viernes, 4 de agosto de 2023

Cumandá de Juan León Mera FRAGMENTO NOVELA

 



Cumandá
de Juan León Mera

 

 

Al Excmo. señor director de la Real Academia Española

Señor:

 

No sé a qué debo la gran honra de haber sido nombrado miembro correspondiente de esa ilustre y sabia Corporación, pues confieso (y no se crea que lo hago por buscar aplauso a la sombra de fingida modestia) que mis imperfectos trabajos literarios jamás me han envanecido hasta el punto de presumir que soy merecedor de un diploma académico. Todos ellos, hijos de natural inclinación que recibí con la vida y fomenté con estudios enteramente privados, son buenos, a lo sumo, para probar que nunca debe menospreciarse ni desecharse un don de la naturaleza, mas no para servir de fundamento a un título que sólo han merecido justamente beneméritos literatos.

 

Sin embargo, sorprendido por el nombramiento a que me refiero, no tuve valor para rechazarlo, y a los propósitos, harto graves para mí, de empeñar todas mis fuerzas en las tareas que me imponía el inesperado cargo, añadí el de presentar a esa Real Corporación alguna obra que, siendo independiente de las académicas, pudiese patentizar de una manera especial mi viva y eterna gratitud para con ella.

 

¿Qué hacer para cumplir este voto? Tras no corto meditar y dar vueltas en torno de unos cuantos asuntos, vine a fijarme en una leyenda, años ha trazada en mi mente. Creí hallar en ella algo nuevo, poético e interesante; refresqué la memoria de los cuadros encantadores de las vírgenes selvas del oriente de esta República; reuní las reminiscencias de las costumbres de las tribus salvajes que por ellas vagan; acudí a las tradiciones de los tiempos en que estas tierras eran de España y escribí CUMANDÁ; nombre de una heroína de aquellas desiertas regiones, muchas veces repetido por un ilustrado viajero inglés, amigo mío, cuando me refería una tierna anécdota, de la cual fue, en parte, ocular testigo, y cuyos incidentes entran en la urdimbre del presente relato.

 

Bien sé que insignes escritores, como Chateaubriand y Cooper, han desenvuelto las escenas de sus novelas entre salvajes hordas y a la sombra de las selvas de América, que han pintado con inimitable pincel; mas, con todo, juzgo que hay bastante diferencia entre las regiones del Norte bañadas por el Mississipí y las del sur, que se enorgullecen con sus Amazonas, así como entre las costumbres de los indios que respectivamente en ellas moran. La obra de quien escriba acerca de los jívaros tiene, pues, que ser diferente de la escrita en la cabaña de los nátchez, y por más que no alcance un alto grado de perfección, será grata al entendimiento del lector inclinado a lo nuevo y desconocido. Razón hay para llamar vírgenes a nuestras regiones orientales: ni la industria y la ciencia han estudiado todavía su naturaleza, ni la poesía la ha cantado, ni la filosofía ha hecho la disección de la vida y costumbres de los jívaros, záparos y otras familias indígenas y bárbaras que vegetan en aquellos desiertos, divorciadas de la sociedad civilizada.

 

CUMANDÁ es un corto ensayo de lo que pudieran trazar péñolas más competentes que la mía, y, con todo, la obrita va a manos de V. E., y espero que, por tan respetable órgano, sea presentada a la Real Academia. Ojalá merezca su simpatía y benevolencia y la mire siquiera como una florecilla extraña, hallada en el seno de ignotas selvas; y que, a fuer de extraña, tenga cabida en el inapreciable ramillete de las flores literarias de la madre patria.

 

Soy de V. E. muy atento y seguro servidor, q. s. m. b.,

 

Ambato, a 10 de marzo de 1877

 

Juan León Mera

 

 

 

 


Cumandá de Juan León Mera

Al Excmo. señor director de la Real Academia Española
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Capítulo I - Las selvas del oriente

El monte Tungurahua, de hermosa figura cónica y de cumbre siempre blanca, parece haber sido arrojado por la mano de Dios sobre la cadena oriental de los Andes, la cual, hendida al terrible golpe, le ha dado ancho asiento en el fondo de sus entrañas. En estas profundidades y a los pies del coloso, que, no obstante su situación, mide 5.087 metros de altura sobre el mar, se forma el río Pastaza de la unión del Patate, que riega el este de la provincia que lleva el nombre de aquella gran montaña, y del Chambo que, después de recorrer gran parte de la provincia del Chimborazo, se precipita furioso y atronador por su cauce de lava y micaesquista.

El Chambo causa vértigo a quienes por primera vez lo contemplan: se golpea contra los peñascos, salta convertido en espuma, se hunde en sombríos vórtices, vuelve a surgir a borbotones, se retuerce como un condenado, brama como cien toros heridos, truena como la tempestad, y mezclado luego con el otro río continúa con mayor ímpetu cavando abismos y estremeciendo la tierra, hasta que da el famoso salto de Agoyán, cuyo estruendo se oye a considerable distancia. Desde este punto, a una hora de camino del agreste y bello pueblecito de Baños, toma el nombre de Pastaza, y su carrera, aunque majestuosa, es todavía precipitada hasta muchas leguas abajo. Desde aquí también comienza a recibir mayor número de tributarios, siendo los más notables, antes del cerro Abitahua, el Río-verde, de aguas cristalinas y puras, y el Topo, cuyos orígenes se hallan en las serranías de Llanganate, en otro tiempo objeto de codiciosas miras, porque se creía que encerraba riquísimas minas de oro.

El Pastaza, uno de los reyes del sistema fluvial de los desiertos orientales, que se confunden y mueren en el seno del monarca de los ríos del mundo, tiene las orillas más groseramente bellas que se puede imaginar, a lo menos desde las inmediaciones del mentado pueblecito hasta largo espacio adelante de la confluencia del Topo. El cuadro, o más propiamente la sucesión de cuadros que ellas presentan, cambian de aspecto, en especial pasado el Abitahua hasta el gran Amazonas. En la parte en que nos ocupamos, agria y salvaje por extremo, parece que los Andes, en violenta lucha con las ondas, se han rendido sólo a más no poder y las han dejado abrirse paso por sus más recónditos senos. A derecha e izquierda la secular vegetación ha llegado a cubrir los estrechos planos, las caprichosas gradas, los bordes de los barrancos, las laderas y hasta las paredes casi perpendiculares de esa estupenda rotura de la cadena andina; y por entre columnatas de cedros y palmeras, y arcadas de lianas, y bóvedas de esmeralda y oro bajan, siempre a saltos y tumbos, y siempre bulliciosos, los infinitos arroyos que engruesan, amén de los ríos secundarios, el venaje del río principal. Podría decirse que todos ellos buscan con desesperación el término de su carrera seducidos y alucinados por las voces de su soberano que escucharon allá entre las breñas de la montaña.

El viajero no acostumbrado a penetrar por esas selvas, a saltar esos arroyos, esguazar esos ríos, bajar y subir por las pendientes de esos abismos, anda de sorpresa en sorpresa, y juzga los peligros que va arrastrando mayores de lo que son en verdad. Pero estos mismos peligros y sorpresas, entre las cuales hay no pocas agradables, contribuyen a hacerle sentir menos el cansancio y la fatiga, no obstante que, ora salva de un vuelo un trecho desmesurado, ora da pasitos de a sesma; ya va de puntillas, ya de talón, ya con el pie torcido; y se inclina, se arrastra, se endereza, se balancea, cargando todo el cuerpo en el largo bastón de caña brava, se resbala por el descortezado tronco de un árbol caído, se hunde en el cieno, se suspende y columpia de un bejuco, mirando a sus pies por entre las roturas del follaje las agitadas aguas del Pastaza, a más de doscientos metros de profundidad, o bien oyendo solamente su bramido en un abismo que parece sin fondo... En tales caminos, si caminos pueden llamarse, todo el mundo tiene que ser acróbata por fuerza.

El paso del Topo es de lo más medroso. Casi equidistantes una de otra hay en la mitad del cauce dos enormes piedras bruñidas por las ondas que se golpean y despedazan contra ellas; son los machones centrales del puente más extraordinario que se puede forjar con la imaginación, y que se lo pone, sin embargo, por mano de hombres en los momentos en que es preciso trasladarse a las faldas del Abitahua: ese puente es, como si dijésemos, lo ideal de lo terrible realizado por la audacia de la necesidad. Consiste la peregrina fábrica en tres guadúas de algunos metros de longitud tendidas de la orilla a la primera piedra, de ésta a la segunda y de aquí a la orilla opuesta. Sobre los hombros de los prácticos más atrevidos, que han pasado primero y se han colocado cual estatuas en las piedras y las márgenes, descansan otras guadúas que sirven de pasamanos a los demás transeúntes. La caña tiembla y se comba al peso del cuerpo; la espuma rocía los pies; el ruido de las ondas asorda; el vértigo amenaza, y el corazón más valeroso duplica sus latidos. Al cabo está uno de la banda de allá del río, y el puente no tarda en desaparecer arrebatado de la corriente.

Enseguida comienza la ascensión del Abitahua, que es un soberbio altar de gradas de sombría verdura, levantado donde acaba propiamente la rotura de los Andes que hemos bosquejado, y empiezan las regiones orientales. En sus crestas más elevadas, esto es, a una altura de cerca de mil metros, descuellan centenares de palmas que parecen gigantes extasiados en alguna maravilla que está detrás, y que el caminante no puede descubrir mientras no pise el remate del último escalón. Y cierto, una vez coronada la cima, se escapa de lo íntimo del alma un grito de asombro: allí está otro mundo; allí la naturaleza muestra con ostentación una de sus fases más sublimes: es la inmensidad de un mar de vegetación prodigiosa bajo la azul inmensidad del cielo. A la izquierda y a lo lejos la cadena de los Andes semeja una onda de longitud infinita, suspensa un momento por la fuerza de dos vientos encontrados; al frente y a la derecha no hay más que la vaga e indecisa línea del horizonte entre los espacios celestes y la superficie de las selvas, en la que se mueve el espíritu de Dios como antes de los tiempos se movía sobre la superficie de las aguas. Algunas cordilleras de segundo y tercer orden, ramajes de la principal, y casi todas tendidas del Oeste al Este, no son sino breves eminencias, arrugas insignificantes que apenas interrumpen el nivel de ese grande Sahara de verdura. En los primeros términos se alcanza a distinguir millares de puntos de relieve como las motillas de una inconmensurable manta desdoblada a los pies del espectador: son las palmeras que han levantado las cabezas buscando las regiones del aire libre, cual si temiesen ahogarse en la espesura. Unos cuantos hilos de plata en eses prolongadas y desiguales, y, a veces, interrumpidas de trecho en trecho, brillan allá distantes: son los caudalosos ríos que descendiendo de los Andes se apresuran a llevar su tributo al Amazonas. Con frecuencia se ve la tempestad como alado y negro fantasma cerniéndose sobre la cordillera y despidiendo serpientes de fuego que se cruzan como una red, y cuyo tronido no alcanza a escucharse; otras veces los vientos del Levante se desencadenan furiosos y agitan las copas de aquellos millones de millones de árboles, formando interminable serie de olas de verdemar, esmeralda y tornasol, que en su acompasado y majestuoso movimiento producen una especie de mugidos, para cuya imitación no se hallan voces en los demás elementos de la naturaleza. Cuando luego inmoble y silencioso aquel excepcional desierto recibe los rayos del sol naciente, reverbera con luces apacibles, aunque vivas, a causa del abundante rocío que ha lavado las hojas. Cuando el astro del día se pone, el reverberar es candente, y hay puntos en que parece haberse dado a las selvas un baño de cobre derretido, o donde una ilusión óptica muestra llamas que se extienden trémulas por las masas de follaje sin abrasarlas. Cuando, en fin, se levanta la espesa niebla y lo envuelve todo en sus rizados pliegues, aquello es un verdadero caos en que la vista y el pensamiento se confunden, y el alma se siente oprimida por una tristeza indefinible y poderosa. Ese caos remeda los del pasado y el porvenir, entre los cuales puesto el hombre brilla un segundo cual leve chispa y desaparece para siempre; y el conocimiento de su pequeñez, impotencia y miseria es la causa principal del abatimiento que le sobrecoge a vista de aquella imagen que le hace tangible, por decirlo así, la verdad de su existencia momentánea y de su triste suerte en el mundo.

Desde las faldas orientales del Abitahua cambia el espectáculo: está el viajero bajo las olas del extraño y pasmoso golfo que hemos bosquejado; ha descendido de las regiones de la luz al imperio de las misteriosas sombras. Arriba, se dilataba el pensamiento a par de las miradas por la inmensidad de la superficie de las selvas y lo infinito del cielo; aquí abajo los troncos enormes, los más cubiertos de bosquecillos de parásitas, las ramas entrelazadas, las cortinas de floridas enredaderas que descienden desde la cima de los árboles, los flexibles bejucos que imitan los cables y jarcia de los navíos, le rodean a uno por todas partes, y a veces se cree preso en una dilatada red allí tendida por alguna ignota divinidad del desierto para dar caza al descuidado caminante. Sin embargo, ¡cosa singular!, esta aprensión que debía acongojar el espíritu, desaparece al sobrevenir, cual de seguro sobreviene, cierto sentimiento de libertad, independencia y grandeza, del que no hay ninguna idea en las ciudades y en medio de la vida y agitación de la sociedad civilizada. Por un fenómeno psicológico que no podemos explicar, sufre el alma encerrada en el dédalo de los bosques, impresiones totalmente diversas de las que experimenta al contemplarlos por encima, cuando parece que los espacios infinitos le convidan a volar por ellos como si fueran su elemento propio. Arriba una voz secreta le dice al hombre:

-¡Cuán chico, impotente e infeliz eres! Abajo otra voz, secreta asimismo y no menos persuasiva, le repite:

-Eres dueño de ti mismo y verdadero rey de la naturaleza: estás en tus dominios: haz de ti y de cuanto te rodea lo que quisieres. Excepto Dios y tu conciencia, aquí nadie te mira ni sojuzga tus actos.

Este sentir, este poderoso elemento moral que en el silencio de las desiertas selvas se apodera del ánimo del hombre, es parte sin duda para formar el carácter soberbio y dominante del salvaje, para quien la obediencia forzada es desconocida, la humillación un crimen digno de la última pena, la costumbre y la fuerza sus únicas leyes, y la venganza la primera de sus virtudes, y casi una necesidad.

En este laberinto de la vegetación más gigante de la tierra, en esta especie de regiones suboceánicas, donde por maravilla penetran los rayos del Sol, y donde sólo por las aberturas de los grandes ríos se alcanza a ver en largas fajas el azul del cielo, se hallan maravillosos dechados en que pudieran buscar su perfección las artes que constituyen el orgullo de los pueblos cultos: aquí está diversificado el pensamiento de la arquitectura, desde la severa majestad gótica hasta el airoso y fantástico estilo arábigo, y aun hay órdenes que todavía no han sido comprendidos ni tallados en mármol y granito por el ingenio humano: ¡qué columnatas tan soberbias!, ¡qué pórticos tan magníficos!, ¡qué artesonados tan estupendos! Y cuando la naturaleza está en calma; cuando plegadas las alas, duermen los vientos en sus lejanas cavernas, aquellos portentosos monumentos son retratados por una oculta y divina mano en el cristal de los ríos y lagunas para lección de la pintura. Aquí hay sonidos y melodías que encantarían a los Donizetti y los Mozart, y que a veces los desesperarían. Aquí hay flores que no soñó nunca el paganismo en sus Campos Elíseos, y fragancias desconocidas en la morada de los dioses. Aquí hay ese gratísimo no sé qué, inexplicable en todas las lenguas, perceptible para algunas almas tiernas, sensibles y egregias, y que, por lo mismo, se le llama con un nombre que nada expresa -poesía. Conocimiento y posesión de todas las bellezas y armonías de la naturaleza; iniciación en todas sus misteriosas maravillas; intuición de los divinos portentos que encierra el mundo moral, cualquiera cosa que sea aquello que el idioma humano llama poesía, aquí en las entrañas de estas selvas hijas de los siglos, se la siente más viva, más activa, más poderosa que entre el bullicio y caduco esplendor de la civilización.

Ni falta la melancólica majestad de las ruinas que en otros hemisferios llaman tanto la atención de los sabios. En Europa y Asia la maza y la tea de la guerra y el pesado rodar de los siglos han derribado las creaciones de las artes y la civilización antiguas: aquí sólo la naturaleza demuele sus propias obras: el huracán se ha cebado en esas arcadas; la tempestad ha despedazado aquel centenar de columnas; las abatidas copas de las palmeras son los capiteles de esos templos, palacios y termas de esmeralda y flores que yacen en fragmentos. Pero allá han desaparecido para siempre los artistas que levantaron los monumentos de piedra de Balbeck y de Palmira, en tanto que aquí está vivo el genio de la naturaleza que hizo las maravillas de las selvas, y las repite y multiplica todos los días: ¿no lo veis?, los escombros van desapareciendo bajo la sombra de otros suntuosos y magníficos edificios. La eterna y divina artista no demuele sus obras sino para mejorarlas, y para ello recibe nuevas fuerzas y poderosos elementos de la descomposición de las mismas ruinas que ha esparcido a sus pies.

Sin entrar en cuenta el Putumayo, desde cuyas orillas meridionales comienza el territorio ecuatoriano en las regiones del Oriente, bañan éstas y desembocan en el Amazonas los caudalosos ríos Napo, Nanay, Tigre, Chambira, Pastaza, Morona, Santiago, Chinchipe, y otros que si son pequeños junto a aquellos, en verdad serían de notable consideración en Europa, Asia o África.

El Pastaza, cuyo descenso hemos seguido hasta el punto en que recibe las tumultuosas ondas del Topo, y de cuyas márgenes no nos alejaremos durante la historia que vamos a relatar, fue navegado por el sabio D. Pedro Vicente Maldonado y Sotomayor en 1741, quien delineó su curso y el del caprichoso y enredado Bobonaza. Pasado el Abitahua recibe por el Norte el tributo del Pindo, desde donde comienza a prestarse a la navegación, aunque no segura; luego le entran el Llucin por la derecha, y a pocas leguas el Palora, de aguas sulfurosas y amargas, y cuyos orígenes se hallan en una corta laguna de las inmediaciones del Sangay, sin duda uno de los volcanes más activos y terribles del mundo. Aquí las aguas del Pastaza, así como las del Palora, ya son bastante mansas y apacibles, y sólo se nota mayor movimiento en el Estrecho del Tayo que está a continuación y que lo forman rígidos peñascos alzados a uno y otro lado y casi paralelos. Libre ya de estos hercúleos brazos que le ajustaban, se explaya y lleva su imperial carrera primero de Poniente a Oriente y después de Noroeste a Sudeste hasta su triple desembocadura.

El Pastaza se dilata a veces por abiertas y risueñas playas, y otras está limitado en trayectos más o menos largos por peñascosas orillas que van desapareciendo a medida que avanza en la llanura, o por simples elevaciones del terreno. En muchos puntos se divide en dos brazos que vuelven a unirse ciñendo hermosas islas, las que son más frecuentes y extensas cuanto más el río se acerca a su término. En las orillas abundan hermosísimas palmas, de cuyo fruto gustan los saínos y otros animales bravíos, y el laurel que produce la excelente cera, y el fragante canelo que da nombre al territorio regado por el Bobonaza rico censatario también del Pastaza, y por el Curaray que da más abundante caudal al gigantesco Napo.

A no mucha distancia de las márgenes del río que nos ocupa, y casi siempre en comunicación con él, hay unas cuantas lagunas coronadas, asimismo, de palmeras que se encorvan en suave movimiento a mirarse en sus limpísimos cristales, y pobladas de aves de rara belleza, de dorados peces y de tortugas de regalada carne. Y ni en lagunas ni en islas faltan enormes caimanes y pintadas culebras, hallándose a veces el monstruo amarun, terror de esas soledades, y junto al cual la boa de África pierde su fama toda. El Rumachuna, pocas leguas antes de la confluencia del Pastaza con el Amazonas, es el más extenso y magnífico de esos espejos de la naturaleza tendidos en el desierto.

Lector, hemos procurado hacerte conocer, aunque harto imperfectamente, el teatro en que vamos a introducirte: déjate guiar y síguenos con paciencia. Pocas veces volveremos la vista a la sociedad civilizada; olvídate de ella si quieres que te interesen las esencias de la naturaleza y las costumbres de los errantes y salvajes hijos, de las selvas.

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