PRÓLOGO A UN LIBRO DE CUENTOS POLICIACOS
SI YO fuera novelista o cuentista escribiría novelas o cuentos policiacos. Las novelas y
cuentos policiacos tienen, al menos, un sector definido de lectores fieles a las emociones que
les produce un género tan bien definido como ellos. Lo malo, en mi caso particular, es que no
he escrito aún una novela ni siquiera un cuento propiamente dichos. Cuando algún crítico, más
malicioso que justo, alude a Dama de corazones considerándola como una novela y, más aún,
como una novela frustrada, se equivoca. El texto de Dama de corazones no pretende ser el de
una novela ni alcanzar nada más de lo que me propuse que fuera: un monólogo interior en que
seguía la corriente de la conciencia de un personaje durante un tiempo real preciso, y durante
un tiempo psíquico condicionado por las reflexiones conscientes, por las emociones y por los
sueños reales o inventados del protagonista que, a pesar de expresarse en primera persona, no
es necesariamente yo mismo, del modo que Hamlet o Segismundo —para citar dos ejemplos
tan grandes como conocidos— no son necesariamente Shakespeare ni Calderón. Dama de
corazones pretendía a la vez ser un ejercicio de prosa dinámica, erizada de metáforas, ágil y
ligera, como la que, como una imagen del tiempo en que fue escrita, cultivaban Giraudoux o,
más modestamente, Pierre Girard. La verdad es que por la razón expuesta en las primeras
líneas, si algún día cedo a la tentación de escribir una novela o una serie de cuentos, pienso
que serán novela o cuentos policiacos.
La novela policiaca es una aguda rama de la novela de aventuras, género tan definido
como la legión de sus ávidos lectores de todas partes del mundo. De ella podemos decir lo
que Remy de Gourmont decía de las novelas pornográficas que tienen la ventaja, con relación
a otro tipo de novelas menos definidas, o confusas, de ser, al menos, pornográficas. Con
relación a la novelaensayo, a la novela biografía, a las biografías novelas, las novelas
policiacas tienen la ventaja de ser, al menos, policiacas, lo que equivale, de una vez por todas,
a asegurar un alimento más o menos rico en las sustancias que el lector busca para su
nutrición. Y lo que busca el lector de novelas de aventuras y, más concretamente, de novelas
policiacas —que ahora nos preocupan—, es, ante todo, diversión e ínteres. La primera
depende del segundo. Si la novela interesa, el lector ya no la dejará caer de las manos. Pero el
interés que debe despertar el novelista del género policiaco no es el mismo que deben tener
todas las novelas sino un interés sui generis, basado en el enigma, en el misterio. Enigma,
misterio. He aquí dos cosas que interesan al hombre desde que el mundo es mundo y que lo
interesarán siempre. El enigma devora al hombre en tanto que éste no alcanza la solución del
enigma, del mismo modo que el lector devora la novela enigmática hasta llegar a ese momento
en que el autor le da la solución del enigma que ha puesto en pie delante del lector y que ha
vestido de sombras para hacerlo más compacto pero que habrá de desnudar sabiamente en el
momento victorioso de la solución. La misión del novelista policiaco es intrigar al lector,
despertando su curiosidad hasta el punto de enfermarlo, creándole una especie de intoxicación
anhelante en que el lector pugna por mantenerse lúcido a fin de adivinar o resolver por su
cuenta la solución del misterio. Esta solución deberá llegar a su tiempo y nunca antes, a fin de
constituir, en un momento dado, una catarsis, una purificación del lector que deberá
experimentar una sensación de alivio y descanso. Los efectos de una novela policiaca deberán
estar aún más y mejor calculados que los de una obra de teatro. Por otra parte, la presentación
o la narración de los hechos deberán obrar magnéticamente sobre el lector. Sin estas dos
cualidades la obra resultará pobre y el lector la abandonará o, lo que es peor, la arrojará lejos
de sí cuando, una vez alcanzado el punto de llegada, la solución no corresponda a la tensión de
que ha sido víctima durante la trayectoria.
Cuando un autor logra imantar, magnetizar al lector, bien puede darse el gusto de filtrar en
su obra y, en consecuencia, en la mente de la víctima que es el lector mismo, las ideas que
quiera difundir o, simplemente, expresar sobre las más variadas cosas. El gran novelista
Gilbert K. Chesterton, que dominaba al lector gracias a la sabia disposición de los efectos y al
magnetismo de su narración, no hizo otra cosa. Gracias a ello, sus cuentos policiacos, además
de grandes breves cuentos, son agudos, insensibles instrumentos de penetración y deliciosos
vehículos de expresión de las ideas católicas que le interesaba plantear, discutir y sobre todo
propagar. Este claro ejemplo hace pensar en la injusticia y en la necedad de quienes se atreven
aún a mirar el género de la novela de aventuras y particularmente el género policiaco por
encima del hombro. Una vez dominados los medios de expresión, un cuento policiaco puede
ser —como en el caso de Chesterton— una exposición teológica, o —como en el caso de
Jorge Luis Borges— un poema o un problema metafísico.
Más de una vez me he preguntado por qué razones nuestros escritores no cultivan el género
de novelas y cuentos policiacos. Existen, sin duda, otras razones que no son ya las del simple
desdén con que, en general, lo miran. Exponer aquí estas razones sería largo y tedioso y
equivaldría a detenerse a considerar el desierto sin advertir que, para la sed de los lectores de
novelas policiacas, existe ya el pequeño oasis de los cuentos policiacos de Antonio Helú.
Porque Antonio Helú ha cultivado desde hace algunos años, modesta y silenciosamente, esta
forma de expresión.
Otros escritores mexicanos empiezan a dar señales de interés en el mismo campo, pero
Antonio Helú tiene entre nosotros una categoría de precursor. Sus cuentos nos llegan ahora
traducidos al inglés en las revistas norteamericanas que se han especializado en el género
policiaco. El protagonista de la mayoría de sus cuentos viene a ser el primer detective
mexicano que se instala en la numerosa legión extranjera o, dicho de otro modo, en el nutrido
santoral en que el padre Brown es mi favorito, como Arsenio Lupin parece ser uno de los
santos de la devoción de Antonio Helú.
El protagonista de una serie considerable de cuentos de Antonio Helú tiene un nombre
claro, sencillo y amigo de la memoria. Se llama Máximo Roldán. No he encontrado en los
cuentos que he tenido la suerte de leer, y en que Máximo Roldán aparece, una descripción
física, una ficha de identificación con sus señas particulares. Tal vez su inventor no se ha
preocupado o, lo que es más probable, no ha querido preocuparse por retratarlo de una vez
por todas, concreta y definitivamente ante sus lectores, en su aspecto físico. En cambio resulta
fácil decir que Máximo Roldán es ingenioso, agudo y, sobre todo, rápido; que Máximo Roldán
es a un tiempo ladrón y policía, a su modo; que tiene un particular sentido de la justicia, y que
procede por aparentes intuiciones rápidas pero que, en el momento de la explicación,
descubrimos que no son tales intuiciones sino reflexiones, deducciones, inducciones de una
rapidez extraordinaria, sólo que han obrado en su mente con la velocidad del relámpago.
El estilo de Antonio Helú no lo pone en peligro de instalarlo en la Academia de la Lengua,
ni en ninguna otra academia, cosa que, estoy seguro, no sólo no le preocupa sino que le haría
temblar. Tiene, a cambio de una corrección estilística estricta, otros méritos menos frecuentes:
desde luego, la economía, tan necesaria en el género que cultiva; el desenfado; la gracia
coloquial y una nerviosidad que corresponde muy precisamente a la persona de Antonio Helú,
del cual podemos afirmar que es como su manera de escribir, y como su protagonista Máximo
Roldán: delgado, inteligente, nervioso y… explosivo.
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