domingo, 10 de julio de 2016

Vladimir Nabokov Curso de literatura europea. Segunda entrega.


Jane Austen (1775-1817)
Mansfield Park (1814)

(En la gráfica con su esposa:Vera Yevséievna Slónim)

Mansfield Park fue escrita en Chawton, Hampshi-re. Jane Austen la empezó en febrero de 1811, y la terminó poco después de junio de 1813; es decir, tardó unos veintiocho meses en completar una no-vela que contiene unas ciento sesenta mil palabras repartidas en cuarenta y ocho capítulos. Se publicó en 1814 (el mismo año que Waverley de Scott y el Corsario de Byron) en tres volúmenes. Estas tres partes, aunque son el método convencional de publi-cación de aquella época, subrayan de hecho la estruc-tura del libro, su forma de obra teatral, de comedia de enredo y costumbres, de sonrisas y suspiros, divi-dida en tres actos que constan a su vez, respectiva-mente, de dieciocho, trece y diecisiete capítulos.
Soy enemigo de distinguir entre forma y conte-nido y de mezclar las tramas convencionales con las corrientes temáticas. Todo lo que necesito decir hoy, antes de zambullirnos en el libro y bañarnos en él (no vadearlo), es que la acción superficial de Mans-field Park consiste en la interacción emocional de dos familias de la aristocracia campesina. Una de estas familias es la formada por sir Thomas Bertram y su esposa, sus altos y atléticos hijos, Tom, Edmund, Maria y Julia, su dulce sobrina Fanny Price, predi-lecta de la autora y personaje a través del cual cono-cemos la historia. Fanny es una niña adoptada, una sobrina indigente, una dulce protegida (recordad que, de soltera, su madre se llamaba Ward ). Se trata de una figura muy popular en las novelas de los si-glos XVIII y XIX. Son varias las razones por las que una novelista se sentía tentada de utilizar esta pro-tegida de ficción. La primera es que su situación en el seno tibio de una familia esencialmente ajena faci-lita a la pequeña advenediza una constante corriente de pathos. En segundo lugar, es fácil crear en la pequeña extraña una inclinación romántica hacia el hijo de la familia, lo que da ocasión a evidentes con-flictos. Tercero, su doble condición de observadora imparcial y de partícipe en la vida diaria de la fami-lia la convierten en una representante idónea de la autora. Esta dulce protegida no sólo aparece en las obras de escritoras sino también en Dickens, Dos-toyevski, Tolstoi y muchos otros. El prototipo de estas jóvenes discretas, cuya tímida belleza acaba por brillar con todo su esplendor a través de los velos de la humildad y de la modestia —cuando la lógica de la virtud triunfa sobre las vicisitudes de la vida—, el prototipo de estas jóvenes calladas es, desde luego, Cenicienta. Necesitada, desvalida, sin amigos, abandonada, olvidada... pero al final se casa con el héroe.
Mansfield Park es un cuento de hadas; aunque en cierto modo, todas las novelas lo son. A primera vista, la forma y materia de Jane Austen pueden parecer anticuadas, artificiosas, irreales. Pero ésta es una ilusión a la que sucumbe el mal lector. El buen lector sabe que no tiene sentido buscar la vida real, la gente real y demás, cuando se trata de nove-las. En un libro, la realidad de una persona, de un objeto, o de una circunstancia, depende exclusiva-mente del mundo creado en ese mismo libro. Un autor original siempre inventa un mundo original; y si un personaje o una acción encajan en el esque-ma de ese mundo, entonces experimentamos la grata sacudida de la verdad artística, por muy inverosímil que la persona o la cosa puedan parecer al trasla-darlas a lo que los críticos, esos pobres mercenarios, llaman la «vida real». No existe vida real para un escritor de genio: debe crearla él mismo, y luego crear las consecuencias. Sólo podemos gozar plena-mente del encanto de Mansfield Park aceptando sus convencionalismos, sus reglas, sus encantadores fingi-mientos. Mansfield Park no ha existido jamás, y sus gentes no han vivido jamás.

Mapa de Inglaterra dibujado por Nabokov, en el que sitúa la acción de Mansfield Park.
 La novela de Jane Austen no es una obra maes-tra intensa y vivida, como lo son algunas de las que vamos a estudiar en este curso. Hay novelas, como Madame Bovary o Ana Karenina, que son explosio-nes deliciosas sometidas a un admirable control. Mansfield Park, en cambio, es la obra de una dama y el juego de una niña. Pero de ese costurero sale una labor exquisita y artística, y esa niña posee una vena poética asombrosa y genial.
«Hace unos treinta años...» Así empieza la no-vela. Jane Austen la escribió entre 1811 y 1813; de modo que el «hace unos treinta años» del principio de la novela representaría el año 1781. Hacia 1781, pues, «la señorita Maria Ward, de Huntingdon, con sólo siete mil libras [de dote], tuvo la suerte de cau-tivar a sir Thomas Bertram, de Mansfield Park, en el condado de Northampton...» Esta frase transmite de manera deliciosa los sentimientos de la clase me-dia ante esta clase de sucesos («la suerte de cauti-var») y dará el tono adecuado a las páginas siguien-tes, en las que las cuestiones económicas predominan sobre las románticas y las religiosas con una espe-cie de recatada sencillez . Cada frase de estas pági-nas introductorias es tersa, precisa y perspicaz.
Pero despachemos primero la cuestión espacio-temporal. «Hace unos treinta años...» Volvamos de nuevo a la frase inicial. Jane Austen se pone a escri-bir cuando sus personajes principales, los jóvenes del libro, ya no están: se han sumido en el olvido de un matrimonio esperanzador o de una soltería sin esperanzas. Como veremos, la acción principal de la novela acontece en 1808. El baile de Mansfield Park se celebra el jueves, veintidós de diciembre, y si consultamos nuestros viejos calendarios, compro-baremos que sólo en 1808 pudo caer el 22 de diciem-bre en jueves. Fanny Price, la joven heroína de la novela, tiene entonces dieciocho años. Había llegado a Mansfield Park en 1800, cuando contaba diez años. El rey Jorge III, personaje un poco espectral, ocupa el trono. Su reinado se extiende de 1760 a 1820, pe-ríodo bastante largo al final del cual el buen hom-bre se encontraba en un estado de continua enajena-ción y el regente, otro Jorge, había asumido el poder. En 1808, Napoleón se encontraba en la cima de su poderío en Francia y Gran Bretaña estaba en guerra con él, mientras Jefferson, en su país, acababa de conseguir que el Congreso aprobara el Acta del Em-bargo, ley que prohibía a los barcos de Estados Uni-dos salir del país con rumbo a los puertos bloquea-dos por británicos y franceses. Pero los vientos de la historia apenas se notan en el retiro de Mansfield Park; si acaso, llega alguna pequeña ráfaga de los alisios, cuando sir Thomas tiene que desplazarse por motivos de negocios a las Pequeñas Antillas.
Queda explicado, pues, el elemento temporal. En cuanto al espacial, Mansfield Park es el nombre de la propiedad de los Bertram, lugar ficticio situado en Northampton (lugar real), en el mismo corazón de Inglaterra.


«Hace unos treinta años, la señorita Maria Ward...» Todavía estamos en la primera frase. Hay tres hermanas Ward, y según la costumbre de la época, a la mayor se la llama simplemente, con cierto formalismo etiquetero, señorita Ward, mientras que a las otras dos se las cita con nombre y apellido. Es Maria Ward, la más joven de las tres, y al pare-cer la más atractiva, dama lánguida y apática, la que en 1781 se convierte en esposa de un baronet —sir Thomas Bertram—; a partir de esa fecha se la llama lady Bertram, y llega a ser madre de cuatro hijos, dos niños y dos niñas, que son los compañeros de la prima Fanny Price. La madre de Fanny, la insí-pida señorita Frances Ward, también llamada Fanny, se casa en 1781, por despecho, con un teniente bebe-dor y sin dinero de quien llega a tener diez hijos; Fanny, la heroína del libro, hace el número dos. Por último, la mayor de las señoritas Ward, la más fea de las tres, se casa también en 1781 con un pastor protestante gotoso del que no llega a tener hijos. Es la señora Norris uno de los personajes más diver-tidos y grotescos del libro.
Aclaradas estas cuestiones veamos cómo las pre-senta Jane Austen, pues la belleza de un libro es más asequible si comprendemos su maquinaria y somos capaces de desmontarla. Jane Austen utiliza cuatro métodos de caracterización al principio del libro. En primer lugar está la descripción directa, en la que la autora engarza pequeñas gemas de ingenio iró-nico. Muchos de los detalles que llegamos a conocer sobre la señora Norris pertenecen a esta categoría; por otra parte, la caracterización de los tontos o estúpidos se repite continuamente. Hay una discu-sión sobre la posibilidad de hacer una excursión a la propiedad de Rushworth en Sotherton: «Casi no era posible hablar de otra cosa, ya que la señora Norris estaba entusiasmada con la idea y la señora Rushworth, mujer bienintencionada, cortés, pom-posa y retórica que no consideraba importante más que aquello que atañía a sus propios intereses y a los de su hijo, aún no había cesado de insistir a lady Bertram que formase parte del grupo. Lady Bertram había rehusado constantemente; pero su plácida forma de negarse hacía creer todavía a la señora Rushworth que le apetecería ir hasta que las palabras más abundantes y categóricas de la señora Norris la convencieran de la realidad.»
Otro método de caracterización consiste en trans-cribir directamente las palabras del personaje. El lector descubre entonces por sí mismo la natura-leza del hablante; no sólo por las ideas que éste expresa, sino por su forma de hablar, por sus mo-dismos. Un buen ejemplo es el que nos brinda el lenguaje de sir Thomas: «Lejos de mí poner impedi-mentos caprichosos en el curso de un plan que tan en consonancia estaría con las situaciones relativas a los dos.» Está hablando del plan de mandar lla-mar a su sobrina Fanny a Mansfield Park. Ahora bien, ésta es una forma pesada de expresarse; todo lo que quiere decir es: «No quiero inventar obs-táculos respecto a ese plan; es lo más adecuado para la situación.» Un poco más adelante, dice el caballero, prosiguiendo su elefantino discurso: «A fin de hacerlo [este plan] verdaderamente útil para la señora Price y honroso para nosotros, debemos asegurarle a la niña [coma] o considerarnos comprometidos a ase-gurarle en el futuro [coma] llegado el caso [coma] la provisión que corresponde a una dama [coma] si no se le ofreciese ninguna asignación de este tipo, como con tanto optimismo supones.» No importa aquí, para nuestro propósito, qué trata de decir exac-tamente; es su manera de expresarse lo que nos in-teresa, y pongo este ejemplo para que se vea la ha-bilidad de Jane Austen en retratar al hombre a través de su discurso. Es un hombre cargante (y un padre cargante, teatralmente hablando).
Un tercer método de caracterización consiste en el discurso contado. Me refiero a comentar las pala-bras de otro, con citas parciales acompañadas de una descripción del modo de ser del personaje. Un buen ejemplo lo tenemos cuando se nos muestra a la señora Norris descubriendo los defectos del nuevo párroco, el doctor Grant, quien ha sustituido a su difunto marido. El doctor Grant es muy aficionado a la comida, y la señora Grant, «en vez de esforzarse en satisfacerle con poco gasto, daba a su cocinera un sueldo tan elevado como el que pagaban en Mans-field Park». Y dice Jane Austen que «la señora Norris no podía hablar de tales dispendios, ni de la canti-dad de mantequilla y de huevos que regularmente se consumían en la casa, sin ponerse de mal humor». Y a continuación introduce el discurso indirecto: «A nadie le gustaban la abundancia y la hospitalidad más que a ella [dice la señora Norris; se trata de una caracterización irónica, ya que a la señora Norris le gustan sólo cuando corren a cuenta de los demás]; nadie detestaba más las celebraciones po-bretonas; a su juicio, la casa parroquial jamás había carecido de nada, ni había admitido nunca a una mala persona en sus tiempos, pero esta manera de vivir no podía entenderla. Una señora tan refinada en una parroquia campesina era algo fuera de lugar. Su propia despensa, pensaba, habría debido ser su-ficiente para la señora Grant. Por mucho que quiso indagar, no logró descubrir que la señora Grant hu-biera tenido nunca más de cinco mil libras.»
El cuarto método de caracterización estriba en imitar las palabras del personaje al hablar de él; pero este método no se emplea con frecuencia, salvo en los casos en que se resume una conversación, como cuando Edmund le refiere a Fanny la esencia de lo que la señorita Crawford ha dicho en alaban-za suya.


La señora Norris es un personaje grotesco, una mujer entrometida e intrigante. No es del todo inhu-mana, pero su corazón es un órgano tosco. Sus so-brinas Maria y Julia son las hijas ricas, saludables y mayores que ella no ha podido tener y a las que en cierto modo adora, mientras que desprecia a Fanny. Con sutil perspicacia, Jane Austen comenta al principio de la novela que la señora Norris «pro-bablemente no pudo guardarse para sí» los comen-tarios irrespetuosos concernientes a sir Thomas que su hermana, la madre de Fanny, le había escrito en una amarga carta. El personaje de la señora Norris no es sólo una obra de arte en sí mismo; desempeña además un papel funcional, ya que debido a su na-turaleza entrometida, Fanny es adoptada finalmente por sir Thomas, de modo que este aspecto de la ca-racterización se convierte gradualmente en un ele-mento estructural. ¿Por qué está tan deseosa de que los Bertram adopten a Fanny? He aquí la respuesta: «Todo se consideró arreglado, y ya se saboreaban los placeres de tan caritativo proyecto. La participación en estos sentimientos gratificantes no debía de ser igual, en estricta justicia; porque si bien sir Tho-mas estaba plenamente decidido a ser el verdadero y consecuente protector de la criatura elegida, la señora Norris no tenía la menor intención de afron-tar ningún gasto para su mantenimiento. Mientras se tratara de ir, hablar y maquinar, era profunda-mente benévola, y nadie sabía mejor que ella dictar liberalidad a los demás; pero su amor al dinero era tan grande como su amor a dirigir, y sabía tan bien ahorrar el suyo como gastar el de sus amistades... Impulsada por esta chifladura, sin el contrapeso de un afecto sincero por su hermana, le fue imposible pensar en otra cosa que en el honor de planear y disponer tan costosa caridad; aunque quizá se cono-cía tan poco a sí misma que, después de esta con-versación, regresó a la casa parroquial con la feliz convicción de que era la hermana y tía más liberal del mundo.» Así, aunque no siente verdadero afecto por su hermana la señora Price, goza del privilegio de decidir el futuro de Fanny sin gastarse un peni-que ni hacer nada por la niña, si bien obliga a su cuñado a adoptarla.
Se tiene a sí misma por mujer de pocas pala-bras; sin embargo, de su enorme boca brotan to-rrentes de vulgaridades. Es una persona escandalosa. Jane Austen logra transmitir su manera chillona de hablar con especial fuerza. La señora Norris habla con los Bertram del plan para traer a Fanny a Mans-field Park: «—Muy cierto —gritó la señora Norris—, [éstas] son consideraciones muy importantes; y lo mismo le dará a la señorita Lee tener tres niñas a las que enseñar, que dos solamente... no supondrá ningún cambio. Yo lo que quisiera es poder ser más útil; pero como veis, hago cuanto está en mi poder. No soy de esas que se ahorran molestias»... Sigue hablando un rato más; luego intervienen los Ber-tram, y a continuación lo hace la señora Norris otra vez: «—Eso es exactamente lo que yo creo —gritó la señora Norris—, y lo que le decía esta misma ma-ñana a mi marido.» Poco antes, en otra conversa-ción con sir Thomas: «—Le comprendo perfecta-mente —gritó la señora Norris—; es usted todo ge-nerosidad y consideración»... Mediante la repetición del verbo gritar, Austen nos sugiere la chillona ma-nera de hablar de esta desagradable mujer y nota-mos que la pobre Fanny, a su llegada a Mansfield Park, se muestra especialmente cohibida a causa de la voz estridente de la señora Norris.


Al final del primer capítulo quedan esbozados to-dos los preliminares. Conocemos a la parlanchina, inquieta y vulgar señora Norris, al impasible sir Tho-mas, a la resentida y necesitada señora Price, y a la indolente y lánguida lady Bertram y su perrito. Se decide a traer a Fanny a vivir a Mansfield Park. En esta obra de Jane Austen, la caracterización se transforma a menudo en estructura . Por ejemplo, la in-dolencia retiene a lady Bertram en el campo. Po-seían una casa en Londres, y al principio, antes de que apareciese Fanny, pasaban la primavera —la temporada elegante— en Londres; pero ahora «lady Bertram, a causa de la poca salud y la mucha indo-lencia, vendió la casa de la ciudad que solía ocupar todas las primaveras, y se recluyó del todo en el campo, dejando que sir Thomas atendiese a sus de-beres en el Parlamento, fuera cual fuese el aumento o la disminución de comodidades que su ausencia pudiera causar». Hay que tener presente que Jane Austen necesita introducir esta disposición a fin de conservar a Fanny en el campo sin complicar la si-tuación con viajes a Londres.
La educación de Fanny progresa, de forma que a los quince años, la institutriz le ha enseñado fran-cés e historia; pero su primo Edmund Bertram, que se interesa por ella, le «recomendaba los libros que deleitaban sus horas de ocio; fomentaba su gusto y corregía sus opiniones; hacía provechosas sus lectu-ras hablándole de lo que ella leía, y realzaba el inte-rés de esas lecturas con discretas alabanzas». El co-razón de Fanny se siente dividido entre su hermano William y Edmund. Merece la pena ver qué educa-ción se daba a los hijos en la época y ambiente en que se desenvolvía Jane Austen. Cuando llegó Fanny, las jóvenes Bertram «la consideraron una prodigio-sa manifestación de la estupidez, y durante las dos o tres primeras semanas estuvieron llevando conti-nuamente pruebas de esta estupidez al salón. “¡Fi-gúrate, mamá, la prima no sabe componer el mapa de Europa; o la prima no sabe los principales ríos de Rusia; o no ha oído hablar de Asia Menor; o no sabe diferenciar la acuarela de los lápices de colo-res! ¡Qué extraño! ¿Has oído alguna vez cosa más estúpida?”». Un detalle digno de mención aquí es que para estudiar geografía se utilizaban «puzzles» —rompecabezas, mapas cortados en trozos—. Eso hace ciento cincuenta años. La historia era otro es-tudio serio en aquella época. Y prosiguen las niñas: «—¡Cuánto tiempo hace, tía, desde que solíamos re-petir el orden cronológico de los reyes de Inglaterra, con las fechas de su coronación y de los principales acontecimientos de sus reinados!»
«—Sí —añadió otra—, y de los emperadores ro-manos hasta Severo; además de un montón de mito-logía pagana, y todos los metales, semimetales, pla-netas y filósofos famosos.»
Dado que el emperador Severo vivió a principios del siglo III, «hasta Severo» significa una fecha bas-tante avanzada en la escala del tiempo.
La muerte del señor Norris ocasiona un cambio importante pues su plaza queda vacante. Sir Thomas hubiera querido reservar esa plaza para cuando Ed-mund se ordenase, pero sus negocios no van bien y se ve obligado a instalar, no a un ocupante tempo-ral, sino a uno vitalicio; decisión que reducirá ma-terialmente los ingresos de Edmund, ya que enton-ces sólo podrá contar con el beneficio eclesiástico del pueblo vecino de Thornton Lacey, también pertene-ciente a la circunscripción de sir Thomas. Quizá con-venga decir unas palabras sobre el término «bene-ficio eclesiástico» en relación con la parroquia de Mansfield Park. Es beneficiario el sacerdote que está en posesión de un beneficio, de un beneficio ecle-siástico, llamado también beneficio espiritual. Este sacerdote beneficiario tiene a su cargo una parro-quia; es un pastor establecido. La casa parroquial incluye una porción de tierra, además de la vivienda, para el mantenimiento del beneficiario. Este sacer-dote percibe unos ingresos, una especie de impues-to, el diezmo, de las tierras e industrias que están dentro de los límites de la parroquia. A la culmi-nación de un largo proceso histórico, la elección del clérigo llegó a ser en algunos casos privilegio de una persona laica, en este caso sir Thomas Bertram. Di-cha elección era sometida a la aprobación del obis-po, aunque esta última autorización no era más que una formalidad. Sir Thomas, según la costumbre, es-peraba sacar provecho de la concesión de este beneficio. Esta es la cuestión. Sir Thomas necesita un arrendatario. Si el beneficio se quedase en la fami-lia, si Edmund estuviese preparado para tomar po-sesión de él, los ingresos de la parroquia de Mans-field irían a parar a él. Pero Edmund no está toda-vía preparado para recibir las órdenes y convertirse en clérigo. De no haber contraído Tom, el hijo ma-yor, deudas muy serias en apuestas, sir Thomas ha-bría podido ceder el beneficio a algún amigo para que lo disfrutase gratuitamente hasta que Edmund fuese ordenado. Pero en estas circunstancias no pue-de permitirse semejante arreglo, y se ve obligado a disponer de otro modo de la casa parroquial. Tom sólo espera que el doctor Grant no tarde en «reven-tar», como nos enteramos por un comentario indi-recto que refleja el lenguaje vulgar de Tom, y tam-bién su despreocupación por el futuro de Edmund.
En cuanto a cifras, sabemos que la señora No-rris, al casarse con el señor Norris, llegó a tener un ingreso anual un poco por debajo de las mil libras. Suponiendo que sus bienes personales fuesen equi-valentes a los de su hermana lady Bertram, es decir, siete mil libras, podemos calcular que su aportación a los ingresos de la familia Norris ascendía a unas doscientas cincuenta libras, y la del señor Norris, derivada de la parroquia, a unas setecientas al año.


Llegamos a otro ejemplo de cómo un escritor in-troduce determinados acontecimientos a fin de hacer avanzar su relato. El sacerdote Norris muere. La muerte de Norris —al que viene a sustituir Grant— posibilita la llegada de los Grant a la casa parro-quial. Y la llegada de los Grant posibilita a su vez la llegada a la vecindad de Mansfield Park de los jóvenes Crawford, parientes de la mujer, quienes de-sempeñan un papel importantísimo a lo largo de la novela. A continuación, el plan de Jane Austen con-siste en alejar a sir Thomas de Mansfield Park a fin de que los jóvenes disfruten de la más completa li-bertad; y en segundo lugar, hacer regresar a sir Thomas a Mansfield Park en el momento culminante de una inocente orgía de libertad que tiene lugar con ocasión del ensayo de una obra teatral.
¿Cómo procede pues la autora? El hijo mayor, Tom, que debe heredar todas las posesiones, ha es-tado derrochando el dinero. Los negocios de los Ber-tram no marchan bien. Austen aleja a sir Thomas ya en el tercer capítulo. Estamos ahora en el año 1806. Sir Thomas considera conveniente ir personalmente a Antigua a fin de supervisar sus intereses, y calcula estar ausente un año más o menos. Antigua dista una barbaridad de Northampton. Es una isla de las Antillas, entonces perteneciente a Inglaterra: una de las Pequeñas Antillas, quinientas millas al norte de Venezuela. Las plantaciones son trabajadas por es-clavos, mano de obra barata, fuente de la riqueza de los Bertram.
De modo que los Crawford hacen su aparición en ausencia de sir Thomas. «Tal era el estado de cosas en el mes de julio —Fanny acababa de cumplir die-ciocho años— cuando la sociedad del pueblo se vio aumentada con los hermanastros de la señora Grant: el señor y la señorita Crawford, hijos del segundo matrimonio de la madre. Eran jóvenes con fortuna propia. El hijo poseía una buena propiedad en Nor-folk, y la hija veinte mil libras. De niños, la herma-nastra les había querido siempre mucho; pero dado que a su propio matrimonio le había seguido muy pronto la muerte de su madre común, dejándolos bajo el cuidado de un hermano del padre al que la señora Grant no conocía, apenas los volvió a ver desde entonces. En casa del tío habían encontrado una especie de hogar. El almirante y la señora Craw-ford, aunque no coincidían en nada más, habían es-tado unidos por el cariño a estos niños; en este caso al menos, sus sentimientos sólo se oponían por el hecho de tener cada uno a su preferido. Al almirante le encantaba el chico; la señora Crawford no tuvo ojos más que para la niña; y la muerte de la dama obligaba ahora a su protegée, tras unos meses de prueba en casa de su tío, a buscar otro hogar. El almirante Crawford era un hombre de conducta di-soluta que prefería, en vez de conservar a la sobrina, tener a la querida en su propia casa; por lo que la señora Grant agradeció la proposición de su her-manastra de irse a vivir con ella, medida tan bien acogida por una parte como oportuna podía ser para la otra»...
Es de destacar la ordenada manera con que Jane Austen trata los asuntos económicos en esta serie de acontecimientos que explican la llegada de los Craw-ford. El sentido práctico se enlaza con el tono de cuento de hadas, combinación muy característica de los cuentos de hadas, precisamente.
Ahora podemos pasar al primer dolor que la re-cién instalada Mary Crawford inflige a Fanny. Está en relación con el tema del caballo. El viejo y que-rido jaco gris que Fanny había estado montando para hacer ejercicio desde los doce años, muere ahora, en la primavera de 1807, cuando Fanny tiene diecisiete años y todavía necesita hacer ejercicio. Se trata de la segunda muerte funcional del libro; la primera es la del señor Norris. Y digo funcional porque las dos muertes afectan al desarrollo de la novela y son introducidas con fines estructurales, de desarrollo . La muerte del señor Norris había traído a los Grant, y la señora Grant trae a Henry y a Mary Crawford, que muy pronto van a conferirle a la no-vela un matiz en alto grado romántico. La muerte de este jaco en el capítulo IV hace que Edmund, en un delicioso interludio de caracterización que incluye a la señora Norris, le ceda a Fanny una de sus tres monturas, una yegua, un animal hermoso y encan-tador, para expresarlo con las palabras de Mary Crawford. Todo esto es la preparación de una escena de maravillosa emotividad que tiene lugar en el ca-pítulo VII. Mary Crawford, bonita, joven, pequeña, morena y de pelo negro, pasa del estudio del arpa a la equitación. Y Edmund le presta a Mary Craw-ford precisamente la nueva montura de Fanny para su primera lección de equitación, y él mismo se ofre-ce a hacer de instructor... es más, le coge sus manos pequeñas y alertas mientras le enseña a cabalgar. Las emociones de Fanny al observar esta escena des-de un lugar estratégico están descritas con exqui-sita delicadeza. La lección se prolonga, y la yegua no regresa para la cabalgada diaria. Fanny sale en busca de Edmund. «Las casas, aunque a media milla escasa de distancia, no se veían una de otra; pero a unas cincuenta yardas de la entrada, podía ver el parque, dominar una perspectiva de la casa parro-quial, y toda la tierra adscrita a ella que se elevaba suavemente al otro lado de la carretera del pueblo; y en seguida vio al grupo en el prado del doctor Grant: a Edmund y a la señorita Crawford, los dos a caballo, cabalgando juntos; al doctor y a la señora Grant, y al señor Crawford con dos o tres mozos de cuadra, de pie, mirando. Le pareció un grupo fe-liz —todos interesados en un objeto—, evidentemen-te contento, a juzgar por las voces alegres que le llegaban. Era un sonido que a ella no le producía ninguna alegría; le extrañaba que Edmund se hubie-se olvidado de ella, y sintió dolor. No podía apartar los ojos del prado, no podía dejar de observar cuan-to ocurría. Al principio, la señorita Crawford y su acompañante dieron una vuelta al prado, que no era pequeño, al paso; luego, a sugerencia de ella al pa-recer, iniciaron un medio galope; y para la tímida naturaleza de Fanny, fue de lo más asombroso ver lo bien que montaba la joven. Unos minutos des-pués, se detuvieron; Edmund estaba cerca de ella, le decía algo, era evidente que le enseñaba el manejo de la brida; le tenía cogida la mano; lo vio, o su ima-ginación suplió lo que sus ojos no llegaban a perci-bir. No debía extrañarse de todo esto; ¿qué más na-tural que Edmund se mostrara solícito y fuese ama-ble con cualquiera? No pudo evitar el pensar que el señor Crawford podría haberle ahorrado la moles-tia, que habría sido más correcto y propio de un hermano hacerlo él en persona; pero el señor Craw-ford, con toda su presuntuosa amabilidad, y toda su pericia en el manejo de los coches, no sabía pro-bablemente nada del asunto, ni tenía una verdadera amabilidad, en comparación con Edmund. Empezó a pensar que esa doble obligación resultaría un poco pesada para una yegua; si se olvidaban de ella, había que tener en cuenta al pobre animal.»
Pero el desarrollo no se detiene. El tema del ca-ballo conduce a otra cuestión. Hemos conocido ya al señor Rushworth, que va a casarse con Maria Bertram. En realidad, hace su aparición hacia la misma época en que conocemos al caballo. La tran-sición ahora va del tema del caballo a lo que lla-maremos tema de la escapada a Sotherton. En su chifladura por Mary, la pequeña amazona, Edmund priva casi por completo a la pobre Fanny de esa de-safortunada yegua. Mary a caballo y él en su coche, efectúan un largo paseo por el terreno comunal de Mansfield. Y aquí acontece la transición: «Un plan de esta clase, cuando sale bien, conduce generalmen-te a otro; y el haber estado en las tierras comunales de Mansfield predispuso a todos a ir a algún otro lugar al día siguiente. Había muchos panoramas que ver; y aunque el tiempo era caluroso, había caminos umbríos que querían recorrer. Un grupo de jóvenes siempre cuenta con un camino umbrío.» La propie-dad de Rushworth, en Sotherton, está más allá de las tierras comunales de Mansfield. Tema tras tema, el relato va abriendo sus pétalos como rosas domés-ticas.
El tema de Sotherton Court ha sido suscitado ya por el señor Rushworth a propósito de la «mejora» efectuada en la propiedad de un amigo, y de su de-cisión de contratar al mismo reformador para su propio parque. En la discusión que sigue se decide que Henry Crawford echará un vistazo al parque, en vez de un profesional, y que los demás le acom-pañarán en esa excursión. La inspección tiene lugar en los capítulos VIII al X, y se inicia la aventura de Sotherton, que a su vez prepara la aventura siguien-te: la del ensayo teatral. Estos temas se desarrollan gradualmente, van surgiendo unos de otros. Esto es estructura.
Pero volvamos al principio del tema de Sother-ton. Consiste en la primera conversación larga del libro, y en ella intervienen Henry Crawford, su her-mana, el joven Rushworth, su prometida Maria Ber-tram, los Grant, y todos los demás. Hablan de la mejora de parques, es decir, de la arquitectura pai-sajista: la modificación y decoración de edificios y tierras siguiendo criterios más o menos «pintores-cos», que de los tiempos de Pope a los de Henry Crawford fue uno de los principales pasatiempos del ocio cultivado. Humphrey Repton, en aquella época el primer representante de esta profesión, es citado por su nombre. Jane Austen debió de ver sus libros en el cuarto de estar de las casas de campo que vi-sitaba. Nuestra autora no desaprovecha ocasión para la caracterización irónica. La señora Norris explica todas las mejoras que habrían hecho en el terreno adscrito a la vicaría, si no hubiese sido por la falta de salud del señor Norris: «—Apenas podía salir a disfrutar de algo, el pobre, y eso me quitó a mí el ánimo para hacer varias cosas de las que sir Thomas y yo solíamos hablar. De no haber sido por eso, ha-bríamos continuado la tapia del jardín, y habríamos hecho que la tierra de cultivo quedara separada del cementerio, tal como ha hecho el doctor Grant. De todos modos, siempre estábamos haciendo algo. Sólo la primavera anterior al fallecimiento del señor No-rris plantamos el albaricoquero que hay junto al muro del establo, y que ahora se ha convertido en un noble árbol, y se está haciendo tan perfecto, se-ñor» —añadió, dirigiéndose ahora al doctor Grant.
»—Desde luego que el árbol va bien, señora —re-plicó el doctor Grant—. La tierra es buena; y nunca paso por delante de él sin lamentar que la fruta valga tan poco en relación al trabajo de cogerla.
»—Señor, se trata de un terreno baldío; lo com-pramos como terreno baldío, y nos costó... es decir, fue regalo de sir Thomas, pero yo vi la factura, y sé que costó siete chelines, y que estaba catalogado como terreno baldío.
»—Pues les estafaron, señora —replicó el doctor Grant—; las patatas saben tanto a albaricoque de te-rreno baldío como la fruta de ese árbol. Es una fruta insípida en el mejor de los casos; un buen albarico-que es comestible, cosa que no puede decirse de nin-guno de los de mi jardín.»

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