CARTILLA ELECTRÓNICA DEL ESCRITOR J MÉNDEZ-LIMBRICK. Premio Nacional de Narrativa Alberto Cañas 2020. Premio Nacional Aquileo j. Echeverría novela 2010. Premio Editorial Costa Rica 2009. Premio UNA-Palabra 2004.
jueves, 9 de febrero de 2017
Marqués de Sade. Crímenes del amor. Por: M. Armiño.
PRÓLOGO
En 1800, fecha en la que aparecen los cuatro tomitos que recogen bajo el subtítulo de novelas «heroicas y trágicas, precedidas de una “Idea sobre las novelas”», Les Crimes de l’amour[1] el mundo acaba de dar un vuelco de consecuencias inimaginables para sus propios autores: once años antes, la Revolución Francesa había acabado con el Antiguo Régimen dando paso a nuevas formas de vida y de relaciones sociales de las que todavía es hoy heredero el mundo occidental. Pocos días antes de ese 14 de Julio liberador, Donatien Alphonse François, marqués de Sade, ha sido trasladado «desnudo como un gusano» de la Bastilla al hospicio para enfermos mentales de Charenton: desde la ventana de esa fortaleza en la que penaba desde 1784 habría gritado a los transeúntes, cuando ya empezaban a oírse los truenos que precedían a la tormenta revolucionaria, que estaban degollando y asesinando a los prisioneros. El 4 de julio, M. de Launay, director de la Bastilla, ordena ese traslado mientras se dispone a resistir el furor del pueblo de París, que, desatado, toma la prisión y, además de asesinar a Launay, arrasa la celda en la que había vivido el marqués: la biblioteca de seiscientos libros, muebles y retratos, así como algunos manuscritos, desaparecen.
Al año siguiente la Asamblea Nacional deroga las lettres de cachet por las que el marqués de Sade había pasado doce años encarcelado: las lettres de cachet eran órdenes de encarcelamiento que el rey emitía sin tener que dar cuenta de los motivos ni de las causas que las provocaban; en el caso del marqués de Sade, como en el de otros hijos de la aristocracia y de las mejores familias de conducta algo calavera, el rey las firmaba a petición de la familia, dado que ciertas condenas implicaban no sólo la ejecución de los «criminales», sino el paso de sus propiedades a la corona; y Sade ya había sido condenado a muerte por sodomización, tortura y envenenamiento con cantáridas de varias jóvenes en 1772, y ejecutado en efigie junto con su criado Latour en Aix. En esa ocasión, Sade pudo librarse del arresto, viajar a Italia, regresar a su castillo de La Coste donde sólo cinco años más tarde de aquella fecha será detenido y encarcelado durante 12 años.
Cuando sale en libertad en abril de 1790, Sade apenas puede moverse tras ese periodo de inmovilidad que lo ha engordado y abotargado. Distintos avatares le llevarán de nuevo a prisión, porque la leyenda de su nombre le persigue, tanto ante las autoridades republicanas como ante Napoleón Bonaparte. En última instancia es en esos años finales de la década cuando va a publicar, a instancias de su editor, novelas anónimas, de cuya paternidad renegará una y otra vez, como La filosofía en el tocador y La Nueva Justine, o las desgracias de la virtud, seguido de la Historia de Juliette, su hermana, o las Prosperidades del vicio. Pero sus pretensiones literarias y sus necesidades no le permitían vivir en el anonimato; si en el frontispicio de Aline y Valcour estampa ya una firma: «el ciudadano S***», Los crímenes del amor ya vienen firmados por «D. A. F. Sade, autor de Aline y Valcour».
En febrero de 1784, cuatro años después de pisar por primera vez la Bastilla, Sade decide la escritura de una obra amplia de la que Los crímenes del amor forman parte[2]: durante un año, entre la primavera de 1787 y abril de 1788, redacta en veinte cuadernos de 21 x 18 cm lo que el «Catálogo razonado de las obras del autor en la época del 1 de octubre de 1788» titula como «Cuentos y fabliaux del siglo XVIII por un trovador provenzal. Esta obra forma 4 volúmenes adornados con una estampa para cada cuento. Estas historias están entremezcladas de manera que una aventura alegre o incluso picara, aunque siempre contenida en las normas del pudor y la decencia, sigue de forma inmediata a una aventura seria o trágica. Todos los temas son nuevos. Sólo tres han sido sacados de novelas o de la historia»: veinte cuadernos, de los que han desaparecido el 2 y el 7, y que, además de textos como Les Infortunes de la vertu (Los infortunios de la virtud) —redacción inicial de Justine, ou les Malheurs de la vertu (Justine, o las desgracias de la virtud)—, Le Président mistifié (El presidente burlado), etc., contienen varios títulos más que no llegó a componer, observaciones de escritura, resúmenes, recapitulaciones, opiniones sobre la calidad de los relatos…
El proyecto se modificará con el tiempo: según los Cahiers redactados en 1803-1804 en la Bastilla, Sade pretendía reagrupar bajo el título de Boccace français (Boccaccio francés) los relatos trágicos de Los crímenes del amor y el resto de los cuentos alegres o galantes[3]. Desechado el plan inicial, Sade prepara meticulosamente las once nouvelles que van a formar Los crímenes del amor, con alternancia de tono en la ordenación, que no sigue el orden cronológico de la escritura; Sade pretende insertarse en la tradición literaria y abre su libro con una trama sacada de la historia (Juliette y Raunai), para luego irse liberando de la descripción y ofrecer personajes cada vez más monstruosos de varia imaginación: hay, sin embargo, una constante en las novelas de la segunda parte, que arrancan con Rodrigo, o la torre encantada, especie de pausa en la progresión hacia el horror total: esa constante es el incesto, que ya aparecía esbozado psicológicamente en el citado Juliette y Raunai, y que alcanza alturas trágicas y edípicas en las novelas colocadas por Sade al final de su recopilación. Incesto buscado como «forma suprema del amor» en Ernestina, o cometido por error, dado que ni Florvillle ni Courval (Florville y Courval, o el fatalismo) conocen su parentesco, o remate de una teoría de la educación libertina impartida por un padre a su hija (Eugénie de Franvall).
La belleza del Mal
Esas pretensiones y el título de «hombre de letras», que no puede reclamar dado que niega la autoría de sus novelas fuertemente connotadas por el erotismo, se ven claramente tanto en la disposición de Los crímenes del amor como en la cuidadosa revisión que hace de esos «viejos» manuscritos: habían sido escritos doce años antes, desde la primavera de 1878 al 1 de octubre de 1788, en vísperas de la terrible conmoción que va a alterar el mundo tal como Sade lo conocía antes de ser encerrado en la Bastilla; el Antiguo Régimen y la testa coronada de Luis XVI han caído abriendo una etapa absolutamente distinta en las relaciones del escritor con el mundo. De ese cotejo de los manuscritos con el texto impreso se desprenden varias conclusiones de primera importancia[4]; dejando a un lado las variantes estilísticas, muy numerosas, la pretensión del texto revisado es clara: poder inscribir en la cubierta el nombre del autor, que para ello debe eliminar de la vieja redacción términos escandalosos, «escabrosos o impíos» de los labios de sus libertinos, que «semejantes a los grandes criminales de La Nueva Justine, erigían en principios, en largos discursos, la negación de todo altruismo, la preeminencia de sus deseos, el desprecio de la vida humana. Justificaban su inmoralidad pretendiendo seguir la sola ley de la naturaleza[5]».
Además de términos, también desaparecen detalles de escasa importancia en principio pero que podrían aguzar el ojo de los censores: por ejemplo, Ernestina aparece vestida y no desnuda después de ver ejecutar a Sanders mientras Oxtiern la ultraja; esa preocupación por la decencia no altera, sin embargo, la realidad profunda de unas tramas en las que pervive el fondo: incestos, crueldades, muertes, torturas, sufrimientos. El contenido mismo de las novelas sólo se ve alterado en un caso, en Lorenza y Antonio, cuyo desenlace pasa de trágico a feliz. El acento ideológico también varía; la cabeza de la monarquía ha rodado bajo la guillotina, y un tono levemente republicano impone correcciones en distintos términos —«súbditos» sustituye a «ciudadanos», «igualdad» a «honor», «gobierno» a «familia real», «Estado» a «soberano» etc.)—, o la desaparición del elogio del monarca ilustrado sueco Gustavo III (Ernestina).
Y, junto a términos y detalles, la revisión que el ciudadano Sade hace una vez recuperada la libertad elimina discursos y retira de la boca de sus protagonistas para sortear la censura la parte más combativa: «un ateísmo radical y un rechazo sistemático de las leyes morales y de las convenciones de la sociedad[6]». Los protagonistas de estos crímenes por amor igualan en pensamiento y obra a los personajes de las novelas que Sade no firmaba con su nombre: ateos radicales que propinan golpes de razón contra la Iglesia y niegan cimientos sociales como la fidelidad conyugal o el papel de la madre: en Eugénie de Franval se esboza en filigrana la eliminación materna de La filosofía en el tocador, etc. Pero Sade va a «convertirse» retocando las dos entidades principales de sus novelas: por un lado, utiliza trazos más negros para describir a los malvados y sus acciones, cuya indecencia sale acentuada; por otro, la grandeza moral de las víctimas, que, descrita en un tono más apastelado, se permiten tras la corrección dar lecciones de moral a sus verdugos, hasta el punto de conseguir enternecerlos varias veces y salir indemnes de las trampas (Miss Henriette Stralson). También el erotismo inicial queda paliado ante el temor a ser acusado de indecencia por la censura: Sade elimina o suaviza esas escenas; pero, si se resigna a vestir a la protagonista desnuda o a velar descripciones de cuerpos, la sangre fría con que, por ejemplo, Eugénie envenena a su madre no desaparece, ni los hechos fundamentales de los «crímenes»: incestos, horrores, monstruosidades. El crimen sigue ahí, subrayado incluso por la sutileza con que se presenta, por el patetismo burlón con que se describe el sufrimiento de las víctimas.
Para no chocar con las convenciones, Sade finge dar un paso atrás en la descripción de los aspectos más brillantes del terror y de la agresión sobre las víctimas suavizando sus martirios, eliminando la espectacularidad de los crímenes; pero en el texto impreso compensa esa mengua de los manuscritos analizando y describiendo de manera más sutil e interiorizada el sufrimiento y dejando que aflore en el imaginario la quiebra de los valores morales sustentados por el Antiguo Régimen: así consigue un patetismo más profundo, teñido de ironía, en las víctimas, una negrura ambiental y psicológica que adensa el horror de la trama, y unas descripciones del viaje de la pasión hacia el crimen que tuvieron continuadores en los novelistas del XIX, empezando por Balzac y siguiendo por el Stendhal de los relatos o novelas conocidas como Crónicas italianas, título y recopilación ajenos al autor de El rojo y el negro.
Idea sobre las novelas
La preocupación de Sade por ofrecerse al lector como un «hombre de letras» que enlaza con la tradición literaria, y no como autor de unos títulos que, aunque publicados anónimamente, todos le adjudicaban, le induce a escribir un prólogo a sus Crímenes del amor que justifique esa pretensión. A finales del siglo XVIII aún no estaba fijado el estatuto de la novela: podría decirse que el género era «reciente», pese a que con Cervantes la ficción narrativa hubiera alcanzado, paradójicamente, su culminación; y pese a que en 1670 Pierre-Daniel Huet ya hubiese iniciado en Francia la investigación histórica sobre los orígenes de la novela. Son varios los contemporáneos de Sade que se sintieron obligados a blandir una lanza a favor del género narrativo: en 1771 Claude Joseph Dorat, y en 1772 Louis d’Ussieux, anteponen a sus relatos unos textos prológales cuya pretensión es idéntica a la de Sade cuando abre sus nouvelles de Los crímenes del amor con una «Idea sobre las novelas». Frente a la pujanza de la poesía y del teatro, cuyo origen en tiempos inmemoriales no necesitaba defensa alguna, la novela no había «prendido». Esos dos narradores citados se remontaban en la búsqueda de linaje —como en los linajes de la sociedad, tenía que ser antiguo para gozar de legitimidad— a Oriente y, de manera más precisa, a los árabes, pese a que un siglo antes Huet ya la atribuía, como Sade, a los griegos.
Pero hay en Sade, lo mismo que en Huet, una localización más antigua todavía: «digo que hay que buscar su primer origen en la naturaleza del espíritu del hombre, inventivo, aficionado a novedades y ficciones, deseoso de aprender y de comunicar lo que ha inventado y lo que ha aprendido, y que esa inclinación es común a todos los hombres de todo tiempo y lugar», proclama Huet. Y Sade avanza un paso más y atribuye el género a dos necesidades: la de rezar y la de amar. Dado que lo sagrado está vinculado al hombre desde siempre (al menos en la visión del mundo que tenía Sade), la evolución de las creencias permite al novelista examinar las costumbres; y, en primer lugar, la de la pasión. En un borrador de la «Idea sobre las novelas», escrito en los primeros meses de 1788, cuando aún pensaba en el volumen de cuentos del «trovador provenzal», y titulado «Advertencia[7]», contempla las costumbres en su doble vertiente de virtud y vicio; ahí ya sugiere que los cuadros en que la primera sucumbe a manos del segundo producen descripciones más brillantes; y el lector tiene derecho a leerlas porque dejan en su espíritu una lección de moral mucho más eficaz que los idílicos cuadros de la virtud en su esplendor o las recomendaciones de la religión. La visión de los tortuosos caminos del vicio conmueve, remueve más el corazón del hombre, «verdadero dédalo de la naturaleza».
Que la lectura tiene un alcance moral y que actúa sobre las pasiones de ese corazón, era un tópico manido ya desde los púlpitos, que, o la prohibían precisamente por eso, o querían convertirla en simple apéndice del perpetuo elogio de Dios y del rey a que está obligado todo súbdito; el resto son «envenenadores», a los que hay que tratar como tales, «prohibiendo y castigando, incluso con religiosa severidad», escribe el abate Dinouart, citando a san Agustín precisamente en 1771, en su breve folleto El arte de callar. Para este eclesiástico mundano (1716-1786), que en su juventud había escrito sobre los temas más diversos, y cuyo libro El triunfo del sexo (1746) le había valido un disgusto con el obispo de Amiens, «la Iglesia es, en verdad, una madre tierna y compasiva que no exige la muerte del pecador (…) pero su ternura tiene límites. (…) Se traspasa la lengua a los que blasfeman por ira, ¿y habríamos de guardarnos de tocar a quienes lo hacen por máximas y por dogmas?[8]»…
Pero si unos abogaban por las novelas edificantes —para la Enciclopedia lo es, por ejemplo, La Nueva Eloísa de Rousseau— que deben proporcionar al lector recursos que le permitan evitar las trampas del amor, y convertirse en un apéndice de la moral, Sade defiende la novela como espejo de la realidad, y en la realidad hay pasiones que, descritas en toda su crudeza, tienen más posibilidades de aleccionar al lector y, por tanto, de corregirle; con un añadido, además: la descripción de las pasiones en todo su furor no sólo tiene más fuerza compulsiva sobre quien lee, sino que su capacidad para alcanzar la belleza es mayor que el triunfo de la virtud. No es nueva la argucia de describir lo prohibido so capa de corrigere mores (véase, por poner un ejemplo cercano, el prólogo de Fernando de Rojas a La Celestina). Ese paseo por la realidad tenía en la Historia una de sus fuentes, porque, si el autor elige bien, si son hechos históricos edificantes lo que novela, puede ir mucho más allá de los historiadores: la ficción crea situaciones y documentos que el historiador se ve impotente en ocasiones para aportar. Al debate que en el siglo XIX francés trata de distinguir y diferenciar ficción e historia, Sade aporta una sutileza: abre Los crímenes del amor haciendo una reverencia a favor de ésta con Juliette y Raunai, pero rápidamente se refugia en aquélla; ha pagado tributo a la tradición y no volverá a tocar la historia, salvo, si se quiere, en Rodrigo, o la torre encantada, donde lo único que aprovecha es un marco para unos hechos legendarios.
Once novelas: autocensura del manuscrito a la primera edición
Julieta y Raunai, o la conspiración de Amboise / Juliette et Raunai, ou la conspiration d’Amboise
Este relato, «empezado el 13 de abril de 1788» según anota el manuscrito, fue el último escrito de los destinados a formar Los crímenes del amor. El trabajo de reescritura trata de impedir cualquier detalle que choque con las convenciones, pese a que se enfrentan el Bien y el Mal, los protestantes a sus perseguidores católicos. Sade impone una libertad total a la verdad histórica; si las primeras páginas siguen esa verdad en el marco, su mezcla con la ficción permite al novelista inventar personajes como Juliette y utilizar pinceles recreativos para describir la psicología de los protagonistas; y también permite que Castelnau y Raunai sean perdonados cuando en realidad subieron al cadalso en Amboise. Como pórtico a Los crímenes del amor Sade da a su primera novela un final feliz, no sin antes haber ampliado el panorama y los ojos del lector: el poder del duque de Guise es omnímodo, y por lo tanto puede cometer todas las monstruosidades capaces de ser engendradas por la imaginación.
La doble prueba / La double Épreuve
En La doble prueba la historicidad desaparece por completo para dar paso a la teatralidad; este relato, el más largo del conjunto, además de presentar una galería de personajes más abierta y amplia, mantiene relaciones con los cuentos de fascinación oriental y con el mundo cortés y trovadoresco, pero ninguna con la crueldad de los «crímenes». El retrato de costumbres y de caracteres tiene sus puntos de divergencia en las dos damas, Nelmours y Dolsé, puestas a prueba por el duque Ceilcour: Sade pinta desde los conceptos morales, antes que del natural, dos caracteres de mujer tan opuestos que parecen proceder del fondo religioso medieval que legislaba sin paliativos sobre la mujer virtuosa y la malvada. Si algo tienen que ver esas dos mujeres con el mundo sadiano, habría que buscarlo en esa oposición femenina y en un añadido que Sade pone en labios de Nelmours ante la erupción volcánica con que le regala Ceilcour: «¡Ah! ¡Qué sublime horror! ¡Qué hermosa es incluso en sus desórdenes la naturaleza! ¡En verdad que esto podría servir de materia a reflexiones muy filosóficas!» La «malvada» Nelmours tiende por naturaleza hacia el desorden, aunque éste sea producto efímero y teatral de elementos fundamentales como el Aire, la Tierra o el Agua, dominados por genios y hadas sobrenaturales. Juliette se exaltará en cambio ante la realidad de un Vesubio que explota.
A Le Grandic le cuesta encontrar conexiones con el mundo sadiano, con el que también podría relacionarse el personaje masculino, el duque de Ceilcour: «A la vez que se refiere de forma implícita a la producción novelesca de su siglo, este relato ofrece un discreto parentesco con el imaginario sadiano. Si Dolsé y Nelmours son un pálido reflejo de Justine y de Juliette, el duque Ceilcour que tanto gusta de las escenificaciones mágicas y sofisticadas podría ser un eco en sordina de los grandes pervertidos de Silling», lugar que sirve de escenario a las crueldades de Las ciento veinte jornadas de Sodoma.
Miss Henriette Stralson /Miss Henriette Stralson
Un personaje que encarna el Mal absoluto protagoniza este relato donde la heroína es capaz de conmover a Lord Granwel y de engañarle: la seducida seduce a un seductor cuya maldad no nace solamente de sus sentidos: Granwel, como otros malvados sadianos, se justifica remitiéndose a la naturaleza, que necesita tanto el mal como el bien para sus miras; Granwel va más allá de los malvados tradicionales; no sólo no se arrepiente sino que trata de legitimar el Mal, o, mejor dicho, trataba de legitimarlo en un párrafo que, presente en el manuscrito, desaparece en la edición[9]; para Granwel sólo hay crimen cuando se contrarían esas miras de la naturaleza, cuando se resiste a ellas, tal como piensa también el duque de Blangis en las Ciento veinte jornadas de Sodoma: «He recibido esas inclinaciones de la naturaleza, y la irritaría resistiéndome a ellas; si me las dio malas, es porque así se volvían necesarias para sus miras[10]».
Entre el manuscrito y la edición, Sade pinta con lápiz más negro y duro al satélite de Granwel, un Gave cuyo nacimiento oscuro y la sumisión al Lord queda subrayado con alguna réplica incorporada al texto; por otro lado, de labios de Granwel desaparecen los pensamientos más subversivos que hemos recogido en nota, y algunas líneas en las que cuestiona la virtud: «¡Oh, virtud! ¿En qué difieres pues del vicio, si los remordimientos que das son los mismos que nacen de los crímenes[11]?»
A diferencia de otros relatos, y mientras Gave engaña a un prometido algo bobalicón, es Henriette la víctima que pasa al ataque; Henriette es la mujer fuerte, capaz de razonar con su verdugo, de utilizar su propio lenguaje y llevarle a su terreno hasta el punto de conseguir que Granwel la libere en dos ocasiones, y en la tercera ocasión consiga al menos morir matando.
Faxelange, o los errores de la ambición / Faxelange, ou les Torts de l’ambition
Los cambios en el título mismo de este relato anuncian el deslizamiento de su asunto entre el manuscrito y la publicación; anotó en aquél «La joven engañada» y «El marido engañador», pero más tarde desplazó la causa y la culpa de las desgracias que le sobrevienen a Faxelange hacia sus padres y hacia ella misma: cegados por el relumbrón de la apariencia del supuesto barón de Franlo, los padres de Faxelange y la propia joven se lanzan a preparar un matrimonio que no es más que una estratagema del malvado. Si en el manuscrito Faxelange es la víctima de una mente monstruosa, los retoques del texto impreso sitúan a ésta en el campo de los culpables, pues cae por voluntad propia y fascinada por la riqueza en las trampas que el Mal le tiende. Maestro de la seducción y el engaño, Franlo deja que sus palabras descubran un temperamento cínico y añadan su nombre a la lista de personajes plenamente sadianos: sus maldades tienen por fundamento las leves de la naturaleza y por misión conseguir, exclusivamente para sí, una igualdad que las leves sociales han perturbado expulsándole del lugar que ocupaba, como expresa uno de los fragmentos eliminados (nota 5, pág. 542); en la edición de 1800, Franlo, víctima de unos usos sociales que lo han llevado al bandidaje, no pretende otra cosa que recuperar, gracias a las riquezas que roba, su rango dentro de la sociedad. Desaparecen asimismo su crueldad —sólo en parte— y su cínico desprecio hacia la vida humana (nota 6, pág. 542) si ésta pone obstáculos a sus miras de resocialización por arriba.
Frente a él, un personaje perfectamente inscrito en la sociedad del Antiguo Régimen como es Goé tiene que asumir, mal que le pese, los valores institucionales del sistema, y, tras acabar en nombre del rey con el seductor perverso, elimina los sentimientos que lo habían llevado a perseguir la liberación de Faxelange: porque, una vez mancillada, una vez vistos los errores que han llevado a Faxelange a su perdición, ésta no puede resituarse otra vez en la vida social como si no hubiera ocurrido nada; y tampoco puede tener sitio alguno en el corazón y los sentimientos de su liberador; el convento o la muerte son su único destino.
Florville y Courval, o el fatalismo / Florville et Courval, ou le Fatalisme
Del manuscrito a las prensas cambia poco el texto de este relato que tiene en las dos heroínas, Mme. de Verquin y Mme. de Lérince, dos encarnaciones opuestas: la primera, del libertinaje; la segunda, de la virtud; en medio, la joven Florville, sobre cuyo camino de iniciación a la vida se volverán ambas. A la hora de dar su texto a la imprenta, Sade presta a la primera unas bases teóricas a su libertinaje (en el añadido que comienza: «Heroína gala», pág. 247), resultado de su experiencia de la vida, mientras hace de la segunda un retrato de devoción y virtud, acompañándolo de las morales palabras de M. de Saint-Prât, otro de los ejemplos de bondad. Pero Sade concentra su reescritura en la muerte de esos tres personajes femeninos: rehace la de Mme. de Verquin, cambia algo en la de Florville y crea por completo la de Mme. de Lérince.
El primer caso es el más significativo; son cinco páginas lo que Sade añade (págs. 266-270) al texto manuscrito para hacer de la muerte de la libertina un ejemplo de muerte epicúrea, tan serena como la que los púlpitos proclamaban que era la hora final de los mismísimos bienaventurados; en el manuscrito Sade se limitaba a informar del fallecimiento de Mme. de Verquin en unas pocas líneas con la apostilla de un mesonero: «Su final ha reparado bien su vida, ha muerto como santa». En ese momento de feliz agonía, Mme. de Verquin recuerda los racimos que ha exprimido a la vida y, en perfecta quietud, se entrega a la naturaleza sin temor a nada que exista más allá de la raya que separa la vida de la muerte. Mme. de Lérince en cambio, pese a su vida virtuosa, se acerca a esa raya en medio de tormentos, espanto e inquietud ante su destino sobrenatural.
También cambia Sade la muerte de Florville, que en la edición no utiliza un puñal, recurso bien avalado por la tradición literaria para los suicidas, sino que se lanza sobre una de las pistolas de Senneval y se salta la tapa de los sesos, en una escena de un patetismo claramente prerromántico que debe relacionarse con el sueño en que ve la sangre de su seductor, al que ha matado; sueño añadido al manuscrito, y en el que, sin Florville saberlo, se unen las sangres de ambos, del seductor y de la seducida; en otro de sus sueños también verá «una nube de sangre» que le arrebata a su hijo. Sade juega con el tejido de esos sueños, y con leves modificaciones y supresiones, convierte a la que iba a ser símbolo de virtud en un monstruo de crueldad: se encadenan los homicidios —en distintas variantes: denuncia de su propia madre, que termina subiendo al cadalso, asesinato de su amante, de su hijo—, y los deseos perversos para terminar con un incesto: he ahí los frutos de la virtud.
Rodrigo, o la torre encantada / Rodrigue, ou la Tour enchantée
En el cuaderno 3, donde aparece casi la totalidad del texto de Rodrigo, o la torre encantada, Sade había preparado unas líneas para insertar «en el prefacio del editor»: «Respecto a la torre encantada nuestro autor debe sin duda reclamarlo totalmente, el fondo de la anécdota es auténtico, figura en Abul-Cacim-Tarib-Aben-Tariq. Rodrigo, príncipe afeminado, atraía a su corte a las hijas de todos sus vasallos, entre las que se encontró Florinda, hija del conde Julián. La violó. Su padre, que estaba en África, conoce esa funesta noticia por la carta alegórica que nuestro autor ha conservado: sublevó a los moros y regresó a España al mando de ellos. Rodrigo no sabe qué va a ser de él. No tiene ningún lugar, ningún suelo. Va a registrar la torre encantada donde le aseguran que hay tesoros. Encuentra una estatua del tiempo que golpea con su maza y que lleva una inscripción que anuncia a Rodrigo sus desgracias. El príncipe se adentra en la torre y ve un gran curso de agua pero nada de dinero. Sube, manda cerrar la torre, un trueno lo arrebata. Ya no ve más que vestigios. A pesar de sus malos augurios Rodrigo reúne un ejército, lucha, es derrotado, muerto, sin que su cuerpo pueda ser hallado. He ahí todo lo que el pasaje ha proporcionado a nuestro autor. Basta ver si lo que ha añadido merece que reclame la propiedad de la anécdota completamente».
La nota aparece tachada, y con motivo, pues en su «Idea sobre las novelas» repite ese fragmento casi al pie de la letra sin cargarlo sobre la espalda del editor (pág. 51). Fuentes de larga influencia, porque la maldición de Rodrigo ya acosaba su imaginación como demuestran sus notas durante su encarcelamiento en Vincennes (1778-1784); en Aline et Valcour, novela de ese período, en la carta 38 de Déterville a Valcour figura el inicio de la historia del rey Rodrigo, que resulta interrumpida por la acción de la epístola. No hay, por otra parte, diferencias entre el manuscrito y la edición en volumen de la novela. El Rodrigo que Sade dibuja aquí no es más que un fruto del mal que reina en el mundo, y que Dios ha creado y conoce.
Lorenza y Antonio / Laurence et Antonio
Redactado en una semana, del 24 al 31 de enero de 1788, el relato Lorenza y Antonio supone un grado más en la vuelta de tuerca que el marqués de Sade va dando a sus personajes monstruosos. Pero doce años más tarde, al editarlo en volumen, Sade suaviza considerablemente el retrato y las palabras de Cario Strozzi: elimina frases en las que cuestiona todo y sólo admite para sí mismo el poder absoluto de obrar a su antojo, y difumina las escenas donde predominan la sangre y el erotismo. Es la naturaleza la única norma que admite Strozzi como límite a la pasión que siente por su nuera; intenta que Lorenza comparta sus teorías y ceda a sus deseos en un largo discurso que el autor elimina casi por completo en la edición de 1800; largo discurso (véase el pasaje eliminado en la nota 104) en el que se adelantan ideas que sí figuran en las novelas que Sade no se atrevía a firmar con su nombre: buscando su justificación en el mundo antiguo, en la democracia ateniense y en la república romana, Strozzi arremete contra los lazos familiares, contra la religión, define a la mujer como bien común de todos los hombres y aboga por el deseo y la naturaleza como máximas normas de conducta.
Consciente del ataque que las propuestas de Strozzi suponen para el orden constituido, en el manuscrito (véase nota 105) justifica la esclavitud de la mujer en nombre de la naturaleza y de la historia y aduce razones de orden político basadas en el honor para motivar el asesinato de una esposa infiel. Ese razonamiento ha desaparecido, igual que la escena de la repetida violación de Lorenza y la patética crueldad del desenlace con la tortura y muerte de Lorenza y Antonio, cuyos cuerpos son dejados de pasto a las bestias. Antes ambos amantes, sobre todo Lorenza, habrán sufrido torturas y humillaciones que Strozzi y su verdugo realizan con una violencia inusitada en estos relatos, tan inusitada que el autor se ve obligado a pintar a un Strozzi arrepentido que se suicida. De este modo, una novela oscura, trágica y negra se suaviza, sobre todo con ese desenlace que ha abreviado (véase nota 107). De este modo, entre el manuscrito y su reescritura Sade hace un retrato más breve y menos cruel de Strozzi, mientras la heroína, que termina volviendo sus preces hacia Dios, recibe un trato menos trágico y no se convierte en ejemplo de sumisión absoluta de la mujer al poder del hombre porque de los labios de Strozzi han desaparecido las justificaciones teóricas de esa esclavitud femenina. Así reescrita, Lorenza y Antonio sale de las manos de su autor expurgada de teorías escandalosas, y de una crueldad constante y trágica, con vistas a la inscripción de Sade en el número de los escritores con nombre.
Ernestina / Ernestine
En principio, Sade tituló esta novela Ernestina, o las secuelas de la seducción (Ernestine, ou les suites de la séduction). En la reescritura para la edición de 1800 aporta numerosas observaciones de ambiente, dando mayor entidad a la parte introductoria de la novela, a ese viajero que va a trasladar una historia contada y a la vez vivida, pues conoce al protagonista de las maldades cometidas en las personas de Ernestina y su prometido. Ese viajero encarna al filósofo ilustrado que admira costumbres distintas de las de su tierra, menosprecia el lujo de la vida ciudadana y alaba los usos ancestrales de la aldea. Su elogio del rey sueco Gustavo III, monarca absoluto y ejemplo de rey déspota para los Ilustrados, queda sustancialmente rebajado: entre el manuscrito y la edición no sólo había rodado la cabeza de Luis XVI, sino que el propio Gustavo III había sido asesinado.
Asimismo quedan sacrificados los conceptos de honor y honra del Antiguo Régimen en aras de una igualdad natural que sólo tiene una medida privilegiada: la virtud social. En el radical optimismo que domina Ernestina —cuento moral, casi de hadas por la bondad de su desenlace—, Sade ha privilegiado un personaje, el de Oxtiern, que se redime arrepintiéndose de su monstruosa conducta con la pareja de amantes y sintiendo en la redacción definitiva un dolor y un sufrimiento sinceros por su pasado, hasta el punto de desear la muerte para librarse del horror que experimenta por sí mismo.
Dorgeville, o el criminal por virtud / Dorgeville, ou le Criminal par vertu
La virtud engañada y burlada por el vicio es la lección que da este relato en el que un hombre generoso y amante de su familia se casa con su propia hermana sin saberlo; pero esa boda no es más que el cebo que le preparan su desconocida hermana y el perverso amante de ésta, a quienes no cuesta nada convertir a Dorgeville en víctima, aunque antes del encuentro fraterno su desconocimiento de la naturaleza humana ya le había hecho sentir las consecuencias de enfrentarse a un mundo perverso con las solas armas de la bondad y la virtud.
En la revisión del manuscrito, Sade ahonda en la visión de los dos extremos: por un lado, añade al personaje de Dorgeville una tolerante arenga (en la pág. 421) en la que apostrofa a los supuestos padres de Virginie exaltando la sensibilidad de la mujer abandonada y arremetiendo contra los prejuicios sociales; por otro, utiliza la más negra de las paletas para hacer que Cécile, una vez descubierta, explique en un largo discurso el carácter monstruoso de sus actos, subrayando el incesto para hacer patente a su hermano la estupidez de la virtud; y, por más que Dorgeville la vea escarnecida, es el amor que ha sentido por su hermana lo que termina siendo la causa de su muerte. Además desaparecen, en las palabras que Cécile dirige a su hermano, sus ideas sobre la incompatibilidad del siglo y la virtud; ningún ejemplo más revelador que el de Dorgeville: su bondad no ha hecho otra cosa que alentar acciones monstruosas.
La condesa de Sancerre, o la rival de su hija / La Comtesse de Sancerre, ou la Rivale de sa filie
El calificativo de «anécdota» que figura en el subtítulo no tiene el significado que podríamos atribuirle hoy: hay escritores del siglo XVIII que prefieren ese término al de «historia» o al de «nouvelle»; en ellos ha podido encontrar Sade también el ambiente de las cortes ducales de la Borgoña del siglo XV, en las que floreció, entre cruentas guerras de propiedad territorial, el amor cortés de los trovadores.
Con cierto parentesco con Lorenza y Antonio, este relato escrito entre el 6 y el 21 de mayo de 1787 —fechas que abarcan además la escritura de Emilia de Tourville, el final de Faxelange, el inicio de Miss Henriette Stralson, y textos ajenos a los Crímenes como El Talión y Lecciones de la naturaleza— no sufre cambios significativos en la preparación del texto para la imprenta: Sade subraya en ellos la violencia de los encuentros entre los amantes, cuyos sentimientos llevan a cierto paroxismo, además de aligerar con retoques el retrato de Amélie, a la que pinta con trazos de modelo de virtud, lo mismo que a su enamorado Monrevel en el desenlace. Como novedad, el monstruo es aquí una mujer: la madre de Amélie.
Eugénie de Franvall / Eugénie de Franval
Sade escribió varias versiones de este relato, Eugénie de Franval, colocado al final de los Crímenes como una especie de paroxismo, y considerado por su autor el mejor del volumen: poco importa la condenación del vicio, que sólo es descrito para exaltar la virtud y corregir las costumbres —tópico literario desde finales de la Edad Media, empezando por La Celestina—, su observación sobre las dos posibles clases de incesto —un incesto sin consecuencias para las convenciones sociales, otro que provocaría crímenes de gran alcance— trata de justificar su audacia y paliarla con consideraciones de orden moral; porque hay dos escenas que constituyen el foco narrativo y que la censura no podía admitir: la educación sexual y filosófica para el incesto que Eugénie y su padre cometen y el episodio de voyeurismo de Valmont (ese desfloramiento de Eugénie por su padre y la escena de voyeurismo de Valmont ya habían sido restablecidas en el texto de sus ediciones por editores de Sade como Heine y Lely); sólo en Lorenza y Antonio y en Eugénie de Franval incluye Sade descripciones eróticas, abusos y humillaciones de las víctimas, pero su alcance es menor en el manuscrito; por otro lado, desaparecen en la edición de 1800.
Aquí el incesto no es sólo algo premeditado, sino resultado de un curso de educación más amplio que la lección de sexualidad natural que Franval, Pigmalión de erotismo, da a su hija; pero ese incesto es la meta a la que conduce el desarrollo teórico de la filosofía libertina del personaje masculino, a pesar de que, entre el manuscrito y la edición, Sade ha suavizado la impiedad sustancial de Franval: sus lecciones van avanzando y desarrollando las principales ideas de la moral libertina: Dios sólo es una quimera que los poderosos utilizan para someter a los débiles; los lazos familiares, incluido el de la maternidad, carecen de sentido en el orden de la naturaleza, de ahí que cualquier sentimiento derivado de esa dependencia, desde el filial al conyugal, vuelva a ser otra trampa de sometimiento impensable en la naturaleza, que sólo se rige por el placer y el interés personal y rechaza todo lo que pueda obstaculizar su búsqueda. Aunque Sade ha mantenido estos razonamientos de Franval, sin embargo ha eliminado la réplica en la que Eugénie defiende la ley de la semilla paterna como único valor intrínseco (véase nota 126).
El carácter cruel de Franval sufre una suavización escasa: en el manuscrito, cuando Franval pone en manos de su hija el veneno que ha de acabar con la vida de la madre, se alegra y siente placer pensando en los tormentos que va a sufrir Mme. de Franval; ante las reservas de Eugénie, le da un veneno que no la retuerza tanto como la primera droga —o eso es lo que dice; más adelante se ve que la esposa y madre ha muerto entre los terribles dolores provocados por el primer veneno—; en la edición, en cambio, sólo pervive esa escena del dolor de la agonía materna, necesario para que Eugénie inicie su «des-educación» en maldad.
Sade no sólo ha suavizado o eliminado las teorías inmorales; aquí y allá han caído también frases que subrayaban la filosofía libertina y el goce incrementado por la ruptura de las convenciones: por ejemplo, el entusiasmo y la felicidad que aporta un amor culpable como el incesto se ven reforzados porque previamente Franval ha golpeado a su mujer, una más de las esposas sadianas que casi siempre aparecen como víctimas, sobre todo en La filosofía en el tocador, pero también en varios relatos de los Crímenes del amor.
Por lo demás, los principales personajes responden a tópicos sadianos como la descuidada educación que los monstruos han recibido en su infancia o un desenlace clemente para ellos: tras el desencadenamiento de elementos naturales, frecuentes en la novela negra, Franval retrocede y se ve llevado como otros malvados de Sade por la mano del novelista hacia un suicidio que puede parecer un castigo, pero que puede ser «la última manifestación de una ironía que no cesa de aparecer en su conducta a lo largo de todo el relato[12]». Eugénie en cambio ha tenido una educación «muy cuidada», pero en el libertinaje: su padre quiere hacer de ella un «otro yo» femenino; en ambos casos, el resultado de la falta de educación y de la educación libertina es el mismo: una perversión que, en el caso de la hija, le hace ver «un amigo» en su padre, a quien, de acuerdo con las enseñanzas naturales que ha recibido, sacrifica todo.
Yendo más lejos, Sade busca en la esposa, que trata de llevar al buen camino a Eugénie, una cómplice de sus amores incestuosos; por otro lado, Franval cruza los amores de la madre con los del pretendiente de la hija, un Valmont que asiste a la ceremonia cuasi religiosa de la exaltación erótica de Eugénie, convertida en ídolo, mientras Franval sufre, se inquieta y goza, entre cajas, viendo a su hija convertida en objeto erótico de quien puede ser su rival.
M. ARMIÑO
***
Valdemar: Gótica - 69
Título original: Les Crimes de l’amour
Marqués de Sade, 1800
Traducción: Mauro Armiño
Ilustración de cubierta: Henry Fuseli (Ilustración para Macbeth, 1766-68)
Editor digital: orhi
ePub base r1.2
miércoles, 8 de febrero de 2017
EL MARQUÉS DE SADE Simone de Beauvoir.
EL MARQUÉS DE SADE
Simone de Beauvoir
En uno de sus libros, el marqués de Sade afirma con vigor: "Sostuve mis extravíos con razonamientos. No me puse a dudar. Vencí, arranqué de raíz, supe destruir en mi corazón todo lo que podía estorbar mis placeres". Se quiso ver en ello la actitud de un depravado. Al reivindicar a este hombre que se rebeló contra la moral de su época para asumir en su conciencia las manifestaciones sexuales de la sociedad que lo rodeaba, Simone de Beauvoir pinta la figura de un revolucionario, de un racionalista, de un hombre que necesita comprender la dinámica interna de sus actos y los de sus semejantes.
“Sólo se afilia —dice la penetrante y audaz autora de este libro— a las verdades que le son dadas por la evidencia de su experiencia vivida, y por ello superó el sensualismo de su época para transformarlo en una moral de autenticidad.” Es esta búsqueda de autenticidad la que jalona toda la accidentada y torturada vida del marqués de Sade. Y es lo que, indudablemente, le concede especial vigencia en nuestra época, que ha hecho de la autenticidad una de sus más precisas posibilidades.
Simone de Beauvoir sigue al célebre personaje a través de la formulación de sus principios. Sin detenerse más de lo necesario en las circunstancias que rodearon la vida del marqués de Sade, ubica aquellos hechos que determinan su personalidad en el campo de los principios que él mismo formuló y en la interpretación que dio a sus actos.
Los prejuicios ensombrecieron durante muchos años a este hombre que, en un mundo que intentaba desprenderse del feudalismo y caía corrompido en la vida cortesana, pretendió iluminar a sus contemporáneos sobre el valor real de los cuerpos y los sentidos. La autora de El Segundo Sexo, al desembarazar al marqués de Sade de su fama falsificada, le concede la perspectiva de su auténtica dimensión: un testimonio increíble y revelador.
***
EL MARQUÉS DE SADE
Simone de Beauvoir
Scan y Revisión: Spartakku
Para El Divino Marqués
http://www.sade.iwebland.com
Título del original francés
FAUT-IL BRÛLER SADE?
Traducción por
J. E DE LA SOTA
LIBRO DE EDICIÓN ARGENTINA
Queda hecho el depósito que
previene la ley 11. 723. Copyright
by EDICIONES LEVIATAN,
Juncal 1131 — Buenos Aires.
IMPRESO EN LA ARGENTINA PRINTED IN ARGENTINE
martes, 7 de febrero de 2017
Carlos Fuentes. Adán en Edén. Novela. Fragmento.
Adán Gorozpe ha pasado de pobretón estudiante a poderoso mandamás gracias a un afortunado braguetazo. Adán Góngora es ministro a cargo de la seguridad nacional y ha puesto en marcha una estrategia espeluznante: se alía con los criminales y encierra o manda matar a los menos aptos; encarcela inocentes y algún que otro culpable, exhibe a todos y así se gana a la opinión pública como garante de la justicia.
Un día, Góngora le propone a Gorozpe un pacto. Éste sabe que tiene que deshacerse de Góngora, o al menos neutralizarlo. Pero ¿cómo proceder contra tal adversario? ¿Cómo detener la corrupción que arrastra al país hacia el caos? Mientras tanto la gente se aferra a cualquier esperanza por vana que parezca, aunque sea la predicación de un niño con alas postizas que sermonea a los transeúntes.
Adán en Edén combina el drama y la comedia, la ficción y la crónica periodística, el terror y el humor, lo real y lo fantástico para trazar un mapa detallado del poder, el narcotráfico y la violencia en la América del siglo XXI.
Carlos Fuentes
Adán en Edén
Título original: Adán en Edén
Carlos Fuentes, 2009
Diseño de cubierta: Fernando Ruíz Zaragoza
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
A Francisco Toledo, gracias por la memoria de ochenta elefantes.
¿Acaso te pedí, Hacedor, que de la arcilla me hicieras hombre, acaso te pedí que de la oscuridad me ascendieras?
MILTON, Paraíso perdido
1
No entiendo lo que ha sucedido. La Navidad pasada todos me sonreían, me traían regalos, me felicitaban, me auguraban un nuevo año —un año más— de éxitos, satisfacciones, reconocimientos. A mi esposa le hacían caravanas como diciéndole qué suertuda, estar casada con un hombre así… Hoy me pregunto qué significa ser “un hombre así…” o “asado”. Más asado que así. ¿Fue el año que terminó una ilusión de mi memoria? ¿Realmente ocurrió lo que ocurrió? No quiero saberlo. Lo único que deseo es regresar a la Navidad del año anterior, anuncio familiar, repetido, reconfortante en su sencillez misma (en su idiotez intrínseca) como profecía de doce meses venideros que no serían tan gratificantes como la Noche Buena porque no serían, por fortuna, tan bobos y malditos como la Navidad, la fiesta decembrina que celebramos porque sí, no faltaba más, sin saber por qué, por costumbre, porque somos cristianos, somos mexicanos, guerra, guerra contra Lucifer, porque en México hasta los ateos son católicos, porque mil años de iconografía nos ponen de rodillas ante el Retablo de Belén aunque le demos la espalda al Establishment del Vaticano. La Navidad nos devuelve a los orígenes humildes de la fe. Una vez, otra vez, ser cristiano significaba ser perseguido, esconderse, huir. Herejía. Manera heroica de escoger. Ahora, pobre época, ser ateo no escandaliza a nadie. Nada escandaliza. Nadie se escandaliza. ¿Y si yo, Adán Gorozpe, en este momento derrumbo de un puñetazo el arbolito navideño, hago que se estrellen las estrellas, le coloco una corona en la cabeza a mi mujer Priscila Holguín y corro a mis invitados con lo que antes se llamaba (¿que quiere decir?) cajas destempladas…?
¿Por qué no lo hago? ¿Por qué me sigo conduciendo con la amabilidad que todos esperan de mí? ¿Por qué sigo comportándome como el perfecto anfitrión que Navidad tras Navidad reúne a sus amigos y colaboradores, les da de comer y beber, les entrega regalos distintos a cada uno? —jamás dos veces la misma corbata, el mismo pañuelo— aunque mi mujer insista en que esta es la mejor época para el “roperazo”, es decir, para deshacerse de regalos inútiles, feos o repetidos que nos son entregados para endilgárselos a quienes, a su vez, los regalan a otros incautos que se los encajan a…
Contemplo la pequeña montaña de obsequios al pie del árbol. Me invade un temor. Devolverle a un colaborador el regalo que éste me hizo hace dos, tres, cuatro Navidades… Me basta pensarlo para suprimir mis temores anticipados. No estoy aún en el Año Nuevo. Sigo en la Noche Buena. Me rodea mi familia. Mi esposa inocente sonríe, con su sonrisa más vanidosa. Las criadas distribuyen ponches. Mi suegro ofrece una bandeja de bizcochos.
No debo adelantarme. Hoy todo es bueno, lo malo aún no sucede.
Distraído, miro por la ventana.
Pasa un cometa.
Y Priscila mi esposa le da una sonora cachetada a la criada que distribuye cocteles.
2
Pasa, una vez más, un cometa. Me invade una gran duda. Este astro luminoso, ¿es precedido por su propia luz o sólo la anuncia? ¿La luz anticipa o finaliza, es presagio de nacimiento o de defunción? Creo que es el sol, astro mayor, quien determina si el cometa es un antes o un después. Es decir: el sol es el dueño del juego, los cometas son partículas, coro, extras del universo. Y sin embargo, al sol nos acostumbramos y sólo su ausencia —el eclipse— nos llama la atención. Pensamos en el sol cuando no vemos el sol. Los cometas, en cambio, son como chisguetes del sol, animales emisarios, ancilares al sol, y a pesar de todo, prueba de la existencia del sol: sin los esclavos no existe el amo. El amo requiere siervos para probar su propia vida. Si no lo sabré yo que, abogado y empresario moderno, doy fe de mi ser y de mi estar cinco veces a la semana (sábados y domingos son días feriados) tomando mi lugar a la cabeza de la mesa de negocios, con mis subordinados muy subordinados aunque yo me comporte como un jefe moderno, nada arbitrario: un sol que quiere calentar pero no incendiar. Y a pesar de todo, ¿no es cierto que sólo soy el jefe porque ellos aceptan que lo sea?, ¿son los cometas los que nos hacen pensar en el sol?, ¿los segundos le dan vida al primero? No sé si todo hombre en mi posición piensa en estas cosas. No lo creo. Por lo común el poderoso da por descontado su poder, como si hubiera nacido no desnudo sino coronado, envuelto en riqueza. Miro a mis empleados sentados alrededor de la mesa y quisiera preguntarles, ¿soy el sol?, o ¿soy el solo? ¿Tengo poder por mí mismo o porque ustedes me lo dan? Sin ustedes, ¿carecería de poder? ¿Los poderosos son ustedes que me confieren poder o yo, el que lo ejerce?
El cometa del día de hoy es cometa porque es visible. ¿Cuántos astros, cada día, circulan por los cielos sin que nos demos cuenta? ¿Somos astros barbatos, una luz que precede, o astros caudatos, luminosidad que sucede? Si yo fuese un cometa, ¿cómo sería mi cola? ¿Difusa, en ramales que se disparan cada uno por su lado? ¿Corniforme, un abogado presidente de empresa con cola encorvada? ¿Inesperado o periódico —un astro singular e inimaginable hasta que aparece, o un cometa predecible y en consecuencia aburrido, o sea, poco cometa?
El tiempo —o sea, esta narración— lo dirá.
¿Son los sábados, los domingos, en realidad, días feriados? Y feria, ¿es sólo día de descanso, o agitado día de compraventas?
Este día no lo diré —o espero no decirlo— sino presidiendo el Consejo de Administración, dándome el lujo —determinado, voluntarioso— de ser el único que cuelga la pierna encima del brazo de la silla y la mueve con displicencia. A ver, ¿quién más se atreve?
Y yo mismo, ¿me atrevo a explicarme a mí mismo la razón de mi éxito?
Un día, Góngora le propone a Gorozpe un pacto. Éste sabe que tiene que deshacerse de Góngora, o al menos neutralizarlo. Pero ¿cómo proceder contra tal adversario? ¿Cómo detener la corrupción que arrastra al país hacia el caos? Mientras tanto la gente se aferra a cualquier esperanza por vana que parezca, aunque sea la predicación de un niño con alas postizas que sermonea a los transeúntes.
Adán en Edén combina el drama y la comedia, la ficción y la crónica periodística, el terror y el humor, lo real y lo fantástico para trazar un mapa detallado del poder, el narcotráfico y la violencia en la América del siglo XXI.
Carlos Fuentes
Adán en Edén
Título original: Adán en Edén
Carlos Fuentes, 2009
Diseño de cubierta: Fernando Ruíz Zaragoza
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
A Francisco Toledo, gracias por la memoria de ochenta elefantes.
¿Acaso te pedí, Hacedor, que de la arcilla me hicieras hombre, acaso te pedí que de la oscuridad me ascendieras?
MILTON, Paraíso perdido
1
No entiendo lo que ha sucedido. La Navidad pasada todos me sonreían, me traían regalos, me felicitaban, me auguraban un nuevo año —un año más— de éxitos, satisfacciones, reconocimientos. A mi esposa le hacían caravanas como diciéndole qué suertuda, estar casada con un hombre así… Hoy me pregunto qué significa ser “un hombre así…” o “asado”. Más asado que así. ¿Fue el año que terminó una ilusión de mi memoria? ¿Realmente ocurrió lo que ocurrió? No quiero saberlo. Lo único que deseo es regresar a la Navidad del año anterior, anuncio familiar, repetido, reconfortante en su sencillez misma (en su idiotez intrínseca) como profecía de doce meses venideros que no serían tan gratificantes como la Noche Buena porque no serían, por fortuna, tan bobos y malditos como la Navidad, la fiesta decembrina que celebramos porque sí, no faltaba más, sin saber por qué, por costumbre, porque somos cristianos, somos mexicanos, guerra, guerra contra Lucifer, porque en México hasta los ateos son católicos, porque mil años de iconografía nos ponen de rodillas ante el Retablo de Belén aunque le demos la espalda al Establishment del Vaticano. La Navidad nos devuelve a los orígenes humildes de la fe. Una vez, otra vez, ser cristiano significaba ser perseguido, esconderse, huir. Herejía. Manera heroica de escoger. Ahora, pobre época, ser ateo no escandaliza a nadie. Nada escandaliza. Nadie se escandaliza. ¿Y si yo, Adán Gorozpe, en este momento derrumbo de un puñetazo el arbolito navideño, hago que se estrellen las estrellas, le coloco una corona en la cabeza a mi mujer Priscila Holguín y corro a mis invitados con lo que antes se llamaba (¿que quiere decir?) cajas destempladas…?
¿Por qué no lo hago? ¿Por qué me sigo conduciendo con la amabilidad que todos esperan de mí? ¿Por qué sigo comportándome como el perfecto anfitrión que Navidad tras Navidad reúne a sus amigos y colaboradores, les da de comer y beber, les entrega regalos distintos a cada uno? —jamás dos veces la misma corbata, el mismo pañuelo— aunque mi mujer insista en que esta es la mejor época para el “roperazo”, es decir, para deshacerse de regalos inútiles, feos o repetidos que nos son entregados para endilgárselos a quienes, a su vez, los regalan a otros incautos que se los encajan a…
Contemplo la pequeña montaña de obsequios al pie del árbol. Me invade un temor. Devolverle a un colaborador el regalo que éste me hizo hace dos, tres, cuatro Navidades… Me basta pensarlo para suprimir mis temores anticipados. No estoy aún en el Año Nuevo. Sigo en la Noche Buena. Me rodea mi familia. Mi esposa inocente sonríe, con su sonrisa más vanidosa. Las criadas distribuyen ponches. Mi suegro ofrece una bandeja de bizcochos.
No debo adelantarme. Hoy todo es bueno, lo malo aún no sucede.
Distraído, miro por la ventana.
Pasa un cometa.
Y Priscila mi esposa le da una sonora cachetada a la criada que distribuye cocteles.
2
Pasa, una vez más, un cometa. Me invade una gran duda. Este astro luminoso, ¿es precedido por su propia luz o sólo la anuncia? ¿La luz anticipa o finaliza, es presagio de nacimiento o de defunción? Creo que es el sol, astro mayor, quien determina si el cometa es un antes o un después. Es decir: el sol es el dueño del juego, los cometas son partículas, coro, extras del universo. Y sin embargo, al sol nos acostumbramos y sólo su ausencia —el eclipse— nos llama la atención. Pensamos en el sol cuando no vemos el sol. Los cometas, en cambio, son como chisguetes del sol, animales emisarios, ancilares al sol, y a pesar de todo, prueba de la existencia del sol: sin los esclavos no existe el amo. El amo requiere siervos para probar su propia vida. Si no lo sabré yo que, abogado y empresario moderno, doy fe de mi ser y de mi estar cinco veces a la semana (sábados y domingos son días feriados) tomando mi lugar a la cabeza de la mesa de negocios, con mis subordinados muy subordinados aunque yo me comporte como un jefe moderno, nada arbitrario: un sol que quiere calentar pero no incendiar. Y a pesar de todo, ¿no es cierto que sólo soy el jefe porque ellos aceptan que lo sea?, ¿son los cometas los que nos hacen pensar en el sol?, ¿los segundos le dan vida al primero? No sé si todo hombre en mi posición piensa en estas cosas. No lo creo. Por lo común el poderoso da por descontado su poder, como si hubiera nacido no desnudo sino coronado, envuelto en riqueza. Miro a mis empleados sentados alrededor de la mesa y quisiera preguntarles, ¿soy el sol?, o ¿soy el solo? ¿Tengo poder por mí mismo o porque ustedes me lo dan? Sin ustedes, ¿carecería de poder? ¿Los poderosos son ustedes que me confieren poder o yo, el que lo ejerce?
El cometa del día de hoy es cometa porque es visible. ¿Cuántos astros, cada día, circulan por los cielos sin que nos demos cuenta? ¿Somos astros barbatos, una luz que precede, o astros caudatos, luminosidad que sucede? Si yo fuese un cometa, ¿cómo sería mi cola? ¿Difusa, en ramales que se disparan cada uno por su lado? ¿Corniforme, un abogado presidente de empresa con cola encorvada? ¿Inesperado o periódico —un astro singular e inimaginable hasta que aparece, o un cometa predecible y en consecuencia aburrido, o sea, poco cometa?
El tiempo —o sea, esta narración— lo dirá.
¿Son los sábados, los domingos, en realidad, días feriados? Y feria, ¿es sólo día de descanso, o agitado día de compraventas?
Este día no lo diré —o espero no decirlo— sino presidiendo el Consejo de Administración, dándome el lujo —determinado, voluntarioso— de ser el único que cuelga la pierna encima del brazo de la silla y la mueve con displicencia. A ver, ¿quién más se atreve?
Y yo mismo, ¿me atrevo a explicarme a mí mismo la razón de mi éxito?
lunes, 6 de febrero de 2017
Bram Stoker. La dama del sudario. Novela.
La dama del sudario
A mi querida vieja amiga la condesa de Guerbel
(Genevieve Ward)
PRÓLOGO
Bram Stoker nació en Dublín, en 1847. A lo largo de su infancia pasó mucho tiempo postrado en la cama; durante ese período, su madre le contaba historias sobrenaturales, plagadas de demonios, fantasmas y otros seres terroríficos, que sin duda ejercieron una influencia poderosa sobre su imaginación excitada. Solo cuando estudiaba en la universidad consiguió dejar atrás sus problemas de salud y logró tener cierta fortaleza física. Después de terminar los estudios, se puso a trabajar como empleado público en un tribunal. Durante este tiempo colaboró con algún periódico redactando críticas teatrales, y llegó incluso a ejercer de redactor jefe del Evening Mail Un día de 1876 conoció a un actor que producía sus propias representaciones. —Henry Irving—; este le convenció para que le llevara las finanzas de la compañía teatral, labor que no resultó fácil, debido al gusto pronunciado por el lujo del actor en todas sus representaciones. Al poco tiempo, conoció a la actriz Florence Balcombe, con la que se casó y de la que tuvo un hijo. En esta situación de hombre casado y financiero de teatro, Stoker, siguiendo su inclinación por lo sobrenatural, compuso numerosas obras de ficción, dominadas por el gusto por lo macabro, entre las que destacan, además de su célebre Drácula, The Mistery of the Sea, La madriguera del gusano blanco, y la novela que contiene el presente volumen, La dama del sudario, hasta ahora inédita en castellano. El autor de Drácula murió en 1912 por agotamiento, según señala su certificado de defunción.
La dama del sudario, publicada por primera vez en 1909, contiene una serie de variaciones sobre un tema de terror. El relato se abre con la descripción del objeto que va a suscitar las sucesivas experiencias terroríficas que proporcionan el sentido y el valor de la novela. La aparición de una imagen blanca rodeada de una oscuridad que todo lo abraza: una mujer envuelta en un sudario navegando por un mar sumido en unas tinieblas cerradas, una visión que en la progresión de sus diversas apariciones ofrece el hilo tenso que sostiene una serie constante de experiencias horribles, que llegan a sobrepasar los límites mismos del horror. La novela, al igual que Drácula, está compuesta por diarios, cartas, etc., que van delimitando poco a poco el escenario y el tiempo por los que van a discurrir los sucesivos momentos de pánico experimentados por el protagonista y, a través de él, por el lector. El lugar de la aparición es el jardín de un castillo; a medianoche, en ese recinto reina la desolación, el frío y la humedad se apodera de todo; la oscuridad comparte el jardín con las sombras blancas producidas por el claro de luna; todo parece hostil para una vida fuerte y vigorosa. El castillo se alza sobre unos acantilados que caen sobre un mar negro y proceloso, donde van a parar grutas marinas y subterráneas; en las inmediaciones del castillo también se erige una iglesia, lúgubre y misteriosa, donde están enterrados los antepasados de la familia del castillo. El país se encuentra en una zona de los Balcanes, que, atrasado y subdesarrollado, vive bajo la amenaza constante del imperio turco.
Bajo la luz gótica del jardín desolado, se presenta la aparición envuelta en un sudario, que, en su palidez, expresa desesperación a causa de su existencia glacial y monstruosa. Su estela deja la impresión de lo desconocido y lo misterioso, y en el héroe produce una fascinación cercana a la hipnosis, como si una fuerza oculta le empujase hacia la forma blanca que recorre el jardín bañado por la luna. La duda sobre la naturaleza de la sombra blanca se instala inmediatamente sobre ella; y a pesar de sus sucesivas manifestaciones, en las que va revelando algo de sí, el misterio no le abandonará, contribuyendo así a acentuar los siguientes pasajes de horror. La mente en la que tiene lugar esta aparición, blanca y fría, es típica de los estados psíquicos góticos; ese lugar mental está presidido por la soledad, la angustia, el vacío; es el receptáculo de las impresiones dolorosas y de la incertidumbre provocada por la aparición. La obsesión por la dama blanca apenas se ve interrumpida por el trabajo, remedio para hacer olvidar el dolor y rescatar el espíritu del héroe de las tinieblas en que se mueve. Huyendo de su interior, explora el territorio del castillo y sus inmediaciones, pero solo encuentra en él un reflejo de estado mental: desesperación y soledad. En esta situación, la razón comienza a debilitarse y la locura a instalarse en su cerebro. La presencia de esa sombra misteriosa se le hace cada vez más necesaria, de modo que solo quiere perseguirla; la voluptuosidad que en él despierta le empuja a exponerse a situaciones cada vez más horribles, hasta que se ve envuelto en la orgía final del ritual que tiene lugar en la iglesia del castillo, la prueba terrible y definitiva, donde se produce la contemplación en la oscuridad. La dama del sudario se revela así como una narración construida para despertar la voluptuosidad a través de la ficción del horror.
DE LA REVISTA DE OCULTISMO
MEDIADOS DE ENERO DE 1907
Del Adriático nos llega una historia bastante extraña. Al parecer, la noche del 9, mientras el barco de vapor «Victorine», de la Compañía Naviera Italia, estaba atravesando, poco antes de medianoche, el cabo conocido como la «Lanza de Iván», en la costa de las Montañas Azules, el vigía llamó la atención del capitán, en ese momento en el puente, sobre una pequeña luz flotante en las proximidades de la costa. Es costumbre de algunas embarcaciones que navegan rumbo sur arrimarse a la Lanza de Iván con buen tiempo, ya que el agua es allí profunda y no suele haber corrientes marinas, como tampoco hay afloraciones rocosas. Pues bien, hace unos años, a los barcos de vapor locales les dio por navegar tan cerca de esta costa que Lloyd’s tuvo que publicar una nota en la que advertía que todo percance ocurrido en estas circunstancias no quedaría cubierto por el seguro marítimo contratado. El capitán Mirolani es de los que insisten en que se debe guardar una distancia prudencial respecto del promontorio; pero, como la referida circunstancia había llamado poderosamente su atención, creyó conveniente investigarla más de cerca por si se trataba de alguna persona en grave aprieto. Así pues, mandó reducir velocidad, y enfiló precavidamente hacia la costa. En el puente se le unieron dos de sus oficiales, los signori Falamano y Destilia, así como un pasajero del barco, un tal Mr. Peter Caulfield, cuyos informes sobre Fenómenos Espirituales en lugares lejanos son de sobra conocidos de los lectores de La Revista del Ocultismo. A nuestro poder ha llegado el siguiente relato del extraño suceso, escrito por él y avalado por las firmas del capitán Mirolani y los otros caballeros antes citados:
«… Eran las doce menos once minutos del sábado 9 de enero de 1907 cuando vi la extraña luz junto al promontorio conocido como la Lanza de Iván, en la costa de la Tierra de las Montañas Azules. La noche era serena, y, desde la popa del barco donde yo me encontraba, nada empañaba la visión. Nos encontrábamos a cierta distancia de la Lanza de Iván, en trance de pasar de la punta septentrional a la meridional de la extensa bahía en la que se proyecta. El capitán Mirolani, marinero muy prudente, evita en sus viajes entrar en esta bahía por estar terminantemente prohibido por la aseguradora Lloyd’s. Pero, al ver a la luz de la luna, aunque de lejos, la pequeña y blanca Figura de una mujer erguida sobre una barca a la deriva arrastrada por alguna extraña corriente, en cuya proa reposaba una pequeña luz (¡a mí me pareció una candela mortuoria!), pensó que podía tratarse de alguien en apuros y decidió aproximarse extremando la cautela. Dos de sus oficiales estaban con él en el puente: los signori Falamano y Destilia. Los cuatro lo vimos. El resto de la tripulación y los pasajeros estaban abajo. Al acercarnos otro poco, se me reveló la verdad de la extraña aparición; pero los marineros no parecieron captarla. En realidad, esto no es nada raro, pues ninguno de ellos había tenido anteriormente ni conocimiento ni experiencia del mundo esotérico, a diferencia de mí, que durante más de treinta años me he dedicado a estudiar con especial dedicación estos temas y he recorrido de un confín a otro toda la faz de la Tierra investigando, hasta el más ínfimo detalle, todos los relatos sobre Fenómenos Espirituales. Como por sus movimientos deduje que los oficiales no comprendían lo que era tan evidente para mí, procuré no ilustrarlos al respecto por miedo a que esto tuviera como resultado cambiar el rumbo de la nave antes de que yo pudiera aproximarme lo suficiente para disfrutar de una visión más precisa. Todo se desarrolló según mis deseos —o casi, como se verá enseguida—. Por el momento pude ver que la susodicha barca, que en todo momento me había parecido tener una forma muy extraña, no era otra cosa que un ataúd, y que la mujer erguida sobre ella iba envuelta en una mortaja. Mientras avanzábamos, lentamente y con los motores casi mudos, apenas había oleaje; así, nuestra parte delantera avanzaba encerando las aguas oscuras. De repente, se oyó un grito desaforado en el puente —los italianos son, en efecto, particularmente excitables—, se gritaron órdenes roncas al timonel, empezó a sonar furiosamente la campana de la sala de máquinas y, unos instantes después, o al menos eso me pareció, el barco viró a estribor. Las máquinas funcionaban a todo vapor, y, antes de que pudiéramos darnos cuenta, la aparición se desvaneció en la distancia. Lo último que vi fue el fulgor de un rostro palidísimo iluminado por dos ojos negros, abrasadores, mientras la figura se dejaba caer en el ataúd como niebla o humo que se dispersa con el soplo del viento».
LIBRO I
EL TESTAMENTO DE ROGER MELTON
LECTURA DEL TESTAMENTO DE ROGER MELTON Y TODO LO QUE SIGUIÓ
Relación escrita por Ernest Roger Halbard Melton, estudiante de Derecho en Inner Temple, primogénito de Ernest Halbard Melton, primogénito de Ernest Melton, hermano mayor del arriba mencionado Roger Melton y pariente suyo más próximo.
Considero cuanto menos útil —y tal vez también necesario— guardar registro completo y exacto de todo lo relacionado con el testamento de mi tío abuelo Roger Melton, q.e.p.d.
A cuyo fin permítaseme enumerar a los distintos miembros de su familia y explicar algunas de sus ocupaciones e idiosincrasias. Mi padre, Ernest Halbard Melton, era hijo único de Ernest Melton, primogénito de sir Geoffrey Halbard Melton, de Humcroft, condado de Salop, en sus tiempos juez de paz y presidente de la audiencia territorial. Mi bisabuelo, sir Geoffrey, había heredado una pequeña propiedad de su padre, Roger Melton. Por cierto, en su época el nombre se deletreaba Milton, pero mi tatarabuelo cambió la i de la primera sílaba por una e, como quiera que era un hombre práctico muy poco dado al sentimentalismo, y para que la opinión pública no lo confundiera con otros miembros de la familia de cierto individuo radical llamado Milton, que escribió poesía y fue una especie de funcionario en tiempos de Cromwell, mientras que nosotros somos conservadores. El mismo espíritu práctico que originó el cambio de ortografía en el apellido lo empujó también a meterse en negocios. Así, siendo aún joven, se hizo curtidor. A tal fin utilizó los estanques y arroyos así como los bosques de acacias de su propiedad, sita en Torraby, Suffolk, Como le fueron bien los negocios, amasó una fortuna considerable, parte de la cual destinó a la compra de las tierras de Shropshire, que dejó en heredad con vínculo inalienable y de las que yo soy heredero por línea directa.
Además de mi abuelo, sir Geoffrey tuvo otros tres varones y una hembra, la cual nació veinte años después de su hermano más joven. Estos hijos eran: Geoffrey, que murió —sin dejar sucesión— en el Motín Indio de Meerut en 1857, en el que empuñó la espada, aunque no era militar, para defender su vida; Roger (a quien me referiré acto seguido), y John, el último, que, al igual que Geoffrey, murió sin haber llegado a contraer matrimonio. Así pues, de la familia de cinco hijos de sir Geoffrey, solo tres han de ser aquí considerados: mi abuelo, que tuvo tres hijos —dos de los cuales, un hijo y una hija, murieron jóvenes, quedando solo mi padre—, Roger y Patience. Esta última, nacida en 1858, casó con un irlandés de nombre Sellenger —que era la manera corriente de pronunciar el nombre de St. Leger o, como ellos lo escriben, Sent Leger—, restaurado por las generaciones posteriores con la ortografía primitiva. Tipo arrojado y temerario, fue capitán de lanceros, y no le faltó la cualidad del valor —fue distinguido con la Cruz de Victoria en la Batalla de Amoaful, en la Campaña de Ashantee—. Pero mucho me temo que careció de esa seriedad y perseverancia que, según mi padre, son los rasgos que caracterizan y adornan a nuestra familia. Dilapidó casi toda su hacienda, si bien esta no fue nunca demasiado grande, y, de no haber sido por la pequeña fortuna de mi tía abuela, en caso de que hubiera llegado a viejo habría vivido en una relativa pobreza. Relativa, y no absoluta, pues los Melton, que son personas de considerable orgullo, no habrían tolerado que la pobreza se cerniera sobre una rama de la familia. En cualquier caso, ninguno de nosotros tiene una opinión demasiado buena de esa rama.
Afortunadamente, mi tía abuela Patience solo tuvo un hijo, y el fallecimiento prematuro del capitán St. Leger (como prefiero escribir el apellido) no le permitió tener más. No volvió a casarse, aunque mi abuela trató varias veces de buscarle nuevo marido. Según me han contado, fue siempre una persona muy recta y muy altanera, reacia a rendirse a la sabiduría de sus superiores. Su único hijo heredó al parecer el carácter de la familia de su padre más bien que el de la mía. Gandul y casquivano, con frecuencia anduvo metido en líos en la escuela, intentando siempre cosas ridículas. En su calidad de jefe de la familia, y dieciocho años mayor que él, mi padre trató a menudo de amonestarlo, pero su afición a las cosas perversas y truculentas era tal que acabó desistiendo. Incluso he oído decir a mi padre que alguna vez llegó a amenazarlo con quitarle la vida. Tenía un carácter pésimo y no sabía lo que era el respeto y la reverencia. Nadie, ni siquiera mi padre, ejercía influjo alguno sobre él —hablo de influjo bueno, por supuesto—, salvo su madre, que era de mi familia; bueno, y también otra mujer que vivía con ella, una especie de gobernanta: la tía, como la llamaba él. He aquí cómo estaban las cosas: El capitán St. Leger tenía un hermano pequeño, que realizó un casamiento ruinoso con una muchacha escocesa siendo ambos muy jóvenes. No tenían nada de qué vivir, salvo lo que el temerario lancero les daba —y este no tenía prácticamente nada—, y ella estaba «in albis» (esta es, creo saber, la manera poco cortés como los escoceses llaman a la carencia de dote). Sin embargo, según he oído, ella era de una vieja y en parte buena familia venida a menos —por usar una expresión que, sin embargo, no debería utilizarse precisamente con relación a una familia o persona que nunca tuvo el dinero suficiente como para luego poder tener mucho menos—. Menos mal que los MacKelpie —tal era el nombre de soltera de Mrs. St. Leger— eran famosos, al menos por lo que al aspecto bélico se refería. Habría sido demasiado humillante para nuestra familia haber entroncado, aunque fuera por el lado materno, con otra familia sin posibles y sin campanillas. El simple pelear no ennoblece a una familia, en mi opinión. Los soldados no son todo, por mucho que se lo crean. En nuestra familia hemos tenido hombres que pelearon, pero yo nunca he oído hablar de nadie que peleara porque quería hacerlo. Mrs. St. Leger tenía una hermana; por suerte, solo hubo estos dos retoños en la familia, pues, de lo contrario, todos habrían tenido que ser mantenidos con el dinero de mi familia.
Mr. St. Leger, que era un simple subalterno, perdió la vida en Maiwand; y su mujer se quedó sin un penique. Sin embargo, esta murió —la hermana divulgó el bulo de que fue a consecuencia del duro golpe y el desconsuelo subsiguiente— afortunadamente antes de que naciera el hijo que esperaba. Todo esto sucedió cuando mi primo —o, más bien, el primo de mi padre y tío segundo mío, para ser más precisos— era todavía un pequeñajo. Su madre mandó luego buscar a Miss MacKelpie, la cuñada de su cuñado, para que viniera a vivir con ella, cosa que esta hizo —los pobres no pueden elegir—, y le ayudó en la educación del joven St. Leger.
Recuerdo que en cierta ocasión mi padre me dio un soberano por una observación ingeniosa que hice sobre ella. Yo era un niño a la sazón; no debía tener más de trece años de edad. Pero los miembros de nuestra familia han sido siempre inteligentes desde muy jóvenes, y mi padre me contaba muchas cosas sobre la familia St. Leger. Por supuesto, mi familia no había visto a nadie de esta rama desde la muerte del capitán St. Leger —el círculo al que pertenecemos no se preocupa de los parientes pobres—, y mi padre me estaba explicando lo que pintaba en ella Mrs. MacKelpie. Debió de ser una especie de niñera, pues Mrs. St. Leger le dijo en cierta ocasión que le había sido de grandísima ayuda para criar a su hijo.
—¡Entonces, padre —dije—, si ella ayuda a criar niños pequeños debería llamarse más bien Miss MacSkelpie!
Cuando Rupert, mi tío segundo, tenía doce años, murió su madre, a la que estuvo llorando más de un año. Pero Miss MacSkelpie siguió viviendo con él en la casa. ¡Cómo se iba a largar! ¡Cómo se iba a volver a su chamizo si podía vivir en una casa mejor pegando la gorra! Al ser mi padre el jefe de la familia, era, por supuesto, uno de los fideicomisarios del joven, al igual que su tío Roger, hermano del testador. El tercero era el general MacKelpie, un terrateniente escocés empobrecido que tenía grandes extensiones de terreno sin valor en Croom, en el condado de Ross. Recuerdo que mi padre me dio un billete nuevo de diez libras esterlinas cuando lo interrumpí, mientras me estaba contando lo de la falta de previsión del joven St. Leger, para puntualizarle que estaba confundido en cuanto a las tierras. Por lo que oí sobre las tierras de MacKelpie, estas solo producían una cosa; al preguntarme mi padre de qué cosa se trataba, le contesté: «¡Hipotecas!». Yo sabía que mi padre había comprado, no hacía mucho tiempo, un montón de ellas a un precio que un compañero mío de Facultad, que era de Chicago, solía llamar «de risa». Al reconvenir a mi padre por habérsele ocurrido comprarlas, deteriorando con ello la herencia familiar que en su día pasaría a mí, me dio esta astuta contestación, que no he olvidado desde entonces:
—Lo hice para mantener mejor controlado al osado general, en caso de que alguna vez planteara algún problema. Y, en caso de que ocurriera lo peor, Croom siempre es un buen terreno para los urogallos y los ciervos. —Poca gente le gana a mi padre en previsión.
Cuando mi primo Rupert St. Leger —lo llamaré primo en lo sucesivo en la presente relación para evitar que alguna persona malintencionada que la pueda leer en el futuro piense que quería mofarme de su posición un poco oscura al insistir en la lejanía de su parentesco respecto de mi familia— quiso cometer cierto acto sandio en el plano financiero, vino a ver a mi padre, presentándose en nuestra propiedad de Humcroft en un momento inoportuno, sin previa autorización y sin ni siquiera haber tenido la cortesía de avisar diciendo que venía a vernos. Yo no era entonces más que un crío de seis años de edad, pero no pude por menos de reparar en su aspecto desastrado. Venía manchado de polvo y desgreñado. Al verlo mi padre —entré en el estudio con él—, exclamó horrorizado:
—¡Qué horror! —Y más se horrorizó aún cuando el muchacho reconoció bruscamente, en respuesta al saludo de mi padre, que había viajado en tercera clase. Por supuesto, todos mis familiares han viajado siempre en primera clase; y nuestra servidumbre viaja incluso en segunda. Mi padre se enfadó muchísimo cuando confesó haber llegado andando desde la estación.
—¡Bonito espectáculo para mis arrendatarios y comerciantes! ¡Ver a mi…, a un pariente mío, por lejano que este sea, arrastrando los pies, como un pordiosero, por el camino que conduce a mi propiedad! ¡Camino que, por cierto, mide dos millas y cinco yardas y media! No cabe duda de que eres un joven sucio e insolente. —La verdad es que Rupert (no puedo llamarlo primo aquí) se había pasado de insolente con mi padre.
—He venido andando, señor, porque no tenía dinero; pero le aseguro que no he pretendido ser insolente. He venido simplemente aquí porque quería pedirle consejo y ayuda, no porque sea usted persona importante y tenga un camino de entrada a su casa muy largo —como he podido comprobar demasiado bien—, sino simplemente porque usted es uno de mis fideicomisarios.
—¿Yo fideicomisario tuyo, amiguito? —exclamó mi padre, interrumpiéndolo—. ¿Yo fideicomisario tuyo?
—Disculpe, señor —dijo sin inmutarse—. Quería decir fideicomisario del testamento de mi querida madre.
—¿Y qué tipo de consejo, si puede saberse —repuso mi padre—, busca usted de uno de los fideicomisarios del testamento de su querida madre? —Rupert se puso colorado, e iba a decir algo improcedente —lo adiviné por su mirada—; pero luego se contuvo y dijo con el mismo tono ecuánime:
—Quiero su consejo, señor, sobre cuál sería la mejor manera de hacer algo que me gustaría hacer y que, como quiera que soy menor de edad, no puedo hacer por mí mismo, sino que tiene que hacerse a través de los fideicomisarios del testamento de la madre.
—¿Y qué tipo de ayuda desea? —preguntó mi padre, llevándose la mano al bolsillo. Yo sé qué tipo de acción significa esto cuando estoy hablando con él.
—La ayuda que deseo —dijo Rupert, poniéndose más colorado que nunca— es la ayuda propia de… de un fideicomisario. Es para llevar a cabo lo que quiero hacer.
—¿Y de qué se trata exactamente? —preguntó mi padre.
—Me gustaría, señor, hacer cesión de mi herencia a favor de mi tía Janet… —Mi padre le interrumpió con la siguiente pregunta (obviamente, había recordado mi burla):
—¿A favor de Miss MacSkelpie? —Rupert se puso aún más colorado, y yo miré a otra parte: no quería que me viera reír. Él prosiguió sosegadamente:
—¡MacKelpie, señor! Mis Janet MacKelpie, mi tía, que siempre ha sido muy buena conmigo, y a quien amaba tanto mi madre… Quiero hacer cesión a su favor del dinero que me dejó mi querida madre. —Mi padre ciertamente quería que el asunto tomara unos derroteros menos serios, pues los ojos de Rupert estaban relucientes de lágrimas, aún no vertidas; así, tras una pequeña pausa, dijo con una indignación que yo sabía simulada:
—¿Tan pronto te has olvidado de tu madre, Rupert, que ya quieres desprenderte del postrer regalo que te hizo? —Rupert estaba sentado, pero se puso de pie como un resorte y se enfrentó a mi padre con el puño cerrado. Ahora estaba completamente pálido, y sus ojos parecían tan fieros que pensé que le iba a golpear. Habló con una voz tan vigorosa y profunda que no parecía la suya:
—¡Señor! —aulló. Supongo, si fuera escritor (lo que, gracias a Dios, no soy, pues no tengo necesidad de dedicarme a trabajos de medio pelo), que escribiría «atronó». «Atronó» tiene una letra más que «aulló», y, por supuesto, ayudaría a ganar el penique que el escritor obtiene por una línea. Mi padre se quedó también pálido, y permaneció completamente inmóvil. Rupert lo miró fijamente durante medio minuto, un tiempo que me pareció más largo entonces, y de repente sonrió mientras se volvía a sentar.
—Disculpe —agregó—. Claro, usted no entiende de estas cosas. —Y siguió hablando, antes de que mi padre tuviera tiempo para reaccionar—: Pero volvamos a los negocios. Como usted no parece seguirme, permítame que le explique que es precisamente porque no olvido por lo que quiero hacer eso. Recuerdo el deseo de mi querida madre de hacer feliz a tía Janet, y quisiera imitarla en esto.
—¿Tía Janet? —exclamó mi padre, soltando una risita más que fundamentada ante su ignorancia—. No es tía tuya. Y, para que lo sepas, su propia hermana, que se casó con tu tío, fue solo tía tuya por cortesía. —No pude por menos de notar que Rupert quería ser desagradable con mi padre, aunque sus palabras fueron perfectamente educadas. Si yo le hubiera llevado los años que él me llevaba, me habría abalanzado sobre él; pero era un tipo bastante grande para su edad. Yo, sin embargo, soy más bien delgado. Mi padre dice que la delgadez es un «apanage de buena cuna».
—Mi tía Janet, señor, es tía mía por amor. La cortesía es una palabrita que se queda muy corta comparada con la devoción que ella ha mostrado con nosotros. Pero yo no quiero molestarlo con tales cosas, señor. Supongo que las relaciones de parentesco por el otro lado de mi familia no le conciernen particularmente. ¡Yo soy un Sent Leger! —Mi padre pareció cogido por sorpresa. Permaneció un rato sentando antes de hablar.
—Bien, Mr. St. Leger, reflexionaré sobre este asunto unos momentos y le daré a conocer dentro de un rato mi decisión. Entre tanto, ¿no quiere comer algo? Supongo que ha debido levantarse muy temprano. ¿No ha tomado nada para desayunar? —Rupert sonrió con bastante cordialidad:
—Eso es cierto, señor. No he probado bocado desde la cena de anoche, y estoy que me muero de hambre. —Mi padre tocó la campanilla, y dijo al lacayo que había asomado que fuera a buscar al ama de llaves. Cuando esta acudió, mi padre le dijo:
—Mrs. Martindale, llévese a este joven a su habitación y sírvale algo de desayunar. —Rupert permaneció muy tranquilo durante unos segundos. Su rostro había vuelto a enrojecer después de su palidez. Luego se inclinó ante mi padre y siguió a Mrs. Martindale, que salía ya por la puerta.
Casi una hora después, mi padre mandó a un criado para que le dijera que ya podía venir al estudio. Mi madre estaba también allí —yo había venido con ella—. El criado volvió y dijo:
—Señor, Mrs. Martindale desea saber, con sus debidos respetos, si puede hablar un momento con usted. —Antes de que pudiera contestar mi padre, mi madre le dijo que la hiciera entrar. El ama de llaves no podía estar muy lejos —este tipo de personas suelen estar pegadas a los ojos de las cerraduras—, pues se presentó al punto. Cuando apareció, se quedó en la puerta haciendo reverencias y con el rostro pálido. Mi padre dijo:
—¡A ver, qué pasa! —Mi padre tiene una manera muy severa de tratar a los criados. Cuando yo sea el jefe de la familia, los trataré a patadas. Es la mejor manera de ganarse su total sumisión.
—Si permite que le diga, señor, me llevé al joven gentilhombre a mi cuarto y ordené que le prepararan un buen desayuno, pues se notaba que tenía mucha hambre: ¡un joven que está creciendo, como él, y tan alto! El desayuno llegó al punto. ¡Y vaya desayuno tan bueno! Solo el olorcillo daba hambre a cualquiera. Había huevos, jamón y riñones a la parrilla, café y tostada con mantequilla, y pastel de arenque.
—No nos dé la lata hablándonos de desayunos —exclamó mi madre—. Siga contando.
—Cuando ya estaba todo preparado, y la doncella se había ido, acerqué una silla a la mesa y dije: «Señor, su desayuno está listo». Él se levantó y dijo: «Gracias, señora; es usted muy amable», y me hizo una reverencia, como si yo fuera una dama, señora.
—Siga —conminó mi padre.
—Luego, señor, alargó la mano y dijo: «Adiós, y gracias», y cogió su gorra.
»“Pero ¿no va a tomar nada para desayunar, señor?”, le pregunto yo. “No, gracias, señora”, me dice él. “Yo no podría comer aquí…, quiero decir en esta casa”. Bueno, señora, parecía tan desvalido que el corazón se me enterneció, y me aventuré a preguntarle si había alguna cosa en este mundo que pudiera hacer por él.
»“Dígame, querido joven”, me aventuré a decirle, “yo soy una mujer ya mayor, y usted no es más que un muchacho, aunque se ve que va a ser todo un caballero, al igual que su querido y excelente padre, a quien recuerdo muy bien, y gentil como su pobre madre”.
»“Es usted muy amable”, dijo, y entonces tomé su mano y la besé, pues recuerdo perfectamente a su pobre y querida madre, que murió hace solo un año. En fin, en esto que apartó su cabeza, y cuando lo cogí por un hombro y lo hice volverse hacia mí —es muy joven aún, señora, pese a lo grandote que está—, vi que unas lágrimas estaban rodando por sus mejillas. Así pues, dejé reposar su cabeza sobre mi pecho —yo tengo también hijos, como usted sabe, señora, aunque todos están ahora fuera—. Él aceptó mi afecto y estuvo unos momentos sollozando. Luego se enderezó, y yo seguí respetuosamente a su lado.
»“Diga a Mr. Melton”, me dijo, “que no quiero molestarlo con lo del fideicomiso”.
»“Pero ¿no se lo dirá usted mismo, cuando lo vea ahora?”, le pregunté.
»“Ya no lo voy a ver”, me dice; “me marcho ahora mismo”.
»En fin, señora, yo sabía que no había desayunado, aunque estaba hambriento, y que volvería a pie, como había venido, por lo que me aventuré a decirle:
»“Si no lo considera una falta de respeto, señor, ¿puedo hacer algo yo para que su regreso resulte menos penoso? ¿Tiene dinero suficiente, señor? Si no, ¿puedo darle, o prestarle, un poco? Será para mí un gran orgullo poder hacerlo”.
»“Sí”, me dice con toda la espontaneidad del mundo. “Si quiere, podría prestarme un chelín, pues no tengo dinero. Nunca lo olvidaré”. Y, mientras cogía la moneda, añadió: “Le devolveré el dinero, aunque nunca podré devolverle la amabilidad. Aceptaré la moneda”. Cogió el chelín, señor —no quiso nada más— y luego me dijo adiós. En la puerta se volvió y avanzó hacia donde yo estaba, y me echó los brazos al cuello, como hacen los niños pequeños, mientras decía: “Mil gracias, Mrs. Martindale, por su infinita bondad, por su simpatía y por la manera como ha hablado de mi padre y mi madre. Usted me ha visto llorar, Mrs. Martindale”, dijo. “Yo lloro muy pocas veces. La última vez fue cuando volví solo a casa tras el entierro de mi pobre madre. Pero ni usted ni ninguna otra persona volverá a ver una lágrima mía”. Tras lo cual, enderezó sus grandes hombros e irguió su hermosa y altiva cabeza, y se marchó. Yo lo vi por la ventana alejarse de la finca a grandes zancadas. ¡Vaya que si tiene orgullo ese chico, señor! Un auténtico honor para su familia, señor, permítame que le diga con todos mis respetos. Y ese orgulloso mozalbete se ha ido con el estómago vacío, y estoy segura de que nunca se servirá de ese chelín para comprar comida.
Como era de suponer, mi padre no podía aceptar aquellas apreciaciones y le hizo la siguiente precisión:
—Permítame que le diga que no pertenece a mi familia. Es cierto que está emparentado con nosotros por el lado materno; pero nosotros no lo consideramos, ni a él ni a su rama, de la familia. —Dicho lo cual, le dio la espalda y se puso a leer un libro. Aquello fue un claro desaire para ella.
Pero mi madre tenía aún algo que decirle a Mrs. Martindale antes de que se retirara. Mi madre tiene también bastante orgullo y no tolera la insolencia de parte de los inferiores, y la conducta del ama de llaves le pareció un tanto presuntuosa. Por supuesto, mi madre no es enteramente de nuestra clase, aunque el suyo es también un linaje muy digno y enormemente rico. Mi madre pertenece a la familia de los Dalmallington, famosa en el negocio de la sal y que adquirió un título de nobleza cuando los conservadores salieron del gobierno. Así pues, dijo al ama de llaves:
—Mrs. Martindale, creo que no voy a necesitar sus servicios de aquí en adelante. Y como no albergo a los criados en mi casa cuando los despido, aquí tiene lo que se le debe hasta la fecha, día veinticinco de mes, más otro mes en concepto de despido. Firme ahora este finiquito. —Esto último lo dijo mientras redactaba el documento. La otra lo firmó sin decir palabra, y luego se lo devolvió. Parecía completamente atónita. Mi madre se levantó y, como hace siempre que está enojada, salió precipitadamente de la estancia.
Consignaré, antes de que se me olvide, que el ama de llaves despedida fue contratada aquel mismo día por la condesa de Salop. Puedo decir a modo de explicación que el conde de Salop, K. G., que es primer magistrado del condado, está celoso de la posición de mi padre y de su creciente influencia. Mi padre va a presentarse a las próximas elecciones por el bando conservador, y está seguro de ser nombrado barón dentro de muy poco tiempo.
A mi querida vieja amiga la condesa de Guerbel
(Genevieve Ward)
PRÓLOGO
Bram Stoker nació en Dublín, en 1847. A lo largo de su infancia pasó mucho tiempo postrado en la cama; durante ese período, su madre le contaba historias sobrenaturales, plagadas de demonios, fantasmas y otros seres terroríficos, que sin duda ejercieron una influencia poderosa sobre su imaginación excitada. Solo cuando estudiaba en la universidad consiguió dejar atrás sus problemas de salud y logró tener cierta fortaleza física. Después de terminar los estudios, se puso a trabajar como empleado público en un tribunal. Durante este tiempo colaboró con algún periódico redactando críticas teatrales, y llegó incluso a ejercer de redactor jefe del Evening Mail Un día de 1876 conoció a un actor que producía sus propias representaciones. —Henry Irving—; este le convenció para que le llevara las finanzas de la compañía teatral, labor que no resultó fácil, debido al gusto pronunciado por el lujo del actor en todas sus representaciones. Al poco tiempo, conoció a la actriz Florence Balcombe, con la que se casó y de la que tuvo un hijo. En esta situación de hombre casado y financiero de teatro, Stoker, siguiendo su inclinación por lo sobrenatural, compuso numerosas obras de ficción, dominadas por el gusto por lo macabro, entre las que destacan, además de su célebre Drácula, The Mistery of the Sea, La madriguera del gusano blanco, y la novela que contiene el presente volumen, La dama del sudario, hasta ahora inédita en castellano. El autor de Drácula murió en 1912 por agotamiento, según señala su certificado de defunción.
La dama del sudario, publicada por primera vez en 1909, contiene una serie de variaciones sobre un tema de terror. El relato se abre con la descripción del objeto que va a suscitar las sucesivas experiencias terroríficas que proporcionan el sentido y el valor de la novela. La aparición de una imagen blanca rodeada de una oscuridad que todo lo abraza: una mujer envuelta en un sudario navegando por un mar sumido en unas tinieblas cerradas, una visión que en la progresión de sus diversas apariciones ofrece el hilo tenso que sostiene una serie constante de experiencias horribles, que llegan a sobrepasar los límites mismos del horror. La novela, al igual que Drácula, está compuesta por diarios, cartas, etc., que van delimitando poco a poco el escenario y el tiempo por los que van a discurrir los sucesivos momentos de pánico experimentados por el protagonista y, a través de él, por el lector. El lugar de la aparición es el jardín de un castillo; a medianoche, en ese recinto reina la desolación, el frío y la humedad se apodera de todo; la oscuridad comparte el jardín con las sombras blancas producidas por el claro de luna; todo parece hostil para una vida fuerte y vigorosa. El castillo se alza sobre unos acantilados que caen sobre un mar negro y proceloso, donde van a parar grutas marinas y subterráneas; en las inmediaciones del castillo también se erige una iglesia, lúgubre y misteriosa, donde están enterrados los antepasados de la familia del castillo. El país se encuentra en una zona de los Balcanes, que, atrasado y subdesarrollado, vive bajo la amenaza constante del imperio turco.
Bajo la luz gótica del jardín desolado, se presenta la aparición envuelta en un sudario, que, en su palidez, expresa desesperación a causa de su existencia glacial y monstruosa. Su estela deja la impresión de lo desconocido y lo misterioso, y en el héroe produce una fascinación cercana a la hipnosis, como si una fuerza oculta le empujase hacia la forma blanca que recorre el jardín bañado por la luna. La duda sobre la naturaleza de la sombra blanca se instala inmediatamente sobre ella; y a pesar de sus sucesivas manifestaciones, en las que va revelando algo de sí, el misterio no le abandonará, contribuyendo así a acentuar los siguientes pasajes de horror. La mente en la que tiene lugar esta aparición, blanca y fría, es típica de los estados psíquicos góticos; ese lugar mental está presidido por la soledad, la angustia, el vacío; es el receptáculo de las impresiones dolorosas y de la incertidumbre provocada por la aparición. La obsesión por la dama blanca apenas se ve interrumpida por el trabajo, remedio para hacer olvidar el dolor y rescatar el espíritu del héroe de las tinieblas en que se mueve. Huyendo de su interior, explora el territorio del castillo y sus inmediaciones, pero solo encuentra en él un reflejo de estado mental: desesperación y soledad. En esta situación, la razón comienza a debilitarse y la locura a instalarse en su cerebro. La presencia de esa sombra misteriosa se le hace cada vez más necesaria, de modo que solo quiere perseguirla; la voluptuosidad que en él despierta le empuja a exponerse a situaciones cada vez más horribles, hasta que se ve envuelto en la orgía final del ritual que tiene lugar en la iglesia del castillo, la prueba terrible y definitiva, donde se produce la contemplación en la oscuridad. La dama del sudario se revela así como una narración construida para despertar la voluptuosidad a través de la ficción del horror.
DE LA REVISTA DE OCULTISMO
MEDIADOS DE ENERO DE 1907
Del Adriático nos llega una historia bastante extraña. Al parecer, la noche del 9, mientras el barco de vapor «Victorine», de la Compañía Naviera Italia, estaba atravesando, poco antes de medianoche, el cabo conocido como la «Lanza de Iván», en la costa de las Montañas Azules, el vigía llamó la atención del capitán, en ese momento en el puente, sobre una pequeña luz flotante en las proximidades de la costa. Es costumbre de algunas embarcaciones que navegan rumbo sur arrimarse a la Lanza de Iván con buen tiempo, ya que el agua es allí profunda y no suele haber corrientes marinas, como tampoco hay afloraciones rocosas. Pues bien, hace unos años, a los barcos de vapor locales les dio por navegar tan cerca de esta costa que Lloyd’s tuvo que publicar una nota en la que advertía que todo percance ocurrido en estas circunstancias no quedaría cubierto por el seguro marítimo contratado. El capitán Mirolani es de los que insisten en que se debe guardar una distancia prudencial respecto del promontorio; pero, como la referida circunstancia había llamado poderosamente su atención, creyó conveniente investigarla más de cerca por si se trataba de alguna persona en grave aprieto. Así pues, mandó reducir velocidad, y enfiló precavidamente hacia la costa. En el puente se le unieron dos de sus oficiales, los signori Falamano y Destilia, así como un pasajero del barco, un tal Mr. Peter Caulfield, cuyos informes sobre Fenómenos Espirituales en lugares lejanos son de sobra conocidos de los lectores de La Revista del Ocultismo. A nuestro poder ha llegado el siguiente relato del extraño suceso, escrito por él y avalado por las firmas del capitán Mirolani y los otros caballeros antes citados:
«… Eran las doce menos once minutos del sábado 9 de enero de 1907 cuando vi la extraña luz junto al promontorio conocido como la Lanza de Iván, en la costa de la Tierra de las Montañas Azules. La noche era serena, y, desde la popa del barco donde yo me encontraba, nada empañaba la visión. Nos encontrábamos a cierta distancia de la Lanza de Iván, en trance de pasar de la punta septentrional a la meridional de la extensa bahía en la que se proyecta. El capitán Mirolani, marinero muy prudente, evita en sus viajes entrar en esta bahía por estar terminantemente prohibido por la aseguradora Lloyd’s. Pero, al ver a la luz de la luna, aunque de lejos, la pequeña y blanca Figura de una mujer erguida sobre una barca a la deriva arrastrada por alguna extraña corriente, en cuya proa reposaba una pequeña luz (¡a mí me pareció una candela mortuoria!), pensó que podía tratarse de alguien en apuros y decidió aproximarse extremando la cautela. Dos de sus oficiales estaban con él en el puente: los signori Falamano y Destilia. Los cuatro lo vimos. El resto de la tripulación y los pasajeros estaban abajo. Al acercarnos otro poco, se me reveló la verdad de la extraña aparición; pero los marineros no parecieron captarla. En realidad, esto no es nada raro, pues ninguno de ellos había tenido anteriormente ni conocimiento ni experiencia del mundo esotérico, a diferencia de mí, que durante más de treinta años me he dedicado a estudiar con especial dedicación estos temas y he recorrido de un confín a otro toda la faz de la Tierra investigando, hasta el más ínfimo detalle, todos los relatos sobre Fenómenos Espirituales. Como por sus movimientos deduje que los oficiales no comprendían lo que era tan evidente para mí, procuré no ilustrarlos al respecto por miedo a que esto tuviera como resultado cambiar el rumbo de la nave antes de que yo pudiera aproximarme lo suficiente para disfrutar de una visión más precisa. Todo se desarrolló según mis deseos —o casi, como se verá enseguida—. Por el momento pude ver que la susodicha barca, que en todo momento me había parecido tener una forma muy extraña, no era otra cosa que un ataúd, y que la mujer erguida sobre ella iba envuelta en una mortaja. Mientras avanzábamos, lentamente y con los motores casi mudos, apenas había oleaje; así, nuestra parte delantera avanzaba encerando las aguas oscuras. De repente, se oyó un grito desaforado en el puente —los italianos son, en efecto, particularmente excitables—, se gritaron órdenes roncas al timonel, empezó a sonar furiosamente la campana de la sala de máquinas y, unos instantes después, o al menos eso me pareció, el barco viró a estribor. Las máquinas funcionaban a todo vapor, y, antes de que pudiéramos darnos cuenta, la aparición se desvaneció en la distancia. Lo último que vi fue el fulgor de un rostro palidísimo iluminado por dos ojos negros, abrasadores, mientras la figura se dejaba caer en el ataúd como niebla o humo que se dispersa con el soplo del viento».
LIBRO I
EL TESTAMENTO DE ROGER MELTON
LECTURA DEL TESTAMENTO DE ROGER MELTON Y TODO LO QUE SIGUIÓ
Relación escrita por Ernest Roger Halbard Melton, estudiante de Derecho en Inner Temple, primogénito de Ernest Halbard Melton, primogénito de Ernest Melton, hermano mayor del arriba mencionado Roger Melton y pariente suyo más próximo.
Considero cuanto menos útil —y tal vez también necesario— guardar registro completo y exacto de todo lo relacionado con el testamento de mi tío abuelo Roger Melton, q.e.p.d.
A cuyo fin permítaseme enumerar a los distintos miembros de su familia y explicar algunas de sus ocupaciones e idiosincrasias. Mi padre, Ernest Halbard Melton, era hijo único de Ernest Melton, primogénito de sir Geoffrey Halbard Melton, de Humcroft, condado de Salop, en sus tiempos juez de paz y presidente de la audiencia territorial. Mi bisabuelo, sir Geoffrey, había heredado una pequeña propiedad de su padre, Roger Melton. Por cierto, en su época el nombre se deletreaba Milton, pero mi tatarabuelo cambió la i de la primera sílaba por una e, como quiera que era un hombre práctico muy poco dado al sentimentalismo, y para que la opinión pública no lo confundiera con otros miembros de la familia de cierto individuo radical llamado Milton, que escribió poesía y fue una especie de funcionario en tiempos de Cromwell, mientras que nosotros somos conservadores. El mismo espíritu práctico que originó el cambio de ortografía en el apellido lo empujó también a meterse en negocios. Así, siendo aún joven, se hizo curtidor. A tal fin utilizó los estanques y arroyos así como los bosques de acacias de su propiedad, sita en Torraby, Suffolk, Como le fueron bien los negocios, amasó una fortuna considerable, parte de la cual destinó a la compra de las tierras de Shropshire, que dejó en heredad con vínculo inalienable y de las que yo soy heredero por línea directa.
Además de mi abuelo, sir Geoffrey tuvo otros tres varones y una hembra, la cual nació veinte años después de su hermano más joven. Estos hijos eran: Geoffrey, que murió —sin dejar sucesión— en el Motín Indio de Meerut en 1857, en el que empuñó la espada, aunque no era militar, para defender su vida; Roger (a quien me referiré acto seguido), y John, el último, que, al igual que Geoffrey, murió sin haber llegado a contraer matrimonio. Así pues, de la familia de cinco hijos de sir Geoffrey, solo tres han de ser aquí considerados: mi abuelo, que tuvo tres hijos —dos de los cuales, un hijo y una hija, murieron jóvenes, quedando solo mi padre—, Roger y Patience. Esta última, nacida en 1858, casó con un irlandés de nombre Sellenger —que era la manera corriente de pronunciar el nombre de St. Leger o, como ellos lo escriben, Sent Leger—, restaurado por las generaciones posteriores con la ortografía primitiva. Tipo arrojado y temerario, fue capitán de lanceros, y no le faltó la cualidad del valor —fue distinguido con la Cruz de Victoria en la Batalla de Amoaful, en la Campaña de Ashantee—. Pero mucho me temo que careció de esa seriedad y perseverancia que, según mi padre, son los rasgos que caracterizan y adornan a nuestra familia. Dilapidó casi toda su hacienda, si bien esta no fue nunca demasiado grande, y, de no haber sido por la pequeña fortuna de mi tía abuela, en caso de que hubiera llegado a viejo habría vivido en una relativa pobreza. Relativa, y no absoluta, pues los Melton, que son personas de considerable orgullo, no habrían tolerado que la pobreza se cerniera sobre una rama de la familia. En cualquier caso, ninguno de nosotros tiene una opinión demasiado buena de esa rama.
Afortunadamente, mi tía abuela Patience solo tuvo un hijo, y el fallecimiento prematuro del capitán St. Leger (como prefiero escribir el apellido) no le permitió tener más. No volvió a casarse, aunque mi abuela trató varias veces de buscarle nuevo marido. Según me han contado, fue siempre una persona muy recta y muy altanera, reacia a rendirse a la sabiduría de sus superiores. Su único hijo heredó al parecer el carácter de la familia de su padre más bien que el de la mía. Gandul y casquivano, con frecuencia anduvo metido en líos en la escuela, intentando siempre cosas ridículas. En su calidad de jefe de la familia, y dieciocho años mayor que él, mi padre trató a menudo de amonestarlo, pero su afición a las cosas perversas y truculentas era tal que acabó desistiendo. Incluso he oído decir a mi padre que alguna vez llegó a amenazarlo con quitarle la vida. Tenía un carácter pésimo y no sabía lo que era el respeto y la reverencia. Nadie, ni siquiera mi padre, ejercía influjo alguno sobre él —hablo de influjo bueno, por supuesto—, salvo su madre, que era de mi familia; bueno, y también otra mujer que vivía con ella, una especie de gobernanta: la tía, como la llamaba él. He aquí cómo estaban las cosas: El capitán St. Leger tenía un hermano pequeño, que realizó un casamiento ruinoso con una muchacha escocesa siendo ambos muy jóvenes. No tenían nada de qué vivir, salvo lo que el temerario lancero les daba —y este no tenía prácticamente nada—, y ella estaba «in albis» (esta es, creo saber, la manera poco cortés como los escoceses llaman a la carencia de dote). Sin embargo, según he oído, ella era de una vieja y en parte buena familia venida a menos —por usar una expresión que, sin embargo, no debería utilizarse precisamente con relación a una familia o persona que nunca tuvo el dinero suficiente como para luego poder tener mucho menos—. Menos mal que los MacKelpie —tal era el nombre de soltera de Mrs. St. Leger— eran famosos, al menos por lo que al aspecto bélico se refería. Habría sido demasiado humillante para nuestra familia haber entroncado, aunque fuera por el lado materno, con otra familia sin posibles y sin campanillas. El simple pelear no ennoblece a una familia, en mi opinión. Los soldados no son todo, por mucho que se lo crean. En nuestra familia hemos tenido hombres que pelearon, pero yo nunca he oído hablar de nadie que peleara porque quería hacerlo. Mrs. St. Leger tenía una hermana; por suerte, solo hubo estos dos retoños en la familia, pues, de lo contrario, todos habrían tenido que ser mantenidos con el dinero de mi familia.
Mr. St. Leger, que era un simple subalterno, perdió la vida en Maiwand; y su mujer se quedó sin un penique. Sin embargo, esta murió —la hermana divulgó el bulo de que fue a consecuencia del duro golpe y el desconsuelo subsiguiente— afortunadamente antes de que naciera el hijo que esperaba. Todo esto sucedió cuando mi primo —o, más bien, el primo de mi padre y tío segundo mío, para ser más precisos— era todavía un pequeñajo. Su madre mandó luego buscar a Miss MacKelpie, la cuñada de su cuñado, para que viniera a vivir con ella, cosa que esta hizo —los pobres no pueden elegir—, y le ayudó en la educación del joven St. Leger.
Recuerdo que en cierta ocasión mi padre me dio un soberano por una observación ingeniosa que hice sobre ella. Yo era un niño a la sazón; no debía tener más de trece años de edad. Pero los miembros de nuestra familia han sido siempre inteligentes desde muy jóvenes, y mi padre me contaba muchas cosas sobre la familia St. Leger. Por supuesto, mi familia no había visto a nadie de esta rama desde la muerte del capitán St. Leger —el círculo al que pertenecemos no se preocupa de los parientes pobres—, y mi padre me estaba explicando lo que pintaba en ella Mrs. MacKelpie. Debió de ser una especie de niñera, pues Mrs. St. Leger le dijo en cierta ocasión que le había sido de grandísima ayuda para criar a su hijo.
—¡Entonces, padre —dije—, si ella ayuda a criar niños pequeños debería llamarse más bien Miss MacSkelpie!
Cuando Rupert, mi tío segundo, tenía doce años, murió su madre, a la que estuvo llorando más de un año. Pero Miss MacSkelpie siguió viviendo con él en la casa. ¡Cómo se iba a largar! ¡Cómo se iba a volver a su chamizo si podía vivir en una casa mejor pegando la gorra! Al ser mi padre el jefe de la familia, era, por supuesto, uno de los fideicomisarios del joven, al igual que su tío Roger, hermano del testador. El tercero era el general MacKelpie, un terrateniente escocés empobrecido que tenía grandes extensiones de terreno sin valor en Croom, en el condado de Ross. Recuerdo que mi padre me dio un billete nuevo de diez libras esterlinas cuando lo interrumpí, mientras me estaba contando lo de la falta de previsión del joven St. Leger, para puntualizarle que estaba confundido en cuanto a las tierras. Por lo que oí sobre las tierras de MacKelpie, estas solo producían una cosa; al preguntarme mi padre de qué cosa se trataba, le contesté: «¡Hipotecas!». Yo sabía que mi padre había comprado, no hacía mucho tiempo, un montón de ellas a un precio que un compañero mío de Facultad, que era de Chicago, solía llamar «de risa». Al reconvenir a mi padre por habérsele ocurrido comprarlas, deteriorando con ello la herencia familiar que en su día pasaría a mí, me dio esta astuta contestación, que no he olvidado desde entonces:
—Lo hice para mantener mejor controlado al osado general, en caso de que alguna vez planteara algún problema. Y, en caso de que ocurriera lo peor, Croom siempre es un buen terreno para los urogallos y los ciervos. —Poca gente le gana a mi padre en previsión.
Cuando mi primo Rupert St. Leger —lo llamaré primo en lo sucesivo en la presente relación para evitar que alguna persona malintencionada que la pueda leer en el futuro piense que quería mofarme de su posición un poco oscura al insistir en la lejanía de su parentesco respecto de mi familia— quiso cometer cierto acto sandio en el plano financiero, vino a ver a mi padre, presentándose en nuestra propiedad de Humcroft en un momento inoportuno, sin previa autorización y sin ni siquiera haber tenido la cortesía de avisar diciendo que venía a vernos. Yo no era entonces más que un crío de seis años de edad, pero no pude por menos de reparar en su aspecto desastrado. Venía manchado de polvo y desgreñado. Al verlo mi padre —entré en el estudio con él—, exclamó horrorizado:
—¡Qué horror! —Y más se horrorizó aún cuando el muchacho reconoció bruscamente, en respuesta al saludo de mi padre, que había viajado en tercera clase. Por supuesto, todos mis familiares han viajado siempre en primera clase; y nuestra servidumbre viaja incluso en segunda. Mi padre se enfadó muchísimo cuando confesó haber llegado andando desde la estación.
—¡Bonito espectáculo para mis arrendatarios y comerciantes! ¡Ver a mi…, a un pariente mío, por lejano que este sea, arrastrando los pies, como un pordiosero, por el camino que conduce a mi propiedad! ¡Camino que, por cierto, mide dos millas y cinco yardas y media! No cabe duda de que eres un joven sucio e insolente. —La verdad es que Rupert (no puedo llamarlo primo aquí) se había pasado de insolente con mi padre.
—He venido andando, señor, porque no tenía dinero; pero le aseguro que no he pretendido ser insolente. He venido simplemente aquí porque quería pedirle consejo y ayuda, no porque sea usted persona importante y tenga un camino de entrada a su casa muy largo —como he podido comprobar demasiado bien—, sino simplemente porque usted es uno de mis fideicomisarios.
—¿Yo fideicomisario tuyo, amiguito? —exclamó mi padre, interrumpiéndolo—. ¿Yo fideicomisario tuyo?
—Disculpe, señor —dijo sin inmutarse—. Quería decir fideicomisario del testamento de mi querida madre.
—¿Y qué tipo de consejo, si puede saberse —repuso mi padre—, busca usted de uno de los fideicomisarios del testamento de su querida madre? —Rupert se puso colorado, e iba a decir algo improcedente —lo adiviné por su mirada—; pero luego se contuvo y dijo con el mismo tono ecuánime:
—Quiero su consejo, señor, sobre cuál sería la mejor manera de hacer algo que me gustaría hacer y que, como quiera que soy menor de edad, no puedo hacer por mí mismo, sino que tiene que hacerse a través de los fideicomisarios del testamento de la madre.
—¿Y qué tipo de ayuda desea? —preguntó mi padre, llevándose la mano al bolsillo. Yo sé qué tipo de acción significa esto cuando estoy hablando con él.
—La ayuda que deseo —dijo Rupert, poniéndose más colorado que nunca— es la ayuda propia de… de un fideicomisario. Es para llevar a cabo lo que quiero hacer.
—¿Y de qué se trata exactamente? —preguntó mi padre.
—Me gustaría, señor, hacer cesión de mi herencia a favor de mi tía Janet… —Mi padre le interrumpió con la siguiente pregunta (obviamente, había recordado mi burla):
—¿A favor de Miss MacSkelpie? —Rupert se puso aún más colorado, y yo miré a otra parte: no quería que me viera reír. Él prosiguió sosegadamente:
—¡MacKelpie, señor! Mis Janet MacKelpie, mi tía, que siempre ha sido muy buena conmigo, y a quien amaba tanto mi madre… Quiero hacer cesión a su favor del dinero que me dejó mi querida madre. —Mi padre ciertamente quería que el asunto tomara unos derroteros menos serios, pues los ojos de Rupert estaban relucientes de lágrimas, aún no vertidas; así, tras una pequeña pausa, dijo con una indignación que yo sabía simulada:
—¿Tan pronto te has olvidado de tu madre, Rupert, que ya quieres desprenderte del postrer regalo que te hizo? —Rupert estaba sentado, pero se puso de pie como un resorte y se enfrentó a mi padre con el puño cerrado. Ahora estaba completamente pálido, y sus ojos parecían tan fieros que pensé que le iba a golpear. Habló con una voz tan vigorosa y profunda que no parecía la suya:
—¡Señor! —aulló. Supongo, si fuera escritor (lo que, gracias a Dios, no soy, pues no tengo necesidad de dedicarme a trabajos de medio pelo), que escribiría «atronó». «Atronó» tiene una letra más que «aulló», y, por supuesto, ayudaría a ganar el penique que el escritor obtiene por una línea. Mi padre se quedó también pálido, y permaneció completamente inmóvil. Rupert lo miró fijamente durante medio minuto, un tiempo que me pareció más largo entonces, y de repente sonrió mientras se volvía a sentar.
—Disculpe —agregó—. Claro, usted no entiende de estas cosas. —Y siguió hablando, antes de que mi padre tuviera tiempo para reaccionar—: Pero volvamos a los negocios. Como usted no parece seguirme, permítame que le explique que es precisamente porque no olvido por lo que quiero hacer eso. Recuerdo el deseo de mi querida madre de hacer feliz a tía Janet, y quisiera imitarla en esto.
—¿Tía Janet? —exclamó mi padre, soltando una risita más que fundamentada ante su ignorancia—. No es tía tuya. Y, para que lo sepas, su propia hermana, que se casó con tu tío, fue solo tía tuya por cortesía. —No pude por menos de notar que Rupert quería ser desagradable con mi padre, aunque sus palabras fueron perfectamente educadas. Si yo le hubiera llevado los años que él me llevaba, me habría abalanzado sobre él; pero era un tipo bastante grande para su edad. Yo, sin embargo, soy más bien delgado. Mi padre dice que la delgadez es un «apanage de buena cuna».
—Mi tía Janet, señor, es tía mía por amor. La cortesía es una palabrita que se queda muy corta comparada con la devoción que ella ha mostrado con nosotros. Pero yo no quiero molestarlo con tales cosas, señor. Supongo que las relaciones de parentesco por el otro lado de mi familia no le conciernen particularmente. ¡Yo soy un Sent Leger! —Mi padre pareció cogido por sorpresa. Permaneció un rato sentando antes de hablar.
—Bien, Mr. St. Leger, reflexionaré sobre este asunto unos momentos y le daré a conocer dentro de un rato mi decisión. Entre tanto, ¿no quiere comer algo? Supongo que ha debido levantarse muy temprano. ¿No ha tomado nada para desayunar? —Rupert sonrió con bastante cordialidad:
—Eso es cierto, señor. No he probado bocado desde la cena de anoche, y estoy que me muero de hambre. —Mi padre tocó la campanilla, y dijo al lacayo que había asomado que fuera a buscar al ama de llaves. Cuando esta acudió, mi padre le dijo:
—Mrs. Martindale, llévese a este joven a su habitación y sírvale algo de desayunar. —Rupert permaneció muy tranquilo durante unos segundos. Su rostro había vuelto a enrojecer después de su palidez. Luego se inclinó ante mi padre y siguió a Mrs. Martindale, que salía ya por la puerta.
Casi una hora después, mi padre mandó a un criado para que le dijera que ya podía venir al estudio. Mi madre estaba también allí —yo había venido con ella—. El criado volvió y dijo:
—Señor, Mrs. Martindale desea saber, con sus debidos respetos, si puede hablar un momento con usted. —Antes de que pudiera contestar mi padre, mi madre le dijo que la hiciera entrar. El ama de llaves no podía estar muy lejos —este tipo de personas suelen estar pegadas a los ojos de las cerraduras—, pues se presentó al punto. Cuando apareció, se quedó en la puerta haciendo reverencias y con el rostro pálido. Mi padre dijo:
—¡A ver, qué pasa! —Mi padre tiene una manera muy severa de tratar a los criados. Cuando yo sea el jefe de la familia, los trataré a patadas. Es la mejor manera de ganarse su total sumisión.
—Si permite que le diga, señor, me llevé al joven gentilhombre a mi cuarto y ordené que le prepararan un buen desayuno, pues se notaba que tenía mucha hambre: ¡un joven que está creciendo, como él, y tan alto! El desayuno llegó al punto. ¡Y vaya desayuno tan bueno! Solo el olorcillo daba hambre a cualquiera. Había huevos, jamón y riñones a la parrilla, café y tostada con mantequilla, y pastel de arenque.
—No nos dé la lata hablándonos de desayunos —exclamó mi madre—. Siga contando.
—Cuando ya estaba todo preparado, y la doncella se había ido, acerqué una silla a la mesa y dije: «Señor, su desayuno está listo». Él se levantó y dijo: «Gracias, señora; es usted muy amable», y me hizo una reverencia, como si yo fuera una dama, señora.
—Siga —conminó mi padre.
—Luego, señor, alargó la mano y dijo: «Adiós, y gracias», y cogió su gorra.
»“Pero ¿no va a tomar nada para desayunar, señor?”, le pregunto yo. “No, gracias, señora”, me dice él. “Yo no podría comer aquí…, quiero decir en esta casa”. Bueno, señora, parecía tan desvalido que el corazón se me enterneció, y me aventuré a preguntarle si había alguna cosa en este mundo que pudiera hacer por él.
»“Dígame, querido joven”, me aventuré a decirle, “yo soy una mujer ya mayor, y usted no es más que un muchacho, aunque se ve que va a ser todo un caballero, al igual que su querido y excelente padre, a quien recuerdo muy bien, y gentil como su pobre madre”.
»“Es usted muy amable”, dijo, y entonces tomé su mano y la besé, pues recuerdo perfectamente a su pobre y querida madre, que murió hace solo un año. En fin, en esto que apartó su cabeza, y cuando lo cogí por un hombro y lo hice volverse hacia mí —es muy joven aún, señora, pese a lo grandote que está—, vi que unas lágrimas estaban rodando por sus mejillas. Así pues, dejé reposar su cabeza sobre mi pecho —yo tengo también hijos, como usted sabe, señora, aunque todos están ahora fuera—. Él aceptó mi afecto y estuvo unos momentos sollozando. Luego se enderezó, y yo seguí respetuosamente a su lado.
»“Diga a Mr. Melton”, me dijo, “que no quiero molestarlo con lo del fideicomiso”.
»“Pero ¿no se lo dirá usted mismo, cuando lo vea ahora?”, le pregunté.
»“Ya no lo voy a ver”, me dice; “me marcho ahora mismo”.
»En fin, señora, yo sabía que no había desayunado, aunque estaba hambriento, y que volvería a pie, como había venido, por lo que me aventuré a decirle:
»“Si no lo considera una falta de respeto, señor, ¿puedo hacer algo yo para que su regreso resulte menos penoso? ¿Tiene dinero suficiente, señor? Si no, ¿puedo darle, o prestarle, un poco? Será para mí un gran orgullo poder hacerlo”.
»“Sí”, me dice con toda la espontaneidad del mundo. “Si quiere, podría prestarme un chelín, pues no tengo dinero. Nunca lo olvidaré”. Y, mientras cogía la moneda, añadió: “Le devolveré el dinero, aunque nunca podré devolverle la amabilidad. Aceptaré la moneda”. Cogió el chelín, señor —no quiso nada más— y luego me dijo adiós. En la puerta se volvió y avanzó hacia donde yo estaba, y me echó los brazos al cuello, como hacen los niños pequeños, mientras decía: “Mil gracias, Mrs. Martindale, por su infinita bondad, por su simpatía y por la manera como ha hablado de mi padre y mi madre. Usted me ha visto llorar, Mrs. Martindale”, dijo. “Yo lloro muy pocas veces. La última vez fue cuando volví solo a casa tras el entierro de mi pobre madre. Pero ni usted ni ninguna otra persona volverá a ver una lágrima mía”. Tras lo cual, enderezó sus grandes hombros e irguió su hermosa y altiva cabeza, y se marchó. Yo lo vi por la ventana alejarse de la finca a grandes zancadas. ¡Vaya que si tiene orgullo ese chico, señor! Un auténtico honor para su familia, señor, permítame que le diga con todos mis respetos. Y ese orgulloso mozalbete se ha ido con el estómago vacío, y estoy segura de que nunca se servirá de ese chelín para comprar comida.
Como era de suponer, mi padre no podía aceptar aquellas apreciaciones y le hizo la siguiente precisión:
—Permítame que le diga que no pertenece a mi familia. Es cierto que está emparentado con nosotros por el lado materno; pero nosotros no lo consideramos, ni a él ni a su rama, de la familia. —Dicho lo cual, le dio la espalda y se puso a leer un libro. Aquello fue un claro desaire para ella.
Pero mi madre tenía aún algo que decirle a Mrs. Martindale antes de que se retirara. Mi madre tiene también bastante orgullo y no tolera la insolencia de parte de los inferiores, y la conducta del ama de llaves le pareció un tanto presuntuosa. Por supuesto, mi madre no es enteramente de nuestra clase, aunque el suyo es también un linaje muy digno y enormemente rico. Mi madre pertenece a la familia de los Dalmallington, famosa en el negocio de la sal y que adquirió un título de nobleza cuando los conservadores salieron del gobierno. Así pues, dijo al ama de llaves:
—Mrs. Martindale, creo que no voy a necesitar sus servicios de aquí en adelante. Y como no albergo a los criados en mi casa cuando los despido, aquí tiene lo que se le debe hasta la fecha, día veinticinco de mes, más otro mes en concepto de despido. Firme ahora este finiquito. —Esto último lo dijo mientras redactaba el documento. La otra lo firmó sin decir palabra, y luego se lo devolvió. Parecía completamente atónita. Mi madre se levantó y, como hace siempre que está enojada, salió precipitadamente de la estancia.
Consignaré, antes de que se me olvide, que el ama de llaves despedida fue contratada aquel mismo día por la condesa de Salop. Puedo decir a modo de explicación que el conde de Salop, K. G., que es primer magistrado del condado, está celoso de la posición de mi padre y de su creciente influencia. Mi padre va a presentarse a las próximas elecciones por el bando conservador, y está seguro de ser nombrado barón dentro de muy poco tiempo.
domingo, 5 de febrero de 2017
Élmer Mendoza LA PRUEBA DEL ÁCIDO.
Vuelve el detective Edgar «el Zurdo» Mendieta, protagonista de la novela Balas de plata, ahora encargado de investigar el asesinato de una bailarina de striptease llamada Mayra Cabral de Melo: el Zurdo nunca la vio bailar, pero la había conocido meses atrás y le había dejado un buen recuerdo. Sus pesquisas lo llevarán a introducirse en el mundo del narco, que responde a la guerra que le ha declarado el gobierno mexicano. El país es un polvorín. El detective tendrá contacto con oscuros políticos y visitará una reserva de caza donde el padre del presidente de Estados Unidos acaba de sufrir un atentado. Junto a la agente Gris Toledo, su ayudante, que no pasa precisamente por su mejor momento, el Zurdo se enfrentará al FBI, al contrabando de armas y a extraños coleccionistas de objetos de rockeros. En su camino se cruzará de nuevo Samantha Valdés, que se ha convertido en jefa del Cártel del Pacífico. Y poco a poco, mientras lucha por librarse de sus demonios interiores, Mendieta vislumbrará las claves del asesinato de Mayra. Fuente: n.n.
Élmer Mendoza
LA PRUEBA DEL ÁCIDO
Edgar «el Zurdo» Mendieta - 02
Título original: La prueba del ácido
Élmer Mendoza, 2010
Para Leonor
Hay una salpicadura de sangre en el origen de todo lo que es humano.
Guido Ceronetti, El silencio del cuerpo
¿Será tarea del escritor traer más miedo a este mundo?
Rubem Fonseca, Novela Negra
El miedo es lo que arma al asesino.
Patrizia Cavalli, Yo casi siempre duermo
Uno
Ante una noche que crecía, Mayra Cabral de Melo se rindió, percibió que ese varón que abría la portezuela y la obligaba a bajar sería el último en su vida; que Dios, a pesar de su gran poder, no alteraría su destino; y que en algo, tal vez en todo, se había equivocado. Trastabilló. ¿Para cuántas cosas sirve un hombre? La ciudad era un frío ciclorama a su espalda. Para todo y para nada. El tipo, un enamorado de dos meses a quien últimamente evitaba, la conducía por la cintura con brusquedad castrense. Ay, Dios, después de tantos momentos especiales. Recordó que de niña había querido ser bombero, policía, enfermera, médico, futbolista, actriz, cantante, bailarina. Lo máximo del barrio y del país. La reina. Sí. Pero quemó su juventud como una nave llena de serpientes: noche tras noche, cuando el fuego más cala y envenena. Cuando asumes todos los nombres. En ese momento nada tenía sentido, lejos del sueño y de su espacio, tras ese gran almacén de granos, entre hierbas chaparras que no la lastimaban, con falda corta y blusa strapless, llevada por ese hombre alto con el que había bromeado y atendido invitados; y con quien se había acostado tantas veces, menos la última semana a pesar de su insistencia.
Sin embargo, minutos antes, cuando él la incitara ofreciéndole una cantidad exorbitante, ella consintió y le hizo un par de caricias que él rechazó irónicamente: porque no lo hacía con muertas. Vamos, mi vida, tranquilo, ¿te hago lo que tanto te gusta? Lo digo en serio. ¿De qué hablas?, ¿qué dices en serio? No hubo respuesta. ¿Hice algo mal, mi amor, mi osito de peluche? Si es así, ¿me perdonas? Él no se volvió a verla.
No terminó la carta a su madre ni le mandó el dinero. Pagó la luz, el agua y el teléfono. Fue al súper, el sábado pidió cita con el ginecólogo y la pedicura para el lunes, ¿y los mazatlecos? Olvidó, primera vez que le pasaba, el cumpleaños de Yhajaira, su compañera de casa. Nadie se burla de mí y menos una puta pendeja. Varias veces pensó comprar gas pimienta sin decidirse, ¿para qué? No era una ciudad de peligro extremo y en ese momento ni su bolso llevaba. Habían dejado en él los dieciocho mil dólares que su macho le había obsequiado para que no fuera a trabajar desde el viernes, la carta inconclusa, su crema relajante, sus pastillas para dormir y mucho más. Todo quedaría en poder de ese desgraciado, quien si la había acercado a personas importantes no era para tanto. ¿Por qué no guardé el dinero en casa? Por prisa. No quise ofenderte. ¡Cállate! Te hice millonaria, ¿qué más querías? Los hierbajos le rozaban las piernas pero ya no los sentía. Que no me amenazaras, mi rey, que no me intimidaras con tu ira cuando no quería estar contigo. Dejó pendiente hablar con. Escuchó el disparo y fue eso: la noche que crecía de súbito. Quedó de cara al cielo, hacia la luna blancuzca. El asesino se dio tiempo, un sujeto alto, algo grueso, pelo corto, no para cerrarle los ojos, sí para bajarle la blusa y cortarle un pezón oscuro.
Por la cercana carretera circulaba el olvido.
Dos
Dos de la mañana. Edgar «el Zurdo» Mendieta se incorporó haciendo un ruido extraño al jalar aire con la boca. Sentía que buscaba en una cueva oscura que era su estómago y daba consigo mismo disminuido, asustado, sin pasado o futuro. Eso sentía. Moriré primero que Mick Jagger, especuló. En la tele ofrecían aparatos para ejercicios físicos. El cabrón se hizo vegetariano y se la pasa ingiriendo omega seis y calcio mejorado. La apagó. ¿Quién soy?, ¿quién dice que hago lo correcto?, ¿qué valgo?, ¿en qué punto de mi vida me equivoqué?, ¿vale la pena vivir? Un idiota sin amor, sin éxito, con una profesión vilipendiada; un pendejo de 43 años viviendo solo, en casa de su hermano, sin padre y lo que es peor: sin madre; un desgraciado sin un maldito divorcio porque jamás me casé, sin un padrinazgo de bautizo o primera comunión; un imbécil destinado a morir primero que ese puñetero de Jagger que ahora es Sir e incordia a Keith Richards. Se sentó en la cama. Dormía con camiseta blanca y blúmer. Encendió la luz. El aire acondicionado era silencioso. Sobre el buró La casa de los budas dichosos, de João Ubaldo Ribeiro, con un separador a la mitad. Se escuchaba un ladrido. Soy un fracasado, continuó, un pobre infeliz sin más futuro que ser un desgraciado nadie, porque un don nadie es demasiado. La pistola en el carro. Se puso de pie. Salió de la habitación. Hay cosas que no tienen remedio. Traspuso la puerta hacia la cochera, abrió el Jetta y tomó la Beretta de la guantera. No me explico por qué he vivido tanto, ¿realmente vale la pena que gente como yo viva más de la cuenta?, ¿qué es más de la cuenta? Pues eso, que pasen años y años y uno no dé pie con bola, que después de los 18 ya no sepas para qué naciste, qué debes hacer y te pases los días dándole la vuelta a la vuelta. Una persona así no merece vivir, una persona así no tiene por qué gastar oxígeno. Revisó cargador y tiro montado. Del interior del carro tomó un cigarrillo y lo encendió. En ese momento reparó en el perro que ladraba. Pinche sabandija, seguro se está mordiendo la cola. Fue hasta el cancel y salió a la calle. La luna era grande y rojiza y el perro le ladraba. Estás jodido, pinche animal. Le habló en voz baja. ¿Qué haces ladrándole a la luna? Igual que yo, estás fuera del mundo; igual que yo, haces puras pendejadas; ni modo perrito, ¿te matas tú o me mato yo?, porque, ¿no es lo que he estado haciendo toda mi vida, ladrándole a la luna, clavado en la Biblia? No me vengan con que es poético ladrarle a la luna, poéticos son mis huevos y no les ladra nadie. El perro, que se hallaba en el pequeño jardín de la casa de enfrente, conocía al Zurdo; caminó hacia la reja moviendo la cola. ¿Quieres ser primero? Qué cabrón me saliste, pinche can. Vio su sombra y la de la 92FS en su mano. El perro, atento, hizo un gañido. ¿Qué connivencia es esta, pinche alimaña?, ¿terco en encabezar? Advirtió su silueta y se fijó bien en ella, alzó el arma y vio su sombra moverse sobre la calle; la colocó en su sien y así caminó hasta que se perdió en la cochera. Unos segundos después salió sin la pistola y con un nuevo cigarro. A ver, cabrón, tú que todo lo sabes y lo que no, lo inventas, ¿por qué he pensado lo que he pensado?, ¿qué se desató en mí?, ¿qué pinche aminoácido, anfetamina o célula se encabritó que me ha puesto delirante? Cruzó la calle hasta llegar al perro y le acarició la testa. ¿Qué provoca que un hombre que no es suicida considere que ésta no es una posibilidad deleznable? El perro movía la cola. Sonrió. Está bien, animal, mañana veré al doctor Parra, le pediré cita para ti pero me vas a prometer algo: no le harás el menor caso; si te gusta ladrarle a la luna, pues ládrale, cabrón, total, ¿qué puedes perder? Fumó, el perro lo observaba. ¿Quieres un cigarro? Te pasaste, pinche animal: eres un costal de vicios. Aplastó la colilla en el pavimento. Bueno, trata de descansar, mañana será otro día; y regresó a su casa sin mirar la luna que se había puesto blancuzca.
Tres
Nadie sabía quién era realmente McGiver. Unos decían que era inglés, otros que alemán. Nunca dijeron que fuera iraní o argentino. Había nacido en la Col Pop 56 años atrás y se dedicaba al contrabando. ¿Necesitaba usted un cargamento de fusiles AK-47, otro de Barret 50, una flotilla de helicópteros?, ¿le urgía un Dom Pérignon del 54, una confesión de Nicole Kidman o el diamante de Elizabeth Taylor? Leo McGiver era su hombre; aceptaba encargos de los buenos, de los malos y de los peores, y se le podía ubicar con cierta facilidad en la ciudad de México. Le gustaban los bares de lujo, la media luz y una mujer sonriendo y sin palabras. Los bares de ahora están diseñados para sonreír, beber y practicar la eterna gestualidad del galanteo, no para conversar. Cuando alguien intentaba dar su opinión, la enmudecía. Sonríe, mi Lady, es lo único que quiero de ti. Ahora disfrutaba en el Jazz del hotel San Luis, en Culiacán, sexualmente saciado; estaba, entre otras cosas, para obtener apoyo de una banda de narcos y cerrar un extraño negocio que le había requerido días de suma atención. No se negó porque el trato fue con un antiguo conocido, quizá el único paisano con el que mantenía relaciones cordiales y el único que sabía su historia. Lo menos que debía hacer era cumplir como correspondía. Me cae bien mi amigo, un loco que inventó la imprenta de tipos móviles. La morena de lentes de contacto verdes sonreía y bebía a sorbos pausados un ruso blanco. ¿Sabes lo que es la imprenta de tipos móviles? Negó con la cabeza. Pues él la inventó; un cabrón bien hecho que está loco. La morena afirmó sin emitir palabra; si alguna cosa comprendió en un rápido entrenamiento fue que el cliente es el que manda y si este imbécil la quería en silencio ya encontraría la ocasión de hablar.
Sumaban dos horas juntos y McGiver se estaba pasando de copas. ¿Por qué la gente toma vodka como si fuera agua? Ha inventado otros instrumentos, por ejemplo, la pluma fuente, ¿has escrito con pluma fuente? Ella negó de nuevo. La inventó una noche que no tenía qué hacer; así, sin un plan preconcebido, y aquí vive, en esta ciudad donde todo cambia tan rápido. Era de esos que al departir miraba a los ojos y la chica lo percibió a los tres minutos de acompañarlo. Salud por mi amigo y sus inventos. McGiver acabó su resto, la joven dio un pequeño sorbo y preparó el vaso del hombre. Sin embargo, ahora se le pasó la mano, no en alguna invención, que no tengo la menor idea de lo que estará urdiendo en estos días, sino por la pieza que me encargó y que gracias a mis contactos en Europa pude conseguir después de increíbles dolores de cabeza y viajes surrealistas. Bebió. Si te digo que está loco es que está loco; pero no es esa locura de hospital y camisa de fuerza, no, su locura lo induce a pretender tratos absurdos y hasta descabellados, ¿entiendes? La chica afirmó. Un hombre no puede desear cosas tan disparatadas, ¿tienes idea de adónde puede llegar la humanidad con tipos así? Ella negó. Al caos más inverosímil, al desmadre universal; es algo que no quiero ver. Sus deseos, sencillamente son inconcebibles, si te revelara lo que me mandó a encontrar te sorprenderías, algo de insospechado valor porque no reparó en gastos, ¿sabes quién es Jeff Beck? La chica volvió a negar. Lo imaginaba, ¿has visto una película llamada Blow-up? Tampoco. Hizo un gesto de que comprendía y bebió. Lástima que no se pueda fumar aquí, con el alcohol se me antoja un cigarrillo, ah, y lo que te digo: se necesita estar más loco que una cabra para invertir en cosas como ésta; mañana le voy a entregar su preciado tesoro que rastreé como idiota en Bruselas y Turín, para al final encontrarlo en Lisboa, en el segundo piso de una casa en el barrio de Santa Catarina, ¿sabes dónde está Lisboa? Ella miró el techo.
Señor, necesito tratar algo con usted. Hey hey hey, nada, estamos muy bien, no rompas el encanto, sólo eso te pido. Seré breve. Nada nada, salud, ella se fastidió. Minutos después el contrabandista preguntó por su mesero. La chica hizo señas a un joven que se acercó. La cuenta. Como eran los últimos, la tenía preparada. No acostumbro traer efectivo encima, ¿puede agregar lo de la señorita y proporcionárselo? Tres mil, expresó ella y volvió a sonreír. Qué sean cuatro mil, realmente eres una compañera encantadora, ¿cuál es tu nombre? Lo expresó sin pronunciarlo. ¿Con dobles? Afirmó. Sonrieron. McGiver rubricó el voucher y se puso de pie. Pídame un taxi. Afuera hay, señor. ¿Puedo decirle lo bien que la pasé? El contrabandista negó con el índice y se marchó con el cuerpo flojo. La chica lo siguió con rostro ceñudo. De un rincón surgió el Muerto, un joven alerta que se sentó con ella, justo en la silla de McGiver. Intercambiaron gestos, ella, de desaliento; él, de amor. Se pusieron de pie y salieron.
Cuatro
Mendieta leía el periódico en su escritorio. Gris Toledo se limaba las uñas. Bebían, ella, Coca-Cola de dieta; él, café. Los agentes se diluían por los pasillos luego de recibir sus órdenes. Sonó el celular con la conocida fanfarria del séptimo de caballería que tanto motiva en los hipódromos del mundo. Aquí Mendieta. ¿Por qué hablas así? ¿Cómo? Raro, como si te hubieras tragado una letra. Te dije que tanta cogedera te iba a afectar, cabrón, te estás quedando sordo. No inventes Zurdo, de verdad te oí diferente, además el médico soy yo. ¿Qué onda? Pues nada, voy a estar fuera de circulación un rato. No me digas. En cuanto me desocupe, te llamo. ¿Cómo son sus ojos? Grandes y brillantes, lo más hermoso que haya visto en mi miserable vida. No te vayas a quedar sordo, ¿eh? Sordos los topos y. Colgó. Es Montaño, ¿verdad? Musitó Gris. En su viaje matutino. Qué tipo más nefasto. Agente Toledo, mientras usted sea harina de otro costal, que le valga madre. Claro que no, si lo sorprendo con una menor lo refundo en el bote al pinche sátiro, ¿qué se está creyendo? ¿Estás celosa? Nomás eso me faltaba. Jefe, ni de broma, ese tipo a mí no me toca un pelo ni aunque lo vuelvan a parir. El Zurdo sonrió. No todo es culpa de él, un par de veces he visto cómo se le resbalan las morritas. Pues le repito: me entero de que se acuesta con una menor y no se la va a acabar. Entró Ortega con el periódico abierto. ¿Vieron la declaración del presidente? Es lo que estoy leyendo. ¿Está loco o qué? Le está declarando la guerra al narco, ¿sabes cuántos policías pueden morir? Todos. El tipo no sabe lo que dice. Lo bueno es que dice algo, ¿se imaginan un presidente mudo? Intervino Gris. Algo así como un policía vegetariano. Sería lo último. No me gusta ese rollo. Tranquilo, todos lo hacen y al final no pasa nada. Pues sí, pero este necesita legitimarse, ya ves lo que comentan. Tampoco pierdas el sueño por eso, si hicieron fraude también ya ocurrió antes. En este país la originalidad es un milagro. Algo me dice que esta vez será diferente. Que la lengua se te haga chicharrón. Oye, ¿qué onda con el caso de la chica sin tetas, traen un pinche salivero y yo, ni enterado, ¿quién es? A nosotros que nos esculquen, lo único que hemos escuchado son chismes y que al parecer es de familia poderosa. Poderosa es poco, manifestó Gris, según se oye, silenciaron a la prensa, si se fijaron nada se publicó sobre el caso. ¿Tú crees que la prensa se preste a eso? No en nuestro país, papá. Claro, ni en nuestra época.
Angelita, la esbelta secretaria, se asomó. Buenos días, ¿se cayeron de la cama? ¿Qué comentario es ese, Angelita? Es que pocas veces los veo tan temprano. Usted llegó tarde, que es diferente, y como es lunes ni las gallinas ponen. Sonrió. Viene filoso, ¿eh, jefe?, lo llama el comandante, a ver si es tan felón con él. Risas.
¿Y qué chingados hago yo en Madrid? Mendieta y Briseño se miraron sin parpadear. El comandante lo había requerido para informarle que el caso de la chica sin tetas se suspendía. No nos fue asignado. Lo sé, pero no quiero comentarios de pasillo, suficiente tenemos con el promedio de muertos diarios; estamos a punto de alcanzar a Tijuana y a Ciudad Juárez en el ranking nacional. No estaría mal un trofeo, imagine un AK-47 en miniatura sobre un pedestal dorado en su escritorio, conozco un compa que se haría rico con ese negocio. No es cosa de burlas, Mendieta, y me cae de a madre tu comentario. El Zurdo sonrió, hizo un gesto y lo dejó en paz. Y en relación con esa señora, nada, ¿entendiste? Hazlo saber a los demás; ah, tenemos una invitación de la DEA para un curso de investigación sobre el combate a la delincuencia organizada. Debe ser para Pineda, le acercó la carta. Es para ti, ahí lo dice muy claro: Mr. Edgar Mendieta. Leyó el contenido, luego expresó que se metieran su curso por donde les cupiera. Con los gringos, entre más lejos mejor, mi comandante, y con los de la DEA, ni a las canicas. Lo miró con reproche. También tenemos una invitación de Madrid.
Antes de reunirse con Gris llamó al doctor Parra. A las ocho en mi consultorio. ¿No puede ser antes? Me siento raro, se me acabaron los deseos y como si tuviera un hoyo en el cuerpo; desperté en la madrugada pensando que mi vida era una mierda, hasta fui a buscar mi pistola. Llama en dos horas para ver si te puedo atender.
Se oyó la fanfarria de la caballería y respondió. Era Ger. Ya sé que no le gusta que lo moleste pero ahora fue necesario, ¿va a venir a comer? No puedo, debemos resolver el asesinato de una chica a la que le cortaron las tetas. Santo Dios, ¿me lo jura? Con la mano en el corazón. Dios mío, qué crueldad, ¿adónde iremos a parar con esta violencia? No tengo idea, lo único que te aseguro es que estamos ahora con eso y es terrible. No le quito más su tiempo, fíjese que acaba de telefonear el gringo, dice que le urge hablar con usted. Mendieta se había negado a conversar con el hijo de Susana Luján, pero el chico era tenaz y marcaba una vez al día. Si vuelve a llamar, dile que ando de viaje, que a la vuelta seguro le contesto. Ay Zurdo, no entiendo su negativa, siempre me pregunta cómo es usted, qué le gusta, cómo viste, cuánto mide; cuando le conté que le encantaban las playeras negras se puso contento. Dile que regreso en diez días. Cortó. Sólo pensar que su hermano Enrique tuviera razón le aterraba, si se parecía a él no era su culpa, ¿o sí? Hay gente que no nace para ser padre y de esos soy yo.
Jefe, lo encontró Gris; reportan un S-26 por la carretera libre a Mazatlán, la gente de Ortega se adelantó.
Llegaron resueltos al lugar de los hechos. Ortega observaba el espacio balizado por su gente y un practicante de forense enviado por Montaño anotaba sus apreciaciones en una libreta. El cadáver, cubierto, se hallaba entre un bledal alejado unos ocho metros de un almacén de semillas para siembra. Mendieta se adelantó decidido, le descubrió la cara pero se detuvo en seco. ¿Eres poli? No pareces. Te ves algo mustio, ¿te sientes desubicado? ¿Eres el Zurdo? La mujer tenía los ojos abiertos y la belleza de su rostro, aunque con rigor mortis, era inclemente. El Zurdo permaneció impactado: Los policías tienen un aire cruel que los explica, en cambio tú te ves tan normal, ¿haces mucho ejercicio? La encontraron tal cual, informó Ortega, la mataron de un tiro, tenemos el casquillo, le rebanaron un pezón; encontramos huellas de zapatos rudos y de las zapatillas de ella. Paralizado. En el caso de la intocable, ¿fue pezón o la chichi completa? Zurdo, ¿te sientes bien?, porque estás amarillo. Sin embargo, no pudo evitar sus ojos: uno de color miel, el otro verde. El forense se acercó. ¡Eres zurdo! Yo también. La temperatura del cuerpo indica que probablemente lleva de seis a siete horas muerta y tiene piquetes de hormigas, informó. En la morgue buscaremos una muestra de semen.
Las hormigas se ensañaron, añadió el perito, aunque no veo demasiadas. El tiro le salió por la oreja izquierda y la mataron aquí. Gris Toledo observaba detenidamente, siguiendo su inteligencia espacial: zapatos rudos, ¿de explorador? Nuevos, ¿un narco se la escabechó? Tal vez, sólo que ellos usan botas vaqueras. Una agente del ministerio público tomaba fotos e intercambiaba impresiones con Gris. Botas grandes, como de soldado, ¿se atrevería una mujer a usar botas de hombre para despistar? Los pasos son amplios. El Zurdo se alejó, los rizos de Mayra Cabral de Melo lucían revueltos. Debaixo dos caracóis dos seus cabelos, uma história pra contar. Recordó la canción de Roberto Carlos. Bien, cuando tengan los informes completos me los pasan, Gris te espero en el carro. Ortega lo alcanzó. Zurdo, tú conocías a esa morra, se te ve a un kilómetro. Claro que no, sólo que es tan linda que es una lástima que haya muerto. No te hagas pendejo, papá, hasta uno de mis hombres sabe quién es. Lo dejó con la palabra en la boca. De acuerdo, amigo, si necesitas a alguien con quién tratar el asunto, soy el primero de la lista. Sonó el celular de Ortega. ¿Qué pasó, Pineda? Escuchó. Vamos para allá, ¿crees que haya empezado la guerra? Dos muertos en la Obregón, cerca del entronque con La Primavera.
El Zurdo se metió al Jetta, lo encendió, sintió el aire acondicionado y después, el suave ritmo de Peter Frampton en Baby, I love your way. Hay recuerdos que hacen futuro mientras otros lo destruyen. ¿De verdad te gusta esa música? Eres el poli más romántico que he conocido, recordó sus labios apabullantes, su voz quebrada, su acento brasileño. Creo que los portugueses le dicen «pimba». Se abrió la puerta del copiloto pero no fue Gris quien se sentó: Daniel Quiroz, el reportero más sagaz de la ciudad, sonreía. ¿Qué haces aquí mi Zurdo? Chupándome el dedo, ya te extrañaba. Fui primero con Pineda. Ya me enteré que están enamorados, ¿cuándo es la boda? ¿Ya identificaron a la chava? Ya. Eso me dijeron los polis, trabajaba en el Alexa, ¿tienes diarrea? Porque estás muy pálido. Cuál pálido, pinche Quiroz, estoy bien. Ah, ¿a poco eras su cliente?, es una debilidad que no te conocía, mi Zurdo. ¿Quieres callarte? Se volvió al periodista con la cara descompuesta. Por una desgraciada vez cierra el pico, pinche Quiroz. Ay cabrón, te di en la llaga. ¿Sabes qué? Mejor bájate, no vaya a ser que te rompa la madre. No quieras verte en esa, Zurdo: «Policía agrede a reportero indefenso», imagínate. Mendieta intentó distraerse en la carretera atascada de camiones que llegaban a la ciudad llenos de mercaderías, en los curiosos que pretendían traspasar la cinta amarilla. Gris interrogaba a dos trabajadores del almacén que negaban constantemente.
Sé que era brasileña, que era exclusiva del Alexa y que acostarse con ella costaba un huevo y la mitad de otro, ¿qué sabes tú, mi Zurdo? Nada, y sólo por esta vez, si me tienes aprecio, no preguntes más y bájate. Quiroz lo contempló: Te duele tanto que jamás encontrarás al culpable. No se movió. Lo encontraré, ya verás, así se esconda en el vientre de su puta madre.
Jefe, no hay gran cosa; los muchachos dicen que era bailarina del Alexa y Ortega piensa que usted la conocía. Llamé al velador y me dio la dirección del gerente en la colonia Las Vegas, ¿vamos con él o al negocio? Gris Toledo cerró la puerta del Jetta y guardó sus preguntas para después. Mendieta simplemente siguió las indicaciones de su compañera. Meses antes había conocido a Mayra Cabral de Melo, en Mazatlán, y habían hecho clic: ¿Eres poli? No tienes cara, te ves tan inocente, tan dulce, como que no rompes un plato y todos los tienes rotos; pero tienes bonitos ojos, un poco tristes pero expresivos; de ahora en adelante me sentiré protegida por la ley; debes venir a ver mi show al Alexa, no es solamente el tubo o la iluminación o toda esa calentura colectiva que se despierta; es la danza, la belleza del cuerpo insinuando cositas; además hay una tradición que debo mantener, ¿cuándo has visto una brasilera que no baile? Traemos la danza en el cuerpo y desde niñas empezamos a afinar, a encontrarle un sitio y un movimiento a cada emoción como si fuera un conjuro. Digamos que expreso la dicha de vivir, si algunos van con otra idea espero que salgan cuando menos desconcertados. No, no me gusta beber, pero podemos conversar, comer, pasear, algo de vino si es preciso; a los brasileros nos gusta la cerveza pero a mí me hincha el estómago y prefiero otra cosa; vine a trabajar, no te puedo contar pero tienes razón, fue una fiesta particular; casi aciertas, eran tan notables que no pocos quisieron que me fuera con ellos, no me atreví, es un aspecto delicado y a veces es mejor dejarlo como se acordó, si alguien insiste, se atiende posteriormente y hasta ahora nadie me ha buscado. Lo entiendo, no creas, la vida es algo más que bailar. De verdad tienes bonitos ojos. Claro que puedes hablar de los míos, aunque te costará ser original.
Alonso Carvajal, de 38 años, recibió la noticia en su casa de Las Vegas en short y camiseta. Soñoliento. Su esposa en su trabajo y sus hijos en la escuela. Pobre muchacha, era nuestra estrella. Mayra Cabral de Melo, ¿era brasileña? Gris Toledo, con voz dura. Mendieta observaba asumiendo el papel de viudo. Eso decía. ¿Por qué lo duda? Las chicas son astutas y de todas partes, si mienten no es asunto nuestro. Claro, para ustedes con que sepan mover el trasero es suficiente. El Zurdo la miró. Es un trabajo como cualquiera. No me diga, sin embargo, ahora no hablemos de eso; ¿desde cuándo bailaba Mayra en el Alexa? Más o menos cuatro meses, por cierto, las tres últimas noches faltó. ¿Qué hacen si faltan? Averiguamos, pero a Mayra no la hallamos, ni su compañera de casa, que tampoco trabajó, supo de ella hasta ayer. ¿Cómo se llama esa compañera? Yolanda Estrada, baila como Yhajaira, vivían juntas. ¿Dónde? Zaragoza 2516-B, cerca del Casino de la Cultura. El Zurdo marcó a la jefatura: Robles, localiza a Terminator, que vayan él y el Camello. Le pasó nombre y dirección. Que estén con la morra hasta que lleguemos y que me mantengan informado. Mayra se hacía llamar Roxana. ¿Cuántas chicas bailan en su congal? Varía, ahora una docena. ¿Quiénes tienen relación directa con ellas, además de usted? Elisa Calderón, mi asistente, vigila que lleguen a tiempo y si se van con alguien toma nota, además las coordina a la hora de la pasarela. Óscar Olivas, el cantinero, a quien le decimos el Fantasma, y los meseros, sobre todo con José Escamilla, el encargado de vender los privados. Les contó que tenía 14 meses en el puesto, que al principio no le gustaba pero que ya le había tomado el modo. Era el primer asesinato que sufrían. ¿Cómo contrató a Mayra? Llegó en un grupo de Veracruz, hay un circuito en que las chicas van de ciudad en ciudad, se mueven cada tres o cuatro meses. O sea que estaba por irse. Quería quedarse, tenía buenos clientes y como le digo, era el atractivo principal, creo que lo iba a conseguir. ¿Cómo? Pues… Dudó. Uno de sus clientes es socio. ¿Y se llama? Luis Ángel Meraz. Gris miró de soslayo al Zurdo. ¿El político? Ni más ni menos; si no es mucho pedir, cuando vayan con él no mencionen mi nombre. Quiero una lista de sus clientes ahora mismo. Es algo que no podemos. Fue lo que alcanzó a decir antes de que el Zurdo le cayera apretándole la cara. Esa lista, pendejo, ¿estás sordo? La queremos ahora y agrega al resto de los socios. Está bien. El Zurdo se sentó: como que no rompes un plato y todos los tienes rotos. Gris lo miró azorada. ¿Y bien? Al principio salía con una docena, más o menos, al final sabíamos que se veía con dos o tres. ¿Quiénes? Me va a costar el puesto. Si te embotello te va a costar la virginidad, cabrón, amenazó Mendieta, que poco a poco se trasmutaba de viudo a villano. Miguel de Cervantes. El Zurdo se levantó como fiera, puso de pie al tipo que era grueso y de estatura regular y le atizó un rodillazo en la entrepierna. Ugg. No quieras vernos la cara, imbécil, ese nombre es de escritor. Les juro que así me dijo que se llamaba, es un ingeniero que instala invernaderos, vive en La Primavera y es español. Uno que escribió Don Quijote. Lo aventó al sillón. Por favor, no tienen que usar conmigo ese método, estoy cooperando, estoy diciendo lo que sé, y conozco a Cervantes, en la prepa me obligaron a leer El licenciado Vidriera. ¿Los otros? El licenciado Meraz, que ya mencioné, que fue presidente del PRI y diputado, y el Richie Bernal, de quien ustedes deben saber más que yo. Gris anotó. Desconozco sus domicilios. ¿Los del principio? No recuerdo sus nombres, fue cuando recién llegó; pediré a Elisa que les llame y se los pase. Necesitamos su dirección y teléfono: debe declarar. Vive en Las Quintas, por el bulevar Sinaloa. Anotó los datos. Estos señores, ¿iban por Mayra? No, llamaban y nosotros la enviábamos, es parte del trabajo de Elisa. ¿Adónde? A hoteles, casas, a la playa, es lo usual; con Cervantes siempre a su domicilio, por eso sabemos dónde vive. ¿Y los demás? Al licenciado Meraz a casas que él fijaba de antemano y Bernal la recogía aquí o la mandábamos a alguna fiesta privada; esto de las fiestas era un buen negocio para Mayra, hasta en Mazatlán tenía clientes; si mal no recuerdo, el fin de semana debía ir allá. Mendieta se puso pálido de nuevo pero nadie reparó en ello. ¿Eso también lo acuerda Elisa Calderón? Así es, últimamente se había quejado de que Mayra concertaba ella misma sus compromisos y de que se tomaba días de descanso sin autorización. ¿Quiénes son los mazatlecos? Eso nomás lo sabe Elisa. ¿Y los socios? Aparte de Meraz, Bernardo Almada, que vive en Estados Unidos, y el licenciado Rodrigo Cabrera, a quien ustedes deben conocer. Claro, el ex procurador de justicia. Othoniel Ramírez es el apoderado legal del grupo. Además de Meraz, ¿los otros se aclientaban con las chicas? A Almada nunca lo he visto, Cabrera pocas veces, ninguna con Roxana; el que es frecuente es Ramírez. ¿También con Mayra? Nunca, eran terrenos de Meraz. Dijiste que había faltado tres días, ¿tienes idea de adónde fue? No, anoche Elisa tampoco sabía y estaba enojada; Yhajaira nos informó ayer que en la mañana había descansado unas horas en su casa.
Transcurridos treinta y cinco minutos recibieron la llamada de Terminator. ¿Qué onda, mi Termi? Nada, mi Zurdo, que ya tenemos la información que solicitó, estamos en el lugar de los hechos y hay una mujer joven con un tiro en el corazón. Órale. Alguien no está de acuerdo en que las viejas sean mayoría, mi Zurdo, ¿cómo la ve? Primera pista, mi Termi: el cabrón sabe de estadísticas.
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