CARTILLA ELECTRÓNICA DEL ESCRITOR J MÉNDEZ-LIMBRICK. Premio Nacional de Narrativa Alberto Cañas 2020. Premio Nacional Aquileo j. Echeverría novela 2010. Premio Editorial Costa Rica 2009. Premio UNA-Palabra 2004.
sábado, 8 de abril de 2017
Mempo Giardinelli. El género negro:Los apuntes de Chandler sobre la novela de misterio (extractos) .
Los apuntes de Chandler
sobre la novela de misterio
(extractos)
Como otra muestra de las preocupaciones chandlerianas sobre el género negro, hay que anotar que él tenía la costumbre de recopilar notas y observaciones de algunos de sus colegas. En The Notebooks... MacShane rescata las notas de Frank Gruber acerca de las novelas de misterio, que Chandler había recortado y comentado.
Hay que decir aquí que en los años 40, Gruber era uno de los más famosos escritores del género. Había comenzado como autor de novelas del Far West y era un reconocido guionista en Hollywood, donde creó luego una saga detectivesca con dos personajes: Johnny Fletcher y Simón Lash.
Entre las notas de Gruber figuraba una breve historia de la novela policial norteamericana, en la que aportaba datos muy interesantes como que las primeras obras del género, en los Estados Unidos y después de Poe, habían sido escritas por mujeres: El caso Leavenworth (1876) de Anna Katherine Green (“Todavía se puede leer hoy en día”, anotó Chandler al margen) y luego la novela El caso de la escalera circular, de Mary Roberts Rinehart, publicada en 1908 y que llevaba vendidos "tres millones de copias a la fecha”, según Chandler. Con esta novela se inició la larga producción de Rinehart, en un tiempo considerada antecesora de Agatha Christie.
Gruber destacaba a S.S.Van Dine como el autor más importante del género en los años 20 [82], pero subrayaba el surgimiento de Hammett en esa misma década inaugurando la escuela de los tough-writers. También hacía reflexiones sobre los tirajes de las obras de este género. Y es llamativa la información que manejaban, tanto Gruber como Chandler, sobre “la importante producción policial en Sudamérica, Francia y otras democracias europeas. Las dictaduras prohíben los libros policiales desde hace una década”.
En The notebooks... hay una interesante, irónica clasificación de las novelas policiales, la cual, aunque hoy puede parecer superada, muestra la autoconsciencia de Gruber (y de Chandler) en los años 40: “1) Cuento deductivo o enigmático (se centra en las pistas y la deducción); 2) Escuela dura (tough), violenta y dramática, con uso del sexo y palabras groseras; 3) Escuela ‘si-yo-hubiera-sabido’; 4) La detective vieja y solterona que resuelve casos de calzones de encaje; 5) El método del asesinato en cuarto cerrado; 6) El thriller (fuertes emociones y acción rápida); 7) Historia complicada en la que cualquier cosa puede suceder”.
Señalan esas notas, además, que antes de la Segunda Guerra Mundial la producción era de aproximadamente 300 títulos al año, pero en 1939 había descendido a 150. Según los apuntes de Gruber, de tono humorístico y por eso mismo cercanos al espíritu de Chandler, la crisis se debía a tres causas: “1) Poca existencia de papel; 2) que las fuerzas armadas han ocupado a muchos escritores del género; 3) que Frank Gruber está dejando de escribir novelas policiales y se marchó a Hollywood”.
Probablemente Chandler guardaba esas notas porque contenían un motivo de orgullo para él: en una lista en la que clasificaba a los diez mejores escritores del género, Gruber lo ubicaba en el tercer lugar. Para la vanidad de Chandler eso no era poco (aunque él diría más adelante que se consideraba el mejor). He aquí la lista de Gruber: “1º: Frank Gruber (naturalmente); 2º: Erle Stanley Gardner; 3º: Raymond Chandler; 4º: Georges Simenon (traducido del francés); 5º: Arthur W. Upfield (australiano); 6º: Agatha Christie; 7º: Ellery Queen (dos muchachos llamados Fred Dannay y Manfred Lee); 8º: Dorothy B. Hughes; 9º: Mignon Eberhart; 10°: No puedo pensar en un décimo".
Inmediatamente después de tales notas, y al margen de ellas, figuran algunas anotaciones del propio Chandler que constituyen un material riquísimo porque representan el más profundo pensamiento chandleriano sobre el género negro. He aquí algunos extractos de esos apuntes titulados “Twelve notes on the mystery novels” que traduje para las primeras ediciones de este libro:
DOCE NOTAS ACERCA DE LA NOVELA DE MISTERIO:
1.-Debe ser una novela con credibilidad, tanto en sus situaciones como en el desenlace; con acciones, personajes y circunstancias plausibles (no se valen los finales tramposos ni las manidas historias de “círculos cerrados”. Nada de elaborar escenarios tan sofisticados como los de Agatha Christie en Asesinato en el tren a Calais).
2.-Debe ser técnicamente solvente, sólida, tanto en el método de asesinar como en el de detección. Nada de venenos fantásticos ni efectos falsos. Si el detective es un policía, debe proceder como si lo fuera y tener la mentalidad y el físico de uno de ellos. Conan Doyle y Poe fueron primitivos en este arte. Ellos hicieron cosas que hoy no pueden admitirse (también las policías eran rudimentarias en sus tiempos). Conan Doyle mostró que no sabía todo acerca de Scotland Yard y sus hombres. Christie comete la misma estupidez.
3.-Hay que ser muy honesto con el lector, algo que siempre se dice pero no siempre se hace. Los hechos importantes no solo no hay que ocultarlos; tampoco hay que distorsionarlos con falsos énfasis. Y los hechos no importantes no deben ser proyectados como si lo fueran para engañar al lector. Este debe tener todos los elementos para resolver el problema; tampoco crear tramas que exijan conocimientos especiales en los lectores.
4.-Debe ser realista, tanto en los personajes, como en escenarios y atmósferas. Debe tratarse de gente real en un mundo real.
5.-Debe haber una historia convincente y sólida, aparte de los elementos policiacos. La investigación en sí misma debe ser una aventura digna de ser leída.
6.-Para lograr esto, la historia debe contener algo de suspenso, aunque sea solo intelectual. Esto no quiere decir que deba haber amenazas y menos quiere decir que el detective deba vivir amenazado gravemente. Debe haber conflictos, físicos, éticos o emocionales y solo algunos elementos de peligro en el más amplio sentido de la palabra.
7.-Debe haber colorido, elevación y cierto brío en la narración.
8.-Debe tener la suficiente simpleza esencial como para ser explicado todo al final. Posiblemente esta sea una de las reglas más frecuentemente violadas. El desenlace ideal es aquel en el cual todo se revela y explica en un momento de la acción. Pero esto es raro, porque todas las buenas ideas son raras. La explicación debe ser no demasiado breve (excepto en los guiones). Pero debe ser interesante en sí misma; algo que los lectores estén ansiosos por saber y no una nueva larga historia con nuevos ambientes, nuevos personajes y nuevas complicaciones. No es juego limpio hacer que el lector retenga miles de trivialidades para después decirle que dos o tres eran las decisivas. Ni debe hacerse que el lector sepa de química, metalurgia o las costumbres de la Patagonia.
9.-Debe esperarse que el receptor sea un lector razonablemente inteligente. Aunque esta es una cuestión muy difícil de definir.
10.-La solución debe verse inevitable una vez revelada. Esta es una regla importante en cualquier ficción. Hay que hacer que el lector no se sienta trampeado ni loco, o en todo caso que sienta que el engaño es honorable.
11.-No hay que hacer todo a la vez. Si se trata de una obra de enigma, más o menos fría, no puede también incluirse una aventura violenta ni un apasionado romance. Por otra parte, una atmósfera de terror destruye un pensamiento lógico. El detective no puede estar amenazado y ser un héroe al mismo tiempo; ni el asesino puede ser una víctima atormentada por las circunstancias y a la vez un pesado.
12.-Debe penarse al criminal en un sentido o en otro, pero no necesariamente mediante la acción legal. Contrariamente al criterio popular, este requerimiento no tiene nada que ver con la moralidad. Simplemente, es parte de la lógica de la detección.
Aunque el título refiere a doce notas o reglas, en realidad son más pues hay una addenda del propio Chandler, con fecha de revisión el 18 de abril de 1948, en la que se incluyen otras trece ideas sobre el género.
jueves, 6 de abril de 2017
Cuento. Roberto Bolaño. EL SECRETO DEL MAL.
Cuento. Roberto Bolaño.
EL SECRETO DEL MAL
Este cuento es muy simple aunque hubiera podido ser muy complicado. También: es un cuento inconcluso, porque este tipo de historias no tienen un final. Es de noche en París y un periodista norteamericano está durmiendo. De pronto suena el teléfono y alguien, en un inglés sin acento de ninguna parte, le pregunta por Joe A. Kelso. El periodista responde que es él y luego mira el reloj. Son las cuatro de la mañana y no ha dormido más de tres horas y está cansado. La voz al otro lado del teléfono le dice que tiene que verlo para transmitirle una información. El periodista pregunta de qué se trata. Como suele suceder con este tipo de llamadas, la voz no suelta prenda. El periodista le pide, al menos, una pista. La voz, en un inglés correctísimo, mucho mejor que el de Kelso, le dice que prefiere verlo personalmente. De inmediato, añade, no hay tiempo que perder. ¿En dónde?, inquiere Kelso. La voz menciona un puente de París. Y añade: En veinte minutos puede llegar caminando. El periodista, que ha tenido cientos de citas semejantes, contesta que en media hora estará allí. Mientras se viste piensa que es una manera bastante torpe de arruinarse la noche, pero al mismo tiempo se da cuenta, con un ligero asombro, de que ya no tiene sueño, que la llamada, pese a su previsibilidad, lo ha desvelado. Cuando llega al puente, cinco minutos más tarde de lo convenido, sólo ve coches. Durante un rato permanece quieto en un extremo, esperando. Luego cruza el puente, que sigue solitario, y tras aguardar unos minutos en el otro extremo finalmente vuelve a cruzarlo y decide dar por concluida la noche y volver a casa y dormir. Mientras camina de regreso a casa piensa en la voz: no era un norteamericano, de eso está seguro, tampoco era un inglés, aunque eso ya no podría asegurarlo. Tal vez un sudafricano o un australiano, piensa, o puede que un holandés, o alguien del norte de Europa que aprendió inglés en la escuela y que luego lo ha ido perfeccionando en distintos países angloparlantes. Cuando cruza una calle oye que alguien lo llama. Señor Kelso. De inmediato se da cuenta de que quien lo ha llamado es la persona que lo ha citado en el puente. La voz sale de un zaguán oscuro. Kelso hace el ademán de detenerse, pero la voz lo conmina a seguir caminando. Cuando llega a la siguiente esquina el periodista se da vuelta y ve que nadie lo sigue. Está tentado a volver sobre sus pasos, pero tras vacilar un instante decide que lo mejor es continuar su camino. De pronto un tipo surge de una bocacalle y lo saluda. Kelso devuelve el saludo. El tipo le tiende una mano. Sacha Pinsky, dice. Kelso estrecha su mano y dice, a su vez, su nombre. El tal Pinsky le palmea la espalda. Le pregunta si le apetece tomar un whisky. En realidad dice: un whiskycito. Le pregunta si tiene hambre. Asegura conocer un bar abierto a esa hora que vende croissants calientes, acabados de hacer. Kelso lo mira a la cara. Pinsky lleva sombrero pero aun así se puede apreciar una jeta blanca, pálida, como si hubiera estado muchos años recluido. ¿Pero en dónde?, piensa Kelso. En una cárcel o en una institución para enfermos mentales. De todas maneras, ya es tarde para echarse atrás y los croissants calientes seducen a Kelso. El local se llama Chez Pain y pese a estar en su barrio, si bien en una calle pequeña y poco frecuentada, es la primera vez que entra y posiblemente la primera vez que lo ve. Los establecimientos a los que suele acudir el periodista están, en su mayoría, en Montparnasse y son lugares aureolados con una cierta ambigua leyenda: el bar donde comió alguna vez Scott Fitzgerald, el bar donde Joyce y Beckett bebieron whisky irlandés, el bar de Hemingway y el bar de John Dos Passos y el bar de Truman Capote y Tennessee Williams. En Chez Pain los croissants son, efectivamente, buenos y están recién hechos y el café no está nada mal. Lo que lleva a Kelso a pensar que el tal Pinsky probablemente sea, posibilidad horrenda, un vecino del barrio. Mientras sopesa esta posibilidad, Kelso se estremece. Un pesado, un paranoico, un loco que observa sin ser, a su vez, observado, alguien a quien le costará sacarse de encima. Bien, dice finalmente, usted dirá. El tipo pálido, que no come y bebe a sorbitos una taza de café, lo mira y sonríe. Su sonrisa es, de alguna manera, una sonrisa en extremo triste, y también cansada, como si sólo con ella se permitiera exteriorizar el cansancio, el agotamiento y la falta de sueño. Cuando deja de sonreír, sin embargo, sus facciones recobran instantáneamente la gelidez.
miércoles, 5 de abril de 2017
Mempo Giardinelli. EL GÉNERO NEGRO.
El Chandler menos conocido.
textos y teorías
“El lápiz" no fue, sin embargo, la única sorpresa que aun después de muerto siguió deparando Raymond Chandler. Todavía es posible encontrar, cada tanto, algunas joyas como La Dalia Azul, que es otra de las obras muy poco conocidas de este autor, y que incluso suele no figurar en las bibliografías de su obra por la sencilla razón de que fue una novela trunca, que finalmente él mismo convirtió en guión para cine en marzo de 1945. [76]
Fue filmada con el mismo título por George Marshall al año siguiente, con producción de John Houseman y con Alan Ladd y Verónica Lake en los papeles estelares. Y fue además, y dicho sea como curiosidad, el único guión que Chandler escribió en Hollywood sobre una obra e idea propia.
Ese guión contiene, notoriamente, y aunque sin la presencia de Marlowe, todas las características chandlerianas, además de una finesseert la escritura completamente desusada para los guiones cinematográficos. Esto llama la atención porque aunque La dalia azul no es estructuralmente una novela se la lee como si lo fuera. Con el estilo inconfundible de Chandler, con diálogos ásperos y austeros, la tensión crece sin tregua alrededor de la historia de un oficial de la marina norteamericana que regresa de la guerra en el Pacífico y encuentra a su mujer con otro hombre. Este tema clásico fue descrito por Chandler con una sobriedad, un ascetismo y una violencia tal que obligó a que (en ese mismo 1945) el Departamento de Estado interviniera ante las autoridades de los estudios cinematográficos para obligarlos a suavizar el argumento, porque presentaba a un veterano de guerra como un criminal.
Se trata de una obra estupenda, que en la versión castellana se acompaña de excelentes trabajos del crítico uruguayo Homero Alsina Thevenet, el propio John Houseman y el editor Matthew J. Bruccoli acerca de la obra de Chandler y sus vinculaciones con el cine “duro" de los años 40. No solo es un texto ilustrativo de su versátil talento, sino que reafirma la obsesión de Chandler por la dignificación del género. Le dolía profundamente no ser reconocido como “uno de los tres grandes escritores de este país” (admitía solo a Faulkner y a Hemingway por encima), y no dejaba pasar ocasión de expresarlo. Solía quedarse hasta muy tarde, en las noches, discurriendo sobre el género negro o grabando cartas. Su correspondencia es asombrosamente profusa y fue recogida en un libro delicioso titulado Cartas y escritos inéditos de Chandler. [77]
Aunque de él se conoce ya prácticamente toda su obra, que en nuestra lengua fue publicada por varias casas editoriales argentinas, españolas y mexicanas entre los años 40 y 80 del siglo pasado, son mucho menos conocidos algunos maravillosos textos chandlerianos producto de las investigaciones de Frank MacShane (1927-1999), de quien es bien conocida en castellano su estupenda biografía: La vida de Raymond Chandler. [78]
La segunda obra de MacShane aún no ha sido publicada (que sepamos) en español, quizás porque a la hora de su fallecimiento no se había resuelto la cuestión de los derechos de autor. En las tres ocasiones en que lo visité en Nueva York, en los años 80 y cuando todavía enseñaba Escritura Creativa en Columbia University, hablamos sobre esas dificultades.
El libro original se titula The Notebooks of Raymond Chandler [79], que en castellano significaría algo así como “Los Cuadernos de R.Ch.”, o bien "Anotaciones de RC”, y ofrece una enorme variedad de aspectos desconocidos de Chandler. Producto de una paciente y exhaustiva búsqueda en papeles sueltos, anotaciones al margen de libros, libretas de apuntes, miles de cartas cuyas copias guardó el autor y otras fuentes insólitas que MacShane investigó, el volumen incluye una perla: English Summer (“Verano inglés”) un relato gótico cuya traducción publiqué en México en los años 80.
Estos “Cuadernos" constituyen una invalorable contribución al mejor conocimiento de Chandler y al fortalecimiento de la teoría de la novela negra. MacShane fue, como se sabe, la máxima autoridad chandleriana [80] y en este libro devela exactamente cómo trabajaba Chandler, quien guardaba sus ideas en carpetas y además tenía varias libretas de notas.
En una de ellas llevaba un récord de sus avances diarios, con anotaciones sobre el progreso de su trabajo. En otra escribía, a mano, los pensamientos y comentarios que le merecía su propia evolución. Todo con mucho humor y, a veces, con graciosas sutilezas e ironías como cuando se comparaba con otros escritores.
Luego de la muerte de su mujer, Cissy, y al final de su propia vida, Chandler decidió radicarse nuevamente en Inglaterra y ordenó que todas sus notas fuesen enviadas a San Diego para su destrucción. Solo dos cuadernos de portadas negras sobrevivieron, dice MacShane. Y fue en ellos en los que descubrió estas acotaciones, comentarios sobre el oficio y misceláneas inéditas que incluyen metáforas e imágenes que alguna vez pensó usar, y también posibles títulos, ideas de cuentos, observaciones, artículos truncos y toda una gama de chistes a utilizar, así como giros del lenguaje popular, notas sobre el lenguaje carcelario y del hampa, descripciones de armas, modalidades de vestimenta y del habla de los gángsters, etcétera.
Era, como señala MacShane, no sin asombro, “una especie de banco de datos al que él podía recurrir cuando lo necesitara". E incluso, ordenado y meticuloso como era, cuando utilizaba alguno de esos datos inicialaba al margen el título de la obra en la que había usado ese material, para no repetirlo. Esto, dice MacShane, revela el carácter profesional de Chandler, y también su humor, dadas las abundantes anotaciones como “Oh, God" o “Dios ayúdanos”.
En este libro se aprecian, también, las influencias que reconocía Chandler. Primero, cuando todavía le quedaba la marca de su primera residencia y juventud en Inglaterra, escribía a la manera de Saki y de Henry James, así como en los años 30 y 40, ya en Los Ángeles, fue notable el influjo determinante de la prosa de Hammett primero, y sobre todo de Hemingway, a tal punto que alguna vez, en 1932, escribió una parodia imitándolo.
Además de todas esas notas, el libro incluye dos trabajos inéditos. Uno es un largo ensayo titulado A qualified farewell, que fue preparado originalmente para su publicación en Screen Writer, la revista de los guionistas de Hollywood, y que a último momento Chandler decidió no publicar debido a un imprevisto cambio de editor en dicha revista.
El otro es el ya mencionado English summer, cuento gótico que él pensó que sería la base de una novela que no llegó a escribir y cuya trama es la irónica historia de un norteamericano en Gran Bretaña, seducido por una bellísima mujer. En el cuento es notable la burla que hace del estilo gótico y, como siempre, los diálogos son picantes, de extraordinaria dureza y escepticismo.
Es interesante detenerse en los títulos de las notas y lo medular de sus apuntes, pues son demostrativos de su rigurosidad autoral. En febrero de 1938, por ejemplo, bajo el título de “Grandes pensamientos” escribe: “Hay dos clases de verdades: la verdad que ilumina el camino y la verdad que sobrecoge al corazón. La primera es la ciencia y la segunda es el arte”. [81]
En mayo de 1937 está fechada esta absurda vestimenta para un personaje (como luego usaría Malloy en Adiós muñeca): zapatos de cocodrilo, pantalones Oxford oscuros, saco blanco cremoso, camisa amarilla de cuello ligeramente almidonado, corbata de moño marrón, pañuelo a cuadros y sombrero de palma de coco. Al final de la descripción estampó: “Oh, my God".
El libro incluye también unas “Reglas para escribir una novela", que según parece fueron famosas en su época y que se debían a un tal Jack Woodford. Al final de los catorce enunciados Chandler escribió: “No presté atención a ellas cuando escribí El sueño eterno" (su primera novela).
En un párrafo titulado “Comienzo para un ensayo” escribió este delicioso apunte: “La clave de la civilización americana es una especie de vulgaridad sensiblera. Los americanos carecen de la ironía de los ingleses, de su flema y ni se diga de sus maneras. Pero pueden hacer una amistad. Y donde un británico te daría su tarjeta, un americano te daría gustoso su camisa".
Este tipo de apreciaciones eran frecuentes en Chandler, quizás porque si bien había vuelto a vivir a Estados Unidos se sentía en cierto modo británico, nacionalidad que adquirió siendo muy joven. Como fuere, solía reflexionar sobre las diferencias de estilo de vida, temperamento, lenguaje y cultura entre norteamericanos e ingleses.
Era muy agudo al criticar a la sociedad en la que vivía: “El estilo americano no tiene cadencia. Y sin cadencia un estilo no puede ser armónico. Es como un solo de flauta, una cosa incompleta”. O bien: “Estados Unidos es la tierra de la producción masiva, en la cual solo ahora tiene valor el concepto de calidad”. Y más adelante, ya en el plano literario: "Toda la mejor literatura americana ha sido hecha por hombres cosmopolitas. Ellos encontraron aquí una cierta libertad de expresión, cierta riqueza de vocabulario, cierta amplitud en la gama de intereses. Pero debían haber tenido el gusto europeo para usar esos materiales". Y remataba contra la chocante vulgaridad norteamericana: “El escritor inglés es primero un caballero (o no lo es) y secundariamente es un escritor”.
El sentimentalismo de Chandler también aparece cuando lo respetuoso se le mezcla con lo humorístico. A la mencionada y evidente parodia del estilo de Hemingway, escrita en 1932 y todavía inédita (que sepamos), le puso este título: “Cerveza en el sombrero del Sargento Mayor (o también el sol estornuda)”. Claro que salvó su ironía con esta dedicatoria: “Dedicado sin buenas razones al más grande escritor americano viviente: Ernest Hemingway”. Y cierta vez que las galeras de un artículo para la revista Atlantic Monthly le fueron devueltas para su corrección, descubrió que alguien le había hecho una serie de cambios de estilo. Inmediatamente envió una carta chusca al editor, Edward Weeks, en la que ironizaba alrededor del “purista que leyó las pruebas”.
También figura en esos “Cuadernos” la idea de un cuento sobre la venganza de “un hombre grandemente equivocado”, que luego fue parte de La dalia azul. Y se incluye la copia de un artículo que publicó en marzo de 1939 en el Saturday Evening Post, acerca de Rinehart y la literatura criminal. Allí habla de las dudas que le produce haber escrito —él mismo— más de quince cuentos sobre asesinatos “con armas normales por gente normal” y al final destila su rabia por no ser considerado “un autor serio".
Hay otro artículo —publicado en Londres en el Sunday Times del 25 de marzo de 1956— que escribió a propósito de la aparición de Los diamantes son eternos de lan Fleming (1908-1964). Con fina ironía, Chandler hace un análisis de la obra anterior de Fleming (Casino Royale, Vivir y dejar morir y Moonraker) y concluye que se trata de “otra historia de gángsters a la americana, y no demasiado original”. El estilo de Fleming, en su opinión, era “periodístico, limpio y nada pretencioso” y le planteaba dudas: “No me gusta la ideología de James Bond. Sus pensamientos son superfluos. Solo me gusta cuando está en juego con cartas peligrosas”.
En su libro MacShane organiza también una sección de ocurrencias de Chandler, a las que titula “Chandlerismos”. Se trata de una serie de frases memorables que pintan exactamente el carácter y la génesis de la prosa chandleriana. Por ejemplo: “La única diferencia entre usted y un mono es que usted usa un enorme sombrero”; O: “Si no se va, traeré a alguien que lo hará”; 0: “Buenas noches, adiós y detestaría ser usted".
También hay frases de lenguaje ferrocarrilero, y observaciones sobre el slang californiano y las formas metafóricas duras: por ejemplo, “luces de Chicago” quiere decir revólver; “gotas en circulación” significa tragos; “estar bajo el vidrio" es estar en prisión; “labios” es un abogado.
No faltan comentarios sobre el lenguaje de Hollywood: “Una duquesa” es una chica que se consigue con dinero; “tener fiebre en los pies” es estar apurado. También hay apuntes sobre el lenguaje de los narcotraficantes, y son asombrosas sus notas acerca de “Tommy Gun” (nombre que se le daba a la ametralladora Thompson, que era la preferida de los gángsters en los años 30). También se incluye el lenguaje carcelario de la prisión de San Quintín, donde “Cecilia” es la cocaína; “acabar atrás de la puerta” es morir en la cárcel; “un ojo” es un detective; “un salvavidas" es una conmutación de pena; "tener la cruz encima” es estar marcado para morir y “Siberia” es la celda para los incomunicados.
La precisión chandleriana se observa asimismo en las reglas para el juego de dados, que apuntó en mayo de 1936 y que incluye el valor de los puntos, las combinaciones posibles con ambos dados, el valor del “siete” y del “once”, el modo lunfardo con que delincuentes y fulleros nombran a cada uno de los doce números, y hasta las posibilidades matemáticas más frecuentes cuando ha salido cada uno de ellos. Y respecto del lenguaje de los carteristas, Chandler aclaraba que quizás sería utilizable solo para algún personaje neoyorquino. La enumeración es larguísima, y contiene hallazgos como la frase “besar el perro” que indica toparse cara a cara con la víctima a la que se está robando.
Si en Chandler una de las modalidades que más llama la atención es la eficacia de sus comparaciones, ahora puede verse que no era un hombre que se manejaba por azar ni por inspiraciones momentáneas. Era un verdadero cultivador de símiles, a punto tal que en este libro MacShane brinda una larga lista de comparaciones que no llegó a utilizar pero que tenía perfectamente clasificadas. Algunas son, también, verdaderas perlas: “Con tanto sex appeal como una tortuga”; “frío como los calzones de una monja”; “tan limpio como el cuello de un ángel”; “raro como un cartero gordo”; “su cara era tan larga que se le hubiera podido enredar dos veces alrededor del cuello”.
Cuando MacShane evoca a Joseph “Cap” Shaw, el editor de Black Mask y a quien se suele considerar como el descubridor de Hammett, Chandler y muchos otros autores del género, lo hace citando una frase que describe a la perfección la narrativa chandleriana. En palabras de Shaw: “Para mí Chandler es la mente americana: una pesada porción de mucho realismo; una pincelada de buena dureza vulgar; un fuerte sobretono de estridente coraje; una igualmente fuerte dosis de sentimentalismo puro; un océano de lunfardo; y un campo definitivamente inesperado de sensibilidad”.
Este Raymond Chandler desconocido, que conocemos gracias al trabajo de un investigador meticuloso y obsesivo como MacShane, es un escritor entrañable, caprichoso y completamente profesional. Un escritor para el que la novelística negra no era un mero juego de ingenio, sino una manera cruda, brutal de contemplar su sociedad y su tiempo.
martes, 4 de abril de 2017
Truman Capote. Cuentos completos
INTRODUCCIÓN:
RESPUESTAS UTILIZABLES
Estados Unidos no ha sido nunca un país de lectores, no, en todo caso, de lo que se llama narrativa literaria. Y en el siglo XX sólo dos narradores de calidad consiguieron ser nombres conocidos: Ernest Hemingway y Truman Capote. Los dos obtuvieron esta dudosa distinción por medios entre los que apenas figuraban sus libros, a menudo excelentes. Hemingway —fornido, barbudo y risueño— llegó a la mayoría de los hogares en las páginas de las revistas Life, Look y Esquive, con una escopeta o una caña de pescar en la mano o un desventurado toro bravo cerca de él y a punto de que lo mataran. Tras la publicación de su relato de no ficción sobre un asesinato múltiple en la Kansas rural, Capote (con su cuerpo endeble y su voz aguda) se convirtió al instante en la estrella de numerosos programas televisivos de entrevistas, una fama que conservó aun después de que el consumo de alcohol y drogas le transformara en una abotagada sombra de sí mismo. E, incluso hoy —muerto ya Hemingway en 1961 de la herida causada por un arma disparada por él mismo, y muerto Capote en 1984 a causa de sus excesos implacables—, la mejor obra de ambos sigue siendo gravemente denigrada por críticos y lectores sin duda desafectos. Sin embargo, muchos de los lúcidos cuentos de Hemingway y como mínimo tres de sus novelas rozan el máximo nivel de perfección que la prosa puede alcanzar, y Capote nos legó no sólo un fascinante relato criminal, sino una obra de ficción temprana (tres novelas breves y un puñado de cuentos) que aguarda la atención detenida y la justa admiración que desde hace mucho merece.
Están reunidos en este volumen los cuentos de Capote; abarcan la mayor parte de su vida creativa hasta el éxito devastador de A sangre fría, publicada en 1965, cuando el autor tenía poco más de cuarenta años. Gracias al filón de publicidad, brillantemente gestionada por él mismo, que le proporcionó aquella apasionante crónica de un crimen, Capote no sólo aterrizó en millones de mesas de hogares norteamericanos y en todas las pantallas de televisión, sino que además se granjeó el afecto de los asiduos de la sociedad mundana y las desnutridas reinas de la moda a las que con tanta frustración él había perseguido años antes.
No tardaría en anunciar su intención de publicar una novela larga que exploraría la sociedad de los americanos ricos tan despiadadamente como Marcel Proust había retratado la alta sociedad francesa de fines del siglo XIX y principios del XX. Y quizás empezó a trabajar en este proyecto. Pero existía una consideración crucial (de la que Capote parece no haber hablado nunca, o sobre la cual nunca le interrogaron en público) en el fracaso final de su visión (si alguna vez tuvo alguna). La sociedad de Proust estaba unida por lazos de sangre, se cimentaba en posiciones inquebrantables de prominencia social francesa, labradas desde hacía siglos con dinero, patrimonio y poder real sobre la vida de otros seres humanos. La sociedad de Capote se limitaba a tambalearse sobre los cimientos insustanciales y a la larga intrascendentes de la riqueza económica; ropa elegante, casas, yates y alguna que otra vez belleza física (las mujeres eran a menudo hermosas, los hombres muy rara vez). Todo estudio narrativo extenso de un mundo semejante tenía posibilidades de desplomarse por culpa de la trivialidad intrínseca del tema.
Cuando emergió de agotadores períodos de actividad social y sexual frenética y empezó a publicar fragmentos de su novela —menos de doscientas páginas—, Capote descubrió que prácticamente todos sus amigos ricos le abandonaban de la noche a la mañana, y se refugió en un túnel de pesadilla hecho de drogas, alcohol y sexo que le causaron graves daños físicos. A pesar de numerosos intentos de rehabilitarse, sus adicciones fueron agravándose, y cuando murió, como un alma desdichada, al borde de la vejez, dejó sólo unas páginas del alto rimero de manuscrito que afirmaba haber escrito de su gran novela. Si existió algo más de este texto, él debió de destruir las páginas antes de su muerte (y sus amigos más íntimos consideraban muy poco probable que existiera un número de páginas significativo).
Este arco trágico tienta a cualquier observador a conjeturar sobre su causa, y lo que sabemos de los primeros años de Capote nos ofrece un gráfico casi perfecto para cualquier discípulo de Freud que vaticine que una madurez desastrosa es el resultado casi inevitable de una infancia desgraciada. Y la meticulosa biografía de Gerald Clarke rastrea precisamente la niñez desplazada, solitaria y emocionalmente desvalida de Capote, su juventud y su primera madurez. Truman fue, en esencia, un niño desamparado por una madre demasiado joven y sexualmente aventurera y un padre canalla que le abandonó en una pequeña ciudad de Alabama, en una casa llena de primas solteras (primas y vecinos que al menos le recompensaron con un útil material de buenos cuentos).
Cuando su madre volvió a casarse y llamó al Truman adolescente para que se reuniera con ella en sus casas de Connecticut y Nueva York, cambió su apellido de casada, Parsons, por el de su segundo marido, Joe Capote, un cubano de notable encanto pero fidelidad exigua. El chico, físicamente raro —su voz y gestos, obvia y alarmantemente afeminados, consternaban a su madre—, asistió a buenas escuelas del Norte donde sacaba notas muy bajas en casi todas las asignaturas menos en redacción y lectura. Resuelto a emprender una carrera de escritor, descartó matricularse en la universidad, consiguió un pequeño empleo en la sección de arte del New Yorker, se zambulló en algunos de los círculos sociales, mutuamente excluyentes, de la literatura y las juergas nocturnas de la gran ciudad y empezó a trabajar de firme en los relatos que le darían una fama prematura.
Los cuentos más antiguos recopilados aquí reflejan claramente sus lecturas de la obra de sus contemporáneos, en especial de la narrativa muy reciente de sus paisanas sureñas, Carson McCullers, de Georgia, y Eudora Welty, de Mississippi. La «Miriam» de Capote, con su atmósfera de misterio, quizás un tanto facilona, y «La botella de plata», con su cariñoso ingenio de ciudad pequeña, tal vez recuerden los primeros relatos de McCullers. Y «La forma de las cosas», «Mi versión del asunto» y «Niños en sus cumpleaños» pueden muy bien leerse como historias de Welty no del todo acabadas, en particular «Mi versión del asunto», tan parecido al famoso «Por qué vivo en la Oficina de Correos», de Welty.
Con todo, la infancia de Capote, transcurrida en un mundo blanco de clase media, tan similar al de Welty y McCullers —y en un hogar increíble, como el que describe Welty en sus monólogos cómicos—, bien podría haber extraído tales relatos de un joven escritor con talento, aun cuando nunca hubiese leído un cuento de Welty o McCullers (Welty me dijo que en 1972, cuando la estaban entrevistando para París Review, George Plimpton le propuso que el entrevistador formulara una pregunta sobre la influencia que ella habría ejercido en la obra temprana de Capote, y ella se negó a hablar de este tema porque no quería fomentar ninguna hipótesis de una dependencia de ella por parte de otro escritor).
En general, sin embargo, hacia los últimos años de 1940 Capote tenía ya una voz claramente suya. Su primera novela, extrañamente poderosa —Otras voces, otros ámbitos, de 1948—, construida como está sobre las bases convencionales de la moderna escuela gótica sureña, acaba poseyendo una estructura indudablemente original que, incluso hoy, es una contundente afirmación de su dolorosa soledad infantil y su desconcierto ante los misterios sexuales y familiares que habían empezado a socavar su confianza y que a la larga contribuirían en gran medida a su hundimiento final en una angustiosa vergüenza, aun en medio del gran éxito posterior artístico, social y económico. Los mismos dilemas se exponen parcialmente en cuentos como «El halcón decapitado», «Cierra la última puerta» y «Un árbol de noche».
Pero dado que la homosexualidad era por entonces una realidad cotidiana y problemática para Capote, y dado que las revistas norteamericanas eran todavía reacias a ofrecer un retrato sincero del problema, quizás comprendamos ahora por qué esos cuentos precoces carecen de un claro centro emocional. Si hubiera escrito cuentos tan francos sobre la homosexualidad como lo era su primera novela, casi con certeza no se los habrían publicado, al menos no en las revistas femeninas que contaban con un gran número de lectores y que contenían gran parte de la mejor narrativa breve de la época. Ya en su segunda novela —El arpa de hierba, de 1951—, descubrió un medio maduro de utilizar áreas importantes de su pasado para enriquecer una ficción investida de una convincente verdad personal. Esas áreas no se centraban en la sexualidad, sino en la atención profundamente alentadora que recibió en la infancia de una prima en particular y de los lugares que frecuentaban en sus juegos y aficiones. La prima se llamaba Sook Faulk y era una mujer de afectos y preocupaciones tan contados que muchos la juzgaban simplona, aunque sólo era (y admirablemente) simple; y en los años en que ella y Truman compartieron un hogar, ella le hizo el enorme obsequio de un amor lleno de dignidad: un regalo que no había recibido de ningún pariente próximo.
Entre esas historias, donde más visibles resultan esa hondura de sentimiento y su expresión magistral en la prosa memorablemente clara que sellaría la restante obra de Capote, es en su lamoso relato «Un recuerdo navideño» y en los menos conocidos «El invitado del día de Acción de Gracias» y «Una Navidad»: puede que este último resulte algo dulzón para los gustos contemporáneos, pero, aun así, es igual de conmovedor en su revelación de otra herida temprana, infligida esta vez por un padre irresponsable y lejano. Es probable que la mayoría de sus compatriotas conozca «Un recuerdo navideño» a través de un excelente telefilme magníficamente interpretado por Geraldine Page; pero quienquiera que lea el cuento original descubre una hazaña, más difícil que cualquier actuación ante las cámaras. Por medio de su prosa cristalina y una brillante economía del ritmo narrativo, Capote elimina todo posible sentimentalismo de un pequeño elenco de personajes, acciones y emociones que podrían haber sido empalagosos en manos menos vigilantes y diestras. Sólo Chéjov nos viene a la memoria como un escritor igualmente dotado para el tratamiento de un asunto parecido.
Pero una vez en posesión de los recursos para expresar la amplitud de emociones que buscaba, Capote no se limitó a referir un recuerdo de la infancia, más o menos real o inventado. Al igual que muchos otros narradores, con el paso del tiempo escribió cada vez menos relatos: la vida se vuelve a menudo mucho más intrincada de lo que puedan abarcar las formas breves. Pero una historia, «Mojave», encarna de una manera brillante y terrible las intuiciones adquiridas en los años que pasó entre ricos. De haber vivido para escribir más vislumbres rápidos y sesgados de ese mundo aborrecible, nunca nos habría dejado con esa sensación de algo incompleto que nos produjeron los rumores frustrados de una extensa novela.
Y si los decenios que pasó alejado de la fuente sureña de toda su mejor narrativa —larga y corta— no le hubieran privado del interés o incapacitado para escribir más sobre aquel mundo primordial, habríamos tenido más motivos de gratitud por su obra. De hecho, sin embargo, si colocamos la ficción de Capote encima de la pila que incluye A sangre fría y un sólido puñado de artículos no narrativos, habremos reunido un corpus diverso que igualan muy pocos de sus contemporáneos norteamericanos de la segunda mitad del siglo XX.
Este hombre que adoptó el papel de exótico payaso en los años tempranos y más privados de su carrera y que luego —presionado por la pesada carga de su pasado— se convirtió en el payaso público y enloquecido de sus últimos años, nos legó, pese a todo, una obra tan extraordinaria que ahora podemos situarle —decenios de frialdad después de su muerte— mucho más arriba de lo que presagiaba su cuerpo menudo y menospreciado. En 1966, cuando había empezado a anunciar que estaba trabajando en una novela larga —y a recibir por ella pingües anticipos de su editor—, dijo que la titularía Plegarias atendidas. Y afirmó que este título era una expresión que había encontrado entre los escritos de Santa Teresa de Ávila: Se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por las no atendidas. Hay pocos indicios de que las oraciones a Dios o a algún santo intercesor —pongamos, una mística española proclive a los trances o Sook, la prima simple— fuesen en algún momento una preocupación constante en la vida de Truman Capote, pero su empeño vitalicio en alcanzar la riqueza y una amplia atención tuvo un éxito atroz. Antes de cumplir cuarenta años, había conseguido ambas cosas, con una abundancia de marea y un desencanto absoluto. En su naufragio final, esta escasa colección de cuentos podría haberle parecido a Capote el menor de sus logros; pero, en el terreno de la expresión del sentimiento humano, representan su victoria más admirable. Del tormento de una vida que heredó, primero, de un padre tremendamente negligente y de una madre que nunca debería haberlo sido y, segundo, de su propia negativa a vencer sus obsesiones personales, extrajo estas historias que, en el campo de batalla de la prosa inglesa, constituirán durante muchos años tanto plegarias serenas y perdurables como gracias obtenidas: a la libre disposición de todos los lectores.
REYNOLDS PRICE
[Traducción de Jaime Zulaika]
lunes, 3 de abril de 2017
Samuel Dashiell Hammett. Antología.
Samuel Dashiell Hammett 2
La décima pista.- The tenth clew, 1924 2
Un relato de El Agente de la Continental 2
La muerte de Main.- The Main death, 1927 2
Un relato de El Agente de la Continental 2
La casa de la calle Turk.- The house on Turk Street, 1924 2
Un relato de El Agente de la Continental 2
La herradura dorada.- The Golden Horseshoe, 1924 2
Un relato de El Agente de la Continental 2
El gran golpe.- The big Knockover, 1927 2
Un relato de El gran golpe 2
El Rapto.- The Gatewood caper, 1923 2
Un relato de El gran golpe 2
Un hombre llamado Spade.- A man named Spade, 1932 2
Un relato de Un hombre llamado Spade y otras historias 2
Sólo se ahorca una vez .- They can only hang you once, 1932 2
Un relato de Un hombre llamado Spade y otras historias 2
Demasiados han vivido.- Too many have lived, 1932 2
Un relato de Un hombre llamado Spade y otras historias 2
El Ayudante del asesino.- The assistant murderer 2
Un relato de Ciudad de pesadilla 2
El guardián de su hermano.- His brothers's keeper 2
Un relato de Ciudad de pesadilla 2
Sombra en la noche.- Night Shots, 1924 2
Un relato de Hammett Homicidios 2
El camino de regreso.- The Road Home, 1922 2
Primera publicación en Black Mask 2
Samuel Dashiell Hammett
Escritor estadounidense de relatos policíacos. También escribió bajo los seudónimos de Peter Collinson, Daghull Hammett, Samuel Dashiell y Mary Jane Hammett.
Nació el 27 de mayo de 1894 en el condado de St. Mary's (Maryland, Estados Unidos). Hammett creció en las calles de Filadelfia y Baltimore. Sin una educación formal (dejó la escuela a los 13 años), trabajó en diversos oficios y en diferentes lugares del país: como mensajero para los ferrocarriles de Baltimore y Ohio, fue dependiente, fue mozo de estación y trabajador en una fábrica de conservas entre otros oficios.
En 1915, entró en la «Pinkerton's National Detective Agency» de Baltimore como detective privado, experiencia que le proporcionaría material para sus novelas. Hammett no solo contaba la historia, sino que también había vivido los hechos. Aprendió el oficio de detective de James Wright, un agente bajo, rechoncho y de lenguaje duro, que se convirtió en un ídolo para Hammett (y que más tarde serviría, supuestamente, como inspiración para El agente de la Continental). En Junio de 1918, abandonó Pinkerton y se alistó en la Armada, pero la tuberculosis que contrajo provocó su licencia médica en menos de un año. De hecho, Hammett sufriría de mala salud por sus brotes de tuberculosis y alcoholismo durante el resto de su vida.
Hammett fue un tipo enigmático y contradictorio. Mientras fue empleado de la famosa agencia de detectives Pinkerton entre sus tareas estaba la de romper huelgas de vez en cuando, aunque después se decantaría por una postura ideológica claramente de izquierdas. Su carrera literaria se produjo en poco más de una docena de años, en los que consiguió hacer respetable la nueva narrativa norteamericana de detectives.
Consiguió prestigio literario rápidamente con sus novelas entre 1929 y 1931. Las dos primeras, Cosecha roja (1929) y La maldición de los Dain (1929), le llevaron de inmediato a la fama y en El halcón maltés (1930), su novela más famosa, aunque se discute si la mejor, en la que dio vida a su personaje más conocido, Sam Spade, fue la pionera del estilo de novela negra policíaca. Gran parte del éxito de la novela se puede atribuir a la adaptación para el cine de 1941 dirigida por John Houston y protagonizada por Humphrey Bogart.
También fue el responsable de la creación de El agente de la Continental (1924) y El hombre delgado (1934), la novela que presentó el matrimonio de detectives Nick y Nora Charles al mundo, personajes que se convirtieron en la base para una serie de famosas películas. Fue el inventor de la figura del detective cínico y desencantado de todo. El agente de la Continental de Hammett apareció en unas tres docenas de relatos, algunos de los cuales fueron la base de las novelas Cosecha roja (Red Harvest, 1929) y La maldición de los Dain (The Dain curse, 1929).
Corrían los tiempos del nacimiento de la novela negra, un movimiento literario en que se adoptaba el enfoque realista y testimonial para tratar los hechos delictivos. Fue el fundador de tal corriente y su más egregio representante y destacó sobre todo por su realismo, por la franqueza con que dibuja a sus personajes y escribe su diálogo, así como por el impacto con que se desarrolla el argumento, que supone la descripción gráfica de actos brutales, y por las actitudes sociales hipócritas y cínicas. Demostró asimismo que también en este género se pueden denunciar las corrupciones políticas y económicas, aunque nada de todo esto está reñido con el humor, y su novela El hombre delgado (The thin man, 1934) es un ejemplo de ello. En el escritor español Manuel Vázquez Montalbán pueden seguirse sus huellas. No sólo gozó del reconocimiento popular, también críticos serios elogiaron su trabajo. Varias de sus novelas fueron más tarde adaptadas a programas populares de radio y al cine, y también escribió guiones en Hollywood y su nombre apareció en los créditos de una serie de shows de radio que utilizaron sus personajes, como el de Alex Raymond, detective privado-espía que apareció en la tira de cómics Secret Agent X—9 (1934).
Pero en 1934, con la publicación de El hombre delgado, su última novela, la carrera de Hammett como escritor estaba casi acabada y se puede afirmar que no escribió nada verdaderamente importante después de esa fecha (no volvió a escribir novelas, sólo relatos cortos). El anterior otoño había conocido a Lillian Hellman, lectora de guiones que tenía la ambición de convertirse en dramaturga, y se embarcaron en una larga y tumultuosa relación, que duraría casi treinta años.
Reconocido como izquierdista, en 1951 pasó seis meses en la cárcel por «actividades antiamericanas» (en realidad por rechazar atestiguar en el Civil Rights Congress contra cuatro comunistas acusados de conspirar en contra del gobierno de los Estados Unidos). En 1953, volvió a rechazar contestar a preguntas del comité del senador José McCarthy's.
Murió el 10 de enero de 1961 en Nueva York.
Fuente:
NN.
Recopilador: Enrico Pugliatti.
viernes, 31 de marzo de 2017
La máscara de Dimitrios (en inglés The Mask of Dimitrios). Eric Ambler.
Eric Ambler (Londres, Reino Unido, 28 de junio de 1909 - 22 de octubre de 1998), fue un escritor británico de novela negra. También fue guionista y productor cinematográfico
Eric Ambler tuvo una infancia feliz, según su propia autobiografía (Here Lies: An Autobiography, 1985) en donde narra con humor y modestia la primera parte de la vida del que llegará a ser maestro de la nueva novela de espionaje. En 1928 obtiene su título de ingeniero, pero prefiere dedicarse a la publicidad, profesión que ejercerá hasta finales de la Segunda Guerra Mundial y que alternará con la novela. Entre 1936 y 1940, escribe seis novelas de espionaje que se convertirán en clásicos.
Una vez enrolado, permanecerá en el ejército británico durante seis años, sirviendo en los batallones de propaganda cinematográfica, escribiendo guiones y realizando filmaciones en los lugares de batalla, en donde conoce a John Huston. Tras la guerra prueba sin éxito la aventura americana en Hollywood. Escribe algunos guiones, pero al cabo de poco tiempo regresa a la novela.
Decide volver a Europa en 1958. Siguió escribiendo numerosas novelas hasta 1981.
La contribución de Eric Ambler será fundamental para elevar el thriller a la categoría de literatura noble. La novela negra será el género preferido por Ambler, ya que le permitía expresar sus opiniones políticas, aunque nunca caerá en las ilusiones de las utopías. Sus personajes son personas normales, en muchas ocasiones llegadas a espías sin pretenderlo, anti-héroes vapuleados por fuerzas que les superan con mucho. A menudo Ambler utiliza su experiencia en los negocios y su formación como ingeniero para dar verosimilitud a sus relatos, sirviéndose de un muy británico sentido del humor y de un estilo de escritura inimitable.
Bibliografía
1936 - Fronteras sombrías (`The dark frontier`)
1937 - Uncommon Danger
1938
Epitafio para un espía (`Epitaph for a spy`)
Motivo de alarma (`Cause for alarm`)
1939
La máscara de Dimitrios (`The mask of Dimitrios`). Película homónima de Jean Negulesco en 1944
The Army of the Shadows
1940 - Viaje al miedo (`Journey into fear`). Película Estambul de Norman Foster en 1943.
1950 - Skytip
1951
El proceso Delchev (`Judgment on Deltchev`)
Tender to Danger
1953
El caso Schirmer (`The Schimer inheritance`)
The Maras Affair
1954 - Charter to Danger
1956 - Los visitantes del crepúsculo (`The night-comers`)
1958 - Passport to Panic
1959 - Traficantes de armas (`Passage of arms`)
1962 - La luz del día (`The Light of Day`). Película Topkapi de Jules Dassin en 1964
1963 - Saber matar (`The Ability to Kill: And Other Pieces`)
1964 - Una rabia nueva (`A Kind of Anger)
1967 - Una historia sucia (`Dirty story`)
1969 - La conspiración Intercom (`The Intercom conspiracy`)
1972 - Chantaje en Oriente (`The Levanter`)
1974 - Doctor Frigo
1976 - No enviéis más rosas (`Send no more roses`)
1981 - Tiempo transcurrido (`The care of time`)
1985 - Memorias (`Here Lies: An Autobiography`)
***
La máscara de Dimitrios (en inglés The Mask of Dimitrios) es una novela de espionaje escrita por el británico Eric Ambler y publicada en 1939. Eric Ambler marcó un hito con esta obra dentro de lo que es la novela de espías, eliminando de ella los personajes heroicos e introduciendo esos personajes mixtos en los que se mezclan caracteres encomiables junto a miserias. De un marcado cinismo, que probablemente se origine en sus experiencias en las trincheras durante la Primera Guerra Mundial, Amblera añade el exotismo de unos escenarios orientales que conocía perfectamente. Ambler es el creador de la persona corriente convertida en espía casi contra su voluntad, y sometido a peligros que no imagina por su propia ingenuidad.Su protagonista es un escritor británico, Charles Latimer, que se encuentra en la ciudad de Estambul, donde conoce casualmente a un miembro de la policía secreta turca por quién descubre que un peligroso criminal internacional
conocido entre otros nombres por el de Dimitrios ha sido hallado muerto, ahogado en el puerto. Intrigado por la figura de este personaje, traficante de armas, conspirador, espía internacional, Latimer se desplazará por los Balcanes tras una sombra. Latimer recorrerá los vericuetos del recientemente fraccionado Imperio otomano (Turquía, Bulgaria, Grecia, Serbia...) y de allí se trasladará a París y Suiza para hablar con espías y ex espías internacionales. Y a lo largo de toda esta investigación se va imponiendo la figura de Dimitrios, símbolo de la decadencia de una época.
Fuente:
N.N.
Recopilador: Enrico Pugliatti.
(Fragmento). Editorial Bruguera.
Eric Ambler
La Máscara de Dimitrios
A Alan y Félice Harvey
Pero la iniquidad del olvido expande a ciegas su esencia soporífera, jugando con el recuerdo que cada hombre ha dejado de sí mismo, sin consideración alguna hacia los méritos que hiciere para alcanzar la inmortalidad... Si no fuera por esta huella imborrable, el primer hombre hubiese sido tan desconocido como el último, y la larga vida de Matusalén hubiese sido su única Crónica.»
SIR THOMAS BROWNE, Hydriotaphia
1. Orígenes de una obsesión
Un francés llamado Chamfort dijo cierta vez, a sabiendas de que estaba equivocado, que la palabra azar era un atributo de la Providencia.
Se trata de uno de esos aforismos convenientes, que no son más que falacias, acuñados para desacreditar la desagradable pero verdadera idea de que el azar juega un papel de importancia —si no decisivo— en los asuntos humanos. Sin embargo, no se trata de una expresión del todo imperdonable. Porque es inevitable que, en ciertas ocasiones, el azar actúe con una suerte de desmañada coherencia, que bien puede confundirse con las acciones de una Providencia consciente de sí misma.
La historia de Dimitrios Makropoulos es un buen ejemplo de esto.
El solo hecho de que un hombre como Latimer llegara a tener alguna noticia, siquiera, de la existencia de un hombre como Dimitrios, es, en sí, grotesco. Y constituye un tipo de situación que le corta a uno el aliento el hecho de que, de verdad, llegara a ver el cadáver de Dimitrios, que durante semanas —careciendo como carecía del dinero necesario— viviera entregado a la tarea de hurgar en la oscura historia de aquel hombre y que, por último, se hallara él mismo en la posición de adeudarle su vida al estrambótico gusto, en materia de decoración de interiores, de un criminal.
No obstante, al considerar estos hechos en relación a los demás del caso, resulta difícil no dejarse dominar por su terror supersticioso. El carácter completamente absurdo de todo esto parece no aconsejar el uso de las palabras «azar» y «coincidencia».
En este caso, el escéptico tiene la posibilidad de un único consuelo: si existiera algo así como una ley sobrehumana, estaría administrada con una ineficacia infrahumana. La elección de Latimer como instrumento de esa Ley sólo pudo haber sido realizada por un idiota.
Durante los primeros quince años de su vida adulta, Charles Latimer se había convertido en profesor agregado de economía política en una universidad inglesa de segunda fila. Además, a la edad de treinta y cinco años, había escrito tres libros. El primero era un estudio sobre la influencia de Proudhon en el pensamiento político italiano del siglo XIX. El segundo se titulaba El Programa de Gotha de 1875. El tercero era una valoración de las proyecciones económicas de Der Mythus des zwanzigsten Jahrhunderts, de Rosenberg.
Tan pronto como hubo dado fin a la corrección de las pruebas de esta consistente obra, con la esperanza de ahuyentar el negro estado depresivo en que le había hundido ese período de contacto temporal con la filosofía del nacionalsocialismo y con su profeta, el doctor Rosenberg, Latimer escribió su primera novela policíaca.
Una pala sangrienta tuvo un éxito inmediato. A este título le siguió «Yo», dijo la mosca y, más tarde, Los brazos del asesino. Del muy nutrido ejército de profesores universitarios que escriben novelas policíacas en sus ratos de ocio, Latimer descolló muy pronto como uno de los pocos que, con gran rubor, hacían dinero gracias a ese pasatiempo. Tal vez resultara inevitable que; más tarde o más temprano, se convirtiera en un escritor profesional, tanto de nombre como de hecho. Tres circunstancias aceleraron el proceso de transición. La primera fue el desacuerdo con las autoridades universitarias acerca de lo que Latimer considerara como una cuestión de principios. La segunda fue una enfermedad. La tercera, el hecho de que fuese .soltero.
No mucho tiempo después de la publicación de No cegar esta puerta, y tras su enfermedad, que desgastó muy seriamente sus reservas orgánicas, redactó una carta de renuncia a su cátedra, con apenas una ligera resistencia intima. Luego emprendió un viaje para ir a terminar su quinta novela policíaca bajo los rayos del sol.
Una semana después de haber dado con el título que debía seguir a aquel libro, Latimer partió hacia Turquía. Había vivido un año en Atenas y en sus alrededores y estaba ansioso por cambiar de escena. Su salud había mejorado considerablemente, pero la idea de afrontar un otoño inglés le resultaba poco atractiva. Hizo caso, pues, a la sugerencia de un amigo y cogió el vapor que cubría el trayecto entre el Pireo y Estambul.
Fue en Estambul y de boca del coronel Haki, donde Latimer oyó por primera vez el nombre de Dimitrios.
Una carta de presentación es un documento incómodo. En la mayoría de los casos, su portador sólo está relacionado de manera casual con quien se la ha proporcionado, y éste, a su vez, a menudo conoce bien poco al destinatario. Las posibilidades de que estas presentaciones logren un resultado satisfactorio para los tres son muy escasas.
Entre las cartas de presentación que Latimer llevaba consigo a Estambul, había una dirigida a madame Chávez quien, tal como le habían dicho, vivía en una villa a orillas del Bósforo. A los tres días de su llegada, Latimer le escribió y como respuesta, recibió una invitación para pasar cuatro días de reunión en la villa. Con un oscuro sentimiento de aprensión, Latimer aceptó.
Para madame Chávez tanto el camino de ida hacia Buenos Aires como el de regreso habían estado pavimentados de oro, con la mayor de las liberalidades. Turca de nacimiento, poseedora de una notable belleza, se había casado y divorciado con éxito de un rico argentino, negociante de carnes; con parte de las ganancias obtenidas en tales transacciones, madame Chávez había comprado un pequeño palacio que en otros tiempos había sido la residencia de una rama menor de la realeza turca. Remoto, aislado por un camino de acceso poco frecuentado y difícil, el palacete dominaba una bahía de fantástica hermosura, y fuera del hecho de que el abastecimiento de agua limpia resultaba insuficiente para servir incluso a uno .solo de los nueve baños con que contaba, estaba exquisitamente equipado.
Tanto los demás huéspedes como su anfitriona turca tenían la desagradable costumbre de golpear con gran violencia en la cara a los criados, cada vez que alguno de éstos desagradaba a los señores —cosa que ocurría a menudo—, pero a no ser por la incomodidad que le provocaba tan insólita situación, Latimer habría disfrutado de su estadía en aquel lugar.
Los restantes invitados eran una pareja muy ruidosa de marselleses, tres italianos, dos jóvenes oficiales de la marina turca y sus ocasionales fiancées , más un grupo de hombres de negocios residentes en Estambul, acompañados por sus mujeres. Pasaban todos ellos la mayor parte de su tiempo bebiendo las, al parecer, inagotables existencias de ginebra holandesa que poseía madame Chávez y bailando con la música de fondo de un gramófono atendido por uno de los sirvientes, cuya tarea consistía en cambiar constantemente los discos, estuvieran bailando o no los invitados. Con la excusa de su precaria salud, Latimer se mantenía apartado de la bebida y del baile. En general todos le ignoraban.
La tarde de su último día de estancia en aquel lugar estaba ya avanzada; estaba sentado en un extremo de la terraza cubierta por emparrado frondoso, lejos del alcance del gramófono, cuando Latimer advirtió que, por el largo y polvoriento camino que llevaba hasta la villa, subía no sin cierta dificultad un grande y lujoso coche conducido por un chófer.
Cuando el coche dejó oír el ronquido de su motor en el patio de la casa, el ocupante del asiento trasero abrió la portezuela y saltó fuera antes de que el coche se hubiera parado.
Era un hombre alto, de mejillas finas y pómulos salientes, cuya piel de pálido color broncíneo contrastaba con una cabeza cubierta por cabellos grises cortados a la prusiana. Una frente huesuda y estrecha, una nariz que parecía el pico de un ave y unos labios muy delgados le daban un cierto aire depredador. No puede tener menos de cincuenta años, pensó Latimer mientras observaba su cintura, por debajo del uniforme de oficial, de impecable corte, con la esperanza de detectar la presencia de algún corsé.
Vio que el oficial se sacaba un pañuelo de seda de la manga, con el que limpió alguna invisible mota de polvo de sus inmaculadas botas de montar de charol, antes de encasquetarse, como al desgaire, la gorra, y le vio desaparecer del campo de su visión. En algún lugar, dentro de la villa, resonó la campanilla de la entrada.
El coronel Haki, éste era el nombre del oficial, fue inmediatamente muy bien acogido en la reunión. Al cabo de un cuarto de hora de la llegada de aquel hombre, madame Chávez, con un aire de timidez y confusión, intentaba mostrarles a las claras a sus huéspedes que se sentía comprometida irremediablemente por la inesperada aparición del coronel. Después de conducirle hasta la terraza, inició las presentaciones. Todo sonrisas y galanterías, el coronel hizo sonar sus tacones, besó manos, se inclinó en estudiadas reverencias, intercambió saludos militares con los oficiales de la marina y devoró con los ojos a las mujeres de los hombres de negocios.
Toda aquella actuación le fascinó tanto a Latimer que, cuando le tocó el turno de ser presentado, el simple hecho de oír su propio nombre le sobresaltó. El coronel le sacudió el brazo con un cálido gesto.
—Tengo mucho gusto en conocerle, mi buen amigo —dijo.
—Monsieur le Colonel parle bien anglais —explicó madame Chávez.
—Quelques mots —aseguró el coronel Haki.
Latimer dirigió una mirada amistosa a aquel par de ojos de un pálido color gris.
—¿Qué hay?
—Aquí todo estupendamente bien —replicó el coronel con grave cortesía, antes de continuar con su presentación y de besar la mano de una joven, sobre cuyo bañador deslizó una apreciativa mirada de avezado experto.
Muy avanzada la noche, Latimer volvió a hablar con el coronel. Haki había inyectado una buena dosis de bulliciosa animación a la reunión: chistes contados con gracia, carcajadas contagiosas, desvergonzados y humorísticos ataques a las mujeres casadas y otros, bastante más subrepticios, dirigidos contra las mujeres solteras.
De cuando en cuando la mirada del coronel Haki buscaba los ojos de Latimer y esbozaba una sonrisa de disculpa. «Debo representar el papel de tonto... eso es lo que esperan de mí», venía a decir aquella sonrisa. «Pero no piense que me hace ninguna gracia.»
Más tarde, después de la cena, cuando los huéspedes comenzaban a mostrar menos interés en bailar que en entretenerse con la posibilidad de una partida combinada de póquer descubierto, el coronel cogió a Latimer del brazo y le condujo hacia la terraza.
—Debe perdonarme, mister Latimer —le dijo en francés—, pero tengo gran interés en hablar con usted. Estas mujeres... psé —Haki abrió una cigarrera casi debajo mismo de las narices de Latimer—: ¿Un cigarrillo?
—Gracias.
El coronel Haki echó un vistazo por encima de su hombro.
—En el otro extremo de la terraza se está más tranquilo —dijo y añadió, cuando se dispusieron a dirigirse hacia allí—: Sabe usted, hoy he venido especialmente para verle. Madame me dijo que usted estaba aquí y, en verdad, no he podido resistir la tentación de hablar con el escritor cuya obra tanto admiro.
Latimer murmuró un obligado agradecimiento a aquel cumplido: se encontraba en un aprieto, porque le resultaba imposible saber si el coronel se estaba refiriendo a sus obras de economía política o a sus novelas policíacas. En cierta ocasión ya había asombrado e irritado a un amable rector universitario que se había mostrado interesado por su «último libro»; Latimer le había preguntado al anciano si prefería que el asesino matara a sus víctimas a tiros o a golpes de porra.
Por otra parte, le parecía una pedantería preguntar qué parte de su obra era la preferida.
No obstante, el coronel Haki no aguardó a que hiciera la pregunta.
—He ordenado que me envíen desde París todas las novedades de romans policiers —explicó—. No leo otra cosa que no sean romans policiers. Me gustaría que usted viera mi colección. Sobre todo me gustan las novelas inglesas y las americanas. Todas las mejores están traducidas al francés. Los mismos escritores franceses no me parecen demasiado interesantes; la cultura francesa carece de los elementos necesarios para que surja un roman policier de primera calidad. Estos días he añadido su Une Pelle Ensanglantée a mi biblioteca. ¡Formidable! Pero no he llegado a comprender del todo lo que el título significa.
Le llevó no poco tiempo a Latimer tratar de explicarle en francés el significado de «denominar a una laya, pala ensangrentada», y tratar de traducir el juego de palabras en una expresión que pudiera proporcionar (a los lectores de mente ágil) la clave esencial de la identidad del asesino, a partir del título mismo de la obra.
El coronel Haki escuchaba con interés, asintiendo con movimientos de cabeza; en un par de ocasiones, antes de que Latimer llegara al nudo de la explicación, le interrumpió para exclamar:
—Sí, ya entiendo, ahora lo veo con claridad.
—Monsieur —dijo Haki, cuando Latimer ya era presa de una desesperada impotencia—, me pregunto si usted me concedería el honor de comer conmigo algún día de esta semana. Creo —agregó con un aire de misterio— que tal vez pueda proporcionarle una ayuda interesante.
Latimer no comprendía en qué sentido podía ser ayudado por el coronel Haki, pero dijo que se sentiría muy honrado. De modo que acordaron encontrarse en el Pera Palace Hotel tres días después.
Latimer no volvió a pensar en aquella cita hasta la misma noche de la víspera del día fijado. Estaba sentado en un salón de su hotel, junto con el gerente de la sucursal de su banco de Estambul.
«Collinson —pensaba Latimer— es una buena persona, pero un compañero tedioso.» Su conversación consistía, casi de forma exclusiva, en referir las habladurías acerca de lo que hacían los integrantes de las colonias inglesa y americana en Estambul.
—¿Conoce usted a los Fitzwilliam?—podía comenzar la charla—. Es una lástima: le resultarían agradables. Pues bien, hace unos días...
Pero como fuente de información sobre las reformas económicas proyectadas por Kemal Ataturk se había revelado como un verdadero inútil.
—A propósito —dijo Latimer, después de escuchar un minucioso informe acerca de la conducta de aquella mujer turca y de su marido, un vendedor de coches americano—, ¿conoce usted a un hombre que se llama coronel Haki?
—¿Haki?¿Por qué ha pensado en él?
—Porque mañana comeré con él.
Las cejas de Collinson se arquearon en su frente.
—¡Por Júpiter, comerá con él! —exclamó mientras se rascaba el mentón—. Pues, sí, he oído muchas cosas acerca de él —Collinson se detuvo, como si dudara—. Haki es uno de esos tíos de los que se oye hablar a menudo pero a los que jamás se les puede echar una mirada. De esa clase de personas que siempre está entre bastidores, ¿me comprende usted? En Ankara tiene más influencias que muchos de los hombres que se supone que están en la cúspide. En Anatolia fue uno de los hombres de Gazi; en 1919 desempeñó el cargo de diputado en el gobierno provisional. En esa época eran muchas las historias que me contaban sobre él. Era un demonio sediento de sangre, en todos los sentidos. Se decía algo sobre el modo como torturaba a los prisioneros. Pero después, ambas partes han hecho lo mismo y casi me atrevería a asegurar que han sido los soldados del Sultán quienes dieron peor ejemplo en este aspecto. También he oído decir que es un hombre capaz de beberse un par de botellas de whisky en poco rato y mantenerse tan sobrio como una rosa. De todos modos, esto no me lo creo. ¿Cómo ha sido que se ha topado usted con él?
Latimer se lo explicó.
—¿Cuál es su profesión?—preguntó—. No sé qué quieren decir estos uniformes.
Collinson se encogió de hombros.
—Bueno... he oído decir, a personas bien enteradas, que Haki es el jefe de la policía secreta, pero quizá eso no sea más que otro cuento. Esto es lo peor de este lugar: no puedes creer ni una palabra de todo lo que digan en el Club. Mire usted, precisamente el otro día...
Con algo más de entusiasmo que el que había abrigado días antes, Latimer se encaminó al día siguiente hacia la cita. Había juzgado al coronel Haki una especie de rufián y la vaga información de Collinson parecía confirmar ese juicio.
El coronel llegó con veinte minutos de retraso, y deshaciéndose en excusas, remolcó, de inmediato, a su invitado hasta el restaurante.
—Tomémonos un whisky con soda ahora mismo —anunció antes de pedir en voz alta una botella de «Johnnie».
Durante la mayor parte de la comida, Haki habló de las novelas policíacas que había leído, de la impresión que le habían producido, de sus opiniones acerca de los personajes y de su preferencia por los asesinos que mataban a sus víctimas a tiros.
Por último, con una botella de whisky casi vacía pegada a su codo y con un helado de fresas ante sí, Haki se inclinó hacia adelante, por encima de la mesa.
—Mister Latimer —volvió a decir—, creo que puedo ayudarle.
Por un segundo asaltó a Latimer la descabellada idea de que tal vez el coronel estaba a punto de ofrecerle un cargo en el servicio secreto de Turquía. A pesar de todo, consiguió responder:
—Oh, es usted muy amable.
—Ambicioné —prosiguió el coronel Haki— escribir yo mismo una buena novela policíaca. A menudo pienso que podría hacerlo de disponer del tiempo necesario. Este es el problema... el tiempo. Yo lo veo así. Pero... —el coronel hizo una solemne pausa.
Latimer aguardaba. Siempre se había encontrado con personas que estaban convencidas de ser capaces de escribir una novela detectivesca, en el caso de disponer del tiempo necesario.
—Sin embargo —repitió el coronel—, ya tengo planeado el argumento. Y me agradaría regalárselo a usted.
Latimer le aseguró que ese gesto era verdaderamente generoso.
El coronel rechazó con un ademán las palabras de agradecimiento.
—Sus libros me han colmado de placer, mister Latimer. Me hace feliz ofrecerle una idea para otro libro. No tengo tiempo para elaborarla yo mismo, y en cualquier caso —añadió con tono magnánimo—, estoy seguro de que usted la aprovechará mejor de lo que yo podría hacerlo.
Latimer farfulló alguna incoherencia.
—El escenario del relato —prosiguió el coronel, sus ojos grises clavados en el rostro de Latimer— es una casa de campo inglesa que pertenece a lord Robinson, un hombre de gran riqueza. En esa casa se desarrolla una típica reunión inglesa de fin de semana. Una noche, es descubierto el cadáver de lord Robinson, sentado en la biblioteca, ante su escritorio, con un disparo en la sien. La herida tiene los bordes chamuscados. Se ha formado un charco de sangre sobre el escritorio y ha empapado un papel. El papel es el nuevo testamento que lord Robinson estaba a punto de firmar. En el testamento anterior había dividido sus riquezas, en partes iguales, entre las seis personas, parientes y amigos, que están presentes en la casa. El nuevo testamento que no ha sido firmado porque lo ha impedido el disparo, lega todos sus bienes a uno solo de sus familiares. Por lo tanto —Haki apuntó con la cucharilla del helado, con gesto acusador, a su invitado antes de proseguir—, uno de los cinco invitados restantes ha de ser el culpable. Es lo lógico, ¿verdad?
Latimer abrió la boca, volvió a cerrarla y asintió con un movimiento de cabeza.
El coronel Haki abrió sus facciones a una sonrisa de triunfo:
—Allí está la trampa.
—¿La trampa?
—Lord Robinson no ha sido asesinado por ninguno de los sospechosos, sino por el mayordomo, cuya esposa había sido seducida por el lord. ¿Qué le parece? Buena, ¿verdad?
—Una idea muy ingeniosa.
Haki se echó hacia atrás en la silla y estiró los pliegues de su guerrera.
—Oh, no es más que una pequeña trampa, pero me alegra que le guste. Por supuesto, he elaborado cada una de las partes de la trama con el mayor detalle posible. El poli es un importante inspector de Scotland Yard, que se enamora de una de las sospechosas, una mujer guapísima, y para ahuyentar de ella las sospechas se decide a esclarecer el caso. Tiene gran valor literario. En fin, de todos modos, como ya le he dicho, tengo todo el argumento y los detalles escritos.
—Me interesaría muchísimo —dijo Latimer sinceramente— leer sus apuntes.
—Esperaba que me dijera eso. ¿Tiene prisa?
—No, ninguna.
—Pues entonces iremos a mi despacho y le enseñaré lo que tengo hecho. Lo he escrito en francés.
Latimer dudó tan sólo durante una fracción de segundo. En realidad no tenía ninguna otra cosa más interesante que hacer y podía ser una excelente experiencia ver el despacho del coronel Haki.
—Me encantará acompañarle —dijo, por último.
El despacho del coronel estaba situado en la parte superior de lo que quizá alguna vez fuera un hotel de segunda o tercera categoría; pero el edificio, por dentro, era una inconfundible oficina pública de Gálata. La puerta del despacho —una habitación grande— se abría en el extremo de un pasillo. Cuando entraron, un hombre vestido de uniforme se hallaba sentado ante el escritorio. Al ver al coronel, se puso en pie, hizo resonar sus tacones y dijo algo en turco. Haki le respondió y con un gesto le ordenó salir.
El coronel le señaló una silla a Latimer, le ofreció un cigarrillo y comenzó a rebuscar dentro de un cajón. Por fin, extrajo un par de folios mecanografiados y se los alargó a su visitante.
—Aquí está, mister Latimer. La clave del testamento ensangrentado. Este es el título que le he puesto, aunque aún no estoy seguro de que sea el mejor. Todos los títulos más sugerentes ya han sido utilizados, según creo haber descubierto. Pero ya pensaré en otras posibilidades. Léalo y no vacile en decirme con toda franqueza qué opina del tema y de la trama. Si estima necesario modificar algunos detalles, lo haré.
Latimer cogió los folios y empezó a leer, mientras el coronel, sentado en una esquina del escritorio, balanceaba una de sus piernas, larga y reluciente.
Latimer leyó los folios dos veces antes de dejarlos a un lado. No podía evitar un sentimiento de vergüenza: varias veces, durante la lectura, había sentido unas enormes ganas de echarse a reír. Pensó que había cometido un error al ir al despacho de Haki; pero ya que estaba allí, lo mejor sería marcharse lo antes posible.
—De momento no puedo sugerirle ningún cambio —dijo pausadamente—. Por supuesto que habrá que pensarlo todo con calma; es muy fácil cometer errores en este tipo de problemas. Hay mucho material que requiere cierta investigación. Las cuestiones que plantea el procedimiento legal británico, por ejemplo...
—Sí, sí, comprendo —El coronel Haki se escabulló del escritorio y ocupó su silla—. Pero, ¿cree usted que podrá servirle esta historia?
—De veras le estoy profundamente agradecido por su generosidad —afirmó Latimer, con intención evasiva.
—Oh, de nada. Ya me enviará un ejemplar de la novela cuando la publiquen. —Hizo girar su silla y cogió el teléfono—. Haré que le preparen una copia para usted.
Latimer se arrellanó en una silla. ¡Muy bien! No llevaría mucho tiempo hacer una copia de ese texto. Oyó que el coronel hablaba con alguien por teléfono y le vio arrugar el ceño. Haki depositó el auricular en su sitio y se volvió hacia su huésped.
—¿Me permite que me ocupe un instante de un asunto, ahora mismo?
—Por supuesto.
El coronel cogió un grueso sobre de papel manila y comenzó a sacar de él algunos documentos en los que se detenía atentamente. Por fin, eligió uno de aquellos documentos y se entregó a una lectura atenta. El silencio en la habitación se había hecho profundo.
Latimer, fingiendo un interés, que no sentía, por su cigarrillo, Observó al hombre sentado detrás del escritorio.
El coronel Haki pasaba con lentitud los folios del documento y en su rostro se advertía una expresión que Latimer no había visto antes. Era el aire de un experto que examina un asunto que conoce a fondo. En sus facciones se dibujaba una especie de reposo expectante que le hizo pensar a Latimer en un viejo y experimentado gato que estuviera observando a un joven e inexperto ratón.
En ese instante el escritor volvió a reconsiderar sus opiniones sobre el coronel Haki. Momentos antes había sentido una vaga compasión hacia él, tal como uno se compadece de una persona que, de manera inconsciente, hace el papel de tonto. Pero ahora comprendía que el coronel de ningún modo necesitaba esa compasión.
Mientras los largos y amarillos dedos de Haki volvían los folios de aquel documento, Latimer recordó las palabras de Collinson: «Se decía algo sobre el modo como torturaba a los prisioneros.»
Y entonces comprendió que sólo en ese momento comenzaba a ver, por primera vez, al verdadero y real coronel Haki. En ese instante, el coronel alzó sus pálidos ojos para posarlos, con una mirada pensativa, sobre el nudo de la corbata de Latimer.
Durante un segundo al ex catedrático le alarmó la sospecha de que aquel hombre sentado tras el escritorio, aun cuando al parecer observaba el nudo de su corbata, pudiera estar leyendo en su mente.
Al cabo de un minuto, los ojos del coronel se apartaron de su objetivo; una débil sonrisa le entreabría los labios y Latimer se sintió como quien ha sido sorprendido mientras comete un robo.
Haki dijo:
—Me pregunto, mister Latimer, si usted sentirá interés o no por verdaderos asesinos.
jueves, 30 de marzo de 2017
UN MILLÓN DE VISITAS AL BLOG.
UN MILLÓN DE VISITAS AL BLOG: EL LABERINTO DEL VERDUGO.
Hemos llegado al millón de visitas en el blog. Me siento sumamente complacido, creo que la labor de investigación y la posibilidad de mostrar al público lector – en algunos momentos- autores poco conocidos es lo que me llena de mayor satisfacción.
La labor no ha sido fácil: tomarse el tiempo día a día e invertir una o dos horas diarias para buscar autores y fragmentos de novelas requiere cierta disciplina y obsesión pero, lo hemos logrado.
También deseo aclarar que los autores allí escogidos – en el blog- conforman mi universo literario, que son mis autores, son mis referentes y eso es importante señalarlo. No soy partidario de las políticas del gurú: que cada uno busque lo que mejor le parezca en estéticas y escritores. Lo que realmente siempre me ha gustado es “compartir” con los demás “mis” preferencias y gustos literarios.
Por último, deseo dar las gracias a todas las personas de diferentes países que visitan el blog: es un agrado servirles y saber que están ahí.
J. Méndez-Limbrick.
Escritor.
Hemos llegado al millón de visitas en el blog. Me siento sumamente complacido, creo que la labor de investigación y la posibilidad de mostrar al público lector – en algunos momentos- autores poco conocidos es lo que me llena de mayor satisfacción.
La labor no ha sido fácil: tomarse el tiempo día a día e invertir una o dos horas diarias para buscar autores y fragmentos de novelas requiere cierta disciplina y obsesión pero, lo hemos logrado.
También deseo aclarar que los autores allí escogidos – en el blog- conforman mi universo literario, que son mis autores, son mis referentes y eso es importante señalarlo. No soy partidario de las políticas del gurú: que cada uno busque lo que mejor le parezca en estéticas y escritores. Lo que realmente siempre me ha gustado es “compartir” con los demás “mis” preferencias y gustos literarios.
Por último, deseo dar las gracias a todas las personas de diferentes países que visitan el blog: es un agrado servirles y saber que están ahí.
J. Méndez-Limbrick.
Escritor.
miércoles, 29 de marzo de 2017
carlos Barral. Poeta. LIBRO: Memorias.
Este volumen reúne toda la obra memorialística de Carlos Barral según el orden en que apareció publicada en vida de su autor: Años de penitencia, Los años sin excusa y Cuando las horas veloces. Estas Memorias, proyectadas, en principio, como un telón de fondo para retrasar el sórdido paisaje de la posguerra y de los años su cesivos, se han convertido en uno de los monumentos autobiográficos de mayor envergadura de las últimas décadas.
Fuente: N.N.
(Fragmento)
Carlos Barral
Memorias
LA MEMORIA DE CARLOS BARRAL
por JOSEP MARIA CASTELLET
Me pide el editor de Ediciones Península una breve nota de justificación al presente volumen de las Memorias de Carlos Barral, dada mi antigua vinculación con la editorial, por una parte, y mi mucho más antigua amistad con el autor, por otra.
La aparición de Años de penitencia ―primer tomo de lo que sería la trilogía memorialística de Barral―, en 1975, a los 47 años de su autor, supuso una revelación en el ya no mortecino, pero sí oscurecido, mundo cultural español, pendiente de la desaparición ―que acaeció aquel año― de la más siniestra figura política del siglo, Francisco Franco. El grupo cronológico de escritores al que pertenecía Carlos barral ―ya conocido como generación del «medio siglo» o de «los 50»― había dado brillantes muestras de su implicación en la historia contemporánea de la literatura española, con novelas, libros de poemas o ensayos de una notable madurez. Lo que no había dado todavía, seguramente por razones de edad, era la tentativa de una ambiciosa aventura: la prosa memorialística, con su compromiso individual e histórico, a través de una narrativa inscrita en un género de hondas raíces bibliográficas europeas, las memorias literarias.
La elaboración de la memoria personal como materia literaria, dada su escasa tradición española ―a diferencia de lo que había sucedido en Inglaterra o Francia, por ejemplo―, produjo, en el momento de la aparición de Años de penitencia, un ligero desconcierto, no sólo en la crítica sino también entre los lectores: Barral no era escrupulosamente preciso en lo que se refería a la cronología; sus perfiles de algunos personajes más o menos conocidos no respondían a las características tópicas con las que eran admitidos; su actitud personal no se ajustaba siempre a lo que era «políticamente correcto» en los ambientes culturales de la progresía al uso en aquellos años; etc. En una palabra, Barral rompía moldes literarios y políticos en aquella época del tardofranquismo en la que la sociedad española vivía inquietamente, entre el temor y la esperanza.
Con el tiempo, y después de la aparición de los volúmenes sucesivos de sus memorias ―Años sin excusa (1978) y ya, tardíamente, Cuando las horas veloces (1988)―, el punto de vista barraliano quedó admitido, es decir, la aceptación de la creación de una prosa eminentemente literaria que tuviera como inicio y fundamento la memoria personal. Quienes tuvimos la ocasión y el privilegio de leer y discutir con Barral Años de penitencia antes de su publicación quedamos en cierto modo comprometidos con el legado de transmitir la legitimidad de la preeminencia de lo literario personal sobre lo más o menos periodístico de la crónica histórica aferrada a la puntualidad de los hechos,
Convertidos en un «clásico» del memorialismo contemporáneo español, los tres volúmenes reunidos ahora en uno solo no precisan, pues, de lo que es una estricta justificación editorial. Si acaso, resituarnos en una época histórica ya cerrada en sí misma a la que podemos acercarnos libres de los prejuicios que los acompañaron en su singladura inicial. Y constatar la fertilidad de su propuesta a través de la publicación de otros libros de memorias de algunos de sus coetáneos.
Testimonio de su tiempo y protagonista de infinitas aventuras culturales, Carlos Barral sigue tan vivo en las páginas de sus libros como en el recuerdo de los pocos supervivientes de su grupo generacional, tan castigado por los azares de la vida, es decir, por las trágicas y prematuras desapariciones de buena parte de sus amigos.
J. M. C.
Enero de 2001
UN PERSONAJE SINGULAR
por ALBERTO OLIART
Las memorias son siempre la recreación de un pasado desde un presente en el que perviven, hilvanados en el tiempo de la vida de uno, aquellos hechos, encuentros y vivencias que, por razones varias y difíciles de explicar, se hacen presentes en el acto de recordar en detrimento de otros y, forzosamente, se interpretan, se modifican. A menudo, al evocarlos, los vemos bajo una luz distinta a la que iluminó el suceso recordado, y nos damos cuenta de matices y significados que nos pasaron desapercibidos cuando los vivimos.
Esto ocurre con los tres libros de memorias de Carlos Barral: Años de penitencia, Los años sin excusa y Cuando las horas veloces, y en el centenar de páginas de recuerdos de su primera infancia que dejó al morir. A éstos hay que añadir Penúltimos castigos, la única novela de Carlos Barral, especie de autobiografía moral, en la que el autor se recrea en el personaje que también es y se llama Carlos Barral.
En la nota introductoria a Años de penitencia, fechada en enero de 1973, escribe el autor:
Este libro no es congruente con el proyecto que me decidió a su redacción... Y así ha resultado otro libro, un libro distinto del previsto...y ahora no estoy tan seguro de que este texto [...] no sea un capítulo ―y ni siquiera el primero― de una especie de autobiografía o de algo tal vez más semejante a unas memorias [...] El presente texto, de todos modos, conserva muchos de los caracteres que debieron configurar el proyecto que luego desertó en el curso de la escritura. El descuartizamiento del relato en piezas temáticas, que prevalecen sobre la continuidad cronológica, por ejemplo, o un desenfado rozando a menudo la impertinencia en el que vino a parar, al ser desbordada por la mitología personal, la voluntad de reflexión objetiva. Y, sobre todo, una metódica inexactitud. Puesto que se trataba de suscitar una visión general, gjranangular, en la que la peripecia del personaje era sólo el punto de vista, no importaba que las dataciones fueran precisas, los recuerdos circunstanciados y exactos, si su ambigüedad no desequilibraba el cuadro general [...] En un cierto aspecto [...] el libro quisiera alcanzar la dignidad de obra de ficción, por cerca que quede de la crónica y de la reflexión sobre hechos de la historia menuda. Esto es lo que dice Barral de sus memorias, un pasado evocado desde un presente en el que la mitología personal desborda la reflexión, quizás el recuerdo, objetivos.
EL PERSONAJE
Carlos Barral era un personaje singular, que se separaba por su físico, por sus gestos y por su manera de hablar y de andar, del común de los mortales. Así lo percibí cuando se me acercó, en una mañana del mes de octubre de 1945, en el patio de la Facultad de Derecho de la vieja Universidad de Barcelona para, con un pretexto cualquiera, presentarse y hablar conmigo, quizás porque yo vestía una insólita chaqueta de pana negra. Alto de estatura, para aquellos años, ancho de espaldas, exageradas éstas por las hombreras de su chaqueta, de facciones angulosas, boca muy recortada, ojos grandes, rasgados, de color cambiante con destellos dorados, el pelo casi rubio, con un mechón que caía terco sobre la frente algo huidiza, el porte rígido... y aquellas manos grandes, con los dedos índice y corazón de la mano derecha prematuramente teñidos de amarillo, que desanudaban despacio, seguras, los cordones de una bolsa de cuero ―de guardar anzuelos me diría después― como yo no había visto antes otra igual, para ofrecerme la picadura de tabaco negro y el papel de fumar que guardaba en ella. Nos liamos el cigarro que encendimos con el chisquero de mecha que sacó de un bolsillo de su chaqueta; y luego bajamos al bar a tomar un café hablando de lecturas, de poesía, de nosotros. Aquella mañana empezó una amistad completa que duró mientras él vivió; que seguirá durando mientras yo viva.
Si su aspecto físico lo hacía singular, diferente (cuando mis hermanas lo conocieron dijeron que era «un chico muy guapo»), aún lo diferenciaban más de la inmensa mayoría sus opiniones y juicios, que en las discusiones, en las que en aquel entonces todos nos enzarzábamos con facilidad y mucha frecuencia, mantenía con tanta habilidad dialéctica (¡oh, la educación jesuítica!) como irritada obstinación si se le contradecía; sobre todo si su contradictor le sostenía el envite sin ceder. Aunque lo que le divertía era discutir y, si era posible, quedar vencedor ante los espectadores de aquella justa verbal.
Todos padecíamos en aquellos años los complejos e inhibiciones que nos habían impuesto la pobre cultura moral de aquella sociedad barcelonesa, los miedos latentes en nuestros mayores, producto de la Guerra Civil y de la represión de la posguerra, y la férrea dictadura armada del franquismo. Carlos Barral no era una excepción. Como dice en Años de penitencia, tenía la armadura exterior de un señorito barcelonés de la clase media, armadura que había interiorizado. Practicante de una religión que convertía en la asistencia y cumplimiento de unos actos litúrgicos socialmente obligatorios, aunque él defendiera con hábiles argumentos tomistas una conducta que poco tenía de auténtica; monárquico por influencia de amigos ―los hermanos Bofill― y, según decía por estética, hubiera sido un personaje convencional y típico de su medio, si no hubiera sido por una brillante y aguda inteligencia, por un sentido de la estética que impregnaba toda su personalidad, y por aquel don de la lengua que hacía todavía más poderosa y flexible su inteligencia. Esas cualidades y las nuevas amistades acabarían, ya mediados nuestros estudios universitarios y mucho más después, deprisa y sin vuelta atrás, por levantar su identidad y su libertad como persona, rompiendo armaduras y convenciones.
Ese camino, y la descripción del ambiente de mediocridad, de pobreza cultural y moral, de ciegas imposiciones en el que crecimos son, a mi juicio, una de las claves del libro, entre anécdotas, inexactitudes, y certeras observaciones, y todo dicho con la palabra exacta y precisa.
EL POETA
Cuando nos conocimos hablamos enseguida de las poesías que uno y otro escribíamos. A partir de aquel momento el vínculo primero de nuestra amistad, compartida con mi amigo Jorge Folch Rusiñol, también poeta, fue el leernos cada uno a los otros dos el poema que habíamos escrito, comentar el que el otro nos leía, convivir en el entusiasmo que la poesía despertaba en nosotros.
Recuerdo a Carlos, casi siempre en mi casa y en mi habitación, entre nerviosas idas y venidas de Jorge Folch, mientras yo estudiaba, pasándose horas buscando la palabra exacta, ¡sobre todo el adjetivo!, para el verso que estaba elaborando, del poema cuya estructura tenía pensada antes de empezar a escribir. Porque Carlos Barral era un poeta que intelectualizaba siempre la función de escribir y sometía la inspiración o el sentimiento a una rigurosa y ascética búsqueda de la estructura sintáctica, de la palabra exacta en su significación y tonalidad, dentro de la arquitectura del poema. Y así continuó escribiendo hasta su muerte; hasta ese, quizás, ultimo, bellísimo y estremecedor poema, titulado «En la arena del epitafio», en el que no puedo dejar de ver una oscura premonición de su ya próxima muerte:
Esta orilla es estigia. Aquí se viene
A comprobar la prórroga, tal vez a asegurarnos
De no haber muerto del todo todavía
Y a enderezar el rumbo del olvido.
Opino desde siempre, y me alegra coincidir con Carmen Riera, que Carlos Barral es, quizás, el poeta más estructurado de nuestra generación; y aunque los inusitados perfección y cultismo de su lenguaje no hacen fácil el acceso a su poesía, para mí no cabe duda de que es uno de los mejores poetas del espléndido grupo de la llamada Escuela de Barcelona. A lo largo de su vida y de los distintos personajes que encarnó (el de editor, intelectual comprometido, hombre brillante de moda, el navegante mediterráneo, político), él quiso siempre ser poeta. La obsesión de tener el tiempo suyo y libre para escribir, para escribir poemas, surge una y otra vez en Los años sin excusa y Cuando las horas veloces. Con la contención que le era propia, tan rígido y elusivo a la hora de expresar sus sentimientos, escribe en el primero de estos libros:
A partir, digamos, de la conversación con Einaudi, yo mismo había buscado obstinadamente esta puerta a un territorio sin refugios... Sería el editor veinticuatro horas al día y para todos y a donde quiera que fuese y hasta cuando me encerrase, abrumado por lecturas obligadas y sin gusto, condenado a la hipocresía del comercio intelectual, a la relación política, a la manifestación oportuna, con un «yo mismo» relegado a las copas de evasión y a algunos fines de semana. Pésima situación para el presunto poeta lírico. EL EDITOR
Sin embargo, como he dicho en otras ocasiones, Carlos Barral fue para el ojo público el editor de vanguardia que en los años cincuenta, rompiendo con el miedo y con la prudencia forzada, triunfa vertiginosamente gracias a una política editorial que fue un modelo de coherencia, de rigor y de visión de futuro.
Gracias, primero, a Joan Petit, el hombre que Carlos encuentra en la editorial y que le apoyará de una manera decisiva en su proyecto, además de introducirle en los clásicos latinos tan presentes en su poesía, y después al grupo de amigos que formará un comité de lectura excepcional. Jaime Gil de Biedma, José María Castellet, José María Valverde y Gabriel Ferrater y, en la logística y organización, Jaime Salinas, le ayudarán en esa espléndida aventura cultural y, por el momento histórico en que se da, política, que fue la editorial Seix Barral mientras Carlos la dirigió.
He dicho cultural y política, porque es evidente, y basta leer Los años sin excusa para percatarse de ello, que Carlos Barral y sus amigos quieren derruir con los libros que editan el obtuso muro de defensa que contra la nueva cultura de vanguardia y, por ende, de izquierdas, levantaban el franquismo y su censura.
El éxito de la editorial fue fulgurante. La colección y el premio Biblioteca Breve dan a conocer a la nueva generación de novelistas españoles, como Juan Marsé, Juan García Hortelano, José Caballero Bonald, Luis Martín Santos, Jesús Fernández Santos y Luis Goytisolo, hasta llegar a Juan Benet. Con la concesión del premio a Mario Vargas Llosa, se lanzará el llamado boom latinoamericano. Mario Vargas, Julio Cortázar, Alejo Carpentier...; y antes que ellos y con ellos, la novela de punta de los países europeos, Svevo, Pavese, Gadda, Lessing, Böll, Robbe-Grillet, Marguerite Duras y otros muchos autores de la literatura universal... Y el Premio Internacional de Literatura, gestado entre Giulio Einaudi y Carlos Barral, sabiamente organizado por Jaime Salinas, unirá la pequeña editorial barcelonesa a las grandes casas editoriales europeas y convertirá a Carlos Barral en un editor conocido y respetado internacionalmente. Esa unión fue posible porque para ellos Carlos Barral y su grupo de amigos y colaboradores representaban la idea de la libertad cultural en un momento difícil y adverso para España.
El discurso que Carlos Barral pronunció en la clausura del Congreso de Editores celebrado en Barcelona en mayo de 1962, terminó diciendo:
Lo que os he expuesto en nombre de mis colegas y en el mío propio, con un espíritu consciente y turbado, y sin embargo convencido de la necesidad de precisar estos extremos ante la audiencia trienal de los editores, no se deriva de un sentimiento puramente sentimental, aun admitiendo que este movimiento tiene también su parte de función, sino de la convicción profundamente enraizada de que sólo la verdad y la libertad, integradas una en la otra, pueden garantizar la libre circulación de las ideas y con ella, la dignidad humana por la que tantos de nuestros semejantes se han sacrificado. El monumento a Carlos Barral editor lo levantan el catálogo de obras y autores publicados por la editorial Seix Barral, en los años que fue su director, y el catálogo de Barral Editores, mientras sobrevivió como editorial independiente.
Fuente:
© Carlos Barral y Herederos de Carlos Barral:
Memorias de infancia, 1990
Años de penitencia, 1975
Años sin excusa, 1977
Cuando las horas veloces, 1988.
© «La memoria de Carlos Barral»: Josep Maria Castellet, 2001.
© «Un personaje singular»: Alberto Oliart Saussol, 2001.
© Ediciones Península 2001
DEPÓSITO LEGAL: B. 4.662-2OOI
ISBN: 84-8307-333-1.
Maquetación: I.p.S.A.C.
viernes, 17 de marzo de 2017
ROBERTO BOLAÑO. El secreto del mal.

El secreto del mal es el cuarto libro de cuentos, y el segundo de manera póstuma, del escritor chileno Roberto Bolaño (1953-2003), publicado en 2007 por la Editorial Anagrama en Barcelona, España, donde el autor falleció a la edad de 50 años.
Este libro fue publicado el mismo año que el libro de poemas La Universidad Desconocida, coincidiendo también con el lanzamiento de Los detectives salvajes en Estados Unidos. El orden de los cuentos fue determinado por los editores.
Como es lo usual en la obra del autor, el libro incluye también algunos ensayos y conferencias.
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