Al
Excmo. señor director de la Real Academia Española
Señor:
No sé a qué debo la gran honra de haber sido
nombrado miembro correspondiente de esa ilustre y sabia Corporación, pues
confieso (y no se crea que lo hago por buscar aplauso a la sombra de fingida
modestia) que mis imperfectos trabajos literarios jamás me han envanecido hasta
el punto de presumir que soy merecedor de un diploma académico. Todos ellos,
hijos de natural inclinación que recibí con la vida y fomenté con estudios
enteramente privados, son buenos, a lo sumo, para probar que nunca debe
menospreciarse ni desecharse un don de la naturaleza, mas no para servir de
fundamento a un título que sólo han merecido justamente beneméritos literatos.
Sin embargo, sorprendido por el nombramiento a que
me refiero, no tuve valor para rechazarlo, y a los propósitos, harto graves
para mí, de empeñar todas mis fuerzas en las tareas que me imponía el
inesperado cargo, añadí el de presentar a esa Real Corporación alguna obra que,
siendo independiente de las académicas, pudiese patentizar de una manera
especial mi viva y eterna gratitud para con ella.
¿Qué hacer para cumplir este voto? Tras no corto
meditar y dar vueltas en torno de unos cuantos asuntos, vine a fijarme en una
leyenda, años ha trazada en mi mente. Creí hallar en ella algo nuevo, poético e
interesante; refresqué la memoria de los cuadros encantadores de las vírgenes
selvas del oriente de esta República; reuní las reminiscencias de las
costumbres de las tribus salvajes que por ellas vagan; acudí a las tradiciones
de los tiempos en que estas tierras eran de España y escribí CUMANDÁ; nombre de
una heroína de aquellas desiertas regiones, muchas veces repetido por un
ilustrado viajero inglés, amigo mío, cuando me refería una tierna anécdota, de
la cual fue, en parte, ocular testigo, y cuyos incidentes entran en la urdimbre
del presente relato.
Bien sé que insignes escritores, como Chateaubriand
y Cooper, han desenvuelto las escenas de sus novelas entre salvajes hordas y a
la sombra de las selvas de América, que han pintado con inimitable pincel; mas,
con todo, juzgo que hay bastante diferencia entre las regiones del Norte
bañadas por el Mississipí y las del sur, que se enorgullecen con sus Amazonas,
así como entre las costumbres de los indios que respectivamente en ellas moran.
La obra de quien escriba acerca de los jívaros tiene, pues, que ser diferente
de la escrita en la cabaña de los nátchez, y por más que no alcance un alto
grado de perfección, será grata al entendimiento del lector inclinado a lo
nuevo y desconocido. Razón hay para llamar vírgenes a nuestras regiones
orientales: ni la industria y la ciencia han estudiado todavía su naturaleza,
ni la poesía la ha cantado, ni la filosofía ha hecho la disección de la vida y costumbres
de los jívaros, záparos y otras familias indígenas y bárbaras que vegetan en
aquellos desiertos, divorciadas de la sociedad civilizada.
CUMANDÁ es un corto ensayo de lo que pudieran trazar
péñolas más competentes que la mía, y, con todo, la obrita va a manos de V. E.,
y espero que, por tan respetable órgano, sea presentada a la Real Academia.
Ojalá merezca su simpatía y benevolencia y la mire siquiera como una florecilla
extraña, hallada en el seno de ignotas selvas; y que, a fuer de extraña, tenga
cabida en el inapreciable ramillete de las flores literarias de la madre
patria.
Soy de V. E. muy atento y seguro servidor, q. s. m.
b.,
Ambato, a 10 de marzo de 1877
Juan
León Mera
Cumandá de Juan León Mera |
|
Al Excmo. señor director de la Real Academia
Española |
Capítulo I
- Las selvas del oriente
El monte Tungurahua, de hermosa figura cónica y de
cumbre siempre blanca, parece haber sido arrojado por la mano de Dios sobre la
cadena oriental de los Andes, la cual, hendida al terrible golpe, le ha dado
ancho asiento en el fondo de sus entrañas. En estas profundidades y a los pies
del coloso, que, no obstante su situación, mide 5.087 metros de altura sobre el
mar, se forma el río Pastaza de la unión del Patate, que riega el este de la
provincia que lleva el nombre de aquella gran montaña, y del Chambo que,
después de recorrer gran parte de la provincia del Chimborazo, se precipita furioso
y atronador por su cauce de lava y micaesquista.
El Chambo causa vértigo a quienes por primera vez lo
contemplan: se golpea contra los peñascos, salta convertido en espuma, se hunde
en sombríos vórtices, vuelve a surgir a borbotones, se retuerce como un
condenado, brama como cien toros heridos, truena como la tempestad, y mezclado
luego con el otro río continúa con mayor ímpetu cavando abismos y estremeciendo
la tierra, hasta que da el famoso salto de Agoyán, cuyo estruendo se oye a
considerable distancia. Desde este punto, a una hora de camino del agreste y
bello pueblecito de Baños, toma el nombre de Pastaza, y su carrera, aunque
majestuosa, es todavía precipitada hasta muchas leguas abajo. Desde aquí
también comienza a recibir mayor número de tributarios, siendo los más
notables, antes del cerro Abitahua, el Río-verde, de aguas cristalinas y puras,
y el Topo, cuyos orígenes se hallan en las serranías de Llanganate, en otro
tiempo objeto de codiciosas miras, porque se creía que encerraba riquísimas minas
de oro.
El Pastaza, uno de los reyes del sistema fluvial de
los desiertos orientales, que se confunden y mueren en el seno del monarca de
los ríos del mundo, tiene las orillas más groseramente bellas que se puede
imaginar, a lo menos desde las inmediaciones del mentado pueblecito hasta largo
espacio adelante de la confluencia del Topo. El cuadro, o más propiamente la
sucesión de cuadros que ellas presentan, cambian de aspecto, en especial pasado
el Abitahua hasta el gran Amazonas. En la parte en que nos ocupamos, agria y
salvaje por extremo, parece que los Andes, en violenta lucha con las ondas, se
han rendido sólo a más no poder y las han dejado abrirse paso por sus más
recónditos senos. A derecha e izquierda la secular vegetación ha llegado a
cubrir los estrechos planos, las caprichosas gradas, los bordes de los
barrancos, las laderas y hasta las paredes casi perpendiculares de esa
estupenda rotura de la cadena andina; y por entre columnatas de cedros y
palmeras, y arcadas de lianas, y bóvedas de esmeralda y oro bajan, siempre a
saltos y tumbos, y siempre bulliciosos, los infinitos arroyos que engruesan,
amén de los ríos secundarios, el venaje del río principal. Podría decirse que
todos ellos buscan con desesperación el término de su carrera seducidos y
alucinados por las voces de su soberano que escucharon allá entre las breñas de
la montaña.
El viajero no acostumbrado a penetrar por esas
selvas, a saltar esos arroyos, esguazar esos ríos, bajar y subir por las
pendientes de esos abismos, anda de sorpresa en sorpresa, y juzga los peligros
que va arrastrando mayores de lo que son en verdad. Pero estos mismos peligros
y sorpresas, entre las cuales hay no pocas agradables, contribuyen a hacerle
sentir menos el cansancio y la fatiga, no obstante que, ora salva de un vuelo
un trecho desmesurado, ora da pasitos de a sesma; ya va de puntillas, ya de
talón, ya con el pie torcido; y se inclina, se arrastra, se endereza, se
balancea, cargando todo el cuerpo en el largo bastón de caña brava, se resbala
por el descortezado tronco de un árbol caído, se hunde en el cieno, se suspende
y columpia de un bejuco, mirando a sus pies por entre las roturas del follaje
las agitadas aguas del Pastaza, a más de doscientos metros de profundidad, o
bien oyendo solamente su bramido en un abismo que parece sin fondo... En tales
caminos, si caminos pueden llamarse, todo el mundo tiene que ser acróbata por
fuerza.
El paso del Topo es de lo más medroso. Casi
equidistantes una de otra hay en la mitad del cauce dos enormes piedras
bruñidas por las ondas que se golpean y despedazan contra ellas; son los
machones centrales del puente más extraordinario que se puede forjar con la
imaginación, y que se lo pone, sin embargo, por mano de hombres en los momentos
en que es preciso trasladarse a las faldas del Abitahua: ese puente es, como si
dijésemos, lo ideal de lo terrible realizado por la audacia de la necesidad.
Consiste la peregrina fábrica en tres guadúas de algunos metros de longitud
tendidas de la orilla a la primera piedra, de ésta a la segunda y de aquí a la
orilla opuesta. Sobre los hombros de los prácticos más atrevidos, que han
pasado primero y se han colocado cual estatuas en las piedras y las márgenes,
descansan otras guadúas que sirven de pasamanos a los demás transeúntes. La
caña tiembla y se comba al peso del cuerpo; la espuma rocía los pies; el ruido
de las ondas asorda; el vértigo amenaza, y el corazón más valeroso duplica sus
latidos. Al cabo está uno de la banda de allá del río, y el puente no tarda en
desaparecer arrebatado de la corriente.
Enseguida comienza la ascensión del Abitahua, que es
un soberbio altar de gradas de sombría verdura, levantado donde acaba
propiamente la rotura de los Andes que hemos bosquejado, y empiezan las
regiones orientales. En sus crestas más elevadas, esto es, a una altura de
cerca de mil metros, descuellan centenares de palmas que parecen gigantes
extasiados en alguna maravilla que está detrás, y que el caminante no puede
descubrir mientras no pise el remate del último escalón. Y cierto, una vez coronada
la cima, se escapa de lo íntimo del alma un grito de asombro: allí está otro
mundo; allí la naturaleza muestra con ostentación una de sus fases más
sublimes: es la inmensidad de un mar de vegetación prodigiosa bajo la azul
inmensidad del cielo. A la izquierda y a lo lejos la cadena de los Andes semeja
una onda de longitud infinita, suspensa un momento por la fuerza de dos vientos
encontrados; al frente y a la derecha no hay más que la vaga e indecisa línea
del horizonte entre los espacios celestes y la superficie de las selvas, en la
que se mueve el espíritu de Dios como antes de los tiempos se movía sobre la
superficie de las aguas. Algunas cordilleras de segundo y tercer orden, ramajes
de la principal, y casi todas tendidas del Oeste al Este, no son sino breves
eminencias, arrugas insignificantes que apenas interrumpen el nivel de ese
grande Sahara de verdura. En los primeros términos se alcanza a distinguir
millares de puntos de relieve como las motillas de una inconmensurable manta
desdoblada a los pies del espectador: son las palmeras que han levantado las
cabezas buscando las regiones del aire libre, cual si temiesen ahogarse en la
espesura. Unos cuantos hilos de plata en eses prolongadas y desiguales, y, a
veces, interrumpidas de trecho en trecho, brillan allá distantes: son los
caudalosos ríos que descendiendo de los Andes se apresuran a llevar su tributo
al Amazonas. Con frecuencia se ve la tempestad como alado y negro fantasma
cerniéndose sobre la cordillera y despidiendo serpientes de fuego que se cruzan
como una red, y cuyo tronido no alcanza a escucharse; otras veces los vientos
del Levante se desencadenan furiosos y agitan las copas de aquellos millones de
millones de árboles, formando interminable serie de olas de verdemar, esmeralda
y tornasol, que en su acompasado y majestuoso movimiento producen una especie
de mugidos, para cuya imitación no se hallan voces en los demás elementos de la
naturaleza. Cuando luego inmoble y silencioso aquel excepcional desierto recibe
los rayos del sol naciente, reverbera con luces apacibles, aunque vivas, a
causa del abundante rocío que ha lavado las hojas. Cuando el astro del día se
pone, el reverberar es candente, y hay puntos en que parece haberse dado a las
selvas un baño de cobre derretido, o donde una ilusión óptica muestra llamas
que se extienden trémulas por las masas de follaje sin abrasarlas. Cuando, en
fin, se levanta la espesa niebla y lo envuelve todo en sus rizados pliegues,
aquello es un verdadero caos en que la vista y el pensamiento se confunden, y
el alma se siente oprimida por una tristeza indefinible y poderosa. Ese caos
remeda los del pasado y el porvenir, entre los cuales puesto el hombre brilla
un segundo cual leve chispa y desaparece para siempre; y el conocimiento de su
pequeñez, impotencia y miseria es la causa principal del abatimiento que le
sobrecoge a vista de aquella imagen que le hace tangible, por decirlo así, la
verdad de su existencia momentánea y de su triste suerte en el mundo.
Desde las faldas orientales del Abitahua cambia el espectáculo:
está el viajero bajo las olas del extraño y pasmoso golfo que hemos bosquejado;
ha descendido de las regiones de la luz al imperio de las misteriosas sombras.
Arriba, se dilataba el pensamiento a par de las miradas por la inmensidad de la
superficie de las selvas y lo infinito del cielo; aquí abajo los troncos
enormes, los más cubiertos de bosquecillos de parásitas, las ramas
entrelazadas, las cortinas de floridas enredaderas que descienden desde la cima
de los árboles, los flexibles bejucos que imitan los cables y jarcia de los
navíos, le rodean a uno por todas partes, y a veces se cree preso en una
dilatada red allí tendida por alguna ignota divinidad del desierto para dar
caza al descuidado caminante. Sin embargo, ¡cosa singular!, esta aprensión que
debía acongojar el espíritu, desaparece al sobrevenir, cual de seguro
sobreviene, cierto sentimiento de libertad, independencia y grandeza, del que
no hay ninguna idea en las ciudades y en medio de la vida y agitación de la
sociedad civilizada. Por un fenómeno psicológico que no podemos explicar, sufre
el alma encerrada en el dédalo de los bosques, impresiones totalmente diversas
de las que experimenta al contemplarlos por encima, cuando parece que los
espacios infinitos le convidan a volar por ellos como si fueran su elemento
propio. Arriba una voz secreta le dice al hombre:
-¡Cuán chico, impotente e infeliz eres! Abajo otra
voz, secreta asimismo y no menos persuasiva, le repite:
-Eres dueño de ti mismo y verdadero rey de la
naturaleza: estás en tus dominios: haz de ti y de cuanto te rodea lo que
quisieres. Excepto Dios y tu conciencia, aquí nadie te mira ni sojuzga tus
actos.
Este sentir, este poderoso elemento moral que en el
silencio de las desiertas selvas se apodera del ánimo del hombre, es parte sin
duda para formar el carácter soberbio y dominante del salvaje, para quien la
obediencia forzada es desconocida, la humillación un crimen digno de la última
pena, la costumbre y la fuerza sus únicas leyes, y la venganza la primera de
sus virtudes, y casi una necesidad.
En este laberinto de la vegetación más gigante de la
tierra, en esta especie de regiones suboceánicas, donde por maravilla penetran
los rayos del Sol, y donde sólo por las aberturas de los grandes ríos se
alcanza a ver en largas fajas el azul del cielo, se hallan maravillosos
dechados en que pudieran buscar su perfección las artes que constituyen el
orgullo de los pueblos cultos: aquí está diversificado el pensamiento de la
arquitectura, desde la severa majestad gótica hasta el airoso y fantástico
estilo arábigo, y aun hay órdenes que todavía no han sido comprendidos ni
tallados en mármol y granito por el ingenio humano: ¡qué columnatas tan
soberbias!, ¡qué pórticos tan magníficos!, ¡qué artesonados tan estupendos! Y
cuando la naturaleza está en calma; cuando plegadas las alas, duermen los
vientos en sus lejanas cavernas, aquellos portentosos monumentos son retratados
por una oculta y divina mano en el cristal de los ríos y lagunas para lección
de la pintura. Aquí hay sonidos y melodías que encantarían a los Donizetti y
los Mozart, y que a veces los desesperarían. Aquí hay flores que no soñó nunca
el paganismo en sus Campos Elíseos, y fragancias desconocidas en la morada de
los dioses. Aquí hay ese gratísimo no sé qué, inexplicable en todas las
lenguas, perceptible para algunas almas tiernas, sensibles y egregias, y que,
por lo mismo, se le llama con un nombre que nada expresa -poesía. Conocimiento
y posesión de todas las bellezas y armonías de la naturaleza; iniciación en
todas sus misteriosas maravillas; intuición de los divinos portentos que
encierra el mundo moral, cualquiera cosa que sea aquello que el idioma humano
llama poesía, aquí en las entrañas de estas selvas hijas de los siglos, se la
siente más viva, más activa, más poderosa que entre el bullicio y caduco
esplendor de la civilización.
Ni falta la melancólica majestad de las ruinas que
en otros hemisferios llaman tanto la atención de los sabios. En Europa y Asia
la maza y la tea de la guerra y el pesado rodar de los siglos han derribado las
creaciones de las artes y la civilización antiguas: aquí sólo la naturaleza
demuele sus propias obras: el huracán se ha cebado en esas arcadas; la
tempestad ha despedazado aquel centenar de columnas; las abatidas copas de las
palmeras son los capiteles de esos templos, palacios y termas de esmeralda y
flores que yacen en fragmentos. Pero allá han desaparecido para siempre los
artistas que levantaron los monumentos de piedra de Balbeck y de Palmira, en
tanto que aquí está vivo el genio de la naturaleza que hizo las maravillas de
las selvas, y las repite y multiplica todos los días: ¿no lo veis?, los
escombros van desapareciendo bajo la sombra de otros suntuosos y magníficos
edificios. La eterna y divina artista no demuele sus obras sino para mejorarlas,
y para ello recibe nuevas fuerzas y poderosos elementos de la descomposición de
las mismas ruinas que ha esparcido a sus pies.
Sin entrar en cuenta el Putumayo, desde cuyas
orillas meridionales comienza el territorio ecuatoriano en las regiones del Oriente,
bañan éstas y desembocan en el Amazonas los caudalosos ríos Napo, Nanay, Tigre,
Chambira, Pastaza, Morona, Santiago, Chinchipe, y otros que si son pequeños
junto a aquellos, en verdad serían de notable consideración en Europa, Asia o
África.
El Pastaza, cuyo descenso hemos seguido hasta el
punto en que recibe las tumultuosas ondas del Topo, y de cuyas márgenes no nos
alejaremos durante la historia que vamos a relatar, fue navegado por el sabio
D. Pedro Vicente Maldonado y Sotomayor en 1741, quien delineó su curso y el del
caprichoso y enredado Bobonaza. Pasado el Abitahua recibe por el Norte el
tributo del Pindo, desde donde comienza a prestarse a la navegación, aunque no
segura; luego le entran el Llucin por la derecha, y a pocas leguas el Palora, de
aguas sulfurosas y amargas, y cuyos orígenes se hallan en una corta laguna de
las inmediaciones del Sangay, sin duda uno de los volcanes más activos y
terribles del mundo. Aquí las aguas del Pastaza, así como las del Palora, ya
son bastante mansas y apacibles, y sólo se nota mayor movimiento en el Estrecho
del Tayo que está a continuación y que lo forman rígidos peñascos alzados a uno
y otro lado y casi paralelos. Libre ya de estos hercúleos brazos que le
ajustaban, se explaya y lleva su imperial carrera primero de Poniente a Oriente
y después de Noroeste a Sudeste hasta su triple desembocadura.
El Pastaza se dilata a veces por abiertas y risueñas
playas, y otras está limitado en trayectos más o menos largos por peñascosas
orillas que van desapareciendo a medida que avanza en la llanura, o por simples
elevaciones del terreno. En muchos puntos se divide en dos brazos que vuelven a
unirse ciñendo hermosas islas, las que son más frecuentes y extensas cuanto más
el río se acerca a su término. En las orillas abundan hermosísimas palmas, de
cuyo fruto gustan los saínos y otros animales bravíos, y el laurel que produce
la excelente cera, y el fragante canelo que da nombre al territorio regado por
el Bobonaza rico censatario también del Pastaza, y por el Curaray que da más
abundante caudal al gigantesco Napo.
A no mucha distancia de las márgenes del río que nos
ocupa, y casi siempre en comunicación con él, hay unas cuantas lagunas
coronadas, asimismo, de palmeras que se encorvan en suave movimiento a mirarse
en sus limpísimos cristales, y pobladas de aves de rara belleza, de dorados
peces y de tortugas de regalada carne. Y ni en lagunas ni en islas faltan
enormes caimanes y pintadas culebras, hallándose a veces el monstruo amarun,
terror de esas soledades, y junto al cual la boa de África pierde su fama toda.
El Rumachuna, pocas leguas antes de la confluencia del Pastaza con el Amazonas,
es el más extenso y magnífico de esos espejos de la naturaleza tendidos en el
desierto.
Lector, hemos procurado hacerte conocer, aunque
harto imperfectamente, el teatro en que vamos a introducirte: déjate guiar y
síguenos con paciencia. Pocas veces volveremos la vista a la sociedad
civilizada; olvídate de ella si quieres que te interesen las esencias de la
naturaleza y las costumbres de los errantes y salvajes hijos, de las selvas.
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