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CARTILLA ELECTRÓNICA DEL ESCRITOR J MÉNDEZ-LIMBRICK. Premio Nacional de Narrativa Alberto Cañas 2020. Premio Nacional Aquileo j. Echeverría novela 2010. Premio Editorial Costa Rica 2009. Premio UNA-Palabra 2004.
lunes, 22 de junio de 2015
ERNESTO SABATO Un hombre atormentado. Hemeroteca Literaria.
Premio Hammett de novela 2003. Novela: El pecado o algo parecido.
Premio Hammett de novela 2003. Novela: El pecado o algo parecido.
Francisco González Ledesma (Barcelona, 17 de marzo de 1927), escritor y periodista español especializado en género policiaco. Junto a Manuel Vázquez Montalbán y el pequeño grupo, reunido en torno a la Semana Negra de Gijón, es considerado como uno de los principales impulsores de la novela negra de corte social en España.
Novelista precoz, se inició escribiendo guiones de cómics para la editorial Bruguera y novelas del Oeste que entrega a un ritmo de una a la semana, bajo el pseudónimo Silver Kane, lo que le proporciona oficio y recursos literarios, además de permitirle costearse la carrera de Derecho. Obtuvo en 1948, con solo 21 años, el Premio Internacional de Novela instituido por el editor José Janés por su novela Sombras viejas y en cuyo jurado se encontraba Somerset Maugham y Walter Starkie. Sin embargo, la censura franquista prohibió su publicación, tildando a su autor de `rojo` y `pornógrafo`, lo que le sumió en el silencio como novelista y le llevó a dedicarse primero a la abogacía y después al periodismo, en el Correo Catalán y, durante 25 años, en La Vanguardia, donde llegó a ser redactor jefe. Ambas profesiones le proporcionaron un buen conocimiento de la sociedad, de las calles de Barcelona, de los políticos y del mundo de las finanzas, que utilizaría en sus futuras novelas. En su tiempo libre, escribió Los napoleones (que también fue prohibida), Las calles de nuestros padres y Expediente Barcelona (finalista del Premio Ciutat de València, en 1983), que solo pudieron ser publicadas con la transición política a la democracia. En 1984 recibió el Premio Planeta por Crónica sentimental en rojo lo que le supuso notable popularidad y muchos ánimos para seguir escribiendo.
Su novela Expediente Barcelona fue traducida y publicada por la prestigiosa editorial francesa Gallimard, lo cual le proporcionó un prestigio y éxito editorial en Francia muy superior del que goza en España, hasta el punto de que sus nuevas novelas aparecen publicadas antes en el país vecino. El protagonista de sus novelas, el comisario Ricardo Méndez, mezcla de escepticismo y pundonor, sigue los cánones del relato criminal. Méndez aparece por vez primera precisamente en Expediente Barcelona e inagura una serie novelística que, junto a la propia ciudad de Barcelona, constituye el nexo central de sus novelas.
Fuente: N.N.
***
Un nuevo caso del detective Méndez. Una señora contempla como unos hombres vestidos de cura cargan el cadáver de un hombre que estaba en el banco de la plaza. Éste no es un caso cualquiera para Méndez, que deberá ocultar la muerte y la desaparición del cadáver de Paco Rivera, finado en un prostíbulo que frecuentan personajes muy poderosos.
(Fragmento de novela).
Francisco González Ledesma
El pecado o algo parecido
Comisario Méndez 6
Título original: El pecado o algo parecido
Francisco González Ledesma, 2002
1. UNA CUESTIÓN DE SOTANAS
Habrase visto, milady —dijo la señora Robles, que a sus setenta y cinco años estaba aprendiendo inglés—, habráse visto, my teacher, usted, que lleva tan poco tiempo en Madrid, lo que pensará de esta ciudad chingona. Ahora mismo, aquí, al otro lado de la plaza, ¿no ve usted? ¿No diría que aquel caballero tan respetable, aquel gentleman, of course, está muerto? ¿No le parece su postura un poco extraña para uno que está tomando el suri?
—Speak english, only english —susurró con paciencia la jovencísima profesora de jubilados (estudiante a la vez en la Complutense) mientras pensaba que todos sus alumnos jubilados machos no querían aprender inglés, sino tocarle paternalmente el culo—. Only english, if you want learn quickly. ¿Quién quiere decir usted?
—Aquél de enfrente, justo enfrente, my baby, ¿no ve usted? See you just in front, please. Para mí que aquel caballero está jodido, está dead. No se mueve: he is very quiet, demasiado quiet. Y lleva así casi cinco minutos, me he fijado bien. El sombrero le tapa la cara, pero tiene la cabeza demasiado hundida, the head is underground, o como se diga, lady my teacher, ya sabe usted, ya sabe you. Y otra cosa asombrosa: usted no se ha fijado, pero yo sí. ¿Sabe quién lo ha puesto en ese banco? Pues dos putitas. Con toda la delicadeza del mundo, eso sí, haciendo ver que todavía andaba, pero dos putitas.
—Only english —dijo pacientemente la jovencísima profesora, que esperaba cobrar muy pronto las clases del mes.
—Tiene razón: dos foqui-foqui girls. —¿Pero qué dice?
—Pues claro que sí, yo lo he visto. I see it with the eyes of me, lady teacher. Y oiga… ¿pero qué otra cosa asombrosa está sucediendo? Mire: do you means? ¿No ve esos dos curas que se están llevando al muerto? Y sin demasiados disimulos, oiga, joder, que hablar en castellano descansa. Que yo a los muertos no les rezo en only english, oiga. Se lo llevan como si estuviese enfermo, o borracho, o sidado en fase terminal, y aquí nadie chista. No sé qué va a pensar usted, hija, con el poco tiempo que lleva aquí, de esta ciudad del ande yo caliente, el kiss me y el chollo putañero. Ah… ¿no me entiende? Claro, ya sé cómo se dice: putañero business. Pues no sé qué va a pensar, hija, es lo que yo digo. Claro que como van vestidos de cura quizá nadie se atreve. Mire qué solemnes: parecen deanes de Toledo, ésa es la verdad. Yo estuve en Toledo de recién casada, pero entonces los curas eran más santos y más gordos, parecían todos en estado de buena esperanza. En fin, ya lo han metido en aquel coche tan bonito, Dios sabe lo que van a hacer con él. Y con tanta desvergüenza… Vestidos como curas de los de antes, curas de verdad, curas de canto gregoriano después de cenar, aunque mi difunto marido decía que eran de canto gastronómico. Si al menos hubieran venido vestidos como Dios manda, es decir, como obreros de la Renfe… Se ve que no tienen un street wardrobe. O al menos, digo yo, podrían haber venido en clergyman. Qué escándalo.
domingo, 21 de junio de 2015
Jorge Luis Borges: Entrevista por César Hildebrandt. HEMEROTECA LITERARIA.
Jorge Luis Borges: Entrevista por César Hildebrandt. Revista Caretas 19 de diciembre de 1978
—¿Y qué hago?
Tomarles el pelo sin ninguna misericordia.
—Jamás he hecho eso en mi vida. Sucede que yo siempre he contestado sinceramente. Y todo el mundo prefiere suponer que esas contestaciones mías son bromas o ironías. Yo soy una persona educada, no le tomo el pelo a nadie. Y espero que no me lo tomen, tampoco.
¿Sigue insistiendo en esa delicia de frase: la democracia es un espejismo de la estadística?
—Es un abuso de la estadística. Eso es verdad, es evidente.
¿Por qué evidente?
—Porque si se tratara de un problema matemático nadie su¬pondría que la mayoría de la gente puede resolverlo. En polí¬tica, sin embargo, sí se supone que la mayoría tiene la razón. Eso se vio en mi país, cuando el que sabemos obtuvo nueve millones de votos…
El que sabemos… ¿Perón, verdad?
—Sí.
Su odiado Perón… Borges, usted lo llamó cobarde y rufián.
—Bueno, podría haber empleado palabras más duras…
¿Pero le parece justo eso? ¿Ahora que él está muerto y han pasado algunos años?
—Un rufián muerto sigue siendo un rufián. Y un cobarde muer¬to no es un valiente. La muerte no beneficia tanto. Aunque yo en una milonga digo: no hay cosa como la muerte para mejorar la gente.
Usted dijo alguna vez: «Yo siempre le pido a Dios —que no existe— el privilegio de dudar hasta que muera». ¿Sigue us¬ted dudando, Borges?
—No. Yo ahora estoy seguro de que no hay otra vida y que no hay Dios. Es una certidumbre que me satisface, me tranqui¬liza. Saber que todo esto pasará, que yo me olvidaré, que seré olvidado… Yo soy un hombre ético pero no religioso.
Ha dicho también, Borges, que considera un bochorno vi¬vir tanto y que quisiera morirse. ¿Esa proximidad a la muerte no lo conduce a Dios?
—No. Me conduce a la esperanza de que no haya Dios y que no haya otra vida. Desde luego, las Sagradas Escrituras, lla¬mémoslas así, aconsejan vivir hasta los 70 años. Yo he cumplido 79. Recuerdo cuando mi madre cumplió 98 años —ella murió a los 99— y me dijo: «¡Caramba, se me fue la mano!».
Usted es para muchas gentes tan edípico, Borges…
—¿Por qué?
Su relación con su madre fue siempre tan intensa, tan ob¬sesiva… ¿No cree que había algo de edípico en ello?
—Bueno, como dijo Chesterton lo único que sabemos de Edi¬po es que no padecía del complejo… Yo tengo un recuerdo tan puro y tan grato de mi madre. Ella ha muerto hace tres años. Yo no he querido cambiar nada de su pieza. Y cada vez que vuel¬vo a casa me asombro de que ella no esté esperándome. A la sirvienta, que es mujer del pueblo y que habla guaraní aparte del castellano, le pregunto: ¿Usted no la siente a madre? Y ella me dice: «Pero claro que la siento. La señora está aquí». No me lo dijo para alarmarme sino, al contrario, para tranquilizarme. Y entonces le hice otra pregunta: ¿Si usted la viera a mi madre en su cuarto, sentiría miedo? Y esta muchacha, la correntina, me dice: «¿Por qué miedo? Si no le tenía miedo cuando vivía, ¿por qué ahora habría de sentir miedo?».
Borges, usted ha cultivado una sorprendente modestia en torno a la estimación de su propia obra…
—Bueno, es que yo quiero ser olvidado…
Pero usted sabe que es un gran escritor.
—No creo. Yo no tengo obra. Mi obra es…
Una miscelánea…
—Una miscelánea, una ilusión óptica lograda por la tipografía.
Me está tomando el pelo, Borges. Usted no puede pensar eso de su obra.
—Claro que sí. Lo que me parece raro es que la gente sea tan indulgente conmigo. A mí no me gusta tanto lo que yo escri¬bo. Claro que eso le pasa a todo escritor. Se han escrito libros sobre mí y yo no he leído ninguno. Alicia Jurado escribió un libro sobre mí, que me aseguran que es muy bueno, y yo le dije: «Alicia, tú sabes que leo todo lo que escribes pero en este caso no voy a leer tu libro porque se trata de un tema que no me in¬teresa o que, quizá, me interesa demasiado».
Como se lo recordó un periodista hace algún tiempo, Car¬pentier dice de usted que sus opiniones políticas son incalifica¬bles…
—No conozco a Carpentier. En cuanto a mis opiniones políticas, no creo que tengan importancia. Cuando escribo trato de prescindir de mis opiniones. La literatura es una operación mis¬teriosa. Recuerdo aquí algo que dijo uno de mis autores preferidos, Kipling: «A un escritor le está permitido componer fábulas, pero no puede saber cuál es la moraleja». Es decir, un escritor no puede sa¬ber cuál será el resultado de lo que escribe en la mente de otros. Y eso le sucedió al propio Kipling, que, a pesar de ser inglés, demues¬tra en sus obras una evidente simpatía por la India y cuya casa na¬tal, en Bombay, es ahora un museo. Las opiniones son generalmente superficiales, cambian…
Y usted ha cambiado ¿verdad? Fue comunista, fue radical, hoy es conservador.
—Sí, pero ser conservador es una forma de ser escéptico. Cuando me afilié al partido conservador dije algo que molestó…
Que solo los caballeros siguen las causas perdidas.
—Sí. Porque me preguntaron: «¿Usted va a afiliarse? Pero es¬ta es una causa perdida». Y yo dije: «A un caballero solo le in¬teresan las causas perdidas». Y después dije otra cosa que los molestó: que el partido conservador tenía la ventaja de no poder provocar ningún fanatismo.
¿Nunca se ha sentido irresponsable cuando habla de polí¬tica?
—Yo tengo mi conciencia clara. Nadie puede tomarme por comunista, por fascista, por nacionalista…
Usted fue condecorado por Pinochet…
—Sí. Yo creo que Pinochet es un buen gobernante. Ese es el único Gobierno posible, así como el de Videla es el único Gobier¬no posible en Argentina. Estoy hablando de determinados países en determinadas épocas. ¿Pero por qué importan tanto mis opinio¬nes políticas?
Porque usted es, aunque no lo quiera, un líder de opinión y lo que usted dice se toma con respeto…
—Pero no tiene por qué aceptarse. Yo mismo no estoy muy seguro de lo que digo.
Claro que no tiene por qué aceptarse. A mí me parece inaceptable lo que dice. Estamos de acuerdo.
—Si estamos de acuerdo, podemos cambiar de tema… Yo tengo mi conciencia cívica limpia. Por ejemplo, yo era director de la Biblioteca Nacional, que es un cargo no bien rentado pero muy visible. Cuando supe el resultado de ciertas elecciones, renuncié. Mi madre me dijo: «No podés servir a Perón decorosa¬mente». Claro que no, le dije yo.
¿Esa fue la última vez, verdad? Porque la primera…
—La primera vez yo era simplemente bibliotecario…
¿Y es cierto que los peronistas lo nombraron inspector de precios?
—No, no. Me nombraron inspector para la venta de aves y huevos, para que yo renunciara. Yo comprendí e inmediatamen¬te renuncié. ¿Qué sabía yo de venta de aves y huevos en los mer¬cados? No poseía la erudición necesaria. Y la verdad es que les agradezco a los peronistas. Porque si esto no sucede yo hubiera seguido en esa pequeña biblioteca de barrio, ganando 240 pesos mensuales. Dos o tres meses antes de que ocurriera aquello yo fui a una reunión con unas señoras inglesas. Y había una de ellas que leía el porvenir en las hojas de té. Me dijo que iba a hablar mucho, que iba a viajar, que iba a ganar dinero hablando. Yo nunca había hablado antes en público. Pero así sucedió. Me echaron de ese cargo y tuve que resignarme a dar conferencias, cosa que me aterraba.
Usted ha dicho que de sus obras tal vez se puedan resca¬tar seis o siete páginas. ¿Cuáles?
—Es que si nombro una quizá me dé cuenta de que no es res¬catable… A ver… Hay un poema que se titula «Otro poema de los dones»…
¿Es posterior a «Elogio de la sombra», verdad?
—No recuerdo bien la cronología de mis obras… Hay un poe¬ma sobre mi bisabuelo, el coronel Suárez, que comandó la carga de caballería peruana en la batalla de Junín. Tenía 26 años.
Y el prólogo a Lugones…
—¡Ah, sí! Yo creo que eso es lo mejor que he escrito. Vamos a condenar todo lo demás y vamos a salvar ese prólogo, ¿qué le parece?
Ese texto es absolutamente magistral pero no puedo estar de acuerdo en que sea lo único salvable… Es extraño, sin em¬bargo, oír de usted palabras generosas sobre algo de su obra.
—Hay también un poema que se titula «El otro tigre». Es lin¬do también, la verdad… Mis amigos me dicen que soy un in¬truso en la poesía. Yo creo que no. En todo caso, mi poesía es más inmediata y más íntima que mi prosa. La prosa siempre ha sido un objeto que yo he fabricado. Pero tengo la impresión que la poesía es algo que sale directamente de mí. Ahora, ¿qué haríamos sobre ese prólogo a Lugones? ¿A usted qué le parece? ¿Es poesía o es prosa? Creo que la diferencia es formal. De al¬guna manera es poesía también, ¿no?
Eso creo yo también… Sin embargo, usted tiene una ima¬gen, digamos pública, de escritor cerebral, casi glacial a veces.
—No soy frío. Desgraciadamente, soy incapaz de pensamien¬tos abstractos. He leído a los filósofos, pero me dejo llevar por la belleza de una frase. «Peregrina paloma imaginaria / que enar¬deces los últimos amores / alma de luz, de música y de flores / peregrina paloma imaginaria…». Que no quiere decir absoluta¬mente nada, pero que es muy linda… El otro día encontré esta metáfora, que es tan hermosa: «Si no me hubieran dicho que era el amor yo habría creído que era una espada desnuda». ¿No es lindo y terrible? «Si no me hubieran dicho que era el amor yo habría creído que era una espada desnuda».
¿Dónde la halló?
—En una página de Kipling. ¿Increíble, verdad? No parece de Kipling. Cuando un verso es muy bueno ya no pertenece a nadie ¿no? Se diría que cuando un verso es característico del au¬tor ya no es excelente.
¿Alguna vez ha sentido el impulso de plagiar?
—Continuamente… Aunque, en verdad, la palabra plagio es errónea. El idioma es una serie de plagios, de convenciones. En la escultura, por ejemplo, todas las estatuas ecuestres serían pla¬gios de la primera estatua ecuestre. Todos los cuadros de la Vir¬gen y el Niño se parecen. Y en literatura hay tan pocos temas.
Borges, usted ha dicho varias veces de sí mismo que es un desdichado. ¿Pero sabe una cosa? Ni en su obra ni en su ros¬tro hay desdicha.
—Sí es cierto… Creo que nuestro deber es no ser desdicha¬dos. Yo he escrito muchas letras de milongas y en una de ellas, que trata de un compadrito al que lo mataron, digo: «Entre otras cosas hay una, de la que no se arrepiente nadie en la Tierra; esa cosa es haber sido valiente. Siempre el coraje es mejor, nunca la esperanza es vana. Vaya pues esta milonga para Jacinto Chi¬clana». Jacinto Chiclana se llamaba el compadrito. Tengo otra sobre otro compadrito que se llamaba Alejandro Albornoz, que peleó contra muchos y entre muchos lo mataron a puñaladas. La milonga concluye así: «Un acero entró en el pecho: ni se le movió la cara; Alejo Albornoz murió como si no le importara»… Yo estaba buscando una frase para que él la dijera. Pero creo que así quedó mejor, ¿no?
Usted admira la valentía pero siempre ha dicho que no ha sido valiente.
—Que lo diga mi dentista… La verdad es que en cualquier destino uno puede ser valiente o puede ser cobarde. Un hom¬bre, por ejemplo, que acepta que una mujer no lo quiere es valiente a su manera.
Usted dijo alguna vez algo que me pareció terrible: que tanto su padre como su abuelo virtualmente buscaron la muerte, por valientes; y que usted no se atrevería a hacer lo mismo…
—Sí, mi abuelo, el coronel Borges, se hizo matar en la bata¬lla de Laverde, en 1864, durante una revolución que organizó Mitre y que fracasó. Por razones políticas, mi abuelo decidió ha¬cerse matar. Se puso un poncho blanco, montó un caballo tordi¬llo, avanzó al trote hasta las trincheras enemigas y le metieron dos balazos. Mi padre sufría de hemiplejía y él me dijo: «Yo me hubiera debido meter un balazo. No te voy a pedir a ti que lo hagas, pero me las voy a arreglar, no te aflijas». Efectivamente, rehusó todo alimento, toda medicación, solo tomaba agua y se dejó morir. Fue un suicidio poco escénico. Yo escribí un soneto sobre eso: «Te hemos visto morir con el tranquilo ánimo de tu padre ante las balas…».
Borges, usted no lee desde 1955…
—Sí, pero tengo amigos que me leen. Seis o siete amigos buenos que me visitan siempre y que me leen…
Así conoció a García Márquez…
—Claro, un gran escritor, aunque creo que el principio de Cien años de soledad es mejor que el final. Pero es normal. Al final el autor se cansa.
García Márquez es casi el único escritor latinoamericano de hoy sobre el que usted emite una opinión…
—No. Hablando de argentinos, por ejemplo, le diría que Ma¬llea es un excelente escritor…
¿Cortázar?
—No. Cortázar se ha perdido en juegos formales.
¿Por qué sigue comprando libros, tantos libros?
—¡Qué raro! Es un poco de superstición, ¿eh? Acabo de ad¬quirir una enciclopedia alemana que quería tener desde hace muchos años. No puedo leerla pero sé que está ahí y es esa presen¬cia lo que importa.
Quizá, Borges, si hubiera leído a Sartre, como no lo ha he¬cho…
—No, lo he leído…
…Se habría sentido tan próximo cuando él habla en Las palabras de ese fetichismo por los libros que sintió desde niño. Porque es eso, ¿no?
—Es el objeto del libro, sí… Si me hablan de un libro sagra¬do, lo entiendo. Pero si me hablan de una revista sagrada, o de un disco sagrado, ya no. Quizá dentro de 500 años se hable de discos sagrados y de periódicos sagrados.
Hablando de discos y periódicos sagrados, ¿por qué fue us¬ted tan duro con Estados Unidos?
—Es que viví cuatro meses ahí. Y me encontré con un gran país hecho de individuos muy mediocres. En la Universidad de Michigan hay un curso, para estudiantes que tienen de 25 a 30 años, de conversación en inglés. Y yo le digo a la profesora: ¿Qué les enseña? Y me dice: «Bueno, yo les digo que un buen método para agilizar el diálogo es hablar del tiempo: se puede decir que ha nevado, que ha dejado de nevar, que nieva o que va a ne¬var». Bueno, los estudiantes tienen que aprender esa miseria y tomar notas… ¿No le parece triste? Otro día hablaba con unos estudiantes a los que solo les faltaba la tesis para ser doctores en letras. Yo cometí el error de mencionar a George Bernard Shaw. «¿Who’s he?», me preguntaron. ¿Qué les parece? Es espan¬toso.
¿Sigue pensando que la literatura española no existe?
—Creo que fuera de tres o cuatro libros podría prescindir de la literatura española. La literatura española comenzó admirable¬mente. El romancero es admirable. Fray Luis de León es un gran poeta. San Juan de la Cruz también. Y luego… Garcilaso repite lo que había hecho en Italia. Y con Quevedo y Góngora todo se vuelve rígido, ya empieza lo barroco. De todo esto se salva El Quijote, sobre todo su segunda parte. Lo demás de Cervantes es horroroso.
Borges, de su desdén por las multitudes…
—No es que las desdeñe, es que no existen, son abstracciones…
Bueno, de ese desdén surge su convicción de que el fútbol o el tango son algo estúpido ¿verdad?
—A mí me gustan algunos tangos. Me gusta «El choclo», por ejemplo. Me gustan los tangos viejos. Lo que pasa es que con Gardel se inicia la decadencia. Ahí empieza el sentimiento. El tango no puede ser sentimental. Nace en los prostíbulos y las pri¬meras letras son muy obscenas.
¿Por qué no ha escrito una novela, Borges?
—Yo no soy lector de novelas. ¿Por qué voy a ser escritor de novelas? La novela no me gusta, es un género que me desagrada.
¿Por qué?
—Porque está lleno de ripio. En un cuento de Kipling, o un cuento de Henry James, todo es esencial. En las novelas hay mucho de inservible. Tienen que ponerle paisajes, digresiones, intervienen las opiniones del autor.
¿Y la poesía?
—Sigue siendo lo más importante. Esa convicción la tengo con toda el alma y con todo el cuerpo. Es mi mayor necesidad…
Borges, lo está llamando su secretaria…
—Bueno, lo siento, tenemos que terminar, lo siento… Discre¬pamos de muchas cosas, ¿verdad? Pero eso está bien. Porque entenderse es una miseria.
Justo Navarro. Premio Herralde de novela 1990.
Justo Navarro Velilla (Granada, 1953), es un escritor, traductor y periodista español.
Galardonado con el premio Herralde 1990.
El Premio Herralde de Novela es concedido anualmente en España por la Editorial Anagrama a una novela inédita en lengua castellana.
Creado en 1983, toma su nombre de Jorge Herralde, fundador y propietario de la editorial. La dotación en 2006 es de 18.000 euros y publicación para la novela ganadora. Se falla el primer lunes de noviembre de cada año.
Justo Navarro nació en Granada, en cuya Universidad se licenció en Filología Románica en 1975. Relacionado con la poesía española contemporánea, ha escrito dos libros de poemas, además de varias novelas. Es colaborador ocasional de diarios como El País, y traductor de autores como Paul Auster, Jorge Luis Borges, T. S. Eliot, F. Scott Fitzgerald, Pere Gimferrer, Michael Ondatjee, Joan Perucho, Ben Rice y Virginia Woolf. Colaboró en el guion de la ópera basada en Don Quijote de la Mancha que La Fura dels Baus estrenó en 2000 en el Liceo de Barcelona. Navarro ganó en 1986 el Premio de la Crítica de poesía castellana por `Un aviador prevé su muerte`. En 1990 también ganó con `Accidentes íntimos` el Premio Herralde de Novela, concedido por la Editorial Anagrama a una novela inédita en lengua castellana. Desde 2003, es miembro de la Academia de Buenas Letras de Granada.
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Novela: Accidentes íntimos. Premio Herralde de novela 1990.
Una mujer intenta suicidarse en la habitación de un hotel y su acto pone al descubierto la inquietante naturaleza de sus relaciones con quienes la rodean, el artificio de la amistad, la dificultad de establecer lazos sólidos con los otros y de encontrar sentido a una existencia cuyos intersticios corroen las certezas cotidianas.
Accidentes íntimos es la crónica de un extrañamiento: cuando la amiga de la suicida fracasada se enfrenta a los hechos, las cosas sufren una pérdida de significado y al mismo tiempo comienza a producirse un misterioso proceso de fascinación por la enigmática personalidad de la suicida. Las piezas de la realidad, como las de un puzzle deshecho, pierden contacto entre si, se desordenan. El presente se convierte en resonancia distorsionada de un pasado ineludible, los objetos familiares pueblan un territorio de exilio donde nadie llega a conocerse porque nadie es quien parece ser. Al final, la búsqueda del equilibrio perdido tal vez exija la infidelidad y la mentira para recomponer una precaria estabilidad...
Accidentes íntimos constituye un lúcido ejercicio de percepción, visión minuciosa de un mundo habitual que a partir de un hecho concreto se distancia de las coordenadas de la costumbre y se vuelve opaco, ajeno, irónico y, sin embargo, omnipresente con la intensidad de una Realidad no domesticada.
Con este libro, el novelista y poeta Justo Navarro se confirma como uno de los más deslumbrantes escritores de la reciente narrativa española.
Fuente: N.N.
(Fragmento de novela).
JUSTO NAVARRO
Accidentes íntimos
Premio Herralde de Novela
El día 5 de noviembre de 1990, Accidentes íntimos fue galardonada con el VIII Premio Herralde de Novela por un jurado compuesto por Salvador Clotas, Juan Cueto, Luis Goytisolo, Esther Tusquets y el editor Jorge Herralde
A mi madre
UNO
El televisor estaba encendido, pero no había nadie en el cuarto. Llamó a Hanna dos, tres veces, mientras en la pantalla una máquina pintaba la carrocería hueca de un coche, y el locutor encargado del doblaje aplastaba con su voz una voz japonesa. Dejó sin voz el televisor, cambió de canal: dos mujeres compartían una cabina de teléfonos, se peleaban por el auricular, por marcar un número. «Hanna», repitió, con el bolso todavía colgado del hombro, frente a la pantalla, y las luces de la película -violeta, blancas, rojas, amarillas- se reflejaban en los zapatos negros. Entonces se dio cuenta, más allá del zumbido del televisor sin volumen y del ruido de motores que llegaba desde la calle: el silencio de la casa era el silencio de las casas vacías. Hacía mucho que no notaba un silencio así: desde que, hacía ocho meses, le alquiló a la turista Hanna Osterberg el dormitorio que había sido de su hermana, Victoria.
Encendió la lámpara: la habitación estaba en orden, limpia, como a punto de serle mostrada a un futuro inquilino exigente. Se sentó en el diván, recién cepillado y mullido; dejó el bolso en el suelo, junto a los zapatos que acababa de quitarse. Cerró los ojos, gritó: «Hanna.» No le contestaron. Los abrió y vio, en el televisor, a dos mujeres con los ojos cerrados, muy juntas dentro de una cabina de teléfonos. Pasó un dedo por el fondo del cenicero de cristal, se examinó la yema: no quedaba rastro de ceniza. Se levantó, arregló el cojín, volvió a calzarse los zapatos, recogió el bolso: quería que las cosas quedaran exactamente en el lugar que Hanna les había asignado. Buscó en la televisión las imágenes que aparecían cuando llegó a la casa: en ningún canal encontró la máquina que pintaba coches. Un hombre con barba de varios días la miraba con descaro y el ceño fruncido desde el arcén de una carretera.
Subió al dormitorio de Hanna. El armario y los cajones de la cómoda estaban cerrados. ¿No dejaba Hanna todo abierto para que ella se encargara de cerrarlo? Había semanas en que sólo usaban un idioma mudo: las preguntas eran cajones a medio abrir; las réplicas, cajones cerrados. El cenicero de la mesa de noche estaba vacío, escondido a medias por una novela de ciencia ficción; no había huellas de vasos ni tazas sucias. Se acercó a la ventana, miró por el visor de la cámara fotográfica que, sobre el trípode, apuntaba día y noche hacia la avenida de Fríes. Vio una mancha negra: Hanna había cubierto el teleobjetivo con la tapa protectora. Apartó la cortina, y se iluminó el ámbar del semáforo sobre el verde, la luz roja con la silueta de un peatón parado. Los vehículos se pusieron en movimiento: los oía a pesar de los vidrios dobles de la ventana.
Sonaba el teléfono. Bajó con prisa la escalera de caracol mientras contaba los timbrazos: tenía el prejuicio de que quienes llaman suelen colgar a partir del séptimo aviso sin respuesta. Descolgó antes de que sonara el sexto timbrazo. «Sí», dijo. Un avión se quemaba en la pantalla del televisor. «¿Qué te cuentas?», dijo Félix. «Nada, Hanna no está», respondió. «¿A mí qué me importa la alemana?», dijo Félix. «Tengo un par de horas en cuanto acabe de cenar. ¿Has cenado? ¿Voy a verte?», añadió. «Espera un momento», dijo ella. En la cocina tropezó con un cubo de agua turbia: el agua osciló, rebosó, le salpicó los zapatos. Hanna lo había lavado todo obsesivamente, pero había olvidado el cubo ante la puerta del patio. Cruzó el patio, entró en el cobertizo donde Hanna revelaba las fotos: no había fotos pegadas a la pared, secándose; ni películas positivadas colgadas con pinzas de los hilos de pescar. Las cubetas estaban limpias, bien alineados en el anaquel los frascos de productos químicos; no quedaban restos de papel fotográfico en el lavabo.
«¿Dónde te metes? Tengo un par de horas. ¿Nos vemos en el Goma Cuatro?», dijo Félix. De vuelta al teléfono se había arañado la pierna contra la esquina del mueble de los periódicos: el dolor le saltaba las lágrimas, y hacía que se mordiera los labios. «No sé dónde se ha metido Hanna», dijo ella. «Bueno, ven si quieres.» Colgó. La presentadora del telediario colgaba el teléfono, y, a su espalda, en una pantalla dentro de la pantalla, estallaba, entre una nube de polvo, un rascacielos. Comprobaba el desgarrón de la media, se manchó de sangre. Lamía la sangre que le había quedado en el dedo, pensaba en lo raro que resultaba que Hanna hubiera salido: ¿nunca le había llamado la atención que no pisara la calle, salvo para comprar alguna vez en el supermercado? Entonces se acordó de la tarde en que se encontraron en el mostrador de la pescadería y, luego, volvieron juntas a la casa por el paseo de Reding. Hanna miraba aquí y allí, no como si buscara a una persona: como si, muerta de miedo, quisiera evitar ser vista.
Se quitó las medias, fue al cuarto de baño: se sentía, descalza, muy pequeña, extraña en las habitaciones de todos los días. Los pies no reconocían el suelo que pisaban; las baldosas eran más duras, inhóspitas. Cuando advirtió, mientras buscaba algodón y alcohol, que faltaban los cosméticos de Hanna, el cepillo de dientes, el cepillo del pelo, se sentó en el borde de la bañera: ahora se miraba en el espejo como lo hacen los que han pasado una mala noche o acaban de salir de una fiesta demasiado larga. Forzó la mueca de una carcajada, arrugó la cara como quien lloriquea; se tiró de la comisura de los ojos hasta que las facciones se emborronaron achinadas: se estaba convirtiendo en otra. ¿Eran los efectos de diez horas de trabajo? Empapó un algodón en alcohol y lo aplicó a la herida: el escozor le recordaba a su padre, que, hacía mucho, le desinfectaba una desolladura junto a las casetas de la playa de la Campana. Se puso un esparadrapo, bebió del grifo; al enderezarse, se golpeó la cabeza con la repisa. Volcó un tarro de crema hidratante: era una ciega a la que le han desarreglado los objetos de su cuarto.
Un soldado apoyaba la frente en la boca del cañón del fusil, un dedo pulgar oprimía poco a poco el gatillo. Dejó de mirar la televisión. El teléfono tenía la presencia sólida y refrenada de un perro guardián: descolgó. Oía, cerrados los ojos, la señal de que la línea estaba disponible: imitó el pitido con los labios apretados. ¿Llamaba Hanna en ese instante? Colgó inmediatamente. Entonces le llegó el choque metálico de las hojas de la cancela, rechinaron las pisadas en la franja de gravilla, una llave entraba y giraba en la cerradura. Cedía por fin la puerta. «Hanna», dijo. «Hola. ¿Qué te cuentas, Ruby?», contestó Félix.
Hablaban y se desnudaban con la familiaridad relajada de dos tenistas que comparten vestuario. «Así que hoy no has podido practicar tu alemán con la extranjera», dijo Félix. «Bueno, lo he practicado con Zehrfuss: el trato está casi cerrado. Compran con una cláusula de rescisión en caso de que no recalifiquen los terrenos», dijo Ruby. «Sí, pero echas de menos el acento de la alemana, que no habla jamás. ¿A cuánto les sale el metro?», dijo Félix. Lanzó la camisa hacia la silla, empezó a desabrocharse el cinturón. «¿No sabes que Hanna me tiene prohibido desde el primer día que le hable en alemán?», dijo Ruby mientras se quitaba el sostén. «Sí, como tu madre», dijo Félix. «No», corrigió Ruby, «mi madre me prohibía que le hablara en español.» «¿Todas las alemanas están locas por las cuestiones lingüísticas?», dijo Félix. «¿Todas las sábanas están frías cuando te acuestas?», dijo Ruby. La curva del hombro, la pierna izquierda, la cadera de Félix la tocaban, cálidas y secas como un guante de goma. Los huesos de las rodillas se hincaban en la rodilla; el tobillo, en el tobillo. Ruby se separó un centímetro, sentía el calor próximo, el olor a lociones sobre sudor. «No me toques, como si tuvieras mucha sed y no tocaras el vaso de agua, y esperaras», dijo. Félix se le echó encima, nariz contra nariz: Ruby se veía en sus ojos, en el derecho y en el izquierdo, dos veces, redonda como en el dorso de una cuchara. «¿Qué es esto? ¿Un esparadrapo? Qué excitante. ¿Cuándo vas a Francfort con los de la inmobiliaria?», dijo Félix. «Un momento, perdona», dijo Ruby. Se desprendía del peso con el trabajo con que se sale del fondo de un ascensor atestado. Félix le lamió el cuello.
Entró desnuda en el dormitorio de Hanna, buscó por la pared el interruptor de la luz: la parálisis de las cosas amplificaba el silencio. Félix tosió entonces en el cuarto vecino; Ruby se acordó de la tos de Hanna, que, antes de conciliar el sueño, fumaba un cigarrillo. Abrió el armario de par en par: Hanna no se había llevado la ropa; las carpetas de las fotografías seguían en su sitio, junto a la caja de las novelas de ciencia ficción, en francés y alemán, compradas en la tienda de libros usados. Desanudó los lazos, extendió las fotos sobre las toallas dobladas: las caras abstraídas, o con un grado de atención que bordeaba el ensimismamiento o la anormalidad, de los conductores detenidos frente al semáforo de la avenida de Príes, frente a la ventana, la sobresaltaron como las páginas de un diario íntimo. Todos parecían ocultarse tras un muro transparente, a la espera de que los capturara un cazador. ¿Por qué Hanna sólo fotografiaba, con el auxilio del teleobjetivo, chóferes al acecho de que cambiara el rojo de semáforo? En la última fotografía de la carpeta faltaba la cuarta parte, una esquina: el conductor retratado había perdido los ojos y la frente, hubiera sido difícil reconocer quién era.
sábado, 20 de junio de 2015
JAMES SALTER . Novela. Título original: A Sport and a Pastime.
James Salter es un novelista y escritor de cuentos, y es considerado como uno de los mejores practicantes de vida de sus colegas escritores, por la crítica y por los afortunados lectores familiarizados con su trabajo. Robert Burke, escribiendo en el comentario Bloomsbury , lo llamó `uno de los mejores escritores de este país`, y Publishers Weekly `, el autor de algunas de la ficción más apreciado de las últimas tres décadas.`
El tema de Salter es el deseo humano en sus múltiples manifestaciones: deseo erótico, los celos, la ambición, la curiosidad, la obsesión, las necesidades de triunfar, de alcanzar la perfección, para experimentar la vida, de ser amado, a la mera pertenencia. Las relaciones entre los hombres y las mujeres más a menudo proporcionan los valores para estos estudios de penetración del deseo.
***
Juego y distracción, que toma prestado su título de un versículo de El Corán, narra la historia de amor entre Philip Deane, un universitario norteamericano que vaga por Europa, y Anne-Marie Costallat, una joven dependiente francesa. La historia de estos desventurados amantes nos llega, evocada en todo su esplendor erótico, a través de la imaginación de un solitario compatriota de él.
Fuente: 2013, Editorial, Salamandra Colección: Narrativa .
(Fragmento).
JUEGO Y DISTRACCIÓN
JAMES SALTER
Traducción de Jaime Zulaika
Sabed que la vida de acá es juego y distracción...!
El Corán, LVII 20
Título original: A Sport and a Pastime.
1
SEPTIEMBRE. Parece que estos días luminosos no acabarán nunca. La ciudad, casi desierta en agosto, se está llenando de nuevo. Se repuebla. Todos los restaurantes y comercios vuelven a abrir sus puertas. La gente regresa del campo, del mar, de viajes por carreteras congestionadas de tráfico. La estación está muy concurrida. Hay niños, perros, familias con equipajes atados con correas. Me abro camino entre ellos. Es como atravesar un túnel. Por fin salgo a la luminosidad del quai, debajo de un gran techo de cristal que parece ampliar la luz.
A ambos lados hay una larga fila de vagones verde oscuro, con la pintura descascarillada por el tiempo. Los recorro leyendo los números, primera y segunda clase. Es como contar dinero. Me reconforta la sensación de abandonarme al cuidado de quienes dirigen estos trenes grandes, somnolientos, por cuyos cristales claros hay gente mirando, como exhausta, tan quieta como inválidos. Es difícil encontrar un compartimento vacío, simplemente no hay ninguno. Mis bolsas empiezan a pesarme. A la mitad del andén subo al tren, recorro el pasillo y finalmente abro una puerta corrediza. Nadie alza la vista. Levanto mi equipaje para depositarlo en la rejilla y tomo asiento. Silencio. Es como estar en la sala de espera de un médico. Miro alrededor. Hay fotografías de turismo en la pared, paisajes de la Bretaña, de la Provenza. Enfrente de mí hay una chica con marcas de nacimiento en una pierna, marcas de color uva. Las miro y remiro. Por su forma parecen islas del canal.
Por fin, con un gruñido, empezamos a movernos. Suena un chirrido de metal, portazos secos. Una agradable sacudida en el cambio de vías. El cielo está pálido. Un francés con una chaqueta y un pantalón azules duerme en el asiento del rincón. Los tonos de azul no casan. Son piezas de dos trajes distintos. Lleva calcetines de color gris perla.
Pronto circulamos por un callejón de salida, desfilan las casas de las afueras, calles ordinarias, apartamentos, jardines, tapias. La vida secreta de Francia, en la que nadie puede penetrar, la vida de álbumes de fotos, de tíos carnales, de nombres de perros que han muerto. Diez minutos después, París se ha desvanecido. El horizonte, cargado de edificios, se esfuma. Ya me siento libre.
Verde, burguesa Francia. Rodamos a toda velocidad. Cruzamos puentes con un tamborileo seco. El campo se va abriendo. Hay extensiones largas, de color trigo, y luego tierra llana y verde, tendida y fértil. Las granjas son de piedra. La sabiduría de generaciones sabe que la única riqueza verdadera es la tierra, un conocimiento que no admite discusión, no necesita cambio. Campo abierto, plano como un terreno de juego. Hileras de árboles.
Ella tiene también dos lunares en la cara y un dedo vendado. Intento imaginar dónde trabaja: en una pátisserie, decido. Sí, la veo de pie detrás de las vitrinas de pasteles. Sí. Eso es. Sus zapatos negros están un poco polvorientos. Y son muy puntiagudos. Las punteras son absurdas. Sortijas baratas en ambas manos. Lleva un suéter negro, una falda negra. Frunce la frente mientras lee las historias de amor de Echo Mode. Parece que el tren va más rápido.
Sobrepasamos velozmente las ciudades. Cesson, una estación blanca con un reloj antiguo. Ríos con gabarras. Cruzamos zumbando otra localidad, con gente en el andén quieta como vacas. Túneles, ahora, que presionan los oídos. Es como si estuviesen barajando un mazo enorme de imágenes. A continuación harán un truco. Silencio, por favor. El tren comienza a reducir un poco la velocidad, como obedeciendo. La chica de enfrente se ha quedado dormida. Tiene una boca estrecha, con las comisuras curvadas hacia abajo, como por el peso de una sabiduría amarga. Expone la cara al sol. Se remueve. La mano se le desliza: la palma reposa ahora sobre el estómago, que se parece ya a un Rubens. De improviso abre los ojos. Me ve. Aparta la mirada hacia la ventanilla. Ahora tiene las manos cruzadas sobre el vientre. Sus ojos vuelven a cerrarse. Nos inclinamos con el tren en los virajes.
Abajo pasan canales, brillantes como jade, canales con barcazas atracadas. El verdín da al agua un tono verdoso. Casi se podría escribir en su superficie.
Henares que forman diseños largos, rectangulares. Ahora surgen colinas no muy altas. Álamos. Campos de fútbol vacíos. Montereau: un chico en bicicleta aguarda cerca de la estación. Hay iglesias con veletas. Arroyuelos con barcas de remos amarradas debajo de los árboles. La chica comienza a buscar un cigarrillo. Advierto que está roto el cierre de su bolso. Ahora el tren avanza paralelo a una carretera, más rápido que los coches, que vacilan y se alejan. El sol me da en la cara. Me duermo. La hermosa piedra de tapias y granjas desfila sin ser vista. El dibujo de los campos queda atrás, algunos pálidos como pan, otros oscuros como el mar. El tren reduce la marcha y empieza a moverse con un traqueteo medido, majestuoso, como el de un carruaje. Abro los ojos. En lontananza veo el esqueleto gris de una catedral, el perfil azul de Sens. En la estación donde paramos unos pocos minutos, la grava resuena bajo los pies de los viajeros que pisan el suelo resquebrajado del andén. Sin embargo, reina un extraño silencio. Hay susurros y toses, como en un entreacto. Oigo arrancar el papel de un paquete de cigarrillos. La chica se ha apeado. Ha recogido sus cosas y se ha ido. Sens está en una curva, y el tren está inclinado. Los pasajeros, ociosos, miran por las ventanillas abiertas.
Las colinas se aproximan y desfilan a nuestro lado cuando, poco a poco, comenzamos a salir de la ciudad. Las casas ofrecen sus ventanas abiertas al cálido aire matutino. El heno está hacinado en forma de cajas, gallineros, hogazas de pan. Por encima de nosotros, de pronto, pasa una iglesia. En sus muros hay grietas lo bastante grandes para que aniden pájaros. Voy a recorrer esas carreteras comarcales, seguir el curso de esos arroyos brillantes.
Rosa, pardo, camello, tabaco: de esos colores son las ciudades. Hay pastos largos y ondulados, con hileras de árboles. St. Julien du Sault: su hotel parece vacío. Gavillas de heno ahora, fardos. Grandes cuadrados de maíz. Cezy: su estación parece el decorado de una obra recién representada. Pirámides de heno, buhardillas, barricadas. Huertos. Niños jugando en huertas. JOIGNY, escrito en letras rojas.
Cruzamos un riachuelo, el Yonne, al entrar en Laroche. Hay un hotel con el tejado ennegrecido por el tiempo. Flores en las macetas del alféizar. Una nueva parada. Aquí se hace transbordo.
Deambulamos en silencio entre carros de equipaje que parecen abandonados. En un carrito se venden bocadillos y cerveza. Una chica embarazada me dirige una mirada según pasa de largo. La cara quemada por el sol. Ojos pálidos. Expresión serena. Se diría que la gente, sobre todo las mujeres, ha vuelto a ser real. Se han esfumado las criaturas elegantes de la ciudad, de las grandes carreteras, los lugares de veraneo. Apenas las recuerdo. Esto es otro sitio. Al fondo de las vías hay cobertizos llenos de bicicletas. Obreros de azul esperan sentados en bancos iluminados por el sol.
A partir de aquí la línea no está electrificada. El tren va más despacio. Rebasamos aguas verdes en las que han caído árboles. Vaharadas de humo acre entran en el compartimento, ese maravilloso humo corrosivo que se come el acero y adquiere un tono negro terminal como el carbón.
Hay una chica silenciosa, con trinchera, sentada en el rincón; tiene cara de pájaro, una de esas caritas duras, con los huesos muy pegados por debajo. Una cara apasionada. La cara de una chica que quizá se traslade a la ciudad. Tiene ojos grandes, pintados de negro. Una boca amplia, pálida como la cera. Le ciñe el cuello una cinta de diamantes de imitación. Parece que veo todas las cosas más claras. Se me abren los detalles de un mundo entero.
El cielo está ahora casi completamente cubierto de nubes. La luz ha cambiado, y también los colores. La distancia torna azules los árboles. Los campos se agostan. Hay túneles de heno, mezquitas, cúpulas, bóvedas. Todas las casas tienen su huerto. Aquí la carretera está vacía: algún que otro motorista, algún camión. La gente viaja a otros lugares. En el exterior de una casa hay dos jaulas pequeñas para que los canarios tomen el aire. Sobrepasamos cascos, ladrillos de heno. Abrimos surcos. Va y viene el olor ácido del humo. Los silbidos largos, estridentes que se pierden a lo lejos me llenan de alegría.
Ella ha sacado un caramelo del bolso. Lo desenvuelve, se lo mete en la boca para garantizar el silencio. Sus dedos juegan con el papel, lo enrollan lentamente, prensan la bola. Sus ojos son azul claro. Pueden mirar fijamente a través de uno. La nariz es larga pero femenina. Me gustaría verle los dientes.
Se toca el pelo, primero por debajo de una oreja, luego de la otra. Su anillo de boda parece esmaltado. Tiene un paraguas de tela violeta amarrado con una cuerda al equipaje. El mango es dorado, no más grueso que un lápiz. No lleva laca en las uñas. Ahora permanece inmóvil en su asiento y mira por la ventanilla, con la boca fruncida en una vaga expresión resignada. La chiquilla que está frente a mí no puede apartar los ojos de ella.
Empiezo a mirar por la ventana. Estamos llegando. Por fin, a lo lejos, contra un cielo veteado, aparece una ciudad. Una aguja grande, señera, severa como un monumento: Autun. Bajo mis bolsas de viaje. Sufro un repentino y breve acceso de nerviosismo cuando las transporto por el pasillo. La idea de venir aquí resulta visionaria.
Sólo se apean dos o tres personas. Aún no es mediodía. Hay un único reloj de agujas negras que saltan cada medio minuto. Mientras camino, el tren se pone en marcha. Por alguna razón me asusta que se vaya. Pasa el último vagón. Revela vías vacías, otro andén, ni un alma en él. Sí, ya lo veo: algunas mañanas, ciertas mañanas de invierno, esto está casi totalmente cubierto de niebla; detalles, objetos, surgen poco a poco, a medida que avanzas. Por las tardes, el sol lo baña todo en una luz fría, incorpórea. Entro en la sala principal de la estación. Hay un quiosco de prensa con persianas de hierro. Está cerrado. Una balanza grande. Horarios en la pared. El hombre al otro lado del cristal de la ventanilla no alza la mirada cuando paso por delante.
La casa de los Wheatland está en la parte vieja de la ciudad, exactamente encima de la muralla romana. Primero hay una larga alameda y luego la plaza enorme. Una calle de tiendas. A continuación, nada más que casas, un silencio como en los cuadros de Utrillo. Por último, la Place du Terreau. Hay una fuente, una fuente de tres caños donde beben palomas y, perfilándose encima, la catedral, como un gran barco varado. Sólo es posible vislumbrar la aguja, adornada en las aristas, esa maravillosa espadaña que al mismo tiempo apunta hacia el centro de la tierra y al vacío exterior. La carretera la rodea por detrás. Muchas de sus ventanas están rotas. Los armazones de plomo, en forma de diamante, están vacíos y negros. Treinta metros más allá hay una callejuela sin salida, un impasse, como lo llaman, y ahí está la casa.
Es grande y de piedra, con el tejado hundido y los alféizares gastados. Una casa enorme, de ventanas altas como árboles, exactamente como la recuerdo de una visita de unos pocos días en que, al subir desde la estación, tuve la extraña certeza de que estaba en una ciudad que ya conocía. Sus calles me resultaban familiares. Para cuando llegamos a la cancela, ya se había formado la idea que flotó en mi cabeza durante el resto del verano: la de que volvería. Y ahora estoy aquí, delante de la puerta. Cuando la miro, de repente veo, por primera vez, letras escondidas en el follaje de hierro, una inscripción: vaincre oúmourir. Falta la ce de vaincre.
Autun, callado como un cementerio. Tejados de tejas oscuras por el musgo. El anfiteatro. La gran plaza central: el Champ de Mars. Ahora, en el azul otoñal, reaparece esta vieja ciudad, otoño provinciano que te cala los huesos. El verano ha terminado. El jardín se marchita. Las mañanas son frías. Tengo treinta, tengo treinta y cuatro años: los años se secan como hojas.
HEMEROTECA LITERARIA.Murió el escritor James Salter.
El escritor estadounidense James Salter, un maestro analista de las relaciones humanas admirado por su cuidada y sofisticada prosa, murió a los 90 años en Sag Harbor (Nueva York).
Miembro de la misma generación que Richard Yates, considerado maestro por Richard Ford y estudiante en la escuela militar de West Point (Nueva York) dos cursos por detrás de Jack Kerouac, Salyer no fue el más popular de todos ellos, pero el tiempo lo revalorizó y cada vez más autores comenzaron a citarlo como referencia.
Su novela más famosa sigue siendo "A sport and a pastime" ("Un deporte y un pasatiempo"), una obra corta publicada en 1967 sobre una intensa aventura amorosa en Francia que hoy se considera un clásico de la literatura erótica.
Los galardones que recibió fueron por sus relatos cortos: ganó el PEN Book Award por la colección "Dusk y otros relatos" (1988) y recibió dos homenajes por las historias breves escritas a lo largo de su carrera: el premio Rea y el premio PEN/Malamud.
Lejos de obsesionarse con ser prolífico, Salter trabajaba despacio y con cuidado, y a lo largo de su vida solo publicó seis novelas y dos colecciones de relatos.
En abril de 2014, Salter habló en una entrevista con la agencia española EFE sobre su vida y su obra, poco después de publicar "All That Is" ("Todo lo que hay"), su primera novela desde 1979 y que también llegó a las librerías argentinas.
"No creo que muchas de mis ideas hayan cambiado mucho, pero sí mi manera de escribir. He dejado deliberadamente la filosofía atrás, he escrito más directo, sin metáforas. Con la edad la poesía desaparece, se pierde la capacidad para la sorpresa y el asombro. Pero la energía la tengo", dijo entonces.
El escritor, nacido en Manhattan (Nueva York), había cumplido 90 años hace apenas diez días.
Casado dos veces y con cinco hijos, Salter descubrió que quería ser escritor durante su tiempo en el Ejército estadounidense, que abandonó en 1957, años después de graduarse en la academia militar West Point y ser piloto durante la guerra de Corea.
Miembro de la misma generación que Richard Yates, considerado maestro por Richard Ford y estudiante en la escuela militar de West Point (Nueva York) dos cursos por detrás de Jack Kerouac, Salyer no fue el más popular de todos ellos, pero el tiempo lo revalorizó y cada vez más autores comenzaron a citarlo como referencia.
Su novela más famosa sigue siendo "A sport and a pastime" ("Un deporte y un pasatiempo"), una obra corta publicada en 1967 sobre una intensa aventura amorosa en Francia que hoy se considera un clásico de la literatura erótica.
Los galardones que recibió fueron por sus relatos cortos: ganó el PEN Book Award por la colección "Dusk y otros relatos" (1988) y recibió dos homenajes por las historias breves escritas a lo largo de su carrera: el premio Rea y el premio PEN/Malamud.
Lejos de obsesionarse con ser prolífico, Salter trabajaba despacio y con cuidado, y a lo largo de su vida solo publicó seis novelas y dos colecciones de relatos.
En abril de 2014, Salter habló en una entrevista con la agencia española EFE sobre su vida y su obra, poco después de publicar "All That Is" ("Todo lo que hay"), su primera novela desde 1979 y que también llegó a las librerías argentinas.
"No creo que muchas de mis ideas hayan cambiado mucho, pero sí mi manera de escribir. He dejado deliberadamente la filosofía atrás, he escrito más directo, sin metáforas. Con la edad la poesía desaparece, se pierde la capacidad para la sorpresa y el asombro. Pero la energía la tengo", dijo entonces.
El escritor, nacido en Manhattan (Nueva York), había cumplido 90 años hace apenas diez días.
Casado dos veces y con cinco hijos, Salter descubrió que quería ser escritor durante su tiempo en el Ejército estadounidense, que abandonó en 1957, años después de graduarse en la academia militar West Point y ser piloto durante la guerra de Corea.
viernes, 19 de junio de 2015
HEMEROTECA LITERARIA. JOSÉ SARAMAGO.
José Saramago: Publican nuevos textos del premio Nobel de Literatura de 1998
Viernes 19 de junio del 2015 | 02:27
Publicación de notas inéditas del escritor.
José Saramago es más querido que Cristiano Ronaldo. (www.correlavoz.mx)
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Lisboa (DPA). Ayer, en Lisboa, so pretexto del quinto aniversario de la muerte del premio Nobel de Literatura de 1998, el portugués José Saramago, se celebró una serie de eventos, entre ellos la publicación de notas inéditas del escritor.
Saramago solía tomar notas cuando escribía sus novelas. Lo que podría considerarse algo así como el making of de la obra Ensayo sobre la lucidez fue publicado en Portugal por Blimunda, órgano oficial de la Fundación José Saramago (FJS). Las notas manifiestan la “intimidad creativa”, las dudas y las luchas del autor al desnudo.
Pasados ya cinco años de la desaparición del escritor, los portugueses siguen adorándolo tal vez más que a otros ídolos nacionales más ‘recientes’ como el futbolista del Real Madrid Cristiano Ronaldo.
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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie
NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...
