Este libro pasea por todos las formas posibles de narrar el crimen: a veces por la voz de un testigo que puede ser la voz de un narrador impersonal, a veces por la voz de la víctima, a veces por la voz del asesino, sin excluir una experiencia notable: en uno de los cuentos que integran esta antología, la víctima será… el propio lector. El volumen ofrece crímenes narrados por Edgar Allan Poe, Horacio Quiroga, Marqués de Sade, Anton Chejov, Bram Stoker, Ricardo Güiraldes, Italo Svevo y muchos otros. Estos relatos sobre crímenes revelan algunas lecciones sobre la literatura, como por ejemplo que casi toda narración tiene un argumento a la vista y otro escondido, y que, a veces, los criminales no son los que empuñan la daga o aprietan el gatillo.
Álvaro Abós
Asesinos
PRÓLOGO
De la literatura considerada como uno de los bellos crímenes
Alvaro Abós
Esta antología ha sido ideada bajo la siguiente premisa: ningún gran escritor se ha privado de narrar un crimen aun cuando sus intereses temáticos estuvieran muy lejos de lo criminal. Pero, al mismo tiempo, todo gran escritor, al narrar un crimen, preserva su mundo más genuino. El crimen como inspirador de la literatura está en la Divina Comedia pues en la sección V, versos 73 a 142 del Inferno, el Dante narra la tragedia de la bellísima Francesca de Rímini, sorpendida por su esposo, el guelfo Gianciotto, en brazos de su cuñado, Paolo. Gianciotto —uxoricida y fratricida, pues— atravesó a ambos amantes con su espada y Dante, quien ha tomado esa historia de las crónicas que aun pueden rastrearse —y hablamos del siglo XIII—, escribe: «Amor condusse noi ad una morte…».
Shakespeare puebla casi todas sus comedias y tragedias de crímenes o premoniciones de crímenes. Por eso, ¿cómo extrañarse que Marcel Proust, el memorialista del tiempo que pasa y de las coteries aristocráticas elija, en el texto seleccionado para esta antología, narrar un espeluznante crimen? Su cuento o crónica o ensayo-cuento está escrito como Proust; «Sentimientos filiales de un parricida» es puro Proust, del principio al fin, con su escritura barroca, llena de divagaciones e interludios, que además contiene una mirada muy aguda, y sorprendentemente actual sobre la prensa; pero cuando Proust se pone a narrar el crimen tras esta larga introducción, ¡ahí caen todos los velos!
También el Oscar Wilde que comparece en esta antología es un Wilde de diamante —ácido, malévolo, ligero en su crónica-relato sobreun pintor que asimismo envenenaba. El vértigo del crimen aferra al escritor-dandy y su relato se vuelve seco como una puñalada.
En algunos de los cuentos aquí reunidos, el crimen pareciera estar ausente y habrá que esperar a la última línea para que él estalle como una granada escondida, y sus esquirlas contaminen retrospectivamente el texto, que el lector deberá entonces releer. En otros casos, como en el complejísimo «El delator» de Joseph Conrad, el crimen está tan incrustado en las conciencias de los agonistas que no sólo hay que esperarlo sino
reconstruirlo, para llegar a la conclusión de que el crimen de la calle Hermione no fue exactamente un crimen. Y, con asombro, concluir que en este cuento sobre crímenes que son y no son crímenes, en esta profecía genial sobre el fanatismo y la manipulación del poder, se repite una de las verdades de la literatura: toda narración tiene un argumento a la vista y otro escondido. Y a veces, lección segunda, los criminales no son los que empuñan la daga o aprietan el gatillo.
Guillaume Apollinaire y Ambrose Bierce y el tónico Alphonse Allais nos muestran que se puede reír sobre el crimen como sobre otras desgracias. El crimen puede abrir avenidas y a veces cortadas (¿o coartadas?) a los escritores. Ricardo Güiraldes, el nostalgioso aeda de un campo argentino paradisíaco, narra aquí un crimen tanto más sórdido por conciso. Horacio Quiroga emerge de la selva y transita las calles de un Buenos Aires extrañamente anticuado y a la vez futurista, tras las andanzas asesinas de un mono.
Estos cuentos narran crímenes inquietantemente actuales. Sobre todas las escrituras, el tiempo deja huellas; en este caso, tratándose de genuina literatura, las enriquece. Cuando en 1933 Jorge Luis Borges tituló «Las muertes concéntricas» su traducción de «The mignons of Midas» de Jack London, que publicó en Crítica, y que luego incorporó a varias antologías, reveló que, por sobre otra lectura lo fascinaba la geometría argumental y el bordado de la trama de London. Pero hoy podemos leer ese cuento de otra manera. Por ello, al retraducirlo restituí el título original: «Los sicarios de Midas». En el tiempo del terrorismo planetario, donde sicarios y fundamentalistas danzan un macabro minué en todos los rincones del globo, la fábula de London —data de 1901—, ilumina flagelos de nuestra vida actual, donde el crimen, además de un enigma humano, como lo fue siempre, es también la fuente de pánicos ante los cuales semejan inocentes muñecos los marcianos que Orson Welles hizo creer reales. ¿La literatura como profecía?
Al reunir los textos que componen esta antología, encontré cuentos profetizados por otros cuentos. Y nacen asociaciones, cuanto menos, curiosas. En 1934, James Cain publica el famoso Postman always rings twice (El cartero llama dos veces), joya de la novela negra norteamericana. Pero, ya el Marqués de Sade había recibido a aquel cartero en un Castillo del Loire, o quizás en el asilo de Charenton, cuando apenas había comenzado el siglo XIX: véase el cuento «La castellana de Longeville». A su vez, un año antes que Cain, el mismo cartero trajo carta para Víctor Juan Guillot, notable y olvidado escritor argentino de relatos negros, autor de esa «Escalera real», orgullosamente rescatada en esta antología y que también pudieron gozar, en 1933, los lectores felices de aquella hoy mítica Revista Multicolor de los Sábados —suplemento de Crítica— que inventó el talento de Natalio Botana y dirigieron Jorge Luis Borges y Ulises Petit de Murat.
Se dirá: es el tema eterno de la pareja adúltera como asociación criminal. Las historias sobre crímenes son de alguna manera siempre las mismas, desde que el biblista estampó las terribles palabras sobre el acto cainita. Igual y distinto, variado aunque idéntico, el crimen es fruto acerbo que crece en todos los climas y geografías. El crimen nos conmueve y perturba escondido en la niebla de Londres —ese ingrediente esencial de tantos cocktails negros— o bajo el sol abrasador de un pueblo polvoriento de la provincia de Buenos Aires, o en un rincón del Midi o en una aldea de la Galicia coruñesa o en una armónica cittadina de la Lombardía. O en una celda en alguna cárcel del mundo donde se oyen los golpes de quienes levantan el patíbulo. En varias de las historias aquí reunidas, la angustia y el temblor de los escritores enfrenta a uno de los asesinos más temibles, ese que no tiene cara ni nombre, ni conciencia: el Estado. O la tiene, velada por la máscara negra del verdugo.
Este libro pasea por todos las formas posibles de narrar el crimen: a veces por la voz de un testigo que puede ser la voz de un narrador impersonal, a veces por la voz de la víctima —veáse el inquietante relato de Léon Bloy— a veces por la voz del asesino, sin excluir una experiencia notable. En uno de los cuentos que integran esta antología, la víctima será… el propio lector. En el supuesto de que alguien empiece a leer este libro por el prólogo, no podemos privar al lector (y privarme yo en cuanto módico deus ex machina) de ese suspenso.
El idioma castellano tiene dos palabras para designar a quien priva a otro de la vida. Un término es legal: «homicida». El otro es de uso común: «asesino», palabra que proviene de hassásin, miembro de una secta sufí que consumía hachís o droga del cannabis antes de sus cruentas incursiones. Otros filólogos creen que desciende de un verbo griego, kríno, que significa «separar». Por otra parte, la palabra «crimen» desciende del latín crimen, que tanto significaba «delito» como «acusación». También es latino otro posible origen ligado a la raíz *kr. depurar, limpiar. En latín muerte es mors y de allí provienen tanto la palabra inglesa que designa al asesinato, murder, como la alemana, morderisch.
Quizás estas menudas erudiciones filológicas nos den una pista del complejo de cuestiones que se entrelazan en la noción del asesinato, y también orienten sobre esta cuestión: ¿por qué el más horrendo de los crímenes, la privación de una vida, acto que nos asquea en la realidad, nos atrae en el arte? Thomas de Quincey respondió a esa pregunta a través de filosa ironía cuando, disfrazado de docto conferenciante, tituló uno de sus ¿ensayos?, Del asesinato considerado como una de las bellas artes. Allí inventa una Sociedad de Expertos en el Asesinato, una tradición tan presente en toda la novela inglesa desde Dickens a Graham Greene, pródiga en asociaciones, clubes y peñas, algunas muy lunáticas. Explica de Quincey que todo comienza con Coleridge quien en
su Kublai Kahn cuenta sobre una Secta de Asesinos fundada por el Viejo de la Montaña. El juego literario es infinito.
Si el criminal, como decía Chesterton, es el artista y el crítico el detective, ¿qué es el lector? El lector, ese voyeur, es al mismo tiempo criminal y víctima. En todo caso el crimen en literatura abre un enigma que va más allá de saber quién lo hizo. ¿Cómo fue posible? Por eso, en esta antología no hay demasiados policías. En todo caso, la policía viene siempre después del crimen. Por lo tanto, estos relatos magistrales más que policíacos son cuentos criminales. Son grandes cuentos y quizás les quepa mejor que policiales la calificación de cuentos criminales.
Paradójicamente, la literatura sobre el crimen, tantas veces asociada al entretenimiento y la pura diversión («Evasión» se llamaba una colección policial de la Hachette argentina) camina sobre ese filo que Herman Hesse sintetizaba en un cartel pegado en la puerta de su casa: «Que no entre nadie que no haya estado en el límite de la muerte».
Contar un crimen es más importante que juzgar a su culpable, podría ser una ley no escrita para los escritores que cuentan crímenes. El asesinato es una experiencia radical y oscura, tan intensa como la creación, el encuentro con Dios o la vocación.
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