sábado, 22 de julio de 2023

ANA MARÍA MATUTE CUENTOS COMPLETOS FRAGMENTO

 



Presentación A finales de mayo de 1947 se publicó en el semanario Destino el cuento «El chico de al lado» de Ana María Matute. Es de suponer la emoción de la joven escritora. Ella misma cuenta que fue corriendo al quiosco a buscar la revista y que, ante la perplejidad de la vendedora, compró cuatro. Tenía apenas veinte años y veía por primera vez publicado un cuento suyo; lo había escrito a los quince, como muchos otros. Escribir no era algo nuevo para ella pues desde que supo manejar un lápiz no había hecho otra cosa. Escribir era —y es— su manera de estar en el mundo. Se conservan los cuentos que escribió desde los cinco años. También muy joven había escrito, durante un verano en Zumaya, su primera novela: Pequeño teatro. Tenía diecisiete años y de forma impulsiva se presentó en la editorial Destino con su manuscrito. El editor, Ignacio Agustí, le pidió que se lo llevara y lo volviera a traer, pero esta vez mecanografiado. En cuanto lo leyeron decidieron contratarlo; sin embargo, no se publicó hasta 1954, cuando ganó el premio Planeta. Hasta entonces pasaron muchas cosas. Para ir dándola a conocer literariamente, le pidieron algún cuento para la revista. Ella les entregó «El chico de al lado». Y así comenzó la colaboración con Destino. Por aquella época estaba ya escribiendo su segunda novela, Los Abel, que quedó finalista del premio Nadal y se publicó en 1948. Los duendes de las imprentas fueron los responsables de que el segundo cuento, «Sombras», publicado casi un año después del primero, apareciera firmado por Juan M.ª Matute (la autora recuerda el enfado de su padre ante el error; a la semana siguiente la revista rectificó). Del mismo año es también «Mentiras» y del siguiente, «Los niños buenos» (en cuatro entregas semanales). Y desde entonces Ana María no paró de escribir cuentos, que alternaba con sus novelas y que eran una manera de subsistir económicamente. La puerta de la luna reúne todos los cuentos y escritos cortos de Ana María Matute, tanto los recopilados en antologías como los que andaban dispersos. Se divide en dos partes: la primera recoge los cuentos propiamente dichos y la segunda, los artículos o apuntes periodísticos, muchos de los cuales rozan, o son también, relatos. Esta división es, pues, meramente funcional, para distinguir lo que es claramente narrativo de lo que se solapa con otros géneros, aunque en todos los textos están esa capacidad de fabulación y ese vuelo de la imaginación tan personales y que hacen que sea tan difícil adscribirla a una tendencia artística. En esta obra se ha respetado la cronología en que fueron publicados los distintos libros de relatos: Los niños tontos (Arión, Madrid, 1956), El tiempo (Mateu, Barcelona, 1957), Tres y un sueño (Destino, Barcelona, enero de 1961), Historias de la Artámila (Destino, septiembre de 1961), El arrepentido y otras narraciones (que apareció primero como El arrepentido, con sólo ocho relatos, en 1961, en la colección Leopoldo Alas de la editorial barcelonesa Rocas; y luego, ya con trece cuentos, como El arrepentido y otras narraciones en 1967, en la editorial Juventud de Barcelona), Algunos muchachos (Destino, julio de 1968) y dos cuentos sueltos publicados en 1993 y 1998, respectivamente. En la segunda parte se incluyen: A la mitad del camino (Rocas, Barcelona, 1961) y El río (Argos, Barcelona, 1963). De estas ediciones originales se han eliminado los escritos cuyo contenido era meramente coyuntural. Los cuentos que componen cada una de las compilaciones no siempre pertenecen a la misma época: muchos fueron escritos o publicados en revistas en fechas muy anteriores. Por eso, a veces conviven cuentos escritos con más de diez años de diferencia, lo que puede reflejarse en el estilo literario. Prácticamente de todos ellos se ha encontrado la fecha de la primera publicación. Los niños tontos y Tres y un sueño no tienen problemas de datación porque fueron escritos de forma unitaria y directamente para su publicación como libro. Sin embargo, en El tiempo la procedencia es ya diversa. Están, entre otros, los primeros cuentos publicados: «El chico de al lado», de 1947; «Sombras» y «Mentiras», ambos de 1948; «Los niños buenos», de 1949 (los cuatro publicados en Destino); «El tiempo» apareció como «La pequeña vida» en 1953, en La novela del Sábado, nº 11; «La ronda» se publicó junto con Fiesta al noroeste y «Los niños buenos» en 1953 (Afrodisio Aguado, Madrid); otros, como «Chimenea», son de 1957 (publicados ya en Garbo); «No hacer nada», también de esas fechas, fue rechazado porque se consideró «políticamente incorrecto». Los años cincuenta y sesenta fueron para la autora de gran producción creativa (coinciden con la aparición de algunas de sus novelas más relevantes), pero también de gran penuria económica. A partir de 1957, empezó a colaborar con la revista Garbo; ella misma relata la presión económica bajo la que vivía, pues tenía que hacerse cargo de los gastos de la casa y con un niño pequeño, por lo que tenía que escribir semanalmente un cuento. Estos textos se recogieron en dos compilaciones: Historias de la Artámila, que reunía toda la producción cuentística de 1958, más «Pecado de omisión», de finales de 1957, y «El perro perdido», de mayo de 1961; y El arrepentido y otras narraciones, cuentos de distinta procedencia, algunos de los cuales han sido hoy eliminados. Los recogidos aquí son: «La luna» y «El hijo» (de 1957, publicado en Garbo), «El arrepentido», «Los de la tienda» y «El embustero»(de 1958, también publicados en Garbo, el último reproducido ahora por primera vez), «La Virgen de Antioquía» (escrito en 1963, pero no publicado hasta 1990 en Mondadori), «Sino espada» (Destino, 1964) y «El maestro» (Revista de Occidente, también a inicios de los sesenta). Los cuentos de Algunos muchachos no se habían editado con antelación a 1968; algunos de ellos los escribió cuando impartía clases de literatura en Estados Unidos. Los dos últimos cuentos recogidos son de 1993 («De ninguna parte», que ganó el premio Antonio Machado de la Fundación de Ferrocarriles de España) y de 1998 («Toda la brutalidad del mundo», Plaza y Janés). Desde principios de 1960 (concretamente el 20 de febrero en que se publicó «La selva») Ana María tuvo una columna propia en Destino, «A la mitad del camino»; en ella escribía semanalmente un artículo sobre diferentes temas. De dichos artículos surgen dos recopilaciones: una en 1961, que tomó el nombre de la sección, A la mitad del camino, y otra en 1963, El río, que englobaba los más personales o autobiográficos. La puerta de la luna recoge, pues, los cuentos publicados entre 1947 y 1998, aunque la mayor parte pertenece a los veinte años que van desde finales de los cuarenta hasta finales de los sesenta. Dos décadas en las que el estilo y los temas fueron evolucionando aunque en todos ellos está presente el universo matutiano. A modo de introducción figura un hermoso texto, «Los cuentos vagabundos», editado a principios de los cincuenta en la colección Enciclopedia Pulga, e incluido en 1957 en El tiempo. Todos los cuentos, desde los escritos en la más temprana juventud hasta los más recientes, mantienen de una forma u otra su estilo literario, su imaginación, fantasía y capacidad de fabular, que la distinguen de otros escritores de su generación. Ana María está especialmente dotada para conmover, para excitar los sentimientos más adormecidos, siempre con la más exquisita sensibilidad para, como dice Cortázar, traspasar la mera anécdota y convertirla en una metáfora de la condición humana. Este carácter simbólico del cuento crea un mundo lleno de contradicciones y dualidades, como el propio mundo de Ana María: puede ser tremendamente casera, pasar días sin salir, escribiendo o leyendo, y casi sin transición entregarse a una vorágine de viajes, trenes, hoteles y aviones. Puede ser una mujer solitaria e independiente y a la vez la más cordial y hospitalaria del mundo; desde siempre ha sufrido enfermedades, caídas y operaciones y, sin embargo, es una mujer muy fuerte. Puede pasar del dolor a la alegría en unos segundos, gracias a un sentido del humor que no le falta nunca. De la más terrible tragedia puede extraer una situación cómica. Es como si dentro de ella cupieran muchos mundos, aunque el verdadero se lo guarda para ella sola y ni siquiera lo desnuda completamente en su escritura. Esa dualidad aparece también en sus obras: algunas se abren con un delicado lirismo y acaban en el realismo más cruel, como para sacudir al lector y preguntarle si se había creído que la vida era tan hermosa. Siempre, desde el primer momento, capta la atención del lector, con una frase enérgica en la que este queda atrapado («La entrada al mundo de Miguel Bruno costó trescientas sesenta pesetas de honorarios al médico rural, cincuenta más por gastos especiales, tres comidas extraordinarias y la vida de la madre», de «La ronda»), después presenta unos personajes en un universo de inquietante cotidianidad que son arrojados a un final desolador, al vacío, a la muerte, al abismo. Para que este mundo cobre toda su fuerza se sirve de diferentes recursos: una prosa muy sensorial, que a veces pinta más que escribe, recreándose y describiendo con todo lujo de detalles hechos triviales o cotidianos, para con muy pocas palabras abocar a un final desolador, lo que deja un regusto amargo. Maneja las metáforas, los elementos simbólicos (en los objetos, en las «menudas cosas» se materializan los sentimientos, como en «Los objetos fieles», «Don Pancita»), los contrastes y las paradojas, y muchas veces ese humor que tanto falta en la literatura (ella confiesa que a veces se divierte escribiendo), un humor fino escondido detrás de los personajes o de los argumentos, que descubre a una mujer llena de sabiduría, porque el humor es una forma de sabiduría y Ana María es una mujer sabia, adivina, capaz de ver donde los demás no ven nada (al igual que el niño de «El árbol de oro» que observa el mundo a través de un agujero). Todo ello con un lenguaje mágico y agridulce, lírico y realista, rebelde, melancólico, tierno, en el que laten presentimientos trágicos. Los cuentos de Ana María son atemporales. No hay en su obra referencias a años, ni días, ni tiempo concreto; los únicos que cuentan son los tiempos que marca la naturaleza: la primavera, el verano, el otoño, el día, el atardecer; o los que marca la vida: el nacimiento, el día del cumpleaños, etcétera. Tampoco están localizados; sólo en algunos de ellos se vislumbra Mansilla de la Sierra. El mundo de la autora es un mundo creado por ella, con lugares anónimos, pueblos, campo, de los que nunca se cita el nombre. Los personajes son pobres, adolescentes, niños, náufragos, cuyas circunstancias familiares están marcadas por las carencias. Muchos son huérfanos, o tienen unos padres (sobre todo unas madres) que no los quieren. Se trata de una constante de todo el universo matutiano. «Sí —explica Ana María—. No hay madres. La profunda raíz yo creo que está en que a mí siempre me ha preocupado mucho la soledad, el desamparo de la soledad. Y el sentirse desplazado, y que entre toda la gente que hay a tu alrededor no haya nadie que te acoja. Yo he visto muchos niños y personas mayores que se sienten así. Y como la madre es el símbolo de todo lo contrario, pues quizá yo les he quitado la madre. No sé... el proceso creativo es muy especial, sin darte cuenta estás en manos de cosas que son muy tuyas. No quiere decir que te hayan pasado, pero son muy tuyas, cosas que a ti te importan mucho.» Por eso, aunque no se lo plantee, a veces se traslucen sus preocupaciones, sus obsesiones y hasta sus propios estados de ánimo («Cuando escribía, me brotaba de dentro muchas veces —confiesa—, apenas tenía que inventarme algo o ponerme en la situación del personaje; era mi propia vida, un estado anímico que me salía a borbotones»). Además de niños y adolescentes, por las páginas de los cuentos desfilan personajes deliciosos, como el dickensiano maestro de «Los niños buenos», o el desolador protagonista de «El maestro», o personajes ruines, como los tenderos, o crueles, como los adultos de «El amigo» y de otros muchos cuentos, e incluso personajes fantásticos que parecen salir del mundo de Andersen («La razón»). Es difícil tratar de clasificar los cuentos según los temas, ya que estos se cruzan y se solapan entre ellos. Pero hay siempre unas constantes: la infancia y la adolescencia, el cainismo, la injusticia social, la incomunicación, la incomprensión. La infancia como tema nunca ha tenido muchos adeptos en la literatura española, al contrario que en las literaturas extranjeras, como en la inglesa por ejemplo. Ana María tiene el don de saber escudriñar en el interior de los niños, que no son una transición hacia la edad adulta, sólo son niños (ella dice que es al revés, que el adulto es lo que queda del niño). La autora se vale de la mirada del niño o del adolescente para marcar un distanciamiento afectivo entre la realidad y el sentimiento. Así aparecen esos niños inocentes, asombrados, que se enfrentan al mundo cruel e intolerante de los adultos («Los niños buenos», «Fausto», «Cuaderno para cuentas», «El amigo»). Esos niños que, cuando pierden la inocencia, pierden el paraíso («La ronda», «La isla») o el fin de las ilusiones («La Virgen de Antioquía», «Una estrella en la piel», Tres y un sueño, Algunos muchachos). Otro de sus temas es el cainismo, el enfrentamiento entre hermanos, el bien y el mal, trasunto de la guerra civil española, que marcó a toda su generación y que de una u otra forma está presente en toda su obra («La ronda», «Noticias del joven K», «El maestro», «Los hermanos»). La guerra civil supuso el ingreso en un mundo inaccesible, pero al que le sucedió otro, si cabe, peor: el de la posguerra, en el que no pasaba nada, el mundo de la mediocridad, la pobreza y la mezquindad; un mundo ensimismado que no quería saber nada de lo que ocurría más allá de sus fronteras. Y aquí surge otra de sus constantes: la denuncia de la injusticia social, la crueldad y el egoísmo hacia esas gentes sin voz, marginadas, desheredadas (como en muchos de los relatos de Historias de la Artámila, o en «Sino espada»). Y, por último, aunque no menos importante, la incomunicación; esa barrera que se establece entre los seres humanos, que dura más que la propia vida, que lleva al aislamiento, a la soledad, a la incomprensión entre las personas («No tocar», «Toda la brutalidad del mundo»). Las cosas no dichas con las que uno se muere. Como heridas que no pueden supurar, que se pudren dentro del organismo y llevan a la muerte. «La puerta de la luna», uno de los relatos de El río, da título a esta obra. Evoca un refugio, una roca, donde los niños acudían cuando huían de un castigo o querían estar solos, contemplando el mundo como si fueran reyes y señores de sus propias vidas. Allí podían imaginar y volver a ser niños: «Sin embargo, aún tenemos la puerta de la luna. Se recupera, lo sé muy bien, en la hora de soledad que todos pedimos, necesitamos, en el transcurso de los meses, de los años. En la puerta de la luna los niños crecían despacio, dentro de sí. En nuestra hora de soledad, la puerta de la luna nos devuelve al niño que aún vaga dentro de nosotros, buscando inútilmente puertas y ventanas por donde escapar». Como el espejo de Alicia, la puerta de la luna adentra al lector en un mundo extraordinario, lo convierte en ese niño imaginado, que conserva la frescura de su visión y con ella aborda una realidad fascinante y terrible. Leer es una manera de estar en esa puerta de la luna, justo donde nos sitúan los cuentos de Ana María Matute. MARÍA PAZ ORTUÑO ORTÍN 


Los cuentos vagabundos Pocas cosas existen tan cargadas de magia como las palabras de un cuento. Ese cuento breve, lleno de sugerencias, dueño de un extraño poder que arrebata y pone alas hacia mundos donde no existen ni el suelo ni el cielo. Los cuentos representan uno de los aspectos más inolvidables e intensos de la primera infancia. Todos los niños del mundo han escuchado cuentos. Ese cuento que no debe escribirse y lleva de voz en voz paisajes y figuras, movidos más por la imaginación del oyente que por la palabra del narrador. He llegado a creer que solamente existen media docena de cuentos. Pero los cuentos son viajeros impenitentes. Las alas de los cuentos van más allá y más rápido de lo que lógicamente pueda creerse. Son los pueblos, las aldeas, los que reciben a los cuentos. Por la noche, suavemente, y en invierno. Son como el viento que se filtra, gimiendo, por las rendijas de las puertas. Que se cuela, hasta los huesos, con un estremecimiento sutil y hondo. Hay, incluso, ciertos cuentos que casi obligan a abrigarse más, a arrebujarse junto al fuego, con las manos escondidas y los ojos cerrados. Los pueblos, digo, los reciben de noche. Desde hace miles de años que llegan a través de las montañas, y duermen en las casas, en los rincones del granero, en el fuego. De paso, como peregrinos. Por eso son los viejos, desvelados y nostálgicos, quienes los cuentan. Los cuentos son renegados, vagabundos, con algo de la inconsciencia y crueldad infantil, con algo de su misterio. Hacen llorar o reír, se olvidan de donde nacieron, se adaptan a los trajes y a las costumbres de allí donde los reciben. Sí, realmente, no hay más de media docena de cuentos. Pero ¡cuántos hijos van dejándose por el camino! Mi abuela me contaba, cuando yo era pequeña, la historia de «La niña de nieve». Esta niña de nieve, en sus labios, quedaba irremisiblemente emplazada en aquel paisaje de nuestras montañas, en una alta sierra de la vieja Castilla. Los campesinos del cuento eran para mí una pareja de labradores de tez oscura y áspera, de lacónicas palabras y mirada perdida, como yo los había visto en nuestra tierra. Un día el campesino de este cuento vio nevar. Yo veía entonces, con sus ojos, un invierno serrano, con esqueletos negros de árboles cubiertos de humedad, con centelleo de estrellas. Veía largos caminos, montaña arriba, y aquel cielo gris, con sus largas nubes, que tenían un relieve de piedras. El hombre del cuento, que vio nevar, estaba muy triste porque no tenía hijos. Salió a la nieve, y, con ella, hizo una niña. Su mujer le miraba desde la ventana. Mi abuela explicaba: «No le salieron muy bien los pies. Entró en la casa y su mujer le trajo una sartén. Así, los moldearon lo mejor que pudieron». La imagen no puede ser más confusa. Sin embargo, para mí, en aquel tiempo, nada había más natural. Yo veía perfectamente a la mujer, que traía una sartén, negra como el hollín. Sobre ella, la nieve de la niña resaltaba blanca, viva. Y yo seguía viendo, claramente, cómo el hombre moldeaba los pequeños pies. «La niña empezó entonces a hablar», continuaba mi abuela. Aquí se obraba el milagro del cuento. Su magia inundaba el corazón con una lluvia dulce, punzante. Y empezaba a temblar un mundo nuevo e inquieto. Era también tan natural que la niña de nieve empezase a hablar... En labios de mi abuela, dentro del cuento y del paisaje, no podía ser de otro modo. Mi abuela decía, luego, que la niña de nieve creció hasta los siete años. Pero llegó la noche de San Juan. En el cuento, la noche de San Juan tiene un olor, una temperatura y una luz que no existen en la realidad. La noche de San Juan es una noche exclusivamente para los cuentos. En el que ahora me ocupa también hubo hogueras, como es de rigor. Y mi abuela me decía: «Todos los niños saltaban por encima del fuego, pero la niña de nieve tenía miedo. Al fin, tanto se burlaron de ella, que se decidió. Y entonces, ¿sabes qué es lo que le pasó a la niña de nieve?». Sí, yo lo imaginaba bien. La veía volverse blanda, hasta derretirse. Desaparecía para siempre. «¿Y no apagaba el fuego?», preguntaba yo, con un vago deseo. ¡Ah!, pero eso mi abuela no lo sabía. Sólo sabía que los viejos campesinos lloraron mucho la pérdida de su niña. No hace mucho tiempo me enteré de que el cuento de «La niña de nieve», que mi abuela recogiera de labios de la suya, era en realidad una antigua leyenda ucraniana. Pero ¡qué diferente, en labios de mi abuela, a como la leí! La niña de nieve atravesó montañas y ríos, calzó altas botas de fieltro, zuecos, fue descalza o con abarcas, vistió falda roja o blanca, fue rubia o de cabello negro, se adornó con monedas de oro o botones de cobre, y llegó a mí, siendo niña, con justillo negro y rodetes de trenza arrollados a los lados de la cabeza. La niña de nieve se iría luego, digo yo, como esos pájaros que buscan eternamente, en los cuentos, los fabulosos países donde brilla siempre el sol. Y allí, en vez de fundirse y desaparecer, seguirá viva y helada, con otro vestido, otra lengua, convirtiéndose en agua todos los días sobre ese fuego que, bien sea en un bosque, bien en un hogar cualquiera, está encendiéndose todos los días para ella. El cuento de la niña de nieve, como el cuento del hermano bueno y el hermano malo, como el del avaro y el del tercer hijo tonto, como el de la madrastra y el hada buena, viajará todos los días y a través de todas las tierras. Allí, a la aldea donde no se conocía el tren, llegó el cuento, caminando. El cuento es astuto. Se filtra en el vino, en las lenguas de las viejas, en las historias de los santos. Se vuelve melodía torpe, en la garganta de un caminante que bebe en la taberna y toca la bandurria. Se esconde en las calumnias, en los cruces de los caminos, en los cementerios, en la oscuridad de los pajares. El cuento se va, pero deja sus huellas. Y aun las arrastra por el camino, como van ladrando los perros tras los carros, carretera adelante. El cuento llega y se marcha por la noche, llevándose debajo de las alas la rara zozobra de los niños. A escondidas, pegándose al frío y a las cunetas, va huyendo. A veces pícaro, o inocente, o cruel. O alegre, o triste. Siempre, robando una nostalgia, con su viejo corazón de vagabundo. Cuentos Los niños tontos (1956) La niña fea La niña tenía la cara oscura y los ojos como endrinas. La niña llevaba el cabello partido en dos mechones, trenzados a cada lado de la cara. Todos los días iba a la escuela, con su cuaderno lleno de letras y la manzana brillante de la merienda. Pero las niñas de la escuela le decían: «Niña fea»; y no le daban la mano, ni se querían poner a su lado, ni en la rueda ni en la comba: «Tú vete, niña fea». La niña fea se comía su manzana, mirándolas desde lejos, desde las acacias, junto a los rosales silvestres, las abejas de oro, las hormigas malignas y la tierra caliente de sol. Allí nadie le decía: «Vete». Un día, la tierra le dijo: «Tú tienes mi color». A la niña le pusieron flores de espino en la cabeza, flores de trapo y de papel rizado en la boca, cintas azules y moradas en las muñecas. Era muy tarde, y todos dijeron: «Qué bonita es». Pero ella se fue a su color caliente, al aroma escondido, al dulce escondite donde se juega con las sombras alargadas de los árboles, flores no nacidas y semillas de girasol. El niño que era amigo del demonio Todo el mundo, en el colegio, en la casa, en la calle, le decía cosas crueles y feas del demonio, y él le vio en el infierno de su libro de doctrina, lleno de fuego, con cuernos y rabo ardiendo, con cara triste y solitaria, sentado en la caldera. «Pobre demonio — pensó—, es como los judíos, que todo el mundo les echa de su tierra.» Y, desde entonces, todas las noches decía: «Guapo, hermoso, amigo mío» al demonio. La madre, que le oyó, se santiguó y encendió la luz: «Ah, niño tonto, ¿tú no sabes quién es el demonio?». «Sí —dijo él—, sí: el demonio tienta a los malos, a los crueles. Pero yo, como soy amigo suyo, seré bueno siempre, y me dejará ir tranquilo al cielo.» Polvo de carbón La niña de la carbonería tenía polvo negro en la frente, en las manos y dentro de la boca. Sacaba la lengua al trozo de espejo que colgó en el pestillo de la ventana, se miraba el paladar, y le parecía una capillita ahumada. La niña de la carbonería abría el grifo que siempre tintineaba, aunque estuviera cerrado, con una perlita tenue. El agua salía fuerte, como chascada en mil cristales contra la pila de piedra. La niña de la carbonería abría el grifo del agua los días que entraba el sol, para que el agua brillara, para que el agua se triplicase en la piedra y en el trocito de espejo. Una noche, la niña de la carbonería despertó porque oyó a la luna rozando la ventana. Saltó precipitadamente del colchón y fue a la pila, donde a menudo se reflejaban las caras negras de los carboneros. Todo el cielo y toda la tierra estaban llenos, embadurnados del polvo negro que se filtra por debajo de las puertas, por los resquicios de las ventanas, mata a los pájaros y entra en las bocas tontas que se abren como capillitas ahumadas. La niña de la carbonería miró a la luna con gran envidia. «Si yo pudiera meter las manos en la luna — pensó—. Si yo pudiera lavarme la cara con la luna, y los dientes, y los ojos.» La niña abrió el grifo, y, a medida que el agua subía, la luna bajaba, bajaba, hasta chapuzarse dentro. Entonces la niña la imitó. Estrechamente abrazada a la luna, la madrugada vio a la niña en el fondo de la tina

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