miércoles, 17 de abril de 2024

DEL CAMINAR SOBRE HIELO FRAGMENTO TEXTO WERNER HERZOG

 


Werner Herzog (Munich, 1942) es realizador

cinematográfico, guionista, productor, actor y escritor.

I )irigió más de cincuenta películas, entre las que se destacan

Nosjcnttu, Woyzeck, Fitzcarraldo, Grito de piedra, Invencible,

< ¡rizzly Man y Aguirre, la ira de Dios.

Publicó Conquista de lo inútil (Entropía, 2008).

DEL CAMINAR SOBRE HIELO

Mimlch-París

13/11 al 14/12 de 1974

Warner Herzog

Iinducción: Ariel Magnus

I iluorial Entropía

Hiinnos Aires

CDD 910.4 Herzog, Werner

HER Del caminar sobre hielo

I a ed. - 2a reimp. Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Entropía, 2016.

112 p.; 12x16,5 cm. (Crónica)

Traducido por: Ariel Magnus

ISBN 978-987-1768-22-6

1. Crónica de Viajes. 1. Magnus, Ariel, trad. II. Título

Editorial Entropía

Céspedes 380 0 (CP 1427)

Buenos Aires, Argentina

info@editorialentropia.com.ar

www.editorialentropia.com.ar

editorial-entropia.blogspot.com

@ed_entropia

facebook/editorialentropia

Diseño: Entropía

T ítu lo original: Vom Gehen im Eis

© Cari Hanser Verlag, M ü n ch en Wien, 1978, 1995

© Werner Herzog, 1978

© de la traducción: Ariel Magnus, 2015

© Editorial Entropía, 2015

ISBN: 9 7 8 -987-1768-22-6

Hecho el depósito que indica la ley 11.723

Impreso en la Argentina

Primera edición: febrero de 2015

Segunda reimpresión: agosto de 2016

Este libro se te rminó de im p rimir en Artes Gráficas Delsur S.H.,

Almirante Solier 2450 (1870), Avellaneda, Buenos Aires, en agosto de 2016.

Nota preliminar

A fines de noviembre de 1974 me llamó un amigo desde

I'.iris y me dijo que Lotte Eisner estaba muy enferma y que

probablemente moriría, a lo que yo dije que eso no podía

un, no en este momento, el cine alemán aún no podía presi

indir de ella, no debíamos permitir que eso sucediera.

Agarré una campera, una brújula y un bolso con lo estric-

I,miente necesario. Mis botas eran tan sólidas y nuevas que

i nufiaba en ellas. Tomé el camino más recto hacia París,

1 1 ni la firme creencia de que ella seguiría con vida si yo iba

i pie. Además, quería estar a solas conmigo.

I -o que escribí durante el viaje no estuvo pensado palil

lectores. Ahora, casi cuatro años más tarde, al volver a

tomar en mis manos el pequeño anotador, me vi embarbillo

por una rara emoción, y el deseo de mostrarles el

it'xio también a otros, desconocidos para mí, pesó más

* 11 le? la timidez por abrir tanto la puerta a miradas extraniis.

Sólo suprimí algunos pasajes muy privados.

W.H.

I )elft, Holanda, 24 de mayo de 1978

Sábado, 23/11/74

Yii después de unos quinientos metros hice la primera parada

en el hospital de Pasing, desde donde quería doblar

Inicia el oeste. Con la brújula marqué el rumbo hacia París,

ahora lo sé. Achternbusch había saltado desde la coml>¡

Volkswagen en movimiento, no le importó y enseguida

volvió a saltar, ahí se quebró una pierna y ahora yace en

el pabellón cinco.

El problema, le dije, va a ser el río Lech, porque lo

.1 traviesan muy pocos puentes. ¿Lo cruzarán a uno los

pobladores en sus botes de remo? Herbert me tira unas

i artas diminutas, del tamaño de la uña del pulgar, dos senes

de cinco cartas cada una, pero no sabe cómo inter-

11 re t arlas porque no encuentra la hoj a con las instrucciones.

I ntre las cartas están The Devil y en la segunda fila The

I hmged Man, colgado al revés.

Sol, como en un día de primavera, esa es la sorpresa.

,i< ]ómo salir de Múnich? ¿Qué tiene ocupada a la gente?

,¡ I .as casas rodantes, los vehículos chocados que se compran

al por mayor, los lavaderos de autos? Reflexionar sobre mi

persona saca una cosa a la luz: el resto del mundo rima.

Un único pensamiento omnipresente: irse de acá. Las

personas me dan miedo. Nuestra Eisner no debe morir,

no va a morir, yo no lo permito. No morirá, no. No ahora,

no lo tiene permitido. No, no va a morir porque no

está muriendo. Mis pasos son firmes. Y ahora tiembla la

tierra. Cuando yo camino, camina un bisonte. Cuando

descanso, reposa una montaña. ¡Cuidadito! No lo tiene

permitido. No lo hará. Cuando llegue a París, ella estará

con vida. No será de otra manera porque no está permitido

que lo sea. Ella no tiene permitido morir. Más tarde

tal vez, cuando nosotros lo autoricemos.

Sobre un campo llovido un hombre agarra a una mujer.

El césped está aplastado y sucio.

La pantorrilla derecha quizá me dé problemas, también

posiblemente la bota izquierda, adelante contra el

empeine. Son tantas las cosas que a uno se le cruzan por

la cabeza al caminar; el cerebro enfurece. Ahora un casi

accidente poquito más adelante. Los mapas son mi pasión.

Empiezan los partidos de fútbol, se traza la línea del

medio sobre canchas aradas. Banderas del Bayern en la

estación de trenes urbanos de Aubing (¿o Germering?).

El tren arremolinó papeles secos al partir; el revoloteo

duró bastante, luego el tren se había ido. En mi mano

sentía aún la pequeña mano de mi pequeño hijo, esa rara

manito en la que el pulgar se deja doblar en contra de la

articulación de manera tan peculiar. Miré el remolino de

papeles y el corazón quiso partírseme. Lentamente van

siendo las dos.

Germering, tabernas, chicos que toman la primera comunión;

una orquesta de vientos, la moza lleva tortas y la

mesa de los habitués intenta arrebatarle algo. Caminos romanos,

fortificaciones celtas, la fantasía trabaja duro. Tarde

de sábado, las madres con sus hijos. ¿Cómo se ven de

verdad los chicos jugando? No así, como en las películas.

Se necesitarían binoculares.

Todo esto es muy nuevo, un nuevo pedazo de vida.

Hace un momento estaba parado sobre un puente, y abajo

un tramo de la autopista a Augsburg. Desde el auto veo

;i veces a la gente parada sobre un puente mirando la autopista:

ahora soy uno de ellos. La segunda cerveza me baja

liasta las rodillas. Un joven extiende un cartel de cartón

con un hilo entre dos mesas y sujeta las puntas de la cuerda

con cinta adhesiva. La mesa de los habitués grita “¡Desvío!”.

“¿Ustedes quiénes se creen que son?”, dice la moza,

luego arranca de nuevo la música muy fuerte. A la mesa de

los habitués le gustaría ver que el joven le metiera la mano

debajo de la pollera a la muchacha, pero él no se anima.

Sólo si fuera una película creería que todo esto es real.

Dónde voy a dormir es algo que no me preocupa. Un

hombre en relucientes pantalones de cuero camina hacia

el este. “¡Katharina!”, grita la moza, sosteniendo a la altura

del muslo una bandeja con un budín. Grita en dirección

al sur; a eso yo le presto atención. “¡Valente!”,

responde gritando uno de la mesa de los habitués. Con

eso la mesa se alegra. Un hombre de la mesa de al lado al

que tomé por campesino de pronto se revela, con el delantal

verde puesto, como el tabernero. De a poco me voy

emborrachando. Una mesa cercana me desconcierta cada

vez más porque están las tazas, los platos y las tortas pero

absolutamente nadie sentado alrededor. ¿Por qué no hay

nadie? La sal gruesa de los pretzel me entusiasma tanto

que no puedo expresarlo. Ahora todo el local mira en una

dirección, aunque ahí no haya nada. Tras estos pocos kilómetros

a pie sé que no estoy cuerdo; la certeza me viene

desde las suelas. El que no la tiene en la punta de la

lengua, la tiene en la punta de la suela. Noto que delante

de la taberna había un hombre flaco en silla de ruedas,

pero que no estaba paralítico sino que era un cretino, y lo

empujaba una mujer que se me borró de la memoria. Las

lámparas cuelgan de un yugo para bueyes. En la nieve,

detrás del San Bernardino, casi me choco con un ciervo.

¿Quién se hubiera esperado ahí un venado, un enorme

venado? Con los valles vuelvo a acordarme de las truchas.

Quisiera decir que la tropa avanza, que la tropa está cansada,

que la jornada ha sido cumplida. El tabernero del delantal

verde debe ser casi ciego, por cómo inclina la cara a

,N<Jlo centímetros del menú. No puede ser un campesino,

porque es casi ciego. Es el patrón de la taberna, sí. La luz

xc* enciende acá adentro, lo que significa que el día afuera

d tá por terminar. Un chico con campera, increíblemen-

U! triste, toma Coca atascado entre dos adultos; aplausos

.1 llora para la orquesta. Bien está lo que bien acaba, dice

el patrón en el silencio.

Afuera, en el frío, las primeras vacas; eso me emociona.

Hay asfalto alrededor del estercolero que humea, dos

i liicas andan por ahí en patines. Un gato negro azabache.

1 )os italianos empujan juntos una rueda. ¡Este fuerte olor

ilc los campos! Cuervos que vuelan hacia el este, con el

Mol bien bajo por detrás. Campos pesados y húmedos,

bosques, mucha gente a pie. Un ovejero echa vapor por el

hocico. Alling, cinco kilómetros. Por primera vez, miedo

a los autos. Sobre el campo han quemado revistas. Ruidos,

parece como si doblaran las campanas en los campanarios.

La niebla desciende más todavía, bruma. Me

q(leído parado entre los campos. Pasan traqueteando jóvenes

campesinos en ciclomotor. Bien a la derecha, en el

horizonte, hay demasiados autos porque todavía se está

tugando el partido de fútbol. Escucho cuervos, pero en

mí crece un rechazo. ¡No alzar la vista! ¡Que hagan ruido!

¡No obsequiarles ni una mirada, no alzar la vista de la

hoja! ¡No, negativo! ¡Los cuervos, que hagan lo que quietan!

¡No voy a mirar ahora! Un guante empapado por la

lluvia en el campo y agua fría en las huellas del tractor.

Los adolescentes en sus ciclomotores avanzan sincrónicamente

hacia la muerte. A la memoria me vienen nabos no

cosechados, pero juro por Dios que no hay nabos sin cosechar

a mi alrededor. Un tractor inmenso y amenazador

se me viene encima, quiere venírseme encima, busca

aplastarme, pero yo resisto. Me prestan apoyo a mi lado

trozos de telgopor blanco de un embalaje. A través de los

campos arados escucho conversaciones muy lejanas. Hay

un bosque, negro y rígido. La luna traslúcida está a medio

camino a mi izquierda, o sea hacia el sur. Por todas partes

hay aún aviones monomotor, aprovechando la tarde antes

de que llegue el cuco. Diez pasos más adelante: el cuco llega

el día de nunca jamás. Acá donde estoy parado hay un

poste de señalización caído, negro y naranja, cuya punta

indica el noreste. En el bosque, siluetas muy tranquilas

acompañadas por perros. La zona que atravieso apesta a

rabia. Si estuviera sentado en uno de los silenciosos aviones

que pasan por acá arriba, en una hora y media llegaría

a París. ¿Quién está cortando leña? ¿Suena el reloj de una

torre? Bueno, sigamos.

Hasta qué punto nos hemos convertido en los autos

en los que vamos sentados es algo que se ve en las caras.

La tropa descansa con la pierna izquierda sobre el follaje

podrido. Se me impone el endrino, quiero decir como

palabra: la palabra endrino. Pero en vez de eso yace ahí la

llanta de una bicicleta, sin cámara, con corazones rojos

pintados alrededor. Por las huellas veo que en esta curva

se han extraviado algunos autos. Pasa caminando un hostal

de montaña, grande como un cuartel. Hay allí un perro,

un monstruo, un ternero. Enseguida sé que me va a

atacar, pero por suerte se abre la puerta y el ternero la

atraviesa en silencio. Entran en cuadro las piedritas, luego

se pierden bajo las suelas, delante de las cuales podían

observarse movimientos en la tierra. Chicas menores de

edad en minifaldas terminan de arreglarse para subirse a

los ciclomotores de otros chicos menores de edad. Dejo

pasar a una familia; la hija se llama Esther. Un campo de

trigo no cosechado, invernal, ceniciento, que crepita, y

sin embargo no hay viento. Es un campo llamado Muerte.

Encontré en el piso un pedazo de papel artesanal blanco,

empapado de humedad, y lo levanté, ávido por poder

leer algo en la cara que estaba apoyada sobre el campo

mojado. Sí, estaría escrito. Ahora que el papel está vacío,

ninguna decepción.

En lo de los campesinos Dóttel, todos han cerrado

todo. Un cajón de cerveza con botellas vacías espera al recolector

al costado del camino. Si el ovejero —o mejor dicho:

¡el lobo!- no deseara tanto mi sangre, me contentaría

por esta noche con su cucha, que adentro tiene heno. Se

acerca una bicicleta, y cada vez que el pedal completa una

vuelta pega contra el protector de la cadena. A mi lado

corren los guardarrails; arriba, la electricidad, que ahora

crepita de tensión sobre mi cabeza. Esta colina no invita

a nadie a nada. Allí abajo, un pueblo anida en sus propias

luces. Lejos, a la derecha, casi silenciosa, debe haber una

calle animada. Conos de luz, ni un sonido.

Cómo me asusté al forzar una capilla antes de llegar a

Alling. Quería ver si podía dormir ahí adentro, pero me encontré

con una señora que rezaba acompañada de un San

Bernardo. Los dos cipreses que tenía adelante hicieron que

mis temores me bajaran por los pies y se perdieran en lo insondable.

En Alling ya no hay ningún restaurante abierto.

Anduve husmeando alrededor del oscuro cementerio, luego

junto a la cancha de fútbol, después al lado de un edificio

nuevo que tiene las ventanas cubiertas con plásticos.

Alguien nota mi presencia. Saliendo de Alling, un pantano,

sospecho chozas de adobe. Espanto unos mirlos de un arbusto,

una gran bandada asustada que se desvanece en la

oscuridad. La curiosidad me lleva al lugar correcto, una casa

de fin de semana, jardín cerrado, puentecito sobre el estanque;

está bajo llave. Lo hago de la manera directa que

aprendí de Joschi. Primero reventar una persiana, después

hacer astillas un vidrio y ya estoy adentro. Hay un banco

esquinero y gruesas velas decorativas, aunque prenden;

cama no hay, pero sí alfombras mullidas, dos almohadones

y una botella de cerveza todavía sin beber. Un sello rojo

de cera en una esquina. Un mantel con un diseño moderno

de principios de los años cincuenta. Arriba de eso, un crucigrama

apenas resuelto en una décima parte, aunque los

garabatos al margen revelan que ya habían probado todas

las palabras. Resueltas están: ¿Cobertura de cabeza? Sombrero.

¿Vino espumoso? Champán. ¿Para comunicarse a

distancia? Teléfono. Resuelvo el resto y lo dejo como souvenir

sobre la mesa. Es un lugar magnífico, alejado de todo.

Ah, sí, ahí dice ¿oblongo, redondo?, vertical, cuatro letras,

termina con la L de teléfono, horizontal; no se halló la solución,

pero la primera letra, la primera casilla, está remarcada

varias veces con birome. Una mujer que caminaba

con una jarra de leche por una calle nocturna del pueblo siguió

ocupando mis pensamientos largo rato. Los pies están

bien. ¿Habrá truchas en el estanque?

Domingo, 24/11/74

Afuera hay niebla, un frío indeciblemente helado. Sobre el

estanque flota una membrana de hielo. Los pájaros se despiertan;

ruidos. En el puentecito mis pasos suenan huecos.

Me sequé la cara en la cabaña con una toalla que estaba

ahí colgada; olía tan fuerte a transpiración que voy a llevar

el olor conmigo todo el día. Primeros problemas con

las botas, todavía son tan nuevas que me aprietan. Trato

con un poco de gomaespuma, cuido cada movimiento

como un animal, y creo que también tengo pensamientos

de animal. Adentro, junto a la puerta, cuelga un llamador:

tres pequeños cencerros atados entre sí, con un badajo en

el medio y una borla para tirar. Para comer, dos barritas

Nuts; tal vez hoy llegue al Lech. Gran cantidad de cornejas

me acompañan en la niebla. Un campesino transporta estiércol

un domingo. Graznidos en la niebla. Las huellas de

tractor son muy profundas. En medio de una granja había

una enorme montaña achatada de remolachas azucareras

mojadas y sucias. Angerhof: me perdí. Simultáneamente,

desde varios pueblos tras la niebla, campanas de domingo;

debe estar empezando la misa. Sigue habiendo cornejas.

Las nueve.

Colinas míticas en la niebla, hechas de remolachas azucareras,

a lo largo del camino campestre. Un perro afónico.

Pensando en Sachrang, corto un pedazo de remolacha y

me lo como. El jarabe tenía mucha espuma en la superficie,

creo; el gusto me trae eso a la memoria. Holzhausen: la

calle emerge. En la primera granja, algo cosechado cubierto

por una tela plástica, con viejos neumáticos haciendo

peso. Al caminar, uno se cruza con muchas cosas

desechadas.

Breve pausa cerca de Schóngeising, a la vera del Amper;

terreno enmarañado, praderas junto al bosque y miradores.

Desde uno de los miradores se puede ver Schóngeising; la

niebla se disipa, vienen los arrendajos. En la casa, por la

noche, hice pis dentro de una vieja bota de goma. Un cazador,

junto a un segundo cazador, me preguntó qué

buscaba ahí arriba. Le dije que su perro me gustaba más

que él.

Wildenroth, Posada del Viejo Cantinero. Seguí el Amper;

casas de fin de semana vacías, en estado de hibernación.

Un hombre viejo, envuelto en humo, llenaba con

alimento una casita para pájaros junto a un abeto decorativo.

El humo provenía de la chimenea. Lo saludé y dudé

en preguntarle si no tenía café caliente sobre la hornalla.

A la entrada del pueblo vi a una vieja chiquita de piernas

curvas con la demencia grabada en el rostro; empujaba

una bicicleta, repartiendo el Bild del domingo. Avanzaba

hacia las casas furtivamente, como si fueran el enemigo.

Un chico quiere jugar a los palitos chinos con un manojo

de pajitas de plástico. La moza justo está comiendo; se

acerca masticando.

En mi rincón cuelga un arnés para caballos, dentro

del cual han colocado un farol de calle rojo a modo de

iluminación. Arriba hay un parlante, de donde vienen la

música de cítaras y los gritos de hollereidi. Mi bello Tirol.

Una bruma fría se aleja de los sembradíos agrietados.

1 )os africanos caminaban adelante mío, enfrascados en su

conversación y haciendo ademanes bien africanos. Hasta

último momento no se percataron de que yo estaba detrás

de ellos. Lo más desolador fueron las vallas de la Hot Gun

Western City en medio del bosque, todo yermo, frío, vacío.

Unas vías que jamás volverán a funcionar. El camino

se hace largo.

Durante kilómetros a campo abierto, seguí por el

costado de una ruta a dos jóvenes bellezas aldeanas. Una

de ellas iba con minifalda y carterita; caminaban un poco

más despacio que yo. Durante kilómetros las estuve

alcanzando constantemente. Me veían de lejos, se daban

vuelta, aceleraban, y luego volvían a avanzar algo más

despacio. Recién llegando al pueblo se sintieron más seguras.

Creo que se decepcionaron cuando las sobrepasé.

Luego una granja al borde del pueblo. Ya de lejos vi a una

mujer mayor en cuatro patas intentando en vano ponerse

de pie. Hacía algo así como flexiones de brazos, fue lo

primero que pensé, pero estaba tan rígida que no subía.

Con esfuerzo avanzó en cuatro patas hasta un rincón de

la casa, detrás de la cual estaba su gente. Hausen, cerca de

Geltendorf.

Desde una loma atravieso con la mirada el campo,

que se extiende como una honda pradera. En mi dirección,

Walteshausen; apenas hacia la derecha, un rebaño

de ovejas. Oigo al pastor, pero no lo veo. El campo está

muy desolado y quieto. A lo lejos, un hombre cruza el

paisaje. Philipp escribía palabras en la arena delante mío:

mar, nubes, sol, luego una palabra inventada por él. Nunca

hasta ahora le ha dicho jamás a nadie ni siquiera una

sola palabra. En Pestenacker la gente me parece irreal. Y

ahora empieza: ¿dónde dormir?

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