miércoles, 15 de julio de 2015

DASHIELL HAMMETT .




DASHIELL HAMMETT 

Disparos en la noche
Traducción de Enrique de Heriz Ramon
RBA


Sinopsis 

 En estos cuentos vemos nacer personajes inolvidables como el siempre anónimo agente de la Continental, o Sam Spade: personajes, tramas y ambientes tan eficaces que, casi cien años después, la novela, el cine y la televisión se empeñan en imitarlos todavía. Dashiell Hammet empezó a escribir relatos breves para revistas en 1922 por pura necesidad: una tuberculosis grave le impedía seguir trabajando en la agencia de detectives Pinkerton y le obligaba a ganarse la vida con algún oficio que no exigiera continuidad ni grandes despliegues físicos. Apenas diez años después era el escritor más popular de su tiempo, referencia inexcusable de la literatura negra contemporánea.


Traductor: de Heriz Ramon, Enrique
Autor: Hammett, Dashiell

PRÓLOGO por ENRIQUE DE HÉRIZ 

El traductor es a veces un explorador enviado en avanzadilla por los lectores, alguien que tiene al tiempo la responsabilidad y el privilegio de ser el primero en asomarse a una obra literaria y regresar con las debidas noticias. En este caso, tras una expedición agotadora y fascinante por igual, regresa con la mejor noticia posible: estamos ante una obra descomunal.
Liquidemos de entrada la cuestión cuantitativa: nunca se había publicado en España una colección tan completa de relatos de Dashiell Hammett. Para que el lector pueda hacerse una idea del alcance, estamos hablando de una colección que ni siquiera existe como tal en inglés, lengua original de su autor. Hay un precedente en Francia, una edición de que reunía todos los relatos de Hammett que, a lo largo del tiempo, se habían ido traduciendo al francés. En nuestro caso, se procedió a la inversa: una tarea ingente de búsqueda de originales para partir de cero en su traducción. Por eso esta edición, que parte de siete colecciones originales distintas, más algunas fuentes solo consultables en revistas, bibliotecas y archivos, contiene al menos ocho relatos inéditos en nuestra lengua, amén de una buena cantidad de historias que, por haber aparecido aquí en volúmenes ya descatalogados (de editoriales, en algunos casos, inexistentes hoy) serían de otro modo difíciles de encontrar.
Pero eso no es lo importante. Lo importante es que esa tremenda cantidad de relatos, dispuestos en su debido orden cronológico, nos permiten asomarnos a una especie de catedral en permanente construcción. Si comparamos el primero que escribió, «La mujer del barbero» —o el primero que publicó, «Ahí te quedas»—, con algunos de sus ambiciosos relatos de la década de 1930, vemos a un escritor incipiente, sí, quizá demasiado prendado todavía de sus propias ideas, y algo tentativo también, pero resulta difícil no observar ya desde el principio la tensión de su pluma, la calidad de los detalles, la eficacia de unos personajes en movimiento constante, el ritmo de los diálogos.
Dashiell Hammett empezó a escribir relatos breves en 1922 con una intención clara y concreta: ganar dinero. Había tenido otras fuentes de ingresos, entre las que es inevitable destacar sus años de trabajo como detective privado en la agencia Pinkerton, pero la tuberculosis le impedía desempeñar cualquier profesión en condiciones normales. En teoría, por ser joven veterano de la Primera Guerra Mundial e inválido debía recibir un cheque mensual del estado para aliviar sus penurias. Pero no todos los meses llegaba y no siempre figuraba en él la esperada cifra de ochenta dólares. Tenía veintiocho años, una mujer de veinticinco y una primera hija recién nacida. Conocía por dentro el trabajo de los detectives, en cuyo desempeño había redactado cientos de informes. Carecía de formación académica, pero había pasado muchas tardes leyendo en la biblioteca de San Francisco. Y no tenía muchas más posibilidades.
De esa necesidad financiera nació el detective moderno. Esa figura a la que la crítica terminó poniendo la etiqueta de un detective que se expresa por medio de la acción, que pone el acento en la obtención de resultados, que se mezcla con la realidad en vez de estudiarla desde la distancia de su supremacía mental. Un detective duro, si hemos de repetir el cliché, violento incluso, aunque no sería justo simplificar las figuras del agente de la Continental y de Sam Spade como brutos insensibles. Al contrario, en el desarrollo progresivo de esos personajes, al que asistimos paso a paso en la lectura de esta colección, se atisba un hombre radicalmente contemporáneo, un hombre que duda, un hombre que deber presentarse como paradigma de la virilidad, pero que solo será aceptado por el lector si es auténtico.
Al disponer de toda su narrativa breve y poderla leer en el orden en que se escribió, incluso el lector amante de Hammett, el buen conocedor, se sorprenderá al intuir, acaso por primera vez, el verdadero alcance de la influencia que el autor ha tenido en la literatura posterior. Y digo en la literatura, no en el género específicamente noir. Conviene tenerlo en cuenta especialmente en aquellos pasajes, aquellas escenas de acción, aquellas situaciones que puedan inducirnos a pensar, erróneamente, que estamos ante un cliché. Ante una colección de lugares comunes de la literatura detectivesca. ¡Era justamente lo contrario! Gracias a su experiencia personal de la vida cotidiana de los detectives, Hammett se permitió revolucionar con los detalles de su conocimiento un género que hasta entonces era puramente especulativo, literatura de salón, y que él convirtió en texto vivo y callejero. Y no solo en la figura protagonista de sus detectives, sino en todo lo que los rodeaba: en la Continental hay estenógrafos, ascensoristas, descifradores de telegramas, un vigilante nocturno... ¡Hay un jefe! ¡El Viejo! Un grandioso personaje literario que se construye sobre sus silencios, sobre una amabilidad que solo pueden tener quienes han conocido de cerca el dolor.
Capítulo aparte merecen las mujeres. Esta colección está poblada, como no podía ser de otro modo, de mujeres hermosas que entremezclan sus vidas con los detectives y/o con los maleantes. A muchas las hemos visto en el cine: espectaculares, fatales. Pero otras las descubre Hammett; son marca de la casa. Bailan en los clubes de Tijuana, sueñan con la vida aventurera de sus maridos, se cuelan por las ventanas, traman falsos secuestros, urden venganzas, vigilan a escondidas... Las mujeres de Hammett casi nunca son solo cómplices.
Hablábamos de la capacidad de influir. Por supuesto que con las aportaciones posteriores de Chandler y Ross McDonald se estableció el triángulo que da razón, método y objetivos a toda la novela negra contemporánea. Pero la piedra que Hammett tiró al hasta entonces relativamente tranquilo estanque de la literatura criminal generó ondas que desbordaron sus límites. Su influencia se trasladó también a la literatura general, o no estrictamente criminal. Y al cine. Y a la televisión. Por eso, cada vez que algo le suene a lugar común, el lector hará bien en recordar que lo es por todos los que vinieron a imitarlo a continuación, pero que en su íntima lectura está asistiendo al momento original, a la invención única y excepcional de algo que, por su enorme capacidad de contagio, llega a influir incluso directamente en nuestras vidas. Porque hay generaciones enteras cuya educación sentimental ha tenido como gran columna central un cine negro que debe mucho a Hammett, fueran o no suyas las historias que se contaban. Allí muchos aprendimos a amar y a odiar, que no es poco aprendizaje.
No es imprescindible conocer detalles de la vida de Dashiell Hammett para disfrutar de sus relatos, pero sí merece la pena leerlos con la noción de que hay, como suele suceder, un tránsito inconcreto, una correa de transmisión que mantiene vida y obra unidas de maneras simbólicas, traspasando de una a otra algo más que estricta información: emociones, un sentido de la ética, una estética, un modo de mirar. No es este el lugar idóneo para entrar en el detalle de qué circunstancias particulares de la vida del autor obtienen su reflejo puntual en este o aquel cuento. En cambio, conviene resaltar una presencia, una sombra de gran magnitud literaria visible en una buena cantidad de relatos, pero de una manera tan sutil que acaso no la hubiéramos apreciado de no ser por esta bendita oportunidad de leerlos juntos: la idea de la persecución. Y no en términos detectivescos, no la persecución del ladrón o asesino por los agentes de la ley; la persecución íntima y desatada de todos los hombres y mujeres que pueblan estas historias con sus deseos tremebundos: un deseo de salud, de amor, de dinero, de comprensión, de resolver conflictos o provocar su estallido, un deseo tan poderoso e irracional que, incluso cuando es bueno el fin que persigue, merece el nombre de codicia.
El explorador que venía a traer noticias se ha convertido en lector y se ha dejado llevar por la pasión. Recupero la función original para señalar algunas particularidades del texto. Se ha procurado respetar la versión más literal posible de los títulos originales, escogiendo el más apto cuando había dos, pues en varios casos un mismo relato se publicó en distintos medios y fechas, y no siempre con el mismo título. No en todos los casos ha sido posible. El primer cuento que escribió Hammett fue «La mujer del barbero», pero los primeros editores a los que lo envió se lo rechazaron. Mientras tanto, en cambio, se publicó «The Parthian Shot», título que merece una explicación. Los jinetes del ejército de Partia, perteneciente al Imperio persa, eran tan hábiles que después de atacar, ya en la retirada, eran capaces de volver la espalda para disparar una última flecha mientras partían. Esa legendaria capacidad hace que «el tiro de Partia» pueda aplicarse a algo doloroso que se dice o hace en el momento de partir, dejando al otro sin capacidad de responder siquiera. Lo usó Conan Doyle en Estudio en escarlata, donde se aplica la expresión a un comentario que Sherlock Holmes dedica a dos inspectores de Scotland Yard mientras se despide de ellos. Y lo quiso usar también Hammett para este relato inicial que en español, por ahorrar notas y explicaciones, hemos decidido llamar «Ahí te quedas». También nos hemos visto obligados a cambiar el título de «The Green Elephant», ese tétrico y tremendo relato que narra las angustias de un hombre mientras recorre las calles con una maleta repleta de dinero. En inglés, un elefante blanco es una posesión incómoda, algo de lo que no sabemos cómo desprendernos; Hammett cambió el color, se entiende, por alusión al verde de los billetes. Como la referencia sería inútil en español, lo hemos titulado con la única frase que el buen protagonista de esta historia es capaz de pronunciar al final: «¡Déjenme en paz!».
«This Little Pig» es el último relato que escribió Hammett y su título alude a una cancioncilla infantil inglesa. De ahí la sustitución, en este caso por «La piel del oso». La colección se cierra con «Un hombre llamado Thin», escrito en incierta fecha anterior, pero publicado mucho después. Nadie sabe, por cierto, por qué el autor dejó de escribir historias breves. Sería demasiado fácil y redondo concluir con la idea de que, si empezó a escribirlas como respuesta a una necesidad de ganarse la vida, quizá dejó de hacerlo porque ya no las necesitaba. Había publicado ya sus novelas, que a su vez se habían visto convertidas en películas, previa entrega de cheques en los que figuraban cifras que jamás hubiera podido cobrar por un relato corto. Firmaba versiones radiofónicas, cedía personajes para tiras cómicas. Se puede decir, sin miedo a caer en la exageración, que era el escritor más popular del momento. Pero dejó de escribir los relatos que lo habían llevado hasta ahí.
Esta es una traducción sin notas al pie. Aunque Hammett recurría de vez en cuando a juegos de palabras, usaba con frecuencia el slang callejero e incluía en algunos de sus relatos ciertos guiños particulares, nos ha parecido que la clásica nota al pie supondría una molesta interrupción de una lectura que se desea arrebatada, sin aportar a cambio nada que no pudiera insertarse con naturalidad en el propio texto. Solo en un caso hubiera quizá convenido añadir una explicación: en el relato «Un sombrero negro en una habitación oscura», el narrador y protagonista afirma: «Pensé en el ciego de Tad, ese que “busca en una habitación oscura un sombrero negro que nunca ha estado allí”, y entendí cómo se sentiría». Aunque durante un tiempo supuso un misterio, con el tiempo hemos sabido que se trata de una alusión al dibujante Thomas Alosyus Dorgan, que firmaba sus dibujos con el acrónimo TAD.
Hágase la luz, en cualquier caso, para que este explorador entregue por fin al lector las riendas de un caballo que ha de adentrarlo, sin duda, en un territorio asombroso.
PREFACIO por RICHARD LAYMAN

Esta completa recopilación de narrativa breve de Dashiell Hammett es un cofre del tesoro. Aporta toda la materia prima necesaria para apreciar a fondo el alcance literario de Hammett y ofrece al lector actual el mismo disfrute, para nada aminorado por el tiempo, que convirtió a Hammett en el escritor más popular de la legendaria cuadra de escritores de crímenes y aventuras que publicaban en Black Mask. En esta colección hay todo un patrimonio de historia social sobre el delito, quienes lo cometían y los hombres que los llevaban ante la justicia, al tiempo que la ficción muestra hasta dónde llega el cuaderno de un escritor al enseñarnos cómo trabajaba Hammett sus tramas y cómo fue afinando sus dotes como escritor desde que publicó el primer relato hasta el último.
El hecho de que uno pueda acercarse a la ficción de Hammett de tantos modos distintos es una prueba de su riqueza. Es cierto que estas historias tenían como primera y más importante misión el entretenimiento. Hammett dominó las virtudes fundamentales de la ficción de primera categoría de modo intuitivo. Era un maestro a la hora de crear personajes interesantes y creíbles. Incluso en sus primeras historias, como por ejemplo «La mujer del barbero» (diciembre de 1922), Hammett tenía la habilidad de describir de manera concisa los detalles que definían a sus personajes: ese barbero que se engaña a sí mismo, leyendo la prensa deportiva mientras desayuna e ignorando a su esposa resentida mientras lanza alguna que otra mirada de aprobación a la manga de su camisa nueva, con rayas de color cereza, y a su esposa, que suele fingir dolores de cabeza matinales para evitar sus acercamientos y que odia al marido precisamente por las cualidades que él considera adorables. Sus retratos suenan verdaderos e insinúan la aversión que el propio Hammett sentía por el machismo desatado. Durante los años subsiguientes se vio forzado por las circunstancias a violentar el desagrado que le producía la ficción de puro tiroteo, pero cuando decidió —a finales de los años veinte— escribir ficción de importancia duradera, se concentró en la forma.
La trama, el elemento básico en la caja de herramientas del escritor, es compleja en la ficción de Hammett. Sus historias primerizas se centran en astutos puntos de giro y en conflictos no violentos, a menudo entre cónyuges incompatibles. Cuando Hammett empezó a escribir para Black Mask, las situaciones de sus tramas se adaptaban a las demandas editoriales de la revista, que requerían, por encima de todo, acción violenta. Aun así, al principio Hammett consiguió mantener esa violencia bajo control porque se daba cuenta que en cierta medida era incompatible con el trabajo de su personaje estrella, el detective regordete conocido como «El agente de la Continental» que, por la naturaleza de su profesión, está mucho más interesado en evitar la violencia que en perseguirla. El agente es duro, habilidoso y capaz. Es un detective y como tal le van mejor las cosas cuando usa el ingenio que cuando recurre a los puños, o a un arma. Su característica definitiva es la profesionalidad, rasgo que Hammett, más que describir, ponía de relieve por medio de la acción. El detective va a lo suyo con una concentración firme y aguda, y sigue las pruebas hasta donde lo lleven. «No soy eso que se llama un pensador brillante», dice en «Los vaivenes de la traición» (i de marzo de 1924). «Los éxitos que pueda conseguir suelen ser fruto de la paciencia, la capacidad de trabajo y una constancia no muy imaginativa, acaso ayudados de vez en cuando por un poco de suerte». Las primeras tramas de Hammett tienen que ver en lo esencial con los detalles de la investigación. Al detective de la Continental no le interesan las teorías improvisadas: se muestra escéptico ante toda prueba hasta que se demuestra su exactitud. Las historias comienzan cuando al detective se le presenta un caso. Procede a investigar, entrevistando en primer lugar a los participantes en el caso; somete a escrutinio las pruebas físicas; luego fragmenta toda la información que haya reunido para llegar a una solución.
Hammett tenía un sentido del diálogo propio de los autores de teatro y sabía cómo usarlo para generar tensión dramática. En «Una travesura» (15 de octubre de 1923), cuando la Continental no consigue capturar a los secuestradores de su hija, Harvey Gatewood protesta ante nuestro detective: «¡Vaya chapuza otra vez! ¡No voy a pagar ni un centavo a la agencia y ya me aseguraré de que a algunos de esos que dicen ser agentes de la policía les vuelvan a poner el uniforme y los pongan a patear las calles!». En esa queja de Gatewood hay volúmenes enteros. Está fijando su temperamento, su sentido de la autoridad, su desprecio por quienes se dedican al refuerzo de la ley y su beligerancia esencial, que nos preparara desde el principio para el clímax de la historia... Y todo ello sin violar las fronteras de la verosimilitud en el diálogo. Para los lectores que quieren estudiar la evolución de Hammett como escritor es interesante el ejercicio de disponer las historias de este agente de la Continental cronológicamente e ir pasando páginas simplemente, buscando aquellos párrafos que empiezan con un guión de diálogo para leer las frases que el detective cuenta haber dicho u oído. Ahí se ve claro el método de Hammett: el detective informa, no comenta; Hammett describe el trabajo del detective tal como es en el ejercicio real, sin crear héroes imaginarios de la lucha contra el crimen con sus correspondientes superpoderes; para avanzar por sus historias, él confía en su material, no en el embellecimiento estilístico. Más adelante en su vida, cuando ya llevaba veinticinco años sin publicar historias de detectives, Hammett comentó a un crítico: «Cuando te das cuenta de que tienes un estilo ya es el principio del fin».
El punto de vista es un elemento esencial en la ficción de Hammett. Todas las historias del detective de la Continental se cuentan en primera persona; la mayoría de las que no están protagonizadas por ese detective se cuentan en tercera. La primera persona permite a Hammett presentar la acción exactamente tal como le ocurre al propio detective, poniendo al lector en su lugar y reforzando así el realismo de la historia. Pero la técnica de Hammett para la primera persona es llamativa por su objetividad. El detective de la Continental consigna lo que ve, no lo que siente. El lector sabe bien poco de él: trabaja para una gran agencia de detectives, mide algo más de un metro setenta y pesa unos ochenta kilos; no tiene un físico particularmente atractivo. Cuenta su historia en un estilo directo, casi nunca ofrece opiniones personales sobre los personajes y sus situaciones. No se pone elocuente con el paisaje; no se regodea con metáforas elaboradas y llenas de ingenio. Simplemente relata el proceso de obtención de pruebas. En «Los vaivenes de la traición», dice: «No me gusta la elocuencia; si no tiene la eficacia suficiente para desgarrar la piel, es agotadora; y si la tiene, te nubla el pensamiento». El detective de la Continental es un profesional que hace su trabajo con la intensidad de los que no piensan en otra cosa. Escucha con atención; solo habla cuando es necesario; casi nunca desvela nada de sí mismo porque eso lo haría potencialmente más vulnerable ante los demás. Si quiere sobrevivir, ha de seguir siendo objetivo con respecto a su trabajo.
A medida que se fue desarrollando el personaje, las mujeres cada vez ponían más a prueba su determinación. En «Incendio provocado» (i de octubre de 1923) el detective de la Continental hace este comentario cuando entra en la habitación la mujer a la que estaba esperando para entrevistarla:
Si yo hubiera sido más joven, o hubiera acudido solo de visita, supongo que me habría compensado ampliamente al verla aparecer por fin: una mujer alta y delgada de menos de treinta años, con algo de ropa negra bien pegada al cuerpo, un buen montón de cabello negro cruzado sobre un rostro muy blanco y llamativamente alterado por una boca pequeña y roma y unos grandes ojos castaños.
Pero yo era un detective de mediana edad, tenía faena y echaba humo por el tiempo que me había hecho perder. Y me interesaba mucho más encontrar al pájaro que había encendido la cerilla que la belleza femenina.
A medida que se iban desarrollando las historias de la Continental y aumentaba la presión sufrida por Hammett para que introdujera más acción en sus relatos, el detective se va volviendo más violento, más inclinado a involucrarse emocionalmente en sus casos. Menos de un año después de «Incendio provocado», escribió dos historias relacionadas: «La casa de la calle Turk» (15 de abril de 1924) y «La chica de los ojos de plata» (junio de 1924). En ellas el detective se enfrenta a Elvira, alias Jeanne Delano, la reina de la tentación que casi consigue hacerle perder la compostura. Ella dice de él que es «un bloque de madera». Elvira es un claro modelo de la Brigid O’Shaughnessy de El halcón maltés. En el primero de los al menos tres intentos de Hammett de escribir la clásica escena final de su novela más conocida, cuando ya tiene a Elvira arrestada, dice: «Era alguien capaz de provocar ideas locas incluso en la mente de un atrapaladrones de edad mediana e imaginación escasa». Sentada en su eche con una bata que le desnuda los hombros, muestra sus mejores armas de seducción para obtener la libertad por medio del sexo, pero él se resiste y al fin, presa de la frustración, le grita: «¡Eres más bella que el infierno!», antes de apartarla de un empujón.
La escena es interesante, pero digna de mención sobre todo por razones históricas. Hammett se dio cuenta de que no había sacado todo el provecho posible a esa situación. Por eso probó una escena similar un año después en «El saqueo de Couffignal» (diciembre de 1925). En ella, una ladrona rusa ofrece al detective de la Continental una parte del botín y «lo que quiera». Entonces el detective se pone excepcionalmente verboso. Explica con todo detalle por qué debe arrestarla, con toda una lista de razones que va enumerando y, cuando ella pone a prueba su determinación, el detective le pega un tiro. Sin embargo, la escena flojea y Hammett la remata con un chiste fácil. Luego lo volvió a probar casi tres años más tarde con un detective distinto y con una forma especial de la narración en tercera persona. Esa vez le salió a la perfección. Brigid O’Shaughnessy representó el papel de Elvira y la princesa en el memorable clímax de El halcón maltés (1930), donde Sam Spade explica con conmovedora intensidad por qué no puede permitir que la atracción de una mujer hermosa y sexy lo distraiga de su trabajo.
Hammett escribía por dinero y durante buena parte de los años veinte no tuvo más remedio que cumplir con las exigencias de sus editores. En abril de 1924, Phil Cody, nuevo editor de Black Mask, rechazó dos historias de Hammett, «The Question’s One Answer» y «Mujeres, política y asesinatos» porque no estaban «a la altura de la obra del propio señor Hammett». Tras un prólogo explicatorio, Cody publicó la respuesta de Hammett: «El problema es que ese sabueso mío ha degenerado para convertirse en un algo que paga las comidas. Al principio me gustaba y solía disfrutar al meterlo en sus líos, pero últimamente he caído en el hábito de sacarlo y ponerlo a trabajar cada vez que el casero, el carnicero o el verdulero dan muestras de nerviosismo». Revisó «Mujeres, política y asesinato» (septiembre de 1924) para Black Mask y «The Question’s One Answer» acabó saliendo en otra revista pulp, True Detective Stories con el título «¿Quién mató a Bob Teal?» (noviembre de 1924). El hecho es que Hammett, efectivamente, dependía de su sabueso para pagar las facturas y respondió a las críticas de Cody ateniéndose con más fe, y con mayor cinismo, a la fórmula de Black Mask. Sin embargo, lamentaba tener que hacerlo y, al cabo de dos años, cuando aumentó la presión económica al quedar su esposa embarazada de la segunda hija, dejó la escritura de ficción por una carrera publicitaria que prometía mejores medios de vida. Pero Hammett tenía tuberculosis y su salud no aguantó. A finales de 1926, incapaz de trabajar fuera de casa, se vio obligado a regresar a la ficción con un nuevo editor de Black Mask, el legendario Joseph Thompson Shaw, y lo hizo con una nueva determinación. Sus historias se volvieron más largas: primero eran cuentitos, luego episodios de novelas. En lo esencial, Hammett había renunciado a escribir relatos cortos. Al cabo de tres años, Hammett pasó a ser no solo un novelista, sino uno de los más celebrados de su época.
La violencia en la ficción de Hammett tiene una trayectoria clara y bien definida a lo largo de su carrera. Al principio, en sus historias solía aparecer un solo asesinato, a menudo combinado con otros delitos. A partir de 1924, presumiblemente a instancias de Cody, sus historias se vuelven más violentas y sus tramas más complejas, hasta un clímax que llegó en 1927, cuando empezó a escribir historias más largas con una violencia sin igual. En «El saqueo de Couffignal» el detective de la Continental comenta sobre El señor de los mares, un libro del escritor fantástico M. P. Shiel que está leyendo: «Había tramas y contratramas, secuestros, asesinatos, fugas de la cárcel, falsificaciones y robos, diamantes grandes como un sombrero y fuertes flotantes más grandes que Couffignal. Dicho así suena vertiginoso, pero en el libro parecía más real que una moneda». Se podía referir perfectamente a sus propias historias. Como descripción general cuadra con las historias ya comentadas de 1924, «La casa de la calle Turk» y «La chica de los ojos de plata». Se aplica también a las historias interrelacionadas de 1927, «El gran atraco» (febrero de 1927) y «Ciento seis mil dólares ensangrentados» (mayo de 1927). Hammett entregó a los editores de Black Mask lo que querían... durante un tiempo. Luego empezó a encadenar sus historias para convertirlas en novelas que publicaba Alfred A. Knopf, un sello literario. Cuando entregó su primera novela, compuesta por cuatro historias de Black Mask encadenadas, Blanche Knopf, editora del nuevo sello de misterio de la editorial, le mandó una entusiasta carta de aceptación (12 de marzo de 1928), pero le recomendó alguna revisión: en particular, escribió, «hacia la mitad del libro parece que se amontona demasiado la violencia. Creo que tantos asesinatos en la misma página harán que el lector ponga en duda la historia y en vez de continuar el suspense y la sensación de horror, flojea el interés». Hammett respondió eliminando dos de los veintiséis asesinatos de la versión de Black Mask. En respuesta al consejo de los editores de sus libros, Hammett pronto rechazó la fórmula de Black Mask. Cuando llegó a El halcón maltés, aunque contiene cuatro asesinatos, ninguno ocurre «en el escenario»; es decir, en presencia de Sam Spade. El capitán Jacoby muere a sus pies tras haber recibido un disparo anteriormente. Los demás asesinatos se los cuenta alguien. El énfasis de Hammett derivó hacia los personajes y su confrontación dramática. A partir de El halcón maltés escribió sus novelas como si fuera un autor de teatro, presentando a sus personajes en pleno conflicto, sin exposiciones innecesarias.
Las cinco novelas de Hammett se publicaron primero señalizadas en Black Mask, salvo El hombre delgado, que apareció en Redbook Magazine un mes antes de salir en forma de libro. En sus relatos se puede encontrar prototipos de la mayoría de sus personajes y de los elementos de las tramas de sus novelas magistrales. Para Cosecha roja (1929) tenemos «Ciudad de pesadilla» (27 de diciembre de 1924) y «Corkscrew» (septiembre de 1925); para La maldición de los Dain (1929), tenemos «La cara chamuscada» (mayo de 1925); para El halcón maltés, tenemos «El precio del delito» (noviembre de 1923) y «¿Quién mató a Bob Teal?»; para La llave de cristal (1931), tenemos «Mujeres, política y asesinato»; para El hombre delgado (1934), tenemos «Incendio provocado» (1 de octubre de 1923). El lector cuidadoso encontrará en los relatos de esta colección otros retratos de personajes y escenas dramáticas que fueron refinados para usos posteriores. Hammett tomaba lo que estaba bien y lo mejoraba. Esta colección aporta la materia prima para demostrar ese proceso. Es una mina de oro.
20 de septiembre de 2010

lunes, 13 de julio de 2015

Mempo Giardinelli. Novela: Luna caliente.


Mempo Giardinelli es un escritor argentino cuya obra ha sido muy bien recibida por la crítica y los lectores de diferentes culturas. Nació en Resistencia, Chaco, República Argentina. Vivió en Buenos Aires entre 1969 y 1976, estuvo exiliado en México entre 1976 y 1984 y, cuando regresó, fundó y dirigió la revista `Puro Cuento` (1986-1992). Actualmente, reside en Resistencia.

Su obra ha sido traducida a veinte idiomas y ha recibido numerosos galardones literarios en todo el mundo, entre ellos el Premio Rómulo Gallegos 1993.

Es autor de varias novelas, libros de cuentos y ensayos, y escribe regularmente en diarios y revistas de la Argentina, España, Chile y otros países. Ha publicado artículos, ensayos y cuentos en medios de comunicación de casi todo el mundo.
Ha dictado cursos, seminarios y talleres, y ha dado lecturas en más de un centenar de universidades y academias de América y Europa.

Es frecuentemente invitado a integrar jurados de importantes premios literarios internacionales y ha participado como invitado especial en las Ferias Internacionales del Libro de Buenos Aires, Bogotá, Caracas, Frankfurt, Guadalajara, La Habana, Madrid, Milán, Montevideo, Porto Alegre y Santiago.

Es miembro del Consejo Asesor de la Comisión Provincial de la Memoria, de la Provincia de Buenos Aires. Y del Consejo de Administración de la Organización No Gubernamental Poder Ciudadano, capítulo argentino de Transparency International.

En 1996, donó su biblioteca personal de 10.000 volúmenes para la creación de una fundación, con sede en el Chaco, dedicada al fomento del libro y la lectura, y a la docencia e investigación en Pedagogía de la Lectura. Esta fundación ha creado y sostiene diversos programas culturales, educativos y solidarios: www.fundamgiardinelli.org.ar.

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RESEÑA:
Luna caliente narra una historia de obsesión, de sexo y de crímenes situada en un contexto inusual como marco de novela negra: la Argentina de 1977, sometida a la dictadura militar, donde la lucha antisubversiva y la tortura están a la orden del día. Desde las primeras páginas, el autor nos sumerge de lleno en una atmósfera febril, con personajes dotados de una tremenda realidad y, a la par, de una dimensión casi teratológica, que se adentran por caminos de brutalidad y cinismo.
Fuente:  N.N.
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LUNA CALIENTE. Novela. Fragmento.
PRIMERA PARTE
La muerte es el hecho primero y más antiguo,
y casi me atrevería a decir: el único hecho.
Tiene una edad monstruosa y es sempiternamente nueva.
ELÍAS CANETTI
La conciencia de las palabras


I
Sabía que iba a pasar; lo supo en cuanto la vio. Hacía muchos años que no volvía al Chaco y en medio de tantas emociones por los reencuentros, Araceli fue un deslum-bramiento. Tenía el pelo negro, largo, grueso, y un flequi-llo altivo que enmarcaba perfectamente su cara delgada, modiglianesca, en la que resaltaban sus ojos oscurísimos, brillantes, de mirada lánguida pero astuta. Flaca y de piernas muy largas, parecía a la vez orgullosa y azorada por esos pechitos que empezaban a explotarle bajo la blu-sa blanca. Ramiro la miró y supo que habría problemas: Araceli no podía tener más de trece años.
Durante la cena, sus miradas se cruzaron muchas veces, mientras él hablaba de los años pasados, de sus es-tudios en Francia, de su casamiento, de su divorcio, de todo lo que habla una persona que los demás suponen trashumante porque ha recorrido mundo y ha vivido le-jos, cuando regresa a su tierra después de ocho años y tie-ne apenas treinta y dos. Ramiro se sintió observado toda la noche por la insolencia de esa niña, hija del ahora vete-rano médico de campaña que fuera amigo de su padre, y que lo había invitado con tanta insistencia a su casa de Fontana, a unos veinte kilómetros de Resistencia.
La noche cayó con grillos tras los últimos cantos de las cigarras, y el calor se hizo húmedo y pesado y se pro-longó después de la cena, rociada de vino cordobés, dulzón como el aroma de las orquídeas silvestres que se abrazaban al viejo lapacho del fondo de la finca. Ramiro nunca sabría precisar en qué momento sintió miedo, pe-ro probablemente sucedió cuando descruzó las piernas para levantarse, al cabo del segundo café, y bajo la mesa los pies fríos, desnudos, de Araceli le tocaron el tobillo, casi casualmente, aunque acaso no.
Cuando se pusieron de pie para ir al jardín, porque el calor era sofocante, Ramiro la miró. Ella tenía sus ojos clavados en él; no parecía turbada. Él sí. Caminaron, con las copas en las manos, detrás del médico, que ya estaba bastante achispado, y de su esposa, Carmen, quien no de-jaba de hablar. Los más chicos se habían acostado y Ara-celi, decía su madre, era raro que estuviera despierta a esa hora. "Los chicos crecen', dijo el médico. Y Araceli hizo como que miraba algo, al costado, en un gesto que Rami-ro interpretó cargado de la intención de que él viera su media sonrisa.
Charlaron y bebieron en el jardín trasero, hasta las doce de la noche. Fue una velada que a Ramiro le resultó inquietante porque no podía dejar de mirar a Araceli, ni a su falda corta que parecía remontarse sobre las piernas morenas, suavemente velludas, impregnadas de sol, que en ese momento brillaban a la luz de la luna. Era incapaz de apartar de su cabeza algunas excitantes fantasías que parecían querer metérsele en la conversación, y que no sabía reprimir. Araceli no dejó de mirarlo ni un minuto, con una insistencia que lo turbaba y que él imaginó insi-nuante.
Al despedirse, cometió la torpeza de volcar un vaso sobre la muchacha. Ella se secó la pollera, alzándola un poco y mostrando las piernas, que él miró mientras el médico y su esposa, bastante bebidos los dos, hacían co-mentarios que pretendían ser graciosos.
Cuando se adelantaron para abrir la puerta que daba al patio, a fin de atravesar la casa hasta la calle, Ramiro to-mó a Araceli de un brazo y se sintió estúpido, desespera-do, porque lo único que se le ocurrió preguntar fue:
-¿Te manchaste mucho?
Se miraron. Él frunció el ceño, dándose cuenta de que temblaba a causa de su excitación. Araceli cruzó los brazos por debajo de sus pechos, que parecieron saltar hacia adelante, y se encogió con un ligero estremeci-miento.
-Está bien -dijo, sin bajar la mirada, que a Ramiro ya no le pareció lánguida.
Minutos después, cuando cruzó la carretera y entró al viejo Ford del 47 que le habían prestado, Ramiro se dio cuenta de que tenía las manos transpiradas, y que no era por el agobiante calor de la noche. Entonces fue que se le ocurrió la idea, que no quiso pensar ni por un segundo: apretó varias veces, violentamente, el acelerador, hasta que no dudó que había ahogado el motor. Con rabia, y ahora sin apretar el pedal, hizo girar en vano el arranque. El motor se ahogó más. Repitió la operación varias veces, empecinado, furioso, haciendo un ruido que se fue apa-gando junto con la batería.
-¿No arranca, Ramiro? -preguntó el médico desde la casa. Ramiro pensó que ese hombre, ya borracho, era un estúpido por preguntar algo tan obvio. Con un gesto exagerado, y secándose el sudor de la frente, salió del co-che y dio un portazo.
-No sé qué le pasa, doctor. Y me quedé sin batería. ¿No me daría un empujón?
-No, hombre, quedate a dormir y listo; mañana lo arreglamos. Además es tarde y hace demasiado calor. Y en el viaje a Resistencia se te puede descomponer de nuevo.
Y sin esperar respuesta caminó hacia la casa y empe-zó a ordenar a su mujer que le prepararan a Ramiro el dormitorio de Braulito, el mayor de sus hijos, que estu-diaba en Corrientes.
Ramiro se dijo que acaso se iba a arrepentir de su propia locura. Se preguntó qué estaba haciendo. Dudó un instante, petrificado sobre el camino de tierra. Pero capituló cuando vio a Araceli, en la ventana del primer piso, mirándolo.

sábado, 11 de julio de 2015

Premio Herralde de novela 2001. Alejandro Gándara.


Premio Herralde de novela 2001.
Alejandro Gándara nace en Santander en 1957. Tras trabajar como profesor de Ciencias Políticas en la Universidad Complutense, como investigador para el British Museum de Londres y como responsable del suplemento de libros del diario `El País`, ocupó el cargo de director de la Escuela de Letras de Madrid.

Gándara publica su primera obra, `La media distancia`, en 1984. Más tarde escribe `Punto de fuga` y `La sombra del arquero`. En 1992, gana el premio Nadal con `Ciegas esperanzas`. Otras obras suyas son `Falso movimiento`, `El final del cielo` y `Nunca seré como te quiero`. En 2001 ganó el Premio Herralde con la obra `Últimas noticias de nuestro mundo`, una novela de espías protagonizada por antiguos agentes de Alemania del Este.

***
Últimas noticias de nuestro mundo. Novela.

Después de la caída del Muro de Berlín, un grupo de antiguos espías de la desaparecida República Democrática Alemana es encargado de organizar un encuentro con los ex agentes que aún siguen en activo y al servicio de otros países o de grupos internacionales. Desde 1989 se ha intentado celebrar esta asamblea para trazar una estrategia que devuelva a sus miembros a la escena política. Pero la persona enviada por Moscú para coordinar los preparativos y realizar los contactos muere en extrañas circunstancias. Se desata una investigación que tiene como destino Moscú, San Petersburgo, Berlín, Jerusalén..., y también la propia vida de los agentes, «despertados» para una misión ya quizá imposible. Novela sobre los conflictos y las crisis políticas del presente, sobre la forma en que las viven los individuos sobre las falsas identidades de la vida cotidiana, sobre la traición y el amor... Con extraordinaria ambición y no menos rigor literario, el autor nos brinda una novela diáfana y un envite radical a la inteligibilidad del mundo. Ganador del XIX Premio Herralde de Novela.

Fuente: Editorial Anagrama.

jueves, 9 de julio de 2015

Gabo. Hemeroteca Literaria.


Por: Valentín Trujillo.
"Gabo", un documental de la cadena colombiana Caracol y el canal Discovery, repasa la vida del escritor Gabriel García Márquez, de dónde partió y hasta dónde llegó
Antonio Pigafetta era un navegante veneciano que fue parte de la expedición del portugués al servicio de España, Hernando de Magallanes. Esa histórica expedición completó la primera circunnavegación del globo. Pigafetta fue uno de los 18 tripulantes comandados por Sebastián Elcano que regresaron a Europa luego de años de penar por los siete mares de la Tierra.

El veneciano dejó un diario de bitácora donde anotó muchas de las sensaciones que vivió en la expedición de Magallanes. Allí anotó las maravillas increíbles que vio en su pasaje por el recién descubierto continente americano. Animales salidos de una pesadilla, nativos enloquecidos, exponentes de una naturaleza irracional y alterada fueron los personajes de sus apuntes que varios siglos después leyó un joven periodista colombiano llamado Gabriel García Márquez.

Tal impresión causó esa lectura y otras de los llamados "cronistas de Indias" que décadas después, cuando el imberbe periodista nacido en el pueblito costeño de Aracataca se transformara en Nobel deLiteratura, las primeras palabras de su discurso de aceptación del premio vuelven a Pigafetta y la expedición de Magallanes.

Porque es esa mirada de lo propio desde lo extranjero y extraño, desde los ojos que contemplan una realidad alucinada, que García Márquez exploró en el vasto territorio de su literatura una materia prima que parecía inagotable: nada más y nada menos que la historia y la geografía de un continente mestizo, mezcla estrafalaria de hombres y culturas. Siendo esas las reglas, ¿cómo no iban a nacer cerdos con el ombligo en la espalda u hombres con rabo porcino?

Todos estos elementos se encuentran presentes en Gabo, la magia de la realidad, un documentalproducido por la cadena de televisión colombiana Caracol y el canal Discovery. La película repasa cada una de las etapas de la vida del escritor, desde su cuna en un pueblucho bananero sobre las costas del inmenso y caudaloso río Magdalena, que llora y derrama en cada uno sus 1.500 kilómetros una densa agua amarronada como una gigantesca serpiente de lodo lento que desplaza algunos barcos a su capricho.

En el documental por supuesto está presente la voz de García Márquez, en diferentes épocas y con diferentes acentos: aparece en blanco y negro, con su bigotón oscuro y asfaltado como un machote mexicano; con la cara afeitada y pelo cual legionario romano; con rulos y african look; ya canoso y con unos lentes enormes de aumento que le esconden la cara arrugada como de tortuga.

También aparecen algunos de sus amigos más notorios, como el periodista y escritor Plinio Apuleyo Mendoza, cronistas que escribieron sobre él, como Jon Lee Anderson, admiradores famosos, como el ex presidente de Estados Unidos, Bill Clinton, o escritores alumnos del maestro, como su compatriota Juan Gabriel Vásquez, quien se pregunta cómo fue posible que un muchachito de pueblo del interior deColombia cambiara el sentido de la literatura de occidente.

García Márquez fue muy popular y muchas de sus anécdotas son famosas. Vargas Llosa, Fidel, sus investigaciones de prensa, sus posturas políticas y sus facetas de familia desfilan por este documental realizado en 2015, a poco más de un año de la muerte del autor de Cien años de soledad.

Incluso quienes sostienen (o sostenían) que el universo de Macondo está superado, reconocen el valor innegable de la literatura de García Márquez, quien roturó y abrió caminos dentro del periodismo, la crónica y la narrativa en América y el mundo. Por ese río Magdalena que abre el documental, García Márquez hizo descender a un Bolívar de papel pero más real que el de carne y hueso que sí realizó el viaje hacia la muerte, en El general en su laberinto. Ese mismo río, en paralelo con el escritor, es que antes de desembozar su vómito de barro en el azul Caribe pasa por los bananales de Aracataca y le hace parir a una madre un niño que tendrá nombre de arcángel. 

miércoles, 8 de julio de 2015

Premio Hugo de novela 1969. Novela: Todos Sobre Zanzibar.


Premio Hugo de novela 1969.
Novela: Todos Sobre Zanzibar.

Novela aún más larga que Duna de Frank Herbert, Todos sobre Zanzíbar, la obra más conocida de Brunner difiere notablemente de la de Herbert en casi todos los aspectos. Lo más llamativo de esta novela es que no trata de crear un mundo fantástico de la nada sino que emprende la tarea mucho más difícil de describir qué características podría tener nuestro mundo real dentro de tres o cuatro décadas. Brunner nos muestra el planeta Tierra en el umbral del siglo veintiuno: superpoblado, inestable, dominado por gigantescas corporaciones y los medios de comunicación. El libro se concentra en los Estados Unidos, aunque partes importantes de la narración están ambientadas en África y el Lejano Oriente, demostrando ?algo esquemáticamente? las diferencias entre países desarrollados, en desarrollo y subdesarrollados. Es una novela increíblemente ambiciosa. Aunque despareja, el esfuerzo del autor merece ser apreciado.

***

John Brunner fue un escritor británico de ciencia ficción perteneciente al movimiento llamado Nueva Ola.

Sus obras suelen versar sobre un futuro inmediato narrado a través de múltiples personajes, centrando su interés más en la descripción de la sociedad imaginada que en las peripecias o aventuras de sus personajes... o, más bien, lo que le ocurre a sus personajes siempre está enmarcado en un punto de vista sociológico. Es este peculiar enfoque, ausente de elementos épicos o de una trama central evidente, el que le ha impedido convertirse en un autor de éxito. Sin embargo, las historias de John Brunner siempre tienen un final (y una finalidad) que las dota de pleno sentido narrativo.

Sus mejores obras corresponden a la llamada `Trilogía del Desastre`, especialmente `Todos sobre Zanzíbar` y `El rebaño ciego`, y a la novela `El jinete de la onda de shock`, una de las obras precursoras de la corriente cyberpunk y que también inspiró el ensayo de Alvin Toffler `El shock del futuro`. Las obras posteriores (y las anteriores) se suelen considerar menores.

(Fragmento de novela).

COINCIDENCIA: No prestabas atención a la otra mitad de lo que estaba pasando.

—El diccionario del felicrimen, por Chad C. Mulligan.)

que tengamos locriminates. Soporte: «locriminal» es una adaptación de «Loki». No hagas caso a quien te diga que es un término compuesto de «loco» y «criminal». Se puede sobrevivir a un loco o a un criminal, pero si uno quiere sobrevivir a un locriminal lo mejor es que no esté allí cuando ocurra.

«Antes del siglo XX, la concentración mayor de seres humanos se daba casi con seguridad en las ciudades asiáticas (con la excepción de Roma, y ya hablaré de Roma más adelante). Cuando se metía demasiada gente por delante de uno, uno se armaba con un panga o un kris y salía a cortar unas cuantas gargantas. No tenía importancia el que uno supiera o no utilizar estas armas... la gente con la que se encontraba estaba en su marco de referencia habitual y moría. Uno se encontraba en el marco de referencia de los berseker. Soporte: los berseker se desarrollaron en comunidades que durante una gran parte del año estaban inactivas en los valles de los fiordos noruegos, con una cordillera inescalable a cada lado, una losa de horribles nubes grises por encima y sin poder alejarse tampoco por mar debido a las tormentas invernales.

»Según un dicho corriente entre los nguni de Sudáfrica, no basta con matar a un guerrero zulú: hay que empujarle para hacerle caer. Soporte: Chaka Zulú tomó por estrategia el apartar a su carne de cañón de los padres, en la primera infancia, y criarles en condiciones de barraca, sin más posesiones que una lanza, un escudo y una funda de caña para el pene y sin la más mínima intimidad. Realizó independientemente el mismo descubrimiento que los espartanos.

«También fue cuando Roma ya se había convertido en la primera ciudad del mundo, con más de un millón de habitantes, que las misteriosas religiones del Este, con sus ideas de miseria autoimpuesta y mutilación propia correspondientes, arraigaron. Uno se incorporaba a los seguidores de la procesión que honraba a Cibeles, tomaba un cuchillo de uno .de los sacerdotes, se cortaba los huevos y corría por la calle agitándolos al aire hasta llegar a una casa con la puerta abierta y entonces los arrojaba sobre el umbral. A uno le daban un vestido de mujer y se unía al sacerdocio. ¡Imaginaos la presión que le hacía pensar a uno que ése era el medio de escape más sencillo!»

—Eres un idiota ignorante, por Chad C. Mulligan.

lunes, 6 de julio de 2015

Literatura para nombrar pesadillas. Hemeroteca Literaria.

Literatura para nombrar pesadillas

Crónica. Lector magnífico, el colombiano William Ospina sigue las líneas que unen el nacimiento del género gótico y la erupción de un volcán en Indonesia a mediados de 1815.

La historia de la literatura cuenta que en junio de 1816, Lord Byron alquiló una casa, la Villa Diodati, a orillas del lago Ginebra, en Suiza, y allí convocó a sus amigos Percy y Mary Shelley y Polidori, su médico personal, para leer cuentos de fantasmas y escribir algo afín al terror. Esta invitación dio nacimiento al género gótico. Mary Shelley contará andando el tiempo: “ ‘Cada uno de nosotros escribirá una historia de fantasmas’, dijo Lord Byron, y su propuesta fue aceptada. Eramos cuatro. (...) Yo me urgí a mí misma a pensar una historia, una historia que pudiese rivalizar con las que nos habían arrastrado a aquella empresa. Una historia que hablase de los misteriosos temores de la naturaleza y que despertase el más intenso de los terrores, una historia que creara en el lector miedo a mirar a su alrededor, que helase la sangre y acelerase los latidos del corazón. ” La anécdota relata que esas reuniones produjeron las pesadillas más absolutas de nuestra época, tal Frankenstein y El vampiro –de Polidori, publicada tres años después, unos ochenta antes de Drácula –. De hecho, Frankenstein fue entrevisto precisamente en una pesadilla que tuvo durante esas noches en Villa Diodati: “Vi al pálido estudiante de artes impías arrodillado junto a la materia que había unido. Vi el fantasma horrible de un hombre tendido...” Sobre el nacimiento del género gótico hay un par de películas hollywoodenses como Gothic (1986) con Gabriel Byrne en el papel de Byron y un año después, enRemando al viento (1987) un impensable Hugh Grant será quien interpretará al bardo más oscuro de toda Inglaterra. No obstante, la historia de esta reunión casi siempre ha sido consignada en las diferentes biografías de los héroes que la compusieron: Maurois habla de ella en sus biografías de Byron y Shelley, y Muriel Spark en la de Mary Shelley. Pero gratamente ahora la reunión que dio lugar al gótico tiene historiador propio: se trata del novelista colombiano William Ospina (quien recibiera el Premio Rómulo Gallegos 2009 porEl país de la canela ) quien se dedica con ahínco a seguir la huella de todo dato, por impersonal o indecoroso que fuera, para rearmar la historia.
El año del verano que nunca llegó no es una novela histórica, sino una crónica a lo Sebald de aquellos días y aquel tiempo. Hay que decirlo: una novela histórica hubiera sido más sencilla y una crónica del llamado nuevo periodismo no tendría la menor trascendencia literaria. La grandeza del libro (que va desde cómo empezó a interesarse en el tema durante su estadía por unos días en el barrio porteño de San Telmo al relato de la erupción de un volcán de Bali en 1815, que fue lo que provocó el horrible verano en Suiza, meses después) está en las asociaciones que sólo puede hacer Ospina en su calidad de lector magnífico, de historiador pertinaz y de escritor, a quien a la legua se le nota, que se deleita con el lenguaje español. El combo es perfecto, y al acabar el libro, le toca al lector hacer su trabajo y preguntarse: ¿Nos dará nuestra época, desastrosa desde todo punto de vista de los fenómenos naturales, un nuevo género literario que ponga nombre a nuestras pesadillas? Misterio a resolver, que Ospina no deja librado al azar.

PREMIO HAMMETT DE NOVELA 1988. PACO IGNACIO TAIBO II. Novela: La vida misma.


PREMIO HAMMETT DE NOVELA 1988.  PACO IGNACIO TAIBO II. Novela: La vida misma.

Aunque nacido en Gijón, creció en México a partir de los 10 años: su padre, Paco Ignacio Taibo I, de gran tradición socialista, se exilió en ese país latinoamericano en 1959 después de huir de la dictadura franquista. Allí nacieron sus hermanos menores, el poeta Benito Taibo y el cineasta Carlos Taibo Mahojo.

Paco Taibo II comenzó a practicar la actividad política en sus tiempos de estudiante, y sería ella la que motivaría su renuncia, en julio de 2012, a la dirección la de Semana Negra de Gijón para integrarse en el equipo de López Obrador.

El detective Héctor Belascoarán Shayne es el protagonista de sus novelas policiacas. Su pasión por este género lo llevó a fundar en 1986 la Asociación Internacional de Escritores Policíacos (AIEP) junto con el también mexicano Rafael Ramírez Heredia, los cubanos Rodolfo Pérez Valero y Alberto Molina, el uruguayo Daniel Chavarría, el ruso Iulián Semiónov y el checo Jiri Prochazka.

En 1988 creó el festival multicultural Semana Negra de Gijón, por el que han pasado miles de escritores de novelas policíacas, históricas, de fantasía y ciencia ficción. Como su nombre indica, se lleva a cabo en la ciudad natal del escritor.

Taibo II ha desarrollado muchas otras actividades, además de la de escritor. Ha enseñado en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, ha sido director de las series México, historia de un pueblo y Crónica general de México (1931-1986), del suplemento cultural de la revista Siempre! (1987-1988) y de las revistas Crimen y Castigo y Bronca.

Su obra literaria, distinguida con numerosos premios, no se limita al género policiaco, también ha escrito novelas históricas, cuentos, cómics, reportajes, ensayos y crónicas. Ha publicado una cincuentena de títulos y algunos de sus textos han sido traducidos a diversos idiomas.

Está casado desde 1971 con la activista cultural y fotógrafa Paloma Sáiz Tejero, con quien tiene una hija.

Durante el I Consejo Nacional del Movimiento Regeneración Nacional, celebrado en el Deportivo Plan Sexenal de la Ciudad de México, fue elegido secretario de Arte y Cultura del Comité Ejecutivo Nacional de MORENA para el periodo 2012-2015.

***
José Daniel Fierro, cincuentón escritor de novelas policiacas, se encuentra de repente transmutado en el Jefe Fierro de la policía municipal de Santa Ana, una población norteña con ayuntamiento de izquierda cercado por la ofensiva priista. ¿ Va a poder resolver el asesinato de una fotógrafa gringa con la misma facilidad con la que escribe un libro? ¿Cómo se metió en esa locura?, piensa mientras trata de quitarse de encima a judiciales y pistoleros de los caciques.
En una población en la que no queda una sola barda sin pintar, y cuya estación de radio independiente insiste en programar una y otra vez el `Venceremos`, José Daniel Fierro se encuentra cara a cara con las preguntas que se han estado haciendo estos últimos 20 años muchos mexicanos.

***
Fuente: Editorial Planeta.

(Fragmento de novela).

CAPÍTULO I
Lloviendo en el D.F.



«Si en esta ciudad no lloviera, hacía mucho que la habría abandonado», pensaba José Daniel Fierro pensando en que pensaba; porque había ideas que eran trabajo, reutilizables pensamientos que formaban frases y luego se iban por el camino de las teclas. La sensación era suya, pero podría ser del viejo villista que trabajaba en una tlapalería hacia la mi-tad del capítulo tres de la novela que estaba escribiendo. «Si no lloviera» . . . escribía en la cabeza mirando las gotas de agua estrellándose en el doble vidrio ante su mesa blanca e imaginando sin oír el splash, los pequeños plop. Había que ponerle a la frase un poco del sonido del viento que empujaba la lluvia contra la ventana y que se hacía imagen literaria sacudiendo el laurel solitario del camellón, hacién-dolo bailar. «Si no hubiera laurel», también se habría ido, él, no el viejo del capítulo tres. Cada vez escribía más de irse y, sin embargo, se quedaba. Encendió un Mapleton con la colilla del otro. Ana, sentada a sus espaldas en un sillón blanco, levantó la vista del libro que estaba leyendo y estiró la mano para robarle un cigarrillo.
—¿Sabes cuánto nos cuesta fumar?
José Daniel se atusó el bigotazo negro mirando la lluvia.
—Cuarenta y dos mil pesos al mes, ¿cómo lo ves? El en-fisema pulmonar es la enfermedad más cara de adquirir del mundo —dijo Ana sin esperar respuesta.
—Alguna vez oí de -una sífilis que le costó a un tipo 200 mil pesos.
—Nada. Menor el asunto —dijo Ana—. ¿Un café?
—Un coñac doble.
—Pensándolo bien, el alcoholismo es más caro todavía —dijo ella caminando hacia la cocina. A la mitad del cami-no el timbre de la puerta la hizo cambiar de rumbo.
José Daniel Fierro se tocó el codo, la lluvia le traía un dolor artrítico.
Los principios de capítulo deberían ser contundentes, sólo un escritor de segunda empezaría un capítulo con «Si en es-ta ciudad no lloviera . . .» Trató de que la conversación en la puerta no le rompiera el hilo. Casi lo tenía. Tecleó qui-tándole la infecta blancura a la hoja de papel: "Un buen detective sólo vive en ciudades en las que llueve así".
—Daniel, tienes visita —dijo Ana casi soplándole las pa-labras en la pelusa de la nuca,
José Daniel se volteó y contempló a los tres recién llega-dos: un joven despeinado con chamarra y botas, lentes muy gruesos; un barbudo de unos 40 años con mirada fiera; un hombre de unos 35, muy moreno y de ojos verdes, al que había visto muchas veces en fotografías.
—Pasen, siéntense —les dijo a los tres personajes que tra-taban de que las botas no enlodaran la alfombra blanca. Se acercaron extendiendo las manos. El escritor giró su si-lla para enfrentarla a los recién llegados, cediéndoles los dos sillones; Ana se mantuvo vigilante cerca de la puerta en su actitud de anfitriona-propietaria.
—Somos de la comisión —dijo el joven de los lentes.
—Está lloviendo a mares —dijo José Daniel por decir algo.
—Le hablaron, ¿verdad? —preguntó el hombre de los ojos verdes.
—Tú eres Benjamín Correa —afirmó el escritor, el jo-ven asintió.
—Macario, el dirigente de la sección 23 y Fritz, el direc-tor de nuestra estación de radio —contestó señalando con el dedo a sus dos compañeros.
—No, nadie me habló, pero no hay bronca —dijo el es-critor—, ¿Para qué soy bueno? ¿Lo de la semana de la cultura en Santa Ana? Ya les dije que sí, que iría, y firmé el manifiesto. ¿Salió hoy, no?
—Queremos que nos firme otro papelito —dijo el diri-gente de los mineros.
—¿Un cheque?
Los tres personajes se rieron.
—No, compañero Fierro, está peor —dijo Fritz Glockner.
José Daniel sonrió.
—Queremos que sea el jefe de policía de Santa Ana —di-jo el presidente municipal rojo. Los tres personajes rieron.
José Daniel Fierro emitió una risita de hurón, dudosa.
—¿Quieren que escriba una novela policiaca sobre San-ta Ana?
—No. Queremos que sea el jefe de policía de Santa Ana.
—Bueno, qué cosa —exclamó Ana.
—¿En serio? —preguntó el escritor,
—Claro —dijo Benjamín Correa, encendiendo un Deli-cado sin filtro. Macario, el minero, asintió con una sonrisa ladina.
José Daniel Fierro los observó fijamente tratando de no cruzar su mirada con la de su mujer.
—Esperen un minuto, déjenme ponerlo claro. ¿Quieren que yo vaya a Santa Ana y me haga cargo de la policía?; ¿será la municipal, no?
Los tres personajes asintieron.
—A mí me parece muy importante lo que están hacien-do. En medio de tanta mierda la experiencia de ustedes es fundamental. Hasta ahí. Que quede claro. Firmo manifies-tos, voy a manifestaciones, escribo sobre ustedes donde pue-do si tengo algo que decir, apoyo económicamente, voy a Santa Ana y participo de una semana de la cultura; son co-sas que sé hacer, que puedo hacer. Hasta ahí de nuevo . . . Pero ser jefe de policía es una locura. Tengo 50 años . . .
—Cincuenta y dos —dijo Ana desde su esquina.
—Cincuenta y uno y cumplo en un mes . . . —le contestó rápido José Daniel—. No he disparado una pistola en mi vida.
—¿A poco? —preguntó Macario, al que no le cabía en la cabeza que todavía quedara alguien en México que no hubiera disparado una fusca.
—Pero en Muerte al atardecer se cuenta todo sobre una 45, el impacto, el retroceso, la precisión, la limpieza . . . —dijo Fritz Glockner sonriendo.
—Lo saqué de un manual de armas italiano —contestó el escritor disculpándose—. Pero además, ¿qué importa? No tengo ninguna experiencia policiaca real. Sólo ficción, sólo literatura.
—En La cabeza de Pancho Villa cuenta la historia del fraude del banco, así supimos como lo andaban haciendo en Santa Ana.
—Bueno, es que así pasa. ¡Chingaos! ¿Tengo que con-tarles la diferencia entre escribir y vivir?
—No hay diferencia —dijo el alcalde rojo—. Nomás es cuestión de kilómetros. ¿Quién sabe de policía en México? Nadie. Nomás usted, escritor. ¿Quién lleva 11 novelas? Por cierto, me falta una, la de los, braceros . . .
—La raya —dijo José Daniel—. Tengo ejemplares por ahí . . .
—A lo mejor lo que pasa es que no se lo estamos propo-niendo bien —dijo Fritz—. A ver así: en año y medio han asesinado a dos jefes de policía municipal en Santa Ana. Los judiciales del estado nos traen jodidos, necesitamos una buena policía municipal, alguien a quien no puedan matar sin que se arme un pedote nacional, hasta internacional; por ejemplo, un escritor que acaba de ganar el Gran Premio de Literatura Policiaca en Grenoble, o al que entrevista el New York Times. Un escritor que aunque es de izquierda sale en el programa de Rocha cuando publica un libro. Uno que no puedan matar, y que además tenga coco, ideas, mente de investigador, uno que le sirva al pueblo y que además saque de onda a los priístas y al gobierno del estado, alguien que ponga su nombre en Santa Ana.
—Entiendo eso, pero tiene que tomar algo en cuenta. Yo soy un culero. Tengo miedo. Este país cada vez me da más miedo. Si sigo hablando y escribiendo es porque me da más miedo callarme.
—Por valientes no paramos, eso es cosa nuestra —dijo el presidente municipal—. Tenemos como diez que se me-ten a la jaula de los leones, esposados, y le dan patadas en los huevos a las fieras . . . Queremos a uno como usted. No-más imagínese: «José Daniel Fierro, jefe de policía de San-ta Ana».
—No, si me lo imagino. —Me divorcio, ¡eh! —dijo Ana. —¿Quién fue el de la idea? —preguntó el escritor. —Nosotros andábamos buscando por ahí, y lo comen-tamos con algunos, y Carlos Monsiváis fue el que nos dio la idea.
—Maldita sea, vaya broma más cabrona. —Piénselo, maestro. No sólo nos hace un servicio en Santa Ana, sino la cantidad de novelas policiacas que salen de ahí. Tenemos unos crímenes de lo más lucidores —dijo Fritz,
—Nos traen jodidos —dijo el presidente municipal, y ahí José Daniel se dio cuenta cómo había llegado hasta el pues-to. Ponía tal intensidad en las palabras, que tomaba el hí-gado del oyente y no lo soltaba—. Nos cercan, cortan pre-supuestos, los caciques hostigan, no entregan los dineros del municipio, nos provocan, nos rodean con una de las cam-pañas de publicidad más negras que se ha hecho en la his-toria de México. Tenemos elecciones en ocho meses: si las ganamos nos van a meter el ejército, si las perdemos nos van a desmontar toda la organización popular que se ha creado. Necesitamos toda la ayuda que podamos conseguir. Necesitamos un jefe de policía . . . ¿Qué pues?
-¿Llueve mucho en Santa Ana?
-Todos los días —contestó Macario.
-Nunca —dijo Fritz Gíockner.
-Usted dirá —contestó el presidente municipal.
-Me divorcio —dijo Ana—. Te juro que me divorcio.



domingo, 5 de julio de 2015

Premio Herralde de novela 1999. Novela: París. Marcos Giralt Torrente.


Marcos Giralt Torrente (Madrid, 1968) es licenciado en Filosofía por la Universidad Autónoma de Madrid, ciudad donde reside. Inició su carrera literaria con el libro de cuentos Entiéndame (Anagrama, 1995). Es autor, también, de la novela corta Nada sucede solo (Ediciones del Bronce, 1999, Premio Modest Furest i Roca) y de las novelas París (Premio Herralde de Novela, Anagrama, 1999) y Los seres felices (Anagrama, 2005). Colabora habitualmente como crítico literario en Babelia y fue residente de la Academia Española en Roma, del Künstlerhaus Schloss Wiepersdorf y de la University of Aberdeen y participó en el Berlin Artist-in-Residence Programme de 2002-2003. Sus novelas han sido traducidas al alemán, al francés, al italiano y al portugués.

***
Novela: París./ Fragmento de novela.
Fuente: Editorial Anagrama.
Sinopsis

  Con la única ayuda de la memoria, el narrador de esta novela emprende la tarea de explicarse a sí mismo acontecimientos de su niñez que en su momento no supo entender. De esa forma, todo lo que le dejó huella pero no percibió porque parecía dictado por las reglas de la más estricta provisionalidad, se muestra ahora en sus diferentes dimensiones, incluidas aquellas que tal vez sólo imagina.
  Premoniciones, deudas inesperadas, equivocaciones, remordimientos, motivos de júbilo y deseos de reconciliación y de revancha salen a la luz y hallan acomodo, sin contradecirse, en ese territorio donde el recuerdo de lo que fuimos se mezcla con la nostalgia de lo que ya nunca seremos, donde pasados que no nos pertenecen amenazan con condicionar nuestro presente y donde los secretos que quisimos desentrañar, cuando por fin se revelan, lejos de diluir la desazón que nos impulsó a investigar, contribuyen a confundirnos más.

  Marcos Giralt Torrente

 París


Parte de este libro fue escrito en la Academia de España en Roma gracias a una beca del Ministerio de Asuntos Exteriores concedida al autor en el curso 96-97.



 El día 8 de noviembre de 1999, un jurado compuesto por Roberto Bolaño, Salvador Clotas, Juan Cueto, Esther Tusquets y el editor Jorge Herralde, otorgó el XVII Premio Herralde de Novela, por unanimidad, a París, de Marcos Giralt Torrente.
Resultó finalista Bariloche, de Andrés Neuman. 
  A quien ya no está.

  Y a Luz Suárez, que me dio su nombre.

 I
Es durante el silencio de la noche, en ese tiempo previo al sueño en el que la más severa de las pesadillas acude a nosotros y nos hace buscar vencidos el cálido espejismo de quien duerme a nuestro lado, cuando el recuerdo de mi madre se hace omnipresente y golpea en mi conciencia como un antiguo intruso que llamara a la puerta para recuperar el sitio del que una vez fue expulsado. Ocurre pocas veces, pero en esas ocasiones remordimientos y temores que creía dominados se apoderan de mí y no me dejan discernir. Me encuentro de pronto oscilando entre el lamento, que es reproche hacia ella, porque no me baste ya con su presencia para que todo a mi alrededor cobre significado, y la pena, que es reproche hacia mí, por no darme cuenta de que también ella fue niña y, como yo, nunca más tendrá quien apague sus temores de fracaso y olvido.
  Es la nostalgia. Es el miedo. Son los sueños. Es la soledad que amenaza desde lo oscuro. Es no saber y querer, aun así, que lo sentido y lo imaginado coincidan. Es la duda. Son las preguntas sin responder. Son las ganas de correr hasta donde me espera para decirle: Está bien, lo sé todo.
  En realidad, no tengo claros mis sentimientos y simplemente no alcanzo a explicarme cómo es posible que en momentos de desánimo todavía necesite recurrir a algo que a lo mejor nunca sucedió, y que sólo presumo, para neutralizar las emociones diversas que su figura me inspira. No voy a saber más de lo que sé y tal vez sea esta imposibilidad de trascender la mera elucubración lo que siga otorgando importancia a un suceso que, de haberse producido, no podría sino considerarse menor en comparación con otros, de los que sí tengo certeza, que ella me refirió con valentía cuando pocas personas en su caso se habrían atrevido a mencionarlos. Y ello ocurre a pesar de que si mi madre se mostrara capaz de llenar ese vacío que no lo es de mi memoria renunciaría a preguntarle por él, sabedor de que no tendría sentido indagar en las razones ni en las consecuencias de sus actos porque lo que al cabo de los años dijera apenas se diferenciaría de lo que otro diría en su lugar o de lo que yo mismo soy capaz de imaginar.
  Los veo, por ejemplo, en la que pudo ser su última mañana juntos. Veo cómo se despiertan, oigo lo que dicen. Mi madre está en la cama y mi padre se afeita o se lava al otro lado del tabique. En la mesilla hay unos tapones para los oídos, un reloj, dos pulseras de marfil y un periódico del día anterior. Es el segundo o tercer día que amanecen allí y probablemente no se queden más de una semana. Mi madre no sonríe, no tiene planes, no sabe en qué gastará su tiempo durante las horas siguientes. Es el único momento del día en el que se permite mirar atrás y le asalta el remordimiento. Quiere que la figura de él frente a ella la ayude a afianzar el olvido y acecha con ansiedad cada sonido procedente del baño. Atiende expectante al eructo del agua mientras es engullida por el desagüe del lavabo, escucha un silbido animoso y sabe que ha terminado por fin de acicalarse y que comienza a ponerse la misma ropa que la noche pasada dejó colgada del pomo de la puerta. Sabe que las prendas se conservan en perfectas condiciones y que todavía resistirán hasta que su propietario decida llevarlas a la lavandería. Sabe que tiene que ser así aunque sea incapaz de imitarlo y abandone las suyas en un montón sobre el suelo, aunque no sea previsora y no se haya acostumbrado a esa vida en la que cada gesto debe medirse.
  Veo ese despertar, y con la misma facilidad imagino un mundo en el que una escena así nunca se dio y mi madre jamás se alojó acompañada en un hotel. Tan convincente resulta esta posibilidad como la primera. Aunque ella misma se encargara de refrendar una y desechar la otra, el dilema perduraría. Al fin y al cabo todo lo que sé lo sé por su causa y si lo que ignoro se lo debo también a ella, es decir, si deliberadamente hubo cosas que no me contó, no tengo forma de averiguarlo. Cuando nuestro conocimiento sobre una materia depende de las palabras de otros, no hay forma de determinar si lo que dicen es todo y no sólo una parte. Aun en el caso, por eso, de que hubiera sido de verdad sincera y me hubiera puesto al tanto de cada minuto que vivieron juntos, de cada discusión y de lo que pudieron haber hecho y no hicieron, nada cambiaría. No sirve imaginar, no sirve preguntar. En el presente no existen las palabras. Las palabras vienen más tarde y todos las usamos de la misma forma, todos podemos describir y opinar aunque lo que describamos y opinemos no nos haya ocurrido a nosotros.
  Para hablar de mis padres y de las pesadillas que me asaltan durante ese tiempo anterior al sueño, en el que buscamos la cercanía de quien duerme a nuestro lado ajeno a la angustia que nos invade, debo conformarme con lo visto y oído. Procurar no hablar más que de aquello de lo que tengo constancia directa aunque ésta dependa en gran medida de lo que desconozco y sólo intuyo. Como en mi ánimo no está convertir las sospechas en certezas, sino en todo caso hacer comprensible lo que vino a consecuencia de que la duda surgiera, no habrá contradicción en mi proceder siempre y cuando todo lo que cuente lo cuente desde mi punto de vista de entonces. Los vacíos que no sean de mi memoria habrán de continuar existiendo porque, aunque estuviera en mi mano hacerlo, no tendría sentido inquirir por ellos. Su destino, además, puede que sea ése: permanecer inexpugnados para iluminar de esa forma otros vacíos que sí son de mi memoria.

  A mi padre lo detuvieron en casa una noche en que había gente invitada a cenar y mi madre descubrió demasiado tarde, muy avanzada la reunión, el motivo de su desbordante alegría. Yo tenía nueve años y estaba dormido, así que no pude enterarme de cómo transcurrieron los primeros momentos de confusión. Recuerdo borrosamente, aunque tampoco puedo asegurar que no sea una imagen recreada con posterioridad, que se abrió la puerta de mi cuarto y que dos hombres precedidos por mi madre entraron. Recuerdo que al principio no encendió la luz sino que, nerviosa como estaba o con el propósito de que no me asustara, los introdujo a oscuras, y que fue sólo al preguntar uno de los desconocidos por el interruptor cuando retrocedió a tientas y la encendió. Recuerdo que no llegué a sentir miedo porque, al inundarse de claridad la habitación, cuando los dos hombres surgieron con nitidez de la penumbra y vi sus ojos clavados en mí, el más alto me hizo una broma y mi madre me sonrió tranquilizadora. Recuerdo que, mientras eso sucedía, el otro echó una rápida mirada a su alrededor y que, tras entreabrir la puerta del armario y atisbar por la ranura, tocó a su compañero en el hombro y los dos salieron dejando a mi madre atrás. En total no debieron de ser más que unos segundos, ya que tengo la sensación de que mi madre se acercó enseguida a darme un beso y de que, después de acariciarme el pelo y apagar la luz y salir cerrando la puerta tras ella, volví a caer dormido sin advertir que ya no se oía el rumor de conversaciones festivas que había acompañado la primera parte de mi sueño. No asistí a la salida apesadumbrada y cabizbaja de los invitados ni a la de mi padre esposado y escoltado. A la mañana siguiente, lo único de lo que puedo dar fe es de que al despertarme no lo vi en casa. Al entrar en la cocina, encontré a mi madre recogiendo los restos de la fiesta y, si estaba nerviosa o afectada, hizo un esfuerzo para sobreponerse, porque no conservo ninguna impresión que me permita afirmarlo. Incluso he olvidado lo que ocurrió después, conforme las horas pasaban y mi padre seguía sin volver, y también los días posteriores, en los que el hecho de la desaparición se hizo ineludible y mi madre tuvo que darme alguna disculpa. Tanto es así que, ni cuando ésta se produjo, ni cuando, al prolongarse la ausencia de mi padre, tuvo ella que improvisar nuevas excusas, llegué a establecer un vínculo entre nuestra repentina soledad y los hombres que habían entrado en mi dormitorio la noche de la cena. Mi padre se esfumó de mi vida sin avisar y yo no sólo no acusé la tragedia que tal acontecimiento significaba sino que no lo eché en falta a lo largo de los dos años posteriores, al menos no hasta ese extremo en el que uno empieza a desconfiar y busca respuestas por su cuenta. La irrupción nocturna en mi cuarto permaneció excluida de mi memoria y solamente al cabo del tiempo regresó a mí con la nebulosa característica de lo que en su momento no despertó nuestra atención.
  Antes de eso, enterado ya del historial delictivo de mi padre, mi madre me había hablado de la detención y me había explicado que se había llevado a cabo de forma tan implacable como inesperada. Según me informó cuando me creyó preparado, y siguió repitiéndome a lo largo de los años, mi padre llevaba varias semanas sumido en una gran agitación y aunque esto, unido al hecho de que hubiese sido él quien había propuesto celebrar la cena, no la inducía precisamente al optimismo, nada malo había sospechado. Hasta que en mitad de la noche, abandonando a los invitados, la condujo a su dormitorio y, tras sacar de debajo de la cama una maleta que nunca había visto, se dispuso a abrirla con excitación creciente, no receló, nada temió. Tuvo que verlo coger de su bolsillo una llave pequeña y disponerse a abrir el último cierre de seguridad para que algo así como una intuición hiciera mella en su conciencia. Cualquier presentimiento que hubiera podido concebir quedó de todas formas superado cuando, al terminar él con el candado, mientras levantaba la tapa de la maleta y se volvía sonriente hacia ella, mi madre comprobó que estaba llena hasta rebosar de billetes. Solía contar que se hallaban ordenados en fajos y que parecían nuevos, como si viniesen directamente de la Fábrica de la Moneda y nadie, salvo él, los hubiera tocado. Nunca me dijo, ya que en esos detalles era parca y le costaba hablar, qué palabras intercambiaron ante la maleta una vez que su contenido estuvo a la vista y ella hubo sentido la primera corazonada acerca de cuál podía ser su procedencia. No me las dijo pero no me cuesta imaginarlas. Supongo que, tras unos instantes de perplejidad, mi madre diría: «¿Qué es esto? ¿Estás loco?» y que, sonriendo todavía, él le respondería: «No te preocupes, no hay peligro.» A continuación vendría una réplica más agria de mi madre y un intento conciliador, aunque tajante, de él. Sólo una vez pasado éste, y tras unos segundos de adaptación a lo que mi padre hubiera dicho, mi madre habría cedido al deseo de saber y le habría preguntado por el origen del dinero. Seguramente en este punto mi padre respondió con evasivas, y, después de un rato en el que la tensión creció hasta ese grado en el que las palabras se apagan, volvieron juntos a reunirse con los invitados. Entre este momento y el momento en el que la policía irrumpió en casa pidiendo la documentación, no creo aventurar demasiado si digo que estuvieron rehuyéndose, mi madre con la mente en blanco, echando de menos a alguien a quien confiar su preocupación, y él observándola desde lejos, incómodo por la perspectiva de entablar una discusión que no deseaba en cuanto los invitados se hubieran ido, pero disfrutando no obstante de su suerte provisional, ajeno todavía a que ya había quien se dirigía hacia allí para desbaratarla, para confirmar las peores previsiones con las que necesariamente contó desde el instante en que tuvo la primera idea o alguien tal vez se la dio.

sábado, 4 de julio de 2015

Premio Hugo 1968. Novela: El señor de la luz. Roger Zelazny


Premio Hugo 1968. Novela: El señor de la luz.
Roger Zelazny, nacido el 1937, es uno de los más celebrados escritores norteamericanos contemporáneos. Su surgimiento impetuoso en la década de 1960 se suele asociar con la difusión de la `new wave` en Estados Unidos, siendo, sin duda, uno de sus máximos exponentes.

En el transcurso de muy pocos años, su nombre se hizo merecedor de una enorme reputación en el terreno de la ciencia ficción, llegando a ganar dos Premios Hugo de novela consecutivos (el primero de ellos a `Tú, el inmortal`, compartido con `Dune`, de Frank Herbert). Sin embargo, la máxima popularidad le ha llegado en el campo de la fantasía, con el que muchas de sus novelas de ciencia ficción guardaban influencias marcadas y hacia el que su obra ha venido decantándose progresivamente. Su serie de `Ámbar` y demás libros de fantasía han sido auténticos bestsellers en los últimos años.

El autor ha publicado asimismo numerosos volúmenes de poesía a lo largo de su trayectoria.

Falleció el 14 de junio 1995.

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En un mundo lejano de los extremos del tiempo, el panteón hindú gobierna todas las cosas. Sam, dominador de demonios, que ha perdido la gracia del cielo, ayudado ahora por los poderes de las tinieblas luchará por libra al hombre de las leyes del Karma y las divinidades autócratas.
Fuente: N.N.

viernes, 3 de julio de 2015

Jorge Luis Borges: el axioma de la literatura argentina. Beatriz Sarlo. Hemeroteca Literaria.


Jorge Luis Borges: el axioma de la literatura argentina
Por Beatriz Sarlo.
Los lugares comunes algunas veces aciertan. Por ejemplo: es imposible pensar la literatura argentina sin Borges. Pieza maestra del siglo XX, a partir de él se cruzan o se dispersan todas las líneas. Esto vale hasta comienzos de 1980. Desde entonces pasan cosas diferentes que darían lugar a otra nota, cuyo título podría ser "La literatura argentina después de Borges", cuando comenzó a funcionar de modo más "normal", menos volcánico; sigue siendo el Gran Escritor con quien, sin embargo, ya no todos ajustan cuentas y se trazan diagonales que Borges no pisó. La culminación absoluta y el apaciguamiento.
¿Cómo habría sido la literatura hasta los años ochenta sin Borges? Es difícil imaginar a Bioy Casares sin ese prólogo a La invención de Morel que escribió Borges. Pero podemos imaginar otros que, probablemente, habrían dibujado una cartografía distinta, despojada del "centro Borges". La pregunta permite pensar "en hueco", no como si algo faltara sino intentando imaginar su radical inexistencia. Si se lo pensara como un simple faltante, el ejercicio no valdría la pena.

En cambio, se trata de olvidar que existió y reordenar lo que queda. Los libros inaugurales de lo nuevo habrían sido Veinte poemas para ser leídos en el tranvía (1922), Calcomanías (1925) y Espantapájaros (1932), de Oliverio Girondo, y no la serie Fervor de Buenos Aires (1923), Luna de enfrente (1925) y Cuaderno San Martín (1929). Probablemente nadie habría releído a Evaristo Carriego, como lo hizo Borges, y la poesía argentina tendría en su centro operaciones más "vanguardistas", como las de Girondo. Y en lugar de las orillas porteñas, el barrio y las calles rectas hasta el horizonte, estaría el paisaje fluvial y fluyente de Juan L. Ortiz. En ausencia de Borges, probablemente ésas serían las dos grandes líneas poéticas de la primera mitad del siglo XX.

Martínez Estrada fue el gran escritor ideólogo; pero, sin Borges, no habría obstáculos para pensarlo, en soledad, como el gran ensayista del siglo. Por otra parte, sus relatos se correrían al centro del sistema. El prodigioso "Marta Riquelme", por ejemplo, habría inventado un espacio original, fantástico, laberíntico, arbitrario y terrible. "La inundación" sería el tributo que la literatura argentina, en ausencia de Borges, rindió a Kafka, el escritor que Borges admiró de modo incondicional. Pero algo estaría faltando. Martínez Estrada no es citable como lo es Borges, y una literatura es, entre otras cosas, un sistema de citas y reconocimientos, rebotes, préstamos y deformaciones.

Sin Borges, la forma más simple de ordenar la literatura de la primera mitad del siglo caería en pedazos. La servicial oposición en la que Borges fue lo que Arlt no pudo ser y viceversa le da un orden a los libros hasta 1950. Pero sin Borges, la originalidad de Arlt enlazaría directamente con la de Puig: dos escritores que escriben "desde afuera" de la literatura, aunque sea un mito sostener que no sabían literatura. Arlt escribe desde el periodismo, el folletín y la novela rusa (Borges detestaba la novela rusa y le gustaban, como una debilidad, sólo los folletines gauchescos); Puig escribe desde la novela sentimental y el imaginario del cine (Borges detestaba la novela sentimental, y le interesaba el cine, pero no a la manera de Puig: ponía sus distancias, hacía esguinces).

Probablemente Bioy no habría sido quien fue realmente sin Borges y a Silvina Ocampo se le reconocería una marca de originalidad muy fuerte. Ella no fue borgeana; su escritura tiene una turbiedad, una buscada imprecisión, una perversidad en el acople de palabras que no son borgeanas. Hay en Silvina Ocampo una especie de rebeldía a la racionalidad formal y a la trama bien compuesta, a la nitidez de lo complejo (la gran marca de Borges) que la coloca siempre como una outsider. Sin Borges, Silvina Ocampo habría sido una alternativa de primer plano, no una escritora extraña que, paradójicamente, estuvo cerca de Borges mucho tiempo.

Algunos escritores intocados por la ausencia de Borges: Leopoldo Marechal, por ejemplo. Poco habría cambiado. Adán Buenosayres está escrito en absoluta contemporaneidad con los grandes relatos de Borges, pero como si perteneciera a un sistema musical diferente, con otros tonos y escalas. La huella de Marechal habría sido probablemente la misma. Borges y Marechal no se escuchaban. Cortázar, en cambio, leía a Borges y declaró que quiso escribir en la lengua que Borges usaba. Como inventor de ficciones buscó lo que Borges rechazaba: el shock del surrealismo, el disparate de la patafísica. No estoy muy segura de que Borges le fuera indispensable del modo en que lo fue para Walsh o para Piglia. Lo fantástico de Cortázar no es una respuesta a Borges; es diferente.

Sin Borges, ¿qué habría sido Saer? Su primer libro, de 1960, En la zona, es tan borgeano como un homenaje o una ironía. Después, Saer (lector de Borges, de los mejores) se dedica a lo suyo, como si En la zona hubiera sido el paso necesario para mostrar que cualquiera imita a Borges, en un momento de copia necesaria y de competencia temeraria que, una vez atravesado, abre un territorio original. Copiar para exorcizar; copiar para ausentar.

Sin Borges, la literatura argentina no habría tenido un capítulo "anti-Borges" donde se discutieron las implicaciones entre figuración literaria e ideología política. AntiBorges es el título de la recopilación, hecha por Martín Lafforgue, de esos debates. Aunque parezca una discusión vieja, no lo es tanto y, a veces, vuelve en el momento menos pensado (precisamente porque es el momento en que se piensa menos). Sin Borges, el escritor de literatura fantástica más citado habría sido Cortázar, que presenta pocos problemas ideológicos después de su conversión a la revolución cubana. La oposición fantástico-realista habría tenido como objeto sus relatos.

Sin Borges, la teoría literaria no habría encontrado una obra que le permitiera alcanzar una autoconciencia argentina: pensar problemas teóricos con textos escritos acá, como si esos textos anticiparan aquellos problemas, los adivinaran y los dejaran abiertos. Y, aunque la lengua de Arlt y la de Saer llegan de geografías originales, sin Borges no se habría escrito en ese castellano rioplatense límpido, tan criollo como cosmopolita, que (al revés de los enigmas rebuscados pero banales) sólo muestra su dificultad magistral, su desafío a la inteligencia, 

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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