladrillos están muy viejos y quebradizos. Vamos a reponerlos.
-Está bien -le dije sin demasiada convic-ción-. Déjame ayudarte.
Una irritación inesperada brotó en la voz y en la mirada de mi esposo.
-No me haces falta -dijo con una grosería que me arrancó lágrimas y me devolvió, chillando, a la recámara nupcial.
Chillando. Por primera vez desde que nos casa-mos, Florencio no regresó a la cama. ¿Qué pasaba? No quería averiguarlo. Era mi culpa. Lo había irritado con mi tono posesivo, como si ahora la casa no nos perteneciera a los dos... Yo era una imprudente. No sabía tratar a un hombre. No tenía experiencia. Desde el primer día se lo dije.
-Florencio, estoy en tus manos. Enséñame a vivir.
Ya sé que esto sonaba a tango de doña Libertad Lamarque, "Ayúdame a vivir". Me arrullé, en efecto, ronroneando melodías de la Dama del Tango hasta quedarme dormida.
Me despertó, de nuevo, el chirrido múltiple del patio. Salí en camisón al corredor y vi no sólo a la masa gris de roedores agitándose en el patio, sino a la vanguardia de la ratiza subiendo, amena-zante, por los primeros peldaños de la escalinata de fierro.
Grité horrorizada. Corrí descalza en busca de Florencio. Lo encontré hincado en la sala. O lo que quedaba de la sala. Todo el piso había sido levantado. El salón de mi madre parecía una de esas calles de la ciudad en estado de perpetua reparación.
-Florencio -murmuré.
Él dio un salto y tapó con ambas manos un hoyo de la sala.
Su rostro culpable era desmentido por la voz ronca. -¿Qué quieres? ¿No te he ordenado que te quedes en tu cama?
-Florencio, quiero saber qué pasa.
Admito que esta vez me miró con ternura. -Le-ticia, una casa tan vieja como esta esconde muchos secretos, cuenta muchas vidas. Las casas tienen histo-rias. A veces, no son historias amables...
-¿Vas a contarme qué es mi propia casa? Mi casa, Florencio, no la tuya... -respondí con arro-gancia involuntaria.
-Desgraciada -me miró ferozmente, hincado. -¿Desgraciada? -repetí, incrédula.
-Sí -dijo mi marido asentado sobre el piso en ruinas-. Sin gracia. Insípida. Ignorante. Escuálida. Flaca. Chaparra. Nalgas aguadas. Celulitis. Chichis de limosnera. ¿Qué más quieres saber, pendeja?
Lanzó una ofensiva carcajada. -Cabeza de chor-lito. Sexo de chisguete.
Corrí confusa, amedrentada, humillada, de re-greso a mi cuarto. Cerré con llave la puerta. Me arro-jé llorando a la cama. Por segunda noche consecutiva me sentí poseída por un intruso invisible y el llanto fue mi canción de cuna.
Creó que soñé mi vida, tratando de urdir una trama inteligible, la muerte de mi madre, mi matri-monio con Florencio, la trampa del testamento, Flo-rencio ocultando algo hallado bajo el piso de ladrillo de la sala, indiferente a su ridícula postura, tirado de espaldas, extendiendo las manos y los pies para ocul-tar algo, algo, algo escondido bajo las baldosas, ridí-culo y desafiante, cómico e insultante, ¿me merecía yo esto, qué había hecho mal? Como siempre, me culpé a mí misma, dejando que desfilaran por mis sueños todos los incidentes de mi vida, todos los enigmas jamás resueltos, sabiendo allí mismo que nunca sabría la verdad sobre la ausencia de mi pa-dre, los anteojos oscuros de mi madre, sus ojos idén-ticos a los de la gata Estrellita, uno azul y otro amarillo, los meados compartidos de mi madre doña Emérita y de la gata doña Estrellita, la doble condición de la gata Guadalupe, criada y virgencita, el doble carácter de Florencio, tan cariñoso ayer, tan cruel hoy, poseyéndome carnal pero también espiritualmente, porque era él el invisible fantasma que me visitaba, ahora, en mi soledad de piernas abiertas... eso lo sabía... Vaya, que hasta llegué a soñar con el licenciado José Romualdo Pérez disfrutando en Cancún su luna de miel con la secretaria de los flecos tiesos y los muslos gordos... Quizás era el único feliz. Pérez. Licenciado. Engañado por Florencio. Testamento. Falso. Fal-sos los testigos, la taquimeca y el reaparecido zotaco de la cara y camisa moradas. Falso. Todo era falso...

Esa noche no me despertaron las ratas en el pa-tio. Las ratas no habían logrado ascender a las habita-ciones. Di gracias. Amaneció. Tenía hambre. ¿Dónde dormía Florencio? ¿Acaso soñé todos los horrores de anoche? Quería convencerme de esto. El silencio ambiente me reconfortaba. Me sentí a gusto. Nice. Entré a la cocina y pegué un grito.
Un esqueleto vestido de negro -saco, pantalón, corbata, cuello talar- estaba sentado a la cabecera de la mesa. A su lado, Florencio bebía una humeante taza de té.
-Te presento a tu padre, Leticia.
El grito se me atragantó.
-Cuando te digo que una casa antigua guarda muchísimos secretos...
Me miró con su nueva insolencia.
-¿Quieres saber la historia? Era un cura renegado, obligado a casarse para no ser fusilado durante la persecución de Calles. Escogió a tu madre por católica... y por rica. Doña Emérita no sabía quién era su marido. Cuando se enteró de que estaba casada con un sacerdote, lo envenenó y lo enterró bajo el piso de la sala.
Sorbió el café. -Tú acababas de nacer y el cura se atrevió a decir la verdad. Los huesos no huelen. Tus ratones me guiaron hasta el lugar. Ellos sí tienen el instinto de hallar huesos viejos... Huesos, pero no dinero...
Soltó una carcajada mirando mi cara de idiota. -Cuando te cuento que una casa vieja está lle-na de viejas historias...
Salí corriendo de regreso a mi refugio, a mi recá-mara.
Oí la voz burlona de mi marido desde el come-dor:
-Hay más sorpresas, Leti. Prepara tu ánimo. Esta es sólo la primera...

Un gruñido feroz me recibió en el corredor.
Por el patio se paseaba con pisadas silenciosas, pero con amenaza en cada movimiento, un leopardo blanco, blanco como la detestada Estrellita, un leopardo infame, con un ojo azul y otro amarillo, diri-giéndome miradas brutas, temibles pero idiotas, cerradas a todo acercamiento doméstico, inmune a toda caricia, un leopardo de fuerza sinuosa, muscula-tura invencible, nariz corta y concentrada para olerlo todo, desgajado de sus hábitos nocturnos para sorprenderme de mañana, dueño de una garganta profunda que le permite rugir, rugir como lo hace ahora, encaminándose a la escalera del patio, subiendo len-tamente, sin dejar de rugir, a mi acecho, a sabiendas de que no tengo dónde esconderme, de que tumbará cualquier puerta con su bruto poder, de que acaso vamos a morir juntos porque el centro del patio esta-lla en llamas -es mi único consuelo, que la maldita casa se incendie.
Miró hacia la puerta cochera de la casa como si, naturalmente, buscase la salida.
Allí están los dos, Florencio mi marido y Guada-lupe La Chapetes. Me miran. Se abrazan. Se besan sólo para humillarme. No. Me equivoco. Avanzan tomados de las manos al centro del patio donde las llamas arden.
No me hablan a mí mientras se acercan al fue-go. Él todo verde, cubierto de ramas y hojas que salen de sus orejas pero no logran esconder el bos-que de vello animal renacido en todo su cuerpo tan esmeradamente rasurado. Ella con su hábito de vir-gen, el mismo con que la vimos pasar bajo el balcón de mi madre el 12 de diciembre, pero ahora con un rótulo penitenciario colgándole entre los pechos con la leyenda

SOY LA MUJER ANÓMALA

Los dos se acercan a las llamas hablando con vo-ces muy serenas que llegan claramente a mi persona inmovilizada en el pasillo por la cercanía del leopar-do guardián.

Florencio: -Viene el solsticio de invierno. El sol se pone temprano.
La Lupe: -¿Dónde estás, Florencio Corona?
Florencio: -A Florencio Corona lo quemaron  vivo en el gran Auto de Fe              de la Ciudad de México.
La Lupe: -El 11 de abril de 1649.
Florencio: -Lo llevaron amordazado a la ho-guera para no escuchar sus blasfemias.
La Lupe: -Lo llevaron en una canasta para que sus pies impuros no tocaran la tierra de la Ciudad de México.
Florencio: -Vinieron carruajes. Llegaron gentes de mil kilómetros a la redonda. Hubo trompetas y tambores.
La Lupe: -A ver la muerte en la hoguera de Florencio Corona, víctima de la Santa Inquisición.
Florencio: -¿Éramos herejes? ¿Éramos culpa-bles?
La Lupe: -No. Éramos judíos. Nos acusaron y nos condenaron para expropiarnos nuestros bienes. Fuimos víctimas de la codicia eclesiástica.
Florencio: -Esta casa. Esta vieja casa.
La Lupe: -Nuestra casa del Tepeyac, vecina al altar de la Virgen
Florencio: -La mujer anómala. Tú. Quemada hace tres siglos.
La Lupe: -Judíos conversos. Nos acusaron para confiscarnos.
Florencio: -Bastaba acusar para no regresar a la casa.
La Lupe: -Ahora sí. Hemos regresado. El fue-go nos purificará una vez más.
Y los dos entraron, tomados de las manos, a las llamas.

4

Ellos han tomado la casa. Aparecen y desaparecen. Comentan cosas que no entiendo. Dicen que el Dia-blo es el polvo de la ciudad. Dicen que las armas del Diablo son la esperanza y el miedo. Dicen que primero estaba prohibido creer en las brujas y los endemoniados. Recuerdan que fue la Iglesia la que obligó a creer en ellos y castigarlos. Dicen que destruimos las viñas y matamos a los fetos en los vientres de sus madres.
Sólo de vez en cuando Florencio se acerca a mí, recobrada su pelambre, con aliento sulfuroso, para decirme:
-Las fuerzas del infierno son impotentes. Ne-cesitamos la agencia humana.
Y otras veces: -Es cierto que te engañamos. Ahora deja que te protejamos, Leticia.
Ella, La Lupe, es más cruel: -Te vamos a hacer lo que nos hicieron a nosotros.
Aparecen. Desaparecen. Se ven en la oscuridad. La luz del día los vuelve invisibles. Pero yo sé que siempre están allí.

Me obligan a hacer la limpieza. Me dan de co-mer carnes crudas de animales desconocidos. Bailan desnudos en el patio bajo las granizadas. A veces él se afeita completamente pero al poco tiempo vuelve a tener vello de animal en todas partes. Ella nunca se quita el manto virginal ni el sambenito
SOY LA MUJER ANÓMALA

Él a veces se acerca a mí, sobre todo cuando es-toy humillada fregando el piso, y me explica a medias algunas cosas. Él y ella andan rondando esta casa desde el Auto de Fe de 1649. Entran y salen. No depen-de de ellos. A veces hay fuerzas que no los dejan entrar. Otras veces, hay debilidades fácilmente vencibles. Mi madre parecía una vieja tiránica, grosera, frágil. No. Esto me lo dice él. Era muy fuerte. Su fe era auténti-ca. Era capaz de matar por su fe. Una cosa era la apa-riencia de su vida cristiana superficial y hasta grotes-ca, y otra la realidad profunda de su relación con Dios.
-Eras su hija. ¿Nunca te diste cuenta de algo tan claro?
Negué con la cabeza perpetuamente baja.
-Tu madre se disfrazaba detrás de su beatería y su intolerancia. Pero nosotros -Guadalupe y yo- no podíamos vencerla. Bajo la superficie tenía la vo-luntad de la fe. Era invencible por eso. Era sagaz. Se hacía acompañar de una bestia asociada al Demonio. Su gata Estrellita era un súcubo infernal que la prote-gía de nosotros.
-¿Mamá los conocía a ustedes?
-No. Nos sospechaba. Se pertrechaba con nues-tras propias armas. Nos obligaba a escondernos, a espiarla, a fingir. La farsa de la Guadalupe la venció. Entendió que nosotros entendíamos y sólo esperába-mos. Su fe era sobrenatural, mágica. Se defendía con las armas del Diablo.
-¿Y ustedes, tú y la gata...?
Me puso el pie sobre la mano. Aguanté el dolor. -La Lupe. ¿Son judíos, por eso los quemaron? -No. Nos quemaron para quitarnos nuestras
riquezas.
-Por judíos. Por codicia. Sin razón.
-No. Tenían razón. Perseguidos, sólo teníamos un aliado. El Demonio.

A veces, cuando lo siento de buenas, le pregun-to, ¿qué necesidad tenía de desenterrar el cadáver de mi padre, vestirlo y sentarlo a la cabecera de la mesa?
No se enoja, porque mi pregunta le da la opor-tunidad de actuar. Arquea la ceja. Sonríe como villano de cine elegante. George Sanders.
-Ya te lo dije. Una casa tan vieja como ésta guar-da muchos misterios. Lo de tu padre fue, ¿cómo te diré?, un antipasto, un hors d'oeuvre...
Sonrisa cínica, seductora, adorable.
-Para irte acostumbrando al misterio, querida.
Me atreví: -¿Para qué me quieren?
Él frunció el ceño pero no contestó.
-Si los dos, tú y la Lupe, se bastan...
Me atreví: -Déjenme irme. Prometo guardar silencio.
Entonces me dio una bofetada feroz y salió de la recámara.

Esperó a que me despertara el rumor de los rato-nes en el patio. Me arrebató la cobija y me puso de pie a la fuerza, arrastrándome a lo alto de la escalera. Miré el correteo feroz de los roedores. Los fue seña-lando con un dedo índice verdoso, de larga uña ne-gra.
-Relapso de memoria y fama condenadas... Muerto en la hoguera... Impenitente, diminuto, fic-to y simulado aconfidente... Juana de Aguirre, mu-jer casada, que dijo que no era pecado tener acceso carnal con una comadre del Diablo... Manuel Mo-rales, gran judío dogmatista, relajado en estatua por el Santo Oficio... Luis de Carvajal, condenado a ser quemado vivo, convertido para evitar el rigor de la sentencia...
Grité de horror y me sentí yo misma embrujada por la crueldad. Florencio me miró con sorna.
-Hubo caridad también, Leticia. A los recon-ciliados los llevaron a cárcel perpetua, casa capacísi-ma, donde cumpliesen sus penitencias a vista de los inquisidores. Viven reclusos en esta casa, no derra-mados por la ciudad. Viven en esta cárcel separados los unos de los otros...
Indicó con el dedo a las ratas corretonas.
-Míralas, Leticia. Allí va María Ruiz, morisca de las Alpujarras, por haber guardado en México la secta de Mahoma... Allí va José Lumbroso, incauto descubierto por no comer tocino, manteca y cosas de puerco, hasta confesar que era burla decir que el Mesías era Jesucristo, a quien llamaba Juan Garrido, y a la Virgen María, Juana Hernández, blasfemos ambos, que no tenían a Jesucristo por Mesías, sino que lo esperaban... Y yo, Florencio Corona, llamado iluso del Demonio que me traía engañado porque yo sabía cosas que sólo el Demonio pudo haberme ense-ñado...
-¿Y ella? -pregunté angustiada.
-La sorprendieron -gimió Florencio, mirando al cielo-. Yo se lo pedí. Ella me amaba. Anima enim qui incircucissa fuerit, delebitur de libro viven-tum, la descubrieron circuncidándome para salvarme y nos quemaron a los dos...
-¿Y yo?-tuve que imitar su gemido.
Soltó la carcajada.
-A veces -dijo- se nos acaban las fuerzas. Entonces tú debes renovarnos. Cuando te lo ordene, tú debes atarnos a la estaca en el patio, juntar la leña a nuestros pies y prendernos fuego...
-¿Y si no quiero? -exclamé rebelde, estúpida, vencida de antemano.
-Hay ratas. Hay un leopardo. No tienes salida. Sentí que se esfumaba ante mi mirada.
-Míralos -dijo la voz que se alejaba-. Tie-nen nombre. Fueron hombres y mujeres. Nos sacrificamos por ellos. Dependen de tu caridad... Siguen vivos porque nosotros morimos de tarde en tarde... Sé buena, Leticia, caritativa, misericordiosa, como fuiste educada, mi amor...

Busco salidas. Es inútil. Las puertas están atran-cadas. Las ventanas, tapiadas. El leopardo me vigila, me sigue por doquier con un ojo amarillo y otro azul.
Logro escribir estas hojas a escondidas.
Las tiro a la calle por una rendija del balcón. Ojalá que alguien las lea.
Ojalá que alguien me salve.
La pareja de ratoncitos ha regresado a acompa-ñarme.

domingo, 11 de junio de 2017

Carlos Fuentes. INQUIETA COMPAÑÍA. Cuentos.


EL AMANTE DEL TEATRO

A Harold Pinter y Antonia Frazer

La Ventana

1

Ocupo un pequeño apartamento en una callecita a la vuelta de Wardour Street. Wardour es el centro de negocios y de edición de cine y televi-sión en Londres y mi trabajo consiste en seguir las indicaciones de un director para asegurar una sola cosa: la fluidez narra-tiva y la perfección técnica de la película.
Película. La palabra misma indica la fragilidad de esos trocitos de "piel", ayer de nitrato de plata, hoy de acetato de celulosa que me paso el día digi-talizando para lograr continuidad; eliminando, para evitar confusio-nes, fealdad o, lo peor, inexperien-cia en los autores del film. La palabra inglesa qui-zás es mejor por ser más técnica o abstracta que la española. Film indica membrana, frágil piel, bru-ma, velo, opacidad. Lo he buscado en el dicciona-rio a fin de evitar fantasías verbales y ceñirme a lo que film es en mi trabajo: un rollo flexible de celu-losa y emulsión. Ya no: ahora se llama Beta Digi-tal.
Sin embargo, si digo "película" en español no me alejo de la definición académica ("cinta de celu-loide preparada para ser impresionada cine-matográ-ficamente") pero tampoco puedo (o quiero) separarme de una visión de la piel humana frágil, superficial, el delgado ropaje de la apa-riencia. La piel con la que nos presentamos ante la mirada de otros, ya que sin esa capa que nos cubre de pies a cabeza seríamos solamente una desparramada carnicería de vísceras pere-cederas, sin más arma-dura final que el esqueleto -la calavera. Lo que la muerte nos permite mostrarle a la eternidad. Alas, poor Yorick!
Mi trabajo ocupa la mayor parte de mi día. Ten-go pocos amigos, por no decir, francamente, ningu-no. Los británicos no son particularmente abiertos al extranjero. Y quizás -voy averiguando- no hay nación que dedique tantos y tan mayores sobrenom-bres despectivos al foreigner: dago, yid, frog, jerry, spik, hun, polack, russky...
Yo me defiendo con mi apellido irlandés -O'Shea- hasta que me obligan a explicar que hay mucho nombre gaélico en Hispanoamérica. Estamos llenos de O'Higgins, O'Farrils, O'Reillys y Fogartys. Cierto, pude engañar a los isleños británicos hacién-dome pasar por isleño vecino -irlandés-. No. Ser mexicano renegado es repugnante. Quiero ser acep-tado como soy y por lo que soy. Lorenzo O'Shea, convertido por razones de facili-dad laboral y familia-ridad oficinesca en Larry O'Shea, mexicano descen-diente de anglo-irlandeses emigrados a América desde el siglo XIX. Vine a los veinticuatro años a estudiar técnicas del cine en la Gran Bretaña con una beca y me fui quedando aquí, por costumbre, por inercia si ustedes prefieren, acaso debido a la ilusión de que en Inglaterra llegaría a ser alguien en el mundo del cine.
No medí el desafío. No me di cuenta hasta muy tarde, al cumplir los treinta y tres que hoy tengo, de la competencia implacable que reina en el mundo del cine y la televisión. Mi carácter huraño, mi ori-gen extran-jero, acaso una abulia desagradable de ad-mitir, me encadenaron a una mesa de edición y a una vida solitaria porque, por partes idénticas, no quería ser parte del party, vida de pubs y deportes y fascina-ción por los royals y sus ires y venires... Quería reser-varme la libre soledad de la mirada tras nueve horas pegado a la AVID.
Por la misma razón evito ir al cine. Eso sería lo que aquí llaman "la va-cación del conductor de auto-bús" -busman's holiday-, o sea repetir en el ocio lo mismo que se hace en el trabajo.
De allí también -estoy poniendo todas mis car-tas sobre la mesa, curioso lector, no quiero sorpren-der a nadie más de lo que me he engañado y sorprendido a mí mismo- mi preferencia por el tea-tro. No hay otra ciudad del mundo que ofrezca la cantidad y calidad del teatro londinense. Voy a un espectáculo por lo menos dos veces a la semana. Prác-ticamente gasto mi sueldo, la parte que emplearía en cines, viajes, restoranes, en comprar entradas de tea-tro. Me he vuelto insaciable. La escena me propor-ciona la distancia viva que requiere mi espíritu (que exigen mis ojos). Estoy allí pero me separa de la esce-na la ilusión mis-ma. Soy la "cuarta pared" del escena-rio. La actuación es en vivo. Un actor de teatro me libera de la esclavitud de la imagen filmada, intangi-ble, siempre la misma, editada, cortada, recortada e incluso eliminada, pero siempre la misma. En cam-bio, no hay dos representaciones tea-trales idénticas. A veces repito cuatro veces una representación sólo para anotar las diferencias, grandes o pequeñas, de la actuación. Aún no encuentro un actor que no varíe día con día la interpretación. La afi-na. La perfeccio-na. La transforma. La disminuye porque ya se abu-rrió. Quizás esté pensando en otra cosa. Pongo atención a los actores que miran a otro actor, pero también a los que no hacen debido contacto vi-sual con sus compañeros de escena. Me imagino las vidas personales que los actores deben dejar atrás, abando-nadas, en el camerino, o la indeseada invasión de la privacidad en el escenario. ¿Quién dijo que la única obligación de un actor antes de entrar en escena es haber orinado y asegurarse de que tiene cerrada la bragueta?
El canon shakespeariano, Ibsen, Strindberg, Chejov, O'Neill y Miller, Pinter y Stoppard. Ellos son mi vida personal, la más intensa, fuera del tedio ofi-cinesco. Ellos me elevan, nutren, emocionan. Ellos me hacen creer que no vivo en balde. Regreso del tea-tro a mi pequeño aparta-mento -salón, recámara, baño, cocina- con la sensación de haber vivido intensamente a través de Electra o Coriolano, de Willy Loman o la se-ñorita Julia, sin necesidad de otra com-pañía. Esto me da fuerzas para levantarme al día si-guiente y marchar a la oficina. Estoy a un paso de Wardour Street. Pero también soy vecino de la gran avenida de los teatros, Shaftesbury Avenue. Es un terri-torio perfecto para un paseante solitario como yo. Una nación pequeña, bien circunscrita, a la mano. No nece-sito, para vivir, tomar jamás un transporte público.
Vivo tranquilo. Miro por la ventana de mi flat y sólo veo la ven-tana del apartamento de enfrente. Las calles entre avenida y avenida en Soho son muy estrechas y a veces se podría tocar con la mano la del vecino en el edificio frentero. Por eso hay tantas cortinas, persia-nas y hasta batientes antiguos a lo largo de la calle. Podríamos observarnos deteni-damente los unos a los otros. La reserva inglesa lo impide. Yo mismo nunca he tenido esa tentación. No me interesaría ver a un matrimonio disputar, a unos niños jugar o hacer tareas, a un anciano agonizar... No miro. No soy mirado.
Mi vida privada refrenda y regula mi vida "pú-blica", si así se la puede llamar. Quiero decir: vivo en mi casa como vivo en la calle. No miro ha-cia fuera. Sé que nadie me mira a mí. Aprecio esta especie de ceguera que entraña, qué se yo, privacidad o falta de interés o desatención o, incluso, respeto...


2

Todo cambió cuando ella apareció. Mi mirada acci-dental absorbió pri-mero, sin prestarle demasiada aten-ción, la luz encendida en el aparta-mento frente al mío. Luego me fijé en que las cortinas estaban abiertas. Finalmente, observé el paso distraído de la persona que ocupaba el flat de enfrente. Me dije, distraído yo también:
-Es una mujer.
Olvidé la novedad. Ese apartamento llevaba años deshabitado. Yo cum-plía mis horarios de trabajo.
Luego iba al teatro. Y sólo al regresar, hacia las once de la noche, a mi casa, notaba el brillo nocturno de la ventana vecina. Como "vecina" era la mujer que se movía dentro de las habitaciones opuestas a las mías, apareciendo y desapareciendo de acuerdo con sus hábitos personales.
Empezó a interesarme. La miraba siempre de le-jos, moviéndose, arre-glando la cama, sacudiendo los muebles, sentada frente a la televisión y paseándose en silencio, con la cabeza baja, de una pared a la opues-ta. Todo esto sólo a partir de las once de la noche cuando yo terminaba mi jornada teatral, o a partir de las siete cuando regresaba de la ofici-na.
De día, cuando me iba a la oficina, las cortinas de enfrente estaban ce-rradas, pero de noche, al regre-sar, siempre las encontraba abiertas.
Esperé, de manera involuntaria, que la mujer se acercara a la ventana para verla mejor. Era natural -me dije- que a las once de la noche se atareara en los afanes finales del día antes de apagar las luces e irse a dormir.
Una inquietud empezó a rasguñarme poco a poco la cabeza. Hasta don-de podía ver, la mujer vivía sola. A menos que recibiera a alguien des-pués de cerrar las cortinas. ¿A qué horas las abría de maña-na? Cuando yo partía a las 8:30, aún estaban cerra-das. La curiosidad me ganó. Un jueves cualquiera, llamé a la oficina fingiendo enfermedad. Luego me instalé de pie junto a mi ventana, esperando que ella abriese la suya.
Su sombra cruzó varias veces detrás de las delga-das cortinas. Traté de adivinar su cuerpo. Rogué que apartase las cortinas.
Cuando lo hizo, hacia las once de la mañana, pude finalmente verla de cerca.
Apartó las cortinas y permaneció así un rato, con los brazos abiertos. Pude ver su camisón blanco, sin mangas, muy escotado. Pude admirar sus brazos fir-mes y jóvenes, sus limpias axilas, la división de los senos, el cuello de cisne, la cabeza rubia, la cabellera revuelta por el sueño pero los ojos entregados ya al día, muy oscuros en contraste con la cabellera blon-da. No tenía cejas -es decir, las había depilado por completo-. Esto le daba un aire irreal, extraño, es cierto. Pero me bastó bajar la mirada hacia sus senos, prácticamente visibles debido a lo pronunciado del escote, para descubrir en ellos una ternura que no me atreví a calificar. Ternura maravillosa, amante, ma-terna quizás, pero sobre todo deseable, ternura del deseo, eso era.

El marco de la ventana cortaba a la muchacha -no tendría más de vein-ticinco años- a la altura del busto. Yo no podía ver nada más de su cuerpo.
Me bastó lo que vi. Supe en ese instante que nunca más me despren-dería de mi puesto en la ven-tana. Habría interrupciones. Accidentes, quizás. Sí, azares imprevisibles, pero nunca más fuertes que la necesi-dad nacida instantáneamente como compañe-ra de la fortuna de haberla descubierto.
¿Cuál sería su horario?
Sólo podía averiguarlo apostándome en mi ven-tana todo el tiempo, día y noche. Al principio, inten-té disciplinarme a mi trabajo, resignarme a verla sólo de noche, a partir de las 7:30 o de las 11:00. Luego sacrifi-qué mi amor al teatro. Regresé urgido, todas las noches, al aparta-mento apenas pasadas las siete. A  esa hora ya estaban prendidas las luces y ella se mo-vía, hacendosa, por el flat. Pero a las doce apagaba las luces y cerraba las cortinas. Entonces yo debía esperar hasta las on-ce de la mañana para volver a verla. Eso significaba que no podía llegar a la oficina antes de las once o permanecer en el trabajo después de esa hora.

Intenté llegar al AVID y sus resoluciones digita-les a las nueve y excu-sarme a las once. Ustedes adivi-nan lo que pasó. Entonces pedí licencia por enfermedad. Me la concedieron por un mes a cam-bio de un certifi-cado médico. Le pedí a un doctor español, un tal Miquis, mi g. p. habi-tual, que me hi-ciera la balona. Se resistió. Me pidió una explicación. Sólo le dije:
-Por amor.
-¿Amor?
-Tengo que conquistar a una muchacha.
Sonrió con complicidad amistosa. Me dio el certificado. Cómo no me lo iba a dar. En esto, los hispanos nos entendemos por completo. Opo-nerle obs-táculos al amor es un delito superior a extender un falso certi-ficado de enfermedad. La latinidad, cuando no es ejercicio que perfec-ciona la envidia, es complici-dad nutrida por el sentimiento de que, sien-do cultu-ralmente superiores, recibimos trato de segundones en tierras imperiales.

Ya está. Ahora podía pasarme la jornada entera apostado en mi venta-na, esperando la aparición de ella. No sabía su nombre. En el tablero de timbres de su edificio sólo había nombres masculinos o razones comer-ciales. Ningún nombre femenino. Y una sola ranura vacía. Allí tenía que estar, pero no estaba, su nombre. Estuve a punto de apretar el botón de ese apartamento. Me detuve a tiempo, con el dedo índi-ce tieso, en el aire. Un instinto incontrolable me dijo que debía contentarme con el deleite de mirarla. Me vi a mí mismo, torpe e inútil, tocando el timbre, inventando un pretexto, ¿qué iba a decir?, quiero convertirla a una reli-gión, traigo un inexistente pa-quete, soy un mensajero -o la verdad in-sostenible, soy su vecino, quiero conocerla, con la probable respuesta.
-Perdone. No sé quién es usted.
O: -Deje de importunarme.
O acaso: -Algún día, quizás. Ahora estoy ocu-pada.
No fue ninguno de estos motivos lo que me ale-jó de su puerta. Fue una marea interna que inundó mi corazón. Sólo quería verla desde la ventana. Me había enamorado de la muchacha de la ventana. No quería romper la ilusión de esa belleza intocable, muda, apartada de mi voz y de mi tacto por un estre-cho callejón de Soho, aunque cercana a mí gracias al misterio de mi propia mirada, fija en ella.
Y la mirada de ella, siempre apartada de la mía, ocupada con su queha-cer doméstico durante ciertas horas del día y de la noche, invisible des-de la medianoche hasta el mediodía... Era mía gracias a mis ojos, nada más.

Esta era la situación. Dejé de ir al trabajo. Dejé de ir al teatro. Pasé la jornada entera frente a mi ventana abierta -era el mes de agosto, sofo-cante-, esperando la aparición de la muchacha en su pro-pio marco. Au-sente a veces, alejada otras, sólo de vez en cuando se acercaba a mi mirada. Nunca, du-rante estos largos y lánguidos días de verano, me di-rigió la vista. Miraba hacia el cielo invisible. Mi-raba a la calle demasiado visible. Pero no me mira-ba a mí.
Empecé a temer que lo hiciera. Me deleitaba de tal modo verla sin que ella se fijara en mí. La razón es obvia. Si ella no me miraba, yo podía observarla con insistencia. Con impunidad. ¿Qué no vi en mi mara-villada criatura? Su larga cabellera rubia, mecida en realidad por el ventilador que ronroneaba a sus espal-das aunque, a mis ojos, mecida por el flujo de un maravilloso e invisible río que le bañaba el pelo en ondas refulgentes. Y sus ojos, por oscuros, eran más líquidos que el verde del mar o el azul del cielo. Me imaginaba una noche en la que el mar y el cielo se fundían sexualmente en los ojos de esa "hermosa nin-fa", como empecé a llamarla. Que me diera trato de ajeno, de invisible, sólo aumentaba, en el gozo de verla sin obstáculos, mi placer y mi de-seo, aunque éste con-sistiese más en verla que en poseerla. En adivi-narla más que en saberla...
¿No era su lejanía -natural, indiferente a mi persona o inconsciente de ella- el trato perfecto que por ahora deseaba?
¿Iba a enriquecerme más cualquier acuerdo coti-diano con ella que esta idealización a la que la sometí durante el mes de ausencia con goce de sueldo que le sonsaqué a la compañía?
¿Viviría yo mejor de mis deseos que de su reali-zación?
¿Era mi mal -la lejanía- el bien mayor del amor, del arrebato, de la pa-sión erótica que esta mu-jer sin nombre hizo nacer en mi pecho?
Mi ninfa.
¿Podían su piel, su tacto, sus inciertos besos, sa-tisfacerme más que la distancia que me permitía mi-rarla -poseerla- por completo?
¿Por completo? No, ya indiqué que por más que se asomara a la venta-na, el marco la cortaba debajo de los senos. Lo demás, del pecho para abajo, era el misterio de mi amor.
Mi amor.
Me atreví a llamarla así no porque ignorase su nombre, sino porque ella no era, ni sería nunca, otra cosa: Mi amor. Dos palabras dichas y senti-das, cuando son verdaderas, siempre por primera vez, jamás precedi-das de una sensación, no sólo ante-rior, sino más poderosa y cierta, que ellas mismas. Mi amor.

Imaginen un ánfora vacía, una vida joven como la mía, sin proximidad afectiva, sin relación sexual femenina o masculina, pero también sin sustitutos fáciles -pornografía, onanismo- que me rebajasen ante mí mismo. Educado por los jesuitas, nunca me dejé engañar por sus prédi-cas de castidad, sabiendo que ellos mismos no las practicaban. El rigor de la abstinencia me lo impuse por voluntad propia y para someter a prueba mi voluntad. Alguna vez sucumbí a la tentación del prostíbulo. ¿Por qué no me metí de cura sólo para dar el ejemplo? El hecho es que en Londres encontré la necesaria sublimación de mis instintos animales.

El teatro. El teatro era mi catarsis no sólo emo-cional sino sexual. Toda mi energía erótica, mi libido entera, la dejaba en la butaca del teatro. Mi fuerza viril se me desparramaba. Mediante la emoción escé-nica as-cendía de mi sexo a mi plexo y de allí a mi corazón batiente sólo para instalarse como una reina en mi cabeza. Mi cabeza ya no de espectador sino de actor a la orilla del escenario, viviendo la emoción del teatro como un participante indispensable. La audien-cia. Yo era el público de la obra. Sin mi presencia, la obra tendría lugar ante un teatro vacío.
Ven ustedes cómo pude trasladar esta emoción teatral a la pura visión de mi amor, la chica de la ven-tana, y convencerme de que bastaba esta liga visual para satisfacerme plenamente. La florecilla, en una escena de película que edité hace tiempo, le pide a un hombre que está a punto de cortarla que no lo haga. Que no la condene a perecer a cam-bio de uno o dos días de placer. Yo tampoco quería que mi amor se marchitara si lo arrancaba de la tierra de mis ojos.
Esta era, ven ustedes, la intención verdadera, pura en extremo, de mi obsesiva relación con la muchacha de la ventana. Y sin embargo, tenía que luchar contra la perversa noción de mi persona que me pedía ha-blarle, establecer contacto, escucharla...
Una sola vez supe que ella estaba a punto de des-viar esa su mirada au-sente para fijarla en mí. Sentí terror. Con un movimiento brusco me aparté de la ventana y me cubrí, cobardemente, con la cortina. Allí, como una araña invisible, quise ver con lucidez las dimensiones de mi estrategia. Como una cucaracha me hundí en la oscuridad anónima del cortinaje, más temeroso de lo que deseaba que de lo que temía. Miedo al miedo.

Acaso mi terror no era vano. Cuando me asomé de nuevo a la ventana, vi a mi amada con la cabeza coronada de flores. Caminaba acercándose y aleján-dose de la ventana. Cuando más cerca estuvo, vi cla-ramente que cerraba los ojos y movía los labios, como si rezara...


3

Los días pasaban y nada agotaba el manantial de mi deseo. La mujer, para ser mía (de mi deseo), me era vedada. Las luces de mi habitación se prendían y se apagaban. Se me ocurrió que así como yo la miro cuando enciende la luz o corre las cortinas o la ilu-mina el sol, ¿me mi-raría ella a mí sólo cuando sepa que yo no la estoy observando? Nunca me mira cuando podría verme. ¿Me verá cuando yo no lo sepa?
Ya anticipan ustedes la decisión que entonces tomé. Yo no dormiría nunca en espera de que ella me dirigiese la mirada. Al principio, aco-modé mis hora-rios de sueño a los suyos. De doce de la noche a once de la mañana, ella desaparecía detrás de las cortinas... Pero un día tuve una sospecha fatal. ¿Y si ella aprove-chaba los horarios del sueño para dirigirme la mirada y sólo encontraba unos batientes cerrados? Podía, aca-so, ser tan pudorosa que sólo buscase mi mirada cuando sabía que yo no se la podía devolver.
Nada confirmaba esta sospecha. Por eso se con-virtió en acertijo y me condenó a una vigilia perpe-tua. Quiero decir: me instalé en el centro del marco de mi ventana día y noche, dispuesto a no perder el mo-mento en que mi ninfa sucumbiese a la atracción de mi mirada y me ofrendase la suya.

Debo añadir que a estas alturas una especie de razón de la sinrazón había penetrado mi cerebro. Era esta. Ella me obedecía. Era yo quien anticipaba los movimientos de ella. Yo, sólo yo, le impedía dirigirme la mirada. Yo era el autor de mi propia tortura. Yo, sólo yo, podía orde-narle:
-Mírame.
Me pregunto: ¿es la necesidad tan loable como la paciencia o la bon-dad?
Mi médico español me había dado dosis suficien-tes de diazepam para apacentar mi insomnio. Me juz-gaba un hombre, a pesar de todo, razo-nable. La soledad no espanta a los hispanos. La cultivamos, la nombra-mos, la ponemos a la cabeza -es el título- de nues-tros libros. Ningún latino se ha muerto de soledad. Eso se lo dejamos a los escandinavos. Somos capaces de des-terrar la soledad con el sueño y suplir la compa-ñía con la imaginación. De tal suerte que me bastaba abando-nar los barbitúricos para instalarme en una vigilia salvadora que no perdiese un instante de lo que aconteciera en la obsesiva ventana de mi amada. Y si la vigilia me traicionaba, el doctor me daría anfetaminas.
Claro que no pude mantener este programa de vigilia perpetua. Cabe-ceando a veces, profundamen-te dormido otras, despertado con el so-bresalto de un íncubo, azotándome mentalmente por la indiscipli-na de caer dormido, temblando de miedo porque ella pudo aparecer y verme durmiendo, aplazando la visi-ta al doctor (¿quién no lo hace?) me com-pensaba de estos terrores la convicción de que, viviendo un si-lencio tan sólido, hasta la mirada haría ruido. Si ella me mirase, me despertaría con sus ojos sonoros como una campana. Esto me consolaba. Quizá nuestro destino sería sólo este. Vernos de lejos.

Se cumplían ya veinticinco días de la vida con mi amor de la ventana. Mi ninfa.
Una noche, con mis luces apagadas para que ella no se sintiera obser-vada -aunque supiese que esto no era cierto, ya que lo desmentían las horas de sol-, la muchacha se acercó a la ventana. La miré como siem-pre. Pero esta vez, por vez primera, ella no sólo movió los labios. Los unió primero. Enseguida los movió en silencio y lanzó un mugido.
Un mugido animal, de vaca, pero también elemental como el poderoso rumor del viento y terrible como el grito iracundo de una amante des-pechada.
Mugió.
Mugió y me miró por primera vez.
Creí que me iba a convertir en piedra.
Pero ella no era la Medusa.
Su mirada, acompañada de ese mugido feroz y plañidero a un tiempo, era de abandono, era de soco-rro, era de locura.
La voz me atravesó con tal fuerza que me obligó a cerrar los ojos.
Cuando los abrí, la ventana de enfrente estaba cerrada. Las cortinas unidas. Y el apartamento, desde ese momento, vacío.
Ella se fue.


El escenario

4

Regresé a mi rutina. La salud mental me ordenaba que pusiese detrás de mí la enfermiza obsesión que me mantuvo casi un mes pegado a la ventana. El ejerci-cio de la vigilia, debo admitirlo, aguza las facultades. Regresé al trabajo con un renovado sentido del deber. Esto fue notado y aprobado (a regañadientes) por mis superiores. Como tenían el pre-juicio de que todos los mexicanos somos holgazanes y que sólo aspira-mos a dormir largas siestas a la sombra del sombrero, mi dili-gencia les llamaba la atención, aunque la reserva inglesa les impidiese alabarla. A lo sumo, un Right on, old chap.
No esperaba diplomas en la oficina. Mi deleite era nuevamente ver tea-tro y ahora, a medida que se disipaba mi obsesión amorosa, regresó con ímpetu acrecentado mi deseo de sentarme en una platea y elevar-me a ese cielo del verbo y de la imaginación que es la obra teatral. Co-mo siempre, ese verano del año 03, había de dónde escoger. Ibsen y Strindberg estaban de moda. Ian MacKellan bailaba en el Lyric una Danza de la muerte en la que el genio de Strind-berg arranca con la dis-puta agria de un matrimonio intolerable y termina, contra toda expec-tativa, en la reconciliación con la esposa -Frances de la Tour-, revelan-do que el rostro de esa pareja agria ha sido el amor y su máscara, el odio. Me encaramé a las gradas del Donmar para admirar a Michael Sheen resuci-tando el Calígula de Camus como si lo cegara la mis-ma luz que lo revela, la luz del poder.
-Regresaré -dice el monstruoso César cuando acaba de morir-. Estoy vivo.

Siempre regresan, porque son uno solo. La tira-nía es una hidra. Corta una de sus cabezas y renacen cien, dijo Corneille en Cinna.
Como contraste, fui ese verano al apartado Al-meida a ver a Natasha Ri-chardson en La dama del mar de Ibsen, el doble papel de una mujer que vive la vida cotidiana en tierra y otra vida, la de excepción, en el mar. Sólo encuentra la paz en el silencio, protegida por el cuerpo de su esposo... Y al céntrico Wyndhams a ver el Cosí é se vi pare de Pirande-llo. Un brillante ejercicio de Joan Plowright sobre la locura como pre-tensión personal. Pero acaso nada me reservó más gusto que aplaudir a Ralph Fiennes en otra resurrec-ción tan temida como la del emperador Calígula, el Brand fundamentalista, intransigente, el pastor pro-testante que todo lo condena porque nada puede sa-tisfacer la exigencia absoluta de Dios. El genio de Ibsen, su profunda intuición política, aparece dra-máticamente cuando el antagonista de Brand se le enfrenta con una intolerancia superior a la de Brand. Ver esta obra en los trágicos días de la invasión y ocu-pación de Iraq por el fundamentalismo norteamerica-no me convenció de que el siglo XXI será peor que el XX, sus crímenes mayores, e impunes los criminales, porque ahora el agresor no tiene, por primera vez desde la Roma de Calígula, contrincante a la vista. Calí-gula pasó como una sombra por el escenario de Brand.
Bueno, esto -el verano teatral del año 2003 en Londres- me compensa-ba, digo, de todo lo demás. Los desastres de la guerra. La rutina del trabajo. Y la desaparición de la mujer de la ventana. Noten bien: ya no era "la muchacha", "la chica", ya no era "mi amor". Era, como en un reparto teatral de vanguar-dia, "la mujer". Yo sabía, parafraseando a Cortázar, que nunca más encontraría a La Ninfa...

Brand se representaba en mi teatro favorito, el Royal Haymarket a dos cuadras de Picadilly. Si asociamos el teatro británico a una riquísima tradición ininterrumpida, ¿hay espacio que la confirme con más bella vi-sibilidad que éste? Data de 1720 y lo constru-yó un carpintero, lo remo-deló el famoso John Nash en 1821 y por sus tablas han pasado Ellen Terry y Marie Tempest, Ralph Richardson y Alec Guinness. Colecciono datos curiosos, dada mi insaciable vora-cidad teatral. Aquí se inauguró la costumbre de la matiné, se inauguró también la luz eléctrica teatral y se abolió -con escándalo- el foso orquestal.

Si distraigo al lector con estos detalles es sólo para dar prueba de mi pasión por la escena.
Sí, soy el amante del teatro.
A la salida de la representación de Ibsen vi el anuncio.
Próximamente se presentaría en el Haymarket un Hamlet protagonizado por Peter Massey. Di un salto de alegría. Massey era, junto con Fiennes, Mark Rylance y Michael Sheen, la promesa, más joven aún que éstos, de la escena inglesa. Tarde o temprano de-bía abordar el papel más prestigioso del teatro mun-dial, la prueba que en su momento, para ce-ñir sus lauros, debieron pasar Barrymore, Gielgud, Olivier, Burton, O'Toole... ¿Cuándo se estrenaría la obra? pregunté en taquilla.
-Están ensayando.
-¿Cuándo?
-Octubre.
-¿Tanto?
-El director es muy exigente. Ensaya la obra por lo menos con tres me-ses de anticipación.
-¿Puedo comprar ya un boleto para el estreno?
-Primero ven la obra los patrocinadores, luego los críticos.
-Ya lo sé. Y yo, ¿cuándo?
-La tercera semana de octubre.
-¿Quién trabaja, además de Massey?
El taquillero sonrió.
-Señor. Cuando Massey es la estrella, sobra y basta. No se dan a cono-cer los nombres de los demás actores.
-Y ellos, ¿soportan tanta vanidad?
El agrio señor de la taquilla se encogió de hom-bros.

Perdí la paz tan anhelada. Una explicable impa-ciencia atribuló mis días. La expectativa me devora-ba. ¡Massey en Hamlet. Era un sueño. Jamás había conseguido boletos para aplaudir a este muy joven actor. Su ca-rrera, fulgurante, se había iniciado hace apenas un año, con una reposi-ción de Fantasmas de Ibsen donde Massey hacía el papel del condenado joven Oswald en una adaptación moderna que susti-tuía la mortífera sí-filis del siglo XIX por el no menos terrible sida del XX. Unánimemente, el público y la crítica se volcaron en elogios a la inteligencia y sensi-bilidad de Peter Massey para cambiar los calendarios del joven Oswald ahondando, en vez de disiparlo, el drama de la madre culpable y del hijo moribundo.

Llegué temprano al Royal Haymarket la noche de octubre indicada en mi boleto. Quería integrarme, si fuese posible en soledad, al teatro opulento, con sus tres niveles de butacas y sus cuatro balcones dando la cara al soberbio marco dorado de la escena, la cortina azul rey y el escudo triunfal a la cabeza del cuadro escénico, Dieu et mon droit, el león y el uni-cornio. Los espacios de mármol a ambos lados del marco de oro le daban aún más solidez a la escena, invisible en ese momento, destilando su misterio para acostumbrarnos al silencio expectante que acompa-ña el lento ascenso del telón sobre las almenas de El-sinore y la noche del fantasma del padre de Hamlet.
Shakespeare, sabiamente, excluye al protagonis-ta de esta escena ini-cial. Hamlet no está presente en las almenas. Lo precede el fantasma y ese fantasma es su padre. Hamlet sólo aparece en la segunda escena, la corte de Claudio el rey usurpador y la madre del príncipe, Gertrudis. Se trata aquí de darle permiso a Laertes de regresar a Francia. Hamlet queda solo y recita el primer gran monólogo,

Ay, que esta mancillada carne se disuelva
y se derrita hasta ser rocío...

que en realidad es una diatriba antifemenina -Fragilidad, tu nombre es mujer- y antimaternal.
Acusa a la suya de gozar en sábanas de incesto y sólo entonces, bien establecidas las razones de Hamlet contra el rey usurpador y la madre infiel, entran los amigos a contarle que el fantasma del padre recorre las murallas del castillo. Sale Hamlet con violencia a esperar, paciente-mente, el arribo de la noche.
Ahora entran al escenario vacío Laertes y su her-mana Ofelia.
Me clavé en el asiento como un ajusticiado a la silla eléctrica. Hundí mi espalda al respaldo. Estiré involuntariamente las piernas hasta pegar contra el respaldo de la butaca que me precedía. Una mirada de enojo se volvió a mirarme. Yo ya no estaba allí. Quiero decir, estaba como está un árbol plantado en la tierra o los torreones del castillo a las rocas de la costa. Lo que el público debió agradecerme es que no gritara en voz alta. La muchacha, la mujer de la ventana, mi amor perdido, había entrado al escenario, acompañando a Laertes.

Era ella, no podía ser sino ella. La distancia entre mi butaca y el tablado era mayor, es cierto, que el corto espacio entre mi ventana y la suya, pero mis sentidos enteros, después de veinticinco días de vigi-lia supre-ma, no podían equivocarse.
Mi amada era Ofelia.
Sólo la distinguían las cejas, antes depiladas, ahora pintadas. Supe por qué. Su máscara requería antes un rostro similar a una tela vacía. Yo conocí la tela. Aho-ra miraba la máscara.
No escuché las primeras palabras de la joven ac-triz, las sabía de me-moria, me las dirigía a mí, claro que sí, lo supe sin oírla, pues mis oídos estaban tapo-neados por la emoción.

OFELIA: ¿Lo dudas?

¿A quién le hablaba? ¿A Laertes? ¿A mí? ¿Al her-mano? ¿Al amante?
El lector comprenderá que la emoción me avasa-lló a tal grado que hube de levantarme y pedir excu-sas -mal recibidas- para salir, atropelladamente, de la fila asignada, correr por el pasillo sin atreverme a mirar hacia atrás, ganar la calle, apoyarme contra una de las columnas del pórtico de entrada, contarlas idiotamente -eran seis- y encaminar mis pasos inciertos hacia mi propia casa...
Allí, recostado, sosegado, con las manos unidas en la nuca, me dije con toda sencillez que mi excita-ción -¿mi arrobo?- era natural. ¿No había sido intensa mi relación con la muchacha vecina? ¿No era, precisa-mente, el amor nunca consumado el más ardiente de todos, el más condenado, también, por los padres de la Iglesia porque inflamaba la pasión a tem-peraturas de pecado? Sabiduría eclesiástica, esta que pon-tificaban los jesuitas en mi escuela mexicana: el sexo consumado apa-cigua primero, luego se vuelve costumbre y la costumbre engendra el tedio... Sus razones tendrían.
Ningún razonamiento, empero, lograba apaci-guar el acelerado latir de mi pecho o abatir mi deci-sión:
-Iré de nuevo al teatro, con serenidad, mañana mismo.

No. La obra era un éxito y tendría que esperarme diez días -hasta fina-les de octubre- para verla. Mi decisión fue temeraria. Compré boletos para cin-co noches seguidas en la primera semana de noviem-bre.


5

Me salto los acontecimientos de las cuatro semanas que siguieron. Los omito porque no tienen el menor interés. Son la crónica de una rutina prevista (sí, soy lector de García Márquez). La rutina -casa, trabajo, comidas, sueño, aseo, miradas furtivas a la venta-na vecina- no da cuenta de la turbulencia de mi ánimo.
Intentaba poner en orden mis pensamientos. Claro, Ofelia -ahora podía llamarla así- estaba encerrada ensayando su papel. Concentrada, no te-nía tiempo ni ganas de distraerse. Si su propia venta-na era un muro, ¿cómo no iba a serlo la mía? Yo había sido ya, sin sospecharlo, su cuarta pared. Y su primer espectador.
Como en el teatro, nos había separado la necesa-ria ilusión. Un intér-prete (a menos que sea un cómi-co morcillero) no debe admitir que un público heterogéneo lo está mirando. El actor debe colgar una cortina invisible entre su presencia en la obra y la del público en las plateas.
Caí en la cuenta. Yo había sido el público invi-sible de Ofelia mientras ella ensayaba su papel en Hamlet. Ella sabía que yo la miraba, pero no podía admitirlo sin arruinar su propia distancia de actriz, destruyendo la ilusión escénica. Fui su perfecto co-nejillo de Indias. ¡De Indias! Mis me-xicanísimos com-plejos de inferioridad salieron a borbotones, acompa-ñados de una decisión. Regresaría al teatro en las fechas previstas. Ve-ría con atención y respeto la actuación de Ofelia. Y sólo entonces, ha-biendo pagado este óbolo, decidiría qué hacer. Purgarme de ella, asi-milarla como lo que era, actriz profesional. O ir, esta vez, a tocar a su camerino, presentándome:
-Soy su vecino. ¿Se acuerda?
Lo peor que podía sucederme es que me diera con la puerta en las nari-ces. Eso mismo me curaría de mis amatorias ilusiones.

Así, regresé al Royal Haymarket el 4 de noviem-bre. Tenía lugar en la onceava fila. Lejos del escena-rio. Se levantó el telón azul. Sucedió lo que ya sabía. Apareció Ofelia, vestida toda ella de gasas blancas, calza-da con sandalias doradas, peinada con el pelo rubio suelto pero trenza-do, alternando, en un simbó-lico detalle de dirección, a la Ofelia inocen-te, fiel y sensata del principio, con la Ofelia loca del final.
Yo había leído con avidez las crónicas del estre-no. En todas encontré elogios desmedidos a la actua-ción estelar de Peter Massey, pero ningu-na mención de los demás actores.
Había llamado a uno de los diarios para pregun-tar, en la sección de es-pectáculos, la razón de este si-lencio. Mi pregunta fue recibida, una vez con una risa sarcástica, las otras dos con silencios taimados.
Sólo en la BBC un periodista boliviano de la rama en español me dijo:
-Parece que hay un acuerdo no dicho entre los empresarios y los cro-nistas.
-¿Un acuerdo tácito? -me permití enriquecer el vocabulario del Alto Perú con cierta soberbia mexi-cana, lo admito.
-¿De qué se trata?
-De la soberbia de Massey.
-No entiendo.
-¿No conoces la vanidad, manito? -se vengó de mí el boliviano-. Massey sólo actúa si la prensa se com-promete a no mencionar a nadie del re-parto más que a él.
-¡Qué arrogancia!
-Sí, es una diva...
Lo dijo con un toquecillo de envidia, como si le reprochase a Chile no darle a Bolivia acceso al mar...
Por eso, en el programa del teatro, no había más crédito de interpreta-ción que
PETER MASSEY
es
HAMLET

Digo que sufrí con atención anhelante mi segunda visita al teatro y el paso de las dos primeras escenas -la aparición del fantasma, la corte de Elsinore y el monólogo de Hamlet- en espera del diálogo entre Laertes y su hermana Ofelia, así como la primera lí-nea de ésta:

OFELIA: ¿Lo dudas?

Pero de la boca de la actriz no salió palabra. Sólo movió, en silencio, los labios. Laertes, como si la hu-biese escuchado, continuó analizando la frivolidad sen-timental de Hamlet y precaviendo a Ofelia. Hamlet es dul-ce pero pasajero, es el perfume de un minuto... Seguramente, Peter Massey se regocijaba con estas palabras. Al demonio.
Ofelia debe decir entonces: -¿Nada más que eso?
La actriz -mi ninfa, mi Ofelia- movió los la-bios sin emitir sonido. Laertes se lanzó a un extenso soliloquio y yo, por segunda vez, huí del teatro atro-pelladamente, preguntándome ¿por qué nadie ha es-crito que en esta versión Ofelia es muda? ¿Lo es la actriz? ¿O se trata de un capricho omnipotente, van-guardista o acaso perverso, del actor y director Mas-sey? Seguramente el público comentaría el hecho insólito: la heroína de la tragedia no decía nada, sólo movía los labios.

De nuevo en la calle, me apoyé contra la colum-na y revisé el programa.

PETER MASSEY
es
HAMLET

y más abajo:

DIRIGIDA POR PETER MASSEY

y aún más abajo:
Se ruega al público no comentar las revoluciona-rias innovaciones de esta mise-en-scéne. Quienes lo hagan, serán juzgados traidores a las tradicio-nes del teatro británico.
¡Traidor! Y sin embargo, dada la pasión por el teatro en la Gran Breta-ña, yo no dudaba de que, au-nada a la pasión por las novelas de detec-tives, una buena porción del público -y la prensa, encantada con el misterio que vendía periódicos- jugaría el juego de este caprichoso, va-nidoso y cruel director-actor, Peter Massey.
Aunque, pensé, otra parte no lo haría. En más de un pub, en más de una cena en The Boltons, se comentaría la audacia de Massey: silenciar a Ofelia.
Nadie en mi oficina había visto la obra. El boli-viano ya me había con-testado una vez con impacien-cia. No lo volvería a importunar. Debía gozar el hecho de vivir en una isla con infinitas salidas al mar. ¡Titi-caca!, lo maldije y me arrepentí. Bolivia me pone ner-vioso, claustrofóbico, pero de eso Bolivia no tiene la culpa... El nerviosismo me ganaba. Debía llegar sereno a mi tercera asistencia al Hamlet del Royal Hay-market.
Hamlet habla con el fantasma de su padre. No habla con Ofelia. Ofelia escucha consejos de su pa-dre, Polonio. Pero ella sólo mueve los labios.
Me di cuenta. Ofelia no sólo habla poco en la obra. Es un personaje pa-sivo. Recibe lecciones de su padre y de su hermano y en vez de relatar la visita que Hamlet, a medio vestir, le hace en su clóset, ella actúa la escena. Hamlet medio desnudo -Massey se delei-ta exhibiendo su es-belta y juvenil figura- acaricia el rostro de mi amada, suspira y la suelta como una pren-da indeseable. Donde puede, Massey sustituye el monó-logo por la acción.

El odio y la envidia me desbordaron.
Ofelia no volvería a decir nada hasta el tercer acto, apenas una frase.

OFELIA: Ojalá.

Y ahora, ni esa frase le era permitida por el tirano que, segundos más tarde se luciría como un pavo-rreal, entonando el "Ser o no ser". Al tér-mino del monólogo, entra "la dulce Ofelia", se atreve a llamarla "ninfa", hasta eso me arrebata este divo vanidoso y prepotente, la llama "la ninfa" a cuyas oraciones en-comienda Hamlet la memoria de sus peca-dos -pero este Hamlet le habla a mi Ofelia como si el verdadero fan-tasma de la obra fuese ella, da por sentadas sus preguntas y respues-tas, sólo él se deja escuchar, ella mueve los labios en silencio, exacta-mente como lo hacía frente a mi ventana y él perora sin cesar, enci-mando sus palabras al silencio de mi Ofelia, hasta que entra la tropa de comediantes, es "capturada la conciencia del rey" Claudio, Hamlet visita y violenta a su madre y, de paso, atraviesa con una espada a Po-lonio el padre de Ofelia. Hamlet obedece las suge-rencias de Rosencrantz y Guildenstern, parte a Francia y cae el telón sobre la primera parte.
Durante el intermedio pedí una copa de cham-paña en el bar y traté de escuchar los comentarios del relajado público. Hablaban de todo, menos de la obra. Hastiado, angustiado, abandoné otra vez el teatro, dis-puesto a regresar la siguiente noche, pero sólo a partir del intermedio, acosado por preguntas sin respuesta. El silencio de Ofelia ¿era sólo un capricho del director? ¿Massey da por descontado que todos co-nocen el parlamento de Ofelia? ¡Y ella, en verdad, dice tan poco en la obra! Sonreí a pesar mío. ¡Traten de callar a Lady Macbeth! ¿Sería sorda mi Ofelia? ¿Escuchaba a los demás actores? ¿O sólo les leía los labios? ¿Cómo no aproveché para hablarle de venta-na a ventana como mimo, sin decir palabra? Y si me hubiese contestado, ¿qué me habría dicho?
Me di cuenta de que Ofelia no usaba en escena el lenguaje de señas de los mudos porque no se diri-gía a los mudos, sino al público en general. Pues aho-ra venía la gran escena de Ofelia, su locura por haber perdido al padre y acaso por saber que Hamlet lo mató. Ahora la Ofelia loca de-bería cantar y recitar enigmas:

-¿Cómo distinguir el verdadero amor?
-Dicen que la lechuza era hija del panadero.
-Sabemos quiénes somos pero no quiénes podemos ser.
-Mañana es día de San Valentín.

Para terminar, conmovedoramente, pidiendo a todos que pasen buenas noches.

No, no pronunció palabra, pero yo no tuve más remedio que reconocer el genio de Peter Massey. El silencio era, desde siempre, la locura de Ofelia. Sus actos debían revelar sus palabras, pues éstas no eran más que sus pensamientos verbalizados y un pensa-miento no necesita de-cirse para entenderse.
Empecé a escuchar músicas, campanas dentro de mi cabeza, seguro de que lo mismo le pasaba a Ofelia.
¡Ofelia era el fantasma de Hamlet! ¡Su doble femenino!
Me incorporé bruscamente y grité:
-¡Ofelia! ¡Canta!
Las voces del público me acallaron con irrita-ción violenta. Un shhhhh! veloz y cortante como una navaja -el puñal desnudo de Hamlet, sí- me acalló.

Abrumado, abochornado, atarantado, abando-né el teatro. Sólo me que-daba una función. La de mañana.
Ahora, en la prepresentación del quinto día, ocupaba butaca de primera fila. Concentré mi aten-ción, mi mirada, mi repetición en silencio de las palabras robadas a Ofelia hasta llegar a la escena de la locura.
Entonces ocurrió el milagro.
Cantando en silencio.
Este momento nunca regresará.
Se fue, se fue. ¡Dios tenga piedad de mi alma!
Ofelia me miró, directamente a los ojos. Yo esta-ba, digo, en primera fi-la. Quizás, todas las noches, Ofelia decía adiós de esta manera, selec-cionando a un espectador para imprimir sobre una sola persona del pú-blico todo el horror de su locura.
Esta noche yo fui ese espectador privilegiado. Pero enseguida me di cuenta de que la mirada de Ofelia no estaba prevista en la dirección es-cénica. Ofelia me sostuvo la mirada que yo le correspondí. En ella iba el mensaje de toda mi pasión por ella, toda la melan-colía de nunca haber-nos amado físicamente.
El público se dio cuenta. Hubo un movimiento nervioso en la sala. Mur-mullos desconcertados. Cayó el misericordioso telón del intermedio. Regresé a casa. No quería saber que Ofelia moriría en el siguiente acto. No lo quería saber porque imaginé, enloqueci-do, que Peter Massey era capaz de matarla en verdad esta noche porque la actriz quebró el pacto escénico y se dirigió a un espectador.
A mí. Sólo a mí.

6

Esa noche soñé que violaba a una mujer que no po-día gritar. Y si no podía gritar, ¿por qué no matarla en vez de poseerla?
Mi verdadero terror era saber que las representa-ciones terminarían y Ofelia desaparecería para siem-pre de mi vida. El tiránico Massey limita-ba el número de representaciones -nunca más de dos meses- a fin de mantener al rojo vivo el interés de la obra. No toleraba, prejuzgué, una lenta extinción del fuego teatral. Era, perversamente, un entusiasta -es de-cir, un hombre poseído por los Dioses... Cada pro-fesión tiene los su-yos, pero los manes del teatro son los más exigentes porque son los más generosos. Lo dan todo o no dan nada. En el teatro no hay térmi-nos medios.

Yo tenía que ver la obra por última vez. No ha-bía boletos. ¿Podía al menos sentarme en el teatro vacío antes de la representación? Era un estudiante latinoamericano (huerfanito tercermundista, pues...). Lo que me interesaba era explorar el teatro como es-pacio, precisamente, va-cío, sin público ni representa-ción. Adivinar sus vibraciones solitarias. Como dicen que los rieles de ferrocarril se encogen y recogen físi-camente para recibir el impacto de un tren.
Mi anti-guo profesor de Cambridge, Stephen Boldy, llamó al teatro para acreditar mi bona fides y yo mismo me comporté, durante los tres días que quedaban, sentándome muy quietecito con un cuaderno de notas y el texto Penguin de Hamlet.
En verdad, esperaba sin esperanza -I hoped against hope- que algún ensayo imprevisto, un afi-namiento de última hora, trajese al escenario vacío al director, a los actores.
A Ofelia.
No fue así y la última representación se iniciaba. Hice lo que se acos-tumbra. Adquirí boleto para ver la obra de pie y desde el tercer piso. Desde allí, noté los asientos vacíos durante el primer acto. Jamás se pre-sentaban al segundo. Por fortuna, había un lugar vacío en la primera fila. Lo ocupé. Se levantó el telón.

No lo sabía. Pero lo sospeché. En vez de referir la muerte de Ofelia a su hermano Laertes por voz del rey Claudio, Peter Massey, a medida que los actores hablaban, abrió un espacio en la fosa de orquesta. Era un río dentro del teatro y el cadáver de Ofelia pasó flotando, acompañada por las flores de la muer-te; margaritas y ortigas, aciano y dedos-de-muerto, púrpuras largas; las amplias faldas flotando; Ofelia semejante a una sirena que se hunde bajo el peso del légamo...
En ese instante quise saltar de mi butaca al esce-nario para salvar a mi amada, rescatar a Ofelia de su muerte por agua, abrazarla, besarla, devolverle su aliento fugitivo con el mío desesperado, empaparme con ella, darme cuenta de que era cierto, Ofelia esta-ba muerta, ahogada. Había muerto esa noche de la representación final.
Juro que no era mi intención. Sólo que Ofelia, flotando en el agua agi-tada de stage down cantando "viejas canciones" (como le informase la Reina a Laertes) pero ahora sin voz, alargó la mano fuera de la fluyente piscina teatral y me arrojó una flor de aciano que se arrancó del pelo y que fue a dar a mi mano, pues era tal mi concentración en lo que ocu-rría que no podía faltar al deber de recibir la ofrenda de mi Ninfa antes de verla irse, flotando en el llanto del arroyo, con su ropa de sirena, ha-cia su tumba de agua y lodo...
Yo sólo prestaba atención a la flor que sostenía entre mis dedos. Al le-vantar la vista al escenario, me encontré con la mirada arrogante, de-testable, de este joven Júpiter de la escena, Peter Massey, su insolente belleza rubia, su figura de adolescente maldito, su estrecha cintura y piernas fuertes y camisa abierta, mirándome con furia, pretendiendo enseguida que lo ocurrido era parte de su puesta en escena originalí-sima, pero revelando en su mirada de diabólico tirano que esto no es-taba previsto, que Ofelia era su ninfa, no la mía, y que la entrega de la flor no formaba parte de un proyecto escénico de verdadera posesión del alma de Ofelia.
-Si Dios ha muerto -me decía en silencio la mirada asesina de Massey-, sólo quedan en su lugar el Demonio y el Ángel. Yo soy ambos. ¿Quién eres tú?

Concluyó la obra. Tronaron los aplausos. Sólo Peter Massey salió a reci-birlos. Los demás actores, como si no existieran. Lo que existía era la incon-mensurable vanidad de este hombre, este cuasi-ado-lescente cruel y prepotente, enamorado de sí y dueño de los demás sólo para engrandecer su propio poder. No había amor en su mirada. Había el odio del tirano hacia el rebelde anónimo e imprevisto. Insospe-chado.

Salí del teatro con mi flor en la mano, dándole la espalda a Peter Mas-sey, su vanagloria, sus revolucio-nes teatrales.
Quise imaginarlo viejo, solitario, ma-niático. Olvidado.  No pude. Massey era demasiado joven, bello, poderoso. ¿Qué sería de Ofelia después de esta representación final en el Royal Haymarket? Mañana -no, esta misma noche- la escenografía sería desmontada, los ropajes colgados en la guardarropía para otra, improbable ocasión. La ilusión teatral era eso. Espejismo, engaño, fantasma de sí misma.
Sentí la tentación de abrirme paso a los cameri-nos. Me detuve a tiem-po. Me arredró la idea de que Ofelia hubiese realmente muerto. Sacrifi-cada al rea-lismo revolucionario de Peter Massey. ¿Se atrevería él mis-mo, un día, a morir arañado por la daga envene-nada del feroz sargen-to, La Muerte? Entretanto, ¿ma-taría a sus anónimas heroínas, escondi-das durante meses enteros de ensayos solitarios?
Recordé a mi Ninfa paseándose por su apartamento, memorizando un papel sin palabras, ajena a la idea de que la representación teatral y el destino personal fuesen idénticos.

No quise averiguar. Quizás debería esperar a que Peter Massey, el jo-ven y perverso director que dirigía mi propia vida, repusiera algún día el Hamlet con una Ofelia que podía ser la mía u otra nueva. ¿Tendría yo el valor, en la siguiente ocasión, de acercarme al came-rino de la actriz y verla, por así decirlo, en persona? ¿Me expondría a encontrar, al abrirse la puerta, con una mujer desconocida? La muchacha de la ventana tenía las cejas depiladas. La del escenario, cejas grue-sas. ¿Me equivocaba identificándolas? ¿Aceptaría, más bien, que mi Ninfa permaneciese para siempre, a fin de ser realmente mía, en el misterio, parte de la hues-te invisible de todas las actrices que durante cuatro siglos han interpretado el papel de Ofelia?

7

No den ustedes crédito a la noticia aparecida hoy en los diarios. No es cierto que cuando Ofelia pasó flo-tando entre ortigas y acianos un es-pectador desqui-ciado saltó de su butaca de primera fila al escenario para rescatar a la actriz intérprete de Ofelia de la muerte por agua, be-sándola, devolviéndole el alien-to, empapado con ella, hasta darse cuenta de que Ofelia está ya realmente muerta, que él no había logrado devolverle a la heroína de Hamlet el aliento fugitivo con el suyo deses-perado.
Que Ofelia realmente había muerto la noche de la representación final.
Tampoco es verídico que ese ser desquiciado que gritaba palabras en un idioma inventado (era el castellano) sacase a Ofelia del agua en me-dio de la conmoción del auditorio y la parálisis incrédula de los actores -Claudio y Laertes-. Como tam-poco es cierto que mientras ese loco car-gaba a Ofe-lia ahogada, de entre bambalinas surgió Hamlet, el Príncipe de Dinamarca, el símbolo oscuro de La Duda, despojado esta vez de to-da incertidumbre, blandiendo el puñal desnudo del monólogo, levan-tando el brazo, hundiéndoselo al trastornado ex-tranjero -pues no era británico, obviamente- en la espalda.
Ofelia y el extraño cayeron juntos sobre el tablado.
Se dice que la obra continuó como si nada. El público estaba tan acos-tumbrado a la originalidad de Peter Massey. Un espectador que en rea-lidad era un actor no mencionado en el reparto -todos sabían que Mas-sey sólo se daba crédito a sí mismo- salió a rescatar el cadáver de Ofe-lia, recibiendo -del actor imprevisto, el intruso?- el puñal en la espalda.


La flor

8

El lector sabrá, si algún día lee estos papeles que he venido garaba-teando desde la noche que regresé del Royal Haymarket a mi flat a la vuelta de Wardour Street, que subí lentamente las escaleras, entré al apar-tamento pero no encendí las luces.
Tampoco miré fuera de mi ventana a la estancia de enfrente. Para mí, está cerrada, a oscuras, deshabi-tada. Para siempre.
Tomé un pequeño florero de los de Talavera que me envió de regalo de cumpleaños mi mamá desde México.
Con ternura, introduje en él el tallo largo de la flor de aciano, prueba única de la existencia de Ofelia. Me senté a contemplarla.
No quería que pasara un minuto sin que la flor me acompañara, de aquí al terrible momento de su propia muerte. Pues la flor de Ofelia prolon-gaba la vida de Ofelia.
La miré, fresca, azul, bella, esa noche y la siguiente. Llevo meses mi-rándola. La flor no se marchita.

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