lunes, 11 de julio de 2016

Alejandra Pizarnik & León Ostrov Cartas. N9.


Carta N.º 9[22]
Muy querido León Ostrov:
Quisiera explicarle lo que sucede. Pero no sé cómo transformarlo en palabras. El problema es si me quedo o me voy. Dentro de un mes y medio me dirán si me confirman en mi empleo. Si todo sigue como ahora, creo que me aceptarán, pues hasta el presente hago todo bien y no sólo no se quejan de mí sino que hasta parecen contentos.
Pero tengo un pasaje para volver que me sirve hasta principios de marzo. Si lo devuelvo pasarán años o mi vida hasta que pueda comprarme otro pues ahora cuesta el triple que cuando lo compré. Una forma de solución sería pedir aquí una licencia de dos meses (si es que me aceptan definitivamente) y volver con mi pasaje, quedarme un mes o quince días y retornar en avión a París. Pero ¿quién me pagaría el pasaje por avión? Mi familia, sin duda. Pero pienso si no será una esclavitud definitiva para mí obligarles a pagar tan caro el «placer» de ver mi rostro dos o tres semanas. Sin olvidar que les debo aún montones de dinero (pues son ellos que están pagando mi deuda con el Fondo Nacional de las Artes y son ellos que aún me envían un giro mensual —pues no quiero decirles todavía que trabajo). Confieso que no me gusta enviarle esta carta balzaciana llena de conflictos económicos pero es preciso, creo, para que vea cómo es el problema. Lo peor de todo es que mis conflictos económicos no existen. Quiero decir, no siento auténticamente la necesidad de ganar mi vida. Lo deseo con mi parte positiva, la que quiere liberarse de su estado infantil. Pero no deja de ser literaria esa parte mía, o al menos no deja de ser una construcción intelectual. Porque siempre hay algo detrás de lo que hago, siempre hay un sustituto que espera detrás de lo que hago y que me impide entregarme por completo. Es decir, que siempre hay lo otro por si me sale mal esto. Siempre está la posibilidad de volver si el empleo no resulta. Pero jamás me sucede «no tener más remedio» que hacer algo. Quiero decir, si la familia no me enviara giros y yo supiera que si no trabajo me muero de hambre y de frío, todo me sería más fácil.
Cuando pienso en Buenos Aires, veo cerrado, veo un pozo, veo algo que se abrirá por un segundo como una flor devoradora y se cerrará sobre mí. Cuando pienso en Olga, en Elizabeth, en Susana, siento el infierno que fueron esas relaciones. Cuando pienso en mi familia, en mi pieza, tengo horror ante la idea de envejecer allí, y me imagino absolutamente idiota, sin juventud, neutra, imposibilitada de hablar, imposibilitada de todo (casi diría que veo una plaza: yo ya soy casi vieja, mi madre me lleva a la plaza y me da órdenes, me dice que no juegue, que me voy a ensuciar y a darle más trabajo aún del que le doy). Esta imagen de la solterona frustrada e idiotizada por su madre me persigue. Tal vez la refuerzan las palabras de mi madre en sus últimas cartas («me apena que te quedes en París en el invierno; allí hace mucho frío y puede hacerte mal»; «para qué tenés que sufrir allí y privarte de las comodidades que tenés aquí y de tus padres que te quieren», etc.).
Pero de cuando en cuando me llega la angustia de la Facultad. «Ya diste bastantes vueltas. Ahora a entrar en serio, a terminar lo empezado». Y cuento los años que me faltan para dejar de ser joven (lo que es absurdo). Y me digo que es ahora o nunca. Que debiera recibirme, terminar, aprender lo que de lo contrario jamás voy a aprender. Pero algo me dice que sólo se aprende lo que se ama y que la cultura, el conocimiento, es sólo cuestión de amor. Si no hay amor es un caos, aunque se conozcan fechas y datos y noticias eruditas. Pero tal vez sea una excusa para mi pereza. Y me pregunto qué hacer con mis lecturas desordenadas, con mi imposibilidad de hacer tantas cosas que me propongo. Ahora bien: lo único que me haría volver a Buenos Aires es el deseo de estudiar, de finalizar la Facultad. ¿Pero no debiera considerar mi experiencia del pasado? ¿No debiera considerar las cuatro o cinco veces que reinicié en vano esos estudios? Anteayer almorcé con Fryda de Kurlat y su marido, que vinieron por aquí por una semana. Independientemente de que yo la considere una fría y desapasionada profesional de la literatura, me llegó muy hondo lo que me dijo sobre los cambios y reformas en los estudios y sobre todo esto: que Susana está estudiando maravillosamente bien, que da un examen tras otro. Supe que este progreso se debe a mi ausencia, porque era mi influencia la que le impedía a Susana entregarse a los estudios áridos, yo hablaba demasiado de Rimbaud y de «las aventuras que cuentan los libros para niños». Yo le hacía experimentar un abismo entre la verdadera poesía y esa acumulación de datos e informes. Ahora que me fui está libre y no solo eso: estudia tanto porque la impulsa a ello su amor por quien usted sabe. La correspondencia con Susana languideció; yo siento demasiado rencor por lo que sufrí por ella, y además descubrí que me siento más serena y más en paz conmigo dejando de escribirle y haciéndome a la idea de que nuestra amistad no fue más que una de las tantas formas o expresiones de mi neurosis. Además, ese famoso humor negro que nos unía era mío, no era de ambas, ella sólo lo festejaba. Lo sé porque también aquí establezco comunicaciones de ese tipo. En fin, no comprendo bien mi relación con Susana, pero sé que me ha frustrado y que me atraía justamente por eso. Además, mi angustia por el estudio surgió fuerte cuando supe lo de Susana. Una de mis voces, dijo, justamente, que si deseo tanto estudiar, qué otro lugar es mejor que la Sorbonne. Y tal vez, esto lo digo susurrando, tome la vía heroica, trabajar y estudiar Letras en la Sorbonne. Pero queda lo del amor y la necesidad, mi convicción más profunda.
Siguiendo con Buenos Aires, ¿qué podría hacer allí si no sigo estudiando? De nuevo buscar trabajo, buscar empleo, y yo sé bien que jamás voy a encontrar un empleo como éste (me refiero al excelente sueldo). Además, aún el hecho de que casi todo lo que hago en la oficina es maquinal y rutinario (casi siempre copias a máquina) es justamente lo que me hace falta. Primero porque soy automática por naturaleza, y segundo que por más que me demuestre lo contrario no sirvo para las tareas de creación en una oficina (simplemente porque no soy de este mundo). Es más: muchas veces quise ser periodista, pero sé bien que lo quise por juego de niña. En el fondo me horroriza escribir sobre no importa qué para ganar dinero. Entonces, ¿qué encontraría en Buenos Aires? Me gustaría mucho verlo a usted pero no siento —lo confieso— una fiebre urgente ni un deseo irreprimible de ello. Tal vez porque estoy segura de que si vuelvo dentro de veinte años o si no vuelvo nunca, no por eso me va a olvidar. ¿Entonces qué sucede? A veces, cuando es de noche y estoy en mi pieza (vivo ahora en un excelente hotel —por fin me lo permití) me extraño y me digo que estoy loca, me extraño tanto de encontrarme viviendo sola, «lejos de mamá y de papá», y me duele tanto pensar en mi casa, en mi piecita de prisionera, y me digo que nunca tendré fuerzas para quedarme aquí. Pero después es la mañana, y me despierto enamorada de mi vida, son las ocho y el autobús bordea el Sena y hay niebla en el río y el sol en los vitrales de Notre-Dame, y ver a la mañana, camino a la oficina, una visión tan maravillosa, y aún la lluvia, y aún este cielo de otoño absolutamente gris —tan de acuerdo con lo que siento— este cielo que amo mucho más que el sol, pues en verdad no amo el sol, en verdad amo esta lluvia, esta tristeza en lo de afuera. Me asusta tal vez caminar por la Gare St. Lazare, cuando desciendo del autobús, y confundirme y entrar en la masa anónima de oficinistas y seres que van como si les hubieran dado cuerda, rostros muertos, ojos mudos. Entonces digo: en vez de estudiar y hacer lo que te corresponde he aquí que eres como ellos: una oficinista más; lindo destino para una poeta enamorada de los ángeles.
Bueno, no tengo tiempo para seguir y además ya no hace falta, creo. No releo la carta porque tengo miedo de ver que no es eso, no es eso lo que quisiste decir. Hasta muy pronto.
Abrazos para usted, Aglae y la pequeña Andrea,
Alejandra



  Respuesta de León Ostrov


Buenos Aires, noviembre 25 de 1960.

Querida Alejandra:
Me alegró mucho su carta. El problema que plantea —venir o quedarse en París— por las dificultades económicas que implica, creo, sin embargo, que está a medias solucionado dentro de Ud., independientemente de lo que en última instancia resuelva hacer. Lo importante —lo más importante— es que sea Ud. capaz, de pronto, de decir que está enamorada de la vida que lleva, que advierta que se está ubicando cada vez más en lo que hace —no importa que la tarea en la oficina sea automática, mejor dicho, tanto mejor si es eso lo que quiere para obtener un sueldo. Está tomando Ud. conciencia de muchas cosas suyas. Creo que su regreso, ahora, podría ser contraproducente para Ud. Una vez que la confirmen en el trabajo comuníqueles a sus padres en qué está, cómo está. Afiáncese, asegúrese Ud. internamente y después podrá hacer esa visita que le preocupa, y podrá, más libremente, optar en definitiva: quedarse aquí, estudiar aquí o regresar a París. El problema del dinero, si Ud. se lo propone, lo puede ir resolviendo: arréglese para ir ahorrando algo todos los meses —ya que el sueldo parece tan bueno— aunque tenga que vivir en un hotel de menos categoría; organice las cosas para que no tenga que depender de nadie cuando llegue el momento de tener que resolver. Le digo todo esto porque creo que está Ud. muy cerca de saberlo por sí misma y desear actuar así. Ud. ya no se engaña. Es Ud. quien, frente a las nostalgias o remordimientos por no proseguir sus estudios en Buenos Aires se plantea qué mejor que seguirlos en la Sorbonne, si realmente quiere estudiar. Esto, también, aunque sea por ahora una mentira piadosa, puede aliviarles el pesar a sus padres, si les comunica que piensa permanecer un tiempo más en París. Y eventualmente, si viene, ser un pretexto —o ya una realidad— para regresar y retomar sus estudios en París. Creo, en definitiva, que esa experiencia de valerse sola —aunque no se den esas circunstancias extremas que señala, morirse de hambre y de frío, sin nadie a quien recurrir— es terapéutica. Ud. la necesitaba. No la desaproveche.
Un gran abrazo mío, de Aglae y de Andrea,
León Ostrov

domingo, 10 de julio de 2016

Vladimir Nabokov Curso de literatura europea. Segunda entrega.


Jane Austen (1775-1817)
Mansfield Park (1814)

(En la gráfica con su esposa:Vera Yevséievna Slónim)

Mansfield Park fue escrita en Chawton, Hampshi-re. Jane Austen la empezó en febrero de 1811, y la terminó poco después de junio de 1813; es decir, tardó unos veintiocho meses en completar una no-vela que contiene unas ciento sesenta mil palabras repartidas en cuarenta y ocho capítulos. Se publicó en 1814 (el mismo año que Waverley de Scott y el Corsario de Byron) en tres volúmenes. Estas tres partes, aunque son el método convencional de publi-cación de aquella época, subrayan de hecho la estruc-tura del libro, su forma de obra teatral, de comedia de enredo y costumbres, de sonrisas y suspiros, divi-dida en tres actos que constan a su vez, respectiva-mente, de dieciocho, trece y diecisiete capítulos.
Soy enemigo de distinguir entre forma y conte-nido y de mezclar las tramas convencionales con las corrientes temáticas. Todo lo que necesito decir hoy, antes de zambullirnos en el libro y bañarnos en él (no vadearlo), es que la acción superficial de Mans-field Park consiste en la interacción emocional de dos familias de la aristocracia campesina. Una de estas familias es la formada por sir Thomas Bertram y su esposa, sus altos y atléticos hijos, Tom, Edmund, Maria y Julia, su dulce sobrina Fanny Price, predi-lecta de la autora y personaje a través del cual cono-cemos la historia. Fanny es una niña adoptada, una sobrina indigente, una dulce protegida (recordad que, de soltera, su madre se llamaba Ward ). Se trata de una figura muy popular en las novelas de los si-glos XVIII y XIX. Son varias las razones por las que una novelista se sentía tentada de utilizar esta pro-tegida de ficción. La primera es que su situación en el seno tibio de una familia esencialmente ajena faci-lita a la pequeña advenediza una constante corriente de pathos. En segundo lugar, es fácil crear en la pequeña extraña una inclinación romántica hacia el hijo de la familia, lo que da ocasión a evidentes con-flictos. Tercero, su doble condición de observadora imparcial y de partícipe en la vida diaria de la fami-lia la convierten en una representante idónea de la autora. Esta dulce protegida no sólo aparece en las obras de escritoras sino también en Dickens, Dos-toyevski, Tolstoi y muchos otros. El prototipo de estas jóvenes discretas, cuya tímida belleza acaba por brillar con todo su esplendor a través de los velos de la humildad y de la modestia —cuando la lógica de la virtud triunfa sobre las vicisitudes de la vida—, el prototipo de estas jóvenes calladas es, desde luego, Cenicienta. Necesitada, desvalida, sin amigos, abandonada, olvidada... pero al final se casa con el héroe.
Mansfield Park es un cuento de hadas; aunque en cierto modo, todas las novelas lo son. A primera vista, la forma y materia de Jane Austen pueden parecer anticuadas, artificiosas, irreales. Pero ésta es una ilusión a la que sucumbe el mal lector. El buen lector sabe que no tiene sentido buscar la vida real, la gente real y demás, cuando se trata de nove-las. En un libro, la realidad de una persona, de un objeto, o de una circunstancia, depende exclusiva-mente del mundo creado en ese mismo libro. Un autor original siempre inventa un mundo original; y si un personaje o una acción encajan en el esque-ma de ese mundo, entonces experimentamos la grata sacudida de la verdad artística, por muy inverosímil que la persona o la cosa puedan parecer al trasla-darlas a lo que los críticos, esos pobres mercenarios, llaman la «vida real». No existe vida real para un escritor de genio: debe crearla él mismo, y luego crear las consecuencias. Sólo podemos gozar plena-mente del encanto de Mansfield Park aceptando sus convencionalismos, sus reglas, sus encantadores fingi-mientos. Mansfield Park no ha existido jamás, y sus gentes no han vivido jamás.

Mapa de Inglaterra dibujado por Nabokov, en el que sitúa la acción de Mansfield Park.
 La novela de Jane Austen no es una obra maes-tra intensa y vivida, como lo son algunas de las que vamos a estudiar en este curso. Hay novelas, como Madame Bovary o Ana Karenina, que son explosio-nes deliciosas sometidas a un admirable control. Mansfield Park, en cambio, es la obra de una dama y el juego de una niña. Pero de ese costurero sale una labor exquisita y artística, y esa niña posee una vena poética asombrosa y genial.
«Hace unos treinta años...» Así empieza la no-vela. Jane Austen la escribió entre 1811 y 1813; de modo que el «hace unos treinta años» del principio de la novela representaría el año 1781. Hacia 1781, pues, «la señorita Maria Ward, de Huntingdon, con sólo siete mil libras [de dote], tuvo la suerte de cau-tivar a sir Thomas Bertram, de Mansfield Park, en el condado de Northampton...» Esta frase transmite de manera deliciosa los sentimientos de la clase me-dia ante esta clase de sucesos («la suerte de cauti-var») y dará el tono adecuado a las páginas siguien-tes, en las que las cuestiones económicas predominan sobre las románticas y las religiosas con una espe-cie de recatada sencillez . Cada frase de estas pági-nas introductorias es tersa, precisa y perspicaz.
Pero despachemos primero la cuestión espacio-temporal. «Hace unos treinta años...» Volvamos de nuevo a la frase inicial. Jane Austen se pone a escri-bir cuando sus personajes principales, los jóvenes del libro, ya no están: se han sumido en el olvido de un matrimonio esperanzador o de una soltería sin esperanzas. Como veremos, la acción principal de la novela acontece en 1808. El baile de Mansfield Park se celebra el jueves, veintidós de diciembre, y si consultamos nuestros viejos calendarios, compro-baremos que sólo en 1808 pudo caer el 22 de diciem-bre en jueves. Fanny Price, la joven heroína de la novela, tiene entonces dieciocho años. Había llegado a Mansfield Park en 1800, cuando contaba diez años. El rey Jorge III, personaje un poco espectral, ocupa el trono. Su reinado se extiende de 1760 a 1820, pe-ríodo bastante largo al final del cual el buen hom-bre se encontraba en un estado de continua enajena-ción y el regente, otro Jorge, había asumido el poder. En 1808, Napoleón se encontraba en la cima de su poderío en Francia y Gran Bretaña estaba en guerra con él, mientras Jefferson, en su país, acababa de conseguir que el Congreso aprobara el Acta del Em-bargo, ley que prohibía a los barcos de Estados Uni-dos salir del país con rumbo a los puertos bloquea-dos por británicos y franceses. Pero los vientos de la historia apenas se notan en el retiro de Mansfield Park; si acaso, llega alguna pequeña ráfaga de los alisios, cuando sir Thomas tiene que desplazarse por motivos de negocios a las Pequeñas Antillas.
Queda explicado, pues, el elemento temporal. En cuanto al espacial, Mansfield Park es el nombre de la propiedad de los Bertram, lugar ficticio situado en Northampton (lugar real), en el mismo corazón de Inglaterra.


«Hace unos treinta años, la señorita Maria Ward...» Todavía estamos en la primera frase. Hay tres hermanas Ward, y según la costumbre de la época, a la mayor se la llama simplemente, con cierto formalismo etiquetero, señorita Ward, mientras que a las otras dos se las cita con nombre y apellido. Es Maria Ward, la más joven de las tres, y al pare-cer la más atractiva, dama lánguida y apática, la que en 1781 se convierte en esposa de un baronet —sir Thomas Bertram—; a partir de esa fecha se la llama lady Bertram, y llega a ser madre de cuatro hijos, dos niños y dos niñas, que son los compañeros de la prima Fanny Price. La madre de Fanny, la insí-pida señorita Frances Ward, también llamada Fanny, se casa en 1781, por despecho, con un teniente bebe-dor y sin dinero de quien llega a tener diez hijos; Fanny, la heroína del libro, hace el número dos. Por último, la mayor de las señoritas Ward, la más fea de las tres, se casa también en 1781 con un pastor protestante gotoso del que no llega a tener hijos. Es la señora Norris uno de los personajes más diver-tidos y grotescos del libro.
Aclaradas estas cuestiones veamos cómo las pre-senta Jane Austen, pues la belleza de un libro es más asequible si comprendemos su maquinaria y somos capaces de desmontarla. Jane Austen utiliza cuatro métodos de caracterización al principio del libro. En primer lugar está la descripción directa, en la que la autora engarza pequeñas gemas de ingenio iró-nico. Muchos de los detalles que llegamos a conocer sobre la señora Norris pertenecen a esta categoría; por otra parte, la caracterización de los tontos o estúpidos se repite continuamente. Hay una discu-sión sobre la posibilidad de hacer una excursión a la propiedad de Rushworth en Sotherton: «Casi no era posible hablar de otra cosa, ya que la señora Norris estaba entusiasmada con la idea y la señora Rushworth, mujer bienintencionada, cortés, pom-posa y retórica que no consideraba importante más que aquello que atañía a sus propios intereses y a los de su hijo, aún no había cesado de insistir a lady Bertram que formase parte del grupo. Lady Bertram había rehusado constantemente; pero su plácida forma de negarse hacía creer todavía a la señora Rushworth que le apetecería ir hasta que las palabras más abundantes y categóricas de la señora Norris la convencieran de la realidad.»
Otro método de caracterización consiste en trans-cribir directamente las palabras del personaje. El lector descubre entonces por sí mismo la natura-leza del hablante; no sólo por las ideas que éste expresa, sino por su forma de hablar, por sus mo-dismos. Un buen ejemplo es el que nos brinda el lenguaje de sir Thomas: «Lejos de mí poner impedi-mentos caprichosos en el curso de un plan que tan en consonancia estaría con las situaciones relativas a los dos.» Está hablando del plan de mandar lla-mar a su sobrina Fanny a Mansfield Park. Ahora bien, ésta es una forma pesada de expresarse; todo lo que quiere decir es: «No quiero inventar obs-táculos respecto a ese plan; es lo más adecuado para la situación.» Un poco más adelante, dice el caballero, prosiguiendo su elefantino discurso: «A fin de hacerlo [este plan] verdaderamente útil para la señora Price y honroso para nosotros, debemos asegurarle a la niña [coma] o considerarnos comprometidos a ase-gurarle en el futuro [coma] llegado el caso [coma] la provisión que corresponde a una dama [coma] si no se le ofreciese ninguna asignación de este tipo, como con tanto optimismo supones.» No importa aquí, para nuestro propósito, qué trata de decir exac-tamente; es su manera de expresarse lo que nos in-teresa, y pongo este ejemplo para que se vea la ha-bilidad de Jane Austen en retratar al hombre a través de su discurso. Es un hombre cargante (y un padre cargante, teatralmente hablando).
Un tercer método de caracterización consiste en el discurso contado. Me refiero a comentar las pala-bras de otro, con citas parciales acompañadas de una descripción del modo de ser del personaje. Un buen ejemplo lo tenemos cuando se nos muestra a la señora Norris descubriendo los defectos del nuevo párroco, el doctor Grant, quien ha sustituido a su difunto marido. El doctor Grant es muy aficionado a la comida, y la señora Grant, «en vez de esforzarse en satisfacerle con poco gasto, daba a su cocinera un sueldo tan elevado como el que pagaban en Mans-field Park». Y dice Jane Austen que «la señora Norris no podía hablar de tales dispendios, ni de la canti-dad de mantequilla y de huevos que regularmente se consumían en la casa, sin ponerse de mal humor». Y a continuación introduce el discurso indirecto: «A nadie le gustaban la abundancia y la hospitalidad más que a ella [dice la señora Norris; se trata de una caracterización irónica, ya que a la señora Norris le gustan sólo cuando corren a cuenta de los demás]; nadie detestaba más las celebraciones po-bretonas; a su juicio, la casa parroquial jamás había carecido de nada, ni había admitido nunca a una mala persona en sus tiempos, pero esta manera de vivir no podía entenderla. Una señora tan refinada en una parroquia campesina era algo fuera de lugar. Su propia despensa, pensaba, habría debido ser su-ficiente para la señora Grant. Por mucho que quiso indagar, no logró descubrir que la señora Grant hu-biera tenido nunca más de cinco mil libras.»
El cuarto método de caracterización estriba en imitar las palabras del personaje al hablar de él; pero este método no se emplea con frecuencia, salvo en los casos en que se resume una conversación, como cuando Edmund le refiere a Fanny la esencia de lo que la señorita Crawford ha dicho en alaban-za suya.


La señora Norris es un personaje grotesco, una mujer entrometida e intrigante. No es del todo inhu-mana, pero su corazón es un órgano tosco. Sus so-brinas Maria y Julia son las hijas ricas, saludables y mayores que ella no ha podido tener y a las que en cierto modo adora, mientras que desprecia a Fanny. Con sutil perspicacia, Jane Austen comenta al principio de la novela que la señora Norris «pro-bablemente no pudo guardarse para sí» los comen-tarios irrespetuosos concernientes a sir Thomas que su hermana, la madre de Fanny, le había escrito en una amarga carta. El personaje de la señora Norris no es sólo una obra de arte en sí mismo; desempeña además un papel funcional, ya que debido a su na-turaleza entrometida, Fanny es adoptada finalmente por sir Thomas, de modo que este aspecto de la ca-racterización se convierte gradualmente en un ele-mento estructural. ¿Por qué está tan deseosa de que los Bertram adopten a Fanny? He aquí la respuesta: «Todo se consideró arreglado, y ya se saboreaban los placeres de tan caritativo proyecto. La participación en estos sentimientos gratificantes no debía de ser igual, en estricta justicia; porque si bien sir Tho-mas estaba plenamente decidido a ser el verdadero y consecuente protector de la criatura elegida, la señora Norris no tenía la menor intención de afron-tar ningún gasto para su mantenimiento. Mientras se tratara de ir, hablar y maquinar, era profunda-mente benévola, y nadie sabía mejor que ella dictar liberalidad a los demás; pero su amor al dinero era tan grande como su amor a dirigir, y sabía tan bien ahorrar el suyo como gastar el de sus amistades... Impulsada por esta chifladura, sin el contrapeso de un afecto sincero por su hermana, le fue imposible pensar en otra cosa que en el honor de planear y disponer tan costosa caridad; aunque quizá se cono-cía tan poco a sí misma que, después de esta con-versación, regresó a la casa parroquial con la feliz convicción de que era la hermana y tía más liberal del mundo.» Así, aunque no siente verdadero afecto por su hermana la señora Price, goza del privilegio de decidir el futuro de Fanny sin gastarse un peni-que ni hacer nada por la niña, si bien obliga a su cuñado a adoptarla.
Se tiene a sí misma por mujer de pocas pala-bras; sin embargo, de su enorme boca brotan to-rrentes de vulgaridades. Es una persona escandalosa. Jane Austen logra transmitir su manera chillona de hablar con especial fuerza. La señora Norris habla con los Bertram del plan para traer a Fanny a Mans-field Park: «—Muy cierto —gritó la señora Norris—, [éstas] son consideraciones muy importantes; y lo mismo le dará a la señorita Lee tener tres niñas a las que enseñar, que dos solamente... no supondrá ningún cambio. Yo lo que quisiera es poder ser más útil; pero como veis, hago cuanto está en mi poder. No soy de esas que se ahorran molestias»... Sigue hablando un rato más; luego intervienen los Ber-tram, y a continuación lo hace la señora Norris otra vez: «—Eso es exactamente lo que yo creo —gritó la señora Norris—, y lo que le decía esta misma ma-ñana a mi marido.» Poco antes, en otra conversa-ción con sir Thomas: «—Le comprendo perfecta-mente —gritó la señora Norris—; es usted todo ge-nerosidad y consideración»... Mediante la repetición del verbo gritar, Austen nos sugiere la chillona ma-nera de hablar de esta desagradable mujer y nota-mos que la pobre Fanny, a su llegada a Mansfield Park, se muestra especialmente cohibida a causa de la voz estridente de la señora Norris.


Al final del primer capítulo quedan esbozados to-dos los preliminares. Conocemos a la parlanchina, inquieta y vulgar señora Norris, al impasible sir Tho-mas, a la resentida y necesitada señora Price, y a la indolente y lánguida lady Bertram y su perrito. Se decide a traer a Fanny a vivir a Mansfield Park. En esta obra de Jane Austen, la caracterización se transforma a menudo en estructura . Por ejemplo, la in-dolencia retiene a lady Bertram en el campo. Po-seían una casa en Londres, y al principio, antes de que apareciese Fanny, pasaban la primavera —la temporada elegante— en Londres; pero ahora «lady Bertram, a causa de la poca salud y la mucha indo-lencia, vendió la casa de la ciudad que solía ocupar todas las primaveras, y se recluyó del todo en el campo, dejando que sir Thomas atendiese a sus de-beres en el Parlamento, fuera cual fuese el aumento o la disminución de comodidades que su ausencia pudiera causar». Hay que tener presente que Jane Austen necesita introducir esta disposición a fin de conservar a Fanny en el campo sin complicar la si-tuación con viajes a Londres.
La educación de Fanny progresa, de forma que a los quince años, la institutriz le ha enseñado fran-cés e historia; pero su primo Edmund Bertram, que se interesa por ella, le «recomendaba los libros que deleitaban sus horas de ocio; fomentaba su gusto y corregía sus opiniones; hacía provechosas sus lectu-ras hablándole de lo que ella leía, y realzaba el inte-rés de esas lecturas con discretas alabanzas». El co-razón de Fanny se siente dividido entre su hermano William y Edmund. Merece la pena ver qué educa-ción se daba a los hijos en la época y ambiente en que se desenvolvía Jane Austen. Cuando llegó Fanny, las jóvenes Bertram «la consideraron una prodigio-sa manifestación de la estupidez, y durante las dos o tres primeras semanas estuvieron llevando conti-nuamente pruebas de esta estupidez al salón. “¡Fi-gúrate, mamá, la prima no sabe componer el mapa de Europa; o la prima no sabe los principales ríos de Rusia; o no ha oído hablar de Asia Menor; o no sabe diferenciar la acuarela de los lápices de colo-res! ¡Qué extraño! ¿Has oído alguna vez cosa más estúpida?”». Un detalle digno de mención aquí es que para estudiar geografía se utilizaban «puzzles» —rompecabezas, mapas cortados en trozos—. Eso hace ciento cincuenta años. La historia era otro es-tudio serio en aquella época. Y prosiguen las niñas: «—¡Cuánto tiempo hace, tía, desde que solíamos re-petir el orden cronológico de los reyes de Inglaterra, con las fechas de su coronación y de los principales acontecimientos de sus reinados!»
«—Sí —añadió otra—, y de los emperadores ro-manos hasta Severo; además de un montón de mito-logía pagana, y todos los metales, semimetales, pla-netas y filósofos famosos.»
Dado que el emperador Severo vivió a principios del siglo III, «hasta Severo» significa una fecha bas-tante avanzada en la escala del tiempo.
La muerte del señor Norris ocasiona un cambio importante pues su plaza queda vacante. Sir Thomas hubiera querido reservar esa plaza para cuando Ed-mund se ordenase, pero sus negocios no van bien y se ve obligado a instalar, no a un ocupante tempo-ral, sino a uno vitalicio; decisión que reducirá ma-terialmente los ingresos de Edmund, ya que enton-ces sólo podrá contar con el beneficio eclesiástico del pueblo vecino de Thornton Lacey, también pertene-ciente a la circunscripción de sir Thomas. Quizá con-venga decir unas palabras sobre el término «bene-ficio eclesiástico» en relación con la parroquia de Mansfield Park. Es beneficiario el sacerdote que está en posesión de un beneficio, de un beneficio ecle-siástico, llamado también beneficio espiritual. Este sacerdote beneficiario tiene a su cargo una parro-quia; es un pastor establecido. La casa parroquial incluye una porción de tierra, además de la vivienda, para el mantenimiento del beneficiario. Este sacer-dote percibe unos ingresos, una especie de impues-to, el diezmo, de las tierras e industrias que están dentro de los límites de la parroquia. A la culmi-nación de un largo proceso histórico, la elección del clérigo llegó a ser en algunos casos privilegio de una persona laica, en este caso sir Thomas Bertram. Di-cha elección era sometida a la aprobación del obis-po, aunque esta última autorización no era más que una formalidad. Sir Thomas, según la costumbre, es-peraba sacar provecho de la concesión de este beneficio. Esta es la cuestión. Sir Thomas necesita un arrendatario. Si el beneficio se quedase en la fami-lia, si Edmund estuviese preparado para tomar po-sesión de él, los ingresos de la parroquia de Mans-field irían a parar a él. Pero Edmund no está toda-vía preparado para recibir las órdenes y convertirse en clérigo. De no haber contraído Tom, el hijo ma-yor, deudas muy serias en apuestas, sir Thomas ha-bría podido ceder el beneficio a algún amigo para que lo disfrutase gratuitamente hasta que Edmund fuese ordenado. Pero en estas circunstancias no pue-de permitirse semejante arreglo, y se ve obligado a disponer de otro modo de la casa parroquial. Tom sólo espera que el doctor Grant no tarde en «reven-tar», como nos enteramos por un comentario indi-recto que refleja el lenguaje vulgar de Tom, y tam-bién su despreocupación por el futuro de Edmund.
En cuanto a cifras, sabemos que la señora No-rris, al casarse con el señor Norris, llegó a tener un ingreso anual un poco por debajo de las mil libras. Suponiendo que sus bienes personales fuesen equi-valentes a los de su hermana lady Bertram, es decir, siete mil libras, podemos calcular que su aportación a los ingresos de la familia Norris ascendía a unas doscientas cincuenta libras, y la del señor Norris, derivada de la parroquia, a unas setecientas al año.


Llegamos a otro ejemplo de cómo un escritor in-troduce determinados acontecimientos a fin de hacer avanzar su relato. El sacerdote Norris muere. La muerte de Norris —al que viene a sustituir Grant— posibilita la llegada de los Grant a la casa parro-quial. Y la llegada de los Grant posibilita a su vez la llegada a la vecindad de Mansfield Park de los jóvenes Crawford, parientes de la mujer, quienes de-sempeñan un papel importantísimo a lo largo de la novela. A continuación, el plan de Jane Austen con-siste en alejar a sir Thomas de Mansfield Park a fin de que los jóvenes disfruten de la más completa li-bertad; y en segundo lugar, hacer regresar a sir Thomas a Mansfield Park en el momento culminante de una inocente orgía de libertad que tiene lugar con ocasión del ensayo de una obra teatral.
¿Cómo procede pues la autora? El hijo mayor, Tom, que debe heredar todas las posesiones, ha es-tado derrochando el dinero. Los negocios de los Ber-tram no marchan bien. Austen aleja a sir Thomas ya en el tercer capítulo. Estamos ahora en el año 1806. Sir Thomas considera conveniente ir personalmente a Antigua a fin de supervisar sus intereses, y calcula estar ausente un año más o menos. Antigua dista una barbaridad de Northampton. Es una isla de las Antillas, entonces perteneciente a Inglaterra: una de las Pequeñas Antillas, quinientas millas al norte de Venezuela. Las plantaciones son trabajadas por es-clavos, mano de obra barata, fuente de la riqueza de los Bertram.
De modo que los Crawford hacen su aparición en ausencia de sir Thomas. «Tal era el estado de cosas en el mes de julio —Fanny acababa de cumplir die-ciocho años— cuando la sociedad del pueblo se vio aumentada con los hermanastros de la señora Grant: el señor y la señorita Crawford, hijos del segundo matrimonio de la madre. Eran jóvenes con fortuna propia. El hijo poseía una buena propiedad en Nor-folk, y la hija veinte mil libras. De niños, la herma-nastra les había querido siempre mucho; pero dado que a su propio matrimonio le había seguido muy pronto la muerte de su madre común, dejándolos bajo el cuidado de un hermano del padre al que la señora Grant no conocía, apenas los volvió a ver desde entonces. En casa del tío habían encontrado una especie de hogar. El almirante y la señora Craw-ford, aunque no coincidían en nada más, habían es-tado unidos por el cariño a estos niños; en este caso al menos, sus sentimientos sólo se oponían por el hecho de tener cada uno a su preferido. Al almirante le encantaba el chico; la señora Crawford no tuvo ojos más que para la niña; y la muerte de la dama obligaba ahora a su protegée, tras unos meses de prueba en casa de su tío, a buscar otro hogar. El almirante Crawford era un hombre de conducta di-soluta que prefería, en vez de conservar a la sobrina, tener a la querida en su propia casa; por lo que la señora Grant agradeció la proposición de su her-manastra de irse a vivir con ella, medida tan bien acogida por una parte como oportuna podía ser para la otra»...
Es de destacar la ordenada manera con que Jane Austen trata los asuntos económicos en esta serie de acontecimientos que explican la llegada de los Craw-ford. El sentido práctico se enlaza con el tono de cuento de hadas, combinación muy característica de los cuentos de hadas, precisamente.
Ahora podemos pasar al primer dolor que la re-cién instalada Mary Crawford inflige a Fanny. Está en relación con el tema del caballo. El viejo y que-rido jaco gris que Fanny había estado montando para hacer ejercicio desde los doce años, muere ahora, en la primavera de 1807, cuando Fanny tiene diecisiete años y todavía necesita hacer ejercicio. Se trata de la segunda muerte funcional del libro; la primera es la del señor Norris. Y digo funcional porque las dos muertes afectan al desarrollo de la novela y son introducidas con fines estructurales, de desarrollo . La muerte del señor Norris había traído a los Grant, y la señora Grant trae a Henry y a Mary Crawford, que muy pronto van a conferirle a la no-vela un matiz en alto grado romántico. La muerte de este jaco en el capítulo IV hace que Edmund, en un delicioso interludio de caracterización que incluye a la señora Norris, le ceda a Fanny una de sus tres monturas, una yegua, un animal hermoso y encan-tador, para expresarlo con las palabras de Mary Crawford. Todo esto es la preparación de una escena de maravillosa emotividad que tiene lugar en el ca-pítulo VII. Mary Crawford, bonita, joven, pequeña, morena y de pelo negro, pasa del estudio del arpa a la equitación. Y Edmund le presta a Mary Craw-ford precisamente la nueva montura de Fanny para su primera lección de equitación, y él mismo se ofre-ce a hacer de instructor... es más, le coge sus manos pequeñas y alertas mientras le enseña a cabalgar. Las emociones de Fanny al observar esta escena des-de un lugar estratégico están descritas con exqui-sita delicadeza. La lección se prolonga, y la yegua no regresa para la cabalgada diaria. Fanny sale en busca de Edmund. «Las casas, aunque a media milla escasa de distancia, no se veían una de otra; pero a unas cincuenta yardas de la entrada, podía ver el parque, dominar una perspectiva de la casa parro-quial, y toda la tierra adscrita a ella que se elevaba suavemente al otro lado de la carretera del pueblo; y en seguida vio al grupo en el prado del doctor Grant: a Edmund y a la señorita Crawford, los dos a caballo, cabalgando juntos; al doctor y a la señora Grant, y al señor Crawford con dos o tres mozos de cuadra, de pie, mirando. Le pareció un grupo fe-liz —todos interesados en un objeto—, evidentemen-te contento, a juzgar por las voces alegres que le llegaban. Era un sonido que a ella no le producía ninguna alegría; le extrañaba que Edmund se hubie-se olvidado de ella, y sintió dolor. No podía apartar los ojos del prado, no podía dejar de observar cuan-to ocurría. Al principio, la señorita Crawford y su acompañante dieron una vuelta al prado, que no era pequeño, al paso; luego, a sugerencia de ella al pa-recer, iniciaron un medio galope; y para la tímida naturaleza de Fanny, fue de lo más asombroso ver lo bien que montaba la joven. Unos minutos des-pués, se detuvieron; Edmund estaba cerca de ella, le decía algo, era evidente que le enseñaba el manejo de la brida; le tenía cogida la mano; lo vio, o su ima-ginación suplió lo que sus ojos no llegaban a perci-bir. No debía extrañarse de todo esto; ¿qué más na-tural que Edmund se mostrara solícito y fuese ama-ble con cualquiera? No pudo evitar el pensar que el señor Crawford podría haberle ahorrado la moles-tia, que habría sido más correcto y propio de un hermano hacerlo él en persona; pero el señor Craw-ford, con toda su presuntuosa amabilidad, y toda su pericia en el manejo de los coches, no sabía pro-bablemente nada del asunto, ni tenía una verdadera amabilidad, en comparación con Edmund. Empezó a pensar que esa doble obligación resultaría un poco pesada para una yegua; si se olvidaban de ella, había que tener en cuenta al pobre animal.»
Pero el desarrollo no se detiene. El tema del ca-ballo conduce a otra cuestión. Hemos conocido ya al señor Rushworth, que va a casarse con Maria Bertram. En realidad, hace su aparición hacia la misma época en que conocemos al caballo. La tran-sición ahora va del tema del caballo a lo que lla-maremos tema de la escapada a Sotherton. En su chifladura por Mary, la pequeña amazona, Edmund priva casi por completo a la pobre Fanny de esa de-safortunada yegua. Mary a caballo y él en su coche, efectúan un largo paseo por el terreno comunal de Mansfield. Y aquí acontece la transición: «Un plan de esta clase, cuando sale bien, conduce generalmen-te a otro; y el haber estado en las tierras comunales de Mansfield predispuso a todos a ir a algún otro lugar al día siguiente. Había muchos panoramas que ver; y aunque el tiempo era caluroso, había caminos umbríos que querían recorrer. Un grupo de jóvenes siempre cuenta con un camino umbrío.» La propie-dad de Rushworth, en Sotherton, está más allá de las tierras comunales de Mansfield. Tema tras tema, el relato va abriendo sus pétalos como rosas domés-ticas.
El tema de Sotherton Court ha sido suscitado ya por el señor Rushworth a propósito de la «mejora» efectuada en la propiedad de un amigo, y de su de-cisión de contratar al mismo reformador para su propio parque. En la discusión que sigue se decide que Henry Crawford echará un vistazo al parque, en vez de un profesional, y que los demás le acom-pañarán en esa excursión. La inspección tiene lugar en los capítulos VIII al X, y se inicia la aventura de Sotherton, que a su vez prepara la aventura siguien-te: la del ensayo teatral. Estos temas se desarrollan gradualmente, van surgiendo unos de otros. Esto es estructura.
Pero volvamos al principio del tema de Sother-ton. Consiste en la primera conversación larga del libro, y en ella intervienen Henry Crawford, su her-mana, el joven Rushworth, su prometida Maria Ber-tram, los Grant, y todos los demás. Hablan de la mejora de parques, es decir, de la arquitectura pai-sajista: la modificación y decoración de edificios y tierras siguiendo criterios más o menos «pintores-cos», que de los tiempos de Pope a los de Henry Crawford fue uno de los principales pasatiempos del ocio cultivado. Humphrey Repton, en aquella época el primer representante de esta profesión, es citado por su nombre. Jane Austen debió de ver sus libros en el cuarto de estar de las casas de campo que vi-sitaba. Nuestra autora no desaprovecha ocasión para la caracterización irónica. La señora Norris explica todas las mejoras que habrían hecho en el terreno adscrito a la vicaría, si no hubiese sido por la falta de salud del señor Norris: «—Apenas podía salir a disfrutar de algo, el pobre, y eso me quitó a mí el ánimo para hacer varias cosas de las que sir Thomas y yo solíamos hablar. De no haber sido por eso, ha-bríamos continuado la tapia del jardín, y habríamos hecho que la tierra de cultivo quedara separada del cementerio, tal como ha hecho el doctor Grant. De todos modos, siempre estábamos haciendo algo. Sólo la primavera anterior al fallecimiento del señor No-rris plantamos el albaricoquero que hay junto al muro del establo, y que ahora se ha convertido en un noble árbol, y se está haciendo tan perfecto, se-ñor» —añadió, dirigiéndose ahora al doctor Grant.
»—Desde luego que el árbol va bien, señora —re-plicó el doctor Grant—. La tierra es buena; y nunca paso por delante de él sin lamentar que la fruta valga tan poco en relación al trabajo de cogerla.
»—Señor, se trata de un terreno baldío; lo com-pramos como terreno baldío, y nos costó... es decir, fue regalo de sir Thomas, pero yo vi la factura, y sé que costó siete chelines, y que estaba catalogado como terreno baldío.
»—Pues les estafaron, señora —replicó el doctor Grant—; las patatas saben tanto a albaricoque de te-rreno baldío como la fruta de ese árbol. Es una fruta insípida en el mejor de los casos; un buen albarico-que es comestible, cosa que no puede decirse de nin-guno de los de mi jardín.»

sábado, 9 de julio de 2016

NABOKOV. CURSO DE LITERATURA EUROPEA. Primera entrega.


Mi curso es, entre otras cosas, una especie de investigación de-tectivesca en torno al misterio de las estructuras literarias.
 Buenos lectores y buenos escritores
(En la gráfica con su esposa:Vera Yevséievna Slónim)

«Cómo ser un buen lector», o «Amabilidad para con los autores»; algo así podría servir de subtítulo a estos comentarios sobre diversos autores, ya que mi propósito es hablar afectuosamente, con cariñoso y moroso detalle, de varias obras maestras europeas. Hace cien años, Flaubert, en una carta a su amante, hacía el siguiente comentario: Comme l’on serait savant si l’on connaissait bien seulement cinq à six livres; «qué sabios seríamos si sólo conociéramos bien cinco o seis libros».
Al leer, debemos fijarnos en los detalles, acari-ciarlos. Nada tienen de malo las lunáticas sandeces de la generalización cuando se hacen después de reu-nir con amor las soleadas insignificancias del libro. Si uno empieza con una generalización prefabricada, lo que hace es empezar desde el otro extremo, ale-jándose del libro antes de haber empezado a com-prenderlo. Nada más molesto e injusto para con el autor que empezar a leer, supongamos, Madame Bovary, con la idea preconcebida de que es una denun-cia de la burguesía. Debemos tener siempre presente que la obra de arte es, invariablemente, la creación de un mundo nuevo, de manera que la primera tarea consiste en estudiar ese mundo nuevo con la mayor atención, abordándolo como algo absolutamente des-conocido, sin conexión evidente con los mundos que ya conocemos. Una vez estudiado con atención este mundo nuevo, entonces y sólo entonces estaremos en condiciones de examinar sus relaciones con otros mundos, con otras ramas del saber.
Otra cuestión: ¿Podemos obtener información de una novela sobre lugares y épocas? ¿Puede ser alguien tan ingenuo como para creer que esos abul-tados best-sellers difundidos por los clubs del libro bajo el enunciado de «novelas históricas» pueden contribuir al enriquecimiento de nuestros conoci-mientos sobre el pasado? Pero ¿y las obras maestras? ¿Podemos fiarnos del retrato que hace Jane Austen de la Inglaterra terrateniente, con sus baronets y sus jardines paisajistas, cuando todo lo que ella conocía era el salón de un pastor protestante? Y Casa Deso-lada, esa fantástica aventura amorosa en un Londres fantástico, ¿podemos considerarla un estudio del Londres de hace cien años? Desde luego que no. Y lo mismo ocurre con las demás novelas de esta serie. La verdad es que las grandes novelas son grandes cuentos de hadas... y las que vamos a estudiar aquí lo son en grado sumo.
El tiempo y el espacio, el color de las estaciones, el movimiento de los músculos y de la mente, todas estas cosas no son, para los escritores de genio (por lo que podemos suponer, y confío en que suponemos bien), nociones tradicionales que pueden sacarse de la biblioteca circulante de las verdades públicas, sino una serie de sorpresas extraordinarias que los artis-tas maestros han aprendido a expresar a su manera personal. La ornamentación del lugar común incum-be a los autores de segunda fila; éstos no se molestan en reinventar el mundo; sólo tratan de sacarle el jugo lo mejor que pueden a un determinado orden de cosas, a los modelos tradicionales de la novelística. Las diversas combinaciones que un autor de segunda fila es capaz de producir dentro de estos límites fijos pueden ser bastante divertidas, pese a su carácter efímero, porque a los lectores de segunda les gusta reconocer sus propias ideas vestidas con un disfraz agradable. Pero el verdadero escritor, el hombre que hace girar planetas, que modela a un hombre dor-mido y manipula ansioso la costilla del durmiente, esa clase de autor no tiene a su disposición ningún valor predeterminado: debe crearlos él. El arte de escribir es una actividad fútil si no supone ante todo el arte de ver el mundo como el substrato potencial de la ficción. Puede que la materia de este mundo sea bastante real (dentro de las limitaciones de la realidad), pero no existe en absoluto como un todo fijo y aceptado: es el caos; y a este caos le dice el autor: «¡Anda!», dejando que el mundo vibre y se funda. Entonces, los átomos de este mundo, y no sus partes visibles y superficiales, entran en nuevas combinaciones. El escritor es el primero en trazar su mapa y poner nombre a los objetos naturales que contiene. Estas bayas son comestibles. Ese bicho moteado que se ha cruzado veloz en mi camino se puede domesticar. Aquel lago entre los árboles se llamará Lago de Opalo o, más artísticamente, Lago Aguasada. Esa bruma es una montaña... y aquella montaña tiene que ser conquistada. El artista maes-tro asciende por una ladera sin caminos trazados; y una vez arriba, en la cumbre batida por el viento, ¿con quién diréis que se encuentra? Con el lector jadeante y feliz. Y allí, con un gesto espontáneo, se abrazan y, si el libro es eterno, se unen eternamente.
Una tarde, en una remota universidad de provin-cia donde daba yo un largo cursillo, propuse hacer una pequeña encuesta: facilitaría diez definiciones de lector; de las diez, los estudiantes debían elegir cuatro que, combinadas, equivaliesen a un buen lec-tor. He perdido esa lista; pero según recuerdo, la cosa era más o menos así:

Selecciona cuatro respuestas a la pregunta «qué cualidades debe tener uno para ser un buen lector»:
1) Debe pertenecer a un club de lectores.
2) Debe identificarse con el héroe o la heroína.
3) Debe concentrarse en el aspecto socioeco-nómico.
4) Debe preferir un relato con acción y diálo-go a uno sin ellos.
5) Debe haber visto la novela en película.
6) Debe ser un autor embrionario.
7) Debe tener imaginación.
8) Debe tener memoria.
9) Debe tener un diccionario.
10) Debe tener cierto sentido artístico.

Los estudiantes se inclinaron en su mayoría por la identificación emocional, la acción, y el aspecto socioeconómico o histórico. Naturalmente, como ha-bréis adivinado, el buen lector es aquel que tiene imaginación, memoria, un diccionario, y cierto sen-tido artístico... sentido que yo trato de desarrollar en mí mismo y en los demás siempre que se me ofrece la ocasión.
A propósito, utilizo la palabra lector en un sen-tido muy amplio. Aunque parezca extraño, los libros no se deben leer: se deben releer. Un buen lector, un lector de primera, un lector activo y creador, es un «relector». Y os diré por qué. Cuando leemos un libro por primera vez, la operación de mover labo-riosamente los ojos de izquierda a derecha, línea tras línea, página tras página, actividad que supone un complicado trabajo físico con el libro, el pro-ceso mismo de averiguar en el espacio y en el tiempo de qué trata, todo esto se interpone entre nosotros y la apreciación artística. Cuando miramos un cua-dro, no movemos los ojos de manera especial; ni siquiera cuando, como en el caso del libro, el cua-dro contiene ciertos elementos de profundidad y de-sarrollo. El factor tiempo no interviene realmente en un primer contacto con el cuadro. Al leer un libro, en cambio, necesitamos tiempo para familia-rizarnos con él. No poseemos ningún órgano físico (como los ojos respecto a la pintura) que abarque el conjunto entero y pueda apreciar luego los deta-lles. Pero en una segunda, o tercera, o cuarta lec-tura, nos comportamos con respecto al libro, en cierto modo, de la misma manera que ante un cua-dro. Sin embargo, no debemos confundir el ojo físico, esa prodigiosa obra maestra de la evolución, con la mente, consecución más prodigiosa aún. Un libro, sea el que sea —ya se trate de una obra literaria o de una obra científica (la línea divisoria entre una y otra no es tan clara como generalmente se cree)—, un libro, digo, atrae en primer lugar a la mente. La mente, el cerebro, el coronamiento del espinazo, es, o debe ser, el único instrumento que debemos uti-lizar al enfrentarnos con un libro.
Sentado esto, veamos cómo funciona la mente cuando el melancólico lector se enfrenta con el libro risueño. Primero, se le disipa la melancolía, y para bien o para mal, el lector participa en el espíritu del juego. El esfuerzo de empezar un libro, sobre todo si es elogiado por personas a las que el lector joven considera en su fuero interno demasiado anti-cuadas o demasiado serias, es a menudo difícil de realizar; pero una vez hecho, las compensaciones son numerosas y variadas. Puesto que el artista maestro ha utilizado su imaginación para crear su libro, es natural y lícito que el consumidor del libro también utilice la suya.
Sin embargo, hay al menos dos clases de imagi-nación en el caso del lector. Veamos, pues, cuál de las dos es la más idónea para leer un libro. En primer lugar está el tipo, bastante modesto por cierto, que busca apoyo en emociones sencillas y es de naturaleza netamente personal (hay diversas sub-especies en este primer apartado de lectura emocio-nal). Sentimos con gran intensidad la situación ex-puesta en el libro porque nos recuerda algo que nos ha sucedido a nosotros o a alguien a quien conoce-mos o hemos conocido. O el lector aprecia el libro sobre todo porque evoca un país, un paisaje, un modo de vivir que él recuerda con nostalgia como parte de su propio pasado. O bien, y esto es lo peor que puede hacer el lector, se identifica con uno de los personajes. No es este tipo modesto de imagi-nación el que yo quisiera que utilizasen los lectores.
Así que, ¿cuál es el auténtico instrumento que el lector debe emplear? La imaginación impersonal y la fruición artística. Tiene que establecerse, creo, un equilibrio armonioso y artístico entre la mente de los lectores y la del autor. Debemos mantenernos un poco distantes y gozar de este distanciamiento a la vez que gozamos intensamente —apasionada-mente, con lágrimas y estremecimientos— de la tex-tura interna de una determinada obra maestra. Por supuesto, es imposible ser completamente objetivo en estas cuestiones. Todo lo que vale la pena es en cierto modo subjetivo. Por ejemplo, puede que voso-tros allí sentados no seáis más que un sueño mío, y puede que yo sea una de vuestras pesadillas. Lo que quiero decir es que el lector debe saber cuándo y dónde refrenar su imaginación; lo hará tratando de dilucidar el mundo específico que el autor pone a su disposición. Tenemos que ver cosas y oír cosas: visualizar las habitaciones, las ropas, los modales de los personajes de un autor. El color de los ojos de Fanny Price, protagonista de Mansfield Park, y el mobiliario de su pequeña y fría habitación, son importantes.
Cada cual tiene su propio temperamento; pero desde ahora os digo que el mejor temperamento que un lector puede tener, o desarrollar, es el que resulta de la combinación del sentido artístico con el cien-tífico. El artista entusiasta propende a ser demasiado subjetivo en su actitud respecto al libro; por tanto, cierta frialdad científica en el juicio templará el calor intuitivo. En cambio, si el aspirante a lector carece por completo de pasión y de paciencia —pasión de artista y paciencia de científico—, difícilmente go-zará con la gran literatura.


La literatura no nació el día en que un chico llegó corriendo del valle neanderthal gritando el lobo, el lobo, con un enorme lobo gris pisándole los talones; la literatura nació el día en que un chico llegó gri-tando el lobo, el lobo, sin que le persiguiera ningún lobo. El que el pobre chaval acabara siendo devo-rado por un animal de verdad por haber mentido tantas veces es un mero accidente. Entre el lobo de la espesura y el lobo de la historia increíble hay un centelleante término medio. Ese término medio, ese prisma, es el arte de la literatura.
La literatura es invención. La ficción es ficción. Calificar un relato de historia verídica es un insulto al arte y a la verdad. Todo gran escritor es un gran embaucador, como lo es la architramposa Natura-leza. La Naturaleza siempre nos engaña. Desde el engaño sencillo de la propagación de la luz a la ilu-sión prodigiosa y compleja de los colores protecto-res de las mariposas o de los pájaros, hay en la Natu-raleza todo un sistema maravilloso de engaños y sortilegios. El autor literario no hace más que seguir el ejemplo de la Naturaleza.
Volviendo un momento al muchacho cubierto con pieles de cordero que grita el lobo, el lobo, podemos exponer la cuestión de la siguiente manera: la ma-gia del arte estaba en el espectro del lobo que él inventa deliberadamente, en su sueño del lobo; más tarde, la historia de sus bromas se convirtió en un buen relato. Cuando pereció finalmente, su historia llegó a ser un relato didáctico, narrado por las no-ches alrededor de las hogueras. Pero él fue el pe-queño mago. Fue el inventor.
Hay tres puntos de vista desde los que podemos considerar a un escritor: como narrador, como maestro, y como encantador. Un buen escritor com-bina las tres facetas; pero es la de encantador la que predomina y la que le hace ser un gran escritor.
Al narrador acudimos en busca del entreteni-miento, de la excitación mental pura y simple, de la participación emocional, del placer de viajar a alguna región remota del espacio o del tiempo. Una mentalidad algo distinta, aunque no necesariamente más elevada, busca al maestro en el escritor. Propa-gandista, moralista, profeta: ésta es la secuencia ascendente. Podemos acudir al maestro no sólo en busca de una formación moral sino también de cono-cimientos directos, de simples datos. ¡Ay!, he conoci-do a personas cuyo propósito al leer a los novelistas franceses y rusos era aprender algo sobre la vida del alegre París o de la triste Rusia. Por último, y sobre todo, un gran escritor es siempre un gran en-cantador, y aquí es donde llegamos a la parte verda-deramente emocionante: cuando tratamos de captar la magia individual de su genio, y estudiar el estilo, las imágenes, y el esquema de sus novelas o de sus poemas.
Las tres facetas del gran escritor —magia, narra-ción, lección— tienden a mezclarse en una impre-sión de único y unificado resplandor, ya que la ma-gia del arte puede estar presente en el mismo esque-leto del relato, en el tuétano del pensamiento. Hay obras maestras con un pensamiento seco, limpio, organizado, que provocan en nosotros un estremeci-miento artístico tan fuerte como puede provocarlo una novela como Mansfield Park o cualquier torrente dickensiano de imaginación sensual. Creo que una buena fórmula para comprobar la calidad de una novela es, en el fondo, una combinación de precisión poética y de intuición científica. Para gozar de esa magia, el lector inteligente lee el libro genial no tanto con el corazón, no tanto con el cerebro, sino más bien con la espina dorsal. Es ahí donde tiene lugar el estremecimiento revelador, aun cuando al leer de-bamos mantenernos un poco distantes, un poco des-pegados. Entonces observamos, con un placer a la vez sensual e intelectual, cómo el artista construye su castillo de naipes, y cómo ese castillo se va con-virtiendo en un castillo de hermoso acero y cristal.



viernes, 8 de julio de 2016

FRAGMENTO. NOVELA. MARIPOSAS NEGRAS PARA UN ASESINO. Premio UNA-Palabra 2004. Cuarta Reimpresión 2015.

FRAGMENTO. NOVELA. MARIPOSAS NEGRAS PARA UN ASESINO. J.Méndez-Limbrick.
Premio UNA-Palabra 2004.
Cuarta Reimpresión 2015.
"Un amuleto ámbar. Miro detrás de él: todo es amarillo profundo... Rodeo con mis manos un cuerpo. Veo un aojador, pero no puede iniciar su mal, no puede hacerme daño alguno en su rito lobezno. Me siento tranquilo, puedo respirar lentamente. He recorrido la totalidad del laberinto de mármol blanco. Ingreso al cuarto. Es un cuarto de cristal rojo, granate. Estoy dentro de un enorme rubí, pulido, observo las paredes, las toco, las acaricio. Estoy desnudo... miro a un lado de la habitación... la mujer de cabellos rubios está... Semeja a... Tirada en el suelo - rubí me extiende la mano. Es demasiado blanca... láctea. Cada vez que sus ojos me miran algo dentro de mí relampaguea.
Siento que es inevitable no acercarme a ella, no me importa que tenga la saliva y el beso de un áspid, siempre llegaré a su presencia, algo me compele, me conmina, yo obedezco a ese mandato, a esa orden.
Contemplo sus ojos celestes, una leve sonrisa reverbera en sus labios, una dulce y delicada sonrisa que comprendo y me comprende. Hace un ademán. Su blancura resalta con el rojo de la habitación.
Abro las palmas de mis manos, las extiendo en el aire para que ella haga lo mismo, para que llegue con la yema de sus dedos... percibo su fragilidad, un poco redondeados en sus extremos, es una sensación placentera y tibia.
Torpemente sus manos adolescentes acarician mi sexo. Yo acaricio su cabellera rizada, sus bucles sedosos, los tengo en mis manos, me acerco, huelo su piel, su nuca. Una especie de embriaguez invade mis sentidos. Me siento desfallecer antes de saborear sus besos y su lengua. Me derrumbo en el más completo de los abismos: su cuerpo desnudo que sujeto. Nos acariciamos, el color granate nos envuelve, nos sostiene en su regazo materno. Ella me recuerda otra época más antigua, una época oscura y tenebrosa de juegos extraños... El tiempo deja de existir. Ella todo lo abarca y lo consume: ella desborda los límites de lo impensable... Me devora y yo la devoro: es la ambrosía”.

jueves, 7 de julio de 2016

Introducción Vladimir Nabokov Curso de literatura europea.John Updike.


 Introducción
Vladimir Nabokov
Curso de literatura europea
Vladimir Vladimirovich Nabokov nació en 1899, aniversario del nacimiento de Shakespeare, en San Petersburgo (hoy Leningrado), en el seno de una familia rica y aristocrática. Tal vez su apellido deriva de la misma raíz árabe que la palabra nabab, intro-ducida en Rusia por el príncipe tártaro del siglo XIV, Nabok Murza. Desde el siglo XVIII, los Nabokov habían ocupado distinguidos cargos militares y gu-bernamentales. El abuelo de nuestro autor, Dmitri Nikolaevich, fue ministro de justicia durante el rei-nado de los zares Alejandro II y Alejandro III; su hijo, Vladimir Dmitrievich, renunció a ciertas pers-pectivas de futuro en los círculos de la corte para incorporarse, como político y periodista, a la lucha infructuosa por la democracia constitucional en Ru-sia. Fue un liberal valeroso y combativo que sufrió la cárcel durante tres meses en 1908; él y su familia inmediata mantuvieron sin temor una lujosa vida de clase alta repartida entre la casa de la ciudad, cons-truida por su padre en la Admiralteiskaya, elegante zona de San Petersburgo, y la finca de Vyra, apor-tada al matrimonio por su esposa —quien pertene-cía a la inmensamente rica familia Rukavishnikov— como parte de la dote. El primer hijo que les vivió, Vladimir, recibió, en nombre de sus hermanos, una generosísima cantidad de amor y cuidado paternos. Fue precoz, animoso, enfermizo al principio y robus-to después. Un amigo de la familia lo recordaba como un «chico esbelto, bien proporcionado, de cara ale-gre y expresiva, y unos ojos penetrantes e inteligen-tes que le brillaban con destellos de burla».
V. D. Nabokov era algo anglofilo, y cuidó de que sus hijos recibieran una formación tanto inglesa como francesa. Su hijo declara en su autobiografía Speak, Memory: «Aprendí a leer en inglés antes de que supiese leer en ruso», y recuerda una temprana «sucesión de niñeras e institutrices inglesas», así como un desfile de prácticos productos anglosajones: «De la tienda inglesa de la Avenida Nevski llegaba en constante procesión toda clase de dulces y cosas agradables: bizcochos, sales aromáticas, barajas, rompecabezas, chaquetas a rayas, pelotas de tenis.» De los autores tratados en este volumen, probable-mente fue Dickens el primero que conoció: «Mi pa-dre era experto en Dickens, y hubo un tiempo, siendo nosotros niños, en que nos leía en voz alta páginas de este autor, en inglés, naturalmente.» Cuarenta años después, Nabokov escribía a Edmund Wilson: «Quizá el que nos leyera en voz alta, durante las tardes de lluvia en el campo, Grandes Esperanzas... cuando era yo un chico de doce o trece años, me impidió mentalmente releer a Dickens más tarde.» Fue Wil-son quien atrajo la atención de Nabokov hacia Casa Desolada en 1950. Sobre las lecturas de su niñez, Nabokov comentó a un entrevistador de Playboy: «Entre los diez y los quince años pasados en San Petersburgo, debí de leer más novelas y poesías —in-glesas, rusas y francesas— que en ningún otro perío-do de cinco años del resto de mi vida. Disfruté espe-cialmente con las obras de Wells, Poe, Browning, Keats, Flaubert, Verlaine, Rimbaud, Chejov, Tolstoi, y Alexander Blok. En otro plano, mis héroes eran Pimpinela Escarlata, Phileas Fogg y Sherlock Hol-mes.» Este último tipo de lecturas puede contribuir a explicar la sorprendente aunque simpática inclu-sión de una obra como el brumoso relato gótico-victoriano de Stevenson El Dr. Jekyll y Mr. Hyde, en su curso sobre clásicos europeos.
Una institutriz francesa, la robusta y recordada Mademoiselle, fue a residir a casa de los Nabokov cuando el joven Vladimir tenía seis años, y aunque Madame Bovary no estaba incluida en la lista de novelas francesas que ella tan ágilmente leía en voz alta («su fina voz corría y corría sin flaquear, sin la menor dificultad o vacilación») para los niños que tenía a su cargo —«lo teníamos todo: Les Malheurs de Sophie, Le Tour du Monde en Quatre Vingts Jours, Le Petit Chose, Les Misérables, Le Comte de Monte Cristo, y muchas más»—, el libro de Flaubert estaba indudablemente en la biblioteca de la familia. Tras el absurdo asesinato de V. D. Nabokov en Ber-lín en 1922, «un compañero suyo de estudios con el que había hecho un viaje en bicicleta por la Selva Negra, le envió a mi madre, viuda, el volumen Madame Bovary que mi padre había llevado consigo en-tonces, y en cuyas guardas había escrito: “Perla insu-perable de la literatura francesa”, juicio que aún sigue siendo válido». En otro pasaje de Speak, Me-mory, Nabokov refiere su entusiasmo al leer la obra de Mayne Reid, escritor irlandés de novelas del Oeste americano, y comenta a propósito de los im-pertinentes que tiene una de las heroínas sitiadas de Reid: «Esos impertinentes los encontré después en manos de Madame Bovary; más tarde los tenía Anna Karenina, y luego pasaron a ser propiedad de la dama del perrito faldero, de Chejov, la cual los perdió en el muelle de Yalta.» En cuanto a la edad en que leyó por primera vez este estudio clásico del adulterio, sólo podemos suponer que fue temprana; leyó Guerra y paz por primera vez cuando tenía once años, «en Berlín, en un sofá de nuestro piso rococó de Privatstrasse, que daba a un jardín sombrío, hú-medo, negro, con alerces y gnomos que se han que-dado en ese libro, como una vieja postal, para siempre».
A esta misma edad de once años, Vladimir, tras haber recibido toda su instrucción en casa, fue ma-triculado en el colegio relativamente progresista de Tenishev, San Petersburgo, donde sus profesores le acusaron «de no ajustarme a mi ambiente; de “pre-sumir” (sobre todo de salpicar mis apuntes rusos con términos franceses e ingleses, que me salían espontá-neamente); de negarme a tocar las toallas sucias y mojadas de los lavabos; de pegar con los nudillos en mis peleas, en vez de emplear el gesto amplio del puñetazo con la parte inferior del puño, como hacen los camorristas rusos». Otro alumno del Tenishev, Osip Mandelstam, llamaba a los estudiantes de ese centro «pequeños ascetas, monjes recluidos en su propio monasterio infantil». El estudio de la litera-tura rusa ponía el acento en el Ruso medieval —la influencia bizantina, las crónicas antiguas— y prose-guía con un minucioso estudio de la obra de Pushkin, hasta llegar a las obras de Gogol, Lermontov, Fet y Turgueniev. Tolstoi y Dostoyevski no estaban en el programa. Al menos un profesor, Vladimir Hippius, «poeta de primera fila aunque algo esotérico a quien yo admiraba bastante», dejó honda huella en el joven estudiante: a los dieciséis años, Nabokov publicó una colección de poemas; Hippius «llevó a clase un ejemplar, y provocó un delirante estallido de risas entre la mayoría de mis compañeros de clase, dedi-cando su feroz sarcasmo (era un hombre colérico de pelo rojizo) a mis versos románticos».
Nabokov terminó los estudios secundarios cuando su mundo se estaba derrumbando. En 1919, su fami-lia emigró: «Se dispuso que mi hermano y yo fuéra-mos a Cambridge, con una beca concedida más para compensar las tribulaciones políticas que en recono-cimiento de los méritos intelectuales.» Estudió lite-ratura rusa y francesa, como en el Tenishev, jugó al fútbol, escribió poesía, cortejó a diversas jovencitas, y no visitó ni una sola vez la biblioteca de la univer-sidad. Entre los recuerdos sueltos de sus años univer-sitarios está el de «P. M. entrando en tromba en mi habitación con un ejemplar de Ulises recién traído de contrabando de París». En una entrevista para Paris Review, Nabokov nombra a su condiscípulo Peter Mrosovsky, y admite que no leyó el libro entero hasta quince años después, aunque le «gustó enormemente». En París, a mediados de los años treinta, él y Joyce se vieron unas cuantas veces. En una de esas ocasiones Joyce asistió a un recital de Nabokov. Este sustituía a un novelista húngaro repentinamente in-dispuesto, ante un auditorio escaso y heterogéneo: «Un consuelo inolvidable fue ver a Joyce sentado, con los brazos cruzados y las gafas relucientes, en medio del equipo de fútbol húngaro.» En otra desafortunada ocasión, en 1938, cenaron juntos con sus mutuos amigos Paul y Lucie Léon; Nabokov no recordaba nada de su conversación; Vera, su mujer, contaba que «Joyce preguntó los ingredientes exactos del myod, “aguamiel” rusa, y que cada cual le dio una receta distinta». Nabokov desconfiaba de estas reu-niones sociales de escritores, y en una carta anterior a Vera le refería una versión del único, legendario e infructuoso encuentro entre Joyce y Proust. ¿Cuán-do leyó Nabokov a Proust por primera vez? El nove-lista inglés Henry Green, en su biografía Pack my Bag, dice del Oxford de principios de los años veinte que «cualquiera que pretendiese tener interés por escribir bien y supiese francés conocía a su Proust». Probablemente, en Cambridge las cosas no eran muy distintas, aunque de estudiante, Nabokov estuvo in-merso en su propio rusianismo hasta un grado obse-sivo: «El miedo a perder o corromper, por influen-cias extrañas, lo único que yo había salvado de Rusia —su lengua—, se me volvió decididamente patoló-gico...» En cualquier caso, con ocasión de la pri-mera entrevista concedida, en 1932, al corresponsal de un periódico de Riga, Nabokov llega a decir, re-chazando la insinuación de cualquier influencia ale-mana en su obra durante sus años en Berlín: «Sería más adecuado hablar de una influencia francesa: me entusiasman Flaubert y Proust.»
Aunque Nabokov vivió más de quince años en Berlín —para el elevado nivel de sus conocimientos lingüísticos—, no llegó a aprender nunca el alemán. «Hablo y leo muy mal el alemán», dijo al entrevistador de Riga. Treinta años más tarde, en una en-trevista filmada para la Bayerischer Rundfunk, se extendía sobre el particular: «Al mudarnos a Berlin, me acometió un miedo espantoso de que se me estropeara mi precioso sustrato ruso aprendiendo alemán con soltura. Mi aislamiento lingüístico se vio facilitado por el hecho de vivir en un círculo cerrado de amigos rusos emigrantes, y leer periódicos, revis-tas y libros exclusivamente rusos. Mis únicas incur-siones en la lengua local se reducían a los saludos que intercambiaba con mis sucesivas patronas y pa-tronos, y a las necesidades rutinarias de las compras: Ich möchte etwas Schinken. Ahora siento haberlo hecho tan mal; lo siento desde el punto de vista cultural.» Sin embargo, conocía desde la niñez obras de entomología en alemán, y su primer éxito lite-rario fue la traducción de algunas canciones de Heine para un cantante de conciertos ruso. Su mu-jer sabía alemán; con su ayuda, años más tarde revisó las traducciones de sus propias obras a dicha lengua, y se atrevió a mejorar, en sus clases sobre La metamorfosis, la versión inglesa de Willa y Edwin Muir. No hay motivo para dudar de lo que afirma en su introducción a la traducción de su novela bas-tante kafkiana, Invitado a una decapitación: que en la época en que la escribió (1935), no había leído nada de Kafka. En 1969 dijo al entrevistador de la BBC: «No sé alemán, así que no pude leer a Kafka antes de mil novecientos treinta y tantos, en que apa-reció La métamorfose en La nouvelle revue fran-çaise»; dos años más tarde declaraba a una emisora bávara: «Leí a Goethe y a Kafka en regard, como hice con Homero y Horacio.»
La autora que encabeza este curso es el último de los estudios incorporados por Nabokov. Podemos seguir con cierta precisión dicho acontecimiento en The Nabokov-Wilson Letters (Harper & Row, 1978). El 17 de abril de 1950, Nabokov escribió a Edmund Wilson desde Cornell, donde acababa de obtener un puesto académico: «El año que viene voy a dar un curso titulado “Novelística europea” (siglos XIX y XX). ¿Qué escritores ingleses (de novelas o relatos) me sugiere? Necesito al menos dos.» Wilson contestó en seguida: «En cuanto a los novelistas ingleses, en mi opinión, los dos más grandes sin duda (dejando aparte a Joyce, puesto que es irlandés) son Dickens y Jane Austen. Intente releer, si no lo ha hecho ya, el Dickens de Casa Desolada o de La pequeña Dorrit. A Jane Austen merece la pena leerla entera: hasta sus fragmentos son admirables.» El 5 de mayo, Na-bokov le volvió a escribir: «Le agradezco su suge-rencia respecto a mi curso de novelística. No me gusta Jane; en realidad tengo ciertos prejuicios con-tra todas las escritoras. Están en otra categoría. No soy capaz de ver nada en Orgullo y prejuicio... pon-dré a Stevenson en lugar de Jane A.» Wilson replicó: «Se equivoca respecto a Jane Austen. Creo que debe-ría leer Mansfield Park... Para mí, está entre la me-dia docena de los mejores escritores ingleses (los otros son Shakespeare, Milton, Swift, Keats y Dic-kens). Stevenson es de segunda fila. No sé por qué le admira usted tanto; aunque, sin duda, ha escrito algunos relatos bastante buenos.» Finalmente, cosa rara en él, Nabokov capituló, y escribió el 15 de mayo: «Voy por la mitad de Casa Desolada... avanzo despacio debido a las numerosas notas que tengo que tomar con vistas a las clases. Es muy buena... He adquirido Mansfield Park, y creo que la utilizaré también en mi curso. Gracias por sus utilísimas suge-rencias.» Seis meses más tarde, escribió a Wilson con cierto júbilo:

«Pienso hacer la memoria de la primera mitad del curso sobre los dos libros que usted me aconsejó que abordara con mis estudiantes. Respecto a Mans-field Park, les he hecho leer las obras mencionadas por los personajes de la novela —los dos primeros cantos del Lay of the last Minstrel, The Task de Cowper, ciertos pasajes de Enrique VIII, el cuento de Crabbe The Parting Hour, algunos trozos de The Idler de Johnson, el discurso de Browne a A Pipe of Tabacco (imitación de Pope), el Viaje sentimental de Sterne (todo el pasaje de la verja y la falta de la llave procede de ahí... y el del estornino) y natu-ralmente, Lover’s Vows, en la inimitable (y mondante) traducción de la señora Inchbald... Creo que me he divertido más que mis alumnos.»

Durante sus primeros años en Berlín, Nabokov se ganó la vida dando clases en cinco materias inve-rosímiles: inglés, francés, boxeo, tenis y prosodia. En los años posteriores de exilio, los recitales públi-cos en Berlín y otros centros de emigrados como Praga, París y Bruselas, le dieron más dinero que la venta de sus obras en ruso. Así, salvo la falta de un título superior, no carecía de preparación, a su llegada a América en 1940, para desempeñar la fun-ción de profesor, actividad que iba a ser, hasta la publicación de Lolita, su principal fuente de ingre-sos. En Wellesley dio por primera vez (1941) una serie de conferencias, entre cuyos títulos —«La dura realidad en torno a los lectores», «Un siglo de exilio», «El extraño destino de la literatura rusa»— hay uno que se incluye en este volumen: «El arte de la lite-ratura y el sentido común.» Hasta 1948, vivió con su familia en Cambridge (en Craigie Circle, 8; el do-micilio que conservó más tiempo, hasta que el Hotel Palace de Montreux le acogió definitivamente en 1961), distribuyendo su tiempo entre dos cargos aca-démicos: el de profesor residente del Wellesley College, y el de investigador del Departamento de Entomología perteneciente al Museo de Zoología Comparada de Harvard. Trabajó intensamente en esos años, y fue hospitalizado dos veces. Además de inculcar los rudimentos de la gramática rusa en la cabeza de las jovencitas, y estudiar las minúsculas estructuras de los órganos genitales de las maripo-sas, se dio a conocer como escritor americano, publi-cando dos novelas (una escrita en inglés en París), un libro excéntrico e ingenioso sobre Gogol, y varios relatos, recuerdos y poemas de una originalidad y un impulso asombroso que aparecieron en The At-lantic Monthly y The New Yorker. Entre el creciente grupo de admiradores de sus obras en inglés estaba Morris Bishop, virtuoso del verso chispeante y direc-tor del Departamento de Lenguas Románicas de Cor-nell quien organizó una eficaz campaña para que contratasen a Nabokov y lo sacaran de Wellesley, donde su cargo de profesor residente no era ni remunerador ni seguro. Según evoca Bishop en «Nabokov at Cornell» (TriQuarterly, n.º 17, Invierno 1970: nú-mero especial dedicado a Nabokov en el septuagési-mo aniversario de su nacimiento), Nabokov fue nom-brado profesor adjunto de Lengua Eslava, y al principio daba un curso medio de literatura rusa y un curso superior sobre un tema especial, normal-mente Pushkin o el movimiento modernista en la literatura rusa... Como sus clases de ruso eran inevi-tablemente reducidas y pasaban casi inadvertidas, se le asignó un curso en inglés sobre los maestros de la novelística europea. Según Nabokov, el mote de «Literatura Sucia» por el que se conocía la clase de Literatura 311-312, «era un chiste heredado: se lo habían aplicado a la clase de mi inmediato antecesor, un colega melancólico, amable y aficionado a la be-bida que estaba más interesado en la vida sexual de los autores que en sus libros».
Un antiguo estudiante del curso, Ross Wetzsteon, colaboró en el número especial de la revista TriQuar-terly con una evocación afectuosa de Nabokov como profesor. «“¡Acariciad los detalles”, decía Nabokov, haciendo vibrar la r, y su voz era como la áspera caricia de la lengua de un gato, “los divinos deta-lles!”» El profesor insistía en los cambios que apa-recían en cada traducción, y garabateaba un capri-choso diagrama en la pizarra rogando con ironía a sus estudiantes que copiasen «esto exactamente como lo trazo yo». Su pronunciación hacía que la mitad de la clase escribiese «epidramático» donde él decía «epigramático». Wetzsteon concluye: «Nabokov fue un gran profesor, no porque enseñara la materia bien, sino porque daba ejemplo e inculcaba en sus estudiantes una actitud profunda y afectuosa hacia ella.» Otro superviviente de Literatura 311-312 cuenta que Nabokov empezaba el curso con las palabras: «Los asientos están numerados. Desearía que cada uno eligiese un sitio y lo conservase siempre. Lo digo porque quiero asociar vuestras caras a vuestros nom-bres. ¿Estáis todos a gusto con el que habéis ele-gido? Bien. No habléis, no fuméis, no hagáis punto, no leáis el periódico, no durmáis y, por el amor de Dios, tomad apuntes.» Antes de un examen, decía: «Todo lo que necesitáis es una cabeza despejada, un cuaderno de ejercicios, tinta, pensar, abreviar los nombres evidentes —por ejemplo, Madame Bovary—. No infléis de elocuencia la ignorancia. A menos que me presentéis un certificado médico, no dejaré salir a nadie al servicio.» Como profesor, era entusiástico, electrizante, evangélico. Mi mujer, que asistió a sus últimas clases —los cursos de primavera y otoño de 1958—, antes de que se enriqueciera de repente con la publicación de Lolita y se tomara unas va-caciones que ya no terminarían, se sentía tan honda-mente fascinada que un día asistió a clase con una fiebre lo bastante alta como para ingresar en la en-fermería a continuación. «Yo sentía que podía ense-ñarme a leer. Estaba convencida de que podía dar-me algo que me duraría toda la vida... y me lo dio.» Hasta hoy, no es capaz de tomar en serio a Thomas Mann, y no ha cedido un ápice en el dogma central que adquirió en Literatura 311-312: «El estilo y la estructura son la esencia de un libro; las grandes ideas son idioteces.»
Sin embargo, hasta su rara estudiante ideal podía ser presa de la picardía de Nabokov. Cuando nues-tra señorita Ruggles, tierna joven de veinte años, fue al fondo de la clase a recoger su cuaderno de ejer-cicios de entre el revoltijo de exámenes allí desparra-mados, no lo encontró, de modo que tuvo que acudir al profesor. Nabokov estaba de pie en la tarima, apa-rentemente abstraído, ordenando sus papeles. Ella le pidió perdón y le dijo que su cuaderno no estaba entre los demás. El se inclinó, con las cejas levan-tadas: «¿Cómo se llama?» Se lo dijo, y con una rapidez de prestidigitador sacó el cuaderno de detrás de él. Tenía la nota 97. «Quería ver», le dijo a la mu-chacha, «cómo era un genio». Y la miró fríamente de arriba abajo, mientras ella se ruborizaba; eso fue todo lo que hablaron. A propósito, mi mujer no recuerda haber oído llamar a esta clase «Literatura Sucia». Entre los estudiantes se decía simplemente «Nabokov».
Siete años después de retirarse, Nabokov recor-daba esta clase con sentimientos encontrados: «Mi método de enseñanza me impedía un autén-tico contacto con los estudiantes. Todo lo más, regur-gitaban unos cuantos trozos de mi cerebro en los exámenes... Yo trataba en vano de sustituir mis apariciones ante el atril por cintas grabadas para que las escuchasen en la radio de la facultad. Por otro lado, me divertían mucho las risitas de apre-ciación en tal o cual lugar del aula, en tal o cual pasaje de mi conferencia. Mi mayor compensación está en aquellos estudiantes míos que diez o quince años después aún me escriben para decirme que ahora comprenden lo que yo les pedía cuando les enseñaba a visualizar el peinado mal traducido de Emma Bovary, o la disposición de las habitaciones en casa de los Samsa...»


En más de una entrevista transmitida en tarje-tas de 8 x 11 cm desde el Montreux-Palace, prometió la publicación de un libro basado en sus clases de Cornell; pero (debido a que trabajaba en otras obras, como su tratado ilustrado sobre Butterflies in Art y la novela Original of Laura), el proyecto todavía estaba en el aire cuando la muerte sorprendió a este gran hombre, en el verano de 1977.
Aquí están ahora las maravillosas conferencias, todavía con un fragante olor a clase, olor que una revisión rigurosa podría haber eliminado. Lo que hemos oído y leído sobre ellas no nos hacía prever su asombroso y envolvente calor pedagógico. La juventud y, en cierto modo, la feminidad del audi-torio han penetrado en la voz ardiente e incisiva del profesor. «El trabajo con este grupo ha supuesto una asociación especialmente agradable entre la fuen-te de mi voz y un jardín de oídos: unos abiertos, otros cerrados, muchos de ellos muy receptivos, unos pocos meramente ornamentales, pero todos humanos y divinos.» Nabokov nos leerá largos párrafos, como le leyeron al joven Vladimir Vladimirovich su padre, su madre, y Mademoiselle. Durante estos trozos de citas, debemos imaginarnos el acierto, el placer con-tagioso y retumbante, el poder teatral de este pro-fesor que, aunque ahora grueso y calvo, fue en otro tiempo atleta y compartió la tradición rusa de la presentación oral apasionada. Por lo demás, la ento-nación, el guiño, la sonrisa, el zarpazo excitado, están presentes en la prosa, una prosa oral y transparente, ágil y brillante, propensa a la metáfora y al retrué-cano; manifestación deslumbrante, para aquellos afortunados estudiantes de Cornell de los remotos años cincuenta, de una sensibilidad artística irre-sistible. La fama de Nabokov como crítico literario, hasta ahora circunscrita, en inglés, a su laborioso monumento a Pushkin y a sus arrogantes rechazos de Freud, Faulkner y Mann, se ve beneficiada con el testimonio de estas generosas y pacientes apre-ciaciones, ya que abarcan desde la descripción del estilo «hoyuelo» de Jane Austen y su propia y sin-cera identificación con el gusto de Dickens, a su reverente explicación del contrapunto de Flaubert y su forma encantadoramente sobrecogida —como el chico que desarma su primer reloj— de poner al des-cubierto el tictac de las afanosas sincronizaciones de Joyce. Desde muy pronto, Nabokov disfrutó hon-damente con las ciencias exactas, y sus horas dicho-sas pasadas en la quietud luminosa del examen mi-croscópico se reflejan en su delicado análisis del tema del caballo de Madame Bovary o en los sueños entretejidos de Bloom y Dedalus; el estudio de los lepidópteros le situó en un mundo más allá del sen-tido común, en el que en el ala trasera de una mari-posa «una gran mancha redonda imita una gota de líquido con tan misteriosa perfección que la raya que cruza el ala se desvía ligeramente al atravesarla», donde «cuando la mariposa debe adoptar el aspecto de una hoja, no sólo tiene bellamente representa-dos todos los detalles de la hoja, sino que mues-tra generosamente señales que imitan los agujeros causados por las larvas». Así pues, pedía a su propio arte y al de los demás algo extra —un toque de ma-gia mimética o de engañosa duplicidad—, que era sobrenatural y surreal en el sentido riguroso de estas palabras degradadas. Cuando no existía este cabri-lleo de lo gratuito, de lo sobrehumano, de lo no uti-litario, se mostraba violento e impaciente, con unos términos que denotaban una falta de humanidad y una inflexibilidad propias de lo inanimado: «Hay muchos autores reconocidos que no existen senci-llamente para mí. Sus nombres están grabados sobre tumbas vacías, sus libros son ficticios...» Cuando descubría ese cabrilleo capaz de producir un estre-mecimiento en la espina dorsal, su entusiasmo lle-gaba mucho más allá de lo académico, y se convertía en un profesor inspirado, y desde luego inspirador.
Unas conferencias que se presentan a sí mismas con tanto ingenio y agudeza, y que no ocultan sus prejuicios y sus supuestos, no necesitan más intro-ducción. Los años cincuenta, con su énfasis en el espacio particular, su actitud desdeñosa respecto a los intereses públicos, su sensibilidad para el arte solitario y libre de todo compromiso, y su fe neocriticista en que toda información esencial está con-tenida en la obra misma, fueron un marco más apro-piado para las ideas de Nabokov de lo que habrían podido ser los decenios siguientes. Pero el enfoque de Nabokov habría parecido radical en cualquier época, pues supone una separación entre la realidad y el arte. «La verdad es que las grandes novelas son grandes cuentos de hadas... y las novelas de esta serie lo son en grado sumo... La literatura nació el día en que un chico llegó gritando el lobo, el lobo, sin que ningún lobo lo persiguiera.» Pero el chico que gritaba «el lobo» provocó la ira de su tribu, y ésta dejó que pereciera. Otro sacerdote de la imagi-nación, Wallace Stevens, llegó a afirmar que «si que-remos formular una teoría precisa de la poesía, será necesario examinar la estructura de la realidad, dado que la realidad es un marco de referencia esencial para la poesía». Para Nabokov, en cambio, la rea-lidad no es una estructura, sino más bien un esque-ma o hábito engañoso e ilusorio: «Todo gran escritor es un gran embaucador; pero también lo es la architramposa Naturaleza. La Naturaleza engaña siem-pre.» En su estética, presta poca atención al placer humilde del reconocimiento y a la virtud obtusa de la verdad. Para Nabokov, el mundo —materia prima del arte— es en sí mismo una creación artística, tan inconsistente e ilusoria que parece dar a entender que una obra maestra puede hacerse a base de un soplo tenue, merced a un puro acto de la voluntad imperial del artista. Sin embargo, obras como Mada-me Bovary y Ulises brillan con el calor de la resis-tencia que la voluntad de manipular encuentra en objetos banales, pesadamente reales. La amistad, el odio, el amor desamparado que damos a nuestros cuerpos y destinos se unen en esos escenarios trans-mutados de Dublin y de Rouen; lejos de ellos, en obras como Salambô y Finnegans Wake, Joyce y Flaubert ceden la palabra a su yo elegante y soña-dor, y son devorados por sus propias aficiones. En su lectura apasionada de La metamorfosis, Nabokov acusa de «mediocridad que rodea al genio» a la fami-lia burguesa y filistea de Gregor Samsa, sin recono-cer, en el núcleo mismo del patetismo de Kafka, lo mucho que Gregor necesita y adora a estos habitan-tes de lo mundano, posiblemente estúpidos, pero también vitales y concretos. La ambivalencia omni-presente en la rica tragicomedia kafkiana no tiene sitio en el credo de Nabokov; sin embargo, en la práctica artística, en una obra como Lolita abunda con una formidable profusión de detalles: «Percibid los datos seleccionados, impregnados, agrupados», dice su propia fórmula.
Los años en Cornell fueron fecundos para Nabo-kov. Al llegar allí completó Speak, Memory. Fue en un patio trasero de Ithaca donde su mujer le im-pidió quemar los difíciles principios de Lolita, que terminó en 1953. Los relatos alegres de Pnin fueron escritos enteramente en Cornell, en sus bibliotecas llevó a cabo las heroicas investigaciones para su tra-ducción de Eugene Onegin, y Cornell se refleja afec-tuosamente en el ambiente universitario de Pale Fire. Cabe imaginar que su traslado doscientas millas al interior de la costa este, con sus frecuentes excur-siones de verano al lejano Oeste, le ayudaron a en-contrar un asidero más sólido en su «hermoso, soña-dor, e inmenso país» de adopción (según palabras de Humbert Humbert). Nabokov contaba casi cincuenta años cuando llegó a Ithaca, y tenía sobrados motivos para encontrarse artísticamente agotado. Había sido exiliado dos veces, de Rusia por los bolcheviques y de Europa por Hitler; y había escrito un brillante conjunto de obras en lo que no era ya sino una lengua moribunda, destinadas a un público de emi-grados que iba desapareciendo inexorablemente. Sin embargo, en su segundo decenio americano logró aportar una audacia nueva a la literatura americana, y ayudar a revivir la vena nativa de la fantasía, cosa que le supuso la riqueza y la fama internacional. Es grato suponer que las relecturas a que le obligó la preparación de este curso a comienzos del decenio, y las amonestaciones y entusiasmos repetidos en las explicaciones de cada clase, contribuyeron espléndi-damente a redefinir la fuerza creadora de Nabokov, y a descubrir en su prosa de esos años, algo de la delicadeza de Austen, del brío de Dickens, y del «deli-cioso sabor a vino» de Stevenson, incorporado al ini-mitable brebaje del propio Nabokov. Sus autores americanos favoritos eran, según confesó una vez, Melville y Hawthorne, y es de lamentar que no lle-gara a abordarlos en sus cursos. Pero agradezcá-mosle las clases que vuelven a cobrar vida y que ahora están aquí de forma permanente: Son unas ventanas asomadas a siete obras maestras, tan lla-mativas como «el diseño arlequinado de los cristales de colores» a través de los cuales Nabokov, de niño, en la época en que le leían en el porche de su casa de verano, se asomaba al jardín familiar.

John Updike
Fuente:
Titulo original: Lectures On Literature 
Traducción: Francisco Torres Oliver 
1.ª edición: setiembre, 1983
Editorial Bruguera, Barcelona (España)
1980 by the estate of Vladimir Nabokov

Alejandra Pizarnik & León Ostrov Cartas. N.8.


Carta N.º 8
Querido León Ostrov:
Gracias por sus cartas y por lo de Vallejo y por lo que me dice y por cómo me lo dice. Por ahora todo va bien. Aquí está por estallar una guerra civil pero no se lo siente. Y aunque se lo sienta… (Dostoievski decía que podría muy bien caer todo con todos «con tal que yo pueda tomar mi taza de té»). El cielo fue blanco este mes, fue una ausencia, fue mi amor este cielo: era una tregua, un puente entre dos mundos. Me gustaría saber de Buenos Aires, es decir, de usted y de unos pocos más que quiero.
Le envío estas pocas líneas porque son para decirle que he recibido, me han llegado, sus dos últimas cartas. Dentro de poco le enviaré la mía propiamente dicha, que será enorme y problemática y enamorada del primer pronombre como todas las anteriores. Deseo enormemente que puedan venir cuanto antes a París. No se preocupe por mis direcciones ni mis cambios de domicilio que merecen por lo menos un Proust para referirlos. Escríbame siempre al Consulado. Abrazos para usted y Aglae y Andrea,
 Alejandra
1 de noviembre de 1960.

martes, 5 de julio de 2016

LECTURAS. FRAGMENTOS. NOVELA: LA MONTAÑA MÁGICA. Páginas: 813,814,815.


LECTURAS. FRAGMENTOS. La Montaña Mágica. Thomas Mann.
 "No es posible explicar los tormentos que sufro, la sed y el deseo que siento de ella; desearía decir que eso será mi muerte, pero no se puede ni vivir ni morir con ello. Durante su ausencia me sentía mejor, la perdía poco a poco de vista. Pero desde que ha regresado y la tengo cada día ante mis ojos, me siento tan desesperado que me muerdo los brazos, gesticulo en el vacío y no sé que hacer. No debería existir semejante cosa, pero no me atrevo a desear que no exista. Cuando uno siente eso no puede desear que este sentimiento no exista, pues sería abolir la propia vida que está amalgamada con él; ¿de que serviría morir? Después sí, ¡con placer! ¡En sus brazos, con mucho gusto! Pero antes es estúpido, pues la vida es el deseo, es el deseo de vivir, que no puede volverse contra sí mismo, y de esta manera, ¡condenación!, nos hallamos continuamente cogidos. Y cuando digo «condenación» no es más que una manera de hablar, lo digo como si fuese otro, pues yo mismo no puedo pensar. Hay muchas torturas, y el que sufre una tortura quiere verse liberado, lo quiero a todo trance, a toda costa. Pero uno no puede verse liberado de la tortura del deseo carnal más que a condición de satisfacerlo, no hay otro medio, no hay otro camino. Cuando uno no experimenta esto, no puede comprenderlo, pero cuando lo experimenta se comprende a Cristo y las lágrimas fluyen a los ojos. ¡Dios del cielo! ¡Qué cosa más singular que nuestra carne desee de ese modo la carne, sencillamente porque no es nuestra carne y pertenece a otra alma! ¡Qué extraño y, mirando más de cerca, qué poca cosa! Se podría decir: si la carne no desea nada más que eso, ¡séale concedido en el nombre de Dios! ¿Es que quiero derramar su sangre? ¡No quiero más que acariciarla! Castorp, mi querido Castorp, perdóneme que gima de esta manera, pero ¿no podría entregárseme? Hay en esto algo muy elevado, no soy una bestia; a mi manera soy yo, a pesar de todo, un hombre. ¡El deseo de la carne va en todos los sentidos, no está atado, no está fijo, y por eso lo llamamos bestial! Pero cuando se ha fijado sobre una persona humana con un rostro, nuestros labios hablan de amor. No es únicamente su torso lo que yo deseo, o la muñeca de carne de su cuerpo, pues si su rostro fuese de una forma tan sólo un poco diferente cesaría tal vez de desearla toda entera, y se ve claramente que es su alma lo que yo amo con mi alma, ya que el amor hacia un rostro es el amor del alma...
—¿Que le pasa, Wehsal? ¡Se halla fuera de sí y habla en un tono extraño!
—Pero por otra parte, y aquí está precisamente la desgracia —continuó diciendo el pobre hombre— es precisamente que ella tenga su alma, que sea un ser humano provisto de cuerpo y alma, ya que su alma no quiere saber nada de la mía, y su cuerpo no quiere saber nada del mío. ¡Qué tristeza y qué miseria! ¡Por eso mi deseo está condenado a la vergüenza y mi cuerpo se retuerce eternamente! ¿Por qué no quiere saber nada de mí, ni por el cuerpo ni por el alma? ¿No soy, acaso, un hombre? Un hombre repugnante, ¿no es un hombre? Soy un hombre en la más alta expresión de la palabra, se lo juro. Soy capaz de realizar proezas sin precedentes si ella me abre el remo de las delicias de sus brazos, que son tan bellos porque forman parte del aspecto de su alma. Le daría todas las voluptuosidades del mundo, Castorp, si no se tratase más que de cuerpos y no de almas, si no hubiese su alma maldita que no quiere saber nada de mí, pero sin la cual yo no desearía tal vez todo su cuerpo. Ése es un infierno de todos los diablos y por eso me retuerzo eternamente...".

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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