domingo, 21 de junio de 2015

Justo Navarro. Premio Herralde de novela 1990.


Justo Navarro Velilla (Granada, 1953), es un escritor, traductor y periodista español.
Galardonado con el premio Herralde 1990.

El Premio Herralde de Novela es concedido anualmente en España por la Editorial Anagrama a una novela inédita en lengua castellana.
Creado en 1983, toma su nombre de Jorge Herralde, fundador y propietario de la editorial. La dotación en 2006 es de 18.000 euros y publicación para la novela ganadora. Se falla el primer lunes de noviembre de cada año.

Justo Navarro nació en Granada, en cuya Universidad se licenció en Filología Románica en 1975. Relacionado con la poesía española contemporánea, ha escrito dos libros de poemas, además de varias novelas. Es colaborador ocasional de diarios como El País, y traductor de autores como Paul Auster, Jorge Luis Borges, T. S. Eliot, F. Scott Fitzgerald, Pere Gimferrer, Michael Ondatjee, Joan Perucho, Ben Rice y Virginia Woolf. Colaboró en el guion de la ópera basada en Don Quijote de la Mancha que La Fura dels Baus estrenó en 2000 en el Liceo de Barcelona. Navarro ganó en 1986 el Premio de la Crítica de poesía castellana por `Un aviador prevé su muerte`. En 1990 también ganó con `Accidentes íntimos` el Premio Herralde de Novela, concedido por la Editorial Anagrama a una novela inédita en lengua castellana. Desde 2003, es miembro de la Academia de Buenas Letras de Granada.

***
Novela: Accidentes íntimos. Premio Herralde de novela 1990.
Una mujer intenta suicidarse en la habitación de un hotel y su acto pone al descubierto la inquietante naturaleza de sus relaciones con quienes la rodean, el artificio de la amistad, la dificultad de establecer lazos sólidos con los otros y de encontrar sentido a una existencia cuyos intersticios corroen las certezas cotidianas.

Accidentes íntimos es la crónica de un extrañamiento: cuando la amiga de la suicida fracasada se enfrenta a los hechos, las cosas sufren una pérdida de significado y al mismo tiempo comienza a producirse un misterioso proceso de fascinación por la enigmática personalidad de la suicida. Las piezas de la realidad, como las de un puzzle deshecho, pierden contacto entre si, se desordenan. El presente se convierte en resonancia distorsionada de un pasado ineludible, los objetos familiares pueblan un territorio de exilio donde nadie llega a conocerse porque nadie es quien parece ser. Al final, la búsqueda del equilibrio perdido tal vez exija la infidelidad y la mentira para recomponer una precaria estabilidad...

Accidentes íntimos constituye un lúcido ejercicio de percepción, visión minuciosa de un mundo habitual que a partir de un hecho concreto se distancia de las coordenadas de la costumbre y se vuelve opaco, ajeno, irónico y, sin embargo, omnipresente con la intensidad de una Realidad no domesticada.

Con este libro, el novelista y poeta Justo Navarro se confirma como uno de los más deslumbrantes escritores de la reciente narrativa española.

Fuente: N.N.

(Fragmento de novela).
JUSTO NAVARRO
Accidentes íntimos
Premio Herralde de Novela


El día 5 de noviembre de 1990, Accidentes íntimos fue galardonada con el VIII Premio Herralde de Novela por un jurado compuesto por Salvador Clotas, Juan Cueto, Luis Goytisolo, Esther Tusquets y el editor Jorge Herralde


A mi madre


UNO

El televisor estaba encendido, pero no había nadie en el cuarto. Llamó a Hanna dos, tres veces, mientras en la pantalla una máquina pintaba la carrocería hueca de un coche, y el locutor encargado del doblaje aplastaba con su voz una voz japonesa. Dejó sin voz el televisor, cambió de canal: dos mujeres compartían una cabina de teléfonos, se peleaban por el auricular, por marcar un número. «Hanna», repitió, con el bolso todavía colgado del hombro, frente a la pantalla, y las luces de la película -violeta, blancas, rojas, amarillas- se reflejaban en los zapatos negros. Entonces se dio cuenta, más allá del zumbido del televisor sin volumen y del ruido de motores que llegaba desde la calle: el silencio de la casa era el silencio de las casas vacías. Hacía mucho que no notaba un silencio así: desde que, hacía ocho meses, le alquiló a la turista Hanna Osterberg el dormitorio que había sido de su hermana, Victoria.
Encendió la lámpara: la habitación estaba en orden, limpia, como a punto de serle mostrada a un futuro inquilino exigente. Se sentó en el diván, recién cepillado y mullido; dejó el bolso en el suelo, junto a los zapatos que acababa de quitarse. Cerró los ojos, gritó: «Hanna.» No le contestaron. Los abrió y vio, en el televisor, a dos mujeres con los ojos cerrados, muy juntas dentro de una cabina de teléfonos. Pasó un dedo por el fondo del cenicero de cristal, se examinó la yema: no quedaba rastro de ceniza. Se levantó, arregló el cojín, volvió a calzarse los zapatos, recogió el bolso: quería que las cosas quedaran exactamente en el lugar que Hanna les había asignado. Buscó en la televisión las imágenes que aparecían cuando llegó a la casa: en ningún canal encontró la máquina que pintaba coches. Un hombre con barba de varios días la miraba con descaro y el ceño fruncido desde el arcén de una carretera.
Subió al dormitorio de Hanna. El armario y los cajones de la cómoda estaban cerrados. ¿No dejaba Hanna todo abierto para que ella se encargara de cerrarlo? Había semanas en que sólo usaban un idioma mudo: las preguntas eran cajones a medio abrir; las réplicas, cajones cerrados. El cenicero de la mesa de noche estaba vacío, escondido a medias por una novela de ciencia ficción; no había huellas de vasos ni tazas sucias. Se acercó a la ventana, miró por el visor de la cámara fotográfica que, sobre el trípode, apuntaba día y noche hacia la avenida de Fríes. Vio una mancha negra: Hanna había cubierto el teleobjetivo con la tapa protectora. Apartó la cortina, y se iluminó el ámbar del semáforo sobre el verde, la luz roja con la silueta de un peatón parado. Los vehículos se pusieron en movimiento: los oía a pesar de los vidrios dobles de la ventana.
Sonaba el teléfono. Bajó con prisa la escalera de caracol mientras contaba los timbrazos: tenía el prejuicio de que quienes llaman suelen colgar a partir del séptimo aviso sin respuesta. Descolgó antes de que sonara el sexto timbrazo. «Sí», dijo. Un avión se quemaba en la pantalla del televisor. «¿Qué te cuentas?», dijo Félix. «Nada, Hanna no está», respondió. «¿A mí qué me importa la alemana?», dijo Félix. «Tengo un par de horas en cuanto acabe de cenar. ¿Has cenado? ¿Voy a verte?», añadió. «Espera un momento», dijo ella. En la cocina tropezó con un cubo de agua turbia: el agua osciló, rebosó, le salpicó los zapatos. Hanna lo había lavado todo obsesivamente, pero había olvidado el cubo ante la puerta del patio. Cruzó el patio, entró en el cobertizo donde Hanna revelaba las fotos: no había fotos pegadas a la pared, secándose; ni películas positivadas colgadas con pinzas de los hilos de pescar. Las cubetas estaban limpias, bien alineados en el anaquel los frascos de productos químicos; no quedaban restos de papel fotográfico en el lavabo.
«¿Dónde te metes? Tengo un par de horas. ¿Nos vemos en el Goma Cuatro?», dijo Félix. De vuelta al teléfono se había arañado la pierna contra la esquina del mueble de los periódicos: el dolor le saltaba las lágrimas, y hacía que se mordiera los labios. «No sé dónde se ha metido Hanna», dijo ella. «Bueno, ven si quieres.» Colgó. La presentadora del telediario colgaba el teléfono, y, a su espalda, en una pantalla dentro de la pantalla, estallaba, entre una nube de polvo, un rascacielos. Comprobaba el desgarrón de la media, se manchó de sangre. Lamía la sangre que le había quedado en el dedo, pensaba en lo raro que resultaba que Hanna hubiera salido: ¿nunca le había llamado la atención que no pisara la calle, salvo para comprar alguna vez en el supermercado? Entonces se acordó de la tarde en que se encontraron en el mostrador de la pescadería y, luego, volvieron juntas a la casa por el paseo de Reding. Hanna miraba aquí y allí, no como si buscara a una persona: como si, muerta de miedo, quisiera evitar ser vista.
Se quitó las medias, fue al cuarto de baño: se sentía, descalza, muy pequeña, extraña en las habitaciones de todos los días. Los pies no reconocían el suelo que pisaban; las baldosas eran más duras, inhóspitas. Cuando advirtió, mientras buscaba algodón y alcohol, que faltaban los cosméticos de Hanna, el cepillo de dientes, el cepillo del pelo, se sentó en el borde de la bañera: ahora se miraba en el espejo como lo hacen los que han pasado una mala noche o acaban de salir de una fiesta demasiado larga. Forzó la mueca de una carcajada, arrugó la cara como quien lloriquea; se tiró de la comisura de los ojos hasta que las facciones se emborronaron achinadas: se estaba convirtiendo en otra. ¿Eran los efectos de diez horas de trabajo? Empapó un algodón en alcohol y lo aplicó a la herida: el escozor le recordaba a su padre, que, hacía mucho, le desinfectaba una desolladura junto a las casetas de la playa de la Campana. Se puso un esparadrapo, bebió del grifo; al enderezarse, se golpeó la cabeza con la repisa. Volcó un tarro de crema hidratante: era una ciega a la que le han desarreglado los objetos de su cuarto.
Un soldado apoyaba la frente en la boca del cañón del fusil, un dedo pulgar oprimía poco a poco el gatillo. Dejó de mirar la televisión. El teléfono tenía la presencia sólida y refrenada de un perro guardián: descolgó. Oía, cerrados los ojos, la señal de que la línea estaba disponible: imitó el pitido con los labios apretados. ¿Llamaba Hanna en ese instante? Colgó inmediatamente. Entonces le llegó el choque metálico de las hojas de la cancela, rechinaron las pisadas en la franja de gravilla, una llave entraba y giraba en la cerradura. Cedía por fin la puerta. «Hanna», dijo. «Hola. ¿Qué te cuentas, Ruby?», contestó Félix.
Hablaban y se desnudaban con la familiaridad relajada de dos tenistas que comparten vestuario. «Así que hoy no has podido practicar tu alemán con la extranjera», dijo Félix. «Bueno, lo he practicado con Zehrfuss: el trato está casi cerrado. Compran con una cláusula de rescisión en caso de que no recalifiquen los terrenos», dijo Ruby. «Sí, pero echas de menos el acento de la alemana, que no habla jamás. ¿A cuánto les sale el metro?», dijo Félix. Lanzó la camisa hacia la silla, empezó a desabrocharse el cinturón. «¿No sabes que Hanna me tiene prohibido desde el primer día que le hable en alemán?», dijo Ruby mientras se quitaba el sostén. «Sí, como tu madre», dijo Félix. «No», corrigió Ruby, «mi madre me prohibía que le hablara en español.» «¿Todas las alemanas están locas por las cuestiones lingüísticas?», dijo Félix. «¿Todas las sábanas están frías cuando te acuestas?», dijo Ruby. La curva del hombro, la pierna izquierda, la cadera de Félix la tocaban, cálidas y secas como un guante de goma. Los huesos de las rodillas se hincaban en la rodilla; el tobillo, en el tobillo. Ruby se separó un centímetro, sentía el calor próximo, el olor a lociones sobre sudor. «No me toques, como si tuvieras mucha sed y no tocaras el vaso de agua, y esperaras», dijo. Félix se le echó encima, nariz contra nariz: Ruby se veía en sus ojos, en el derecho y en el izquierdo, dos veces, redonda como en el dorso de una cuchara. «¿Qué es esto? ¿Un esparadrapo? Qué excitante. ¿Cuándo vas a Francfort con los de la inmobiliaria?», dijo Félix. «Un momento, perdona», dijo Ruby. Se desprendía del peso con el trabajo con que se sale del fondo de un ascensor atestado. Félix le lamió el cuello.
Entró desnuda en el dormitorio de Hanna, buscó por la pared el interruptor de la luz: la parálisis de las cosas amplificaba el silencio. Félix tosió entonces en el cuarto vecino; Ruby se acordó de la tos de Hanna, que, antes de conciliar el sueño, fumaba un cigarrillo. Abrió el armario de par en par: Hanna no se había llevado la ropa; las carpetas de las fotografías seguían en su sitio, junto a la caja de las novelas de ciencia ficción, en francés y alemán, compradas en la tienda de libros usados. Desanudó los lazos, extendió las fotos sobre las toallas dobladas: las caras abstraídas, o con un grado de atención que bordeaba el ensimismamiento o la anormalidad, de los conductores detenidos frente al semáforo de la avenida de Príes, frente a la ventana, la sobresaltaron como las páginas de un diario íntimo. Todos parecían ocultarse tras un muro transparente, a la espera de que los capturara un cazador. ¿Por qué Hanna sólo fotografiaba, con el auxilio del teleobjetivo, chóferes al acecho de que cambiara el rojo de semáforo? En la última fotografía de la carpeta faltaba la cuarta parte, una esquina: el conductor retratado había perdido los ojos y la frente, hubiera sido difícil reconocer quién era.


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