Werner Herzog (Munich, 1942) es realizador
cinematográfico, guionista, productor, actor y escritor.
I )irigió más de cincuenta películas, entre las que se destacan
Nosjcnttu, Woyzeck, Fitzcarraldo, Grito de piedra, Invencible,
< ¡rizzly Man y Aguirre, la ira de Dios.
Publicó Conquista de lo inútil (Entropía, 2008).
DEL CAMINAR SOBRE HIELO
Mimlch-París
13/11 al 14/12 de 1974
Warner Herzog
Iinducción: Ariel Magnus
I iluorial Entropía
Hiinnos Aires
CDD 910.4 Herzog, Werner
HER Del caminar sobre hielo
I a ed. - 2a reimp. Ciudad Autónoma de Buenos Aires
Entropía, 2016.
112 p.; 12x16,5 cm. (Crónica)
Traducido por: Ariel Magnus
ISBN 978-987-1768-22-6
1. Crónica de Viajes. 1. Magnus, Ariel, trad. II. Título
Editorial Entropía
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Diseño: Entropía
T ítu lo original: Vom Gehen im Eis
© Cari Hanser Verlag, M ü n ch en Wien, 1978, 1995
© Werner Herzog, 1978
© de la traducción: Ariel Magnus, 2015
© Editorial Entropía, 2015
ISBN: 9 7 8 -987-1768-22-6
Hecho el depósito que indica la ley 11.723
Impreso en la Argentina
Primera edición: febrero de 2015
Segunda reimpresión: agosto de 2016
Este libro se te rminó de im p rimir en Artes Gráficas Delsur S.H.,
Almirante Solier 2450 (1870), Avellaneda, Buenos Aires, en agosto de 2016.
Nota preliminar
A fines de noviembre de 1974 me llamó un amigo desde
I'.iris y me dijo que Lotte Eisner estaba muy enferma y que
probablemente moriría, a lo que yo dije que eso no podía
un, no en este momento, el cine alemán aún no podía presi
indir de ella, no debíamos permitir que eso sucediera.
Agarré una campera, una brújula y un bolso con lo estric-
I,miente necesario. Mis botas eran tan sólidas y nuevas que
i nufiaba en ellas. Tomé el camino más recto hacia París,
1 1 ni la firme creencia de que ella seguiría con vida si yo iba
i pie. Además, quería estar a solas conmigo.
I -o que escribí durante el viaje no estuvo pensado palil
lectores. Ahora, casi cuatro años más tarde, al volver a
tomar en mis manos el pequeño anotador, me vi embarbillo
por una rara emoción, y el deseo de mostrarles el
it'xio también a otros, desconocidos para mí, pesó más
* 11 le? la timidez por abrir tanto la puerta a miradas extraniis.
Sólo suprimí algunos pasajes muy privados.
W.H.
I )elft, Holanda, 24 de mayo de 1978
Sábado, 23/11/74
Yii después de unos quinientos metros hice la primera parada
en el hospital de Pasing, desde donde quería doblar
Inicia el oeste. Con la brújula marqué el rumbo hacia París,
ahora lo sé. Achternbusch había saltado desde la coml>¡
Volkswagen en movimiento, no le importó y enseguida
volvió a saltar, ahí se quebró una pierna y ahora yace en
el pabellón cinco.
El problema, le dije, va a ser el río Lech, porque lo
.1 traviesan muy pocos puentes. ¿Lo cruzarán a uno los
pobladores en sus botes de remo? Herbert me tira unas
i artas diminutas, del tamaño de la uña del pulgar, dos senes
de cinco cartas cada una, pero no sabe cómo inter-
11 re t arlas porque no encuentra la hoj a con las instrucciones.
I ntre las cartas están The Devil y en la segunda fila The
I hmged Man, colgado al revés.
Sol, como en un día de primavera, esa es la sorpresa.
,i< ]ómo salir de Múnich? ¿Qué tiene ocupada a la gente?
,¡ I .as casas rodantes, los vehículos chocados que se compran
al por mayor, los lavaderos de autos? Reflexionar sobre mi
persona saca una cosa a la luz: el resto del mundo rima.
Un único pensamiento omnipresente: irse de acá. Las
personas me dan miedo. Nuestra Eisner no debe morir,
no va a morir, yo no lo permito. No morirá, no. No ahora,
no lo tiene permitido. No, no va a morir porque no
está muriendo. Mis pasos son firmes. Y ahora tiembla la
tierra. Cuando yo camino, camina un bisonte. Cuando
descanso, reposa una montaña. ¡Cuidadito! No lo tiene
permitido. No lo hará. Cuando llegue a París, ella estará
con vida. No será de otra manera porque no está permitido
que lo sea. Ella no tiene permitido morir. Más tarde
tal vez, cuando nosotros lo autoricemos.
Sobre un campo llovido un hombre agarra a una mujer.
El césped está aplastado y sucio.
La pantorrilla derecha quizá me dé problemas, también
posiblemente la bota izquierda, adelante contra el
empeine. Son tantas las cosas que a uno se le cruzan por
la cabeza al caminar; el cerebro enfurece. Ahora un casi
accidente poquito más adelante. Los mapas son mi pasión.
Empiezan los partidos de fútbol, se traza la línea del
medio sobre canchas aradas. Banderas del Bayern en la
estación de trenes urbanos de Aubing (¿o Germering?).
El tren arremolinó papeles secos al partir; el revoloteo
duró bastante, luego el tren se había ido. En mi mano
sentía aún la pequeña mano de mi pequeño hijo, esa rara
manito en la que el pulgar se deja doblar en contra de la
articulación de manera tan peculiar. Miré el remolino de
papeles y el corazón quiso partírseme. Lentamente van
siendo las dos.
Germering, tabernas, chicos que toman la primera comunión;
una orquesta de vientos, la moza lleva tortas y la
mesa de los habitués intenta arrebatarle algo. Caminos romanos,
fortificaciones celtas, la fantasía trabaja duro. Tarde
de sábado, las madres con sus hijos. ¿Cómo se ven de
verdad los chicos jugando? No así, como en las películas.
Se necesitarían binoculares.
Todo esto es muy nuevo, un nuevo pedazo de vida.
Hace un momento estaba parado sobre un puente, y abajo
un tramo de la autopista a Augsburg. Desde el auto veo
;i veces a la gente parada sobre un puente mirando la autopista:
ahora soy uno de ellos. La segunda cerveza me baja
liasta las rodillas. Un joven extiende un cartel de cartón
con un hilo entre dos mesas y sujeta las puntas de la cuerda
con cinta adhesiva. La mesa de los habitués grita “¡Desvío!”.
“¿Ustedes quiénes se creen que son?”, dice la moza,
luego arranca de nuevo la música muy fuerte. A la mesa de
los habitués le gustaría ver que el joven le metiera la mano
debajo de la pollera a la muchacha, pero él no se anima.
Sólo si fuera una película creería que todo esto es real.
Dónde voy a dormir es algo que no me preocupa. Un
hombre en relucientes pantalones de cuero camina hacia
el este. “¡Katharina!”, grita la moza, sosteniendo a la altura
del muslo una bandeja con un budín. Grita en dirección
al sur; a eso yo le presto atención. “¡Valente!”,
responde gritando uno de la mesa de los habitués. Con
eso la mesa se alegra. Un hombre de la mesa de al lado al
que tomé por campesino de pronto se revela, con el delantal
verde puesto, como el tabernero. De a poco me voy
emborrachando. Una mesa cercana me desconcierta cada
vez más porque están las tazas, los platos y las tortas pero
absolutamente nadie sentado alrededor. ¿Por qué no hay
nadie? La sal gruesa de los pretzel me entusiasma tanto
que no puedo expresarlo. Ahora todo el local mira en una
dirección, aunque ahí no haya nada. Tras estos pocos kilómetros
a pie sé que no estoy cuerdo; la certeza me viene
desde las suelas. El que no la tiene en la punta de la
lengua, la tiene en la punta de la suela. Noto que delante
de la taberna había un hombre flaco en silla de ruedas,
pero que no estaba paralítico sino que era un cretino, y lo
empujaba una mujer que se me borró de la memoria. Las
lámparas cuelgan de un yugo para bueyes. En la nieve,
detrás del San Bernardino, casi me choco con un ciervo.
¿Quién se hubiera esperado ahí un venado, un enorme
venado? Con los valles vuelvo a acordarme de las truchas.
Quisiera decir que la tropa avanza, que la tropa está cansada,
que la jornada ha sido cumplida. El tabernero del delantal
verde debe ser casi ciego, por cómo inclina la cara a
,N<Jlo centímetros del menú. No puede ser un campesino,
porque es casi ciego. Es el patrón de la taberna, sí. La luz
xc* enciende acá adentro, lo que significa que el día afuera
d tá por terminar. Un chico con campera, increíblemen-
U! triste, toma Coca atascado entre dos adultos; aplausos
.1 llora para la orquesta. Bien está lo que bien acaba, dice
el patrón en el silencio.
Afuera, en el frío, las primeras vacas; eso me emociona.
Hay asfalto alrededor del estercolero que humea, dos
i liicas andan por ahí en patines. Un gato negro azabache.
1 )os italianos empujan juntos una rueda. ¡Este fuerte olor
ilc los campos! Cuervos que vuelan hacia el este, con el
Mol bien bajo por detrás. Campos pesados y húmedos,
bosques, mucha gente a pie. Un ovejero echa vapor por el
hocico. Alling, cinco kilómetros. Por primera vez, miedo
a los autos. Sobre el campo han quemado revistas. Ruidos,
parece como si doblaran las campanas en los campanarios.
La niebla desciende más todavía, bruma. Me
q(leído parado entre los campos. Pasan traqueteando jóvenes
campesinos en ciclomotor. Bien a la derecha, en el
horizonte, hay demasiados autos porque todavía se está
tugando el partido de fútbol. Escucho cuervos, pero en
mí crece un rechazo. ¡No alzar la vista! ¡Que hagan ruido!
¡No obsequiarles ni una mirada, no alzar la vista de la
hoja! ¡No, negativo! ¡Los cuervos, que hagan lo que quietan!
¡No voy a mirar ahora! Un guante empapado por la
lluvia en el campo y agua fría en las huellas del tractor.
Los adolescentes en sus ciclomotores avanzan sincrónicamente
hacia la muerte. A la memoria me vienen nabos no
cosechados, pero juro por Dios que no hay nabos sin cosechar
a mi alrededor. Un tractor inmenso y amenazador
se me viene encima, quiere venírseme encima, busca
aplastarme, pero yo resisto. Me prestan apoyo a mi lado
trozos de telgopor blanco de un embalaje. A través de los
campos arados escucho conversaciones muy lejanas. Hay
un bosque, negro y rígido. La luna traslúcida está a medio
camino a mi izquierda, o sea hacia el sur. Por todas partes
hay aún aviones monomotor, aprovechando la tarde antes
de que llegue el cuco. Diez pasos más adelante: el cuco llega
el día de nunca jamás. Acá donde estoy parado hay un
poste de señalización caído, negro y naranja, cuya punta
indica el noreste. En el bosque, siluetas muy tranquilas
acompañadas por perros. La zona que atravieso apesta a
rabia. Si estuviera sentado en uno de los silenciosos aviones
que pasan por acá arriba, en una hora y media llegaría
a París. ¿Quién está cortando leña? ¿Suena el reloj de una
torre? Bueno, sigamos.
Hasta qué punto nos hemos convertido en los autos
en los que vamos sentados es algo que se ve en las caras.
La tropa descansa con la pierna izquierda sobre el follaje
podrido. Se me impone el endrino, quiero decir como
palabra: la palabra endrino. Pero en vez de eso yace ahí la
llanta de una bicicleta, sin cámara, con corazones rojos
pintados alrededor. Por las huellas veo que en esta curva
se han extraviado algunos autos. Pasa caminando un hostal
de montaña, grande como un cuartel. Hay allí un perro,
un monstruo, un ternero. Enseguida sé que me va a
atacar, pero por suerte se abre la puerta y el ternero la
atraviesa en silencio. Entran en cuadro las piedritas, luego
se pierden bajo las suelas, delante de las cuales podían
observarse movimientos en la tierra. Chicas menores de
edad en minifaldas terminan de arreglarse para subirse a
los ciclomotores de otros chicos menores de edad. Dejo
pasar a una familia; la hija se llama Esther. Un campo de
trigo no cosechado, invernal, ceniciento, que crepita, y
sin embargo no hay viento. Es un campo llamado Muerte.
Encontré en el piso un pedazo de papel artesanal blanco,
empapado de humedad, y lo levanté, ávido por poder
leer algo en la cara que estaba apoyada sobre el campo
mojado. Sí, estaría escrito. Ahora que el papel está vacío,
ninguna decepción.
En lo de los campesinos Dóttel, todos han cerrado
todo. Un cajón de cerveza con botellas vacías espera al recolector
al costado del camino. Si el ovejero —o mejor dicho:
¡el lobo!- no deseara tanto mi sangre, me contentaría
por esta noche con su cucha, que adentro tiene heno. Se
acerca una bicicleta, y cada vez que el pedal completa una
vuelta pega contra el protector de la cadena. A mi lado
corren los guardarrails; arriba, la electricidad, que ahora
crepita de tensión sobre mi cabeza. Esta colina no invita
a nadie a nada. Allí abajo, un pueblo anida en sus propias
luces. Lejos, a la derecha, casi silenciosa, debe haber una
calle animada. Conos de luz, ni un sonido.
Cómo me asusté al forzar una capilla antes de llegar a
Alling. Quería ver si podía dormir ahí adentro, pero me encontré
con una señora que rezaba acompañada de un San
Bernardo. Los dos cipreses que tenía adelante hicieron que
mis temores me bajaran por los pies y se perdieran en lo insondable.
En Alling ya no hay ningún restaurante abierto.
Anduve husmeando alrededor del oscuro cementerio, luego
junto a la cancha de fútbol, después al lado de un edificio
nuevo que tiene las ventanas cubiertas con plásticos.
Alguien nota mi presencia. Saliendo de Alling, un pantano,
sospecho chozas de adobe. Espanto unos mirlos de un arbusto,
una gran bandada asustada que se desvanece en la
oscuridad. La curiosidad me lleva al lugar correcto, una casa
de fin de semana, jardín cerrado, puentecito sobre el estanque;
está bajo llave. Lo hago de la manera directa que
aprendí de Joschi. Primero reventar una persiana, después
hacer astillas un vidrio y ya estoy adentro. Hay un banco
esquinero y gruesas velas decorativas, aunque prenden;
cama no hay, pero sí alfombras mullidas, dos almohadones
y una botella de cerveza todavía sin beber. Un sello rojo
de cera en una esquina. Un mantel con un diseño moderno
de principios de los años cincuenta. Arriba de eso, un crucigrama
apenas resuelto en una décima parte, aunque los
garabatos al margen revelan que ya habían probado todas
las palabras. Resueltas están: ¿Cobertura de cabeza? Sombrero.
¿Vino espumoso? Champán. ¿Para comunicarse a
distancia? Teléfono. Resuelvo el resto y lo dejo como souvenir
sobre la mesa. Es un lugar magnífico, alejado de todo.
Ah, sí, ahí dice ¿oblongo, redondo?, vertical, cuatro letras,
termina con la L de teléfono, horizontal; no se halló la solución,
pero la primera letra, la primera casilla, está remarcada
varias veces con birome. Una mujer que caminaba
con una jarra de leche por una calle nocturna del pueblo siguió
ocupando mis pensamientos largo rato. Los pies están
bien. ¿Habrá truchas en el estanque?
Domingo, 24/11/74
Afuera hay niebla, un frío indeciblemente helado. Sobre el
estanque flota una membrana de hielo. Los pájaros se despiertan;
ruidos. En el puentecito mis pasos suenan huecos.
Me sequé la cara en la cabaña con una toalla que estaba
ahí colgada; olía tan fuerte a transpiración que voy a llevar
el olor conmigo todo el día. Primeros problemas con
las botas, todavía son tan nuevas que me aprietan. Trato
con un poco de gomaespuma, cuido cada movimiento
como un animal, y creo que también tengo pensamientos
de animal. Adentro, junto a la puerta, cuelga un llamador:
tres pequeños cencerros atados entre sí, con un badajo en
el medio y una borla para tirar. Para comer, dos barritas
Nuts; tal vez hoy llegue al Lech. Gran cantidad de cornejas
me acompañan en la niebla. Un campesino transporta estiércol
un domingo. Graznidos en la niebla. Las huellas de
tractor son muy profundas. En medio de una granja había
una enorme montaña achatada de remolachas azucareras
mojadas y sucias. Angerhof: me perdí. Simultáneamente,
desde varios pueblos tras la niebla, campanas de domingo;
debe estar empezando la misa. Sigue habiendo cornejas.
Las nueve.
Colinas míticas en la niebla, hechas de remolachas azucareras,
a lo largo del camino campestre. Un perro afónico.
Pensando en Sachrang, corto un pedazo de remolacha y
me lo como. El jarabe tenía mucha espuma en la superficie,
creo; el gusto me trae eso a la memoria. Holzhausen: la
calle emerge. En la primera granja, algo cosechado cubierto
por una tela plástica, con viejos neumáticos haciendo
peso. Al caminar, uno se cruza con muchas cosas
desechadas.
Breve pausa cerca de Schóngeising, a la vera del Amper;
terreno enmarañado, praderas junto al bosque y miradores.
Desde uno de los miradores se puede ver Schóngeising; la
niebla se disipa, vienen los arrendajos. En la casa, por la
noche, hice pis dentro de una vieja bota de goma. Un cazador,
junto a un segundo cazador, me preguntó qué
buscaba ahí arriba. Le dije que su perro me gustaba más
que él.
Wildenroth, Posada del Viejo Cantinero. Seguí el Amper;
casas de fin de semana vacías, en estado de hibernación.
Un hombre viejo, envuelto en humo, llenaba con
alimento una casita para pájaros junto a un abeto decorativo.
El humo provenía de la chimenea. Lo saludé y dudé
en preguntarle si no tenía café caliente sobre la hornalla.
A la entrada del pueblo vi a una vieja chiquita de piernas
curvas con la demencia grabada en el rostro; empujaba
una bicicleta, repartiendo el Bild del domingo. Avanzaba
hacia las casas furtivamente, como si fueran el enemigo.
Un chico quiere jugar a los palitos chinos con un manojo
de pajitas de plástico. La moza justo está comiendo; se
acerca masticando.
En mi rincón cuelga un arnés para caballos, dentro
del cual han colocado un farol de calle rojo a modo de
iluminación. Arriba hay un parlante, de donde vienen la
música de cítaras y los gritos de hollereidi. Mi bello Tirol.
Una bruma fría se aleja de los sembradíos agrietados.
1 )os africanos caminaban adelante mío, enfrascados en su
conversación y haciendo ademanes bien africanos. Hasta
último momento no se percataron de que yo estaba detrás
de ellos. Lo más desolador fueron las vallas de la Hot Gun
Western City en medio del bosque, todo yermo, frío, vacío.
Unas vías que jamás volverán a funcionar. El camino
se hace largo.
Durante kilómetros a campo abierto, seguí por el
costado de una ruta a dos jóvenes bellezas aldeanas. Una
de ellas iba con minifalda y carterita; caminaban un poco
más despacio que yo. Durante kilómetros las estuve
alcanzando constantemente. Me veían de lejos, se daban
vuelta, aceleraban, y luego volvían a avanzar algo más
despacio. Recién llegando al pueblo se sintieron más seguras.
Creo que se decepcionaron cuando las sobrepasé.
Luego una granja al borde del pueblo. Ya de lejos vi a una
mujer mayor en cuatro patas intentando en vano ponerse
de pie. Hacía algo así como flexiones de brazos, fue lo
primero que pensé, pero estaba tan rígida que no subía.
Con esfuerzo avanzó en cuatro patas hasta un rincón de
la casa, detrás de la cual estaba su gente. Hausen, cerca de
Geltendorf.
Desde una loma atravieso con la mirada el campo,
que se extiende como una honda pradera. En mi dirección,
Walteshausen; apenas hacia la derecha, un rebaño
de ovejas. Oigo al pastor, pero no lo veo. El campo está
muy desolado y quieto. A lo lejos, un hombre cruza el
paisaje. Philipp escribía palabras en la arena delante mío:
mar, nubes, sol, luego una palabra inventada por él. Nunca
hasta ahora le ha dicho jamás a nadie ni siquiera una
sola palabra. En Pestenacker la gente me parece irreal. Y
ahora empieza: ¿dónde dormir?
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