Capítulo
LI
De la vanidad de las palabras
Decía
un antiguo retórico que su oficio consistía «en abultar las cosas haciendo ver
grandes las que son pequeñas»; algo así como un zapatero que acomodara unos
zapatos grandes a un pie chico. En Esparta hubieran azotado al tal retórico por
profesar un arte tan artificial y -260-
embustero. Arquidamo, rey de aquel Estado, oyó con extrañeza grande la
respuesta de Tucídides al informarle de quién era más fuerte en la lucha, si
Pericles o él: «Eso, dijo el historiador, no es fácil de saber, pues cuando yo
le derribo por tierra en la pelea, convence a los que le han visto caer de que
no ha habido tal cosa.» Los que disfrazan y adoban a las mujeres son menos
dañosos que los retóricos, porque al cabo no es cosa de gran monta dejar de
verlas al natural, mientras que aquéllos tienen por oficio engañar no a
nuestros ojos, sino a nuestra razón, bastardeando y estropeando la esencia de
la verdad. Las repúblicas que se mantuvieron mejor gobernadas, como las de
Creta y Lacedemonia, hicieron poco mérito de los oradores. Aristón define
cuerdamente la retórica: «Ciencia para persuadir al pueblo.» Sócrates y Platón
la llamaban: «Arte de engañar y adular»; los que niegan que esa sea su esencia,
corrobóranlo luego en sus preceptos. Al prescindir los mahometanos de la instrucción
para sus hijos por considerarla inútil, y al reflexionar los atenienses que la
influencia de la misma, que era omnímoda en su ciudad, resultaba perniciosa,
ordenaron la supresión de la parte principal de la retórica, que es mover los
afectos del ánimo: juntamente exordios y peroraciones. Es un instrumento
inventado para agitar y manejar las turbas indómitas y los pueblos alborotados,
que no se aplica más que a los Estados enfermos, como un medicamento; en
aquellos en que el vulgo o los ignorantes tuvieron todo el poderío como en
Atenas, Rodas y Roma; donde los negocios públicos estuvieron en perpetua
tormenta, allí afluyeron los oradores. Muy pocos personajes se ven en esas
otras repúblicas que gozaran de gran crédito sin el auxilio de la elocuencia.
Pompeyo, César, Craso, Luculo, Lentulo y Metelo, encontraron en ella su supremo
apoyo para procurarse la autoridad y grandeza que alcanzaron; más se sirvieron
de la palabra que de las armas; lo contrario aconteció en tiempos más
florecientes, pues hablando al pueblo L. Volumnio en favor de la elección
consular de Q. Fabio y P. Decio, decía: «Ambos son hombres nacidos para la
guerra, grandes para la acción; desacertados en la charla oratoria; espíritus
verdaderamente consulares por todas sus cualidades; oís que son sutiles,
elocuentes y sabios, no son aptos sino para la ciudad, para administrar
justicia en calidad de pretores.» La elocuencia floreció más en Roma cuando el
estado de los negocios públicos fue peor; cuando la tempestad de las guerras
civiles agitaba a la nación: del propio modo un campo que no se ha roturado se
cubre de más frondosos matorrales. Parece desprenderse de aquí que los
gobiernos que dependen de un monarca han menester menos de la elocuencia que
los otros, pues la torpeza y docilidad de la generalidad, impeliéndola a ser
manejada y moldeada por el oído al dulce son de aquella música, sin que pueda
-261- pesar ni conocer la verdad
de las cosas por la fuerza de la razón, no se encuentra fácilmente en un solo
hombre, siendo más viable librar al pueblo por el buen gobierno y el buen
consejo de la impresión de aquel veneno. Macedonia y Persia no produjeron
ningún orador de renombre.
Todo
lo que precede me ha sido sugerido por un italiano, con quien acabo de hablar,
que sirvió de maestresala al cardenal Caraffa, hasta la muerte del prelado; me
ha referido aquél los deberes de su cargo, endilgándome un discurso sobre la
ciencia de la bucólica con gravedad y continente magistrales, lo mismo que si
me hubiese hablado de alguna grave cuestión teológica; me ha enumerado
menudamente la diferencia de apetitos: el que se siente cuando se está en
ayunas; el que se experimenta al segundo o tercer plato; los medios que existen
para satisfacerlo ligeramente o para despertarlo y aguzarlo; la técnica de sus
salsas, primero en general, luego particularizando las cualidades de cada una;
los ingredientes que las forman y los efectos que producen en el paladar y en
el estómago; la diferencia de verduras conforme a las estaciones del año:
cuáles han de servirse calientes y cuáles deben comerse frías, y la manera de
presentarlas para que sean más gratas a la vista. Después de este discurso me
ha hablado del orden con que deben servirse los platos en la mesa, y sus
reflexiones abundaban en puntos de vista muy importantes y elevados
Nec minimo
sano discrimine refert,
quo gestu
lepores, et quo gallina secetur[1];
todo
ello inflado con palabras magníficas y ricas, las mismas que se emplean cuando
se habla del gobierno de un imperio. Tratándose de elocuencia he creído
oportuno traer a colación a mi hombre:
Hoc salsum est, hoc adustum est, hoc lautum est parum
illud recte; iterum sic memento: sedulo
moneo, quae possum, pro mea sapientia.
Postremo, tamquam in speculum, in patinas,Demea,
inspicere
jubeo, et moneo, quid facto usus sit.[2]
Los
griegos mismos alabaron grandemente la disposición y el orden que Paulo Emilio
observó en un banquete que dio en honor de aquéllos cuando volvieron de
Macedonia. Pero no hablo aquí de los efectos; hablo sólo de las palabras.
Yo
no sé si a los demás les sucede lo que a mí; yo no puedo precaverme, cuando
oigo a nuestros arquitectos inflarse -262-
con esos majestuosos términos de pilastras, arquitrabes, cornisas, orden
corintio o dórico y otros análogos de su jerga, mi imaginación va derecha al
palacio de Apolidón, y luego veo que todo ello no son más que las mezquinas
piezas de la puerta de mi cocina.
Al
oír pronunciar los nombres de metonimia, metáfora, alegoría y otros semejantes
de la retórica, ¿no parece que quiere significarse alguna forma de lenguaje
rara y peregrina? pues en el fondo todo ello no son más que palabras con las
cuales se califica la forma del discurso que vuestra criada emplea en su
sencilla charla.
Artificio
análogo a éste es el distinguir los empleos de nuestro estado con nombres
soberbios sacados de los romanos, aunque no tengan con los antiguos ninguna
semejanza, y todavía menos autoridad y poderío. También constituye otro engaño,
de que algún día se hará justo cargo a nuestro siglo, el aplicar indignamente,
a quien mejor se nos antoja, los sobrenombres más gloriosos, que la antigüedad
no concedió sino a uno o dos personajes en cada siglo. Platón llevó el dictado
de divino por universal consentimiento, y nadie ha intentado disputárselo. Los
italianos que se vanaglorian, con motivo, de tener el espíritu más despierto y
la razón más sana que las demás naciones de su tiempo, acaban de gratificar al
Aretino con el mismo sobrenombre que a Platón acompaña. Ese escritor, salvo una
forma hinchada, en la que sin duda abundan los rasgos ingeniosos, pero que
tienen mucho de artificiales y rebuscados, y alguna elocuencia, no veo que
sobrepase en nada a los demás autores de su tiempo; ¡le falta tanto para alcanzar
aquella divinidad antigua! El calificativo de grandes se lo colgamos a
príncipes que en nada sobrepasan la grandeza popular.
[1] No es una cosa baladí el modo de
componérselas para trinchar una liebre o una gallina. JUVENAL, Sat., v. 123.
(N. del T.)
[2] Eso está muy salado, esto quemado; eso no
tiene el gusto bastante fuerte, eso sabe muy bien: acordaos de prepararlo lo
mismo en otra ocasión. Los doy los mejores consejos que se me alcanzan, según
mis modestas luces. En fin, Demea, los invitó a mirarse en la vajilla como en
un espejo, y los enseñó todo cuanto de bueno tienen que hacer. TERENCIO,
Adelfos, acto III, v, 71. (N. del T.)
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