domingo, 5 de julio de 2015

Premio Herralde de novela 1999. Novela: París. Marcos Giralt Torrente.


Marcos Giralt Torrente (Madrid, 1968) es licenciado en Filosofía por la Universidad Autónoma de Madrid, ciudad donde reside. Inició su carrera literaria con el libro de cuentos Entiéndame (Anagrama, 1995). Es autor, también, de la novela corta Nada sucede solo (Ediciones del Bronce, 1999, Premio Modest Furest i Roca) y de las novelas París (Premio Herralde de Novela, Anagrama, 1999) y Los seres felices (Anagrama, 2005). Colabora habitualmente como crítico literario en Babelia y fue residente de la Academia Española en Roma, del Künstlerhaus Schloss Wiepersdorf y de la University of Aberdeen y participó en el Berlin Artist-in-Residence Programme de 2002-2003. Sus novelas han sido traducidas al alemán, al francés, al italiano y al portugués.

***
Novela: París./ Fragmento de novela.
Fuente: Editorial Anagrama.
Sinopsis

  Con la única ayuda de la memoria, el narrador de esta novela emprende la tarea de explicarse a sí mismo acontecimientos de su niñez que en su momento no supo entender. De esa forma, todo lo que le dejó huella pero no percibió porque parecía dictado por las reglas de la más estricta provisionalidad, se muestra ahora en sus diferentes dimensiones, incluidas aquellas que tal vez sólo imagina.
  Premoniciones, deudas inesperadas, equivocaciones, remordimientos, motivos de júbilo y deseos de reconciliación y de revancha salen a la luz y hallan acomodo, sin contradecirse, en ese territorio donde el recuerdo de lo que fuimos se mezcla con la nostalgia de lo que ya nunca seremos, donde pasados que no nos pertenecen amenazan con condicionar nuestro presente y donde los secretos que quisimos desentrañar, cuando por fin se revelan, lejos de diluir la desazón que nos impulsó a investigar, contribuyen a confundirnos más.

  Marcos Giralt Torrente

 París


Parte de este libro fue escrito en la Academia de España en Roma gracias a una beca del Ministerio de Asuntos Exteriores concedida al autor en el curso 96-97.



 El día 8 de noviembre de 1999, un jurado compuesto por Roberto Bolaño, Salvador Clotas, Juan Cueto, Esther Tusquets y el editor Jorge Herralde, otorgó el XVII Premio Herralde de Novela, por unanimidad, a París, de Marcos Giralt Torrente.
Resultó finalista Bariloche, de Andrés Neuman. 
  A quien ya no está.

  Y a Luz Suárez, que me dio su nombre.

 I
Es durante el silencio de la noche, en ese tiempo previo al sueño en el que la más severa de las pesadillas acude a nosotros y nos hace buscar vencidos el cálido espejismo de quien duerme a nuestro lado, cuando el recuerdo de mi madre se hace omnipresente y golpea en mi conciencia como un antiguo intruso que llamara a la puerta para recuperar el sitio del que una vez fue expulsado. Ocurre pocas veces, pero en esas ocasiones remordimientos y temores que creía dominados se apoderan de mí y no me dejan discernir. Me encuentro de pronto oscilando entre el lamento, que es reproche hacia ella, porque no me baste ya con su presencia para que todo a mi alrededor cobre significado, y la pena, que es reproche hacia mí, por no darme cuenta de que también ella fue niña y, como yo, nunca más tendrá quien apague sus temores de fracaso y olvido.
  Es la nostalgia. Es el miedo. Son los sueños. Es la soledad que amenaza desde lo oscuro. Es no saber y querer, aun así, que lo sentido y lo imaginado coincidan. Es la duda. Son las preguntas sin responder. Son las ganas de correr hasta donde me espera para decirle: Está bien, lo sé todo.
  En realidad, no tengo claros mis sentimientos y simplemente no alcanzo a explicarme cómo es posible que en momentos de desánimo todavía necesite recurrir a algo que a lo mejor nunca sucedió, y que sólo presumo, para neutralizar las emociones diversas que su figura me inspira. No voy a saber más de lo que sé y tal vez sea esta imposibilidad de trascender la mera elucubración lo que siga otorgando importancia a un suceso que, de haberse producido, no podría sino considerarse menor en comparación con otros, de los que sí tengo certeza, que ella me refirió con valentía cuando pocas personas en su caso se habrían atrevido a mencionarlos. Y ello ocurre a pesar de que si mi madre se mostrara capaz de llenar ese vacío que no lo es de mi memoria renunciaría a preguntarle por él, sabedor de que no tendría sentido indagar en las razones ni en las consecuencias de sus actos porque lo que al cabo de los años dijera apenas se diferenciaría de lo que otro diría en su lugar o de lo que yo mismo soy capaz de imaginar.
  Los veo, por ejemplo, en la que pudo ser su última mañana juntos. Veo cómo se despiertan, oigo lo que dicen. Mi madre está en la cama y mi padre se afeita o se lava al otro lado del tabique. En la mesilla hay unos tapones para los oídos, un reloj, dos pulseras de marfil y un periódico del día anterior. Es el segundo o tercer día que amanecen allí y probablemente no se queden más de una semana. Mi madre no sonríe, no tiene planes, no sabe en qué gastará su tiempo durante las horas siguientes. Es el único momento del día en el que se permite mirar atrás y le asalta el remordimiento. Quiere que la figura de él frente a ella la ayude a afianzar el olvido y acecha con ansiedad cada sonido procedente del baño. Atiende expectante al eructo del agua mientras es engullida por el desagüe del lavabo, escucha un silbido animoso y sabe que ha terminado por fin de acicalarse y que comienza a ponerse la misma ropa que la noche pasada dejó colgada del pomo de la puerta. Sabe que las prendas se conservan en perfectas condiciones y que todavía resistirán hasta que su propietario decida llevarlas a la lavandería. Sabe que tiene que ser así aunque sea incapaz de imitarlo y abandone las suyas en un montón sobre el suelo, aunque no sea previsora y no se haya acostumbrado a esa vida en la que cada gesto debe medirse.
  Veo ese despertar, y con la misma facilidad imagino un mundo en el que una escena así nunca se dio y mi madre jamás se alojó acompañada en un hotel. Tan convincente resulta esta posibilidad como la primera. Aunque ella misma se encargara de refrendar una y desechar la otra, el dilema perduraría. Al fin y al cabo todo lo que sé lo sé por su causa y si lo que ignoro se lo debo también a ella, es decir, si deliberadamente hubo cosas que no me contó, no tengo forma de averiguarlo. Cuando nuestro conocimiento sobre una materia depende de las palabras de otros, no hay forma de determinar si lo que dicen es todo y no sólo una parte. Aun en el caso, por eso, de que hubiera sido de verdad sincera y me hubiera puesto al tanto de cada minuto que vivieron juntos, de cada discusión y de lo que pudieron haber hecho y no hicieron, nada cambiaría. No sirve imaginar, no sirve preguntar. En el presente no existen las palabras. Las palabras vienen más tarde y todos las usamos de la misma forma, todos podemos describir y opinar aunque lo que describamos y opinemos no nos haya ocurrido a nosotros.
  Para hablar de mis padres y de las pesadillas que me asaltan durante ese tiempo anterior al sueño, en el que buscamos la cercanía de quien duerme a nuestro lado ajeno a la angustia que nos invade, debo conformarme con lo visto y oído. Procurar no hablar más que de aquello de lo que tengo constancia directa aunque ésta dependa en gran medida de lo que desconozco y sólo intuyo. Como en mi ánimo no está convertir las sospechas en certezas, sino en todo caso hacer comprensible lo que vino a consecuencia de que la duda surgiera, no habrá contradicción en mi proceder siempre y cuando todo lo que cuente lo cuente desde mi punto de vista de entonces. Los vacíos que no sean de mi memoria habrán de continuar existiendo porque, aunque estuviera en mi mano hacerlo, no tendría sentido inquirir por ellos. Su destino, además, puede que sea ése: permanecer inexpugnados para iluminar de esa forma otros vacíos que sí son de mi memoria.

  A mi padre lo detuvieron en casa una noche en que había gente invitada a cenar y mi madre descubrió demasiado tarde, muy avanzada la reunión, el motivo de su desbordante alegría. Yo tenía nueve años y estaba dormido, así que no pude enterarme de cómo transcurrieron los primeros momentos de confusión. Recuerdo borrosamente, aunque tampoco puedo asegurar que no sea una imagen recreada con posterioridad, que se abrió la puerta de mi cuarto y que dos hombres precedidos por mi madre entraron. Recuerdo que al principio no encendió la luz sino que, nerviosa como estaba o con el propósito de que no me asustara, los introdujo a oscuras, y que fue sólo al preguntar uno de los desconocidos por el interruptor cuando retrocedió a tientas y la encendió. Recuerdo que no llegué a sentir miedo porque, al inundarse de claridad la habitación, cuando los dos hombres surgieron con nitidez de la penumbra y vi sus ojos clavados en mí, el más alto me hizo una broma y mi madre me sonrió tranquilizadora. Recuerdo que, mientras eso sucedía, el otro echó una rápida mirada a su alrededor y que, tras entreabrir la puerta del armario y atisbar por la ranura, tocó a su compañero en el hombro y los dos salieron dejando a mi madre atrás. En total no debieron de ser más que unos segundos, ya que tengo la sensación de que mi madre se acercó enseguida a darme un beso y de que, después de acariciarme el pelo y apagar la luz y salir cerrando la puerta tras ella, volví a caer dormido sin advertir que ya no se oía el rumor de conversaciones festivas que había acompañado la primera parte de mi sueño. No asistí a la salida apesadumbrada y cabizbaja de los invitados ni a la de mi padre esposado y escoltado. A la mañana siguiente, lo único de lo que puedo dar fe es de que al despertarme no lo vi en casa. Al entrar en la cocina, encontré a mi madre recogiendo los restos de la fiesta y, si estaba nerviosa o afectada, hizo un esfuerzo para sobreponerse, porque no conservo ninguna impresión que me permita afirmarlo. Incluso he olvidado lo que ocurrió después, conforme las horas pasaban y mi padre seguía sin volver, y también los días posteriores, en los que el hecho de la desaparición se hizo ineludible y mi madre tuvo que darme alguna disculpa. Tanto es así que, ni cuando ésta se produjo, ni cuando, al prolongarse la ausencia de mi padre, tuvo ella que improvisar nuevas excusas, llegué a establecer un vínculo entre nuestra repentina soledad y los hombres que habían entrado en mi dormitorio la noche de la cena. Mi padre se esfumó de mi vida sin avisar y yo no sólo no acusé la tragedia que tal acontecimiento significaba sino que no lo eché en falta a lo largo de los dos años posteriores, al menos no hasta ese extremo en el que uno empieza a desconfiar y busca respuestas por su cuenta. La irrupción nocturna en mi cuarto permaneció excluida de mi memoria y solamente al cabo del tiempo regresó a mí con la nebulosa característica de lo que en su momento no despertó nuestra atención.
  Antes de eso, enterado ya del historial delictivo de mi padre, mi madre me había hablado de la detención y me había explicado que se había llevado a cabo de forma tan implacable como inesperada. Según me informó cuando me creyó preparado, y siguió repitiéndome a lo largo de los años, mi padre llevaba varias semanas sumido en una gran agitación y aunque esto, unido al hecho de que hubiese sido él quien había propuesto celebrar la cena, no la inducía precisamente al optimismo, nada malo había sospechado. Hasta que en mitad de la noche, abandonando a los invitados, la condujo a su dormitorio y, tras sacar de debajo de la cama una maleta que nunca había visto, se dispuso a abrirla con excitación creciente, no receló, nada temió. Tuvo que verlo coger de su bolsillo una llave pequeña y disponerse a abrir el último cierre de seguridad para que algo así como una intuición hiciera mella en su conciencia. Cualquier presentimiento que hubiera podido concebir quedó de todas formas superado cuando, al terminar él con el candado, mientras levantaba la tapa de la maleta y se volvía sonriente hacia ella, mi madre comprobó que estaba llena hasta rebosar de billetes. Solía contar que se hallaban ordenados en fajos y que parecían nuevos, como si viniesen directamente de la Fábrica de la Moneda y nadie, salvo él, los hubiera tocado. Nunca me dijo, ya que en esos detalles era parca y le costaba hablar, qué palabras intercambiaron ante la maleta una vez que su contenido estuvo a la vista y ella hubo sentido la primera corazonada acerca de cuál podía ser su procedencia. No me las dijo pero no me cuesta imaginarlas. Supongo que, tras unos instantes de perplejidad, mi madre diría: «¿Qué es esto? ¿Estás loco?» y que, sonriendo todavía, él le respondería: «No te preocupes, no hay peligro.» A continuación vendría una réplica más agria de mi madre y un intento conciliador, aunque tajante, de él. Sólo una vez pasado éste, y tras unos segundos de adaptación a lo que mi padre hubiera dicho, mi madre habría cedido al deseo de saber y le habría preguntado por el origen del dinero. Seguramente en este punto mi padre respondió con evasivas, y, después de un rato en el que la tensión creció hasta ese grado en el que las palabras se apagan, volvieron juntos a reunirse con los invitados. Entre este momento y el momento en el que la policía irrumpió en casa pidiendo la documentación, no creo aventurar demasiado si digo que estuvieron rehuyéndose, mi madre con la mente en blanco, echando de menos a alguien a quien confiar su preocupación, y él observándola desde lejos, incómodo por la perspectiva de entablar una discusión que no deseaba en cuanto los invitados se hubieran ido, pero disfrutando no obstante de su suerte provisional, ajeno todavía a que ya había quien se dirigía hacia allí para desbaratarla, para confirmar las peores previsiones con las que necesariamente contó desde el instante en que tuvo la primera idea o alguien tal vez se la dio.

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