domingo, 16 de agosto de 2015

Un medico rural. Franz Kafka. Relatos breves.


Publicada en 1919, la colección de relatos breves Un médico rural (Ein Landartz en el original alemán) fue una de las pocas obras que Franz Kafka dio a la imprenta, y, en consecuencia, una de las que, al final de su vida, excluyó del felizmente incumplido encargo de destrucción al que sentenció a la mayor parte de su trabajo. Se compone de catorce piezas breves, entre las que se cuenta el relato que da nombre al conjunto. Todas ellas se enmarcan en una atmósfera onírica, y, a su indudable valor literario, se suma el hecho de que presentan sintetizados los temas sobre los que se construye la restante narrativa kafkiana: la difusa frontera entre lo humano y lo animal («El nuevo abogado», «Chacales y árabes», «Preocupaciones de un jefe de familia», «Informe para una academia»), la empresa imposible («Un médico rural», «En la galería», «El pueblo más cercano», «Un mensaje imperial»), la confrontación entre el individuo y el poder («Un viejo manuscrito», «Ante la Ley») o la frustrada relación entre padre e hijo que tanto influyó en la vida y, por tanto, en la literatura del escritor checo («Once hijos»).

Fuente:  N.N.

(Fragmento).


Un medico rural
Franz Kafka
Relatos breves
A mi padre.
FRANZ KAFKA
EL NUEVO ABOGADO



Tenemos un nuevo abogado, el doctor Bucéfalo. Poco hay en su aspecto que recuerde a la época en que era el caballo de batalla de Alejandro de Macedonia. Sin embargo, quien está al tanto de esa circunstancia, algo nota. Y hace poco pude ver en la entrada a un simple ujier que lo contemplaba admirativamente, con la mirada profesional del carrerista consuetudinario, mientras el doctor Bucéfalo, alzando gallardamente los muslos y haciendo resonar el mármol con sus pasos, ascendía escalón por escalón la escalinata.
En general, la Magistratura aprueba la admisión de Bucéfalo. Con asombrosa perspicacia, dicen que dada la organización actual de la sociedad, Bucéfalo se encuentra en una posición un poco difícil y que en consecuencia, y considerando además su importancia dentro de la historia universal, merece por lo menos ser admitido. Hoy —nadie podría negarlo— no hay ningún Alejandro Magno. Hay muchos que saben matar; tampoco escasea la habilidad necesaria para asesinar a un amigo de un lanzazo por encima de la mesa del festín; y para muchos Macedonia es demasiado reducida, y maldicen en consecuencia a Filipo, el padre; pero nadie, nadie puede abrirse paso hasta la India. Aun en sus días las puertas de la India estaban fuera de todo alcance, pero no obstante, la espada del rey señaló el camino. Hoy dichas puertas están en otra parte, más lejos, más arriba; nadie muestra el camino; muchos llevan espadas, pero sólo para blandirlas, y la mirada que las sigue sólo consigue marearse.
Por eso, quizá, lo mejor sea hacer lo que Bucéfalo ha hecho, sumergirse en la lectura de los libros de derecho. Libre, sin que los muslos del jinete opriman sus flancos, a la tranquila luz de la lámpara, lejos del estruendo de las batallas de Alejandro, lee y vuelve las páginas de nuestros antiguos textos.




UN MÉDICO RURAL



Me encontraba en un serio dilema: debía emprender un viaje urgente; un enfermo de gravedad me esperaba en un pueblo a diez millas de distancia; un fuerte temporal de nieve barría el vasto espacio que nos separaba; yo tenía un coche, un cochecito liviano, de grandes ruedas, exactamente lo más apropiado para nuestros caminos de campo; envuelto en el abrigo de pieles, con mi maletín de instrumental en la mano, esperaba en el patio, listo para partir; pero faltaba el caballo, no había caballo. El mío se había muerto la noche anterior, agotado por las fatigas de ese invierno gélido; mi criada corría ahora por el pueblo, en busca de un caballo prestado; pero no había esperanzas, yo lo sabía, y cada vez más cubierto de nieve, cada vez más incapaz de movimiento, permanecía allí, sin saber qué hacer. En la puerta apareció la muchacha, sola, y agitó la lámpara; naturalmente, ¿quién iba a prestarme su caballo para semejante viaje, a semejante hora? Una vez más atravesé el patio; no descubría ninguna solución; desesperado, enloquecido, golpeé con el pie la ruinosa puerta de la pocilga, deshabitada desde hacía años. La puerta se abrió, y siguió oscilando sobre sus bisagras. Un vapor y un olor como de caballos salió de la pocilga. Una débil linterna colgaba de una cuerda. Un individuo, acurrucado junto al tabique bajo, mostró su rostro claro, de ojos azules.
—¿Los engancho al coche? —preguntó, acercándose a cuatro patas.
Yo no sabía qué decirle, y sólo me agaché para ver qué había dentro de la pocilga. La criada estaba a mi lado.
—Uno no sabe nunca lo que puede encontrar en su propia casa —dijo ésta, y ambos nos reímos.
—¡Eh, Hermano, eh, Hermana! —llamó el caballerizo, y dos caballos, dos poderosos animales de fuertes flancos, con las piernas dobladas y apretadas contra el cuerpo, las perfectas cabezas agachadas, como las de los camellos, mediante movimientos del cuarto trasero se abrieron paso reptando uno tras otro por el hueco de la puerta, que llenaban por completo. Pero inmediatamente se irguieron sobre sus largas patas, despidiendo un espeso vapor.
—Ayúdale —dije, y la atenta muchacha se apresuró a ayudar al caballerizo ocupado en enganchar los caballos. Pero apenas llegó a su lado, el hombre la abrazó y acercó su cara a la cara de la joven. Ésta gritó, y huyó hacia mí; sobre sus mejillas se veían, rojas, las marcas de dos hileras de dientes.
—¡Bestia! —grité furioso—. ¿Quieres que te azote?
Pero luego pensé que era un desconocido; que yo no sabía de dónde venía, y que me ofrecía ayuda cuando todos me habían fallado. Como si hubiera adivinado mis pensamientos, no se ofendió por mi amenaza, y siempre atareado con los caballos, sólo se volvió una vez hacia mí.
—Suba —me dijo; y, en efecto, todo estaba preparado.
Observo entonces que nunca había tenido un par de caballos tan hermosos, y subo alegremente.
—Pero yo conduciré; tú no conoces el camino —agrego.
—Naturalmente —dice él—, yo no voy con usted, me quedo con Rosa.
—¡No! —grita Rosa, y huye hacia la casa, presintiendo con toda razón la inevitabilidad de su destino; oigo el ruido de la cadena de la puerta, al correr en el cerrojo; oigo girar la llave en la cerradura; veo además que Rosa apaga todas las luces del vestíbulo, y siempre huyendo, las de las habitaciones restantes, para que no puedan encontrarla.
—Tú te vienes conmigo —digo al mozo—, o desisto de mi viaje, por más urgente que sea. No pienso dejarte a la muchacha como pago del viaje.
—¡Arre! —grita él; y da una palmada; el coche parte arrastrado como una madera en el torrente; todavía tengo tiempo de oír el ruido de la puerta de mi casa que cae hecha pedazos bajo los embates del mozo, luego mis ojos y mis oídos se hunden en el remolino de la tormenta que confunde uniformemente todos mis sentidos. Pero esto sólo dura un instante; en efecto, como si frente a mi puerta se encontrara la puerta de mi paciente, ya estoy allí; los caballos se detienen; la nevada ha cesado; claro de luna en torno; los padres de mi paciente salen ansiosos de la casa; su hermana los sigue; me ayuda a bajar inmediatamente del coche; no entiendo sus confusas palabras; en el cuarto del enfermo el aire es casi irrespirable; la estufa, desatendida, echa humo; quiero abrir la ventana; pero antes voy a ver al enfermo. Delgado, sin fiebre, ni caliente ni frío, con ojos inexpresivos, sin camisa, el joven se yergue bajo el edredón de plumas, se abraza a mi cuello y me susurra al oído:
—Doctor, déjeme morir.
Miro a mi alrededor; nadie le ha oído; los padres callan, inclinados hacia delante, esperando mi veredicto; la hermana me ha traído una silla para que coloque mi maletín. Abro el maletín y busco entre mis instrumentos; el joven sigue tironeándome desde su lecho, para recordarme su súplica; tomo un par de pincitas, las examino a la luz de la bujía, y las deposito nuevamente.
«Sí —pienso como un blasfemo—, en estos casos los dioses nos ayudan, nos envían el caballo que necesitamos, y dada nuestra prisa nos agregan otro; para colmo nos conceden un caballerizo...».
Sólo en ese momento me acuerdo de Rosa; ¿qué hacer, cómo rescatarla, cómo salvarla de las garras de aquel caballerizo, a diez millas de distancia, con un par de caballos imposibles de manejar? Esos caballos, que no sé cómo se han soltado de las riendas; desde afuera, tampoco sé cómo, han empujado la ventana; asoman la cabeza, cada uno por una ventana, y sin preocuparse por las exclamaciones de la familia, contemplan al enfermo.
«Tengo que regresar inmediatamente», pienso, como si los caballos me invitaran al viaje, pero sin embargo permito que la hermana, que me cree mareado por el calor, me quite el abrigo de pieles. Me sirven una copa de ron, el anciano me palmea el hombro, porque el ofrecimiento de su tesoro le justifica esta familiaridad. Meneo la cabeza, en el estrecho ámbito de los pensamientos del anciano, debo de estar enfermo; ésa es la única razón de mi negativa. La madre permanece junto al lecho y me induce a acercarme; obedezco, y mientras un caballo relincha estridentemente hacia el cielo raso, apoyo la cabeza sobre el pecho del joven, que se estremece bajo mi barba mojada. Se confirma lo que ya sabía: el joven está sano, tiene algún trastorno circulatorio; está saturado de café que su solícita madre le sirve, pero sano; lo mejor sería sacarle de un tirón de la cama. No soy ningún reformador universal, y le dejo donde está. Soy el médico del distrito, y cumplo con mi obligación hasta donde puedo, hasta un punto que ya es una exageración. Mal pagado, soy sin embargo generoso con los pobres y trato de ayudarles. Todavía tengo que ocuparme de Rosa, luego puede el joven hacer lo que se le ocurra, y yo morirme, también. ¿Qué hago aquí, en este interminable invierno? Mi caballo ha muerto, y no hay nadie en el pueblo que me preste el suyo. Me veo obligado a buscar caballos en la pocilga; si por casualidad no hubiera encontrado esos caballos habría debido recurrir a los cerdos. Así es. Y saludo a la familia con un movimiento de cabeza. No saben nada de todo esto, y si lo supieran, no lo creerían. Es fácil escribir recetas, pero fuera de eso, entenderse con la gente es difícil. Ahora bien, ya he cumplido con mi visita, una vez más me han molestado inútilmente, estoy acostumbrado; con esa campanilla nocturna, todo el distrito me martiriza, pero que además tenga que sacrificar ahora a Rosa, esa hermosa muchacha, que durante tantos años ha vivido en mi casa casi sin que yo me diera cuenta de su presencia... ese holocausto es excesivo, y tengo que encontrarle alguna solución, cualquier cosa, para no dejarme arrastrar por esta familia, que con la mejor voluntad del mundo no podrían devolverme a mi Rosa. Pero mientras cierro el maletín y tiendo una mano hacia mi abrigo, la familia se reúne, el padre olfatea la copa de ron que tiene en la mano, la madre, evidentemente decepcionada conmigo —sí, ¿qué se imagina la gente?—, se muerde llorosa los labios, y la hermana agita un pañuelo lleno de sangre; me siento en cierto modo dispuesto a admitir, bajo ciertas condiciones, que tal vez el joven está enfermo. Me acerco a él, me sonríe como si le trajera la más mortificante de las sopas; ¡ah!, ahora los dos caballos relinchan juntos; ese estrépito ha sido seguramente dispuesto por los cielos para ayudarme en mi reconocimiento; y esta vez descubro que el joven está enfermo. En el costado derecho, cerca de la cadera, tiene una herida grande como la palma de mi mano. Rosada, con muchos matices, oscura en lo hondo, más clara en los bordes, ligeramente granulada, con coágulos irregulares de sangre, abierta como una mina al aire libre. Así es vista de lejos. De cerca, aparece sin embargo una complicación. ¿Quién la hubiera visto sin silbar? Gusanos, largos y gordos como mi dedo meñique, rosados y manchados de sangre, se retuercen, fijos en el interior de la herida, hacia la luz, con sus cabecitas blancas y sus numerosas patitas. Pobre muchacho, no tienes salvación. He descubierto tu gran herida; esta flor de tu costado te mata. La familia está radiante, me ven en plena actividad; la hermana se lo dice a la madre, la madre al padre, el padre a algunas visitas que entran por la puerta abierta a través del claro de luna, de puntillas, balanceando los brazos extendidos.
—¿Me salvarás? —murmura sollozando el joven, deslumbrado por la vista de su herida.
Así es la gente en mi distrito. Siempre esperan que el médico haga lo imposible. Han cambiado sus antiguas creencias; el cura se queda en su casa, y desgarra sus dalmáticas una tras otra; pero el médico todo lo puede, suponen ellos, con su diestra mano quirúrgica. Bueno, como quieran, yo no les pedí que me llamaran; si quieren usarme equivocadamente con fines religiosos, también eso les permitiré; ¿qué más puedo pedir yo, un viejo médico rural, despojado de su criada? Y acude la familia y los ancianos del pueblo, y me desvisten; un coro de colegiales, dirigido por el maestro, canta frente a la casa una melodía extraordinariamente simple con estas palabras:

Desvístanlo, para que cure,
Y si no cura, mátenlo.
Sólo es un médico, sólo es un médico.

Ya estoy desvestido, y con los dedos en la barba contemplo tranquilamente a la gente, cabizbajo. No pierdo mi compostura, y estoy preparado para todo, aunque no me sirve de nada, porque ahora me toman por la cabeza y los pies y me llevan a la cama. Me colocan junto a la pared, al lado de la herida. Luego salen todos de la habitación; cierran la puerta; el canto cesa; las nubes cubren la luna; las cálidas mantas me abrigan; como sombras, las cabezas de los caballos oscilan en el vano de las ventanas.
—¿Sabes —me dice una voz al oído— que mi confianza en ti no es mucha? Ante todo, no has venido aquí por tus propios medios, sino a rastras. En vez de ayudarme, me incomodas en mi lecho de muerte. Lo que más me gustaría sería arrancarte los ojos.
—Realmente —digo yo—, es una vergüenza. Y sin embargo soy médico. ¿Qué quieres que haga? Te aseguro que yo también me siento muy incómodo.
—¿Y quieres que me conforme con esas disculpas? ¡Ah, supongo que sí! Siempre debo conformarme. Con una hermosa herida vine al mundo; ésa fue mi única dote.
—Joven amigo —digo—, tu error es que no tienes bastante amplitud de miras. Yo, que he visitado todos los cuartos de los enfermos, aquí y allá, te lo aseguro: tu herida no es tan mala. Hecha con dos golpes de hacha, en ángulo agudo. Muchos ofrecen sus flancos, y no oyen el hacha en el bosque, y menos aún que el hacha se les acerca.
—¿Es realmente verdad, o te aprovechas de mi fiebre para engañarme?
—Es realmente así, palabra de honor de un médico oficial.
Aceptó mi palabra, y guardó silencio. Pero ya era hora de pensar en mi liberación. Fielmente, los caballos permanecían aún en su lugar. Recogí rápidamente mis ropas, mi abrigo de piel y mi maletín; no quise perder tiempo en vestirme; si los caballos se daban tanta prisa como en el viaje de ida, era como saltar de esta cama a la mía. Obediente, uno de los caballos se retiró de la ventana; arrojé mis bártulos en el coche; la pelliza cayó fuera, y sólo quedó retenida por una manga en un gancho. Suficiente. Monté de un salto a un caballo; con las riendas caídas, un caballo mal atado al otro, el coche atrás, bamboleándose, y finalmente la pelliza que se arrastraba por la nieve.
—¡Al galope! —grité, pero nada de galope; despacio, como viejos, nos arrastrábamos por los desiertos de nieve; largo tiempo se oyó tras de nosotros el nuevo y erróneo canto de los niños:

Alegraos, oh pacientes,
Ya os han puesto en cama al médico.

A este paso no llegaré nunca a casa; mi floreciente reputación está perdida; un sucesor me roba la clientela, pero inútilmente, porque no puede reemplazarme; en mi casa cunde el furor del asqueroso caballerizo; Rosa es su víctima; no quiero ni pensarlo. Desnudo, expuesto a la helada de esta época desdichada, con un coche terreno y caballos ultraterrenos, vago por los campos, yo, un anciano. Mi pelliza cuelga detrás del coche, pero no puedo alcanzarla, y de la moviente chusma de mis clientes, ni uno mueve un dedo. ¡Traicionado! ¡Traicionado! Una sola vez que se conteste a una falsa llamada de la campanilla nocturna... y ya no hay esperanzas de arreglo.

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