La dama del sudario
A mi querida vieja amiga la condesa de Guerbel
(Genevieve Ward)
PRÓLOGO
Bram Stoker nació en Dublín, en 1847. A lo largo de su infancia pasó mucho tiempo postrado en la cama; durante ese período, su madre le contaba historias sobrenaturales, plagadas de demonios, fantasmas y otros seres terroríficos, que sin duda ejercieron una influencia poderosa sobre su imaginación excitada. Solo cuando estudiaba en la universidad consiguió dejar atrás sus problemas de salud y logró tener cierta fortaleza física. Después de terminar los estudios, se puso a trabajar como empleado público en un tribunal. Durante este tiempo colaboró con algún periódico redactando críticas teatrales, y llegó incluso a ejercer de redactor jefe del Evening Mail Un día de 1876 conoció a un actor que producía sus propias representaciones. —Henry Irving—; este le convenció para que le llevara las finanzas de la compañía teatral, labor que no resultó fácil, debido al gusto pronunciado por el lujo del actor en todas sus representaciones. Al poco tiempo, conoció a la actriz Florence Balcombe, con la que se casó y de la que tuvo un hijo. En esta situación de hombre casado y financiero de teatro, Stoker, siguiendo su inclinación por lo sobrenatural, compuso numerosas obras de ficción, dominadas por el gusto por lo macabro, entre las que destacan, además de su célebre Drácula, The Mistery of the Sea, La madriguera del gusano blanco, y la novela que contiene el presente volumen, La dama del sudario, hasta ahora inédita en castellano. El autor de Drácula murió en 1912 por agotamiento, según señala su certificado de defunción.
La dama del sudario, publicada por primera vez en 1909, contiene una serie de variaciones sobre un tema de terror. El relato se abre con la descripción del objeto que va a suscitar las sucesivas experiencias terroríficas que proporcionan el sentido y el valor de la novela. La aparición de una imagen blanca rodeada de una oscuridad que todo lo abraza: una mujer envuelta en un sudario navegando por un mar sumido en unas tinieblas cerradas, una visión que en la progresión de sus diversas apariciones ofrece el hilo tenso que sostiene una serie constante de experiencias horribles, que llegan a sobrepasar los límites mismos del horror. La novela, al igual que Drácula, está compuesta por diarios, cartas, etc., que van delimitando poco a poco el escenario y el tiempo por los que van a discurrir los sucesivos momentos de pánico experimentados por el protagonista y, a través de él, por el lector. El lugar de la aparición es el jardín de un castillo; a medianoche, en ese recinto reina la desolación, el frío y la humedad se apodera de todo; la oscuridad comparte el jardín con las sombras blancas producidas por el claro de luna; todo parece hostil para una vida fuerte y vigorosa. El castillo se alza sobre unos acantilados que caen sobre un mar negro y proceloso, donde van a parar grutas marinas y subterráneas; en las inmediaciones del castillo también se erige una iglesia, lúgubre y misteriosa, donde están enterrados los antepasados de la familia del castillo. El país se encuentra en una zona de los Balcanes, que, atrasado y subdesarrollado, vive bajo la amenaza constante del imperio turco.
Bajo la luz gótica del jardín desolado, se presenta la aparición envuelta en un sudario, que, en su palidez, expresa desesperación a causa de su existencia glacial y monstruosa. Su estela deja la impresión de lo desconocido y lo misterioso, y en el héroe produce una fascinación cercana a la hipnosis, como si una fuerza oculta le empujase hacia la forma blanca que recorre el jardín bañado por la luna. La duda sobre la naturaleza de la sombra blanca se instala inmediatamente sobre ella; y a pesar de sus sucesivas manifestaciones, en las que va revelando algo de sí, el misterio no le abandonará, contribuyendo así a acentuar los siguientes pasajes de horror. La mente en la que tiene lugar esta aparición, blanca y fría, es típica de los estados psíquicos góticos; ese lugar mental está presidido por la soledad, la angustia, el vacío; es el receptáculo de las impresiones dolorosas y de la incertidumbre provocada por la aparición. La obsesión por la dama blanca apenas se ve interrumpida por el trabajo, remedio para hacer olvidar el dolor y rescatar el espíritu del héroe de las tinieblas en que se mueve. Huyendo de su interior, explora el territorio del castillo y sus inmediaciones, pero solo encuentra en él un reflejo de estado mental: desesperación y soledad. En esta situación, la razón comienza a debilitarse y la locura a instalarse en su cerebro. La presencia de esa sombra misteriosa se le hace cada vez más necesaria, de modo que solo quiere perseguirla; la voluptuosidad que en él despierta le empuja a exponerse a situaciones cada vez más horribles, hasta que se ve envuelto en la orgía final del ritual que tiene lugar en la iglesia del castillo, la prueba terrible y definitiva, donde se produce la contemplación en la oscuridad. La dama del sudario se revela así como una narración construida para despertar la voluptuosidad a través de la ficción del horror.
DE LA REVISTA DE OCULTISMO
MEDIADOS DE ENERO DE 1907
Del Adriático nos llega una historia bastante extraña. Al parecer, la noche del 9, mientras el barco de vapor «Victorine», de la Compañía Naviera Italia, estaba atravesando, poco antes de medianoche, el cabo conocido como la «Lanza de Iván», en la costa de las Montañas Azules, el vigía llamó la atención del capitán, en ese momento en el puente, sobre una pequeña luz flotante en las proximidades de la costa. Es costumbre de algunas embarcaciones que navegan rumbo sur arrimarse a la Lanza de Iván con buen tiempo, ya que el agua es allí profunda y no suele haber corrientes marinas, como tampoco hay afloraciones rocosas. Pues bien, hace unos años, a los barcos de vapor locales les dio por navegar tan cerca de esta costa que Lloyd’s tuvo que publicar una nota en la que advertía que todo percance ocurrido en estas circunstancias no quedaría cubierto por el seguro marítimo contratado. El capitán Mirolani es de los que insisten en que se debe guardar una distancia prudencial respecto del promontorio; pero, como la referida circunstancia había llamado poderosamente su atención, creyó conveniente investigarla más de cerca por si se trataba de alguna persona en grave aprieto. Así pues, mandó reducir velocidad, y enfiló precavidamente hacia la costa. En el puente se le unieron dos de sus oficiales, los signori Falamano y Destilia, así como un pasajero del barco, un tal Mr. Peter Caulfield, cuyos informes sobre Fenómenos Espirituales en lugares lejanos son de sobra conocidos de los lectores de La Revista del Ocultismo. A nuestro poder ha llegado el siguiente relato del extraño suceso, escrito por él y avalado por las firmas del capitán Mirolani y los otros caballeros antes citados:
«… Eran las doce menos once minutos del sábado 9 de enero de 1907 cuando vi la extraña luz junto al promontorio conocido como la Lanza de Iván, en la costa de la Tierra de las Montañas Azules. La noche era serena, y, desde la popa del barco donde yo me encontraba, nada empañaba la visión. Nos encontrábamos a cierta distancia de la Lanza de Iván, en trance de pasar de la punta septentrional a la meridional de la extensa bahía en la que se proyecta. El capitán Mirolani, marinero muy prudente, evita en sus viajes entrar en esta bahía por estar terminantemente prohibido por la aseguradora Lloyd’s. Pero, al ver a la luz de la luna, aunque de lejos, la pequeña y blanca Figura de una mujer erguida sobre una barca a la deriva arrastrada por alguna extraña corriente, en cuya proa reposaba una pequeña luz (¡a mí me pareció una candela mortuoria!), pensó que podía tratarse de alguien en apuros y decidió aproximarse extremando la cautela. Dos de sus oficiales estaban con él en el puente: los signori Falamano y Destilia. Los cuatro lo vimos. El resto de la tripulación y los pasajeros estaban abajo. Al acercarnos otro poco, se me reveló la verdad de la extraña aparición; pero los marineros no parecieron captarla. En realidad, esto no es nada raro, pues ninguno de ellos había tenido anteriormente ni conocimiento ni experiencia del mundo esotérico, a diferencia de mí, que durante más de treinta años me he dedicado a estudiar con especial dedicación estos temas y he recorrido de un confín a otro toda la faz de la Tierra investigando, hasta el más ínfimo detalle, todos los relatos sobre Fenómenos Espirituales. Como por sus movimientos deduje que los oficiales no comprendían lo que era tan evidente para mí, procuré no ilustrarlos al respecto por miedo a que esto tuviera como resultado cambiar el rumbo de la nave antes de que yo pudiera aproximarme lo suficiente para disfrutar de una visión más precisa. Todo se desarrolló según mis deseos —o casi, como se verá enseguida—. Por el momento pude ver que la susodicha barca, que en todo momento me había parecido tener una forma muy extraña, no era otra cosa que un ataúd, y que la mujer erguida sobre ella iba envuelta en una mortaja. Mientras avanzábamos, lentamente y con los motores casi mudos, apenas había oleaje; así, nuestra parte delantera avanzaba encerando las aguas oscuras. De repente, se oyó un grito desaforado en el puente —los italianos son, en efecto, particularmente excitables—, se gritaron órdenes roncas al timonel, empezó a sonar furiosamente la campana de la sala de máquinas y, unos instantes después, o al menos eso me pareció, el barco viró a estribor. Las máquinas funcionaban a todo vapor, y, antes de que pudiéramos darnos cuenta, la aparición se desvaneció en la distancia. Lo último que vi fue el fulgor de un rostro palidísimo iluminado por dos ojos negros, abrasadores, mientras la figura se dejaba caer en el ataúd como niebla o humo que se dispersa con el soplo del viento».
LIBRO I
EL TESTAMENTO DE ROGER MELTON
LECTURA DEL TESTAMENTO DE ROGER MELTON Y TODO LO QUE SIGUIÓ
Relación escrita por Ernest Roger Halbard Melton, estudiante de Derecho en Inner Temple, primogénito de Ernest Halbard Melton, primogénito de Ernest Melton, hermano mayor del arriba mencionado Roger Melton y pariente suyo más próximo.
Considero cuanto menos útil —y tal vez también necesario— guardar registro completo y exacto de todo lo relacionado con el testamento de mi tío abuelo Roger Melton, q.e.p.d.
A cuyo fin permítaseme enumerar a los distintos miembros de su familia y explicar algunas de sus ocupaciones e idiosincrasias. Mi padre, Ernest Halbard Melton, era hijo único de Ernest Melton, primogénito de sir Geoffrey Halbard Melton, de Humcroft, condado de Salop, en sus tiempos juez de paz y presidente de la audiencia territorial. Mi bisabuelo, sir Geoffrey, había heredado una pequeña propiedad de su padre, Roger Melton. Por cierto, en su época el nombre se deletreaba Milton, pero mi tatarabuelo cambió la i de la primera sílaba por una e, como quiera que era un hombre práctico muy poco dado al sentimentalismo, y para que la opinión pública no lo confundiera con otros miembros de la familia de cierto individuo radical llamado Milton, que escribió poesía y fue una especie de funcionario en tiempos de Cromwell, mientras que nosotros somos conservadores. El mismo espíritu práctico que originó el cambio de ortografía en el apellido lo empujó también a meterse en negocios. Así, siendo aún joven, se hizo curtidor. A tal fin utilizó los estanques y arroyos así como los bosques de acacias de su propiedad, sita en Torraby, Suffolk, Como le fueron bien los negocios, amasó una fortuna considerable, parte de la cual destinó a la compra de las tierras de Shropshire, que dejó en heredad con vínculo inalienable y de las que yo soy heredero por línea directa.
Además de mi abuelo, sir Geoffrey tuvo otros tres varones y una hembra, la cual nació veinte años después de su hermano más joven. Estos hijos eran: Geoffrey, que murió —sin dejar sucesión— en el Motín Indio de Meerut en 1857, en el que empuñó la espada, aunque no era militar, para defender su vida; Roger (a quien me referiré acto seguido), y John, el último, que, al igual que Geoffrey, murió sin haber llegado a contraer matrimonio. Así pues, de la familia de cinco hijos de sir Geoffrey, solo tres han de ser aquí considerados: mi abuelo, que tuvo tres hijos —dos de los cuales, un hijo y una hija, murieron jóvenes, quedando solo mi padre—, Roger y Patience. Esta última, nacida en 1858, casó con un irlandés de nombre Sellenger —que era la manera corriente de pronunciar el nombre de St. Leger o, como ellos lo escriben, Sent Leger—, restaurado por las generaciones posteriores con la ortografía primitiva. Tipo arrojado y temerario, fue capitán de lanceros, y no le faltó la cualidad del valor —fue distinguido con la Cruz de Victoria en la Batalla de Amoaful, en la Campaña de Ashantee—. Pero mucho me temo que careció de esa seriedad y perseverancia que, según mi padre, son los rasgos que caracterizan y adornan a nuestra familia. Dilapidó casi toda su hacienda, si bien esta no fue nunca demasiado grande, y, de no haber sido por la pequeña fortuna de mi tía abuela, en caso de que hubiera llegado a viejo habría vivido en una relativa pobreza. Relativa, y no absoluta, pues los Melton, que son personas de considerable orgullo, no habrían tolerado que la pobreza se cerniera sobre una rama de la familia. En cualquier caso, ninguno de nosotros tiene una opinión demasiado buena de esa rama.
Afortunadamente, mi tía abuela Patience solo tuvo un hijo, y el fallecimiento prematuro del capitán St. Leger (como prefiero escribir el apellido) no le permitió tener más. No volvió a casarse, aunque mi abuela trató varias veces de buscarle nuevo marido. Según me han contado, fue siempre una persona muy recta y muy altanera, reacia a rendirse a la sabiduría de sus superiores. Su único hijo heredó al parecer el carácter de la familia de su padre más bien que el de la mía. Gandul y casquivano, con frecuencia anduvo metido en líos en la escuela, intentando siempre cosas ridículas. En su calidad de jefe de la familia, y dieciocho años mayor que él, mi padre trató a menudo de amonestarlo, pero su afición a las cosas perversas y truculentas era tal que acabó desistiendo. Incluso he oído decir a mi padre que alguna vez llegó a amenazarlo con quitarle la vida. Tenía un carácter pésimo y no sabía lo que era el respeto y la reverencia. Nadie, ni siquiera mi padre, ejercía influjo alguno sobre él —hablo de influjo bueno, por supuesto—, salvo su madre, que era de mi familia; bueno, y también otra mujer que vivía con ella, una especie de gobernanta: la tía, como la llamaba él. He aquí cómo estaban las cosas: El capitán St. Leger tenía un hermano pequeño, que realizó un casamiento ruinoso con una muchacha escocesa siendo ambos muy jóvenes. No tenían nada de qué vivir, salvo lo que el temerario lancero les daba —y este no tenía prácticamente nada—, y ella estaba «in albis» (esta es, creo saber, la manera poco cortés como los escoceses llaman a la carencia de dote). Sin embargo, según he oído, ella era de una vieja y en parte buena familia venida a menos —por usar una expresión que, sin embargo, no debería utilizarse precisamente con relación a una familia o persona que nunca tuvo el dinero suficiente como para luego poder tener mucho menos—. Menos mal que los MacKelpie —tal era el nombre de soltera de Mrs. St. Leger— eran famosos, al menos por lo que al aspecto bélico se refería. Habría sido demasiado humillante para nuestra familia haber entroncado, aunque fuera por el lado materno, con otra familia sin posibles y sin campanillas. El simple pelear no ennoblece a una familia, en mi opinión. Los soldados no son todo, por mucho que se lo crean. En nuestra familia hemos tenido hombres que pelearon, pero yo nunca he oído hablar de nadie que peleara porque quería hacerlo. Mrs. St. Leger tenía una hermana; por suerte, solo hubo estos dos retoños en la familia, pues, de lo contrario, todos habrían tenido que ser mantenidos con el dinero de mi familia.
Mr. St. Leger, que era un simple subalterno, perdió la vida en Maiwand; y su mujer se quedó sin un penique. Sin embargo, esta murió —la hermana divulgó el bulo de que fue a consecuencia del duro golpe y el desconsuelo subsiguiente— afortunadamente antes de que naciera el hijo que esperaba. Todo esto sucedió cuando mi primo —o, más bien, el primo de mi padre y tío segundo mío, para ser más precisos— era todavía un pequeñajo. Su madre mandó luego buscar a Miss MacKelpie, la cuñada de su cuñado, para que viniera a vivir con ella, cosa que esta hizo —los pobres no pueden elegir—, y le ayudó en la educación del joven St. Leger.
Recuerdo que en cierta ocasión mi padre me dio un soberano por una observación ingeniosa que hice sobre ella. Yo era un niño a la sazón; no debía tener más de trece años de edad. Pero los miembros de nuestra familia han sido siempre inteligentes desde muy jóvenes, y mi padre me contaba muchas cosas sobre la familia St. Leger. Por supuesto, mi familia no había visto a nadie de esta rama desde la muerte del capitán St. Leger —el círculo al que pertenecemos no se preocupa de los parientes pobres—, y mi padre me estaba explicando lo que pintaba en ella Mrs. MacKelpie. Debió de ser una especie de niñera, pues Mrs. St. Leger le dijo en cierta ocasión que le había sido de grandísima ayuda para criar a su hijo.
—¡Entonces, padre —dije—, si ella ayuda a criar niños pequeños debería llamarse más bien Miss MacSkelpie!
Cuando Rupert, mi tío segundo, tenía doce años, murió su madre, a la que estuvo llorando más de un año. Pero Miss MacSkelpie siguió viviendo con él en la casa. ¡Cómo se iba a largar! ¡Cómo se iba a volver a su chamizo si podía vivir en una casa mejor pegando la gorra! Al ser mi padre el jefe de la familia, era, por supuesto, uno de los fideicomisarios del joven, al igual que su tío Roger, hermano del testador. El tercero era el general MacKelpie, un terrateniente escocés empobrecido que tenía grandes extensiones de terreno sin valor en Croom, en el condado de Ross. Recuerdo que mi padre me dio un billete nuevo de diez libras esterlinas cuando lo interrumpí, mientras me estaba contando lo de la falta de previsión del joven St. Leger, para puntualizarle que estaba confundido en cuanto a las tierras. Por lo que oí sobre las tierras de MacKelpie, estas solo producían una cosa; al preguntarme mi padre de qué cosa se trataba, le contesté: «¡Hipotecas!». Yo sabía que mi padre había comprado, no hacía mucho tiempo, un montón de ellas a un precio que un compañero mío de Facultad, que era de Chicago, solía llamar «de risa». Al reconvenir a mi padre por habérsele ocurrido comprarlas, deteriorando con ello la herencia familiar que en su día pasaría a mí, me dio esta astuta contestación, que no he olvidado desde entonces:
—Lo hice para mantener mejor controlado al osado general, en caso de que alguna vez planteara algún problema. Y, en caso de que ocurriera lo peor, Croom siempre es un buen terreno para los urogallos y los ciervos. —Poca gente le gana a mi padre en previsión.
Cuando mi primo Rupert St. Leger —lo llamaré primo en lo sucesivo en la presente relación para evitar que alguna persona malintencionada que la pueda leer en el futuro piense que quería mofarme de su posición un poco oscura al insistir en la lejanía de su parentesco respecto de mi familia— quiso cometer cierto acto sandio en el plano financiero, vino a ver a mi padre, presentándose en nuestra propiedad de Humcroft en un momento inoportuno, sin previa autorización y sin ni siquiera haber tenido la cortesía de avisar diciendo que venía a vernos. Yo no era entonces más que un crío de seis años de edad, pero no pude por menos de reparar en su aspecto desastrado. Venía manchado de polvo y desgreñado. Al verlo mi padre —entré en el estudio con él—, exclamó horrorizado:
—¡Qué horror! —Y más se horrorizó aún cuando el muchacho reconoció bruscamente, en respuesta al saludo de mi padre, que había viajado en tercera clase. Por supuesto, todos mis familiares han viajado siempre en primera clase; y nuestra servidumbre viaja incluso en segunda. Mi padre se enfadó muchísimo cuando confesó haber llegado andando desde la estación.
—¡Bonito espectáculo para mis arrendatarios y comerciantes! ¡Ver a mi…, a un pariente mío, por lejano que este sea, arrastrando los pies, como un pordiosero, por el camino que conduce a mi propiedad! ¡Camino que, por cierto, mide dos millas y cinco yardas y media! No cabe duda de que eres un joven sucio e insolente. —La verdad es que Rupert (no puedo llamarlo primo aquí) se había pasado de insolente con mi padre.
—He venido andando, señor, porque no tenía dinero; pero le aseguro que no he pretendido ser insolente. He venido simplemente aquí porque quería pedirle consejo y ayuda, no porque sea usted persona importante y tenga un camino de entrada a su casa muy largo —como he podido comprobar demasiado bien—, sino simplemente porque usted es uno de mis fideicomisarios.
—¿Yo fideicomisario tuyo, amiguito? —exclamó mi padre, interrumpiéndolo—. ¿Yo fideicomisario tuyo?
—Disculpe, señor —dijo sin inmutarse—. Quería decir fideicomisario del testamento de mi querida madre.
—¿Y qué tipo de consejo, si puede saberse —repuso mi padre—, busca usted de uno de los fideicomisarios del testamento de su querida madre? —Rupert se puso colorado, e iba a decir algo improcedente —lo adiviné por su mirada—; pero luego se contuvo y dijo con el mismo tono ecuánime:
—Quiero su consejo, señor, sobre cuál sería la mejor manera de hacer algo que me gustaría hacer y que, como quiera que soy menor de edad, no puedo hacer por mí mismo, sino que tiene que hacerse a través de los fideicomisarios del testamento de la madre.
—¿Y qué tipo de ayuda desea? —preguntó mi padre, llevándose la mano al bolsillo. Yo sé qué tipo de acción significa esto cuando estoy hablando con él.
—La ayuda que deseo —dijo Rupert, poniéndose más colorado que nunca— es la ayuda propia de… de un fideicomisario. Es para llevar a cabo lo que quiero hacer.
—¿Y de qué se trata exactamente? —preguntó mi padre.
—Me gustaría, señor, hacer cesión de mi herencia a favor de mi tía Janet… —Mi padre le interrumpió con la siguiente pregunta (obviamente, había recordado mi burla):
—¿A favor de Miss MacSkelpie? —Rupert se puso aún más colorado, y yo miré a otra parte: no quería que me viera reír. Él prosiguió sosegadamente:
—¡MacKelpie, señor! Mis Janet MacKelpie, mi tía, que siempre ha sido muy buena conmigo, y a quien amaba tanto mi madre… Quiero hacer cesión a su favor del dinero que me dejó mi querida madre. —Mi padre ciertamente quería que el asunto tomara unos derroteros menos serios, pues los ojos de Rupert estaban relucientes de lágrimas, aún no vertidas; así, tras una pequeña pausa, dijo con una indignación que yo sabía simulada:
—¿Tan pronto te has olvidado de tu madre, Rupert, que ya quieres desprenderte del postrer regalo que te hizo? —Rupert estaba sentado, pero se puso de pie como un resorte y se enfrentó a mi padre con el puño cerrado. Ahora estaba completamente pálido, y sus ojos parecían tan fieros que pensé que le iba a golpear. Habló con una voz tan vigorosa y profunda que no parecía la suya:
—¡Señor! —aulló. Supongo, si fuera escritor (lo que, gracias a Dios, no soy, pues no tengo necesidad de dedicarme a trabajos de medio pelo), que escribiría «atronó». «Atronó» tiene una letra más que «aulló», y, por supuesto, ayudaría a ganar el penique que el escritor obtiene por una línea. Mi padre se quedó también pálido, y permaneció completamente inmóvil. Rupert lo miró fijamente durante medio minuto, un tiempo que me pareció más largo entonces, y de repente sonrió mientras se volvía a sentar.
—Disculpe —agregó—. Claro, usted no entiende de estas cosas. —Y siguió hablando, antes de que mi padre tuviera tiempo para reaccionar—: Pero volvamos a los negocios. Como usted no parece seguirme, permítame que le explique que es precisamente porque no olvido por lo que quiero hacer eso. Recuerdo el deseo de mi querida madre de hacer feliz a tía Janet, y quisiera imitarla en esto.
—¿Tía Janet? —exclamó mi padre, soltando una risita más que fundamentada ante su ignorancia—. No es tía tuya. Y, para que lo sepas, su propia hermana, que se casó con tu tío, fue solo tía tuya por cortesía. —No pude por menos de notar que Rupert quería ser desagradable con mi padre, aunque sus palabras fueron perfectamente educadas. Si yo le hubiera llevado los años que él me llevaba, me habría abalanzado sobre él; pero era un tipo bastante grande para su edad. Yo, sin embargo, soy más bien delgado. Mi padre dice que la delgadez es un «apanage de buena cuna».
—Mi tía Janet, señor, es tía mía por amor. La cortesía es una palabrita que se queda muy corta comparada con la devoción que ella ha mostrado con nosotros. Pero yo no quiero molestarlo con tales cosas, señor. Supongo que las relaciones de parentesco por el otro lado de mi familia no le conciernen particularmente. ¡Yo soy un Sent Leger! —Mi padre pareció cogido por sorpresa. Permaneció un rato sentando antes de hablar.
—Bien, Mr. St. Leger, reflexionaré sobre este asunto unos momentos y le daré a conocer dentro de un rato mi decisión. Entre tanto, ¿no quiere comer algo? Supongo que ha debido levantarse muy temprano. ¿No ha tomado nada para desayunar? —Rupert sonrió con bastante cordialidad:
—Eso es cierto, señor. No he probado bocado desde la cena de anoche, y estoy que me muero de hambre. —Mi padre tocó la campanilla, y dijo al lacayo que había asomado que fuera a buscar al ama de llaves. Cuando esta acudió, mi padre le dijo:
—Mrs. Martindale, llévese a este joven a su habitación y sírvale algo de desayunar. —Rupert permaneció muy tranquilo durante unos segundos. Su rostro había vuelto a enrojecer después de su palidez. Luego se inclinó ante mi padre y siguió a Mrs. Martindale, que salía ya por la puerta.
Casi una hora después, mi padre mandó a un criado para que le dijera que ya podía venir al estudio. Mi madre estaba también allí —yo había venido con ella—. El criado volvió y dijo:
—Señor, Mrs. Martindale desea saber, con sus debidos respetos, si puede hablar un momento con usted. —Antes de que pudiera contestar mi padre, mi madre le dijo que la hiciera entrar. El ama de llaves no podía estar muy lejos —este tipo de personas suelen estar pegadas a los ojos de las cerraduras—, pues se presentó al punto. Cuando apareció, se quedó en la puerta haciendo reverencias y con el rostro pálido. Mi padre dijo:
—¡A ver, qué pasa! —Mi padre tiene una manera muy severa de tratar a los criados. Cuando yo sea el jefe de la familia, los trataré a patadas. Es la mejor manera de ganarse su total sumisión.
—Si permite que le diga, señor, me llevé al joven gentilhombre a mi cuarto y ordené que le prepararan un buen desayuno, pues se notaba que tenía mucha hambre: ¡un joven que está creciendo, como él, y tan alto! El desayuno llegó al punto. ¡Y vaya desayuno tan bueno! Solo el olorcillo daba hambre a cualquiera. Había huevos, jamón y riñones a la parrilla, café y tostada con mantequilla, y pastel de arenque.
—No nos dé la lata hablándonos de desayunos —exclamó mi madre—. Siga contando.
—Cuando ya estaba todo preparado, y la doncella se había ido, acerqué una silla a la mesa y dije: «Señor, su desayuno está listo». Él se levantó y dijo: «Gracias, señora; es usted muy amable», y me hizo una reverencia, como si yo fuera una dama, señora.
—Siga —conminó mi padre.
—Luego, señor, alargó la mano y dijo: «Adiós, y gracias», y cogió su gorra.
»“Pero ¿no va a tomar nada para desayunar, señor?”, le pregunto yo. “No, gracias, señora”, me dice él. “Yo no podría comer aquí…, quiero decir en esta casa”. Bueno, señora, parecía tan desvalido que el corazón se me enterneció, y me aventuré a preguntarle si había alguna cosa en este mundo que pudiera hacer por él.
»“Dígame, querido joven”, me aventuré a decirle, “yo soy una mujer ya mayor, y usted no es más que un muchacho, aunque se ve que va a ser todo un caballero, al igual que su querido y excelente padre, a quien recuerdo muy bien, y gentil como su pobre madre”.
»“Es usted muy amable”, dijo, y entonces tomé su mano y la besé, pues recuerdo perfectamente a su pobre y querida madre, que murió hace solo un año. En fin, en esto que apartó su cabeza, y cuando lo cogí por un hombro y lo hice volverse hacia mí —es muy joven aún, señora, pese a lo grandote que está—, vi que unas lágrimas estaban rodando por sus mejillas. Así pues, dejé reposar su cabeza sobre mi pecho —yo tengo también hijos, como usted sabe, señora, aunque todos están ahora fuera—. Él aceptó mi afecto y estuvo unos momentos sollozando. Luego se enderezó, y yo seguí respetuosamente a su lado.
»“Diga a Mr. Melton”, me dijo, “que no quiero molestarlo con lo del fideicomiso”.
»“Pero ¿no se lo dirá usted mismo, cuando lo vea ahora?”, le pregunté.
»“Ya no lo voy a ver”, me dice; “me marcho ahora mismo”.
»En fin, señora, yo sabía que no había desayunado, aunque estaba hambriento, y que volvería a pie, como había venido, por lo que me aventuré a decirle:
»“Si no lo considera una falta de respeto, señor, ¿puedo hacer algo yo para que su regreso resulte menos penoso? ¿Tiene dinero suficiente, señor? Si no, ¿puedo darle, o prestarle, un poco? Será para mí un gran orgullo poder hacerlo”.
»“Sí”, me dice con toda la espontaneidad del mundo. “Si quiere, podría prestarme un chelín, pues no tengo dinero. Nunca lo olvidaré”. Y, mientras cogía la moneda, añadió: “Le devolveré el dinero, aunque nunca podré devolverle la amabilidad. Aceptaré la moneda”. Cogió el chelín, señor —no quiso nada más— y luego me dijo adiós. En la puerta se volvió y avanzó hacia donde yo estaba, y me echó los brazos al cuello, como hacen los niños pequeños, mientras decía: “Mil gracias, Mrs. Martindale, por su infinita bondad, por su simpatía y por la manera como ha hablado de mi padre y mi madre. Usted me ha visto llorar, Mrs. Martindale”, dijo. “Yo lloro muy pocas veces. La última vez fue cuando volví solo a casa tras el entierro de mi pobre madre. Pero ni usted ni ninguna otra persona volverá a ver una lágrima mía”. Tras lo cual, enderezó sus grandes hombros e irguió su hermosa y altiva cabeza, y se marchó. Yo lo vi por la ventana alejarse de la finca a grandes zancadas. ¡Vaya que si tiene orgullo ese chico, señor! Un auténtico honor para su familia, señor, permítame que le diga con todos mis respetos. Y ese orgulloso mozalbete se ha ido con el estómago vacío, y estoy segura de que nunca se servirá de ese chelín para comprar comida.
Como era de suponer, mi padre no podía aceptar aquellas apreciaciones y le hizo la siguiente precisión:
—Permítame que le diga que no pertenece a mi familia. Es cierto que está emparentado con nosotros por el lado materno; pero nosotros no lo consideramos, ni a él ni a su rama, de la familia. —Dicho lo cual, le dio la espalda y se puso a leer un libro. Aquello fue un claro desaire para ella.
Pero mi madre tenía aún algo que decirle a Mrs. Martindale antes de que se retirara. Mi madre tiene también bastante orgullo y no tolera la insolencia de parte de los inferiores, y la conducta del ama de llaves le pareció un tanto presuntuosa. Por supuesto, mi madre no es enteramente de nuestra clase, aunque el suyo es también un linaje muy digno y enormemente rico. Mi madre pertenece a la familia de los Dalmallington, famosa en el negocio de la sal y que adquirió un título de nobleza cuando los conservadores salieron del gobierno. Así pues, dijo al ama de llaves:
—Mrs. Martindale, creo que no voy a necesitar sus servicios de aquí en adelante. Y como no albergo a los criados en mi casa cuando los despido, aquí tiene lo que se le debe hasta la fecha, día veinticinco de mes, más otro mes en concepto de despido. Firme ahora este finiquito. —Esto último lo dijo mientras redactaba el documento. La otra lo firmó sin decir palabra, y luego se lo devolvió. Parecía completamente atónita. Mi madre se levantó y, como hace siempre que está enojada, salió precipitadamente de la estancia.
Consignaré, antes de que se me olvide, que el ama de llaves despedida fue contratada aquel mismo día por la condesa de Salop. Puedo decir a modo de explicación que el conde de Salop, K. G., que es primer magistrado del condado, está celoso de la posición de mi padre y de su creciente influencia. Mi padre va a presentarse a las próximas elecciones por el bando conservador, y está seguro de ser nombrado barón dentro de muy poco tiempo.
CARTILLA ELECTRÓNICA DEL ESCRITOR J MÉNDEZ-LIMBRICK. Premio Nacional de Narrativa Alberto Cañas 2020. Premio Nacional Aquileo j. Echeverría novela 2010. Premio Editorial Costa Rica 2009. Premio UNA-Palabra 2004.
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