lunes, 4 de julio de 2016

Vicente Blasco Ibañez. Novela: Los cuatro jinetes del Apocalipsis.


RESEÑA:
En `Los cuatro jinetes del Apocalipsis` Blasco Ibáñez narra la historia de dos familias ideológicamente enfrentadas, los Desnoyers y los Von Hartrott, que combatirán en bandos opuestos en la Primera Guerra Mundial. La Guerra, el Hambre, la Peste y la Muerte son los cuatro jinetes de los que el autor se sirve para representar el avance del horror y la desolación que desgarran la Europa inmersa en el conflicto bélico. La novela alcanzó tal éxito mundial que en 1921 `The Illustrated London News` afirmó que era el libro más leído del mundo aparte de la Biblia. Después llegarían las adaptaciones al cine de Hollywood de un relato que trasciende más allá de los límites cronológicos para denunciar la eterna propensión humana a las guerras.
Enrico Pugliatti.

(Fragmento). Novela.
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS.
“PRIMERA PARTE
I
En el jardín de la Capilla Expiatoria
Debían encontrarse á las cinco de la tarde en el pequeño jardín de la Capilla Expiatoria, pero Julio Desnoyers llegó media hora antes, con la impaciencia del enamorado que cree adelantar el momento de la cita presentándose con anticipación. Al pasar la verja por el bulevar Haussmann, se dió cuenta repentinamente de que en París el mes de Julio pertenece al verano. El curso de las estaciones era para él en aquellos momentos algo embrollado que exigía cálculos.
Habían transcurrido cinco meses desde las últimas entrevistas en este square que ofrece á las parejas errantes el refugio de una calma húmeda y fúnebre junto á un bulevar de continuo movimiento y en las inmediaciones de una gran estación de ferrocarril. La hora de la cita era siempre las cinco. Julio veía llegar á su amada á la luz de los reverberos, encendidos recientemente, con el busto envuelto en pieles y llevándose el manguito al rostro lo mismo que un antifaz. La voz dulce, al saludarle, esparcía su respiración congelada por el frío: un nimbo de vapor blanco y tenue. Después de varias entrevistas preparatorias y titubeantes, abandonaron definitivamente el jardín. Su amor había adquirido la majestuosa importancia del hecho consumado, y fué á refugiarse de cinco á siete en un quinto piso de la rue de la Pompe, donde tenía Julio su estudio de pintor. Las cortinas bien corridas sobre el ventanal de cristales, la chimenea ardiente esparciendo palpitaciones de púrpura como única luz de la habitación, el monótono canto del samovar hirviendo junto á las tazas de té, todo el recogimiento de una vida aislada por el dulce egoísmo, no les permitió enterarse de que las tardes iban siendo más largas, de que afuera aún lucía á ratos el sol en el fondo de los pozos de nácar abiertos en las nubes, y que la primavera, una primavera tímida y pálida, empezaba á mostrar sus dedos verdes en los botones de las ramas, sufriendo las últimas mordeduras del invierno, negro jabalí que volvía sobre sus pasos.
Luego, Julio había hecho un viaje á Buenos Aires, encontrando en el otro hemisferio las últimas sonrisas del otoño y los primeros vientos helados de la pampa. Y cuando se imaginaba que el invierno era para él la eterna estación, pues le salía al paso en sus cambios de domicilio de un extremo á otro del planeta, he aquí que se le aparecía inesperadamente el verano en este jardín de barrio.
Un enjambre de niños correteaba y gritaba en las cortas avenidas alrededor del monumento expiatorio. Lo primero que vió Julio al entrar fué un aro que venía rodando hacia sus piernas empujado por una mano infantil. Luego tropezó con una pelota. En torno de los castaños se aglomeraba el público habitual de los días calurosos, buscando la sombra azul acribillada de puntos de luz. Eran criadas de las casas próximas que hacían labores ó charlaban, siguiendo con mirada indiferente los juegos violentos de los niños confiados á su vigilancia; burgueses del barrio que descendían al jardín para leer su periódico, haciéndose la ilusión de que les rodeaba la paz de los bosques. Todos los bancos estaban llenos. Algunas mujeres ocupaban taburetes plegadizos de lona, con el aplomo que confiere el derecho de propiedad. Las sillas de hierro, asientos sometidos á pago, servían de refugio á varias señoras cargadas de paquetes, burguesas de los alrededores de París que esperaban á otros individuos de su familia para tomar el tren en la Gare Saint-Lazare... Y Julio había propuesto en una carta neumática el encontrarse como en otros tiempos en este lugar, por considerarlo poco frecuentado. Y ella, con no menos olvido de la realidad, fijaba en su respuesta la hora de siempre, las cinco, creyendo que, después de pasar unos minutos en el Printemps ó las Galerías con pretexto de hacer compras, podría deslizarse hasta el jardín solitario, sin riesgo á ser vista por alguno de sus numerosos conocimientos...
Desnoyers gozó una voluptuosidad casi olvidada—la del movimiento en un vasto espacio—al pasear haciendo crujir bajo sus pies los granos de arena. Durante veinte días, sus paseos habían sido sobre tablas, siguiendo con el automatismo de un caballo de picadero la pista ovoidal de la cubierta de un buque. Sus plantas, habituadas á un suelo inseguro, guardaban aún sobre la tierra firme cierta sensación de movilidad elástica. Sus idas y venidas no despertaban la curiosidad de las gentes sentadas en el paseo. Una preocupación común parecía abarcar á todos, hombres y mujeres. Los grupos cruzaban en alta voz sus impresiones. Los que tenían un periódico en la mano veían aproximarse á los vecinos con sonrisa de interrogación. Habían desaparecido de golpe la desconfianza y el recelo que impulsan á los habitantes de las grandes ciudades á ignorarse mutuamente, midiéndose con la vista cual si fuesen enemigos.
«Hablan de la guerra—se dijo Desnoyers—. Todo París sólo habla á estas horas de la posibilidad de la guerra.»
Fuera del jardín se notaba igualmente la misma ansiedad, que hacía á las gentes fraternales é igualitarias. Los vendedores de periódicos pasaban por el bulevar voceando las publicaciones de la tarde. Su carrera furiosa era cortada por las manos ávidas de los transeuntes, que se disputaban los papeles. Todo lector se veía rodeado de un grupo que le pedía noticias ó intentaba descifrar por encima de sus hombros los gruesos y sensacionales rótulos que encabezaban la hoja. En la rue des Mathurins, al otro lado del square, un corro de, trabajadores, bajo el toldo de una taberna, oía los comentarios de un amigo, que acompañaba sus palabras agitando el periódico con ademanes oratorios. El tránsito en las calles, el movimiento general de la ciudad, era lo mismo que en los otros días, pero á Julio le pareció que los vehículos iban más aprisa, que había en el aire un estremecimiento de fiebre, que las gentes hablaban y sonreían de un modo distinto. Todos parecían conocerse. A él mismo le miraban la mujeres del jardín como si le hubiesen visto en los días anteriores. Podía acercarse á ellas y entablar conversación, sin que experimentasen extrañeza.
«Hablan de la guerra», volvió á repetirse; pero con la conmiseración de una inteligencia superior que conoce el porvenir y se halla por encima de las impresiones del vulgo.
Sabía á qué atenerse. Había desembarcado á las diez de la noche, aún no hacía veinticuatro horas que pisaba tierra, y su mentalidad era la de un hombre que viene de lejos, á través de las inmensidades oceánicas, de los horizontes sin obstáculos, y se sorprende viéndose asaltado por las preocupaciones que gobiernan á las aglomeraciones humanas. Al desembarcar había estado dos horas en un café de Boulogne, contemplando cómo las familias burguesas pasaban la velada en la monótona placidez de una vida sin peligros. Luego, el tren especial de los viajeros de América le había conducido á París, dejándolo á las cuatro de la madrugada en un andén de la estación del Norte entre los brazos de Pepe Argensola, joven español al que llamaba unas veces «mi secretario» y otras «mi escudero», por no saber con certeza qué funciones desempeñaba cerca de su persona. En realidad, era una mezcla de amigo y de parásito, el camarada pobre, complaciente y activo que acompaña al señorito de familia rica en mala inteligencia con sus padres, participando de las alternativas de su fortuna, recogiendo las migajas de los días prósperos é inventando expedientes para conservar las apariencias en las horas de penuria.
—¿Qué hay de la guerra?—lo había dicho Argensola antes de preguntarle por el resultado de su viaje—. Tú vienes de fuera y debes saber mucho.
Luego se había dormido en su antigua cama, guardadora de gratos recuerdos, mientras el «secretario» paseaba por el estudio hablando de Servia, de Rusia y del kaiser. También este muchacho, escéptico para todo lo que no estuviese en relación con su egoísmo, parecía contagiado por la preocupación general. Cuando despertó, la carta de ella citándole para las cinco de la tarde contenía igualmente algunas palabras sobre el temido peligro. A través de su estilo de enamorada parecía transpirar la preocupación de París. Al salir en busca del almuerzo, la portera, con pretexto de darle la bienvenida, le había pedido noticias. Y en el restorán, en el café, en la calle, siempre la guerra... la posibilidad de una guerra con Alemania...
Desnoyers era optimista. ¿Qué podían significar estas inquietudes para un hombre como él, que acababa de vivir más de veinte días entre alemanes, cruzando el Atlántico bajo la bandera del Imperio?...
Había salido de Buenos Aires en un vapor de Hamburgo: el König Friedrich August. El mundo estaba en santa tranquilidad cuando el buque se alejó de tierra. Sólo en Méjico blancos y mestizos se exterminaban revolucionariamente, para que nadie pudiese creer que el hombre es un animal degenerado por la paz. Los pueblos demostraban en el resto del planeta una cordura extraordinaria. Hasta en el trasatlántico, el pequeño mundo de pasajeros, de las más diversas nacionalidades, parecía un fragmento de la sociedad futura implantado como ensayo en los tiempos presentes, un boceto del mundo del porvenir, sin fronteras ni antagonismos de razas.
Una mañana, la música de á bordo, que hacía oir todos los domingos el Coral de Lutero, despertó á los durmientes de los camarotes de primera ciase con la más inaudita de las alboradas. Desnoyers se frotó los ojos creyendo vivir aún en las alucinaciones del sueño. Los cobres alemanes rugían la Marsellesa por los pasillos y las cubiertas. El camarero, sonriendo ante su asombro, acabó por explicar el acontecimiento: «Catorce de Julio». En los vapores alemanes se celebran como propias las grandes fiestas de todas las naciones que proporcionan carga y pasajeros. Sus capitanes cuidan escrupulosamente de cumplir los ritos de esta religión de la bandera y del recuerdo histórico. La más insignificante República ve empavesado el buque en su honor. Es una diversión más, que ayuda á combatir la monotonía del viaje y sirve á los altos fines de la propaganda germánica. Por primera vez la gran fecha de Francia era festejada en un buque alemán; y mientras los músicos seguían paseando por los diversos pisos una Marsellesa galopante, sudorosa y con el pelo suelto, los grupos matinales comentaban el suceso. «¡Qué finura!—decían las damas sudamericanas—. Estos alemanes no son tan ordinarios como parecen. Es una atención... algo muy distinguido. ¿Y aún hay quien cree que ellos y Francia van á golpearse?...»
Los contadísimos franceses que viajaban en el buque se veían admirados, como si hubiesen crecido desmesuradamente ante la pública consideración. Eran tres nada más: un joyero viejo que venía de visitar sus sucursales de América y dos muchachas comisionistas de la rue de la Paix, las personas más modositas y tímidas de á bordo, vestales de ojos alegres y nariz respingada, que se mantenían aparte, sin permitirse la menor expansión en este ambiente poco grato. Por la noche hubo banquete de gala. En el fondo del comedor, la bandera francesa y la del Imperio formaban un vistoso y disparatado cortinaje. Todos los pasajeros alemanes iban de frac y sus damas exhibían las blancuras de sus escotes. Los uniformes de los sirvientes brillaban como en un día de gran revista. A los postres sonó el repiqueteo de un cuchillo sobre un vaso, y se hizo el silencio. El comandante iba á hablar. Y el bravo marino, que unía á sus funciones náuticas la obligación de hacer arengas en los banquetes y abrir los bailes con la dama de mayor respeto, empezó el desarrollo de un rosario de palabras semejantes á frotamientos de tabletas, con largos intervalos de vacilante silencio. Desnoyers sabía un poco de alemán, como recuerdo de sus relaciones con los parientes que tenía en Berlín, y pudo atrapar algunas palabras. El comandante repetía á cada momento «paz» y «amigos». Un vecino de mesa, comisionista de comercio, se ofreció como intérprete, con la obsequiosidad del que vive de la propaganda.
—El comandante pide á Dios que mantenga la paz entre Alemania y Francia y espera que cada vez serán más amigos los dos pueblos.
Otro orador se levantó en la misma mesa que ocupaba el marino. Era el más respetado de los pasajeros alemanes, un rico industrial de Düsseldorf que venía de visitar á sus corresponsales de América. Nunca lo designaban por su nombre. Tenía el título de consejero de Comercio, y para sus compatriotas era Herr Comerzienrath, así como su esposa se hacía dar el título de Frau Rath. La «señora consejera», mucho más joven que su importante esposo, había atraído desde el principio del viaje la atención de Desnoyers. Ella, por su parte, hizo una excepción en favor de este joven argentino, abdicando su título desde la primera conversación. «Me llamo Berta», dijo dengosamente, como una duquesa de Versalles á un lindo abate sentado á sus pies. El marido también protestó al oir que Desnoyers le llamaba «consejero» como sus compatriotas: «Mis amigos me llaman capitán. Yo mando una compañía de la landsturm.» Y el gesto con que el industrial acompañó estas palabras revelaba la melancolía de un hombre no comprendido, menospreciando los honores que goza para pensar únicamente en los que no posee.
Mientras pronunciaba el discurso, Julio examinó su pequeña cabeza y su robusto pescuezo, que le daban cierta semejanza con un perro de pelea. Imaginariamente veía el alto y opresor cuello del uniforme haciendo surgir sobre sus bordes un doble bullón de grasa roja. Los bigotes enhiestos y engomados tomaban un avance agresivo. Su voz era cortante y seca, como si sacudiese las palabras... Así debía lanzar el emperador sus arengas. Y el burgués belicoso, con instintiva simulación, encogía el brazo izquierdo, apoyando la mano en la empuñadura de un sable invisible.
A pesar de su gesto fiero y su oratoria de mando, todos los oyentes alemanes rieron estrepitosamente á las primeras palabras, como hombres que saben apreciar el sacrificio de un Herr Comerzienrath cuando se digna divertir á una reunión.
—Dice cosas muy graciosas de los franceses—apuntó el intérprete en voz baja—. Pero no son ofensivas.
Julio había adivinado algo de esto al oir repetidas veces la palabra franzosen. Se daba cuenta aproximadamente de lo que decía el orador: «Franzosen, niños grandes, alegres, graciosos, imprevisores. ¡Las cosas que podrían hacer juntos los alemanes y ellos, si olvidaban los rencores del pasado!» Los oyentes germanos ya no reían. El consejero renunciaba á su ironía, una ironía grandiosa, aplastante, de muchas toneladas de peso, enorme como el buque. Ahora desarrollaba la parte seria de su arenga, y el mismo comisionista parecía conmovido.
—Dice, señor—continuó—, que desea que Francia sea muy grande y que algún día marchemos juntos contra otros enemigos... ¡contra otros!
Y guiñaba un ojo sonriendo maliciosamente, con la misma sonrisa de común inteligencia que despertaba en todos esta alusión al misterioso enemigo.
Al final, el capitán consejero levantó su copa por Francia. «¡Hoc!», gritó como si mandase una evolución á sus soldados de la reserva. Por tres veces dió el grito, y toda la masa germánica, puesta de pie, contestó con un «¡Hoc!» semejante á un rugido, mientras la música, instalada en el antecomedor, rompía á tocar la Marsellesa.
Desnoyers se conmovió. Un escalofrío de entusiasmo subía por su espalda. Se le humedecieron los ojos, y al beberse el champañ creyó haber tragado algunas lágrimas. El llevaba un nombre francés, tenía sangre francesa, y lo que hacían aquellos gringos—que las más de las veces le parecían ridículos y ordinarios—era digno de agradecimiento. ¡Los subditos del kaiser festejando la gran fecha de la Revolución!... Creyó estar asistiendo á un gran suceso histórico.
—¡Muy bien!—dijo á otros sudamericanos que ocupaban las mesas inmediatas—. Hay que reconocer que han estado muy gentiles.
Luego, con la vehemencia de sus veintisiete años, acometió en el antecomedor al joyero, echándole en cara su mutismo. Era el único ciudadano de Francia que iba á bordo. Debía haber dicho cuatro palabras de agradecimiento. La fiesta terminaba mal por su culpa.
—¿Y por qué no ha hablado usted, que es hijo de francés?—dijo el otro.
—Yo soy ciudadano argentino—contestó Julio.
Y se alejó del joyero, mientras éste, pensando que «podía haber hablado», daba explicaciones á los que le rodeaban. Era muy peligroso mezclarse en asuntos diplomáticos. Además, él «no tenía instrucciones de su gobierno». Y por unas cuantas horas se creyó un hombre que había estado á punto de desempeñar un gran papel en la Historia.
Desnoyers pasaba el resto de la noche en el fumadero, atraído por la presencia de la «señora consejera». El capitán de la landsturm, avanzando un enorme cigarro entre sus bigotes, jugaba al poker con otros compatriotas que le seguían en orden de dignidades y riquezas. Su compañera se mantenía al lado suyo gran parte de la velada, presenciando el ir y venir de los camareros cargados de bocks, sin atreverse á intervenir en este consumo enorme de cerveza. Su preocupación era guardar un asiento vacío junto á ella para que lo ocupase Desnoyers. Le tenía por el hombre más «distinguido» de á bordo porque tomaba champañ en todas las comidas. Era de mediana estatura, moreno, con un pie breve—que la obligaba á ella á recoger los suyos debajo de las faldas—, y su frente aparecía como un triángulo bajo dos crenchas de pelo lisas, negras, lustrosas cual planchas de laca. El tipo opuesto de los hombres que la rodeaban. Además vivía en París, en la ciudad que ella no había visto nunca, después de numerosos viajes por ambos hemisferios”.

Fuente: Editorial Cruz y Raya.  Año: 1925.

domingo, 3 de julio de 2016

LECTURAS. FRAGMENTOS. Página: 775. NOVELA. LA MONTAÑA MÁGICA.


LECTURAS. FRAGMENTOS.  LA MONTAÑA MÁGICA.Thomas Mann.
Pero el italiano desdeñó esos cumplidos y continuó diciendo:
—De todos modos, me permitirá, ingeniero, que admire su objetividad y tranquilidad de espíritu. Casi llega a lo grotesco, creo que estará conforme, pues las cosas, tal como se presentan... Al fin y al cabo, ese grandullón le ha robado a Beatrice... Llamo a las cosas por su nombre... ¿Y usted...? Eso no tiene precedentes.
—Diferencias de temperamento, señor Settembrini. Diferencias de la raza, en lo que se refiere a la galantería caballeresca y al ardor de la sangre. Naturalmente, usted, como hombre del sur, habría recurrido al veneno o al puñal, y en todo caso daría a la aventura un carácter mundano y apasionado; en una palabra, usted obraría como un gallo. Eso sería sin duda muy viril y galante, pero respecto a mí, la cosa es diferente. Yo no soy viril hasta el punto de ver en el rival más que el macho enamorado de la misma mujer; en realidad, tal vez no soy nada viril, o al menos no lo soy de esa manera que llamo a pesar mío, «mundana», no sé por qué. Me pregunto de todo corazón si tengo algo que reprocharle. ¿Me ha ofendido en algo? Una ofensa debe hacerse con intención; de lo contrario, ya no es ofensa. Respecto al hecho tendría que dirigirme a ella. Pero yo no tengo ningún derecho, ni de un modo general ni particularmente, en lo que se refiere a Peeperkorn. En primer lugar, es una personalidad, lo que significa algo para las mujeres, y en segundo lugar no es un civil como yo, es una especie de militar, como mi primo, es decir, que tiene pundonor, es el sentimiento, la vida... Digo tonterías, pero prefiero embrollarme un poco y expresar las cosas difíciles a medias, antes de apelar a los lugares comunes tradicionales. Tal vez hay algún rasgo militar en mi carácter, si me permite decirlo así...
—Dígalo, dígalo —manifestó Settembrini—. En todo caso, sería un rasgo digno de alabanza. El valor de conocerse y expresarse, es literatura, humanismo...
Y se separaron sin añadir más.

viernes, 1 de julio de 2016

Novela.Fragmento. Mariposas Negras para un Asesino. (Trilogía).


(Fragmento. Mariposas Negras para un Asesino. (Premio UNA-Palabra 2004).
Noviembre-diciembre de 1999.
Hoy he visitado a Casasola Brown, al llegar estaba en su enorme biblioteca. Apenas  me  atisbó dijo que me sentara en el gran sillón de las visitas.  Me pareció que estaba enfermo y un poco agitado aunque su voz decía todo lo contrario. Uno no sabe con don Julián si está bien o si está mal de salud.
Su cara lucía muy blanca, esa blancura marmórea de las personas que  no  reciben sol. Unas enormes ojeras delataban el cansancio de una larga vigilia. Pero, sus  ojos negros estaban como siempre: vivísimos, atentos a todo lo que mira.
Me  manifestó que estaba interesado releyendo un libro de la Edad Media que había adquirido en un anticuario en la vieja Europa. “Es un libro sobre esoterismo” comentó mientras me lo mostraba. Me preguntó si tenía una idea clara de lo que significa el “esoterismo”.
“No es que crea en todo lo que se dice, pero es interesante, muy interesante. Siempre debemos de tener lo ojos bien abiertos ante la realidad. Además, la gente tiene un concepto equivocado de lo que es el “esoterismo”, en buen castellano significa lo que está oculto. No lo incomprensible, sino lo que está vedado a los demás por razones o circunstancias que la gente común no puede y no debe conocer.” afirmó.
El libro era auténtico, de la Edad Media. Sus páginas amarillentas y el encuadernado confirmaban lo manifestado por don Julián. Unas  figuras de animales míticos ilustraban cada capítulo. Era un libro de tapa dura, de color café y con el lomo rojo.  No me cupo la menor duda: el libro era  medieval. A don Julián siempre le interesan los documentos antiguos de todo tipo.
También me comentó que estaba leyendo un texto sobre los inquisidores españoles e italianos.
“Querido amigo si estuviéramos en el medioevo tú y yo estaríamos cerca muy cerca de la hoguera. Es increíble como podemos pasar de un estadio del pensamiento a otro. El dualismo del hombre no tiene fronteras  lo que deja hacer y lo que prohíbe” farfulló,  y calló con un gran suspiro.
A veces no entiendo algunas cosas que comenta porque yo no soy culto como él, pero no me importa, me gusta cómo habla y lo que dice. Mis estudios llegan hasta un primer año en la Universidad de Costa Rica, lo que llaman Estudios Generales.
Con él he aprendido muchas cosas, al contrario de Juancho, que no le presta demasiada atención a los discursos de don Julián. A mí siempre me ha gustado oír a la gente inteligente y culta hablar y creo que don Julián lo es, no me cabe la menor duda. Diría que posee un saber enciclopédico. Es indudable que la herencia la ha ocupado para enriquecer “su visión de mundo” como llama él a la realidad.
Hoy cuando lo visité estaba como siempre:
con su cabello gris cenizo hasta los hombros que le da cierto aire de hierofante. Además – lo debo confesar- que así de negro cuando gesticula con esas finas y delgadas manos blanquísimas parecieran que tienen vida autónoma e independiente respecto a los demás miembros de su cuerpo. Al hablar, ellas son las que dictan las pausas a toda su conversación. Quizá por eso las tiene siempre a la vista de su interlocutor, jamás las esconde como hacen muchas personas,  con don Julián es todo lo contrario. Si las manos se pudieran clasificar en clases sociales como los hombres, diría que don Julián posee unas manos aristocráticas, porque no son esas gruesas y burdas manos de campesino que tienen la mayoría de los hombres.
 Don Julián posee un bastón con empuñadura de plata y cabeza de lechuza que utiliza para poder caminar. No cabe la menor duda, que don Julián es todo un personaje...

Nos dirigimos al jardín interior de la mansión. Es un pequeño ritual que tenemos, charlar cerca del agua, cerca del bosquecillo interior. Don Julián sabe cuánto me gusta esa área de su casa.  Es hermosísima la cascada. El agua se desliza  en una delgada lámina de cristal que va a depositarse directamente a la fuente y de allí es engullida por cuatro cabezas de delfines para luego ser arrojada al aire.
En un sendero del jardín buscamos unos asientos de piedra y conversamos sobre acontecimientos cotidianos y de la menor trascendencia.
Don Julián es un verdadero mimetizador, un verdadero camaleón: se acomoda a cualquier plática. De seguro que si dejara su mundo, tendría muchos amigos. Pero, no es así. Vive aislado del exterior, es un autoexiliado. Lo mejor es que él no lo lamenta. Juancho y yo sospechamos que hace unos años atrás salía de noche.  Nunca nos lo confesó. Ahora no recuerdo quién o quiénes nos  hicieron el siguiente comentario de don Julián:
“-¿Sabés a quién hemos visto anoche en el nigth club con las putas del Colt 45?, vociferaron unos amigos  cincuentones y que eran  veteranos al igual que nosotros en Medicatura Forense en son de chisme.
-¿A quién?, respondimos con curiosidad.
-Pues a don Julián. Eso creemos, debió ser él, eso sí: nos pareció menos viejo. Estábamos un poco borrachos y por eso no nos interesó demasiado averiguar si era  don Julián o alguien que se parecía demasiado. Además, el hombre  al sentir nuestras miradas en un abrir y cerrar de ojos desapareció en medio de las putas y de las sombras”.
Esa es la duda que tenemos: ¿era don Julián? Juancho argumenta que es imposible, que fue por culpa de la borrachera  que creyeron ver  nuestros compañeros  a don Julián. Que don Julián vive como en otro Universo, en otra dimensión de la realidad. Y por eso a él no le extraña que no salga. Yo, me resisto  pensar que alguien pueda vivir así aislado.  Don Julián dice que el mundo exterior es un asco,  y que en su mansión no le falta nada. En efecto todo lo tiene: fax, internet, antena parabólica, celular, telefóno inhalámbrico y unas altas murallas con cámaras de televisión que miran al mundo que desea negar y que lo protegen de todo y de todos. ¡Pueda que en  otra época  haya salido de su mundo, de sus sombras!
Ya para  el período en que dejó de trabajar y heredó una gran fortuna salía poco de día según sus propias palabras. Fue en esos años, que tuvo una transformación increíble tanto física como mental. No sé cómo explicarlo. Física porque sus rasgos se volvían muchas veces duros y envejecidos y otras veces cobraban una lozanía única como la de un chico dependiendo de su estado anímico. Mental porque parecía  adivinar las preguntas y respuestas de Juancho y mías  en una conversación. Creo que esto comenzó en el periodo en que viajó a Europa por espacio de varios años. En esos años  compró la mansión.
Nunca nos quisó decir el por qué permaneció tanto  tiempo en Inglaterra, argumentó que la razón fue para aprender inglés y otras lenguas y así lo hizo. Aprendió inglés británico que da un gusto oírlo hablar con ese acento tan elegante y golpeadito de los “british” y nada de arrastrar vocales y hablar con la nariz como lo hacen nuestros amigos del norte. ¡Juancho y yo creemos que tuvo otras razones para  una estancia tan prolongada en Inglaterra!
Después de su regreso, lo fuimos viendo menos, se fue aislando. Solamente una llamada telefónica, una carta y unas esporádicas invitaciones a la mansión y “pare de contar”. Don Julián pasó a ser un recuerdo, una memoria dentro de otra memoria desperdigada en el pensamiento de compañeros y patólogos aquí en Medicatura Forense. Y de ser un hombre real, una existencia física, pasó a ser una leyenda, un ser imaginario y fabuloso. Fabuloso por su historia, por su fortuna que heredó y dejó a todos boquiabiertos. Quizá la mayoría en el fondo deseamos tener un abuelo paterno o materno que nos herede como a don Julián, de allí su leyenda.
Sabemos que tuvo contacto con otras personas en otro tiempo que lo visitaban  en la mansión. Nunca nos quiso decir quién o quienes eran. Siempre mantuvo en reserva sus nombres. Nada de referencias o alusiones a nombres y apellidos o  sitios. Tampoco nosotros  hicimos preguntas, la discresión siempre ha sido nuestro lema. Si hay algo que a don Julián lo irrite son los interrogatorios o las preguntas indiscretas. Siempre hemos dejado que él haga las preguntas o que él cuente “su historia”. Su vida presente  y pasada son terrenos inexploradoras por nosotros, son territorios  que no ingresamos y que respetamos su decisión.
Al licenciado Henry, le mentimos al descaro:   no es cierto que Juancho y yo tenemos una comunicación cotidiana con don Julián. A decir verdad, teníamos muchos años sin verlo. La broma de los álbumes es cierta en parte y en parte no. No es cierto que don Julián coleccione fotografías de chicas muertas, sí es cierto que le gusta mirarlas y en alguna ocasión se ha dejado una que otra. Nosotros pensamos que tiene ciertas inclinaciones necrofílicas, esa fue la razón de no molestarse con nosotros y nos siguió el juego que le hicimos al doctorcito. Entre las fotografías de las chicas muertas tiene una que es su preferida, La Bella sin Marcas, de esta mujer, sí que tiene varias fotografías, lo volvió loco desde la primera foto hasta la última que le llevamos.

La historia de la chica muerta y que don Julián se quedara dormido mientras profanaba su cadáver,  no sabemos si fue así. El lo niega, nosotros no sabríamos decir  si la crónica es verdadera o falsa y ante la duda mejor lo absolvemos, como dicen los jueces.
  Que la necrofilia es práctica común y documentada entre los morgueros en todo el mundo a pesar del repudio del común de la gente es una verdad innegable. Es una enfermedad que va pudriendo el alma de todos los morgueros. Nosotros no hemos llegado a tener contacto físico con los muertos o muertas. No negamos que sí nos gusta tomar fotografías  a mujeres bellas que han dejado este mundo.

Nuestra comunicación con Casasola es por medio del E Mail, o por medio del chat en Internet, este es el mayor acercamiento que hemos tenido los últimos años con don Julián.
Es cierto – no cabe la menor duda- que nos quiere como si fuéramos sus hijos, pero es un padre poco amoroso, somos los desheredados de sus conocimientos, no ha querido  hablarnos de lo que aprendió en Europa. Dice que nos haría más mal que bien. En ocasiones se arrepiente – eso me parece -  y manifiesta todo lo contrario. Nos dice que  debemos de estar  “preparados” y él  entonces nos contará. ¿Que querrá decir con esto? ¿Esoterismo? ¿Estudios paranormales? No lo sabemos.

***

Alejandra Pizarnik & León Ostrov Cartas. No.7


 Carta N.º 7[21]
Muy querido León Ostrov:
Espero que habrá recibido mi carta anterior, dedicada exclusivamente al tema «televisión y trabajo». Lamento anunciarle que lo de la televisión no anduvo pero que en cambio me sirvió para ponerme en contacto con la revista Cuadernos, en la que soy ahora empleada (y robadora de hojas, como es evidente). Trabajo desde el lunes, hoy es mi cuarto día, estoy contenta y no lo estoy, tengo un horario de oficinista, 9 a 12 y 14 a 18. El sueldo es muy bueno y sirve para vivir tranquilamente en esta ciudad que ya está en mí y que, según todos mis deseos, no abandonaré tan pronto. Pero le escribo a usted todo esto porque me siento un poco confusa con la novedad de que mi deseo de quedarme será realizado (si bien me excedo en el optimismo pues los tres primeros meses de todo empleo parisino son de prueba, y nosotros sabemos lo lejana que estoy de la empleada eficaz y necesaria. En fin…). El gran y enorme problema es, como decíamos ayer, mi madre. Ella sabe que tengo pasaje que me sirve para volver hasta marzo (mi anhelo secreto es devolverlo y comprarme algún autito viejo). Ahora bien: necesito de todas las fuerzas del mundo para no hacer la hija pródiga, para no volver y llorar y prometer ser buena y pedir perdón por haber nacido. Todos estos meses de soledad, de cambio de domicilio, de búsqueda de empleo, me han fortalecido algo. Para darle una idea de mi vida por aquí: dejé la casa de mi tío en Agosto y me fui a la residencia universitaria de Antony (veinte minutos de París) donde me quedé dos meses hasta que me cansé de su confort, de su ambiente universitario, de su poca relación con París, etc. La semana pasada me conseguí una pieza en un sexto piso de la Place de Clichy (en el corazón de Clichy, lleno de prostitutas y compañía). El hecho de que yo, la nacida temerosa y miedosa por orden y venganza de no sé quién, habite sola y solitaria una chambre de bonne en una dudosa calle de Montmartre, no es un hecho vulgar y corriente en la historiografía alejandrina. La pieza es muy hermosa pues no tiene ratas ni pieles sarnosas de viejas locas, pero en cambio no tiene agua y el baño (un agujero detrás de una puerta) queda a unos sesenta metros, y para ir allí ¡¡¡¡¡¡¡no hay luz de noche!!!!! Quiere decir que te prendes un fósforo y tanteas las paredes y las puertas hasta llegar a un infecto agujero casi siempre ocupado por un viejo siniestro que te saluda con los ojos en tu… Bueno, estoy exagerando, como siempre. Y ya que hablamos de corredores oscuros y agujeros volvamos al tema «madre»: a mi temor de volver por temor a su temor. A su venganza silenciosa. En fin, a todo eso que está en cualquier manual de psicoanálisis. Pero me gustaría quedarme varios años, ganarme mi vida varios años, trabajar como cualquier ser adulto, escribir (estoy escribiendo), no pensar en publicar sino escribir algunos años, sin urgencia, lentamente, tranquila, etc. Y además leer, estudiar, en fin, vivir adultamente. Si consigo quedarme en este empleo (estoy trabajando con Edmundo Eichelbaum, quiero decir, en la misma oficina, creo que usted lo conoce; en verdad, fue él quien le habló de mí a Gorkin y fue por él que conseguí el empleo). Lo que sucede es que no deja de parecerme irrisorio y sorprendente donar siete horas de mi día, donarlas así, sabiendo que la muerte existe, y muchas cosas hermosas existen, y muchas cosas terribles, y trabajar así, como si no pasara nada, como si uno no viniera a la tierra por un tiempo breve. Todo esto me asombra profundamente, pero considerando racionalmente que hace un mes yo me quería suicidar, considerando que la imagen de mi vida era un golpearse la cabeza en la pared, y que ahora, cuando salgo de aquí, sólo tengo sed de cosas bellas, considerando todo esto, creo, en fin, que todo irá mejor. Y ahora lo dejo. Abrazos para usted, Aglae y Andrea,
Alejandra

Respuesta de León Ostrov
Buenos Aires, octubre 21 de 1960.

Querida Alejandra:
Me pregunta Ud. si recibí su carta anterior, dedicada al tema: T. V. y trabajo. Sí, la recibí, y a mi vez le pregunto si recibió la mía porque su interrogante me lleva a pensar que no llegó a Ud. La mandé al Consulado, y en ella trataba de colaborar con Ud. en el asunto Vallejo.
Me alegra todo lo que me dice en su carta. Creo que es el camino para Ud., por lo menos inmediatamente. Si siente que está logrando conciliar sus proyectos, a pesar de las siete horas de oficina, no ceda. Defiéndase, defiéndalos. Veo —complacido— que lo que siempre sostuve —que París es terapéutico— se está cumpliendo. Espero que no me defraude, y que pueda pasar por esos tres meses de prueba y poder quedar así en el empleo. Yo la «veo» a Ud. viviendo en París. Es una ciudad para espíritus como el suyo. Me acuerdo que Phillips —un psicoanalista inglés que estuvo hace un par de años en Buenos Aires, excepcionalmente culto— me decía que sus vacaciones —y eventualmente los fines de semana— los pasa en París. Y me acuerdo que yo, cuando estuve en el 55 en Europa, la primera ciudad que visité fue París. Arreglé mis cosas para recorrer algunas otras, pero para terminar mi estada en Europa de nuevo en ella, como si necesitara, como última impresión, llevarme la de París, que está en mí y me dibuja un futuro feliz pensando que alguna vez estaré de nuevo allí.
Arregle sus cosas, acepte que en esta breve vida —es inevitable— tenemos que dormir y trabajar a veces en cosas que no nos interesan del todo, es decir, reducir las horas de la contemplación y de la tarea que expresa nuestra vocación mejor. Todo eso que, aparentemente es perder tiempo puede, en definitiva, no serlo. Recuerde aquel cartelito que Saint Paul Roux colocaba sobre la puerta de su habitación cuando se iba a dormir: «Se ruega no molestar. El poeta trabaja».
Trabaje, en lo suyo y en la oficina, puesto que esto último es condición inexorable para seguir en París. Y vaya ahorrando, si puede, algunos francos y córrase a Roma cuando pueda. Y ya me dirá.
Un gran abrazo mío, de Aglae y de Andrea,
León Ostrov


Como la dirección que pone en el sobre es ilegible, resuelvo mandarle ésta a la de su oficina. En todo caso, acláreme la suya, particular.

Novela. LECTURAS. FRAGMENTOS. La Montaña Mágica. Thomas Mann.


LECTURAS. FRAGMENTOS. LA MONTAÑA MÁGICA. Páginas: 709, 710,711.
Pero de la muerte, nadie que volviese de ella podría decir que vale la pena, pues no se la vive. Salimos de las tinieblas y entramos en las tinieblas. Entre esos dos instantes hay cosas vividas, pero nosotros no vivimos ni el principio ni el fin, ni el nacimiento ni la muerte; no tienen carácter subjetivo; como acontecimiento, no se hallan más que en el dominio de lo objetivo. Así pasa la cosa.
Tal era la manera de consolar del consejero. Esperamos que hiciese algún bien a la razonable señora Ziemssen. limbrick
Y sus seguridades se confirmaron, en efecto, bastante exactamente. Joachim, debilitado, durmió largas horas, durante sus últimos días; soñó también todo lo que le era agradable soñar, es decir, suponemos que vio en sueños el país llano y la vida militar, y cuando se despertaba y le preguntaban cómo se encontraba, contestaba siempre, aunque indistintamente, que se sentía bien y feliz, a pesar de que apenas tuviese pulso y no sintiese casi el pinchazo de la jeringa de inyecciones. Su cuerpo habíase vuelto insensible, le hubiesen podido quemar y pellizcar, sin que eso interesara para nada al buen Joachim.
A pesar de esto, desde la llegada de su madre se operaron grandes cambios en él. Como le resultaba muy penoso el afeitarse y había dejado de hacerlo desde hacía ocho o diez días, su rostro estaba ahora encuadrado en una especie de collar de barba negra, de una barba de guerrero, como la que los soldados se dejan crecer en campaña y que, según opinión de todos, le daban una belleza viril. Sí, Joachim, de joven se había convertido en hombre maduro a causa de esa barba, y sin duda no solamente a causa de ella. Vivía deprisa, como un mecanismo de reloj que se estropea, franqueaba al galope las edades que no le era concedido alcanzar en el tiempo, y durante las últimas veinticuatro horas se convirtió en un anciano. La debilidad de su corazón le producía una hinchazón en el rostro, lo que daba a Hans Castorp la impresión de que la muerte debía ser, por lo menos, un esfuerzo muy penoso, a pesar de que Joachim, gracias a los frecuentes eclipses de su conciencia, no parecía darse cuenta. Esta hinchazón alcanzaba principalmente a los labios, y a la sequedad o el enervamiento del interior de la boca contribuía visiblemente a que Joachim balbucease como un viejo, cosa que le irritaba. Si no hubiese tenido esa molestia, decía balbuceando, todo hubiera ido bien, pero eso constituía una fastidiosa contrariedad.
Lo que quería decir al manifestar «que todo hubiera ido bien» no estaba muy claro. La tendencia de su estado al equívoco aparecía de una manera impresionante. Más de una vez dijo cosas de doble sentido. Parecía saber y no saber, y declaró una vez, visiblemente sacudido por un escalofrío de agotamiento, moviendo la cabeza y con una cierta contrición, que «jamás se había sentido tan mal afinado».
Luego su actitud se hizo distante, severa, inabordable, incluso incivil; no se dejaba impresionar por ninguna ficción ni por ningún paliativo, ni contestaba; miraba ante él con un aire ausente. Sobre todo después que el joven pastor, que Luisa Ziemssen había hecho llamar y que, con gran sentimiento de Hans Castorp, no llevaba alzacuello almidonado, sino sencillamente un pequeño cuello, hubo rezado con él, su actitud adquirió un empaque oficial y no expresó sus deseos más que bajo la forma de breves órdenes.
A las seis de la tarde manifestó una manía chocante. Con la mano derecha, cuya muñeca se hallaba más ceñida por un pequeño brazalete, se frotó repetidas veces la región de la cadera, elevando un poco la mano y luego arrastrándola hacia él, sobre la colcha, con un gesto de rascar, como si atrajese o recogiese algo.
A las siete murió, Alfreda Schidlknecht se encontraba en el comedor, y estaban únicamente presentes la madre y el primo. Joachim se había hundido en la cama y ordenó brevemente que le alzasen. Mientras que la señora Ziemssen enlazaba con su brazo la espalda de su hijo, obedeciendo esa orden, dijo éste con apresuramiento que inmediatamente debía redactar y enviar una solicitud de prolongación de su permiso, mientras decía eso, el «breve tránsito» se realizó, observado por Hans Castorp con recogimiento, a la luz de la lamparilla de la cabecera, velada con una pantalla roja. Los ojos giraron, la inconsciente tensión de sus facciones desapareció, la penosa hinchazón de los labios se desvaneció rápidamente, y el mudo rostro de nuestro Joachim recobró la belleza de una juventud viril.

jueves, 30 de junio de 2016

LECTURAS. FRAGMENTOS. LA MONTAÑA MÁGICA. Páginas: 701-702.


NOVELA. LECTURAS. FRAGMENTOS. LA MONTAÑA MÁGICA.  THOMAS MANN.
Diariamente Joachim asistía a la cura. Era un bello otoño; con pantalones de franela blanca y chaqueta azul, llegaba con frecuencia retrasado a las comidas, correcto y marcial, saludaba brevemente, de un modo amable y viril, se excusaba de su inexactitud y se sentaba en su sitio para la comida especial que le era preparada, pues ya no habría podido adaptarse a las comidas ordinarias sin correr el peligro de atragantarse. Le servían potajes, purés y papillas. Los vecinos de mesa comprendieron rápidamente la situación. Contestaban a su saludo con una cortesía y un apresuramiento marcados, le llamaban «teniente». En su ausencia interrogaban a Hans Castorp, y también acudían de las otras mesas para interrogarle. La señora Stoehr acudió retorciéndose las manos y se lamentó trivialmente. Pero Hans Castorp no contestó más que con monosílabos, reconoció la importancia del incidente, pero negó hasta un cierto punto su extrema gravedad; lo hizo por honor, con la sensación de que no tenía derecho a abandonar a Joachim prematuramente.
Paseaban juntos, recorrían tres veces al día la distancia prescrita, a la que el consejero había limitado a Joachim para evitar un gasto inútil de fuerzas. A la izquierda de su primo iba Hans Castorp. Antes hubiera sido así de otra manera, pero ahora Hans Castorp se mantenía con preferencia a su izquierda. No hablaban mucho, pronunciaban las palabras que el día normal del Berghof llevaba a sus labios y nada más. Sobre la cuestión que se hallaba en suspenso entre ellos, no había nada que decir, sobre todo entre gentes inclinadas al pudor y que no se llamaban por sus nombres de pila más que en circunstancias extremas. Sin embargo, la necesidad de expansiones se hacía sentir por instantes, se hallaba próxima a desbordar en el pecho de hombre paisano de Hans Castorp. Pero era imposible. Lo que había afluido dolorosa y tumultuosamente volvía a caer, y permanecía mudo.
Joachim iba a su lado, con la cabeza baja. Miraba al suelo, como si se considerase de la tierra. Era muy extraño: marchaba correctamente, saludaba, a los que pasaban, de un modo caballeresco, mantenía el porte y la corrección de siempre... y pertenecía a la tierra. ¡Dios mío, todos seremos de ella, tarde o temprano!

miércoles, 29 de junio de 2016

Alejandra Pizarnik & León Ostrov Cartas. No.6.


Carta N.º 6[20]
Muy querido León Ostrov:
Tenía pensado escribirle más tarde, cuando hubiera sobrevenido lo que yo esperaba y que tal vez sobrevenga pero yo ya no lo espero tanto, ni como antes, como ayer. Me habían propuesto que yo hiciera el scénario de un film corto sobre Vallejo para difundirse por la televisión en varios países sudamericanos. Acepté feliz. La propuesta coincidía con mi buen estado anímico: había salido mucho, había visto. Había acariciado la esperanza de quedarme en París mucho tiempo, indefinidamente, esperanza que se resolvió en certeza cuando la propuesta. La había aceptado con todas mis buenas intenciones de hacer algo alguna vez por mí, algo bueno y que me alegre, que me libere. De esto hace unos 15 días. Dos semanas sin ver nada, sin visitar a nadie, sino como empujada por algo o alguien terriblemente fuerte, y yo me decía: trabajá, si trabajás te vas a salvar. Anduve torturándome en la Biblioteca Nacional donde no hay nada sobre la vida de Vallejo. Ni siquiera tenía sus poemas que están agotados y que por fin me consiguió Jonquières. Fui a la Unesco y hablé con cuanto peruano existe. Por intermedio de un amigo de un amigo de un amigo de alguien que conozco di con la noticia de la existencia de una vieja bailarina peruana, viuda de Ernesto More, gran amigo de Vallejo. Anteayer, pues, fui a lo de una vieja condesa rusa fanáticamente marxista, que vive en «su» calle Visconti. Como la reunión era muy tarde pasé por el café Old Navy lleno de argentinos y no sé cómo fue pero enganché a un italiano que me acompañó. Llego y está el chico peruano (amigo de un amigo… etc.), la bailarina, la Condesa, una vieja bouquiniste que me vendió una vez el Kama–Sutra junto al Sena y un muchacho español que trabaja de sifonero en el verano y en el invierno ayuda a un filólogo a traducir al francés el Mío Cid. Todo muy interesante pero frustrador cuanto a Vallejo. La vieja bailarina se hacía la importante y mentía abiertamente. Por fin se dio el gusto y me enseñó cómo bailaba Vallejo cuando se embriagaba. Entonces me fui y era tarde y el italiano no pudo volver a su casa a causa del metro que no andaba a esa hora. Entonces se metió por la ventana de mi cuarto (habito provisoriamente en la Résidence Universitaire d’Antony: «Les visites masculines sont interdites»). Y por supuesto hicimos el amor —expresión infiel en este caso. Y todo pasó de una manera muy interesante sólo que es muy largo y difícil contarlo ahora. No es esto todo: me vi con la sirvienta de Jonquières, que tenía una revista peruana; me vi con Ricardo Paseyro, yerno del finado Supervielle; me vi ayer con Jorge Carrera Andrade, quien me miraba con desconfianza al principio y finalizó comprándome cigarrillos y nos veremos de nuevo, etc. En suma: no tengo casi nada de material para el film. Porque se necesitan cosas vivas, circunstancias, etc. Y no hay sino poemas e interpretaciones metafísicas. Además, con mi inteligencia muerta, con mi imaginación absurda, con mis visiones cada día más alucinadas, qué estructura dar a este film, de manera que sea aceptado por personas que piensan en el interés comercial y en la aceptación pública que puede tener. Y lo peor es que quiero encarnizadamente hacerlo. Y quiero que me den a mí los otros que piensan hacer: Darío, Gómez Carrillo, Supervielle, etc. Y me interesa profundamente ganar dinero haciéndolos, y me interesa hondamente aprender el oficio de escribir para la televisión.
Me pasé dos semanas en estado de ansiedad dichosa: todo esto que digo que me interesaría hacer se me presentaba posible. Y le confieso que pensé con alegría en la posibilidad de ganar mucho dinero, escribir sobre lo que existe y jamás sobre lo ausente, es decir, escribir produciendo obras que serían artículos de consumo (para la T. V.) y pensé con alegría, digo, en no escribir poemas nunca más. «Salvada», me dije. Pero me di cuenta que había exagerado: corrí y anduve mucho y me fatigué horriblemente y todos me decían si estoy enferma. Pero me hacía trampa, porque dentro de mí no hacía el scénario, no lo pensaba, dentro sólo había la esperanza de salvarme. Y cuando ayer recibí una carta bastante fría de mamá, motivada posiblemente por alguna desaprobadora de mi persona de mi tío de aquí (me he distanciado completamente de mi maldita familia) y me preguntaba cuándo volveré, (la primera vez que lo pregunta) y me decía cosas tan sin importancia, tanto hastío, tanta frustración en las pequeñas familias, que me juré trabajar hasta morir y no volver, o si vuelvo, volver fuerte y casi o algo o apenas libre. Pero hoy comienzo el scénario y me desespero. Entonces le escribo a usted, como si le pidiera que me ayude contra lo que en mí quiere ir a la caída, eso en mí enamorado de la miseria, de la pobreza, del malestar, del desamparo, de lo huérfano, de la muerte. Hasta pensé esto, a propósito del scénario: o lo haces y trabajas como una mujer adulta o te vas al Sena y das el sonido de un cuerpo menos. Pero no es tan fácil. No es tan fácil. Hoy, como no hice nada, me angustié y de pronto se vino todo: hice o se hicieron cinco poemas, absolutamente incomprensibles y no muy malos. Alegría entonces. Bienvenidos. Termino de escribirlos y se va la esperanza de la salvación por la profesión remunerada. Al diablo todo. Mientras lleguen los poemas. Pero quiero hacerlo. No quiero ir a Bs. As. a vivir con mi familia. Pero no puedo pensar en el scénario. No estoy muy angustiada ni muy triste pero no puedo pensar en las cosas concretas. No me interesan. Me pidió también una chica que hace cine y televisión que colabore con ella en un film corto sobre un desencuentro amoroso. Le di ideas buenas. Pero hacer los diálogos me es imposible. Yo no sé hablar como todos. Mis palabras suenan extrañas y vienen de lejos, de donde no es, de los encuentros con nadie. ¿Qué artículos de consumo fabricar con mi lenguaje de melancólica a perpetuidad? (A propósito de mí: ¿conoce Las noches blancas, de Dostoievski? Nunca sentí más fuerte temor que leyéndolo). Bueno, he creído que sería tan fácil cambiar como si fuera vestirse distintamente. Hasta me ocupé de leer los diarios en estas 2 semanas. Y saber de política. Hoy hice los poemas, necesito escribirle y medito en la muerte y en lo de siempre. Estoy absolutamente convencida de que la vida es invivible. Ejemplo: estamos muertos. Luego, quisiera trabajar y leer y escribir y ganar dinero y no ver nunca a mi familia, y estar sola sin sentirme culpable por eso. Vida tranquila, industriosa, la que me prometo siempre. Hasta que reviento y me embriago y fornico durante una noche que no es noche sino un oscuro rito para restablecer el hastío y la calma y la espera absurda de siempre. Le escribiré pronto, le diré cómo anda todo esto, posiblemente mal repito (lo digo proustianamente: para que no suceda, por el solo hecho de haberlo pensado). Lamento lo de la Facultad y de su «colega». No comprendo por qué la gente es tan idiota. Le envían gran saludos Jonquières y familia. Ayer la vi a N. Gerstein, y me dijo lo hermosa que es Andrea. Entonces, para ella, para usted y Aglae grandes abrazos,
Alejandra


Perdón por el exceso de pronombres en primera personas
 

ha salido en plural: la semana pasada tuve, al fin, una experiencia nervaliana: salgo de mi pieza, llego al parque, miro mi enorme ventana y ¿a quién vi, en un centésimo de segundo? A mí. Me asusté y me sentí feliz. La experiencia del doble me fascinó siempre. Es curioso, pero no me acusé de esquizofrenia. Mejor dicho, me sentí agradecida.

  Respuesta de León Ostrov


Querida Alejandra:
Apenas recibí su carta fui a «Verbum» para comprar un libro sobre la vida de Vallejo que hacía un tiempo había visto en la vidriera. Ya no estaba; lo habían vendido. Y Vázquez no pudo darme ningún dato concreto —autor, editor— como para tratar de conseguirlo en otra librería. Lo único que pudo decirme es que, dentro de uno o dos meses, lo recibirá de nuevo. Pasé por otras librerías y nadie sabía nada. Hubiera querido ayudarla con algo positivo en su empresa, pero desgraciadamente —por lo menos en forma inmediata— no es posible. Lo único que puedo hacer es, sí, decirle que si por unos días vivió con convicción y entusiasmo el proyecto, es indicio de que algo en Ud. está queriendo cambiar. No se desanime. Y no plantee las cosas como excluyentes. No se trata de no escribir más poemas para dedicarse a una literatura de distinta densidad. Si fuera así, le diría rotundamente que rechace toda invitación en ese sentido. Por otro lado no se engañe: no podría Ud. hacerlo: ni dejar de escribir poemas ni dedicarse exclusivamente a lo otro.
Además, creo que debería hacer, aun para T. V., lo que Ud. realmente siente. No se me escapa que la perspectiva comercial y el gran público como destinatario pueden ser un obstáculo insalvable, pero ¡quién sabe! A lo mejor lo suyo es captado, apreciado, porque su lenguaje, aunque lo considere Ud. como que proviene de mundos irreales y fantásticos, puede tocar, en más gente de lo que sospecha, cuerdas que están esperando quien sepa hacerlas vibrar.
En cuanto a su proyecto de quedarse, a lo mejor, indefinidamente en París, no quiero opinar. Lo único que importa es que descubra Ud. qué es lo que realmente quiere y en qué lugar del mundo siente Ud. que podría realizarlo mejor. He hecho la fantasía de que Ud., en París, puede llegar a convertirse en algo importante literariamente, porque ya lo es, pero París —nos guste o no— sigue siendo el gran resonador de la literatura en el mundo.
Escríbame pronto para decirme en qué anda con su scénario.
Un gran abrazo de Aglae, Andrea y mío,
León Ostrov


Apenas termino esta carta y me pongo a hojear un número reciente de Insula, me encuentro con esta noticia: la revista Indice, de Madrid, en su ejemplar de febrero de 1960 se dedica a examinar, en diversos artículos, la vida y obra de Vallejo. Se me ocurre que no tendrá dificultades para consultar ese número en París o para hacérselo llegar desde Madrid en último caso.

Lecturas. Fragmentos. La Montaña Mágica. Páginas: 685, 686,687.


LECTURAS. FRAGMENTOS. NOVELA. LA MONTAÑA MÁGICA. Thomas Mann.
Los cuatro pensionistas del Berghof habían encontrado a Settembrini y, por casualidad, Naphta se había reunido a ellos. Se hallaban sentados todos en torno de una mesita de hierro cargada de aperitivos, anís y vermut. Naphta se había hecho servir vino y pasteles. Joachim humedecía con frecuencia su garganta enferma con limonada, que bebía muy cargada y muy ácida, porque así contraía los tejidos y le aliviaba. Settembrini bebía únicamente agua azucarada; la bebía por medio de una paja, con una gracia glotona, como si hubiese degustado el más precioso de los refrescos.
Dijo en broma:
—¿Qué he oído, ingeniero? ¿Qué rumor es ese que ha llegado hasta mis oídos? ¿Va a volver Beatrice? ¿Vuestra guía a través de las nueve esferas giratorias del paraíso? ¡Espero que, a pesar de eso, no desdeñará completamente la mano amistosa de su Virgilio! Nuestro eclesiástico, aquí presente, le confirmará que el universo del medioevo no queda completo si falta, al misticismo franciscano, el polo contrario del conocimiento tomista.
Todos rieron al oír tan chusca pedantería y miraron a Hans Castorp, que también se reía y que levantó su copa de vermut a la salud de «su Virgilio».
Difícilmente puede creerse el inagotable conflicto de ideas que debía producirse, a la hora siguiente, a causa de palabras inofensivas y rebuscadas de Settembrini, pues Naphta, que en cierta manera había sido provocado, pasó inmediatamente al ataque y arremetió contra el poeta latino —que Settembrini adoraba notoriamente— hasta colocarle por debajo de Homero; Naphta había manifestado más de una vez su desdén por la poesía latina en general, y aprovechó de nuevo, con malicia y rapidez, la ocasión que se le ofrecía.
—Constituía un prejuicio del gran Dante —dijo— eso de rodear de tanta solemnidad a ese mediocre versificador y concederle, en una significación demasiado masónica. ¿Qué tenía de particular ese laureado cortesano, ese lamedor de suelas de la casa Juliana, ese literato de metrópoli y polemista de aparato, desprovisto de la menor chispa creadora, cuya alma, si la poseía, era seguramente de segunda mano, y que no había sido, en manera alguna, poeta, sino un francés de peluca empolvada de la época de Augusto?
Settembrini no dudó de que su honorable interlocutor poseía medios de conciliar su desprecio hacia el período romano de la más alta civilización con sus funciones de profesor de latín. Pero le parecía necesario llamar la atención de Naphta sobre la contradicción más grave que se desprendía de tales juicios y que le ponían en desacuerdo con sus siglos preferidos, en los cuales no solamente no se había despreciado a Virgilio, sino que se le había hecho justicia bastante ingenuamente, convirtiéndole en un mago y un sabio.
—Es en vano —replicó Naphta— que Settembrini llame en su socorro a la ingenuidad de esa joven y victoriosa época que había demostrado su fuerza creadora hasta la «demonización» de lo que vencía. Por otra parte, los doctores de la joven Iglesia no se cansaban de poner en guardia contra las mentiras de los filósofos y de los poetas de la antigüedad, y en particular contra la elocuencia voluptuosa de Virgilio. ¡Y en nuestros días, en que termina una era y aparece un alba proletaria, se es favorable a esos sentimientos! M. Lodovico podía estar persuadido —para zanjar la cuestión— de que él, Naphta, se entregaba a su profesión privada, a la que había aludido, con toda la reservatio mentalis conveniente. No era más que por ironía por lo que participaba en un sistema de educación clásica y oratoria al que el mayor optimismo no podía usted prometer más que algunos decenios de existencia.
—Usted los ha estudiado —exclamó Settembrini—, usted ha estudiado a costa del sudor de su frente a esos viejos poetas y filósofos; usted ha intentado apropiarse su preciosa herencia, de la misma manera que usted ha utilizado el material de construcción antiguo para sus casas de piedra. Habéis comprendido que no seríais capaces de producir una nueva forma de arte con las solas fuerzas de vuestra alma proletaria, y habéis confiado en derrotar a la antigüedad con sus propias armas. ¡Eso es lo que pasa siempre! Vuestra juventud inculta deberá estudiar en la escuela lo que vosotros desearíais poder desdeñar y hacer que los demás desdeñasen, pues sin cultura no podéis imponeros a la humanidad y no hay más que una sola cultura, la que llamáis cultura burguesa, que es la cultura humana. ¡Y os atrevéis a calcular por decenios el tiempo de vida que queda a las humanidades!
La cortesía impedía a Settembrini acompañar sus palabras con una risa burlona. Una Europa que sabía administrar su patrimonio eterno pasaría, con toda tranquilidad, al orden del día de la razón clásica, despreciando el apocalipsis proletario que algunos se imaginaban gustosos.

martes, 28 de junio de 2016

César Aira Ema, la cautiva (Fragmento). Novela.



Definida por su autor como «historiola» —mezcla de historia y fantasía— esta  novela es un viaje al confín del desierto patagónico, pero no solamente un desplazamiento físico sino especialmente el pasaje a un mundo entre mágico y absurdo, donde desde una fría narrativa que simula ser antropológica se construye un universo de salvaje sensualidad, de comportamientos al mismo tiempo idílicos e inhumanos. Con el pretexto de una novela de frontera, Aira logra en la pasión de Ema lo que él mismo llama «una historia gótica simplificada»

 
César Aira
 Ema, la cautiva
(Fragmento).

Una caravana viajaba lentamente al amanecer, los soldados que abrían la marcha se bamboleaban en las monturas medio dormidos, con la boca llena de saliva rancia. Cada día los hacían levantar unos minutos más temprano, según avanzaba la estación, de modo que dormían durante muchas leguas, hasta que salía el sol. Los caballos iban hechizados, o aterrorizados, por el ruido lúgubre que producían los cascos al tocar la llanura, no menos que por el contraste de la tierra tenebrosa con la hondura diáfana del aire. Les parecía que el cielo se iluminaba demasiado rápido, sin darle tiempo de disolverse a la noche.
Del cinto les colgaban sables sin vaina; el paño de los uniformes había sido cortado por manos inhábiles; en las cabezas rapadas, los quepis demasiado grandes los volvían pueriles. Los que fumaban no estaban más despiertos que los demás; llevarse el cigarrillo a los labios, inhalar con fuerza, eran gestos del sueño. El humo se disolvía en la brisa helada. Los pájaros se dispersaron en la radiación gris, sin hacer ruido. Todo era silencio, resaltado a veces por el grito lejano de un tero, o los resoplidos ansiosos, con una nota muy aguda, de los caballos, a los que sólo el adormecimiento de sus dueños les impedía echarse a correr hasta la disolución, tanto era el espanto que les producía la tierra. Pero de aquellas sombras no salía nada, excepto una liebre trasnochada que huía por la hierba, o una polilla de seis pares de alas.
Los bueyes, en cambio, bestias de patas muy cortas a los que la media luz hacía parecer orugas contoneándose en un pantano, eran totalmente mudos y nadie les había oído proferir siquiera un murmullo. Sólo el ruido del agua en el interior, porque bebían cientos de litros por día; estaban llenos, intoxicados de agua. Cuatro yuntas tiraban de cada carreta, grandes como inmuebles. Tan lenta era la marcha, y tanta la cantidad de fuerza empleada para moverlas, que se deslizaban con facilidad imperturbable. La falta de accidentes del campo contribuía, y sobre todo el diámetro desmesurado de las ruedas, de madera roja, con una bola hueca de metal en el eje, que llenaban dos veces al día con grasa de color de miel. Las primeras carretas tenían toldos e iban llenas de cajas, todas las demás eran abiertas y una multitud heterogénea apiñada en ellas dormitaba o movía con tedio los miembros encadenados, para mirar algún horizonte vacío y remoto.
Pero la luz sepia y bistre no siguió aumentando indefinidamente. Llegado cierto momento comenzó a decaer, como si el día se rindiese a una noche de eterna impaciencia; y para completar el cuadro pronto estuvo lloviendo oscuramente. Los soldados se cubrieron con los ponchos que llevaban enrollados en las sillas, con gestos no menos aletargados que la lluvia indecisa que les mojaba las manos y hacía subir del pelo de los caballos un olor penetrante. Los hombres y las mujeres de las carretas no se movieron. Apenas uno que otro alzaba la cara al agua suspendida para lavársela como un muerto. Y nadie hablaba. No todos habían abierto los ojos. Poco a poco volvió la claridad, y las nubes se pusieron blancas. La falta de viento hacía irreal la escena del viaje.
Al cabo de tres o cuatro horas la lluvia cesó como había empezado, dejando el suelo cubierto de reflejos, vuelto otro cielo, y no menos temible para los pusilánimes caballos; al final de la caravana se arrastraba una tropilla de doscientos lobunos de refresco, delgadísimos, de grandes cabezas expresivas y ojos cargados; ya habían debido sacrificar una gran cantidad de los que montaban, y seguirían haciéndolo, de modo que a todos los de la retaguardia les llegaría el turno de ser utilizados: aturdidos y casi ciegos como iban, el menor tropiezo, o la mordedura inocua de un sapo bastaban para inutilizarlos. Por supuesto, y a modo de justicia poética, se los comían.
Tan invariable era la configuración de la pampa que en el curso de toda la mañana sólo tuvieron que desviarse unos cientos de metros de la línea recta marcada por los baqueanos, para evitar el único accidente: unas profundas cañadas excavadas en el suelo quién sabe en qué antiguas perturbaciones geológicas, muros calizos de un blanco y pardo recién lavados por la lluvia, en los que brillaban como el ónix los huecos de las vizcacheras. De los bordes colgaban trémulos ramos de junquillos con las flores secas, y un gran chingolo solitario se sacudía la humedad de las plumas con aleteos vigorosos. Frente a las cortadas los soldados parecieron salir del entresueño. Uno de ellos, hirsuto y desaliñado, se adelantó hasta el teniente y pidió permiso para cazar vizcachas para el almuerzo. El oficial se limitó a encoger los hombros sin ocultar lo poco que le importaba lo que hicieran o dejaran de hacer.
Fuente:
 Título original: Ema, la cautiva
César Aira, 1981
Editor digital: gertdelpozo
ePub base r1.2

lunes, 27 de junio de 2016

Thomas Mann. La Montaña Mágica. Lecturas. Fragmentos.


LECTURAS. FRAGMENTOS. LA MONTAÑA MÁGICA. Páginas: 655,656,657.
Hans Castorp se apoyó en un codo, tendió enérgicamente las rodillas, tiró, se apoyó y se puso en pie. Pisoteó las nieves con sus plantas, se golpeó los brazos y sacudió los hombros, lanzando animadas miradas curiosas por todas partes y hacia el cielo, en donde un azul pálido aparecía entre los velos sutiles de las nubes de un gris azul que resbalaba suavemente y que descubrían los delgados cuernos de la luna.
Ligero crepúsculo. ¡Nada de tempestad de nieve! La pared rocosa del otro lado con su espalda erizada de pinos, era visible plenamente y reposaba en paz. La sombra subía hasta media altura y la otra mitad se hallaba delicadamente iluminada de rosa. ¿Qué pasaba, cómo se comportaba, pues, el mundo? ¿Era por la mañana? ¿Había pasado Hans Castorp la noche en la nieve, sin morir de frío, como ocurría siempre, según podía leerse en los libros? Ninguno de sus miembros estaba muerto, ninguno se rompía con un ruido seco, mientras él se debatía, se movía y se esforzaba en reflexionar sobre su situación. Sus orejas, las puntas de sus dedos, los dedos de sus pies estaban entumecidos sin duda, pero nada más, cosa que ya le había ocurrido con frecuencia cuando permanecía tendido en el balcón.
Consiguió sacar el reloj. Andaba. No se había detenido como acostumbraba hacer cuando se olvidaba de darle cuerda. No marcaba todavía las cinco, ni mucho menos. Faltaban aún doce o trece minutos. ¡Sorprendente! ¿Era, pues, posible que no hubiese permanecido aquí, tendido en la nieve, más que diez minutos o un poco más, y que hubiese inventado tantas imágenes alegres y espantosas y tantos pensamientos temerarios, mientras el tumulto hexagonal se disipaba con la misma rapidez con que había llegado? Además, había tenido una gran suerte para hacer posible su regreso, pues por dos veces sus sueños y sus fábulas habían adquirido tal aspecto que le habían sobresaltado, reanimado el cuerpo, primero de espanto, luego de alegría. Parecía que la vida había tenido buenas intenciones para con su hijo mimado y extraviado...
Sea lo que sea, y aunque fuese por la mañana o por la tarde —sin duda alguna era el principio del crepúsculo vespertino— no había nada en las circunstancias ni en el estado personal que pudiese impedir a Hans Castorp regresar al Sanatorio, y esto es lo que hizo.
Con un empuje magnífico, con una especie de vuelo de pájaro, descendió hacia el valle, donde ya brillaban las luces cuando llegó, a pesar de que los restos de una claridad conservada por la nieve hubiese bastado plenamente. Descendió por el Brehmenbühl, a lo largo del Mattenwald, y llegó a las cinco y media a Dorf, dejando los esquíes en la tienda y descansando en la celda del desván de Settembrini, al que dio cuenta de la tempestad de nieve por la que se había dejado sorprender.
El humanista se mostró muy alarmado. Movió la mano por encima de su cabeza, riñó enérgicamente al imprudente que había corrido tal peligro y encendió la lámpara de alcohol, que dejaba oír pequeñas explosiones, para preparar café al joven agotado, un café cuya fuerza no impidió a Hans Castorp el dormirse sobre la silla.
La atmósfera civilizada del Berghof le rodeaba, una hora más tarde, con su aliento acariciador. En la comida mostró un gran apetito. Lo que había soñado empezó a palidecerse. Aquella misma noche ya no comprendía muy bien lo que había pasado.

sábado, 25 de junio de 2016

FERVOR DE BUENOS AIRES (1923). POESÍA. JORGE LUIS BORGES.


 FERVOR DE BUENOS AIRES
  (1923)
(En la gráfica: Borges con su madre doña Leonor Acevedo Suárez).

  PRÓLOGO

  No he reescrito el libro. He mitigado sus excesos barrocos, he limado asperezas, he tachado sensiblerías y vaguedades y, en el decurso de esta labor a veces grata y otras veces incómoda, he sentido que aquel muchacho que en 1923 lo escribió ya era esencialmente –¿qué significa esencialmente?– el señor que ahora se resigna o corrige. Somos el mismo; los dos descreemos del fracaso y del éxito, de las escuelas literarias y de sus dogmas; los dos somos devotos de Schopenhauer, de Stevenson y de Whitman. Para mí, Fervor de Buenos Aires prefigura todo lo que haría después. Por lo que dejaba entrever, por lo que prometía de algún modo, lo aprobaron generosamente Enrique Díez-Canedo y Alfonso Reyes.
  Como los de 1969, los jóvenes de 1923 eran tímidos. Temerosos de una íntima pobreza, trataban como ahora de escamotearla bajo inocentes novedades ruidosas. Yo, por ejemplo, me propuse demasiados fines: remedar ciertas fealdades (que me gustaban) de Miguel de Unamuno, ser un escritor español del siglo XVII, ser Macedonio Fernández, descubrir las metáforas que Lugones ya había descubierto, cantar un Buenos Aires de casas bajas y, hacia el poniente o hacia el Sur, de quintas con verjas.
  En aquel tiempo, buscaba los atardeceres, los arrabales y la desdicha; ahora, las mañanas, el centro y la serenidad.
  J. L. B.
 Buenos Aires, 18 de agosto de 1969


 

  A quien leyere



  Si las páginas de este libro consienten algún verso feliz, perdóneme el lector la descortesía de haberlo usurpado yo, previamente. Nuestras nadas poco difieren; es trivial y fortuita la circunstancia de que seas tú el lector de estos ejercicios, y yo su redactor.
  J. L. B.


  LA RECOLETA

  Convencidos de caducidad
  por tantas nobles certidumbres del polvo,
  nos demoramos y bajamos la voz
  entre las lentas filas de panteones,
  cuya retórica de sombra y de mármol
  promete o prefigura la deseable
  dignidad de haber muerto.
  Bellos son los sepulcros,
  el desnudo latín y las trabadas fechas fatales,
  la conjunción del mármol y de la flor
  y las plazuelas con frescura de patio
  y los muchos ayeres de la historia
  hoy detenida y única.
  Equivocamos esa paz con la muerte
  y creemos anhelar nuestro fin
  y anhelamos el sueño y la indiferencia.
  Vibrante en las espadas y en la pasión
  y dormida en la hiedra,
  sólo la vida existe.
  El espacio y el tiempo son formas suyas,
  son instrumentos mágicos del alma,
  y cuando ésta se apague,
  se apagarán con ella el espacio, el tiempo y la muerte,
  como al cesar la luz
  caduca el simulacro de los espejos
  que ya la tarde fue apagando.
  Sombra benigna de los árboles,
  viento con pájaros que sobre las ramas ondea,
  alma que se dispersa en otras almas,
  fuera un milagro que alguna vez dejaran de ser,
  milagro incomprensible,
  aunque su imaginaria repetición
  infame con horror nuestros días.
  Estas cosas pensé en la Recoleta,
  en el lugar de mi ceniza.

  EL SUR

  Desde uno de tus patios haber mirado
  las antiguas estrellas,
  desde el banco de sombra haber mirado
  esas luces dispersas,
  que mi ignorancia no ha aprendido a nombrar
  ni a ordenar en constelaciones,
  haber sentido el círculo del agua
  en el secreto aljibe,
  el olor del jazmín y la madreselva,
  el silencio del pájaro dormido,
  el arco del zaguán, la humedad
  –esas cosas, acaso, son el poema.

  CALLE DESCONOCIDA*

  Penumbra de la paloma
  llamaron los hebreos a la iniciación de la tarde
  cuando la sombra no entorpece los pasos
  y la venida de la noche se advierte
  como una música esperada y antigua,
  como un grato declive.
  En esa hora en que la luz
  tiene una finura de arena,
  di con una calle ignorada,
  abierta en noble anchura de terraza,
  cuyas cornisas y paredes mostraban
  colores tenues como el mismo cielo
  que conmovía el fondo.
  Todo –la medianía de las casas,
  las modestas balaustradas y llamadores,
  tal vez una esperanza de niña en los balcones–
  entró en mi vano corazón
  con limpidez de lágrima.
  Quizá esa hora de la tarde de plata
  diera su ternura a la calle,
  haciéndola tan real como un verso
  olvidado y recuperado.
  Sólo después reflexioné
  que aquella calle de la tarde era ajena,
  que toda casa es un candelabro
  donde las vidas de los hombres arden
  como velas aisladas,
  que todo inmeditado paso nuestro
  camina sobre Gólgotas.

  LA PLAZA SAN MARTÍN

  A Macedonio Fernández

  En busca de la tarde
  fui apurando en vano las calles.
  Ya estaban los zaguanes entorpecidos de sombra.
  Con fino bruñimiento de caoba
  la tarde entera se había remansado en la plaza,
  serena y sazonada,
  bienhechora y sutil como una lámpara,
  clara como una frente,
  grave como ademán de hombre enlutado.
  Todo sentir se aquieta
  bajo la absolución de los árboles
  –jacarandás, acacias–
  cuyas piadosas curvas
  atenúan la rigidez de la imposible estatua
  y en cuya red se exalta
  la gloria de las luces equidistantes
  del leve azul y de la tierra rojiza.
  ¡Qué bien se ve la tarde
  desde el fácil sosiego de los bancos!
  Abajo
  el puerto anhela latitudes lejanas
  y la honda plaza igualadora de almas
  se abre como la muerte, como el sueño.

  EL TRUCO*

  Cuarenta naipes han desplazado la vida.
  Pintados talismanes de cartón
  nos hacen olvidar nuestros destinos
  y una creación risueña
  va poblando el tiempo robado
  con las floridas travesuras
  de una mitología casera.
  En los lindes de la mesa
  la vida de los otros se detiene.
  Adentro hay un extraño país:
  las aventuras del envido y del quiero,
  la autoridad del as de espadas,
  como don Juan Manuel, omnipotente,
  y el siete de oros tintineando esperanza.
  Una lentitud cimarrona
  va demorando las palabras
  y como las alternativas del juego
  se repiten y se repiten,
  los jugadores de esta noche
  copian antiguas bazas:
  hecho que resucita un poco, muy poco,
  a las generaciones de los mayores
  que legaron al tiempo de Buenos Aires
  los mismos versos y las mismas diabluras.

  UN PATIO

  Con la tarde
  se cansaron los dos o tres colores del patio.
  Esta noche, la luna, el claro círculo,
  no domina su espacio.
  Patio, cielo encauzado.
  El patio es el declive
  por el cual se derrama el cielo en la casa.
  Serena,
  la eternidad espera en la encrucijada de estrellas.
  Grato es vivir en la amistad oscura
  de un zaguán, de una parra y de un aljibe.

  INSCRIPCIÓN SEPULCRAL

  Para mi bisabuelo

  el coronel Isidoro Suárez

  Dilató su valor sobre los Andes.
  Contrastó montañas y ejércitos.
  La audacia fue costumbre de su espada.
  Impuso en la llanura de Junín
  término venturoso a la batalla
  y a las lanzas del Perú dio sangre española.
  Escribió su censo de hazañas
  en prosa rígida como los clarines belísonos.
  Eligió el honroso destierro.
  Ahora es un poco de ceniza y de gloria.

  LA ROSA

  A Judith Machado

  La rosa,
  la inmarcesible rosa que no canto,
  la que es peso y fragancia,
  la del negro jardín en la alta noche,
  la de cualquier jardín y cualquier tarde,
  la rosa que resurge de la tenue
  ceniza por el arte de la alquimia,
  la rosa de los persas y de Ariosto,
  la que siempre está sola,
  la que siempre es la rosa de las rosas,
  la joven flor platónica,
  la ardiente y ciega rosa que no canto,
  la rosa inalcanzable.

  BARRIO RECUPERADO

  Nadie vio la hermosura de las calles
  hasta que pavoroso en clamor
  se derrumbó el cielo verdoso
  en abatimiento de agua y de sombra.
  El temporal fue unánime
  y aborrecible a las miradas fue el mundo,
  pero cuando un arco bendijo
  con los colores del perdón la tarde,
  y un olor a tierra mojada
  alentó los jardines,
  nos echamos a caminar por las calles
  como por una recuperada heredad,
  y en los cristales hubo generosidades de sol
  y en las hojas lucientes
  dijo su trémula inmortalidad el estío.

  SALA VACÍA

  Los muebles de caoba perpetúan
  entre la indecisión del brocado
  su tertulia de siempre.
  Los daguerrotipos
  mienten su falsa cercanía
  de tiempo detenido en un espejo
  y ante nuestro examen se pierden
  como fechas inútiles
  de borrosos aniversarios.
  Desde hace largo tiempo
  sus angustiadas voces nos buscan
  y ahora apenas están
  en las mañanas iniciales de nuestra infancia.
  La luz del día de hoy
  exalta los cristales de la ventana
  desde la calle de clamor y de vértigo
  y arrincona y apaga la voz lacia
  de los antepasados.

Archivo del blog

POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

Páginas