jueves, 4 de abril de 2024

Alberto Manguel Don Quijote y sus fantasmas Prólogo de FRANCISCO RICO FRAGMENTO DEL TEXTO.

 


Universidad Nacional Autónoma de México

2019

PROLOG[UILL]O O ENSAYO EN SIMPATÍA

Si un hilo rojo enhebra en un sentido de conjunto las incitantes quijotadas de

Alberto Manguel, quizá sea una declaración de simpatía con Cervantes: con el

novelista, con el artista y con el hombre. Si luego ese sentido se concreta en una

idea central, ella es que el Quijote contiene una reivindicación de las raíces

mestizas de España: no la España cristiana químicamente pura, sino la España de

moros y judíos, de moriscos y conversos. Y al cabo tal idea se encarna

primordialmente en dos figuras y en un episodio: el escurridizo Cide Hamete, a

quien Cervantes atribuye la autoría de la obra, y la denuncia como infame, por el

bueno de Ricote, de la expulsión de los suyos.

Manguel es demasiado inteligente para afirmar sin más que el Quijote propugna

esa tesis. Sí razona que la contiene porque podemos postularla como posible,

porque no concebimos que un escritor genial no sea un modelo de virtud y no

comparta y termine por expresar de algún modo nuestros ideales humanitarios:

“Queremos ver –subrayo yo, F. R.– en su atribución de la autoría de Don Quijote

a Cide Hamete un gesto de penitencia o retribución...” Con lo cual volvemos al

punto de partida: el acto de simpatía.

Pero es que sentirla por Cervantes es inevitable. Pocos narradores son tan

invisibles y a la vez están tan presentes en una novela como él en el Quijote. Su

rastro resulta ubicuo en el tono que impregna el libro entero, en el talante

comprensivo e irónico, penetrante y bienhumorado, que lo empapa todo y que al

lector no se le ocurre achacar a ningún autor ficticio ni limitar a ningún

personaje, sino que por fuerza identifica con la fisonomía del Miguel de

Cervantes que no en balde firma el prólogo. De ahí la simpatía, la curiosidad y

hasta el cariño por el individuo de carne y hueso que se adivina detrás del

retablo.

De ahí también, de la simpatía, la perspicacia de las acotaciones que Manguel

pone al margen del Ingenioso hidalgo. Son muchas, sagaces y de varios órdenes.

Escojo una que tiene que ver con cuanto llevo dicho: “Toda lectura es

interpretación, toda lectura revela las circunstancias del lector y depende de

ellas”. Otra sobre los personajes de la fábula, construida, al desgaire, como “un

juego entre varios ‘otros’, entre numerosos pares de dobles invertidos: Alonso

Quijano y Don Quijote, Don Quijote y Sancho, Aldonza Lorenzo y Dulcinea,

Dulcinea y Teresa Sancha, Sancho y Alonso Quijano”. Una tercera que abarca

tierra y cielo del Quijote: “La realidad del mundo cervantino (aquello que

llamamos realidad porque podemos reconstruirla en nuestra memoria, aunque

incompleta y malamente) pue-de ser retratada fielmente sólo a través de

aproximaciones y fragmentos, como una crónica que, alternativamente, asume y

niega el punto de vista de un loco, o de alguien a quien la sociedad tilda de

loco”.

No sigo espigando, porque un prologuillo que debiera ser breve podría acabar

compitiendo en amplitud con no pocas páginas del ensayo en simpatía de

Alberto Manguel.

Francisco Rico

DON QUIJOTE Y SUS FANTASMAS

A la memoria de mi querido maestro, Isaías Lerner

1. Las ausencias presentes

En una estrecha celda española, en una ciudad de cuyo nombre no queremos

acordarnos, quizá fuese Castro del Río o quizá Sevilla, un hombre de armas y de

letras, cincuentón y cansado, concibió un personaje a su propia imagen, un

caballero algo más ridículo y más valiente que él, alguien decidido contra viento

y marea a enfrentarse a la cotidiana injusticia de este mundo. Entre cuatro

paredes húmedas, “donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste

ruido del mundo hace su habitación”, que sin duda le recuerdan su largo

cautiverio africano, el prisionero Miguel de Cervantes Saavedra imaginó a un

viejo hidalgo que se rehúsa a plegarse a las mentirosas convenciones de este

mundo y quien decide en cambio obedecer tan sólo las reglas de su ética. A la

hipocresía de una sociedad que exige que cada cual disimule sus verdaderas

creencias y viva disfrazado, don Quijote opone la verdad de la libertad absoluta,

la de poder elegir su propio código moral y desplegarlo ante quienes se niegan a

aceptarlo.

Del nacimiento de don Quijote sólo sabemos lo que Cervantes mismo nos

cuenta, y lo que nos cuenta es parte integral de la ficción. Lo engendró, nos dice,

en la cárcel y, sin embargo, según confiesa, no es él el padre sino el padrastro de

don Quijote. Cervantes (dice Cervantes) es quien transmite la historia, y no su

inventor. A lo lar-go de los siglos, los lectores han creído la historia de sus

prisiones, no así la autoría denegada. Cervantes componiendo su libro en su

celda nos parece más verosímil que Cervantes descubriendo el manuscrito de un

cierto Cide Hamete Benengeli (que Aline Schulman acertadamente traduce

como “Sidi Ahmed Benengeli”). Y sin embargo ambas declaraciones forman

parte de la verdad de la novela: ambas son ficción y son también realidad. El

mundo de Cervantes (como el de cada uno de nosotros) es uno en el que

representamos ciertos roles y vestimos ciertas máscaras.

En el mundo de Cervantes faltan oficialmente dos tercios de la población, los

moros y los judíos, exilados en 1492 de la península. Sólo a los conversos se les

ha permitido quedarse en España como cristianos nuevos. En tal mundo, la

apariencia vale más que la sustancia, la percepción más que la existencia. Para

espiar detrás de las máscaras, la Iglesia católica emplea la Inquisición,

establecida en Castilla en 1478 a pedido de los Reyes Católicos. El Al-Ándalus,

bien que mal, había sido gobernado bajo la ley coránica de tolerancia. “Si tu

Señor lo hubiese deseado, toda la gente de la tierra hubiese creído en Él. ¿Cómo

osas forzarlos a tener fe?” (Corán, X: 99). Pero después de la expulsión, todos

los súbditos caen bajo sospecha. Temiendo ser denunciados, los amigos

desconfían de los amigos, los vecinos ya no se reconocen. Ya que el prejuicio,

para sobrevivir, debe evitar toda complejidad, la multiplicidad de los pueblos

árabes fue reducida al término “moro”. Los moros, por lo tanto, exilados

recientes o antiguos, perseverando en sus creencias o conversos, son el enemigo,

la definición de todo aquello que no es un cristiano viejo.

¿Por qué daría un escritor como Cervantes la paternidad de su obra a otro –y no

a cualquier otro, sino a un representante de esa gente exiliada, personas que son

ahora habitantes de su “otra costa”, ciudadanos de Cartago frente a su Roma,

salvajes que, en la imaginación popular, son los que se vengan de los cristianos

saqueando las ciudades portuarias y asaltando los barcos españoles, como esos

piratas argelinos que lo mantuvieron cautivo durante cinco largos años–?

Varias consideraciones son posibles.

Las circunstancias del cautiverio de Cervantes han preocupado a los

historiadores desde los inicios de la fama del autor, y fueron descritas en forma

de ficción por Cervantes mismo en varias de sus obras, en El trato de Argel y

Los baños de Argel, y sobre todo en el episodio del cautivo en la primera parte

del Quijote. Los hechos que conocemos son los siguientes: En 1575, a los 28

años, Cervantes es capturado por piratas argelinos y encerrado en las cárceles de

Argel, a la espera de un rescate. Lleva consigo cartas firmadas por personajes

importantes y los piratas piensan que el prisionero puede tener buen precio.

Cuatro veces trata Cervantes de escapar y cuatro veces es atrapado y perdonado,

lo cual parece inexplicable si se considera que tales intentos eran castigados con

torturas y a menudo con la muerte. En 1580 es liberado gracias a la intervención

de los Trinitarios.

2. Las ficciones de la historia

La oposición de cristianos contra moros era ya vieja, de varios siglos, cuando

Cervantes fue capturado. La Roma cristiana había lanzado su última cruzada

contra los infieles en 1270; más de dos siglos después, la España católica se

despojaba de dos de sus culturas expulsando a árabes y a judíos de su territorio.

Sin embargo, y a pesar de las expulsiones, el pensamiento árabe y el judío

siguieron permeando todos los aspectos de la sociedad española “limpia”. Como

suele ocurrir con la mayoría de las exclusiones por decreto, España no pudo

despojarse (no lo ha hecho hasta este día) de esas culturas que le otorgaron gran

parte de su vocabulario, sus toponímicos, su arquitectura, su filosofía, su poesía

lírica y su música, sus conocimientos médicos y el juego de ajedrez. Aunque

prohibió la explícita presencia de árabes y judíos, la sociedad española encontró

caminos secretos para conservar implícito el espíritu de esas identidades

expulsadas.

El 2 de enero de 1492, los Reyes Católicos, Fernando de Aragón e Isabel de

Castilla, entraron en Granada ataviados ceremonialmente con vestimenta mora y,

después de pactar los términos de la capitulación con el último de los reyes

nazaríes, Boadbil, se instalaron en los palacios árabes de la ciudad que durante

más de dos siglos y medio había sido una metrópolis musulmana en el corazón

del al-Ándalus. Aunque, antes de la capitulación, los monarcas habían asegurado

a Boabdil que los musulmanes de Granada gozarían de protección y podrían

conservar sus costumbres, las mezquitas fueron transformadas casi

inmediatamente en iglesias y el uso del árabe fue prohibido: si alguien era

descubierto leyendo libros en árabe, dejaba de ser considerado español y era

sometido a duros castigos.

Los judíos fueron los primeros en ser expulsados. Pocos meses después de la

rendición de Granada, el rey firmó un edicto que ordenaba la salida del país de

todos los judíos. Aferrados a su identidad española, los exilados llevaron consigo

al norte de África y a Palestina el castellano, o una versión del castellano

llamada ladino (“latino”) que los distinguía de quienes hablaban árabe o hebreo.

Árabes y judíos habían sido los protagonistas de una larga historia en la

península. Según la leyenda, la primera comunidad judía se había establecido en

España en tiempos de la destrucción del primer templo de Jerusalén, en el año

587 a. C. (Los testimonios arqueológicos son más conservadores y apuntan al

siglo

I

d. C.) Para los judíos, España era la tierra prometida, como consta en la Biblia,

en una profecía de Abadías: “Los desterrados de Jerusalén que están en Sefarad

poseerán las ciudades del Negueb”. Aunque historiadores de hoy asocian

Sefarad con la ciudad de Sardes en Turquía, para los judíos ese nombre ha

designado siempre la patria española donde vivieron durante al menos 14 siglos,

mezclados con el resto de la población, trabajando como comerciantes y

médicos, y también, aunque en menor proporción, como campesinos y

hacendados.

El antisemitismo, apenas evidente en tiempos romanos, echó raíces en España

tras la conversión del rey visigodo Recaredo al catolicismo en el año 589, y

creció gradualmente hasta culminar casi nueve siglos más tarde con el decreto de

expulsión de 1492. Los Reyes Católicos creyeron que el decreto induciría a los

judíos a convertirse, como de hecho hicieron aquellos judíos que prefirieron

permanecer en Sefarad. Los conversos que siguieron practicando su religión a

ocultas fueron tildados de “marranos”. Sin embargo, con respecto a los árabes,

los reyes tomaron medidas diferentes. Los monarcas decidieron declarar

explícitamente “opcional” la conversión, de manera que, cuando diez años más

tarde, en 1502, se publicó el decreto de expulsión, éste incluía un artículo que

eximía del exilio a todos aquellos que consintieran abrazar la fe de la Santa

Madre Iglesia. Los árabes convertidos fueron llamados “moriscos”.

Los árabes habían llegado del norte de África ocho siglos antes, en 711,

invadiendo el reino visigodo del rey cristiano Rodrigo. Poco después de su

arribo, una leyenda comenzó a cobrar forma en varias crónicas musulmanas

como una suerte de prehistoria adornada con fantásticos presagios y sucesos

prodigiosos que demostraban el derecho de los árabes a la conquista del reino

cristiano. En el siglo

IX

, Ibn al-Qutiyya, un historiador musulmán descendiente del rey visigodo Witiza,

narró la leyenda de la siguiente manera:

Cuéntase que los reyes godos tenían en Toledo una casa en la que se guardaba un

arca, y en dicha arca se encerraban los cuatro Evangelios, por los cuales ellos

juraban. A esta casa la tenían en gran consideración y no la solían abrir sino

cuando moría un rey, momento en que se inscribía en ella su nombre. Al llegar a

manos de Rodrigo la autoridad real, se ciñó por sí mismo la corona, hecho que el

pueblo cristiano no aprobó y, a pesar de la oposición que éste le hizo, abrió luego

la casa y el arca, encontrándose pintados en ésta a los árabes con sus arcos

pendientes a la espalda y cubiertas sus cabezas con turbantes, y en la parte

inferior de las tablas se hallaba escrito: Cuando se abra esta casa y se saquen

estas figuras, invadirá España la gente pintada aquí. La entrada de Tariq a

España tuvo lugar en el mes de Ramadán del año 92 [junio del 711].

Las historias engendran historias. Del mismo modo que los árabes adoptaron la

de al-Qutiyya para justificar su conquista, dándole la apariencia de

acontecimiento divino, los Reyes Católicos se sirvieron de otras que explicaban

la reconquista de al-Ándalus como cumplimiento de la voluntad sagrada. Para la

España católica, la invasión árabe del siglo

VIII

debía ser vista como un castigo por los pecados del rey Rodrigo. Según la

versión católica de los acontecimientos, Dios había decretado, como castigo para

Rodrigo, no sólo la pérdida de su reino sino también una muerte horrible:

perecería devorado por serpientes enviadas por el demonio, mientras el pobre

monarca exclamaba, como dice el romance: “Ya me comen, ya me comen / por

do más pecado había”.

Tras ocho siglos de dominación árabe, Dios al parecer decidió que había llegado

el momento de poner fin al castigo y de que el reino de los cielos volviera a ser

de este mundo: la península ibérica sería habitada para siempre por fieles

católicos. Pero para que se cumpliera la voluntad divina, España tenía que

quedar limpia de herejes, dejar de ser Sefarad o al-Ándalus, y convertirse en un

reino exclusivamente cristiano. Por consiguiente, entre la población católica

comenzó a aumentar la desconfianza respecto de los conversos. Fueron acusados

de crímenes y traiciones, y en muchos lugares se produjeron contra ellos

notables estallidos de violencia.

El conflicto era en gran parte una cuestión de prioridad histórica. Según la

Iglesia, los cristianos españoles habían habitado la península mucho antes de la

llegada de los árabes y de los judíos, ya que, como todos sabían, el apóstol

Santiago había llegado a España poco después de la muerte de Cristo y había

predicado allí el Evangelio. En consecuencia, España debía volver a ser tan pura

como lo había sido cuando estaba en manos de los cristianos que originalmente

allá vivieron.

Las historias cristianas y árabes que justificaban una u otra identidad

compitieron por demostrar su autenticidad y, en algunos casos, compartieron una

narrativa común, aunque, como es de suponer, no la misma lectura. Entre estas

historias, había una acerca de los muchos objetos valiosos que supuestamente

habían enterrado los visigodos al recibir la noticia de la invasión árabe. Según

los árabes, se trataba de tesoros adquiridos ilícitamente por los infieles; según los

cristianos, eran reliquias que los devotos querían evitar que cayeran en manos de

los no creyentes.

Por esa razón, no debe sorprendernos que en la primavera de 1588, en el

momento álgido de la protesta contra los conversos, se descubriera en Granada,

al derribar un antiguo alminar de la mezquita, precisamente en el lugar propuesto

para la ampliación de la catedral de la ciudad, una curiosa caja de plomo.

Contenía dos trozos de lienzo, una pequeña pintura de la Virgen María vestida

con ropas orientales, un fragmento de hueso y un rollo de pergamino escrito en

árabe, griego, castellano y latín. Una inscripción explicaba que el hueso

pertenecía a san Esteban, el primer mártir cristiano. El pergamino, según los

traductores llamados para descifrarlo, contenía una carta de san Cecilio, el

legendario arzobispo de Granada del siglo

I

, en la cual éste contaba que, aquejado de ceguera, había viajado desde Jerusalén

hasta Atenas. Poco antes de llegar a su destino, se había limpiado los ojos con un

lienzo (parte del cual se encontraba en la caja) que había resultado ser el que

había utilizado la Virgen María para secarse las lágrimas durante la Pasión. San

Cecilio fue milagrosamente curado. Más tarde, el santo descubrió un texto

hebreo vertido al griego por un discípulo de san Pablo y que él a su vez tradujo

“a la lengua utilizada por los cristianos españoles”. El pergamino contenía una

traducción hecha por san Cecilio de un texto escrito en árabe que profetizaba,

entre otras cosas, la llegada de un dragón del norte y de un poderoso rey

procedente de Oriente.

“La lengua utilizada por los cristianos españoles.” La declaración era de

fundamental importancia. Si el documento era auténtico, san Cecilio,

contemporáneo de Jesucristo y fundador de la Iglesia de Granada, había hablado

y escrito no en una de las lenguas bíblicas sino en árabe, lo cual significaba que

el árabe se hablaba y escribía en la península desde al menos el siglo

I

d. C. Y lo que era aun más importante, los moriscos, los cristianos nuevos,

podían ahora reivindicar en España una ascendencia cristiana aun más antigua

que la de los cristianos viejos españoles. El escándalo que prometía tal

revelación era pasmoso.

La sorprendente revelación recibió un nuevo impulso con un segundo

descubrimiento, aun más importante, que tuvo lugar siete años después, en 1595,

en la colina de Valparaíso, hoy Sacromonte, fuera de las murallas de Granada.

Allí, una cuadrilla de albañiles que restauraban una torre descubrió una serie de

discos de plomo en los que estaban grabados unos extraños signos que, al

parecer, combinaban caracteres árabes, latinos y griegos con los de una lengua

que nadie había visto hasta entonces y que los expertos, convocados

precipitadamente, supusieron que correspondían a una antigua lengua “hispanobética”.

Más de 200 discos de plomo (conocidos hoy como “los libros

plúmbeos”) fueron desenterrados en ese lugar entre el 21 de febrero y el 10 de

abril de 1595.

Los nuevos textos resultaron ser aun más sorprendentes que el del pergamino.

De acuerdo con lo que se pudo descifrar, durante el reinado del emperador

Nerón, en el siglo

I

d. C., dos virtuosos árabes, Ibn al-Radi y su hermano Tesifón, fueron curados

milagrosamente por Jesucristo, quien bautizó al segundo con el nombre de

Cecilio. Éste era entonces el origen de uno de los primeros santos españoles,

patrón de la ciudad de Granada: san Cecilio, cristiano como el que más, ¡había

sido moro!

La inspirada traducción de los textos, pródiga en revelaciones, contaba cómo,

imbuidos de celo misionero, el santo y su hermano habían acompañado más

tarde al apóstol Santiago en su viaje a España. Santiago siguió hasta Compostela

y Cecilio se dirigió a Granada, donde, en el Sacromonte, grabó los libros

plúmbeos y los enterró para que resucitasen, al final de los tiempos, cuando la

cristiandad tuviera necesidad de ellos. Las palabras de san Cecilio serían

presentadas entonces al conjunto de la Iglesia, que incluiría a árabes y cristianos.

“Y ¡ay de aquel que no los tenga por verdaderos!”, advertía el texto milagroso.

Lo que sugerían estos sorprendentes discos era que la minoría morisca no sólo

no debía ser excluida, sino que formaba parte de los orígenes mismos de la

nación española. El árabe, no el latín ni el castellano, había sido la primera

lengua hablada en la península. Granada, no Compostela ni Toledo, era la cuna

de la Iglesia cristiana de España.

Las revelaciones contenidas en los libros plúmbeos resultaron ser numerosas:

que en las cuevas del Sacromonte yacían algunos de los primeros mártires

cristianos españoles, muer-tos a manos de los centuriones de Nerón en los pozos

de cal viva que pueden visitarse aún hoy; que los cristianos debían ahora prestar

atención a los textos sagrados de los árabes, ya que las palabras de Cristo y las

palabras posteriores de Mahoma ofrecían curiosas y significativas semejanzas;

finalmente, que debía aceptarse como verdadera una cuestión sumamente

controvertida del dogma católico, defendida por los teólogos del rey de España

pero acerca de la cual la Iglesia de Roma seguía siendo escéptica: la Inmaculada

Concepción de la Virgen María, a quien, como afirmaban los discos, “no tocó el

pecado primero”.

En 1596 y 1597 se produjeron nuevos hallazgos. El último descubrimiento tuvo

lugar en 1599: una caja que contenía una efigie de san Cecilio y que, según la

inscripción, garantizaba la autenticidad de los documentos descubiertos

anteriormente. Sin embargo, la falsedad de este último hallazgo resultó tan

evidente que arrojó serias dudas sobre todos los anteriores.

Quizás el más ardiente defensor de la autenticidad de los libros plúmbeos fue el

nuevo arzobispo de Granada, Pedro de Castro Cabeza de Vaca y Quiñones.

Erudito que había estudiado filosofía y lenguas clásicas en Salamanca, Pedro de

Castro desempeñó diversas funciones en la Iglesia granadina durante muchos

años, hasta que al fin fue nombrado arzobispo de la ciudad en 1589. Poco

después de su nombramiento, comenzó la construcción de un monumento

religioso en lo alto del Sacromonte, un conjunto de edificios levantados en torno

a una vasta iglesia que, en la imaginación de Pedro de Castro, habría de

sobrepasar en magnificencia a la Alhambra pagana, que se alzaba como una

afrenta al mundo cristiano en la cima opuesta. En la construcción del

Sacromonte, Pedro de Castro empleó no sólo gran parte de la asignación que

recibía de la Iglesia sino también su fortuna personal. El arzobispo dedicó cada

hora, cada moneda y todos sus esfuerzos a este vasto proyecto, que, por una

parte, había de ser un monumento dedicado a la gloria de la Iglesia de Granada y,

por otra, una muestra de agradecimiento por la revelación divina de los libros

plúmbeos.

Las primeras profecías traducidas anunciaban que un “rey poderoso” vendría a

cambiar la suerte de la Iglesia. Pedro de Castro creyó que esas palabras sólo

podían tener un significado: la palabra “rey” debía interpretarse como

“arzobispo” o “rey de la Iglesia”, y se propuso que el anuncio no hubiera sido

formulado en vano. En su opinión, puesto que Granada era indudablemente el

solar de los primeros cristianos españoles, quienes habían escuchado la verdad

de labios del mismo Jesús, la sagrada misión de la ciudad consistía en defender

la cristiandad de toda tentación y amenaza. Y, como era obvio, él, Pedro de

Castro, era el capitán elegido para esa santa lucha, mientras que, claramente, las

reliquias y los libros plúmbeos eran propiedad legítima de Granada. Ni siquiera

ante la petición del rey se avino a entregar los discos, y cuando en 1610, con el

fin de obligarlo a abandonar la ciudad y dejar atrás los tesoros, fue nombrado

arzobispo de Sevilla, se los llevó con él en una bolsa de cuero que no apartaba

nunca de su lado.

Para ser justos con Pedro de Castro hay que decir que los primeros fallos

decretaron que los hallazgos eran auténticos. Apenas cinco días después del

descubrimiento, se reunió para debatir su autenticidad una Junta Magna

compuesta por eminentes eruditos eclesiásticos: se piensa que san Juan de la

Cruz, quien por entonces vivía en Granada, asistió a los debates. Dos semanas

después, la Junta dictó una opinión favorable. Inmediatamente, teólogos y

lingüistas dieron comienzo a la ardua tarea de descifrar la misteriosa caligrafía.

Entre los expertos más notables se contaban dos moriscos, Alonso del Castillo y

Miguel de Luna, quienes ya habían traducido el pergamino encontrado en 1588.

Cuando la Junta dio su aprobación, Alonso del Castillo envió a Pedro de Castro

una carta en la que le recordaba los tiempos en que había estado a su servicio,

criticaba a sus colegas (quienes, según él, carecían de “erudición arábiga”) y se

ofrecía, junto con Miguel de Luna, a traducir los textos.

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