miércoles, 19 de agosto de 2015

EN LA COLONIA PENITENCIARIA (In der Strafkolonie, 1914). Franz Kafka. Relato.


Relato.
 EN LA COLONIA PENITENCIARIA
(In der Strafkolonie, 1914)
–Es un aparato singular –dijo el oficial al explorador, y contempló con cierta admiración el aparato, que le era tan conocido.
El explorador parecía haber aceptado sólo por cortesía la invitación del comandante para presenciar la ejecución de un soldado condenado por desobediencia e insulto hacia sus superiores. En la colonia penitenciaria no era tampoco muy grande el interés suscitado por esta ejecución. Por lo menos, en ese pequeño valle, profundo y arenoso, rodeado totalmente por riscos desnudos, sólo se encontraban, además del oficial y el explorador, el condenado, un hombre de boca grande y aspecto estúpido, de cabello y rostro descuidados, y un soldado, que sostenía la pesada cadena donde convergían las cadenitas que retenían al condenado por los tobillos y las muñecas, así como por el cuello, y que estaban unidas entre sí mediante cadenas secundarias. De todos modos, el condenado tenía un aspecto tan caninamente sumiso que, al parecer, hubieran podido permitirle correr en libertad por los riscos circundantes, para llamarlo con un simple silbido cuando llegara el momento de la ejecución.
El explorador no se interesaba mucho por el aparato y se paseaba detrás del condenado con visible indiferencia, mientras el oficial daba fin a los últimos preparativos arrastrándose de pronto bajo el aparato, profundamente hundido en la tierra, o trepando de pronto por una escalera para examinar las partes superiores. Fácilmente hubiera podido ocuparse de estas labores un mecánico; pero el oficial las desempeñaba con gran celo, tal vez porque admiraba sobremanera el aparato o tal vez porque por diversos motivos no se podía confiar ese trabajo a otra persona.
–¡Ya está todo listo! –exclamó finalmente, y descendió de la escalera. Parecía extraordinariamente fatigado, respiraba con la boca muy abierta y se había metido dos finos pañuelos de mujer bajo el cuello del uniforme.
–Estos uniformes son demasiado pesados para el trópico –dijo el explorador, en vez de hacer alguna pregunta sobre el aparato, como hubiera deseado el oficial.
–En efecto –dijo éste, y se lavó las manos sucias de aceite y de grasa en un balde que allí había–; pero para nosotros son símbolos de la patria; no queremos olvidarnos de nuestra patria. Y ahora fíjese en este aparato –prosiguió inmediatamente, secándose las manos con una toalla y mostrando al mismo tiempo el aparato–. Hasta ahora intervine yo, pero de aquí en adelante el aparato funciona absolutamente solo.
El explorador asintió y siguió al oficial. Este quería cubrir todas las contingencias y por eso dijo:
–Naturalmente, a veces hay inconvenientes; espero que no los haya hoy, pero siempre se debe contar con esa posibilidad. El aparato debería funcionar ininterrumpidamente durante doce horas. Pero cuando hay entorpecimientos son, sin embargo, desdeñables y se los soluciona rápidamente.
–¿No quiere sentarse? –preguntó luego, sacando una silla de mimbre de un montón de sillas semejantes y ofreciéndola al explorador; éste no podía rechazarla. Se sentó entonces, al borde de un hoyo destinado a la sepultura, hacia el cual dirigió una rápida mirada. No era muy profundo. A un lado del hoyo estaba la tierra removida, dispuesta en forma de parapeto; del otro lado estaba el aparato.
–No sé –dijo el oficial– si el comandante le ha explicado ya el aparato.
El explorador hizo un ademán incierto; el oficial no deseaba nada mejor, porque así podía explicarle personalmente el funcionamiento.
–Este aparato –dijo, tomándose de una manivela y apoyándose sobre ella– es un invento de nuestro antiguo comandante. Yo asistí a los primerísimos experimentos y tomé parte en todos los trabajos, hasta su terminación. Pero el mérito del descubrimiento sólo le corresponde a él. ¿No ha oído hablar usted de nuestro antiguo comandante? ¿No? Bueno, no exagero si le digo que casi toda la organización de la colonia penitenciaria es obra suya. Nosotros, sus amigos, sabíamos aun antes de su muerte que la organización de la colonia era un todo tan perfecto que su sucesor, aunque tuviera mil nuevos proyectos en la cabeza, por lo menos, durante muchos años no podría cambiar nada. Y nuestra profecía se cumplió; el nuevo comandante se vio obligado a admitirlo. Lástima que usted no haya conocido a nuestro antiguo comandante. Pero –el oficial se interrumpió– estoy divagando, y aquí está el aparato. Como usted ve, consta de tres partes. Con el correr del tiempo se generalizó la costumbre de designar a cada una de estas partes mediante una especie de sobrenombre popular. La inferior se llama la Cama; la de arriba, el Diseñador, y esta del medio, la Rastra.
–¿La Rastra? –preguntó el explorador.
No había escuchado con mucha atención; el sol caía con demasiada fuerza en ese valle sin sombras; apenas podía uno concentrar los pensamientos. Por eso mismo le parecía más admirable ese oficial, que a pesar de su chaqueta de gala, ajustada, cargada de charreteras y de adornos, proseguía con tanto entusiasmo sus explicaciones y, además, mientras hablaba, ajustaba aquí y allá algún tornillo con un destornillador. En una situación semejante a la del explorador parecía encontrarse el soldado. Se había enrollado la cadena del condenado en torno de las muñecas; apoyado con una mano en el fusil, cabizbajo, no se preocupaba por nada de lo que ocurría. Esto no sorprendió al explorador, ya que el oficial hablaba en francés, y ni el soldado ni el condenado entendían el francés. Por eso mismo era más curioso que el condenado se esforzara por seguir las explicaciones del oficial. Con una especie de soñolienta insistencia, dirigía la mirada hacia donde el oficial señalaba, y cada vez que el explorador hacía una pregunta, también él, como el oficial, lo miraba.
–Sí, la Rastra –dijo el oficial–; un nombre bien adecuado. Las agujas están colocadas en ella como los dientes de una rastra, y el conjunto funciona, además, como una rastra, aunque sólo en un lugar determinado y con mucho más arte. De todos modos, ya lo comprenderá mejor cuando se lo explique. Aquí, sobre la Cama, se coloca al condenado. Primero le describiré el aparato, y después lo pondré en movimiento. Así podrá entenderlo mejor. Además, uno de los engranajes del Diseñador está muy gastado; chirría mucho cuando funciona, y apenas se entiende lo que uno habla; por desgracia, aquí es muy difícil conseguir piezas de repuesto. Bueno, ésta es la Cama, como decíamos. Está totalmente cubierta con una capa de algodón en rama; pronto sabrá usted por qué. Sobre este algodón se coloca al condenado, boca abajo, naturalmente desnudo; aquí hay correas para sujetarle las manos, aquí para los pies, y aquí para el cuello. Aquí, en la cabecera de la Cama (donde el individuo, como ya le dije, es colocado primeramente boca abajo), esta pequeña mordaza de fieltro, que puede ser fácilmente regulada, de modo que entre directamente en la boca del hombre. Tiene la finalidad de impedir que grite o se muerda la lengua. Naturalmente, el hombre no puede alejar la boca del fieltro, porque si no la correa del cuello le quebraría las vértebras.
–¿Esto es algodón? –preguntó el explorador, y se agachó.
–Sí, claro –dijo el oficial, riendo–; tóquelo usted mismo.
Cogió la mano del explorador y se la hizo pasar por la Cama.
–Es un algodón especialmente preparado, por eso resulta tan irreconocible; ya le hablaré de su finalidad.
El explorador comenzaba a interesarse un poco por el aparato; protegiéndose los ojos con la mano, a causa del sol, contempló el conjunto. Era una construcción elevada. La Cama y el Diseñador tenían igual tamaño y parecían dos oscuros cajones de madera. El Diseñador se elevaba unos dos metros sobre la Cama; los dos estaban unidos entre sí; en los ángulos, por cuatro barras de bronce, que casi resplandecían al sol. Entre los cajones oscilaba, sobre una cinta de acero, la Rastra.
El oficial no había advertido la anterior indiferencia del explorador, pero sí notó su interés naciente; por lo tanto, interrumpió las explicaciones, para que su interlocutor pudiera dedicarse sin inconveniente al examen de los dispositivos. El condenado imitó al explorador; como no podía cubrirse los ojos con la mano, miraba hacia arriba, parpadeando.
–Entonces, aquí se coloca al hombre –dijo el explorador, echándose hacia atrás en su silla y cruzando las piernas.
–Sí –dijo el oficial, corriéndose la gorra un poco hacia atrás y pasándose la mano por el rostro acalorado–, y ahora escuche. Tanto la Cama como el Diseñador tienen baterías eléctricas propias; la Cama la requiere para sí; el Diseñador, para la Rastra. En cuanto el hombre está bien asegurado con las correas, la Cama es puesta en movimiento. Oscila con vibraciones diminutas y muy rápidas, tanto lateralmente como verticalmente. Usted habrá visto aparatos similares en los hospitales; pero en nuestra Cama todos los movimientos están exactamente calculados; en efecto, deben estar minuciosamente sincronizados con los movimientos de la Rastra. Sin embargo, la verdadera ejecución de la sentencia corresponde a la Rastra.
–¿Cómo es la sentencia? –preguntó el explorador.
–¿Tampoco sabe eso? –dijo el oficial, asombrado, y se mordió los labios–. Perdóneme si mis explicaciones son tal vez un poco desordenadas: le ruego realmente que me disculpe. En otros tiempos, correspondía en realidad al comandante dar las explicaciones; pero el nuevo comandante rehuye ese honroso deber; de todos modos, el hecho de que a una visita de semejante importancia –y aquí el explorador trató de restar importancia al elogio con un ademán de las manos, pero el oficial insistió–, a una visita de semejante importancia ni siquiera se la ponga en conocimiento del carácter de nuestras sentencias, constituye también una insólita novedad, que... –y con una maldición al borde de los labios se contuvo y prosiguió–. ... Yo no sabía nada; la culpa no es mía. De todos modos, yo soy la persona más capacitada para explicar nuestros procedimientos, ya que tengo en mi poder –y se palmeó el bolsillo superior– los respectivos diseños preparados por la propia mano de nuestro antiguo comandante.
–¿Los diseños del comandante mismo? –preguntó el explorador–. ¿Reunía entonces todas las cualidades? ¿Era soldado, juez, constructor, químico y dibujante?
–Efectivamente –dijo el oficial, asintiendo con una mirada impenetrable y lejana.
Luego se examinó las manos; no le parecían suficientemente limpias para tocar los diseños; por lo tanto, se dirigió hacia el balde y se las lavó nuevamente. Luego sacó un pequeño portafolios de cuero y dijo:
–Nuestra sentencia no es aparentemente severa. Consiste en escribir sobre el cuerpo del condenado, mediante la Rastra, la disposición que él mismo ha violado. Por ejemplo, las palabras inscritas sobre el cuerpo de este condenado –y el oficial señaló al individuo– serán: Honra a tus superiores.
El explorador miró rápidamente al hombre; en el momento en que el oficial lo señalaba, estaba cabizbajo y parecía prestar toda la atención de que sus oídos eran capaces para tratar de entender algo. Pero los movimientos de sus labios gruesos y apretados demostraban evidentemente que no entendía nada. El explorador hubiera querido formular diversas preguntas, pero al ver al individuo sólo inquirió:
–¿Conoce él su sentencia?
–No –dijo el oficial, tratando de proseguir inmediatamente con sus explicaciones; pero el explorador lo interrumpió:
–¿No conoce su sentencia?
–No –repitió el oficial, callando un instante como para permitir que el explorador ampliara su pregunta–. Sería inútil anunciársela. Ya la sabrá en carne propia.
El explorador no quería preguntar más; pero sentía la mirada del condenado fija en él, como inquiriéndole si aprobaba el procedimiento descrito. En consecuencia, aunque se había repantigado en la silla, volvió a inclinarse hacia adelante y siguió preguntando:
–Pero, por lo menos, ¿sabe que ha sido condenado?
–Tampoco –dijo el oficial, sonriendo como si esperara que le hiciera otra pregunta extraordinaria.
–No –dijo el explorador, y se pasó la mano por la frente–; entonces, ¿el individuo tampoco sabe cómo fue conducida su defensa?
–No se le dio ninguna oportunidad de defenderse –dijo el oficial, y volvió la mirada, como hablando consigo mismo, para evitar al explorador la vergüenza de oír una explicación de cosas tan evidentes.
–Pero debe de haber tenido alguna oportunidad de defenderse –dijo el explorador, y se levantó de su asiento.
El oficial comprendió que corría el peligro de ver demorada indefinidamente la descripción del aparato; por lo tanto, se acercó al explorador, lo tomó por el brazo y señaló con la mano al condenado, que al ver tan evidentemente que toda la atención se dirigía hacia él, se puso en posición de firme, mientras el soldado daba un tirón a la cadena.
–Le explicaré cómo se desarrolla el proceso –dijo el oficial–. Yo he sido designado juez de la colonia penitenciaria. A pesar de mi juventud. Porque yo era el consejero del antiguo comandante en todas las cuestiones penales y, además, conozco el aparato mejor que nadie. Mi principio fundamental es éste: La culpa es siempre indudable. Tal vez otros juzgados no siguen este principio fundamental, pero son multipersonales y, además, dependen de otras cámaras superiores. Este no es nuestro caso o, por lo menos, no lo era en la época de nuestro antiguo comandante. El nuevo ha demostrado, sin embargo, cierto deseo de inmiscuirse en mis juicios; pero hasta ahora he logrado mantenerlo a cierta distancia y espero seguir lográndolo. Usted desea que le explique este caso particular; es muy simple, como todos los demás. Un capitán presentó esta mañana la acusación de que este individuo, que ha sido designado criado suyo y que duerme frente a su puerta, se había dormido durante la guardia. En efecto, tiene la obligación de levantarse al sonar cada hora y hacer la venia ante la puerta del capitán. Como se ve, no es una obligación excesiva, y sí muy necesaria, porque así se mantiene alerta en sus funciones, tanto de centinela como de criado. Anoche el capitán quiso comprobar si su criado cumplía con su deber. Abrió la puerta exactamente a las dos y lo encontró dormido en el suelo. Cogió la fusta y le cruzó la cara. En vez de levantarse y suplicar perdón, el individuo aferró a su superior por las piernas, lo sacudió y exclamó: «Arroja ese látigo, o te como vivo.» Estas son las pruebas. El capitán vino a verme hace una hora; tomé nota de su declaración y dicte inmediatamente la sentencia. Luego hice encadenar al culpable. Todo esto fue muy simple. Si primeramente lo hubiera hecho llamar y lo hubiera interrogado, sólo habrían surgido confusiones. Habría mentido, y si yo hubiera querido desmentirlo, habría reforzado sus mentiras con nuevas mentiras, y así sucesivamente. En cambio, así lo tengo en mi poder, y no se escapará. ¿Está todo aclarado? Pero el tiempo pasa; ya debería comenzar la ejecución, y todavía no terminé de explicarle el aparato.
Obligó al explorador a que se sentara nuevamente, se acercó otra vez al aparato y comenzó;
–Como usted ve, la forma de la Rastra corresponde a la forma del cuerpo humano; aquí está la parte del torso; aquí están las rastras para las piernas. Para la cabeza sólo hay esta agujita. ¿Le resulta claro?
Se inclinó amistosamente ante el explorador, dispuesto a dar las más amplias explicaciones.
El explorador, con el ceño fruncido, consideró la Rastra. La descripción de los procedimientos judiciales no lo había satisfecho. Constantemente debía hacer un esfuerzo ara no olvidar que se trataba de una colonia penitenciaria, que requería medidas extraordinarias de seguridad, y donde la disciplina debía ser exagerada hasta el extremo. Pero, por otra parte, fundaba ciertas esperanzas en el nuevo comandante, que evidentemente proyectaba introducir, aunque poco a poco, un nuevo sistema de procedimientos; procedimientos que la estrecha mentalidad de este oficial no podía comprender. Estos pensamientos le hicieron preguntar:
–¿El comandante asistirá a la ejecución?
–No es seguro –dijo el oficial, dolorosamente impresionado por una pregunta tan directa, mientras su expresión amistosa se desvanecía–. Por eso mismo debemos darnos prisa. En consecuencia, aunque lo «–lento muchísimo, me veré obligado a simplificar mis explicaciones. Pero mañana, cuando hayan limpiado nuevamente el aparato (su única falla consiste en que se ensucia mucho), podré seguir explayándome con más detalles. Reduzcámonos entonces, por ahora, a lo más indispensable. Una vez que el hombre está acostado en la Cama y ésta comienza la vibrar, la Rastra desciende sobre su cuerpo. Se regula automáticamente, de modo que apenas roza el cuerpo con la punta d. las agujas; en cuanto se establece el contacto, la cinta de acero se convierte inmediatamente en una barra rígida. Y entonces empieza la función. Una persona que no esté al tanto no advierte ninguna diferencia entre un castigo y otro. La Rastra parece trabajar uniformemente. Al vibrar, rasga con la punta de las agujas la superficie del cuerpo, estremecido a su vez por la Cama. Para permitir la observación del desarrollo de la sentencia, la Rastra ha sido construida de vidrio. La fijación de las agujas en el vidrio originó algunas dificultades técnicas, pero después de diversos experimentos solucionamos el problema. Le diré que no hemos escatimado esfuerzos. Y ahora cualquiera puede observar, a través del vidrio, cómo va tomando forma la inscripción sobre el cuerpo. ¿No quiere acercarse y ver las agujas?
El explorador se levantó lentamente, se acercó y se inclinó sobre la Rastra.
–Como usted ve –dijo el oficial–, hay dos clases de agujas, dispuestas de diferente modo. Cada aguja larga va acompañada por una más corta. La larga se reduce a escribir, y la corta arroja agua para lavar la sangre y mantener legible la inscripción. La mezcla de agua y sangre corre luego por pequeños canalículos y finalmente desemboca en este canal principal, para verterse en el hoyo, a través de un caño de desagüe.
El oficial mostraba con el dedo el camino exacto que seguía la mezcla de agua y sangre. Mientras él, para hacer lo más gráfico posible la imagen, formaba un cuenco con ambas manos en la desembocadura del caño de salida, el explorador alzó la cabeza y trató de volver a su asiento, tanteando detrás de sí con la mano. Vio entonces con horror que también el condenado había obedecido la invitación del oficial para ver más de cerca la disposición de la Rastra. Con la cadena había arrastrado un poco al soldado adormecido y ahora se inclinaba sobre el vidrio. Se veía cómo su mirada insegura trataba de percibir lo que los dos señores acababan de observar y cómo, faltándole la explicación, no comprendía nada. Se agachaba aquí y allá. Sin cesar su mirada recorría el vidrio. El explorador trató de alejarlo, porque lo que hacía era probablemente punible. Pero el oficial lo retuvo con una mano, con la otra cogió del parapeto un terrón y lo arrojó al soldado. Este se sobresaltó, abrió los ojos, comprobó el atrevimiento del condenado, dejó caer el rifle, hundió los talones en el suelo, arrastró de un tirón al condenado, que inmediatamente cayó al suelo, y luego se quedó mirando cómo se debatía y hacía sonar las cadenas.
–¡Póngalo de pie! –gritó el oficial, porque advirtió que el condenado distraía demasiado al explorador.
En efecto, éste se había inclinado sobre la Rastra, sin preocuparse mayormente por su funcionamiento, y sólo quería saber qué ocurría con el condenado.
–¡Trátelo con cuidado! –volvió a gritar el oficial. Luego corrió en torno del aparato, cogió personalmente al condenado bajo las axilas y, aunque éste se resbalaba constantemente, con la ayuda del soldado lo puso de pie.
–Ya estoy al tanto de todo –dijo el explorador cuando el oficial volvió a su lado.
–Menos de lo más importante –dijo éste, tomándolo por el brazo y señalando hacia lo alto–. Allá arriba, en el Diseñador, está el engranaje que pone en movimiento la Rastra; dicho engranaje es regulado de acuerdo a la inscripción que corresponde a la sentencia. Todavía utilizo los diseños del antiguo comandante. Aquí están –y sacó algunas hojas del portafolios de cuero–; pero por desgracia no puedo dárselos para que los examine; son mi más preciosa posesión. Siéntese; yo se los mostraré desde aquí, y usted podrá ver todo perfectamente.
Mostró la primera hoja. El explorador hubiera querido hacer alguna observación pertinente, pero sólo vio líneas que se cruzaban repetida y laberínticamente y que cubrían en tal forma el papel que apenas podían verse los espacios en blanco que las separaban.
–Lea –dijo el oficial.
–No puedo –dijo el explorador.
–Sin embargo, está claro –dijo el oficial.
–Es muy ingenioso –dijo el explorador evasivamente–; pero no puedo descifrarlo.
–Sí –dijo el oficial, riendo y guardando nuevamente el plano–, no es justamente caligrafía para escolares. Hay que estudiarlo largamente. También usted terminaría por entenderlo; estoy seguro. Naturalmente, no puede ser una inscripción simple; su fin no es provocar directamente la muerte, sino después de un lapso de doce horas término medio; se calcula que el momento crítico tiene lugar a la sexta hora. Por lo tanto, muchos, muchísimos adornos, rodean la verdadera inscripción; ésta sólo ocupa una estrecha faja en torno del cuerpo; el resto se reserva a los embellecimientos. ¿Está ahora en condiciones de apreciar la labor de la Rastra y de todo el aparato? ¡Fíjese! –y subió de un salto la escalera e hizo girar una rueda–. ¡Atención, hágase a un lado!
El conjunto comenzó a funcionar. Si la rueda no hubiera chirriado, habría sido maravilloso. Como si el ruido de la rueda lo hubiera sorprendido, el oficial la amenazo con el puño, luego abrió los brazos, como disculpándose ante el explorador, y descendió rápidamente, para observar desde abajo el funcionamiento del aparato. Todavía había algo que no andaba y que sólo él percibía; volvió a subir, buscó algo con ambas manos en el interior del Diseñador, se dejó deslizar por una de las barras, en vez de utilizar la escalera, para bajar más rápidamente, y exclamó con toda su voz en el oído del explorador, para hacerse oír en medio del estrépito:
–¿Comprende el funcionamiento? La Rastra comienza a escribir; cuando termina el primer borrador de la inscripción en el dorso del individuo, la capa del algodón gira y hace girar el cuerpo lentamente, sobre un costado, para dar más lugar a la Rastra. Al mismo tiempo, las partes ya escritas apoyan sobre el algodón, que gracias a su preparación especial contiene la emisión de sangre y prepara la superficie para seguir profundizando la inscripción. Luego, a medida que el cuerpo sigue girando, estos dientes del borde de la Rastra arrancan el algodón de las heridas, lo arrojan al hoyo, y la Rastra puede proseguir su labor. Así sigue inscribiendo, cada vez más hondo, durante las doce horas. Durante las primeras seis horas, el condenado se mantiene casi tan vivo como al principio, sólo sufre dolores. Después de dos horas, se le quita la mordaza de fieltro, porque ya no tiene fuerzas para gritar. Aquí, en este recipiente calentado eléctricamente, junto a la cabecera de la Cama, se vierte pulpa caliente de arroz, para que el hombre se alimente, si así lo desea, lamiéndola con la lengua. Ninguno desdeña esta oportunidad. No sé de ninguno, y mi experiencia es vasta. Sólo después de seis horas desaparece todo deseo de comer. Generalmente me arrodillo aquí, en ese momento, y observo el fenómeno. El hombre no traga casi nunca el último bocado, sólo lo hace girar en la boca, y lo escupe en el hoyo. Entonces tengo que agacharme, porque si no me escupiría en la cara. ¡Qué tranquilo se queda el hombre después de la sexta hora! Hasta el más estólido comienza a comprender. La comprensión se inicia en torno de los ojos. Desde allí se expande. En ese momento uno desearía colocarse con él bajo la Rastra. Ya no ocurre nada más; el hombre comienza solamente a descifrar la inscripción, estira los labios hacia afuera, como si escuchara. Usted ya ha visto que no es fácil descifrar la inscripción con los ojos; pero nuestro hombre la descifra con sus heridas. Realmente cuesta mucho trabajo; necesita seis horas por lo menos. Pero ya la Rastra lo ha atravesado completamente y lo arroja en el hoyo, donde cae en medio de la sangre y el agua y el algodón. La sentencia se ha cumplido, y nosotros, yo y el soldado, lo enterramos.
El explorador había inclinado el oído hacia el oficial y, con las manos en los bolsillos de la chaqueta, contemplaba el funcionamiento de la máquina. También el condenado lo contemplaba, pero sin comprender. Un poco agachado, seguía el movimiento de las agujas oscilantes; mientras tanto el soldado, ante una señal del oficial, le cortó con un cuchillo la camisa y los pantalones, por la parte de atrás, de modo que estos últimos cayeron al suelo; el individuo trato de retener las lupas que se le caían, para cubrir su desnudez; pero el soldado lo alzó en el aire y, sacudiéndolo, hizo caer los últimos jirones de vestimenta. El oficial detuvo la máquina, y en medio del repentino silencio el condenado fue colocado bajo la Rastra. Le desataron las cadenas, y en su lugar lo sujetaron con las correas; en el primer instante, esto pareció significar casi un alivio para el condenado. Luego hicieron descender un poco más la Rastra, porque era un hombre delgado. Cuando las puntas lo rozaron, un estremecimiento recorrió su piel; mientras el soldado le ligaba la mano derecha, el condenado lanzó hacia afuera la izquierda, sin saber hacia dónde, pero en dirección del explorador. El oficial observaba constantemente a este último, de reojo, como si quisiera leer en su cara la impresión que le causaba la ejecución que por lo menos superficialmente acababa de explicarle.
La correa destinada a la mano izquierda se rompió; probablemente, el soldado la había estirado demasiado. El oficial tuvo que intervenir, y el soldado le mostró el trozo roto de correa. Entonces el oficial se le acercó y, con el rostro vuelto hacia el explorador, dijo:
–Esta máquina es muy compleja; a cada momento se rompe o se descompone alguna cosa; pero uno no debe permitir que estas circunstancias influyan en el juicio de conjunto. De todos modos, las correas son fácilmente sustituibles; usaré una cadena; es claro que la delicadeza de las vibraciones del brazo derecho sufrirá un poco.
Y mientras sujetaba la cadena agregó:
–Los recursos destinados a la conservación de la máquina son ahora sumamente reducidos. Cuando estaba el antiguo comandante, yo tenía a mi disposición una suma de dinero con esa única finalidad. Había aquí un depósito, donde se guardaban piezas de repuesto de todas clases. Confieso que he sido bastante pródigo con ellas, me refiero a antes, no ahora, como insinúa el nuevo comandante, para quien todo es un motivo de ataque contra el antiguo orden. Ahora se ha hecho cargo personalmente del dinero destinado a la máquina, y si le mando pedir una nueva correa, me piden, como prueba, la correa rota; la nueva llega por lo menos diez días después y, además, es de mala calidad y no sirve de mucho. Cómo puede funcionar mientras tanto la máquina sin correas, eso no le preocupa a nadie.
El explorador pensó: Siempre hay que reflexionar un poco antes de intervenir decisivamente en los asuntos de los demás. El no era miembro de la colonia penitenciaria ni ciudadano del país al que ésta pertenecía. Si pretendía emitir juicios sobre la ejecución o trataba directamente de obstaculizarla, podían decirle; «Eres un extranjero, no te metas.» Ante esto no podía contestar nada, sólo agregar que realmente no comprendía su propia actitud, ya que viajaba con la mera intención de observar, y de ningún modo pretendía modificar los métodos judiciales de los demás. Pero aquí se encontraba con cosas que realmente lo tentaban a quebrar su resolución de no inmiscuirse. La injusticia del procedimiento y la inhumanidad de la ejecución eran indudables. Nadie podía suponer que el explorador tenía algún interés personal en el asunto, porque el condenado era para él un desconocido, no era compatriota suyo y ni siquiera capaz de inspirar compasión. El explorador había sido recomendado por personas muy importantes, había sido recibido con gran cortesía, y el hecho de que lo hubieran invitado a la ejecución podía justamente significar que se deseaba conocer su opinión sobre el asunto. Esto parecía bastante probable, porque el comandante, como bien claramente acababan de expresarle, no era partidario de esos procedimientos, y su actitud ante el oficial era casi hostil.
En ese momento oyó el explorador un grito airado del oficial. Acababa de colocar, no sin gran esfuerzo, la mordaza de fieltro dentro de la boca del condenado, cuando este último, con una náusea irresistible, cerró los ojos y vomitó. Rápidamente el oficial le alzó la cabeza, alejándola de la mordaza y tratando de dirigirla hacia el hoyo; pero era demasiado tarde, y el vómito se derramó sobre la máquina.
–¡Todo esto es culpa del comandante! –gritó el oficial, sacudiendo insensatamente la barra de cobre que tenía enfrente–. Me dejarán la máquina más sucia que una pocilga –y con manos temblorosas mostró al explorador lo que había ocurrido–. Durante horas he tratado de hacerle comprender al comandante que el condenado debe ayunar un día entero antes de la ejecución. Pero nuestra nueva doctrina compasiva no lo quiere así. Las señoras del comandante visitan al condenado y le atiborran la garganta de dulces. Durante toda la vida se alimentó de peces hediondos y ahora necesita comer dulces. Pero, en fin, podríamos pasarlo por alto, yo no protestaría; pero ¿por qué no quieren conseguirme una nueva mordaza de fieltro, ya que hace tres meses que la pido? ¿Quién podría meterse en la boca, sin asco, una mordaza que más de cien moribundos han chupado y mordido?
El condenado había dejado caer la cabeza y parecía tranquilo; mientras tanto, el soldado limpiaba la máquina con la camisa del otro. El oficial se dirigió hacia el explorador, que tal vez por un presentimiento retrocedió un paso; pero el oficial lo cogió por la mano y lo llevó aparte.
–Quisiera hablar confidencialmente algunas palabras con usted –dijo este último–. ¿Me lo permite?
–Naturalmente –dijo el explorador, y escuchó con la mirada baja.
–Este procedimiento judicial y este método de castigo, que usted tiene ahora oportunidad de admirar, no goza actualmente en nuestra colonia de ningún abierto partidario. Soy su único sostenedor y, al mismo tiempo, el único sostenedor de la tradición del antiguo comandante. Ya ni podría pensar en la menor ampliación del procedimiento y necesito emplear todas mis fuerzas para mantenerlo tal como es actualmente. En vida de nuestro antiguo comandante la colonia estaba llena de partidarios; yo poseo en parte la fuerza de convicción del antiguo comandante, pero carezco totalmente de su poder; en consecuencia, los partidarios se ocultan; todavía hay muchos, pero ninguno lo confiesa. Si usted entra hoy, que es día de ejecución, en la confitería y escucha las conversaciones, tal vez sólo oiga frases de sentido ambiguo. Esos son todos partidarios; pero bajo el comandante actual, y con sus doctrinas actuales, no me sirven absolutamente de nada. Y ahora le pregunto: ¿le parece bien que por culpa de este comandante y sus señoras, que influyen sobre él, semejante obra de toda una vida –y señaló la máquina– desaparezca? ¿Podemos permitirlo? Aun cuando uno sea extranjero y sólo haya venido a pasar un par de días en nuestra isla. Pero no podemos perder tiempo, porque también se prepara algo contra mis funciones judiciales; ya tienen lugar conferencias en la oficina del comandante, de las que me veo excluido; hasta su visita de hoy, señor, me parece formar parte de un plan; por cobardía, lo utilizan a usted, un extranjero, como pantalla. ¡Qué diferente era en otros tiempos la ejecución! Ya un día antes de la ceremonia, el valle estaba completamente lleno de gente; todos venían sólo para ver; por la mañana temprano aparecía el comandante con sus señoras; las fanfarrias despertaban a todo el campamento: yo presentaba un informe de que todo estaba preparado; todo el estado mayor –ningún alto oficial se atrevía a faltar– se ubicaba en torno de la máquina; este montón de sillas de mimbre es un mísero resto de aquellos tiempos. La máquina resplandecía, recién limpiada; antes de cada ejecución me entregaban piezas nuevas de repuesto. Ante cientos de ojos –todos los asistentes en puntas de pie, hasta en la cima de esas colinas–, el condenado era colocado por el mismo comandante debajo de la Rastra. Lo que hoy corresponde a un simple soldado, era en esa época tarea mía, tarea del juez presidente del juzgado, y un gran honor para mí. Y entonces empezaba la ejecución. Ningún ruido discordante afeaba el funcionamiento de la máquina. Muchos ya no miraban; permanecían con los ojos cerrados, en la arena; todos sabían: Ahora se hace justicia. En ese silencio, sólo se oían los suspiros del condenado, apenas apagados por el fieltro. Hoy la máquina ya no es capaz de arrancar al condenado un suspiro tan fuerte que el fieltro no pueda apagarlo totalmente; pero en ese entonces las agujas inscritoras vertían un líquido ácido, que hoy ya no nos permiten emplear. ¡Y llegaba la sexta hora! Era imposible satisfacer todos los pedidos formulados para contemplarla desde cerca. El comandante, muy sabiamente, había ordenado que los niños tendrían preferencia sobre todo el mundo; yo, por supuesto, gracias a mi cargo, tenía el privilegio de permanecer junto a la máquina; a menudo estaba en cuclillas, con un niñito en cada brazo, a derecha e izquierda. ¡Cómo absorbíamos todos esa expresión de transfiguración que aparecía en el rostro martirizado, cómo nos bañábamos las mejillas en el resplandor de esa justicia, por fin lograda y que tan pronto desaparecería! ¡Qué tiempos, camarada!
El oficial había evidentemente olvidado quién era su interlocutor, lo había abrazado y apoyaba la cabeza sobre su hombro. El explorador se sentía grandemente desconcertado; inquieto, miraba hacia la lejanía. El soldado había terminado su limpieza y ahora vertía pulpa de arroz en el recipiente. Apenas lo advirtió el condenado, que parecía haberse mejorado completamente, comenzó a lamer la papilla con la lengua. El soldado trataba de alejarlo, porque la papilla era para más tarde, pero de todos modos también era incorrecto que el soldado metiera en el recipiente sus manos sucias y se dedicara a comer ante el ávido condenado.
El oficial recobró rápidamente el dominio de sí mismo.
–No quise emocionarlo –dijo–, ya sé que actualmente es imposible dar una idea de lo que eran esos tiempos. De todos modos, la máquina todavía funciona, y se basta a sí misma. Se basta a sí misma, aunque se encuentra muy solitaria en este valle. Y al terminar, el cadáver cae como antaño dentro del hoyo, con un movimiento incomprensiblemente suave, aunque ya no se apiñan las muchedumbres como moscas en torno de la sepultura, como en otros tiempos. Antaño teníamos que colocar una sólida baranda en torno de la sepultura, pero hace mucho que la arrancamos.
El explorador quería ocultar su rostro al oficial y miraba en torno, al azar. El oficial creía que contemplaba la desolación del valle, le cogió por lo tanto las manos, se colocó frente a él, para mirarlo a los ojos, y le preguntó:
–¿Se da cuenta, qué vergüenza?
Pero el explorador calló. El oficial lo dejó un momento entregado a sus pensamientos; con las manos en las caderas, las piernas abiertas, permaneció callado, cabizbajo. Luego sonrió alentadoramente al explorador y dijo:
–Yo estaba ayer cerca de usted, cuando el comandante lo invitó. Oí la invitación. Conozco al comandante. Inmediatamente comprendí el propósito de esta invitación. Aunque su poder es suficientemente grande para tomar medidas contra mí, todavía no se atreve, pero ciertamente tiene la intención de oponerme el veredicto de usted, el veredicto de un ilustre extranjero. Lo ha calculado perfectamente: hace dos días que usted está en la isla, no conoció al antiguo comandante ni su manera de pensar, está habituado a los puntos de vista europeos, tal vez se opone fundamentalmente a la pena capital en general y a estos tipos de castigo mecánico en particular; además, comprueba que la ejecución tiene lugar sin ningún apoyo popular, tristemente, mediante una máquina ya un poco arruinada; considerando todo esto (así piensa el comandante), ¿no sería entonces muy probable que desaprobara mis métodos? Y si los desaprobara, no ocultaría su desaprobación (hablo siempre en nombre del comandante), porque confía ampliamente en sus bien probadas conclusiones. Es verdad que usted ha visto las numerosas peculiaridades de numerosos pueblos, y ha aprendido a apreciarlas, y por lo tanto es probable que no se exprese con excesivo rigor contra el procedimiento, como lo haría en su propio país. Pero el comandante no necesita tanto. Una palabra cualquiera, hasta una observación un poco imprudente, le bastaría. No hace ni siquiera falta que esa observación exprese su opinión, basta que aparentemente corrobore la intención del comandante. Que él tratará de sonsacarlo con preguntas astutas, de eso estoy seguro. Y sus señoras estarán sentadas en torno y alzarán las orejas; tal vez usted diga: «En mi país el procedimiento judicial es distinto», o «En mi país se permite al acusado defenderse antes de la sentencia», o «En mi país hay otros castigos, además de la pena de muerte», o «En mi país sólo existió la tortura en la Edad Media». Todas éstas son observaciones correctas y que a usted le parecen evidentes, observaciones inocentes, que no pretenden juzgar mis procedimientos. Pero ¿cómo las tomará el comandante? Ya lo veo al buen comandante, veo cómo aparta su silla y sale rápidamente al balcón; veo a sus señoras, que se precipitan tras él como un torrente; oigo su voz (las señoras la llaman una voz de trueno) que dice: «Un famoso investigador europeo, enviado para estudiar el procedimiento judicial en todos los países del mundo, acaba de decir que nuestra antigua manera de administrar justicia es inhumana. Después de oír el juicio de semejante personalidad, ya no me es posible seguir permitiendo este procedimiento. Por lo tanto, ordeno que desde el día de hoy...», y así sucesivamente. Usted trata de interrumpirlo para explicar que no dijo lo que él pretende, que no llamó nunca inhumano mi procedimiento, que, en cambio, su profunda experiencia le demuestra que es el procedimiento más humano y acorde con la dignidad humana; que admira esta maquinaria...; pero ya es demasiado tarde; usted no puede asomarse al balcón, que está lleno de damas; trata de llamar la atención; trata de gritar; pero una mano de señora le tapa la boca..., y tanto yo como la obra del antiguo comandante estamos irremediablemente perdidos.
El explorador tuvo que contener una sonrisa; tan fácil era entonces la tarea que le había parecido tan difícil. Dijo evasivamente:
–Usted exagera mi influencia; el comandante leyó mis cartas de recomendación y sabe que no soy ningún entendido en procedimientos judiciales. Si yo expresara una opinión, sería la opinión de un particular, en nada más significativa que la opinión de cualquier otra persona, y en todo caso mucho menos significativa que la opinión del comandante, que, según creo, posee en esta colonia penitenciaria prerrogativas extensísimas. Si la opinión de él sobre este procedimiento es tan hostil como usted dice, entonces me temo que haya llegado la hora decisiva para el mismo, sin que se requiera mi humilde ayuda.
¿Lo había comprendido ya el oficial? No, todavía no lo comprendía. Meneó enfáticamente la cabeza, volvió brevemente la mirada hacia el condenado y el soldado, que se alejaron por instinto del arroz; se acercó bastante al explorador, lo miró no a los ojos, sino a algún sitio de la chaqueta, y le dijo más despacio que antes:
–Usted no conoce al comandante; usted cree (perdone la expresión) que es una especie de extraño para él y para nosotros; sin embargo, créame, su influjo no podría ser sobreestimado. Fue una verdadera felicidad para mí saber que usted asistiría solo a la ejecución. Esa orden del comandante debía perjudicarme; pero yo sabré sacar ventaja de ella. Sin distracciones provocadas por falsos murmullos y por miradas desdeñosas (imposibles de evitar si una gran multitud hubiera asistido a la ejecución), usted ha oído mis explicaciones, ha visto la máquina y está ahora a punto de contemplar la ejecución. Ya se ha formado indudablemente un juicio; si todavía no está seguro de algún pequeño detalle, el desarrollo de la ejecución disipará sus últimas dudas. Y ahora elevo ante usted esta súplica: Ayúdeme contra el comandante.
El explorador no le permitió proseguir.
–¡Cómo me pide usted eso –exclamó–, es totalmente imposible! No puedo ayudarlo en lo más mínimo, así como tampoco puedo perjudicarlo.
–Puede –dijo el oficial; con cierto temor, el explorador vio que el oficial contraía los puños–. Puede –repitió el oficial con más insistencia todavía–. Tengo un plan que no fallará. Usted cree que su influencia no es suficiente. Yo sé que es suficiente. Pero suponiendo que usted tuviera razón, ¿no sería de todos modos necesario tratar de utilizar toda clase de recursos, aunque dudemos de su eficacia, con tal de conservar el antiguo procedimiento? Por lo tanto, escuche usted mi plan. Ante todo es necesario para su éxito que hoy, cuando se encuentre usted en la colonia, sea lo más reticente posible en sus juicios sobre el procedimiento. A menos que le formulen una pregunta directa, no debe decir una palabra sobre el asunto; si lo hace, que sea con frases breves y ambiguas; debe dar a entender que no le agrada discutir ese tema, que ya está harto de él, que si tuviera que decir algo, prorrumpiría francamente en maldiciones. No le pido que mienta; de ningún modo; sólo debe contestar lacónicamente, por ejemplo: «Sí, asistí a la ejecución», o «Sí, escuché todas las explicaciones». Sólo eso; nada más. En cuanto al fastidio que usted pueda dar a entender, tiene motivos suficientes, aunque no sean tan evidentes para el comandante. Naturalmente, éste comprenderá todo mal y lo interpretará a su manera. En eso se basa justamente mi plan. Mañana se realizará en la oficina del comandante, presidida por éste, una gran asamblea de todos los altos oficiales administrativos. El comandante, por supuesto, ha logrado convertir esas asambleas en un espectáculo público. Hizo construir una galería, que está siempre llena de espectadores. Estoy obligado a tomar parte en las asambleas, pero me enferman de asco. Ahora bien, pase lo que pase, es seguro que a usted lo invitarán; si se atiene hoy a mi plan, la invitación se convertirá en una insistente súplica. Pero si por cualquier motivo imprevisible no fuera invitado, debe usted de todos modos pedir que lo inviten; es indudable que así lo harán. Por lo tanto, mañana estará usted sentado con las señoras en el palco del comandante. Él mira a menudo hacia arriba, para asegurarse de su presencia. Después de varias órdenes del día, triviales y ridículas, calculadas para impresionar al auditorio –en su mayoría son obras portuarias, ¡eternamente obras portuarias!–, se pasa a discutir nuestro procedimiento judicial. Si eso no ocurre o no ocurre bastante pronto, por desidia del comandante, me encargaré yo de introducir el tema. Me pondré de pie y mencionaré que la ejecución de hoy tuvo lugar. Muy breve, una simple mención. Semejante mención no es en realidad usual, pero no importa. El comandante me da las gracias, como siempre, con una sonrisa amistosa, y ya sin poder contenerse aprovecha la excelente oportunidad. «Acaban de anunciar –más o menos así dirá– que ha tenido lugar la ejecución. Sólo quisiera agregar a este anuncio que dicha ejecución ha sido presenciada por el gran investigador que, como ustedes saben, honra extraordinariamente nuestra colonia con su visita. También nuestra asamblea de hoy adquiere singular significado gracias a su presencia. ¿No convendría ahora preguntar a ese famoso investigador qué juicio le merece nuestra forma tradicional de administrar la pena capital y el procedimiento judicial que la precede?» Naturalmente, aplauso general, acuerdo unánime, y mío más que de nadie. El comandante se inclina ante usted y dice: «Por lo tanto, le formulo en nombre de todos dicha pregunta.» Y entonces usted se adelanta hacia la baranda del palco. Apoya las manos donde todos pueden verlas, porque si no se las cogerán las señoras y jugarán con sus dedos. Y por fin se escuchan sus palabras. No sé cómo podré soportar la tensión de la espera hasta ese instante. En su discurso no debe haber ninguna reticencia; diga la verdad a pleno pulmón, inclínese sobre el borde del balcón, grite, sí, grite al comandante su opinión, su inconmovible opinión. Pero tal vez no le guste a usted esto, no corresponde a su carácter o quizá en su país uno se comporta diferentemente en esas ocasiones; bueno; está bien; también así será suficientemente eficaz, no hace falta que se ponga de pie, diga solamente un par de palabras, susúrrelas, que sólo los oficiales que están debajo de usted las oigan, es suficiente, no necesita mencionar siquiera la falta de apoyo popular a la ejecución, ni la rueda que chirría, ni las correas rotas, ni el nauseabundo fieltro, no; yo me encargo de todo eso, y le aseguro que si mi discurso no obliga al comandante a abandonar el salón, lo obligará a arrodillarse y reconocer: «Antiguo comandante, ante ti me inclino.» Este es mi plan; ¿quiere ayudarme a realizarlo? Pero, naturalmente, usted quiere, aún más, debe ayudarme.
El oficial cogió al explorador por ambos brazos y lo miró a los ojos, respirando agitadamente. Había gritado con tal fuerza las últimas frases que hasta el soldado y el condenado se habían puesto a escuchar; aunque no podían entender nada, habían dejado de comer y dirigían la mirada hacia el explorador, masticando todavía.
Desde el primer momento el explorador no había dudado de cuál debía ser su respuesta. Durante su vida había reunido demasiada experiencia, para dudar en este caso; era una persona fundamentalmente honrada y no conocía el temor. Sin embargo, contemplando al soldado y al condenado, vaciló un instante. Por fin dijo lo que debía decir:
–No.
El oficial parpadeó varias veces, pero no desvió la mirada.
–¿Desea usted una explicación? –preguntó el explorador.
El oficial asintió sin hablar.
–Desapruebo este procedimiento –dijo entonces el explorador– aun desde antes que usted me hiciera estas confidencias (por supuesto que bajo ninguna circunstancia traicionaré la confianza que ha puesto en mí); ya me había preguntado si sería mi deber intervenir y si mi intervención tendría después de todo alguna posibilidad de éxito. Pero sabía perfectamente a quién debía dirigirme en primera instancia; naturalmente al comandante. Usted lo ha hecho más indudable aún, aunque confieso que no sólo no ha fortificado mi decisión, sino que su honrada convicción ha llegado a conmoverme mucho, por más que no logre modificar mi opinión.
El oficial callaba, se volvió hacia la máquina, se tomó de una de las barras de bronce y contempló, un poco echado hacia atrás, el Diseñador, como para comprobar que todo estaba en orden. El soldado y el condenado parecían haberse hecho amigos; el condenado hacía señales al soldado, aunque sus sólidas ligaduras dificultaban notablemente la operación; el soldado se inclinó hacia él; el condenado le susurró algo, y el soldado asintió.
El explorador se acercó al oficial y dijo:
–Todavía no sabe usted lo que pienso hacer. Comunicaré al comandante, en efecto, lo que opino del procedimiento, pero no en una asamblea, sino en privado; además, no me quedaré aquí lo suficiente para asistir a ninguna conferencia; mañana por la mañana me voy o por lo menos embarco.
No parecía que el oficial lo hubiera escuchado.
–Así que el procedimiento no le convence –dijo éste para sí, y sonrió como un anciano que se ríe de la insensatez de un niño y, a pesar de la sonrisa, prosigue sus propias meditaciones–. Entonces, llegó el momento –dijo por fin, y miró de pronto al explorador con clara mirada, en la que se veía cierto desafío, cierto vago pedido de cooperación.
–¿Cuál momento? –preguntó inquieto el explorador, sin obtener respuesta.
–Eres libre –dijo el oficial al condenado en su idioma; el hombre no quería creerlo–. Vamos, eres libre –repitió el oficial.
Por primera vez, el rostro del condenado parecía realmente animarse. ¿Sería verdad? ¿No sería un simple capricho del oficial, que no duraría ni un instante? ¿Tal vez el explorador extranjero había suplicado que lo perdonaran? ¿Qué ocurría? Su cara parecía formular estas preguntas. Pero por poco tiempo. Fuera lo que fuese, deseaba ante todo sentirse realmente libre y comenzó a debatirse en la medida que la Rastra se lo permitía.
–Me romperás las correas –gritó el oficial–, quédate quieto. Ya te desataremos.
Y después de hacer una señal al soldado, pusieron manos a la obra. El condenado sonreía sin hablar, para sí mismo, volviendo la cabeza ora hacia la izquierda, hacia el oficial; ora hacia el soldado, a la derecha; y tampoco olvidó al explorador.
–Sácalo de ahí –ordenó el oficial al soldado.
A causa de la Rastra esta operación exigía cierto cuidado. Ya el condenado, por culpa de su impaciencia, se había provocado una pequeña herida desgarrante en la espalda.
Desde este momento el oficial no le prestó la menor atención. Se acercó al explorador, volvió a sacar el pequeño portafolios de cuero, buscó en él un papel, encontró por fin la hoja que buscaba y la mostró al explorador.
–Lea esto –dijo.
–No puedo –dijo el explorador–, ya le dije que no puedo leer esos planos.
–Mírelo con más atención, entonces –insistió el oficial, y se acercó más al explorador, para que leyeran juntos.
Como tampoco esto resultó de ninguna utilidad, el oficial trató de ayudarlo, siguiendo la inscripción con el dedo meñique, a gran altura, como si en ningún caso debiera tocar el plano. El explorador hizo un esfuerzo para mostrarse amable con el oficial, por lo menos en algo, pero sin éxito. Entonces el oficial comenzó a deletrear la inscripción y luego la leyó entera.
–«Sé justo», dice –explicó–; ahora puede leerla.
El explorador se agachó tanto sobre el papel que el oficial, temiendo que lo tocara, lo alejó un poco; el explorador no dijo absolutamente nada, pero era evidente que todavía no había conseguido leer una letra.
–«Sé justo», dice –repitió el oficial.
–Puede ser –dijo el explorador–; estoy dispuesto a creer que así es.
–Muy bien –dijo el oficial, por lo menos en parte satisfecho, y trepó la escalera con el papel en la mano, con gran cuidado lo colocó dentro del Diseñador y pareció cambiar toda la disposición de los engranajes; era una labor muy difícil, seguramente había que manejar rueditas diminutas; a menudo la cabeza del oficial desaparecía completamente dentro del Diseñador, tanta exactitud requería el montaje de los engranajes.
Desde abajo, el explorador contemplaba incesantemente su labor, con el cuello endurecido y los ojos doloridos por el reflejo del sol sobre el cielo. El soldado y el condenado estaban ahora muy ocupados. Con la punta de la bayoneta, el soldado pescó del fondo del hoyo la camisa y los pantalones del condenado. La camisa estaba espantosamente sucia, y el condenado la lavó en el balde de agua. Cuando se puso la camisa y los pantalones, tanto el soldado como el condenado se rieron estrepitosamente, porque las ropas estaban rasgadas por detrás. Tal vez el condenado se creía en la obligación de entretener al soldado y con sus ropas desgarradas giraba delante de él; el soldado se había puesto en cuclillas y a causa de la risa se golpeaba las rodillas. Pero trataban de contenerse por respeto hacia los señores presentes.
Cuando el oficial terminó arriba con su trabajo, revisó nuevamente todos los detalles de la maquinaria, sonriendo, pero esta vez cerró la tapa del Diseñador, que hasta ahora había estado abierta; descendió, miró al hoyo, luego al condenado; advirtió satisfecho que éste había recuperado sus ropas, luego se dirigió al balde, para lavarse las manos; descubrió demasiado tarde que estaba repugnantemente sucio, se entristeció porque ya no podía lavarse las manos, finalmente las hundió en la arena –este sustituto no le agradaba mucho, pero tuvo que conformarse–, luego se puso de pie y comenzó a desabotonarse el uniforme. Le cayeron entonces en la mano los dos pañuelos de mujer que tenía metidos debajo del cuello.
–Aquí tienes tus pañuelos –dijo, y se los arrojó al condenado.
Y explicó al explorador:
–Regalos de las señoras.
A pesar de la evidente prisa con que se quitaba la chaqueta del uniforme, pan luego desvestirse totalmente, trataba cada prenda de vestir con sumo cuidado; acarició ligeramente con los dedos los adornos plateados de su chaqueta y colocó una borla en su lugar. Este cuidado parecía, sin embargo, innecesario, porque apenas terminaba de acomodar una prenda, inmediatamente, con una especie de estremecimiento de desagrado, la arrojaba dentro del hoyo. Lo último que le quedó fue su espadín y el cinturón que lo sostenía. Sacó el espadín de la vaina, lo rompió, luego reunió todo, los trozos de espada, la vaina y el cinturón, y lo arrojó con tanta violencia que los fragmentos resonaron al caer en el fondo.
Ya estaba desnudo. El explorador se mordió los labios y no dijo nada. Sabía muy bien lo que iba a ocurrir, pero no tenía ningún derecho de inmiscuirse. Si el procedimiento judicial, que tanto significaba para el oficial, estaba realmente tan próximo a su desaparición –posiblemente como consecuencia de la intervención del explorador, lo que para éste era una ineludible obligación–, entonces, el oficial hacía lo que debía hacer; en su lugar el explorador no habría procedido de otro modo.
Al principio el soldado y el condenado no comprendían; para empezar, ni siquiera miraban. El condenado estaba muy contento de haber recuperado los pañuelos, pero esta alegría no le duró mucho, porque el soldado se los arrancó con un ademán rápido e inesperado. Ahora el condenado trataba de arrancarle a su vez los pañuelos al soldado; éste se los había metido debajo del cinturón y se mantenía alerta. Así luchaban, medio en broma. Sólo cuando el oficial apareció completamente desnudo prestaron atención. Sobre todo el condenado pareció impresionado por la idea de este asombroso trueque de la suerte. Lo que le había sucedido a él, ahora le sucedía al oficial. Tal vez hasta el final. Aparentemente, el explorador extranjero había dado la orden. Por lo tanto, esto era la venganza. Sin haber sufrido hasta el fin, ahora sería vengado hasta el fin. Una amplia y silenciosa sonrisa apareció entonces en su rostro y no desapareció más. Mientras tanto, el oficial se dirigió hacia la máquina. Aunque ya había demostrado con largueza que comprendía la máquina, era, sin embargo, casi alucinante ver cómo la manejaba y cómo ella le respondía. Apenas acercaba una mano a la Rastra, ésta se levantaba y bajaba varias veces, hasta adoptar la posición correcta para recibirlo; tocó apenas el borde de la Cama, y ésta comenzó inmediatamente a vibrar; la mordaza de fieltro se aproximó a su boca; se veía que el oficial hubiera preferido no ponérsela, pero su vacilación sólo duró un instante, luego se sometió y aceptó la mordaza en la boca. Todo estaba preparado; sólo las correas pendían a los costados, pero eran evidentemente innecesarias, no hacía falta sujetar al oficial. Pero el condenado advirtió las correas sueltas; como, según su opinión, la ejecución era incompleta si no se sujetaban las correas, hizo un gesto ansioso al soldado, y ambos se acercaron para atar al oficial. Este había extendido ya un pie, para empujar la manivela que hacía funcionar el Diseñador; pero vio que los dos se acercaban y retiró el pie, dejándose atar con las correas. Pero ahora ya no podía alcanzar la manivela; ni el soldado ni el condenado sabrían encontrarla, y el explorador estaba decidido a no moverse. No hacía falta; apenas se cerraron las correas, la máquina comenzó a funcionar; la Cama vibraba; las agujas bailaban sobre la piel; la Rastra subía y bajaba. El explorador miró fijamente, durante un rato; de pronto recordó que una rueda del Diseñador hubiera debido chirriar; pero no se oía ningún ruido, ni siquiera el más leve zumbido.
Trabajando tan silenciosamente, la máquina pasaba casi inadvertida. El explorador miró hacia el soldado y el condenado. El condenado mostraba más animación, todo en la máquina le interesaba, de pronto se agachaba, de pronto se estiraba, y todo el tiempo mostraba algo al soldado con el índice extendido. Para el explorador, esto era penoso. Estaba decidido a permanecer allí hasta el final, pero la vista de esos dos hombres le resultaba insoportable.
–Volved a casa –dijo.
El soldado estaba dispuesto a obedecerle; pero el condenado consideró la orden como un castigo. Con las manos juntas, imploró lastimeramente que le permitieran quedarse, y como el explorador meneaba la cabeza y no quería ceder, terminó por arrodillarse. El explorador comprendió que las órdenes eran inútiles y decidió acercarse y sacarlo a empujones. Pero oyó un ruido arriba, en el Diseñador. Alzó la mirada. ¿Finalmente habría decidido andar mal la famosa rueda? Pero era otra cosa. Lentamente la tapa del Diseñador se levantó y de pronto se abrió del todo. Los dientes de una rueda emergieron y subieron; pronto apareció toda la rueda, como si alguna enorme fuerza en el interior del Diseñador comprimiera las ruedas, de modo que ya no hubiera lugar para ésta; la rueda se desplazó hasta el borde del Diseñador, cayó, rodó un momento de canto por la arena y luego quedó inmóvil. Pero pronto subió otra, y otras las siguieron, grandes, pequeñas, imperceptiblemente diminutas; con todas ocurría lo mismo; siempre parecía que el Diseñador ya debía de estar totalmente vacío, pero aparecía un nuevo grupo, extraordinariamente numeroso, subía, caía, rodaba por la arena y se detenía. Ante este fenómeno, el condenado olvidó por completo la orden del explorador; las ruedas dentadas lo fascinaban; siempre quería coger alguna y al mismo tiempo pedía al soldado que lo ayudara, pero siempre retiraba la mano con temor, porque en ese momento caía otra rueda que por lo menos en el primer instante lo atemorizaba. El explorador, en cambio, se sentía muy inquieto; la máquina estaba evidentemente haciéndose trizas; su andar silencioso ya era una mera ilusión. El extranjero tenía la sensación de que ahora debía ocuparse del oficial, ya que el oficial no podía ocuparse más de sí mismo. Pero mientras la caída de los engranajes absorbía toda su atención, se olvidó del resto de la máquina; cuando cayó la última rueda del Diseñador, el explorador se volvió hacia la Rastra y recibió una nueva y más desagradable sorpresa. La Rastra no escribía, sólo pinchaba, y la Cama no hacía girar el cuerpo, sino que lo levantaba temblando hacia las agujas. El explorador quiso hacer algo que pudiera detener el conjunto de la máquina, porque esto no era la tortura que el oficial había buscado, sino una franca matanza. Extendió las manos. En ese momento la Rastra se elevó hacia un costado con el cuerpo atravesado en ella, como solía hacer después de la duodécima hora. La sangre corría por un centenar de heridas, no ya mezclada con agua, porque también los canalículos del agua se habían descompuesto. Y ahora falló también la última función; el cuerpo no se desprendió de las largas agujas; manando sangre, pendía sobre el hoyo de la sepultura, sin caer. La Rastra quiso volver entonces a su anterior posición, pero como si ella misma advirtiera que no se había librado todavía de su carga, permaneció suspendida sobre el hoyo.
–Ayudadme –gritó el explorador al soldado y al condenado, y cogió los pies del oficial.
Quería empujar los pies, mientras los otros dos sostenían del otro lado la cabeza del oficial, para desengancharlo lentamente de las agujas. Pero ninguno de los dos se decidía a acercarse; el condenado terminó por alejarse; el explorador tuvo que ir a buscarlo y empujarlos a la fuerza hasta la cabeza del oficial. En ese momento, casi contra su voluntad, vio el rostro del cadáver Era como había sido en vida; no se descubría en él ninguna señal de la prometida redención; lo que todos los demás habían hallado en la máquina, el oficial no lo había hallado; tenía los labios apretados, los ojos abiertos, con la misma expresión de siempre, la mirada tranquila y convencida, y atravesada en medio de la frente la punta de la gran aguja de hierro.
Cuando el explorador llegó a las primeras casas de la colonia, seguido por el condenado y el soldado, éste le mostró uno de los edificios y le dijo:
–Esa es la confitería.
En la planta baja de una casa había un espacio profundo, de techo bajo, cavernoso, de paredes y cielo raso ennegrecidos por el humo. Todo el frente que daba a la calle estaba abierto. Aunque esta confitería no se distinguía mucho de las demás casas de la colina, todas en notable mal estado de conservación (aun el palacio donde se alojaba el comandante), no dejó de causar en el explorador una sensación como de evocación histórica, al permitirle vislumbrar la grandeza de los tiempos idos. Se acercó y entró, seguido por sus acompañantes, entre las mesitas vacías, dispuestas en la calle, frente al edificio, y respiró el aire fresco y cargado que provenía del interior.
–El viejo está enterrado aquí –dijo el soldado–, porque el cura le negó un lugar en el camposanto. Dudaron un tiempo dónde la enterrarían; finalmente lo enterraron aquí. El oficial no le contó a usted nada seguramente, porque ésta era, por supuesto, su mayor vergüenza. Hasta trató varias veces de desenterrar al viejo, de noche, pero siempre lo echaban.
–¿Dónde está la tumba? –preguntó el explorador, que no podía creer lo que oía.
Inmediatamente, el soldado y el condenado le mostraron con la mano dónde debía de encontrarse la tumba. Condujeron al explorador hasta la pared; en torno de algunas mesitas estaban sentados varios clientes. Aparentemente eran obreros del puerto, hombres fornidos, de barba corta, negra y luciente. Todos estaban sin chaqueta, tenían las camisas rotas, era gente pobre y humilde. Cuando el explorador se acercó, algunos se levantaron, se ubicaron junto a la pared y lo miraron.
–Es un extranjero –murmuraban en torno suyo–, quiere ver la tumba.
Corrieron hacia un lado una de las mesitas, debajo de la cual se encontraba realmente la lápida de una sepultura. Era una lápida simple, bastante baja, de modo que una mesa podía cubrirla. Mostraba una inscripción de letras diminutas; para leerlas el explorador tuvo que arrodillarse. Decía así: «Aquí yace el antiguo comandante. Sus partidarios, que ya deben de ser incontables, cavaron esta tumba y colocaron esta lápida. Una profecía dice que después de determinado número de años el comandante resurgirá, y desde esta casa conducirá a sus partidarios para reconquistar la colonia. ¡Creed y esperad!» Cuando el explorador terminó de leer y se levantó, vio que los hombres se reían, como si hubieran leído con él la inscripción, y ésta les hubiera parecido risible, y esperaban que él compartiera esa opinión. El explorador simuló no advertirlo, les repartió algunas monedas, esperó hasta que volvieran a correr la mesita sobre la tumba, salió de la confitería y se encaminó hacia el puerto.
El soldado y el condenado habían encontrado algunos conocidos en la confitería y se quedaron conversando. Pero de pronto se separaron de ellos, porque cuando el explorador se encontraba por la mitad de la larga escalera que descendía hacia la orilla, lo alcanzaron corriendo. Probablemente querían pedirle a último momento que los llevara consigo. Mientras el explorador discutía abajo con un barquero el precio del transporte hasta el vapor, se precipitaron ambos por la escalera, en silencio, porque no se atrevían a gritar. Pero cuando llegaron abajo, el explorador ya estaba en el bote, y el barquero acababa de desatarlo de la costa. Todavía podían saltar dentro del bote; pero el explorador alzó del fondo del barco una pesada soga anudada, los amenazó con ella y evitó que saltaran.

Fuente: Editorial Alianza Cien.

martes, 18 de agosto de 2015

Contemplación. Relatos. Franz Kafka.


Contemplación (Betrachtung en el original alemán), traducida también como Meditaciones o Percepciones, fue la primera obra publicada por Franz Kafka, a finales de 1912. En esta colección de dieciocho relatos brevísimos, algunos de apenas unas líneas, el escritor checo, que escribió las primeras piezas de la obra recién entrado en la veintena, acerca su prosa al terreno de la poesía, sin dejar de lado el trasfondo filosófico y fantástico que desarrollaría en sus escritos posteriores y le valdría la admiración e imitación póstumas del universo literario.
Fuente:
Título original: Betrachtung
Franz Kafka, 1912
Traducción: Juan Rodolfo Wilcock.


 NIÑOS EN UN CAMINO DE CAMPO


YO oía pasar los coches junto a la cerca del jardín, muchas veces los veía a través de los intersticios apenas oscilantes del follaje. ¡Cómo crujía en el cálido verano la madera de sus ruedas y varas! Del campo volvían los labradores, y se reían escandalosamente.
Yo estaba sentado en nuestro pequeño columpio, descansando entre los árboles del jardín de mis padres.
Del otro lado de la cerca el ruido no cesaba. Los pasos de los niños que corrían desaparecían en un instante; carros de cosechadores, con hombres y mujeres arriba y alrededor, oscurecían los canteros de flores; hacia el atardecer veía a un señor con un bastón, que se paseaba, y a un par de muchachas que venían cogidas del brazo en dirección opuesta, y se hacían a un lado sobre el césped, saludándole.
Luego los pájaros se lanzaban al espacio, como salpicaduras; yo los seguía con los ojos, los veía subir de un solo impulso, hasta que ya no me parecía que ellos subieran, sino que yo caía; debía sostenerme de las sogas, y comenzaba a balancearme un poco, de debilidad. Pronto me columpiaba con más fuerza, el aire refrescaba y en vez de los pájaros en vuelo aparecían temblorosas estrellas.
Cenaba a la luz de una bujía. A menudo apoyaba ambos brazos en la madera, y ya cansado, comía mi pan con manteca. Las agujereadas cortinas se hinchaban bajo el cálido viento, y muchas veces alguno que pasaba por afuera las sujetaba con la mano, como si quisiera verme mejor y hablar conmigo. Generalmente la bujía se apagaba de golpe y en el humo oscuro de la vela seguían girando un rato los insectos. Si alguien me interrogaba desde la ventana, yo le miraba como se mira una montaña o el vacío, y tampoco a él le importaba mucho que yo le respondiera.
Pero si alguien saltaba sobre el alféizar de la ventana, y me anunciaba que los demás estaban ya frente a la casa, yo me levantaba lanzando un suspiro.
—¿Y ahora por qué suspiras? ¿Qué ha ocurrido? ¿Alguna extraña desgracia, que jamás podrá remediarse? ¿Nunca más podremos ser lo que éramos antes? Realmente, ¿todo está perdido?
Nada estaba perdido. Salíamos corriendo de la casa.
—Gracias a Dios, por fin has llegado.
—Siempre llegas tarde.
—¿Sólo yo llego tarde?
—Tú más que los otros; quédate en tu casa si no quieres venir con nosotros.
—¡Sin cuartel!
—¿Qué? ¿Sin cuartel? ¿Qué estás diciendo?
Nos sumergíamos de cabeza en el atardecer. No existían ni el día ni la noche. Tan pronto se entrechocaban como dientes los botones de nuestros chalecos como corríamos regularmente espaciados, con fuego en la boca, como animales del trópico. Como los coraceros de las guerras antiguas, saltando hacia los aires y pisando fuerte, nos empujábamos mutuamente a lo largo de la corta callejuela, y con ese impulso todavía en las piernas seguíamos un trecho por el camino principal. Algunos se metían en las alcantarillas, y apenas habían desaparecido frente al oscuro terraplén, cuando ya se les veía como forasteros en el sendero de arriba, desde donde nos gritaban.
—¡Bajad!
—¡Primero subid vosotros!
—Para que nos tiréis abajo; no, gracias, no somos tan tontos.
—Tan cobardes, querréis decir. Venid en seguida, venid.
—¿De veras? ¿Vosotros? ¿Nada menos que vosotros queréis tirarnos abajo? Me gustaría verlo.
Hacíamos la prueba, nos daban un empellón en el pecho y caíamos sobre la hierba de la alcantarilla, encantados. Todo nos parecía uniformemente cálido, en la hierba no sentíamos ni calor ni frío, solamente cansancio.
Cuando uno se volvía sobre el costado derecho, con la mano debajo de la oreja, sentía deseos de dormir. Pero uno quería volver a levantarse, con la barbilla erguida, sólo para volver a caer en una zanja más honda. Con el brazo extendido y las piernas abiertas, uno quería lanzarse al aire, y caer sin duda en una zanja aún más profunda. Y hubiéramos deseado seguir indefinidamente este juego.
Cuando llegábamos a las últimas alcantarillas no nos preocupaba la mejor manera de echarnos para dormir, especialmente si estábamos de rodillas, y permanecíamos de espaldas, como enfermos, con ganas de llorar. Parpadeábamos a veces, cuando algún niño con las manos en la cintura saltaba con sus oscuras suelas del terraplén al camino, por encima de nosotros.
La luna había llegado ya a cierta altura, y alumbraba el paso del coche del correo. Una suave brisa comenzaba a soplar en todas partes, también se la sentía en el fondo de las zanjas; en las cercanías, el bosque empezaba a susurrar. Entonces uno no sentía tantos deseos de estar solo.
—¿Dónde estáis?
—¡Venid aquí!
—¡Todos juntos!
—¿Por qué te escondes? Déjate de tonterías.
—¿No has visto que ya pasó el correo?
—¡No! ¿Ya pasó?
—¡Naturalmente! Mientras dormías, pasó por el camino.
—¿Yo dormía? No puede ser.
—Cállate, si se te ve en la cara.
—Pues te digo que no.
—Ven.
Corríamos más apretados, muchos se daban la mano, llevábamos la cabeza lo más erguida que podíamos, porque el camino bajaba. Alguien lanzaba el grito de guerra de las pieles rojas, nuestras piernas se lanzaban a galopar como nunca; al saltar, el viento nos alzaba por la cintura. Nada hubiera podido detenernos; corríamos con tal ímpetu que aún cuando alcanzábamos a alguno podíamos cruzar los brazos y mirar tranquilamente en torno.
Junto al puente del arroyo nos deteníamos; los que habían seguido corriendo, volvían. Debajo, el agua golpeaba contra las piedras y las raíces, como si no hubiera anochecido aún. No había ningún motivo para que alguno de nosotros no saltara sobre el parapeto del puente.
Detrás del follaje distante pasaba un tren, todos los vagones estaban iluminados, las ventanillas bien cerradas. Uno de nosotros comenzaba a entonar una canción callejera; pero todos queríamos cantar. Cantábamos mucho más rápido que el tren, nos cogíamos del brazo, porque las voces no bastaban; nuestros cantos se unían en un estrépito que nos hacía bien. Cuando uno mezcla su voz con la de los demás, es como si se lo llevaran con un anzuelo.
Así cantábamos, de espaldas al bosque, para los oídos de los viajeros lejanos. En el pueblo, los mayores estaban despiertos todavía, las madres preparaban las camas para la noche.
Ya era la hora. Yo besaba al que estaba a mi lado, daba la mano a los tres que estaban más cerca, y echaba a correr por el camino; nadie me llamaba. En el primer cruce, donde ya no podían verme, me volvía y retornaba corriendo al bosque. Iba hacia la ciudad, que quedaba hacia el sur del bosque; de ella decían en nuestro pueblo:
—Allí sí hay gente extraña. Imagínense que no duermen.
—¿Y por qué no duermen?
—Porque no están nunca cansados.
—¿Y por qué no?
—Porque son tontos.
—¿Y los tontos no se cansan?
—¿Cómo van a cansarse los tontos?

lunes, 17 de agosto de 2015

Franz Kafka Un artista del hambre.

 
  Cuando su tuberculosis ya se había extendido a su garganta, haciendo que le resultara casi imposible tragar, Kafka escribió el que sería su penúltimo relato. A modo de testamento, «un artista del hambre» es una deslumbrante evocación de las dificultades que entraña la creación artística.
  El protagonista es una arquetípica creación de Kafka, un individuo marginado y victimizado por la sociedad. La historia detalla la decadencia y muerte de un artista ayunador profesional de un circo que se muere de hambre en una jaula.
  Según dicen, éste fue uno de los pocos textos que Kafka no ordenó quemar y en una carta a Milena Jesenká definió a su personaje como: «Un hombre condenado a mirar al mundo con una claridad tan enceguecedora que éste le resultó insoportable y se encaminó hacia la muerte».
  Igual que «La metamorfosis», «Un artista del hambre» presenta el aislamiento de un personaje de la sociedad y, a los demás hombres, como crueles objetos detrás del favor amablemente hipócrita de cada día: «Y alzaba la vista para mirar los ojos de las señoritas, en apariencia tan amables, en realidad tan crueles…».
  El mundo exterior de Kafka, es el espectador que satisface su malestar sólo con el hecho de ver a un hombre-bestia. A un hombre cuyo delicado tormento es la mueca para que el público, debido a su esnobismo o no, padezca con el personaje de ficción, en algún momento alter ego de Kafka, «es como una persona desnuda en medio de la gente vestida».

   
Fuente:
  Franz Kafka
Un artista del hambre
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domingo, 16 de agosto de 2015

Sabato. El escritor y sus fantasmas. Entrevista. Continuación.


¿Pondría en el mismo caso a los críticos de izquierda que encuentran malsana su literatura?
En un semanario de izquierda que aparecía en Buenos Aires leí una carta de un lector que protestaba con indignación porque se hubiera elogiado a un film que manifestaba «todos los elementos contrarrevolucionarios de la derecha: masoquismo, frustración, complejos, etc.; y donde se habla de todo menos de la salida revolucionaria». Aunque caricaturesca, esa carta tipifica a ese tipo de estética que caracteriza en buena medida a la izquierda, y muy particularmente al comunismo.
No interesa aquí defender al film incriminado. Lo que interesa es señalar la superficialidad, la falsedad, la demagogia filosófica de esa posición. Pues esas críticas, de ser valederas, arrasarían no sólo con el imperfecto film incriminado sino con obras como Los endemoniados.
El punto de vista expresado por ese corresponsal es grosero pero no novedoso. Rigió —y en buena medida sigue rigiendo en Rusia— hasta el punto de que las obras de Dostoievsky no se editaban. Hasta el punto de que un hombre como Kafka sea inédito.
Un ensayista social, Hernández Arregui, sostiene, a propósito de escritores como usted, que «a la economía de monocultivo corresponde una literatura equívoca de introspección, donde los personajes desorientados se analizan a sí mismos en medio de una vaga sensación de inseguridad». ¿Tiene alguna razón?
Madame de Staël llegó a sostener que hay un arte monárquico y un arte republicano, pero es fácil demostrar qué triviales son estas afirmaciones de los «reflejistas». Para Marx, el arte es un epifenómeno de las relaciones económicas; y aunque sabemos que para él debe entenderse en relación dialéctica, reaccionando sobre la estructura material que lo soporta y, con las otras formas de la cultura, hasta determinándola, modificándola, todos sabemos también que para este filósofo es esa estructura económica la que en última instancia es decisiva. De esta posición a un mero economismo había un paso y ese paso fue reiteradamente dado por muchos discípulos, quizá encandilados por la evidente y poderosa impronta que la sociedad capitalista e industrial ejerce sobre todas las actividades del hombre. En el caso que usted trae, es obvio que ese aserto no resiste el menor examen, ya que en sociedades tan poli-cultivadas como Inglaterra y Francia surgieron grandes y extremados escritores de esa tendencia, así como en auténticos países de monocultivo como el Ecuador surgieron escritores sociales como Icaza.
La curiosa afirmación de H. Arregui, afirmación por otra parte central para su consideración de nuestra literatura, está unida a una valoración negativa o peyorativa de ese tipo de literatura. En eso coincide con las afirmaciones que el realismo socialista hace de la llamada literatura decadente de la burguesía, y con la que en nuestro país ejecuta J. A. Ramos en sus libros. Resulta singular y digno de un análisis psicoanalítico que este ensayista político acuse a los mejores escritores argentinos de estar influidos por los europeos, de no mirar a nuestra América, de inspirarse en la cultura literaria de judíos como Kafka, franceses como Sartre, alemanes como Nietzsche o Hölderlin. ¿Hace su acusación utilizando el instrumental filosófico de los querandíes, o al menos de los aztecas? No, señor: mediante una teoría elaborada por el judío Marx, el francés Saint-Simon, el alemán Hegel. Y escribe todo eso en venerable y longevo español, en lugar de hacerlo en charrúa o idioma pampa.
¿No es hora que con lucidez y sin sentimientos de inferioridad empecemos a discutir en serio, sin demagogia ni insultos, sobre la naturaleza de la literatura argentina y sobre la herencia europea con que nació y se desenvolvió? Cualquiera sea la opinión que estos críticos tengan de artistas como Poe, Melville o Faulkner, es ya aceptado que son poderosos creadores; y sin embargo descienden de conocidos escritores europeos, ya que con eminentes dificultades podría demostrarse la paternidad de Pocahontas o de otros pieles rojas. Acaso nuestros críticos lleguen a admitir que esos escritores son importantes, no obstante su ascendencia europea, a pesar de su manía de subjetivismo y de su morbosidad. Y quizá nos digan que ellos son realmente grandes y nosotros no. Momento en que debemos replicarles que entonces los escritores argentinos incriminados no son desdeñables porque tengan esos vicios, sino, simplemente, porque no son grandes. Pero entonces su doctrina se viene abajo y hay que escribir otro libro.
Esa critica, que podríamos denominar de «la izquierda nacional», reiteradamente sostiene la inexistencia de una literatura nacional. ¿Es así?
Cada cierto tiempo resurge en nuestro país esta pregunta y la tentativa de dar una respuesta negativa, un poco por esa proclividad, precisamente nacional, a negar todos nuestros valores, a esa tendencia que parece acentuarse de día en día a revolearnos en nuestro propio estiércol. Es cierto que la mayor parte de ésos negadores está formada por los que jamás han hecho o han logrado hacer nada de valor, y entonces, comprensiblemente, se inclinan por la teoría de que aquí nada existe y nada puede hacerse. Siempre es tentador ocultar la incapacidad y el resentimiento personal detrás de una teoría sociológica que afecta a la realidad entera.
Existe una literatura nacional importante por lo menos desde Sarmiento y Hernández, y varios de sus creadores, desde aquella época hasta hoy, pueden figurar honorablemente al lado de grandes escritores europeos o norteamericanos. Por esa clase de motivos de hecho, creo que la respuesta debe ser afirmativa. Pero, además, creo en una literatura nacional por lo mismo que participo del descontento sobre nuestra realidad. La literatura importante es algo así como el reverso del mundo cotidiano, pues la creación es en muchos sentidos un acto antagónico similar al sueño, un intento de crear otra realidad, precisamente por el descontento hacia la que nos rodea. Si esto es cierto, hay que decir que en la Argentina ya no tenemos ningún pretexto para no tener grandes escritores.
Esa misma crítica insiste en que nuestra novelística no tiene, por ejemplo, la representatividad que tiene, digamos, una obra como Huasipungo.
Los europeos cometen a menudo la ingenuidad de pedirnos color local, y de creer que nuestra pintura o nuestra literatura no tiene «carácter»; ese carácter que en cambio encuentran en la pintura mexicana o en la novela del indio ecuatoriano. Les pasa con nosotros un poco lo que le pasa a la gente apresurada que rechaza una música porque no la puede silbar, porque no halla una melodía nítida, sencilla.
Es fácil advertir lo representativo en el Ecuador, pero es infinitamente arduo notarlo en la Argentina. Nuestro hombre es de contornos indecisos, complejos, variables, caóticos. Esto es como un campamento en medio de un cataclismo universal. Se necesitarán muchas novelas y muchos escritores para dar un cuadro completo y profundo de esta realidad enmarañada y contradictoria: la oligarquía en decadencia, el gaucho pretérito, el gringo que ascendió, el inmigrante fracasado o pobre, el hijo y el nieto de ese inmigrante, el habitante cosmopolita de Buenos Aires (indiferente y apátrida, el hombre que vive aquí como se vive en un hotel). Y todos los sentimientos cruzados y los mutuos resentimientos.
Y acaso el problema psicológica y metafísicamente más complejo es el descendiente de extranjeros, extraña criatura cuya sangre viene de Génova o de Toledo, pero cuya vida ha transcurrido en las pampas argentinas o en las calles de esta ciudad babilónica. ¿Cuál es la patria de esta criatura? ¿Cuál es mi patria? Crecimos bebiendo la nostalgia europea de nuestros padres, oyendo de la tierra lejana, de sus mitos y cuentos, viendo casi sus montañas y sus mares. Lágrimas de emoción nos han caído cuando por primera vez vimos las piedras de Florencia y el azul del Mediterráneo, sintiendo de pronto que centenares de años y oscuros antepasados latían misteriosamente en el fondo de nuestras almas. Pero también, en momentos de soledad en aquellas ciudades, sentimos que nuestra patria era ésta, estaba acá en la pampa y en el vasto río; pues la patria no es sino la infancia, algunos rostros, algunos recuerdos de la adolescencia, un árbol o un barrio, una insignificante calle, un viejo tango en un organito, el silbato de una locomotora de manisero en una tarde de invierno, el olor (el recuerdo del olor) de nuestro viejo motor en el molino, un juego de rescate. ¿Y cómo esta novela puede ser simple o nítida o folklórica o pintoresca?
En suma, ¿usted rechaza a la llamada literatura nacionalista?
A cada rato se olvida que hay un solo dilema válido: literatura profunda y literatura superficial. A cada rato se plantean falsos dilemas, sobre todo en esta época de preocupación social, y así como a una novelística «psicológica» se opone (como más legítima, como más sana) una novelística «social», así a una literatura cosmopolita o bizantina se opone una literatura «nacionalista».
Cada vez que un film describe la vida del gaucho en el siglo pasado o los problemas de los indios en un pueblo del noroeste, numerosos críticos e instituciones se felicitan de que nuestro arte vuelva a sus sanas y permanentes raíces. Y cada vez que un director describe el drama o un drama de algún estudiante o contrabandista o borracho de la ciudad, reaparecen los que reprochan el cosmopolitismo de nuestros creadores.
El folklore tiene sus méritos propios, pero no puede ser tomado como fundamento necesario de un arte nacional. Ni Bach ni Kafka tienen raíz folklórica. Y, al revés, infinidad de productos surgidos del folklore demuestran que tampoco es suficiente para la creación de un arte grande.
Basándose o no en el folklore, todo gran arte va más allá, penetrando en una región más profunda y universal. Si Martín Fierro tiene importancia no es porque trate de gauchos, ya que también las novelas de Gutiérrez lo hacen sin que por eso sobrepasen los límites del folletín pintoresco; tiene importancia porque Hernández no se quedó en el mero gauchismo, porque en las angustias y contradicciones de su protagonista, en sus generosidades y mezquindades, en su soledad y en sus esperanzas, en sus sentimientos frente al infortunio y a la muerte, encarnó atributos universales del hombre.
La clave no ha de ser buscada ni en el folklore ni en el «nacionalismo» de los temas y vestimentas: hay que buscarla en la profundidad. Si un drama es profundo, ipso facto es nacional, porque los sueños de que están tejidos los seres de ficción surgen de ese ámbito oscuro que tiene sus cimientos en la infancia y en la patria; que aunque no se lo proponga, y a veces porque no se lo propone, expresa de una manera o de otra los sentimientos y ansiedades, los dilemas raciales, los conflictos psicológicos que forman el substrato de una nación en un instante de su historia. De ese modo, Shakespeare fue el más grande escritor nacional de Inglaterra escribiendo tragedias que a veces ni siquiera se desarrollan en su patria. A la inversa, si una obra es superficial, no la salva su «nacionalismo», que entonces no pasa de ser más que un simulacro, como sucede con tantos novelones nuestros a base de gauchos apócrifos o de malevos pintorescos.
Es hora de terminar con esa demagogia que nos recomienda un conventillo de San Telmo como realidad nacional y que, en cambio, rechaza el gris departamento de un gris profesor que vive en la calle Charcas. Es una idea muy singular la que estos críticos tienen de la realidad. Más que realismo esa posición estética debería ser denominada suburbanismo; posición nueva y aniquiladora que anonada la existencia de los seres, edificios, estatuas, profesiones y lenguajes que no pertenecen al estricto territorio del arrabal. Para esos ontólogos de nuestra ficción, un compadrito de Avellaneda es real, mientras el modesto profesor de geografía del Barrio Norte es un transparente objeto ideal, apenas digno de figurar en el museo de Meinong. Según ellos, toda la obra de Kafka debería ser denunciada como falsa, porque no describe las costumbres de los mataderos de Praga.
Esto que nos dice lo encontramos vinculado a algo que le hemos oído muchas veces, sobre el carácter metafísico y problemático de nuestra literatura. ¿Cómo lo explicaría?
Dice Martín Buber que la problemática del hombre se replantea cada vez que parece rescindirse el pacto primero entre el mundo y el ser humano, en tiempos en que el ser humano parece encontrarse como un extranjero solitario y desamparado. Son tiempos en que se ha dislocado una imagen del Universo, desapareciendo con ella la sensación de seguridad que los mortales tienen en lo familiar. El hombre se siente entonces a la intemperie, el antiguo hogar destruido. Y se interroga sobre su destino.
Por añadidura, y a diferencia de los otros instantes cruciales de la historia, ésta es la primera vez en que el hombre se ha vuelto completamente problemático; ya que, como observa Max Scheler, además de no saber lo que es, ahora sabe que no sabe. ¿Cómo, en tales circunstancias de catástrofe universal, la literatura puede no estar impregnada de preocupación metafísica? Pues es un error imaginar que la metafísica únicamente se encuentra en los vastos tratados filosóficos, cuando, como advirtió Nietzsche, la hallamos en la calle, en las tribulaciones del modesto hombre de la calle.
Pero si la condición catastrófica rige para Europa, para nuestro país rige con mayor fuerza: como integrantes de la civilización que sufre ese cataclismo, tenemos un primer motivo de angustia; pero como pertenecientes a una de las líneas de fractura espacial de esa civilización, tenemos un segundo motivo, que es específicamente nuestro. Estamos en el fin de una civilización, y en uno de sus confines. Sometidos a una doble quiebra en el tiempo y en el espacio, estamos destinados a una experiencia doblemente dramática. Perplejos y angustiados, somos actores de una oscura tragedia, sin tener detrás el respaldo de una gran cultura indígena (como la azteca o la incaica) y sin poder tampoco reivindicar de modo cabal la tradición de Roma o París.
Y como si todavía eso fuera poco, no habíamos terminado de construir y definir una patria cuando el mundo que nos había dado origen comenzó a derrumbarse. Lo que significa que si ese mundo es un caos, nosotros lo somos a la segunda potencia.
De ahí el desconcierto de nuestras conciencias, la zozobra que preside nuestras creaciones, el escepticismo que muchos profesan sobre nuestro destino nacional. Ansiosamente, nos preguntamos entonces sobre la esencia y el porvenir de nuestra patria. Desde nuestras instituciones hasta nuestro arte, todo está siendo enjuiciado, y enjuiciado en una atmósfera de tormentosa nerviosidad. ¿Qué somos? ¿Adonde vamos? ¿Cuál es nuestra verdad nacional? ¿Somos algo nuevo, se gesta aquí algo realmente original, en este caos de sangres y culturas?
La literatura, esa híbrida expresión del espíritu humano que se encuentra entre el arte y el pensamiento puro, entre la fantasía y la realidad, puede dejar un profundo testimonio de este trance, y quizá sea la única creación que pueda hacerlo. Nuestra literatura será la expresión de esa compleja crisis o no será nada.
Alberto Zum Felde ha visto bien esta condición de nuestra realidad y ese sentido problemático que debe tener nuestra literatura. En este desorden, en este perpetuo reemplazo de jerarquías y valores, de culturas y razas ¿qué es lo argentino? ¿cuál es la realidad que han de develar nuestros escritores? Al menos, en lo que al Plata se refiere, es evidente que su misión consiste en la descripción de esa alma atormentada por el caos, de esa anhelosa búsqueda de un orden y un porqué. En otras palabras: esa violenta tectónica de nuestra realidad nos determina hacia una literatura problemática: en lo social, en lo político y, en última instancia, en lo metafísico.
Y así, contra los que argumentan que este tipo de literatura es un fenómeno europeo, que carece de sentido en América, que es propio de pueblos «Viejos», podemos responder que, por el contrario, esta realidad la exige más perentoriamente que aquélla. Pues si el problema metafísico central del hombre es su transitoriedad, aquí somos más transitorios y efímeros que en París o en Roma, vivimos como en un campamento en medio de un terremoto y ni siquiera sentimos ese simulacro de la eternidad que allá está constituido por una tradición milenaria, y por esa metáfora de la eternidad que son las piedras ennegrecidas de sus templos y sus monumentos milenarios.
¿Considera a Borges como a un escritor preciosista?
Es indudable que buena parte de su obra es bizantina y que en buena medida el acento está colocado sobre lo puramente estético, lo que nunca podría decirse de Dante, de Shakespeare, de Tolstoi, de Dickens, de Kafka; escritores poderosos en que el acento está colocado sobre la Verdad y en los que la belleza se da como consecuencia, porque esa Verdad es expresada mediante el gran resplandor poético, con la belleza a menudo terrible que es característica de estos testigos trágicos de la condición humana. Sí, en Borges se incurre a veces en lo precioso, y es por eso que lo admiran ciertas personas. Pero una de las peores desdichas de un creador es que lo admiren por sus defectos. De modo que los genuinos defensores de Borges no son esas personas sino gente como nosotros: los que reconocemos lo que en él hay de admirable y queremos rescatarlo de entre su preciosismo. Está de moda en la izquierda argentina repudiar a Borges: escritores que no le llegan a los tobillos nos dicen que Borges es inexistente. Eso revela que ni siquiera son buenos revolucionarios, pues el que no sabe qué de trascendente tiene la cultura de una comunidad no está maduro para reemplazar a esa comunidad. Los que venimos detrás de Borges, o somos capaces de reconocer sus valores perdurables o ni siquiera somos capaces de hacer buena literatura.
Se suele afirmar que una literatura lúdica y preciosista es el resultado de una época fácil y de gente sin graves preocupado tres. ¿Cómo se explicaría, entonces, la existencia de un escritor como Borges en un período tan terrible del mundo y particularmente de nuestro país?
Hay quien piensa que a toda época de crisis corresponde necesariamente una literatura problemática y a cada época fácil una literatura gratuita o estetizante.
Nada de eso.
Una escuela, una doctrina, se constituyen de manera compleja y casi siempre polémica, pu di en do expresar su tiempo en forma directa o inversa. Así sucede que en periodos difíciles de la histeria, al mismo tiempo que aparece una literatura problemática (como expresión directa de la crisis), generalmente hace también su aparición una literatura lúdica (expresión inversa); tanto por espíritu de contradicción contra la corriente general, por hastío y cansancio de esa escuela, por desdén (muchas veces justificado) a sus expresiones más triviales, como asimismo por evasión de una realidad demasiado dura para espíritus sensibles o temerosos. En alguna ocasión, esa antítesis puede ser el trasunto de una antítesis social, ya que es más fácil que la literatura exquisita sea expresión de una clase privilegiada y la otra expresión de una clase revolucionaria o por lo menos inquieta: fue, en buena medida, el problema Florida-Boedo en Buenos Aires. Pero casi siempre el problema es más confuso y complicado, pues hay tres elementos en juego: el proceso social, que de una manera o de otra influye en el arte; el proceso artístico, que tiene su dinámica propia (cansancio de escuelas, agotamiento de formas, etc.) y que provoca cambios en la creación artística por su propia e inmanente naturaleza; y, finalmente, lo que podríamos llamar una dialéctica de la contemporaneidad entre esos dos procesos.
Así, un mero enjuiciamiento «marxista» de nuestra literatura podría llevarnos a afirmar, como lo hacen algunos de esos teóricos, que el enriquecimiento y el dominio de una oligarquía ganadera durante el lapso final del siglo pasado, con el refinamiento consiguiente y su europeísmo formal, tenían que producir una literatura bizantina. Y la aparición de escritores como Larreta parecería confirmar esa tesis.
Pero esa tesis es desmentida por un examen más profundo y completo de la realidad. Porque si fatalmente el proceso que da origen a esa clase de arte fuese el indicado, no se explica por qué surgieron desde los mismos rangos de la oligarquía escritores tan problemáticos como Hernández o como Cambaceres. Tampoco se explicaría por qué no surgió una literatura lúdica tan importante como la nuestra en países como el Ecuador o Guatemala, donde el abismo entre la oligarquía y el pueblo trabajador es infinitamente más hondo y más neto.
El proceso es más complejo y enmarañado de lo que pretenden esos sociólogos. En el mismo momento en que aparece Borges en Buenos Aires surgen los escritores sociales o problemáticos del grupo de Boedo, y particularmente un novelista como Roberto Arlt. El desenvolvimiento intrínseco de las escuelas, a través de parnasianos y simbolistas, produce el modernismo, que culminará en escritores como Güiraldes y Borges; y la contradicción contemporánea (en parte social, en parte puramente estética) explica las antinomias y la simultaneidad de las dos corrientes, así como las antítesis internas en cada uno de los grupos: sería necio, por ejemplo, considerar Don Segundo Sombra como literatura lúdica; pues, aunque no ha logrado despojarse todavía de elementos preciosistas, es fundamentalmente una obra donde el acento está colocado sobre los problemas del hombre. Cualquier tentativa de explicar el fenómeno literario en términos puramente estéticos o puramente sociales está, así, condenada al fracaso. Más, todavía: el triple juego explica la ambigüedad y hasta la participación de algunos escritores de aquel tiempo en los dos grupos.

Un medico rural. Franz Kafka. Relatos breves.


Publicada en 1919, la colección de relatos breves Un médico rural (Ein Landartz en el original alemán) fue una de las pocas obras que Franz Kafka dio a la imprenta, y, en consecuencia, una de las que, al final de su vida, excluyó del felizmente incumplido encargo de destrucción al que sentenció a la mayor parte de su trabajo. Se compone de catorce piezas breves, entre las que se cuenta el relato que da nombre al conjunto. Todas ellas se enmarcan en una atmósfera onírica, y, a su indudable valor literario, se suma el hecho de que presentan sintetizados los temas sobre los que se construye la restante narrativa kafkiana: la difusa frontera entre lo humano y lo animal («El nuevo abogado», «Chacales y árabes», «Preocupaciones de un jefe de familia», «Informe para una academia»), la empresa imposible («Un médico rural», «En la galería», «El pueblo más cercano», «Un mensaje imperial»), la confrontación entre el individuo y el poder («Un viejo manuscrito», «Ante la Ley») o la frustrada relación entre padre e hijo que tanto influyó en la vida y, por tanto, en la literatura del escritor checo («Once hijos»).

Fuente:  N.N.

(Fragmento).


Un medico rural
Franz Kafka
Relatos breves
A mi padre.
FRANZ KAFKA
EL NUEVO ABOGADO



Tenemos un nuevo abogado, el doctor Bucéfalo. Poco hay en su aspecto que recuerde a la época en que era el caballo de batalla de Alejandro de Macedonia. Sin embargo, quien está al tanto de esa circunstancia, algo nota. Y hace poco pude ver en la entrada a un simple ujier que lo contemplaba admirativamente, con la mirada profesional del carrerista consuetudinario, mientras el doctor Bucéfalo, alzando gallardamente los muslos y haciendo resonar el mármol con sus pasos, ascendía escalón por escalón la escalinata.
En general, la Magistratura aprueba la admisión de Bucéfalo. Con asombrosa perspicacia, dicen que dada la organización actual de la sociedad, Bucéfalo se encuentra en una posición un poco difícil y que en consecuencia, y considerando además su importancia dentro de la historia universal, merece por lo menos ser admitido. Hoy —nadie podría negarlo— no hay ningún Alejandro Magno. Hay muchos que saben matar; tampoco escasea la habilidad necesaria para asesinar a un amigo de un lanzazo por encima de la mesa del festín; y para muchos Macedonia es demasiado reducida, y maldicen en consecuencia a Filipo, el padre; pero nadie, nadie puede abrirse paso hasta la India. Aun en sus días las puertas de la India estaban fuera de todo alcance, pero no obstante, la espada del rey señaló el camino. Hoy dichas puertas están en otra parte, más lejos, más arriba; nadie muestra el camino; muchos llevan espadas, pero sólo para blandirlas, y la mirada que las sigue sólo consigue marearse.
Por eso, quizá, lo mejor sea hacer lo que Bucéfalo ha hecho, sumergirse en la lectura de los libros de derecho. Libre, sin que los muslos del jinete opriman sus flancos, a la tranquila luz de la lámpara, lejos del estruendo de las batallas de Alejandro, lee y vuelve las páginas de nuestros antiguos textos.




UN MÉDICO RURAL



Me encontraba en un serio dilema: debía emprender un viaje urgente; un enfermo de gravedad me esperaba en un pueblo a diez millas de distancia; un fuerte temporal de nieve barría el vasto espacio que nos separaba; yo tenía un coche, un cochecito liviano, de grandes ruedas, exactamente lo más apropiado para nuestros caminos de campo; envuelto en el abrigo de pieles, con mi maletín de instrumental en la mano, esperaba en el patio, listo para partir; pero faltaba el caballo, no había caballo. El mío se había muerto la noche anterior, agotado por las fatigas de ese invierno gélido; mi criada corría ahora por el pueblo, en busca de un caballo prestado; pero no había esperanzas, yo lo sabía, y cada vez más cubierto de nieve, cada vez más incapaz de movimiento, permanecía allí, sin saber qué hacer. En la puerta apareció la muchacha, sola, y agitó la lámpara; naturalmente, ¿quién iba a prestarme su caballo para semejante viaje, a semejante hora? Una vez más atravesé el patio; no descubría ninguna solución; desesperado, enloquecido, golpeé con el pie la ruinosa puerta de la pocilga, deshabitada desde hacía años. La puerta se abrió, y siguió oscilando sobre sus bisagras. Un vapor y un olor como de caballos salió de la pocilga. Una débil linterna colgaba de una cuerda. Un individuo, acurrucado junto al tabique bajo, mostró su rostro claro, de ojos azules.
—¿Los engancho al coche? —preguntó, acercándose a cuatro patas.
Yo no sabía qué decirle, y sólo me agaché para ver qué había dentro de la pocilga. La criada estaba a mi lado.
—Uno no sabe nunca lo que puede encontrar en su propia casa —dijo ésta, y ambos nos reímos.
—¡Eh, Hermano, eh, Hermana! —llamó el caballerizo, y dos caballos, dos poderosos animales de fuertes flancos, con las piernas dobladas y apretadas contra el cuerpo, las perfectas cabezas agachadas, como las de los camellos, mediante movimientos del cuarto trasero se abrieron paso reptando uno tras otro por el hueco de la puerta, que llenaban por completo. Pero inmediatamente se irguieron sobre sus largas patas, despidiendo un espeso vapor.
—Ayúdale —dije, y la atenta muchacha se apresuró a ayudar al caballerizo ocupado en enganchar los caballos. Pero apenas llegó a su lado, el hombre la abrazó y acercó su cara a la cara de la joven. Ésta gritó, y huyó hacia mí; sobre sus mejillas se veían, rojas, las marcas de dos hileras de dientes.
—¡Bestia! —grité furioso—. ¿Quieres que te azote?
Pero luego pensé que era un desconocido; que yo no sabía de dónde venía, y que me ofrecía ayuda cuando todos me habían fallado. Como si hubiera adivinado mis pensamientos, no se ofendió por mi amenaza, y siempre atareado con los caballos, sólo se volvió una vez hacia mí.
—Suba —me dijo; y, en efecto, todo estaba preparado.
Observo entonces que nunca había tenido un par de caballos tan hermosos, y subo alegremente.
—Pero yo conduciré; tú no conoces el camino —agrego.
—Naturalmente —dice él—, yo no voy con usted, me quedo con Rosa.
—¡No! —grita Rosa, y huye hacia la casa, presintiendo con toda razón la inevitabilidad de su destino; oigo el ruido de la cadena de la puerta, al correr en el cerrojo; oigo girar la llave en la cerradura; veo además que Rosa apaga todas las luces del vestíbulo, y siempre huyendo, las de las habitaciones restantes, para que no puedan encontrarla.
—Tú te vienes conmigo —digo al mozo—, o desisto de mi viaje, por más urgente que sea. No pienso dejarte a la muchacha como pago del viaje.
—¡Arre! —grita él; y da una palmada; el coche parte arrastrado como una madera en el torrente; todavía tengo tiempo de oír el ruido de la puerta de mi casa que cae hecha pedazos bajo los embates del mozo, luego mis ojos y mis oídos se hunden en el remolino de la tormenta que confunde uniformemente todos mis sentidos. Pero esto sólo dura un instante; en efecto, como si frente a mi puerta se encontrara la puerta de mi paciente, ya estoy allí; los caballos se detienen; la nevada ha cesado; claro de luna en torno; los padres de mi paciente salen ansiosos de la casa; su hermana los sigue; me ayuda a bajar inmediatamente del coche; no entiendo sus confusas palabras; en el cuarto del enfermo el aire es casi irrespirable; la estufa, desatendida, echa humo; quiero abrir la ventana; pero antes voy a ver al enfermo. Delgado, sin fiebre, ni caliente ni frío, con ojos inexpresivos, sin camisa, el joven se yergue bajo el edredón de plumas, se abraza a mi cuello y me susurra al oído:
—Doctor, déjeme morir.
Miro a mi alrededor; nadie le ha oído; los padres callan, inclinados hacia delante, esperando mi veredicto; la hermana me ha traído una silla para que coloque mi maletín. Abro el maletín y busco entre mis instrumentos; el joven sigue tironeándome desde su lecho, para recordarme su súplica; tomo un par de pincitas, las examino a la luz de la bujía, y las deposito nuevamente.
«Sí —pienso como un blasfemo—, en estos casos los dioses nos ayudan, nos envían el caballo que necesitamos, y dada nuestra prisa nos agregan otro; para colmo nos conceden un caballerizo...».
Sólo en ese momento me acuerdo de Rosa; ¿qué hacer, cómo rescatarla, cómo salvarla de las garras de aquel caballerizo, a diez millas de distancia, con un par de caballos imposibles de manejar? Esos caballos, que no sé cómo se han soltado de las riendas; desde afuera, tampoco sé cómo, han empujado la ventana; asoman la cabeza, cada uno por una ventana, y sin preocuparse por las exclamaciones de la familia, contemplan al enfermo.
«Tengo que regresar inmediatamente», pienso, como si los caballos me invitaran al viaje, pero sin embargo permito que la hermana, que me cree mareado por el calor, me quite el abrigo de pieles. Me sirven una copa de ron, el anciano me palmea el hombro, porque el ofrecimiento de su tesoro le justifica esta familiaridad. Meneo la cabeza, en el estrecho ámbito de los pensamientos del anciano, debo de estar enfermo; ésa es la única razón de mi negativa. La madre permanece junto al lecho y me induce a acercarme; obedezco, y mientras un caballo relincha estridentemente hacia el cielo raso, apoyo la cabeza sobre el pecho del joven, que se estremece bajo mi barba mojada. Se confirma lo que ya sabía: el joven está sano, tiene algún trastorno circulatorio; está saturado de café que su solícita madre le sirve, pero sano; lo mejor sería sacarle de un tirón de la cama. No soy ningún reformador universal, y le dejo donde está. Soy el médico del distrito, y cumplo con mi obligación hasta donde puedo, hasta un punto que ya es una exageración. Mal pagado, soy sin embargo generoso con los pobres y trato de ayudarles. Todavía tengo que ocuparme de Rosa, luego puede el joven hacer lo que se le ocurra, y yo morirme, también. ¿Qué hago aquí, en este interminable invierno? Mi caballo ha muerto, y no hay nadie en el pueblo que me preste el suyo. Me veo obligado a buscar caballos en la pocilga; si por casualidad no hubiera encontrado esos caballos habría debido recurrir a los cerdos. Así es. Y saludo a la familia con un movimiento de cabeza. No saben nada de todo esto, y si lo supieran, no lo creerían. Es fácil escribir recetas, pero fuera de eso, entenderse con la gente es difícil. Ahora bien, ya he cumplido con mi visita, una vez más me han molestado inútilmente, estoy acostumbrado; con esa campanilla nocturna, todo el distrito me martiriza, pero que además tenga que sacrificar ahora a Rosa, esa hermosa muchacha, que durante tantos años ha vivido en mi casa casi sin que yo me diera cuenta de su presencia... ese holocausto es excesivo, y tengo que encontrarle alguna solución, cualquier cosa, para no dejarme arrastrar por esta familia, que con la mejor voluntad del mundo no podrían devolverme a mi Rosa. Pero mientras cierro el maletín y tiendo una mano hacia mi abrigo, la familia se reúne, el padre olfatea la copa de ron que tiene en la mano, la madre, evidentemente decepcionada conmigo —sí, ¿qué se imagina la gente?—, se muerde llorosa los labios, y la hermana agita un pañuelo lleno de sangre; me siento en cierto modo dispuesto a admitir, bajo ciertas condiciones, que tal vez el joven está enfermo. Me acerco a él, me sonríe como si le trajera la más mortificante de las sopas; ¡ah!, ahora los dos caballos relinchan juntos; ese estrépito ha sido seguramente dispuesto por los cielos para ayudarme en mi reconocimiento; y esta vez descubro que el joven está enfermo. En el costado derecho, cerca de la cadera, tiene una herida grande como la palma de mi mano. Rosada, con muchos matices, oscura en lo hondo, más clara en los bordes, ligeramente granulada, con coágulos irregulares de sangre, abierta como una mina al aire libre. Así es vista de lejos. De cerca, aparece sin embargo una complicación. ¿Quién la hubiera visto sin silbar? Gusanos, largos y gordos como mi dedo meñique, rosados y manchados de sangre, se retuercen, fijos en el interior de la herida, hacia la luz, con sus cabecitas blancas y sus numerosas patitas. Pobre muchacho, no tienes salvación. He descubierto tu gran herida; esta flor de tu costado te mata. La familia está radiante, me ven en plena actividad; la hermana se lo dice a la madre, la madre al padre, el padre a algunas visitas que entran por la puerta abierta a través del claro de luna, de puntillas, balanceando los brazos extendidos.
—¿Me salvarás? —murmura sollozando el joven, deslumbrado por la vista de su herida.
Así es la gente en mi distrito. Siempre esperan que el médico haga lo imposible. Han cambiado sus antiguas creencias; el cura se queda en su casa, y desgarra sus dalmáticas una tras otra; pero el médico todo lo puede, suponen ellos, con su diestra mano quirúrgica. Bueno, como quieran, yo no les pedí que me llamaran; si quieren usarme equivocadamente con fines religiosos, también eso les permitiré; ¿qué más puedo pedir yo, un viejo médico rural, despojado de su criada? Y acude la familia y los ancianos del pueblo, y me desvisten; un coro de colegiales, dirigido por el maestro, canta frente a la casa una melodía extraordinariamente simple con estas palabras:

Desvístanlo, para que cure,
Y si no cura, mátenlo.
Sólo es un médico, sólo es un médico.

Ya estoy desvestido, y con los dedos en la barba contemplo tranquilamente a la gente, cabizbajo. No pierdo mi compostura, y estoy preparado para todo, aunque no me sirve de nada, porque ahora me toman por la cabeza y los pies y me llevan a la cama. Me colocan junto a la pared, al lado de la herida. Luego salen todos de la habitación; cierran la puerta; el canto cesa; las nubes cubren la luna; las cálidas mantas me abrigan; como sombras, las cabezas de los caballos oscilan en el vano de las ventanas.
—¿Sabes —me dice una voz al oído— que mi confianza en ti no es mucha? Ante todo, no has venido aquí por tus propios medios, sino a rastras. En vez de ayudarme, me incomodas en mi lecho de muerte. Lo que más me gustaría sería arrancarte los ojos.
—Realmente —digo yo—, es una vergüenza. Y sin embargo soy médico. ¿Qué quieres que haga? Te aseguro que yo también me siento muy incómodo.
—¿Y quieres que me conforme con esas disculpas? ¡Ah, supongo que sí! Siempre debo conformarme. Con una hermosa herida vine al mundo; ésa fue mi única dote.
—Joven amigo —digo—, tu error es que no tienes bastante amplitud de miras. Yo, que he visitado todos los cuartos de los enfermos, aquí y allá, te lo aseguro: tu herida no es tan mala. Hecha con dos golpes de hacha, en ángulo agudo. Muchos ofrecen sus flancos, y no oyen el hacha en el bosque, y menos aún que el hacha se les acerca.
—¿Es realmente verdad, o te aprovechas de mi fiebre para engañarme?
—Es realmente así, palabra de honor de un médico oficial.
Aceptó mi palabra, y guardó silencio. Pero ya era hora de pensar en mi liberación. Fielmente, los caballos permanecían aún en su lugar. Recogí rápidamente mis ropas, mi abrigo de piel y mi maletín; no quise perder tiempo en vestirme; si los caballos se daban tanta prisa como en el viaje de ida, era como saltar de esta cama a la mía. Obediente, uno de los caballos se retiró de la ventana; arrojé mis bártulos en el coche; la pelliza cayó fuera, y sólo quedó retenida por una manga en un gancho. Suficiente. Monté de un salto a un caballo; con las riendas caídas, un caballo mal atado al otro, el coche atrás, bamboleándose, y finalmente la pelliza que se arrastraba por la nieve.
—¡Al galope! —grité, pero nada de galope; despacio, como viejos, nos arrastrábamos por los desiertos de nieve; largo tiempo se oyó tras de nosotros el nuevo y erróneo canto de los niños:

Alegraos, oh pacientes,
Ya os han puesto en cama al médico.

A este paso no llegaré nunca a casa; mi floreciente reputación está perdida; un sucesor me roba la clientela, pero inútilmente, porque no puede reemplazarme; en mi casa cunde el furor del asqueroso caballerizo; Rosa es su víctima; no quiero ni pensarlo. Desnudo, expuesto a la helada de esta época desdichada, con un coche terreno y caballos ultraterrenos, vago por los campos, yo, un anciano. Mi pelliza cuelga detrás del coche, pero no puedo alcanzarla, y de la moviente chusma de mis clientes, ni uno mueve un dedo. ¡Traicionado! ¡Traicionado! Una sola vez que se conteste a una falsa llamada de la campanilla nocturna... y ya no hay esperanzas de arreglo.

sábado, 15 de agosto de 2015

Franz Kafka. El Proceso. Comenta: José Saramago.



 Prólogo
Toda esta escritura no es otra 
cosa que la bandera de Robinson 
en el punto más alto de la isla.

FRANZ KAFKA


Mijail Bajtin escribió en su Estética y Teoría de la Novela: «El objeto principal del género novelístico, ése que lo especifica, ése que crea su originalidad estilística, es el hombre que habla y su palabra». Difícilmente una aserción de ámbito general como es ésta podría encontrar una expresión tan exacta como la que se aprecia en el caso humano y literario de Franz Kafka. Contrariando a ciertos teóricos que, no exentos de razón, se sublevan contra la tendencia «romántica» de buscar en la existencia de un escritor las señales de paso de lo vivido sobre lo escrito, lo que, supuestamente, sería la explicación definitiva de la obra, Kafka no esconde en ningún momento (y parece empeñarse en que se note) el cuadro de factores que determinaron su dramática vida de hombre y, consecuentemente, su trabajo de escritor: el conflicto con el padre, la falta de entendimiento con la comunidad judaica, la imposibilidad de dejar la vida de celibato por el matrimonio, la enfermedad. La obligada brevedad de este prólogo no me permite el análisis (que, ay de mí, sería siempre menos que sumario) de los tres últimos elementos y de su relación directa o indirecta con El proceso. Pienso, con todo, que el primer factor, es decir, el antagonismo nunca superado que opuso padre a hijo e hijo a padre, es lo que constituye la viga maestra de toda la obra kafkiana, derivando de ella como las ramas de un árbol derivan del tronco principal, el profundo desasosiego íntimo que lo condujo a la deriva metafísica, la visión de un mundo agonizando por el absurdo, la mistificación de la conciencia.
La primera referencia a El proceso se encuentra en los Diarios, fue escrita el 29 de junio de 1914 (el día anterior se desencadenó la guerra) y comienza con las siguientes palabras: «Una noche, Josef K., hijo de un rico comerciante, después de una gran pelea que había mantenido con su padre…». Sabemos que no es así como comenzará la novela, pero el nombre del personaje principal —Josef K.— ya quedó anunciado, así como en tres rápidas líneas del cuento La metamorfosis, escrito casi dos años antes, ya se anunciaba lo que vendría a ser el núcleo temático central de El proceso. Cuando, transformado de la noche a la mañana, sin ninguna explicación del narrador, en un bicharraco repugnante, mezcla de escarabajo y cucaracha, se queja de los sufrimientos inmerecidos que recaen sobre el viajante de comercio en general y sobre él mismo en particular, Gregorio Samsa se expresa de una manera que no deja margen a la duda: «… muchas veces es víctima de una simple murmuración, de una casualidad, de una reclamación gratuita, y le es absolutamente imposible defenderse, puesto que ni siquiera sabe de qué le acusan». Todo El proceso está contenido en estas palabras. Es cierto que el «padre, rico comerciante», desapareció de la historia, que la madre sólo es mencionada en dos de los capítulos inacabados, y aun así fugazmente y sin caridad filial, pero no me parece un exceso temerario, salvo si estoy demasiado equivocado sobre las intenciones del autor Kafka, imaginar que la omnipotente y amenazadora autoridad paterna habrá sido, en la estrategia de la ficción, transferida hacia las alturas inaccesibles de la Ley Última, ésa que, sin necesidad de enunciar una culpa concreta y tipificada en los códigos, será siempre implacable en la aplicación del castigo. El angustiante y al mismo tiempo grotesco episodio de la agresión ejecutada por el padre de Gregorio Samsa para expulsar al hijo de la sala familiar, tirándole manzanas hasta que una se le incrusta en el caparazón, describe una agonía sin nombre, la muerte de cualquier esperanza de comunicación. Pocas páginas antes, el escarabajo Gregorio Samsa había articulado penosamente las últimas palabras que su boca de insecto todavía fue capaz de pronunciar: «Madre, madre». Después, como una primera muerte, entró en la mudez de un silencio voluntario si no obligado por su irremediable animalidad, como quien ha tenido que resignarse definitivamente a no tener padre, madre y hermana en el mundo de las cucarachas. Cuando por fin la sirvienta barre la carcasa reseca a que Gregorio Samsa acabará reducido, su ausencia, de ahí en adelante, sólo servirá para confirmar el olvido a que los suyos ya lo habían relegado. En una carta del 28 de agosto de 1913, Kafka escribirá: «Vivo en medio de mi familia, entre las mejores y amorosas personas que se puede imaginar, como alguien más extraño que un extraño. Con mi madre, en los últimos años, no he hablado, de media, más que veinte palabras por día, con mi padre jamás intercambié otras palabras que las de saludo». Será necesario estar muy desatento a la lectura para no percibir la dolorosa y amarga ironía contenida en las propias palabras («entre las mejores y más amorosas personas que se puede imaginar»), que parecen estar negándola. Desatención igual, creo, sería no atribuir importancia especial al hecho de que Kafka propusiera a su editor, el 4 de abril de 1913, que los relatos El fogonero (primer capítulo de la novela América), La metamorfosis y La condena fuesen reunidos en único volumen con el título de Los hijos (lo que sólo muy recientemente, en 1989, vendría a suceder). En El fogonero «el hijo» es expulsado por los padres por haber ofendido la honra de la familia al dejar embarazada a una sirvienta, en La condena «el hijo» es sentenciado por el padre a morir ahogado, en La metamorfosis «el hijo» dejó simplemente de existir, su lugar fue ocupado por un insecto.
Más que la Carta al padre, escrita en noviembre de 1919, que nunca sería entregada al destinatario, son estos relatos, según entiendo, y en particular La condena y La metamorfosis, que precisamente por ser transposiciones literarias donde el juego de mostrar y de esconder funciona como un espejo de ambigüedades y reversos, lo que nos ofrecen con más precisión la dimensión de la herida incurable que el conflicto con el padre abrió en el espíritu de Franz Kafka. La Carta asume, por decirlo así, la forma y el tono de un libelo acusatorio, se propone como un ajuste de cuentas final, es un balance entre el debe y el haber de dos existencias enfrentadas, de dos mutuas repugnancias, por eso no se puede rechazar la posibilidad de que se encuentren en ella exageraciones y deformaciones de los hechos reales, sobre todo cuando Kafka, al final de la carta, pasa súbitamente a usar la voz del padre para acusarse a sí mismo… En El proceso, Kafka pudo deshacerse por fin de la figura paterna, objetivamente considerada, pero no de su ley. Y tal como en La condena el hijo se suicida porque así lo había determinado la ley del padre, en El proceso es el propio acusado Josef K. quien acabará conduciendo a sus verdugos al lugar donde será asesinado y quien, en los últimos instantes, cuando la sombra de la muerte se aproxima, todavía tendrá tiempo para pensar, como un último remordimiento, que no había sabido desempeñar su papel hasta el fin, que no había conseguido ahorrar trabajo a las autoridades… Es decir, al Padre.
 José Saramago

Fuente:
Autor: Kafka, Franz
Título original alemán: Der Prozess
Novela inacabada de Franz Kafka
Publicada de manera póstuma en 1925 por Max Brod, basándose en el manuscrito inconcluso de Kafka.
Traducción y notas: Miguel Vedda
Prólogo: José Saramago
Editor original: MayenCM (v1.0 a v1.6)
Corrección de erratas: Verdugol
Segunda corrección de erratas: Faku

Reimpresión: novela, El laberinto del verdugo.

Con portada nueva la Editorial Costa Rica (ECR)  reimprime EL LABERINTO DEL VERDUGO. Gracias a todas las personas-lectoras que han hecho posible esta nueva reimpresión de mi novela. 
J.Méndez-Limbrick.

viernes, 14 de agosto de 2015

Mi blog. J. Méndez-Limbrick.


Mi blog.
El blog El laberinto del vedugo, es un blog de orientación literaria pero, sobre todo son mis gustos literarios. En ocasiones, he tratado de hacer recorridos a través de la Historia de la Literatura mediante artículos especializados de revistas universitarias, opiniones de los mismos escritores sobre qué entienden acerca del quehacer literario hasta entrevistas y semblanzas periodísticas.
Todo lo que ha llamado  mi curiosidad lo he buscado y lo he puesto en el blog.
En otras ocasiones, he opinado y he vertido mis pensamientos de lo que creo es la Literatura. En resumen, el blog es un catador de mis gustos y preferencias literarias, es la simple visión de un escritor.
Gracias a todas las personas que visitan el sitio... el blog es de todos ustedes.
J.Méndez-Limbrick.

El Derecho en la obra de Kafka. Lorenzo Silva.


Nota: No debemos de olvidar que Franz Kafka se doctoró en Derecho. Es cierto también que trabajó solo un año como abogado. Sin embargo, creo que este excelente ensayo, analiza un elemento poco explorado en la narrativa Kafkiana: Justicia y Derecho... Tampoco voy a exagerar para afirmar que el Derecho ejerciera una profunda huella en su narrativa pero, no me cabe la menor duda que todo hombre es el producto de sus vivencias y sus estudios. J. Méndez-Limbrick.
***

LORENZO SILVA
El derecho en la obra de Kafka



NOTA SOBRE EL TEXTO 

El texto de este ensayo, o como sea más prudente denominarlo, se corresponde fielmente con la versión original escrita en 1989, como trabajo de último curso de carrera para la asignatura de Filosofía del Derecho. Como tal logró plenamente sus objetivos, aunque no se me oculta que el profesor debió leer mis elucubraciones iusfilosóficas con no poca indulgencia y alguna complicidad. El caso es que hoy no creo que escribiera ni una sola de las frases que lo componen de la misma forma en que lo hice entonces.
Pese a todo, no he querido tocarlo. Salvo por la enmienda de algún error demasiado obvio y la aclaración de alguna oscuridad demasiado impenetrable, lo que sigue a continuación es el documento auténtico. Casi todos los escritores se avergüenzan de sus pecados de juventud, pero es más sano tomárselos con humor. Y si a algún otro le pueden hacer gracia, pues para qué esconderlos.
Tan sólo me he permitido añadir al final un apéndice, que no rectifica, sino más bien ratifica la esencia de mi intuición juvenil. La edad me ha alejado de la forma, jamás del fondo.

Madrid, 11 de octubre de 1999

(Fragmento del ensayo).
I. Introducción. Sobre las interpretaciones de Kafka. Justificación de una interpretación jurídica. 


En un breve y penetrante estudio sobre Kafka publicado en el décimo aniversario de su muerte, Walter Benjamin recurre para ilustrar la obra y el carácter kafkianos a una anécdota sumamente esclarecedora que resulta pertinente condensar aquí. Se cuenta de Potemkin que a menudo sufría de intensas depresiones, que le hacían abandonar todos los asuntos de Estado y recluirse en sus aposentos. Durante una de estas depresiones, que se prolongó inusualmente, se acumularon un gran número de documentos cuya tramitación no podía proseguir a falta de la firma de Potemkin, paralizándose expedientes sobre los que la zarina reclamaba decisiones.
Sabedores de que a la emperatriz Catalina le era grandemente desagradable que se hablase siquiera de la enfermedad del canciller, los altos funcionarios no daban con una solución. En esta circunstancia, el insignificante copista Shuvalkin, viendo el desaliento de los ayudantes de Potemkin, se ofreció a arreglar el problema. Tomó el grueso fajo de documentos y se dirigió a la estancia del canciller. Su puerta no estaba cerrada. Le encontró sentado en la cama, envuelto en una bata raída y mordisqueándose las uñas. Sin decirle una sola palabra, le dio una pluma y le alargó el primer papel. Potemkin, como en un sueño, miró a Shuvalkin y firmó. Otro tanto hizo con el segundo documento que el copista le presentó, y con el tercero, y así sucesivamente hasta firmarlos todos. Shuvalkin, ufano, regresó junto a los altos funcionarios y les entregó el montón de papeles. Los consejeros se precipitaron sobre ellos, incrédulos ante el milagro. Pronto advirtieron que desde la primera hoja hasta la última en todas se leía al pie: Shuvalkin, Shuvalkin, Shuvalkin...
Como señala Benjamin, bien puede relacionarse al "solícito Shuvalkin, que toma todo a la ligera y se queda con las manos vacías" con el K. de Kafka (ya sea Josef K., el protagonista de El proceso, o K. a secas, el agrimensor de El castillo). A Potemkin, ese hombre "descuidado y soñoliento" que "lleva una existencia crepuscular en un lugar apartado al que está prohibida la entrada", fácilmente se le identifica como un antecedente de esos jueces del tribunal o esos funcionarios del castillo, que viven en un estado de descomposición y sin embargo en cualquier momento pueden mostrarse, incluso a través de algún minúsculo apéndice o delegado, dueños de un poder ciego y brutal. Sustituyendo en el esquema expuesto algunos de sus elementos por el correlativo que a primera vista se le ocurre a quien intente interpretar la obra de Kafka desde una perspectiva jurídica, Shuvalkin y K. pueden identificarse con el sujeto, con el individuo abstractamente considerado; Potemkin, y los decadentes jueces o funcionarios, con el poder o el Estado y su expresión normativa, el Derecho. En los relatos de Kafka, a menudo de un modo explícito que hace innecesaria la adulteración hermenéutica para poder afirmarlo, la ley viene, si no simbolizada, sí representada por sus adocenados ejecutores, sin que sea posible ver más allá. De ahí que se haga, en este lugar tan prematuro, un paralelismo que en otra circunstancia pudiera parecer demasiado osado o, incluso, una tergiversación gratuita.
En las páginas que siguen tratará de fundamentarse, con apoyo en una selección de textos kafkianos, que es posible establecer siquiera sea como propuesta la correlación apuntada. Pero antes de comenzar esta tarea es preciso realizar algunas meditaciones previas acerca de la obra de Kafka en conjunto y acerca, más concretamente, de sus posibilidades interpretativas. Como es de sobra sabido, los escritos del autor de Praga han servido de base a numerosas y ambiciosas lecturas de muy variada índole. Sobre las minuciosas e implacables metáforas de Kafka se han erigido interpretaciones psicológicas, sociopolíticas (no es extraño leer que el K.de Kafka es anuncio o reflejo del hombre contemporáneo, "víctima del engranaje del poder totalitario") y hasta teológicas.
No se dirá aquí que tales interpretaciones implican necesariamente un forzamiento de la obra de Kafka, máxime cuando de lo que aquí se trata es de esbozar una aproximación desde una óptica que podría reputarse aún más parcial o de más precario cimiento. Lo que sí debiera quedar aclarado es que el presente análisis no pretende constituirse en una lectura que, hecha con mayor o menor destreza, se alimente de lo primordial en Kafka. Porque sin duda alguna, y pese a sus sólidas potencialidades en otros aspectos, la obra kafkiana es fundamentalmente una magna construcción metafísica. Como dice Albert Camus, en una muy citada frase: "Nos encontramos en las fronteras del pensamiento humano. En su obra todo es esencial en el verdadero sentido de la palabra. En todo caso, plantea el problema del absurdo en su totalidad..."
De optarse por una de las interpretaciones al uso, habría que dar quizá preferencia a la psicológica, pero sin perder de vista este hondo sentido de lo total y absoluto. Según la opinión más atendible, Kafka no hizo sino escribir sobre sí mismo, sobre su compleja y atormentada peripecia individual, poblada de fantasmas oscuros que cuentan más como tales en su universo narrativo que los signos que eligió para expresarlos; unos signos que sí tomó, probablemente, del mundo que le circundaba, de su siempre despegada y a la vez intimidada experiencia de ese mundo, y a los que de vez en cuando se ha confundido con aquello de lo que eran mero vehículo. Una prueba de este punto de partida estrictamente interior se halla en la ostensible estructura onírica de muchas de sus narraciones, en las que se vierte a menudo sin apenas traducción el complejo inconsciente de Kafka. Así, ha sido posible que Fromm interpretara El proceso como un sueño o que, entre nosotros, Castilla del Pino haya hecho lo mismo, por ejemplo, con El buitre. Pero el mero psicoanálisis, con ser más veraz y respetuoso que las simplificaciones superficiales que dan la espalda al febril ejercicio de introspección que los relatos de Kafka suponen, tampoco agota su significado.
Por no ser acusados del pecado opuesto, la extrapolación, también con frecuencia cometido con el escritor checo, puede sustentarse la aspiración metafísica kafkiana aquí defendida con un fragmento del propio autor tomado de una breve fábula. En ella se nos retrata a un filósofo empeñado en estudiar el trompo que hace bailar un niño, al que acosa para arrebatárselo. El motivo de tan afanosa inclinación nos es explicado no sin cierto humor: "Creía, en efecto, que el conocimiento de cualquier minucia, como por ejemplo un trompo que giraba sobre sí mismo, bastaba para alcanzar el conocimiento de lo general". En cierto modo, Kafka se consagró a estudiarse y describirse como si del "trompo que gira sobre sí mismo" se tratase. Afirmar que entrara en sus propósitos inducir de ese estudio y esa descripción conclusiones (o sencillamente interrogantes) tan universales como los que alcanzó no parece del todo ajeno a su temperamento, pero, al margen de sus intenciones, si se aprecia con cierta amplitud de visión su obra, fragmentaria y a pesar de ello inflexible, no es difícil descubrir que logró elaborar una alegoría integral acerca del hombre y el cosmos, que en modo alguno se ha de ignorar aquí por el simple hecho de perseguir otras finalidades.
Sin embargo, en estas páginas va a abordarse la obra de Kafka con una orientación particular, y si bien no puede ya pensarse que se soslaya su valor prioritario o metafísico, parece preciso justificar por qué y con que fundamento se intenta aquilatar este posible valor llamémoslo secundario, el de los escritos kafkianos como reflexión sobre el fenómeno jurídico.
En primer lugar, y aunque es un dato relativamente conocido, no estará de más recordar que Kafka se doctoró en Derecho, desempeñando sucesivos trabajos en los que de modo más o menos directo hubo de utilizar sus conocimientos de jurista. Es decir, no sólo por formación académica, sino también en el ejercicio profesional, el Derecho fue una realidad con la que tuvo un contacto que no puede calificarse de ocasional o episódico. En cuanto a su actitud ante lo jurídico, el intérprete que con tal perspectiva se acerca a su obra se topa en seguida y sin dificultad con numerosas invitaciones si no al desistimiento, sí, cuando menos, a la reticencia.
En la Carta al padre, extensa misiva, cuidadosamente redactada, que su progenitor nunca llegaría a leer, Kafka describe lo que estudiar Derecho le acarreó: "Esto suponía que, durante los pocos meses que precedían a los exámenes, con un notable desgaste nervioso, mi espíritu se alimentaba literalmente del serrín que, por añadidura, habían masticado mil bocas antes que yo". En una carta a Milena, la escritora checa (y traductora a este idioma de algunas de sus obras) con la que mantendría una turbulenta relación, escribe: "...yo tenía más o menos veinte años y me paseaba incesantemente en mi habitación, arriba, iba y venía, estudiando nerviosamente todas esas cosas, para mí sin sentido, que exigía el programa de primer año. Era en verano, hacía mucho calor, un tiempo realmente insoportable, me detenía a cada rato junto a la ventana, con el repugnante Derecho romano entre los dientes..." A renglón seguido Kafka relata su primera experiencia sexual, en buena medida procurada como huida del agobio de un estudio insufrible. El suceso recuerda la lujuria que Josef K. en El proceso o K. en El castillo eligen a veces como válvula de escape, un tanto aleatoria y compulsiva, al complot que pesa sobre ellos. Hay otra concisa y contundente alusión al Derecho en los diarios. En la anotación del 25 de octubre de 1921 se lee: "Sólo lo insensato tuvo acceso en mí: el Derecho, la oficina, otras actividades posteriores..." Los ejemplos podrían multiplicarse.
Pese a esta visión peyorativa y hasta despectiva, que podría sugerir que Kafka no veía en el Derecho más que un mal aceptado como ocupación en aras de la mera manutención económica, sus escritos revelan que, ya fuera de manera consciente o impremeditada, estuvo lejos de eludir la cuestión. Ya preliminarmente el que muchos de sus símbolos tengan una coincidencia externa con aquello que estudió y sobre lo que trabajó (Kafka escribe sobre una condena, un proceso, una colonia penitenciaria, a menudo se refiere a la ley, etc.) nos invita frecuentemente a asociar con lo jurídico sus historias. Tanto más teniendo en cuenta esa característica de la literatura kafkiana que Camus enuncia con simplicidad y precisión:
"Constituye el destino, y quizá también la gloria de esta obra el que admita cualquier posibilidad y no satisfaga ninguna." Qué posibilidad más admisible que aquella suscitada inmediatamente por la fisonomía del medio en que se desenvuelven sus novelas mayores. Pero en la frase de Camus se contiene también una advertencia sobre lo escurridiza que resulta la obra de Kafka a la hora de ponerla al servicio de una concreta posibilidad. Y antes hemos insistido en lo inexacto de limitarse a una posibilidad y olvidar que Kafka maneja simultánea y globalmente todas las posibilidades. Preservando siempre este principio, corresponde dar una fundamentación más firme que la de la sola apariencia de un mundo de tribunales y funcionarios, o la de lo propicio del texto kafkiano a una variada gama de glosas, para una lectura desde el Derecho de su obra.
De entre todas las producciones intelectuales del siglo XX, sea cual sea su especie, la de Kafka es una de las más despiadadamente rigurosas y analíticas. El raciocinio es manejado hasta las últimas consecuencias, concienzudamente, llevando los razonamientos, en medio de un ambiente inseguro y hostil, hasta más allá de lo predecible; con una frialdad asombrosa en quien estaba transcribiendo con toda fidelidad su propia e incomprensible tragedia. Esta cualidad, cuya consecución por Kafka desde una situación tan adversa a ello da testimonio de su mérito, explica la versatilidad de sus creaciones para funcionar como sistemas coherentes y acabados (aunque estén prima facie incompletos) en terrenos muy diferentes, tanto como lo son las varias interpretaciones que ha recibido. Y no sólo el desarrollo del texto como significante, como pura cadena lógica, nos muestra su disciplina. Los mundos que Kafka retrata, más allá de la escenografía de tribunales y negociados, se nos aparecen como manifestaciones de prolijos órdenes normativos, que sus protagonistas se afanan (normalmente en vano) por desentrañar y comprender. Tanto en su misma mecánica de escritor como en su cosmología literaria, salvando lo que la pulcritud de ambas deba a su carácter a un tiempo frágil e insensible, se percibe una huella que no se antoja descabellado atribuir a su formación jurídica.
Posiblemente Kafka detestaba el Derecho, como ciencia y sobre todo como actividad, pero haber dedicado una fracción de su tiempo y de su intelecto a su estudio le marcó de un modo que no pudo disimular. Es pretencioso decir que el Derecho o su conocimiento conformaron el universo kafkiano, que ya venía prefigurado desde muy recónditas raíces en la personalidad del escritor, pero no lo es tanto sostener que aportó matices que habrían sido distintos de haber sido de otra naturaleza su instrucción superior.
El Derecho no es desde luego lo más importante en la obra de Kafka. Incluso puede que sea de lo menos importante, un accidente. Pero no puede afirmarse tranquilamente que lo que escribió sobre el Derecho o como consecuencia de él fuera una anécdota desdeñable. Esa meticulosidad enfermiza de Kafka impide que nada de lo que se ocupó, aunque tantos de sus relatos quedaran inconclusos, pueda considerarse improvisado, fortuito o inútil. Además del omnipresente influjo de lo normativo en su obra, en los diversos niveles antes apuntados, existen numerosos pasajes cuya temática es una clara referencia al Derecho. No sólo a éste, quizá no principalmente a é1, así como tal vez tampoco sea el jurídico el más fértil análisis que se puede realizar de sus escritos. Pero su contenido al respecto dista de ser pobre. La extensión de estas páginas impone emplear un método selectivo y fragmentario. No se hará una interpretación global de la obra de Kafka desde el punto de vista de su pensamiento jurídico; sólo al final, y más como hipótesis o proposición, se ofrecerá algún esbozo en términos genéricos. Se opta por el comentario parcial, pero tampoco se tratará de abarcar una colección exhaustiva de textos kafkianos con posibilidad de exégesis desde la perspectiva del Derecho (a modo de ejemplo, se omiten piezas como La condena o En la colonia penitenciaria). Se consignarán cuatro relatos seleccionados por su envergadura o por lo inequívoco de su preocupación jurídica. En la primera categoría se incluyen El castillo y una reunión de pasajes cruciales de El proceso. En la segunda, dos narraciones cortas, Ante la ley y Sobre la cuestión de las leyes. Previamente, se realizará un resumen biográfico poniendo el acento en aquellos aspectos que resultan más vinculados con la materia objeto de estudio.

jueves, 13 de agosto de 2015

Franz Kafka El buitre La Biblioteca de Babel - 17. Jorge Luis Borges.


Prólogo.
Según se sabe, Virgilio, a punto de morir, encargó a sus amigos que redujeran a cenizas el inconcluso manuscrito de la Eneida, en la que se cifraban once años de noble y delicada labor; Shakespeare no pensó jamás en reunir en un solo volumen las muchas piezas de su obra; Kafka encomendó a Max Brod que destruyera las novelas y narraciones que aseguraban su fama. La afinidad de estos episodios ilustres es, si no me engaño, ilusoria. Virgilio no podía ignorar que contaba con la piadosa desobediencia de sus amigos; Kafka con la de Brod. El caso de Shakespeare es distinto. De Quincey conjetura que para Shakespeare la publicidad consistía en la representación y no en la impresión; el escenario era lo importante para él. Por lo demás, el hombre que realmente quiere la desaparición de sus libros no encarga esa tarea a otro. Kafka y Virgilio no deseaban su destrucción; sólo anhelaban desligarse de la responsabilidad que una obra siempre nos impone. Virgilio, creo, obró por razones estéticas; hubiera querido modificar tal cual cadencia o tal cual epíteto. Más complejo es, me parece, el caso de Kafka. Cabría definir su labor como una parábola o una serie de parábolas, cuyo tema es la relación moral del individuo con la divinidad y con su incomprensible universo. A pesar de su ambiente contemporáneo, está menos cerca de lo que se ha dado en llamar literatura moderna que del Libro de Job. Presupone una conciencia religiosa y ante todo judía; su imitación formal en otros contextos carece de sentido. Kafka veía su obra como un acto de fe y no quería que ésta desalentara a los hombres. Por tal razón encargó a su amigo que la destruyera. Podemos sospechar otros motivos. Kafka, sinceramente, sólo podía soñar pesadillas y no ignoraba que la realidad se encarga sin cesar de suministrarlas. Asimismo, había advertido las posibilidades patéticas de la postergación, que se advierte en casi todos sus libros. Ambas cosas, tristezas y postergaciones, sin duda llegaron a cansarlo. Hubiera preferido la redacción de páginas felices y su honradez no condescendió a fabricarlas.
No olvidaré mi primera lectura de Kafka en cierta publicación profesionalmente moderna de 1917. Sus redactores —que no siempre carecían de talento— se habían consagrado a inventar la falta de puntuación, la falta de mayúsculas, la falta de rimas, la alarmante simulación de metáforas, el abuso de palabras compuestas y otras tareas propias de aquella juventud y acaso de todas las juventudes. Entre tanto estrépito impreso, un apólogo que llevaba la firma de Franz Kafka me pareció, a pesar de mi docilidad de joven lector, inexplicablemente insípido. Al cabo de los años me atrevo a confesar mi imperdonable insensibilidad literaria; pasé frente a la revelación y no me di cuenta.
Nadie ignora que Kafka no dejó nunca de sentirse misteriosamente culpable ante su padre, a la manera de Israel con su Dios; su judaísmo que lo apartaba de la generalidad de los hombres, debe haberlo afectado de una manera compleja. La conciencia de la próxima muerte y la exaltación febril de la tuberculosis tienen que haber agudizado todas sus facultades. Estas observaciones son laterales; en realidad, como dijo Whistler, «el arte sucede».
Dos ideas —mejor dicho, dos obsesiones— rigen la obra de Franz Kafka. La subordinación es la primera de las dos; el infinito, la segunda. En casi todas sus ficciones hay jerarquías y esas jerarquías son infinitas. Karl Rossrnann, héroe de la primera de sus novelas, es un pobre muchacho alemán que se abre camino en un inextricable continente; al fin lo admiten en el Gran Teatro Natural de Oklahoma; ese teatro infinito no es menos populoso que el mundo y prefigura al Paraíso. (Rasgo muy personal: ni siquiera en esa figura del cielo acaban de ser felices los hombres y hay leves y diversas demoras.) El héroe de la segunda novela, Josef K., progresivamente abrumado por un insensato proceso, no logra averiguar el delito de que lo acusan, ni siquiera enfrentarse con el invisible tribunal que debe juzgarlo; éste, sin juicio previo, acaba por hacerlo degollar. K., héroe de la tercera y última, es un agrimensor llamado a un castillo, que no logra jamás penetrar en él y que muere sin ser reconocido por las autoridades que lo gobiernan. El motivo de la infinita postergación rige también en sus cuentos. Uno de ellos trata de un mensaje imperial que no llega nunca, debido a las personas que entorpecen el trayecto del mensajero; otro, de un hombre que se muere sin haber conseguido visitar un pueblecito próximo; otro, de dos vecinos que no logran juntarse. En el más memorable de todos ellos —La construcción de la muralla china. 1919—, el infinito es múltiple: para detener el curso de ejércitos infinitamente lejanos, un emperador infinitamente remoto en el tiempo y en el espacio ordena que infinitas generaciones levanten infinitamente un muro infinito que dé la vuelta a su imperio infinito.
La más indiscutible virtud de Kafka es la invención de situaciones intolerables. Para el grabado perdurable le bastan unos pocos renglones. Por ejemplo: «El animal arranca la fusta de manos de su dueño y se castiga para convertirse en el dueño y no comprende que eso no es más que una ilusión producida por un nuevo nudo en la fusta.» O sino: «En el templo irrumpen leopardos y se beben el vino de los cálices; esto acontece repentinamente; al cabo se prevé que acontecerá y se incorpora a la liturgia del templo.» La elaboración, en Kafka, es menos admirable que la invocación. Hombres, no hay más que uno en su obra: el Homo domesticus —tan judío y tan alemán—, ganoso de un lugar, siquiera humildísimo, en un Orden cualquiera; en el universo, en un ministerio, en un asilo de lunáticos, en la cárcel. El argumento y el ambiente son lo esencial: no las evoluciones de la fábula ni la penetración psicológica. De ahí la primacía de sus cuentos sobre sus novelas; de ahí el derecho de afirmar que esta compilación de relatos nos da íntegramente la medida de tan singular escritor.

Jorge Luis Borges

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