Universidad Nacional Autónoma de México
2019
PROLOG[UILL]O O ENSAYO EN SIMPATÍA
Si un hilo rojo enhebra en un sentido de conjunto las incitantes quijotadas de
Alberto Manguel, quizá sea una declaración de simpatía con Cervantes: con el
novelista, con el artista y con el hombre. Si luego ese sentido se concreta en una
idea central, ella es que el Quijote contiene una reivindicación de las raíces
mestizas de España: no la España cristiana químicamente pura, sino la España de
moros y judíos, de moriscos y conversos. Y al cabo tal idea se encarna
primordialmente en dos figuras y en un episodio: el escurridizo Cide Hamete, a
quien Cervantes atribuye la autoría de la obra, y la denuncia como infame, por el
bueno de Ricote, de la expulsión de los suyos.
Manguel es demasiado inteligente para afirmar sin más que el Quijote propugna
esa tesis. Sí razona que la contiene porque podemos postularla como posible,
porque no concebimos que un escritor genial no sea un modelo de virtud y no
comparta y termine por expresar de algún modo nuestros ideales humanitarios:
“Queremos ver –subrayo yo, F. R.– en su atribución de la autoría de Don Quijote
a Cide Hamete un gesto de penitencia o retribución...” Con lo cual volvemos al
punto de partida: el acto de simpatía.
Pero es que sentirla por Cervantes es inevitable. Pocos narradores son tan
invisibles y a la vez están tan presentes en una novela como él en el Quijote. Su
rastro resulta ubicuo en el tono que impregna el libro entero, en el talante
comprensivo e irónico, penetrante y bienhumorado, que lo empapa todo y que al
lector no se le ocurre achacar a ningún autor ficticio ni limitar a ningún
personaje, sino que por fuerza identifica con la fisonomía del Miguel de
Cervantes que no en balde firma el prólogo. De ahí la simpatía, la curiosidad y
hasta el cariño por el individuo de carne y hueso que se adivina detrás del
retablo.
De ahí también, de la simpatía, la perspicacia de las acotaciones que Manguel
pone al margen del Ingenioso hidalgo. Son muchas, sagaces y de varios órdenes.
Escojo una que tiene que ver con cuanto llevo dicho: “Toda lectura es
interpretación, toda lectura revela las circunstancias del lector y depende de
ellas”. Otra sobre los personajes de la fábula, construida, al desgaire, como “un
juego entre varios ‘otros’, entre numerosos pares de dobles invertidos: Alonso
Quijano y Don Quijote, Don Quijote y Sancho, Aldonza Lorenzo y Dulcinea,
Dulcinea y Teresa Sancha, Sancho y Alonso Quijano”. Una tercera que abarca
tierra y cielo del Quijote: “La realidad del mundo cervantino (aquello que
llamamos realidad porque podemos reconstruirla en nuestra memoria, aunque
incompleta y malamente) pue-de ser retratada fielmente sólo a través de
aproximaciones y fragmentos, como una crónica que, alternativamente, asume y
niega el punto de vista de un loco, o de alguien a quien la sociedad tilda de
loco”.
No sigo espigando, porque un prologuillo que debiera ser breve podría acabar
compitiendo en amplitud con no pocas páginas del ensayo en simpatía de
Alberto Manguel.
Francisco Rico
DON QUIJOTE Y SUS FANTASMAS
A la memoria de mi querido maestro, Isaías Lerner
1. Las ausencias presentes
En una estrecha celda española, en una ciudad de cuyo nombre no queremos
acordarnos, quizá fuese Castro del Río o quizá Sevilla, un hombre de armas y de
letras, cincuentón y cansado, concibió un personaje a su propia imagen, un
caballero algo más ridículo y más valiente que él, alguien decidido contra viento
y marea a enfrentarse a la cotidiana injusticia de este mundo. Entre cuatro
paredes húmedas, “donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste
ruido del mundo hace su habitación”, que sin duda le recuerdan su largo
cautiverio africano, el prisionero Miguel de Cervantes Saavedra imaginó a un
viejo hidalgo que se rehúsa a plegarse a las mentirosas convenciones de este
mundo y quien decide en cambio obedecer tan sólo las reglas de su ética. A la
hipocresía de una sociedad que exige que cada cual disimule sus verdaderas
creencias y viva disfrazado, don Quijote opone la verdad de la libertad absoluta,
la de poder elegir su propio código moral y desplegarlo ante quienes se niegan a
aceptarlo.
Del nacimiento de don Quijote sólo sabemos lo que Cervantes mismo nos
cuenta, y lo que nos cuenta es parte integral de la ficción. Lo engendró, nos dice,
en la cárcel y, sin embargo, según confiesa, no es él el padre sino el padrastro de
don Quijote. Cervantes (dice Cervantes) es quien transmite la historia, y no su
inventor. A lo lar-go de los siglos, los lectores han creído la historia de sus
prisiones, no así la autoría denegada. Cervantes componiendo su libro en su
celda nos parece más verosímil que Cervantes descubriendo el manuscrito de un
cierto Cide Hamete Benengeli (que Aline Schulman acertadamente traduce
como “Sidi Ahmed Benengeli”). Y sin embargo ambas declaraciones forman
parte de la verdad de la novela: ambas son ficción y son también realidad. El
mundo de Cervantes (como el de cada uno de nosotros) es uno en el que
representamos ciertos roles y vestimos ciertas máscaras.
En el mundo de Cervantes faltan oficialmente dos tercios de la población, los
moros y los judíos, exilados en 1492 de la península. Sólo a los conversos se les
ha permitido quedarse en España como cristianos nuevos. En tal mundo, la
apariencia vale más que la sustancia, la percepción más que la existencia. Para
espiar detrás de las máscaras, la Iglesia católica emplea la Inquisición,
establecida en Castilla en 1478 a pedido de los Reyes Católicos. El Al-Ándalus,
bien que mal, había sido gobernado bajo la ley coránica de tolerancia. “Si tu
Señor lo hubiese deseado, toda la gente de la tierra hubiese creído en Él. ¿Cómo
osas forzarlos a tener fe?” (Corán, X: 99). Pero después de la expulsión, todos
los súbditos caen bajo sospecha. Temiendo ser denunciados, los amigos
desconfían de los amigos, los vecinos ya no se reconocen. Ya que el prejuicio,
para sobrevivir, debe evitar toda complejidad, la multiplicidad de los pueblos
árabes fue reducida al término “moro”. Los moros, por lo tanto, exilados
recientes o antiguos, perseverando en sus creencias o conversos, son el enemigo,
la definición de todo aquello que no es un cristiano viejo.
¿Por qué daría un escritor como Cervantes la paternidad de su obra a otro –y no
a cualquier otro, sino a un representante de esa gente exiliada, personas que son
ahora habitantes de su “otra costa”, ciudadanos de Cartago frente a su Roma,
salvajes que, en la imaginación popular, son los que se vengan de los cristianos
saqueando las ciudades portuarias y asaltando los barcos españoles, como esos
piratas argelinos que lo mantuvieron cautivo durante cinco largos años–?
Varias consideraciones son posibles.
Las circunstancias del cautiverio de Cervantes han preocupado a los
historiadores desde los inicios de la fama del autor, y fueron descritas en forma
de ficción por Cervantes mismo en varias de sus obras, en El trato de Argel y
Los baños de Argel, y sobre todo en el episodio del cautivo en la primera parte
del Quijote. Los hechos que conocemos son los siguientes: En 1575, a los 28
años, Cervantes es capturado por piratas argelinos y encerrado en las cárceles de
Argel, a la espera de un rescate. Lleva consigo cartas firmadas por personajes
importantes y los piratas piensan que el prisionero puede tener buen precio.
Cuatro veces trata Cervantes de escapar y cuatro veces es atrapado y perdonado,
lo cual parece inexplicable si se considera que tales intentos eran castigados con
torturas y a menudo con la muerte. En 1580 es liberado gracias a la intervención
de los Trinitarios.
2. Las ficciones de la historia
La oposición de cristianos contra moros era ya vieja, de varios siglos, cuando
Cervantes fue capturado. La Roma cristiana había lanzado su última cruzada
contra los infieles en 1270; más de dos siglos después, la España católica se
despojaba de dos de sus culturas expulsando a árabes y a judíos de su territorio.
Sin embargo, y a pesar de las expulsiones, el pensamiento árabe y el judío
siguieron permeando todos los aspectos de la sociedad española “limpia”. Como
suele ocurrir con la mayoría de las exclusiones por decreto, España no pudo
despojarse (no lo ha hecho hasta este día) de esas culturas que le otorgaron gran
parte de su vocabulario, sus toponímicos, su arquitectura, su filosofía, su poesía
lírica y su música, sus conocimientos médicos y el juego de ajedrez. Aunque
prohibió la explícita presencia de árabes y judíos, la sociedad española encontró
caminos secretos para conservar implícito el espíritu de esas identidades
expulsadas.
El 2 de enero de 1492, los Reyes Católicos, Fernando de Aragón e Isabel de
Castilla, entraron en Granada ataviados ceremonialmente con vestimenta mora y,
después de pactar los términos de la capitulación con el último de los reyes
nazaríes, Boadbil, se instalaron en los palacios árabes de la ciudad que durante
más de dos siglos y medio había sido una metrópolis musulmana en el corazón
del al-Ándalus. Aunque, antes de la capitulación, los monarcas habían asegurado
a Boabdil que los musulmanes de Granada gozarían de protección y podrían
conservar sus costumbres, las mezquitas fueron transformadas casi
inmediatamente en iglesias y el uso del árabe fue prohibido: si alguien era
descubierto leyendo libros en árabe, dejaba de ser considerado español y era
sometido a duros castigos.
Los judíos fueron los primeros en ser expulsados. Pocos meses después de la
rendición de Granada, el rey firmó un edicto que ordenaba la salida del país de
todos los judíos. Aferrados a su identidad española, los exilados llevaron consigo
al norte de África y a Palestina el castellano, o una versión del castellano
llamada ladino (“latino”) que los distinguía de quienes hablaban árabe o hebreo.
Árabes y judíos habían sido los protagonistas de una larga historia en la
península. Según la leyenda, la primera comunidad judía se había establecido en
España en tiempos de la destrucción del primer templo de Jerusalén, en el año
587 a. C. (Los testimonios arqueológicos son más conservadores y apuntan al
siglo
I
d. C.) Para los judíos, España era la tierra prometida, como consta en la Biblia,
en una profecía de Abadías: “Los desterrados de Jerusalén que están en Sefarad
poseerán las ciudades del Negueb”. Aunque historiadores de hoy asocian
Sefarad con la ciudad de Sardes en Turquía, para los judíos ese nombre ha
designado siempre la patria española donde vivieron durante al menos 14 siglos,
mezclados con el resto de la población, trabajando como comerciantes y
médicos, y también, aunque en menor proporción, como campesinos y
hacendados.
El antisemitismo, apenas evidente en tiempos romanos, echó raíces en España
tras la conversión del rey visigodo Recaredo al catolicismo en el año 589, y
creció gradualmente hasta culminar casi nueve siglos más tarde con el decreto de
expulsión de 1492. Los Reyes Católicos creyeron que el decreto induciría a los
judíos a convertirse, como de hecho hicieron aquellos judíos que prefirieron
permanecer en Sefarad. Los conversos que siguieron practicando su religión a
ocultas fueron tildados de “marranos”. Sin embargo, con respecto a los árabes,
los reyes tomaron medidas diferentes. Los monarcas decidieron declarar
explícitamente “opcional” la conversión, de manera que, cuando diez años más
tarde, en 1502, se publicó el decreto de expulsión, éste incluía un artículo que
eximía del exilio a todos aquellos que consintieran abrazar la fe de la Santa
Madre Iglesia. Los árabes convertidos fueron llamados “moriscos”.
Los árabes habían llegado del norte de África ocho siglos antes, en 711,
invadiendo el reino visigodo del rey cristiano Rodrigo. Poco después de su
arribo, una leyenda comenzó a cobrar forma en varias crónicas musulmanas
como una suerte de prehistoria adornada con fantásticos presagios y sucesos
prodigiosos que demostraban el derecho de los árabes a la conquista del reino
cristiano. En el siglo
IX
, Ibn al-Qutiyya, un historiador musulmán descendiente del rey visigodo Witiza,
narró la leyenda de la siguiente manera:
Cuéntase que los reyes godos tenían en Toledo una casa en la que se guardaba un
arca, y en dicha arca se encerraban los cuatro Evangelios, por los cuales ellos
juraban. A esta casa la tenían en gran consideración y no la solían abrir sino
cuando moría un rey, momento en que se inscribía en ella su nombre. Al llegar a
manos de Rodrigo la autoridad real, se ciñó por sí mismo la corona, hecho que el
pueblo cristiano no aprobó y, a pesar de la oposición que éste le hizo, abrió luego
la casa y el arca, encontrándose pintados en ésta a los árabes con sus arcos
pendientes a la espalda y cubiertas sus cabezas con turbantes, y en la parte
inferior de las tablas se hallaba escrito: Cuando se abra esta casa y se saquen
estas figuras, invadirá España la gente pintada aquí. La entrada de Tariq a
España tuvo lugar en el mes de Ramadán del año 92 [junio del 711].
Las historias engendran historias. Del mismo modo que los árabes adoptaron la
de al-Qutiyya para justificar su conquista, dándole la apariencia de
acontecimiento divino, los Reyes Católicos se sirvieron de otras que explicaban
la reconquista de al-Ándalus como cumplimiento de la voluntad sagrada. Para la
España católica, la invasión árabe del siglo
VIII
debía ser vista como un castigo por los pecados del rey Rodrigo. Según la
versión católica de los acontecimientos, Dios había decretado, como castigo para
Rodrigo, no sólo la pérdida de su reino sino también una muerte horrible:
perecería devorado por serpientes enviadas por el demonio, mientras el pobre
monarca exclamaba, como dice el romance: “Ya me comen, ya me comen / por
do más pecado había”.
Tras ocho siglos de dominación árabe, Dios al parecer decidió que había llegado
el momento de poner fin al castigo y de que el reino de los cielos volviera a ser
de este mundo: la península ibérica sería habitada para siempre por fieles
católicos. Pero para que se cumpliera la voluntad divina, España tenía que
quedar limpia de herejes, dejar de ser Sefarad o al-Ándalus, y convertirse en un
reino exclusivamente cristiano. Por consiguiente, entre la población católica
comenzó a aumentar la desconfianza respecto de los conversos. Fueron acusados
de crímenes y traiciones, y en muchos lugares se produjeron contra ellos
notables estallidos de violencia.
El conflicto era en gran parte una cuestión de prioridad histórica. Según la
Iglesia, los cristianos españoles habían habitado la península mucho antes de la
llegada de los árabes y de los judíos, ya que, como todos sabían, el apóstol
Santiago había llegado a España poco después de la muerte de Cristo y había
predicado allí el Evangelio. En consecuencia, España debía volver a ser tan pura
como lo había sido cuando estaba en manos de los cristianos que originalmente
allá vivieron.
Las historias cristianas y árabes que justificaban una u otra identidad
compitieron por demostrar su autenticidad y, en algunos casos, compartieron una
narrativa común, aunque, como es de suponer, no la misma lectura. Entre estas
historias, había una acerca de los muchos objetos valiosos que supuestamente
habían enterrado los visigodos al recibir la noticia de la invasión árabe. Según
los árabes, se trataba de tesoros adquiridos ilícitamente por los infieles; según los
cristianos, eran reliquias que los devotos querían evitar que cayeran en manos de
los no creyentes.
Por esa razón, no debe sorprendernos que en la primavera de 1588, en el
momento álgido de la protesta contra los conversos, se descubriera en Granada,
al derribar un antiguo alminar de la mezquita, precisamente en el lugar propuesto
para la ampliación de la catedral de la ciudad, una curiosa caja de plomo.
Contenía dos trozos de lienzo, una pequeña pintura de la Virgen María vestida
con ropas orientales, un fragmento de hueso y un rollo de pergamino escrito en
árabe, griego, castellano y latín. Una inscripción explicaba que el hueso
pertenecía a san Esteban, el primer mártir cristiano. El pergamino, según los
traductores llamados para descifrarlo, contenía una carta de san Cecilio, el
legendario arzobispo de Granada del siglo
I
, en la cual éste contaba que, aquejado de ceguera, había viajado desde Jerusalén
hasta Atenas. Poco antes de llegar a su destino, se había limpiado los ojos con un
lienzo (parte del cual se encontraba en la caja) que había resultado ser el que
había utilizado la Virgen María para secarse las lágrimas durante la Pasión. San
Cecilio fue milagrosamente curado. Más tarde, el santo descubrió un texto
hebreo vertido al griego por un discípulo de san Pablo y que él a su vez tradujo
“a la lengua utilizada por los cristianos españoles”. El pergamino contenía una
traducción hecha por san Cecilio de un texto escrito en árabe que profetizaba,
entre otras cosas, la llegada de un dragón del norte y de un poderoso rey
procedente de Oriente.
“La lengua utilizada por los cristianos españoles.” La declaración era de
fundamental importancia. Si el documento era auténtico, san Cecilio,
contemporáneo de Jesucristo y fundador de la Iglesia de Granada, había hablado
y escrito no en una de las lenguas bíblicas sino en árabe, lo cual significaba que
el árabe se hablaba y escribía en la península desde al menos el siglo
I
d. C. Y lo que era aun más importante, los moriscos, los cristianos nuevos,
podían ahora reivindicar en España una ascendencia cristiana aun más antigua
que la de los cristianos viejos españoles. El escándalo que prometía tal
revelación era pasmoso.
La sorprendente revelación recibió un nuevo impulso con un segundo
descubrimiento, aun más importante, que tuvo lugar siete años después, en 1595,
en la colina de Valparaíso, hoy Sacromonte, fuera de las murallas de Granada.
Allí, una cuadrilla de albañiles que restauraban una torre descubrió una serie de
discos de plomo en los que estaban grabados unos extraños signos que, al
parecer, combinaban caracteres árabes, latinos y griegos con los de una lengua
que nadie había visto hasta entonces y que los expertos, convocados
precipitadamente, supusieron que correspondían a una antigua lengua “hispanobética”.
Más de 200 discos de plomo (conocidos hoy como “los libros
plúmbeos”) fueron desenterrados en ese lugar entre el 21 de febrero y el 10 de
abril de 1595.
Los nuevos textos resultaron ser aun más sorprendentes que el del pergamino.
De acuerdo con lo que se pudo descifrar, durante el reinado del emperador
Nerón, en el siglo
I
d. C., dos virtuosos árabes, Ibn al-Radi y su hermano Tesifón, fueron curados
milagrosamente por Jesucristo, quien bautizó al segundo con el nombre de
Cecilio. Éste era entonces el origen de uno de los primeros santos españoles,
patrón de la ciudad de Granada: san Cecilio, cristiano como el que más, ¡había
sido moro!
La inspirada traducción de los textos, pródiga en revelaciones, contaba cómo,
imbuidos de celo misionero, el santo y su hermano habían acompañado más
tarde al apóstol Santiago en su viaje a España. Santiago siguió hasta Compostela
y Cecilio se dirigió a Granada, donde, en el Sacromonte, grabó los libros
plúmbeos y los enterró para que resucitasen, al final de los tiempos, cuando la
cristiandad tuviera necesidad de ellos. Las palabras de san Cecilio serían
presentadas entonces al conjunto de la Iglesia, que incluiría a árabes y cristianos.
“Y ¡ay de aquel que no los tenga por verdaderos!”, advertía el texto milagroso.
Lo que sugerían estos sorprendentes discos era que la minoría morisca no sólo
no debía ser excluida, sino que formaba parte de los orígenes mismos de la
nación española. El árabe, no el latín ni el castellano, había sido la primera
lengua hablada en la península. Granada, no Compostela ni Toledo, era la cuna
de la Iglesia cristiana de España.
Las revelaciones contenidas en los libros plúmbeos resultaron ser numerosas:
que en las cuevas del Sacromonte yacían algunos de los primeros mártires
cristianos españoles, muer-tos a manos de los centuriones de Nerón en los pozos
de cal viva que pueden visitarse aún hoy; que los cristianos debían ahora prestar
atención a los textos sagrados de los árabes, ya que las palabras de Cristo y las
palabras posteriores de Mahoma ofrecían curiosas y significativas semejanzas;
finalmente, que debía aceptarse como verdadera una cuestión sumamente
controvertida del dogma católico, defendida por los teólogos del rey de España
pero acerca de la cual la Iglesia de Roma seguía siendo escéptica: la Inmaculada
Concepción de la Virgen María, a quien, como afirmaban los discos, “no tocó el
pecado primero”.
En 1596 y 1597 se produjeron nuevos hallazgos. El último descubrimiento tuvo
lugar en 1599: una caja que contenía una efigie de san Cecilio y que, según la
inscripción, garantizaba la autenticidad de los documentos descubiertos
anteriormente. Sin embargo, la falsedad de este último hallazgo resultó tan
evidente que arrojó serias dudas sobre todos los anteriores.
Quizás el más ardiente defensor de la autenticidad de los libros plúmbeos fue el
nuevo arzobispo de Granada, Pedro de Castro Cabeza de Vaca y Quiñones.
Erudito que había estudiado filosofía y lenguas clásicas en Salamanca, Pedro de
Castro desempeñó diversas funciones en la Iglesia granadina durante muchos
años, hasta que al fin fue nombrado arzobispo de la ciudad en 1589. Poco
después de su nombramiento, comenzó la construcción de un monumento
religioso en lo alto del Sacromonte, un conjunto de edificios levantados en torno
a una vasta iglesia que, en la imaginación de Pedro de Castro, habría de
sobrepasar en magnificencia a la Alhambra pagana, que se alzaba como una
afrenta al mundo cristiano en la cima opuesta. En la construcción del
Sacromonte, Pedro de Castro empleó no sólo gran parte de la asignación que
recibía de la Iglesia sino también su fortuna personal. El arzobispo dedicó cada
hora, cada moneda y todos sus esfuerzos a este vasto proyecto, que, por una
parte, había de ser un monumento dedicado a la gloria de la Iglesia de Granada y,
por otra, una muestra de agradecimiento por la revelación divina de los libros
plúmbeos.
Las primeras profecías traducidas anunciaban que un “rey poderoso” vendría a
cambiar la suerte de la Iglesia. Pedro de Castro creyó que esas palabras sólo
podían tener un significado: la palabra “rey” debía interpretarse como
“arzobispo” o “rey de la Iglesia”, y se propuso que el anuncio no hubiera sido
formulado en vano. En su opinión, puesto que Granada era indudablemente el
solar de los primeros cristianos españoles, quienes habían escuchado la verdad
de labios del mismo Jesús, la sagrada misión de la ciudad consistía en defender
la cristiandad de toda tentación y amenaza. Y, como era obvio, él, Pedro de
Castro, era el capitán elegido para esa santa lucha, mientras que, claramente, las
reliquias y los libros plúmbeos eran propiedad legítima de Granada. Ni siquiera
ante la petición del rey se avino a entregar los discos, y cuando en 1610, con el
fin de obligarlo a abandonar la ciudad y dejar atrás los tesoros, fue nombrado
arzobispo de Sevilla, se los llevó con él en una bolsa de cuero que no apartaba
nunca de su lado.
Para ser justos con Pedro de Castro hay que decir que los primeros fallos
decretaron que los hallazgos eran auténticos. Apenas cinco días después del
descubrimiento, se reunió para debatir su autenticidad una Junta Magna
compuesta por eminentes eruditos eclesiásticos: se piensa que san Juan de la
Cruz, quien por entonces vivía en Granada, asistió a los debates. Dos semanas
después, la Junta dictó una opinión favorable. Inmediatamente, teólogos y
lingüistas dieron comienzo a la ardua tarea de descifrar la misteriosa caligrafía.
Entre los expertos más notables se contaban dos moriscos, Alonso del Castillo y
Miguel de Luna, quienes ya habían traducido el pergamino encontrado en 1588.
Cuando la Junta dio su aprobación, Alonso del Castillo envió a Pedro de Castro
una carta en la que le recordaba los tiempos en que había estado a su servicio,
criticaba a sus colegas (quienes, según él, carecían de “erudición arábiga”) y se
ofrecía, junto con Miguel de Luna, a traducir los textos.
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