Luis Mateo Díez
Apócrifo del clavel
y la espina
Luis Mateo Díez nació en
Villablino (León) en 1942. Estudió Derecho en la Universidad de Oviedo, y tras
licenciarse aprobó una oposición al Cuerpo de Técnicos de Administración
General, que le valió una plaza en el Ayuntamiento de Madrid, donde vive desde
1969.
Cofundador y responsable durante los años sesenta de la
revista poética Claraboya, muy pronto se pasó a la narrativa. En 1973 publicó
su primer libro de cuentos, Memorial de hierbas. Ha publicado las novelas Las
estaciones provinciales (1982); La fuete de la edad (1986) con la que obtuvo un
año más tarde el Premio Nacional de Literatura y el Premio de la Crítica; Apócrifo
del clavel y la espina (1988), ganadora del Premio Café de Gijón de novela
corta; Las horas completas (1990), El expediente del náufrago (1992) y Camino
de perdición (1995), y los libros de relatos Brasas de agosto (1989) y Los
males menores (1993). Su obra ha sido ampliamente traducida a otros idiomas. En
1999 volvió a obtener el Premio de la Crítica y el Nacional de Narrativa por la
novela La ruina del cielo. Luis Mateo Díez fue elegido miembro de la Real
Academia Española de la Lengua en el año 2000.
Para Florentino y a la hermana de Milagros, recordando su
juventud en Valbarca
I
Yo soy de los que tienen el miedo metido en las
costillas, el corazón sellado en sus secretos y un andar peligroso.
Al miedo lo guardo porque mi vida es larga y está
preñada de desvelos y visiones que toman luz y sombra en el temor de las cosas
que he visto y que me han contado, y porque es en la vejez cuando saltan las
chispas de todos los robles que se fueron quemando en las hogueras de los años
y dañan la piel de las cicatrices que ya parecían cerradas.
Con el tiempo voy viendo que de todas las cicatrices
las peores son las que quedan tras cauterizarse las heridas de la memoria, ese
terco volcán siempre dispuesto al estiaje de las lavas, aventador de las
cenizas como el mal viento que desperdicia las pajuelas de la era.
Los labios no pudieron
atarme el secreto doloroso de tantos sucesos porque esta crónica es como la
miel agridulce que todavía puede aliviarlos de su reseco escozor, y porque
ahora son más largas las estaciones, más reposadas las palabras que el mismo
gusto del amanuense me inclina a confesar, y más lentos los días que sólo
divide la campana para la colación y las oraciones en este Asilo de San
Bernardo de Valdera.
Siempre tuve un andar de
vaivenes por culpa de la artritis precoz, fruto de mi desnutrición, y en la
cojera alimenté el signo irremediable de la mala voluntad, pues era difícil
superar el complejo ante la fuerza desbordada de los jóvenes amigos, y mis
tristezas fueron creciendo cuando las muchachas me dejaban solo y despreciado
riéndose de la impotencia de mis pasos.
Ovidio el Cojo fue el
nombre que me dieron las lenguas crueles desde mis primeros años, y por ese
nombre seguiré atendiendo, ahora ya con más paciencia, pues en esta soledad que
me cobija como al pájaro arrecido en los alambres del invierno la resignación
viste fácilmente de paloma al gavilán.
En mis noches se encubre el insomnio con perfiles
fantasmales y andan las cornejas salmodiando un delirio de motetes, y está la
abubilla restregando las plumas de su podredumbre o viene del monte el balido
de alguna oveja prisionera, y me incita al temblor el desamparo que encuentro
entre las sábanas como si fuera la calina blanca de un sudario, el frío que
arredra mi corazón hasta el desaliento de la mañana, a donde llega aterido por
el rigor de las pesadillas.
A veces en el patio de
San Bernardo, donde el negrillón de ramas combadas pone la sombra de sus brazos
sobre mi vieja memoria, cuando espero la hora de vísperas, siento el deseo de
cerrar los ojos, de agarrarme a la oscuridad de algo que pudiera ser mi muerte,
y sólo entonces el vacío alivia la cavidad de mis abismos y se pacifica ese
reguero de savia que me corre como un fuego de leña verde por las venas.
Sin demasiado
convencimiento tomé un día la pluma para escribir esta crónica que acaso quede
en algún baúl de la enfermería, bordada en sepia y en ceniza, lacrada en un
sobre de papel amarillo, con sus ronchas de humedad y sus huellas de olvido.
En sus páginas se va mi
vida como si sus palabras me la llevaran al regresar al recuerdo de todo lo que
vi., de lo que oí y de lo que hice.
Y me dispongo a fecharla en el momento de salir al
patio una tarde primeriza del otoño de mil ochocientos ochenta y uno, en San
Bernardo de Valdera, Asilo de los Desamparados de la Benemérita Madre Inés del
Sagrado Corazón, cuando un pardal se posa en la ventana y un cielo de madera antigua
presagia la lluvia que acaso tengamos antes del oscurecer.
II
No sé si es el destino
quien impone los símbolos o si los hombres inventan sus escudos urgidos por una
breve lucidez que el destino termina por corroborar, o acaso los poderes que
moran bajo sus afanes juegan la incierta confluencia y, en ocasiones,
determinan la conjunción para que nadie olvide la subterránea fuerza del azar
que blasona el designio de los hechos humanos.
El linaje de Alcidia tiene los símbolos del clavel y
la espina sobre campo morado, una franja gualda tachonada de estrellas que
conmemoran las batallas libradas al moro, y la leyenda: «Alí Cidia fue vencido
y éste será tu apellido», referencia al Caudillo almohade derrotado en los
bastiones del Castro Seribe por don Rodrigo Sobrado de Polvazares, cuña del
futuro linaje que tomó el apellido de la concesión real.
Esta concesión integró
también el patrimonio de las tierras de Valbarca, aunadas para el futuro en el
Señorío del Valle, y otorgadas a don Rodrigo en la dócil escritura de un
Diploma Real que las delimitaba con una escueta descripción sobre el pergamino
de cuero rodado.
Corrían los años de la temida horca y cuchillo, del
afloramiento de los taifas castellanos, de los feudos medianos y mayores, del
avasallamiento cazurro y orgulloso, de los poderes del solar heráldico que
tardaría mucho en presagiar los absolutismos.
Y los Alcidia quedaban
bautizados en el Valle mientras la cabeza de aquel guerrero almohade yacía
comida por los gusanos en algún negro muladar de las lomas del Castro Seribe.
Yo me he preguntado muchas veces por el significado
de aquellos símbolos que amanecieron en el escudo de armas del linaje.
El clavel, esa tierna fragancia de los ensalmos del
amor, venía a ceñirse en la representación de su dibujo floral por una espina
agreste, púa de zarzales enhiesta y amenazadora, que era como un puñal
dispuesto para saltar las venas a quien osara posar las manos en el emblema.
No hay un sentido exacto
en aquella premonición heráldica que los Alcidia llevaron a los sellos de sus
documentos y al frontispicio del palacio, ordenado construir por don Rodrigo
sobre el leve promontorio que corona el vado del río Galgón en el seno de
Valbarca.
Pero se puede desvelar el misterio de los símbolos
cuando el tiempo ayuda a la contemplación de los destinos que anudaron, y son
bastantes los detalles de esta crónica que me obsesionan en la duplicidad de
esos destinos, mitad clavel de amor y fuego y mitad espina de puñales nunca
justicieros, hasta en el límite mismo del pequeño cementerio de Las Murias,
donde sobre el sepulcro del último Alcidia la sombra de los matorrales acoge el
seco testamento de unos claveles marchitos, definitivamente derrotados por las
púas de las zarzas.
III
Valbarca es la tierra de
mis sueños, el lugar donde mis ojos aprendieron a domar la luz, donde mis pies
cansaron los primeros caminos y mis labios bautizaron los charcos y las peñas.
Un Valle agreste y claro que se desloma en las vertientes de La Quebrada y
Monte Jarin, siguiendo la huella húmeda del Galgón que desaparece después, en
la cerrada que divisa El Pando, como afluente del Garaño.
Al río se miran las
praderas de la vega, los picachos terciados de retama y yerbas salvajes, las dehesas
de robledal y hayedo, intrincadas como bosques de difícil penetración que
apenas salvan los vericuetos del leñador.
Crece la yesca como savia
petrificada y abundan los arándanos, las manzanas caruezas y las guindas
garrafales.
El tiempo ha dado seis
pueblos de asentamiento multiforme; algunos de ellos en el solar de las
alquerías y las cabañas y otros en las lindes del alfoz tras la construcción
del palacio fortaleza por don Rodrigo.
Las Murias de Valbarca es
el centro comarcal del Valle y Pobladura de San Roque, la aldea más perdida,
casi una braña en los altozanos de La Quebrada.
Somos allí montañeses de
ribera aunque las vegas de labranza son cortas y el Valle estrecho. Algún
bancal alarga los cultivos en las estribaciones del Jarin, y entre los corrales
y las casas se mantienen las huertas familiares salpicadas por la sombra del
nogal, el tilo y el castaño.
Las heladas arruinan como
imprevista celada el tallo joven de los frutales o arrasan la fragilidad de los
semilleros. El ciclo de las cosechas tiene un tiempo tardío aliviado según
arredren las nieves, que despuntan en las cumbres atenazando la calva blanca de
las peñas más altas o guardándose perpetuas en los hondones sombríos de las
pozas.
El Señorío de Alcidia ató
las propiedades de su patrimonio absoluto y no hubo pedazo de tierra exento del
diezmo o del cautiverio.
De don Rodrigo se cuenta que era un lozano garañón
de seis dedos en el pie derecho, circunstancia que nadie heredó, descendiente
de una familia de maragatos mejorados. Como tercerón de la casa presagiaba el
menguado valor de su partija y abandonó sus solares reclutando media mesnada
para marchar a la aventura del moro.
El éxito de sus ofensivas
le dio fama militar y en conexión con las defensas reales tomó el asiento de
Valbarca después de seis batallas libradas con las huestes del Caudillo Alí
Cidia, que acabaron en la derrota del almohade tras un largo asedio al bastión
del Castro.
El primitivo Señor de Valbarca tuvo un único hijo
legítimo que recibió el nombre de Maurilio Enríquez.
La dispersión de la morisma acabó con sus veleidades
guerreras y la liberación de las contiendas fronterizas promocionada por el
hondo aislamiento de su feudo, tan lejano a la Corte y al límite de otros
Señoríos, concentró el irrefrenable deseo de sus ostentaciones de poder, acaso
exacerbadas por el lastre de la tercería enojosa, sobre el manso temor de sus
propios servidores, labriegos y menestrales de vida vendida, esclavos de la
gleba bajo la única realeza del Señor.
El linaje se instauraba
con el ceño rural de aquella tierra humilde que los aperos abrían en cortas
dimensiones entre las manos de los naturales y algún advenedizo, cifrando en
las cosechas la cotidiana subsistencia dificultada por el cautiverio.
El mismo aislamiento
auspició siempre el bandidaje amoroso de los Señores hacia las doncellas
aldeanas, y normalmente las Señoras de Alcidia fueron campesinas del propio
Valle, acatadoras del ultraje que para algunas supondría cambiar las estameñas
por el faldón de lino.
El palacio del vado aupó su definitiva mole de
cantos y pizarras en los últimos años de don Rodrigo, cuando una vieja herida
recibida en el muslo izquierdo en sus escaramuzas con el almohade comenzó a
quebrarle la figura arrinconándole en el mal humor de la forzosa postración.
Y en el lecho de la
muerte, el primitivo Alcidia, acompañado del hijo y de los fieles, cerró los
ojos una mañana de invierno.
Dicen que la agonía había durado cinco jornadas, que
sus manos se fueron crispando sobre las barbas hasta arrancarlas, y que en el
último momento musitó con claridad cuatro palabras incoherentes que
determinaban el asimilado arraigo de su vecindad en el Valle: cheite, chinu,
chume, chana, las cuatro que pide el refrán ahora para demostrar que somos
hijos de aquella tierra.
Y también dicen que luego escondió la cabeza y que
fuera ardía la tormenta y que una vaca seca de la cuadra del palacio comenzó a
verter leche por el ubre esquilmado.
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