Capítulo
XXIV
Del pedantismo
Siempre
me contrarió cuando niño el ver que en las comedias italianas el papel de
pedante lo representaba un bufón, y el que entro nosotros la palabra pedante
corresponda a la de magister.
Estando yo encomendado a éstos, no podía hacer menos que mostrarme celoso de su
reputación y trataba de excusarlos y disculparlos por la natural desavenencia
que existe entre el vulgo y las raras personas de saber y recto juicio, en
atención a la marcha opuesta y tendencias distintas que siguen unos y otras;
mas como acontece que los hombres más urbanos y galantes han sido los que con
mayor desdén los han juzgado, aquí mi apoyo debilitábase y daba en tierra. Da
testimonio de ello nuestro buen del Bellay:
Mais je hay par sur tout un sçavoir pedantesque[1];
y
esta opinión es ya antigua, pues dice Plutarco que griego y escolar eran entre
los romanos palabras injuriosas y de menosprecio. Andando el tiempo, y
creciendo en edad, encontré que había razón sobrada para que existieran
semejantes opiniones. Mas, ¿de dónde puede nacer que las almas bien provistas
de conocimientos de todas suertes no se conviertan en más vivas y más
despiertas, y que un espíritu grosero y vulgar pueda poseer, sin sacar partido
de ellos, los discursos y sentencias de los más exquisitos entendimientos que
en el mundo hayan vivido? Cosa es ésta de que desconozco la razón. Como
aquéllos reciben y acomodan -94-
en el suyo el espíritu de tantos cerebros extraños, precisa es (decíame, una,
joven, la primera de nuestras princesas hablando de un maestro) que el suyo se
prense, apague y contraiga para dejar lugar a los otros; así como las plantas
se ahogan cuando el vigor de la savia es excesivo, y, las lámparas se apagan
cuando tienen demasiado aceite, así también acontece al entendimiento cuando en
él, se amontonan estudio, y materia copiosos, pues hallándose ocupado y
embarazado con diversidad heterogénea de cosas, pierde el medio de discernir,
se tuerce y encoge. Mas tampoco es raro el ver ejemplos contrarios, pues
nuestra alma se ensancha tanto más cuanto más se llena, y casos antiguos nos
prueban que ha habido hombres peritos en el manejo de los públicos negocios,
grandes capitanes y consejeros diestros en las cosas del Estado, que fueron al
par hombres muy sabios.
Los
filósofos, retirados de toda ocupación y comercio públicos, a veces han sido
objeto de escarnio en las comedias de su tiempo; sus opiniones y conducta los
han hecho ridículos. ¿Queréis convertirlos en jueces de los derechos de un
proceso, o que estiman los actos de una persona? Pues no están preparados para
ello y tienen necesidad de investigar primero si hay vida, si hay movimiento,
si el hombre as cosa distinta de un buey, qué cosas sean obrar sufrir, y qué
clase de animaluchos justicia y leyes. ¿Hablan del magistrado o se dirigen al magistrado?
Pues lo hacen con una libertad llena de irreverencia incivil. ¿Se tributan
alabanzas a su príncipe o a un rey? Pues para ellos el tal no es más que un
pastor ocioso ocupado en esquilmar y esquilar sus ovejas con mayor rudeza que
un rabadán auténtico. ¿Tenéis en predicamento a alguien porque posee dos mil
yugadas de tierra? Ellos no pueden menos de burlarse, acostumbrados como están
a abarcar todo el universo mundo, como si de cosa propia se tratara. ¿Os
alabáis de vuestra nobleza, por haber tenido en vuestra familia siete abuelos
bien acomodados? Nada os estiman por ello, pues no comprendéis la universal
imagen de la naturaleza, ni cuántos predecesores ha tenido cada uno de
nosotros, ricos, pobres, reyes, criados griegos bárbaros; y aun cuando fuerais
el quincuagésimo descendiente de Hércules, encontrarían baladí el que hicierais
alarde de este presente de la fortuna. Así el vulgo los desdeña, como
ignorantes de las cosas más esenciales y comunes, y como insolentes y
presuntuosos.
Mas
esta platónica pintura está bien lejos de la que conviene a la naturaleza de
las gentes de que voy hablando. Envidiase a los filósofos por estar por cima de
la común manera de ser, porque menosprecian los actos públicos, por haber
vivido existencia singular y rara, conforme a ciertas reglas elevadas y en
desuso. A los pedantes se los, desdeña -95-
porque están por bajo de la común manera, de ser, como incapaces del ejercicio
de las funciones, públicas, y por arrastrar vida y costumbres viles y groseras,
más ínfimas que las del vulgo:
Odi
homines ignava opera, philosopha sententia.[2]
Por
lo que toca a los filósofos, en ellos cumplíase la doble prenda de ser
superiores en la ciencia y todavía más en la acción. Refiérase de Arquímedes,
geómetra de Siracusa, que habiendo sido interrumpido en sus experimentos para
dedicar algo de su saber a la defensa de su país, puso en juego de improviso
tales máquinas de destrucción, que sobrepasaron a toda humana creencia;
Arquímedes despreció, sin embargo, su obra, por creer con ella haber
bastardeado la dignidad de su arte, del cual su máquina no era sino como un
remedo o juguete. Si alguna vez se ha puesto a prueba para la vida práctica la
capacidad de los filósofos háseles visto volar tan alto, que el alma y corazón
de los mismos parecían haberse fortificado y enriquecido por virtud de la
inteligencia de las cosas. Viendo algunos los cargos del gobierno en manos de
hombres incapaces, hanse alejado en todo tiempo de las cosas públicas; y el que
preguntó a Crates hasta cuándo era preciso filosofar, recibió esta respuesta:
«Hasta tanto que los borriqueros dejen de conducir nuestros ejércitos.»
Heráclito resignó el reino en manos de su hermano; y a los de Efeso, que le
preguntaban cómo pasaba después su tiempo, jugando con los muchachos delante
del templo, respondió: «¿No vale más hacer esto que dirigir los negocios en
vuestra compañía?» Otros filósofos, cuya imaginación estaba muy por cima de las
cosas terrenales, consideraron los puestos de la justicia y los tronos mismos
de los reyes como cosas viles y bajas, y Empédocles rechazó la corona que los
de Agrigento le ofrecían. Acusaba Thales a sus contemporáneos del sumo cuidado
que ponían en los negocios para enriquecerse, y respondíanle que tal era la
costumbre de la zorra que no podía lograr su intento de alcanzar las uvas,
entonces el filósofo, tomando la cosa coma por puro pasatiempo, quiso robar su
experiencia en los negocios, y habiendo para ello convertido su saber en
provecho del beneficio y la ganancia, éstos fueron tan grandes, que en el solo
transcurso de un año adquirió riquezas tantas como apenas en su vida todos los
más experimentados en el comercio habían logrado realizar. Cuenta Aristóteles
que algunos le llamaban (y también a Anaxágoras y a congéneres) sabio, mas no
prudente, por no poner el cuidado necesario en las cosas útiles; aparte de que
no encuentro muy fundamentada, tal diferenciación, esto no puede servir de
disculpa a nuestros -96-
filósofos; y en vista de la escasa y menesterosa fortuna con que se conforman,
tenemos derecho a calificarlos de no sabios y faltos de prudencia
Dejando
a un lado estas distinciones, entiendo que nuestro mal pedantesco proviene de
la desacertada manera como nos consagramos a la ciencia y del modo como
recibimos la instrucción, según las cuales no es maravilla que ni escolares ni
maestros tengan mayor habilidad, aunque se hagan más doctos. Los sacrificios y
cuidados de nuestros padres no se dirigen sino a amueblarnos la cabeza de
ciencia; de juicio y de virtud, contadas nuevas. Decid al pueblo de uno que
pasa por la calle: «¡Ved ahí un hombre sabio!» Y de otro: «¡Ved ahí un hombre bueno!»
Ni uno solo dejará de mirar con respeto al primero; mas precisarla un tercero
que gritase: «¡Oh, las cabezas de mampostería!» Más nos interesa informarnos de
si una persona sabe latín o griego, o de si escribe en verso o en prosa, que de
si la instrucción la ha hecho mejor y más avisada; esto era lo principal, y lo
convertimos sin embargo en lo secundario. Valiera más informarse de quién es el
que sabe mejor, no del que sabe más.
Trabajamos
únicamente para llenar la memoria, y dejamos vacíos conciencia y entendimiento.
Así como las aves van en busca del grano y lo llevan entero en su pico, sin
partirlo, para que sirva de alimento a sus pequeñuelos, así nuestros pedantes
van pellizcando la ciencia en los libros, colocándola sólo en los labios para
desembucharla y lanzarla luego al viento. Maravilla es cómo la misma torpeza se
atraviesa en mi camino; ¿lo que hacen esos maestros no es idéntico a lo que yo
pongo en práctica en mi libro? Yo tomo a otros, de aquí y de allá, en los
autores, aquellas sentencias que me placen, no para almacenarlas en mi memoria,
pues carezco de esta facultad, sino para trasladarlas a este libro, en el cual
las máximas son tan mías o me pertenecen tanto como antes de transcribirlas. No
conocemos, tal yo entiendo, más que la ciencia presente, no así la pasada ni
tampoco la venidera. Acontece todavía cosa peor: ni los discípulos ni los
pequeñuelos se educan ni alimentan, pasa la ciencia de mano en mano con el
exclusivo fin de hacer alarde, de hablar a otro, cual inútil y vana moneda que
contar y arrojar. Apud
alios loqui didicerunt, non ipsi secum[3].
Non est
loquendum, sed gubernandum[4].
Para mostrar naturaleza que nada hay de violento en sus obras hace a veces que
nazcan en las naciones menos cultivadas las producciones más artísticas. El
proverbio gascón que tiene su origen en una poesía rústica acredita aquel
aserto: Bouha prou bouha, mas à -97- remuda lous dits qu'em?
El soplo no va mal, mas por lo que toca a manejar los dedos para producir
sonidos en el caramillo, eso ya es harina de otro costal. Sabemos muy bien
decir: «Cicerón escribe así; ved cuáles eran las costumbres de Platón; tales
son las palabras de Aristóteles»; ¿mas nosotros, qué decimos? ¿qué juzgamos?
¿qué hacemos? Lo mismo diría un lorito.
Recuérdame
lo precedente a aquel hacendado romano que reunió en su casa, a costa de
cuantiosos gastos, un número suficiente de sabios en todas ciencias, que
guardaba constantemente en su derredor a fin de que cuando se le ofrecía
ocasión de hablar de alguna cosa los demás supliesen su deficiencia y
estuvieran prestos a proveerle, quién de un discurso, quién de un verso de
Homero, cada cual según su especialidad; con ello pensaba que el saber le
pertenecía, porque se encontraba en la cabeza de sus gentes. Es también lo que
saben aquellos otros cuya capacidad permanece encerrada en sus bibliotecas
suntuosas. Conocía yo uno de éstos, quien, cuando yo solicitaba alguna razón de
su ciencia, pedíame un libro para mostrármela; y no hubiera osado decirme ni
siquiera que tenía sarna en el trasero sin haber al instante mirado en su
diccionario qué cosas fuesen trasero y sarna.
Tomamos
nota de las opiniones y de la ciencia de los demás, y allí se detiene nuestro
esfuerzo; precisa hacer nuestra la ciencia ajena. Asemejámonos a aquél que
tuviese necesidad de fuego y fuera a buscarlo a la casa del vecino, donde
habiéndolo hallado hermoso y grande detuviérase a calentarse sin pasarle por
los mientes llevarlo a su vivienda. ¿De qué nos sirve tener la barriga llena de
carne si luego no la digerimos?, ¿si en nuestro organismo no se transforma, y
no sirve ara aumentarle y fortificarle? ¿Pensamos acaso que Luculo, a quien los
libros hicieron gran capitán, sin necesidad de experiencia, los estudiaba como
nosotros? Echámonos de tal suerte en brazos de los demás, que aniquilamos
nuestras propias fuerzas. ¿Quiero yo, por ejemplo, buscar armas contra el temor
de la muerte? Encuéntrolas a expensas de Séneca. ¿Deseo buscar consuelo para mí
o para los demás? Pues lo tomo de Cicerón. En mí mismo hubiera encontrado ambas
cosas si en ello se me hubiera ejercitado. No me gusta esa capacidad relativa y
meridiana; aun cuando nos fuera lícito extraer de otro la sabiduría, no podemos
ser sabios más que con nuestras exclusivas fuerzas y recursos.
«Detesto
al sabio que por sí mismo no lo es.»
Ex quo Ennius: Nequidquam
sapere sapientem, qui ipse sibi prodesse non quiret.[6]
-98-
Si
cupidus, si
vanus, et
Euganea quamtamvis mollior agna.[7]
Non enim paranda nobis
solum, sed fruenda sapientia est.[8]
Burlábase
Dionisio de los gramáticos que cuidan de informarse de los males de Ulises e
ignoran los suyos propios; de los músicos que templan sus flautas y no hacen lo
propio un sus costumbres; de los oradores que predican la justicia y no la
practican. Si nuestra alma no sigue mejor camino; si no logramos disponer de un
juicio más sano, estimaría mejor que mi escolar hubiera pasado su tiempo
jugando a la pelota; al menos de este modo tendría el cuerpo más ágil. Vedle
volver de sus estudios después de haber empleado en ellos quince o diez y seis
años; encuéntrase incapaz e inhábil para el ejercicio de toda profesión o
trabajo; lo solo, lo único que se echa de ver en él es que su latín y su griego
le han vuelto más tonto y presuntuoso de lo que estaba al abandonar la casa de
sus padres. Debiendo poseer el alma llena, tráela hinchada; en vez de
fortificarla, se ha conformado con inflarla.
Tales
maestros, como Platón llama a las sofistas, sus adláteres, son de todos los
hombres los que prometen hacer mayor obra de utilidad; mas no sólo son
inútiles, sino dañinos, pues tras no reparar lo que se les encomienda, lo
estropean y hacen pagar sus destrozos. No proceden así el albañil ni el
carpintero. Si se siguiera la ley que Protágoras proponía a sus discípulos, que
consistía «en que éstos le pagasen confiando en su palabra, o jurando en el
templo en cuanto estimaban el provecho, y según éste satisfacieran su trabajo»,
mis pedagogos veríanse burlados, de estar sujetos al juramento de mi
experiencia. Mi vulgar dialecto perigordiano llama con gracia suma lettre-ferits
a estos sabihondos, que viene a ser como si dijéramos lettre-ferus,
a los cuales las letras han sacudido un martillazo, como suele decirse. Lo
común es que se hallen desprovistos hasta de sentido común; el campesino y el
zapatero proceden en la vida sencilla o ingenuamente, hablando de lo que
conocen; aquéllos por querer engrandecerse y prevalerse de su saber, que
sobrenada en la superficie de su cerebro, van embarazándose y dando traspiés
sin cesar; escápanse de sus labios hermosas y palabras, mas precisa que otro
las aproveche; conocen bien a Galeno, pero en manera alguna al enfermo; os han
llenado la cabeza de leyes, y sin embargo, no comprenden la dificultad de la
causa que se dilucida, conocen la teoría de todas las cosas, pero buscad otro
que la aplique.
-99-
En
mi casa he visto a un mi amigo, que por modo de pasatiempo hablaba con uno de
estos pedantes, descomponer una especie de jerigonza o galimatías, sin pies ni
cabeza, salvo la entonación de algunas palabras adecuadas a la controversia,
pasar así un día entero; el maestro se debatía pensando siempre contestar con
acierto a las objeciones que se le hacían; y pasaba sin embargo por hombre de
reputación; era un preceptor que ocupaba por sus merecimientos una posición
envidiable:
Vos, o
patricius sanguis, quos vivere par est
occipiti
caeco, posticae ocurrite sannae.[9]
Quien
a gentes tales ve de cerca, mire más alla, y como yo, encontrará que las más de
las veces ni se entienden a sí mismos ni a los demás, y que la facultad de
juzgar en ellos está hueca, a no ser que la naturaleza les haya desprovisto
bien de ella, como acontecía a Adriano Turnebo, que no ejerciendo otra
profesión que la de las letras, en la cual fue, a mi entender, el hombre más
grande, que haya existido de mil años acá, tenía sólo del pedante el hábito y
algo del exterior, lo cual podía quizás no ser agradable, pero era cosa bien
insignificante. Detesto a los que transigen mejor con un alma envenenada que
con un traje inadecuado, y contemplan en sus reverencias el vestido y las botas
para informarse del hombre con quien se las han. Nuestro Adriano fue el alma
mejor educada del mundo; era para mi un placer interrogarle, aun sobre asuntos
ajenos a sus ordinarias ocupaciones; veía tan claro en todas las cosas y estaba
dotado de una percepción tan pronta, de un juicio tan sano, que hubiérase dicho
no haber sido otra su profesión que el ejercicio de la guerra y los negocios
del Estado. Tales naturalezas son privilegiadas y fuertes,
Queis arte
benigna
et meliore
luto finxit praecordia Titan[10],
y
conservan su vigor nativo al través de una dirección detestable. Ahora bien, no
basta que la educación deje de empeorarnos, preciso es que nos haga mejores.
Hay
algunos parlamentos que cuando tienen que recibir en su seno nuevos miembros,
examínanlos sólo de derecho o jurisprudencia; otros juzgan además del sentido
común, de los candidatos, preguntando a los examinandos su dictamen sobre alguna
causa. Estos tienen, a mi entender, manera más razonable de proceder, y aun
cuando sea necesario -100- el
concurso de las dos circunstancias, referible y mucho más meritorio es poseer
la segunda que la primera; pues como pregona este verso griego,
.[11]
«¿Para qué sirve la ciencia a quien carece de inteligencia?» ¡Pluguiera a Dios
que para bien de la justicia nuestros jueces se hallasen tan bien provistos de
entendimiento y conciencia como lo están todavía de ciencia! Non
vitae, sed scholae discimus[12]. En conclusión, no
basta hilvanar el saber al alma, precisa incorporarlo, hacerlo penetrar en el
espíritu; no hasta regarla, es preciso impregnarla; y si no transforma y mejora
nuestro imperfecto estado, vale mucho, muchísimo más, que permanezcamos
tranquilos; de lo contrario es el saber arma dañosa que ofende y molesta a
quien lo posee por ir a parar a inhábiles manos que de él no saben hacer uso: ut fuerit melius non
didicisse[13].
Quizás
sea ésta la razón de que así nosotros como la teología no nos mostremos
exigentes en lo que toca a que las mujeres sean de espíritu cultivado.
Francisco I, duque de Bretaña, hijo de Juan V, que casó con Isabel, nacida en
Escocia, como le dijeran antes del matrimonio que su prometida había sido
educada en medio de la mayor sencillez, y que carecía de toda suerte de
instrucción literaria, respondió: «Prefiero que toda la ciencia en la mujer
consista en saber distinguir la camisa de los calzones de su marido.»
No
es, pues, maravilla el que nuestros antepasados hayan concedido escasa
importancia a las letras y que aun hoy se hallen representadas como por acaso
en los consejos de nuestros reyes; y si los únicos medios que hoy existen de
llegar a la riqueza no fuesen la jurisprudencia, la medicina, el pedantismo y
la teología, veríamos a aquéllas todavía en mayor descrédito de lo que jamás lo
fueron. Y a la verdad la cosa no sería muy de lamentar, puesto que no nos
enseñan ni a bien obrar ni a pensar rectamente. Postquam
docti prodierunt, boni desunt[14]. El aditamento de
toda otra ciencia es perjudicial a quien no posee la de la bondad.
Acaso
se hallará la razón de lo inútil que nos es la ciencia en que sólo la cultivan
entre nosotros aquellos que pretenden sacarla provecho, a excepción de los
pocos que habiendo tenido la fortuna de nacer en un medio más elevado, por
afición se muestran inclinados al saber. Y como éstos -101- la abandonan pronto para ejercer
profesiones que nada tienen que ver con los libros, generalmente sólo quedan
como científicos las gentes sin fortuna que buscan con el estudio una manera de
vivir; y siendo el alma de estas gentes así por naturaleza como por situación
social de la extracción más baja, no sacan del estudio sino un fruto mezquino,
pues éste no ilumina el espíritu que carece de luces, ni sirve tampoco para
alumbrará los ciegos; consiste su misión, no en procurar la vista, sino en
dirigirla y bien ordenarla, siempre y cuando que ésta disponga de pies y
piernas sanas y bien derechas. La ciencia es un buen medicamento, pero no hay
ningún remedio suficientemente eficaz para librarla del vicio que la comunica
el vaso que la contiene. Tal tiene la vista clara, que no la tiene derecha, y
por consiguiente ve el bien, mas no le practica, y ve la ciencia sin servirse
de ella. El principio fundamental que Platón establece en su República, consiste
en distribuir los cargos a los ciudadanos conforme a la naturaleza de éstos.
Esta sabia maestra todo lo puede y practica. Los cojos son inhábiles para los
ejercicios corporales; los del espíritu no convienen a las almas cojas; los
entendimientos contrahechos y vulgares son indignos de la filosofía. Cuando
reparamos en un hombre mal calzado, nada tiene de sorprendente que se nos
ocurra preguntar si es zapatero, y análogamente vemos un médico mal medicinado,
un teólogo poco reformado y un sabio más incapaz que el mayor lego.
Aristo
Quío tenía razón al asegurar que los filósofos dañaban a sus oyentes; tan es
verdad este parecer, que la mayor parte de las almas no se encuentran aptas
para sacar provecho de la filosofía; y si ésta no cae bien en ellas, cae
necesariamente mal: ex Aristippi, acerbos ex
Zenonis schola exire[15].
En
la hermosa educación que recibían los persas, según testimonia Jenofonte, vemos
que enseñaban la virtud a sus hijos como las demás naciones les enseñan las
letras. Dice Platón que el primogénito en la sucesión real era educado del
siguiente modo: apenas nacía, poníasele en manos, no de mujeres, sino de los
eunucos que por su virtud gozaban del favor de los reyes. Encomendábase a éstos
el cuidado de la hermosura y sanidad del cuerpo y cuando llegaba el niño a los
siete años enseñábanle a montar a caballo y adiestrábanle en el ejercicio de la
caza. Cuando tenían catorce años sometíanle al cuidado de cuatro preceptores:
el más sabio, el más justo, el más moderado y el más valiente de la nación;
enseñábale el primero la religión, el segundo a ser veraz, el tercero a dominar
sus pasiones, y el último a ser esforzado.
-102-
Es
cosa digna de notarse que en la excelente y admirable legislación de Licurgo,
tan perfecta y previsora, tan cuidadosa de la educación material de la
infancia, que ponía en primer término desde el hogar mismo, no se haga siquiera
mención de la doctrina, siendo Atenas la patria de la musas, como si aquella
generosa juventud desdeñara todo otro yugo que no fuera la virtud; proveíasela,
en lugar de pedagogos que la enseñaran la ciencia, de maestros que la
inculcaban el valor, la prudencia y la justicia, ejemplo que Platón siguió en
sus leyes. La disciplina consistía en proponerles cuestiones, para que juzgasen
de los hombres y de sus actos, y si elogiaban o censuraban a tal personaje o
tal suceso precisaba fundamentar el juicio en buenas razones; de este modo, al
par que afinaban el entendimiento, se instruían en el derecho. Astyages en
Jenofonte, pide razón a Ciro de su última lección. «En nuestra escuela,
responde, un muchacho que tenía la túnica pequeña se la dio a uno de sus compañeros,
de menos estatura, y tomó a cambio la de éste, que le estaba grande. Habiéndome
nuestro preceptor hecho juez del caso, opiné que lo más pertinente era dejar
las cosas en tal estado, y que los dos habían salido ganando con el cambio; a
lo cual me repuso que yo había juzgado torcidamente, por haberme fijado sólo en
las ventajas mutuas, siendo preciso tener en cuenta la justicia, que pide que a
nadie se fuerce en las cosas de su pertenencia»; y dice Astyages que Ciro fue
azotado ni más ni menos que lo somos nosotros en nuestras aldeas, cuando
olvidamos e primer paradigma de las conjugaciones griegas. Mi maestro me
dirigiría una hermosa arenga, in
genere demonstrativo antes de
persuadirme que su disciplina valía tanto como aquélla. Tomaron por el atajo, y
puesto que es lo cierto que las ciencias rectamente interpretadas no pueden
sino enseñarnos la prudencia, la probidad y la resolución, quisieron aquellos
hábiles maestros poner a sus discípulos en contacto con la práctica de la vida
e instruirlos no de oídas, sino por el ensayo de la acción, formándolos y
modelándolos diestramente no sólo con preceptos y palabras, sino principalmente
con ejemplos y obras, a fin de que la enseñanza penetrase no solamente en el
alma, sino también en la complexión y costumbres; que no fuera únicamente
adquisición, sino posesión natural. Preguntando a este propósito Agesilao,
sobre lo que a su entender debían aprender los niños, respondió «que lo que
debían hacer cuando fueran hombres». No es, pues, maravilla que semejante educación
produjera tan admirables efectos.
En
distintas ciudades de Grecia buscábanse retóricos, pintores y músicos; sólo en
Lacedemonia legisladores, magistrados y jefes de ejército; aprendíase en Atenas
a bien decir, y allí a bien obrar; en Atenas a rebatir un argumento sofístico y
a rechazar la impostura de las palabras capciosamente -103- entrelazadas; en Lacedemonia, a librarse
de los atractivos de la voluptuosidad y a rechazar con valor las amenazas del
infortunio y de la muerte. Unos tenían por misión las palabras, y otros las
cosas; unos ejercitaban a la juventud en el continuo manejo de la lengua, y
otros en el ejercicio sin descanso del espíritu. En tal grado de estimación
tenían los frutos de la enseñanza de la juventud, que cuando Antipáter les pidió
en rehenes cincuenta muchachos, hicieron lo contrario de lo que nosotros
hubiéramos hecho, es decir, que prefirieron entregar doble número de hombres ya
formados. Cuando Agesilao invita a Jenofonte a que eduque sus hijos en Esparta,
no es para que aprendan la gramática ni la dialéctica, sino para que se
adoctrinen en la mejor de todas las ciencias: en la ciencia del mando y de la
obediencia.
Agrada
ver cómo Sócrates se burla de Hipias cuando éste le refiere que hasta en las
aldeas más pequeñas de Sicilia ha ganado buena cantidad de dinero como
profesor, y que en cambio en Esparta no ganó ni un solo maravedí; por tal
razón, trataba de idiotas a los de esta república, que no sabían medir ni
contar, ni conocían la gramática ni la prosodia, preocupándose sólo de estar
bien informados de la cronología de sus soberanos, establecimiento y decadencia
de sus Estados y de otro montón de frivolidades análogas; al cabo de la
relación Sócrates hacía comprender a Hipias, hasta en sus menores detalles, la
excelencia del gobierno de los espartanos, la virtud y dicha de su vida
privada, dejándole adivinar, en conclusión, la inutilidad de sus enseñanzas.
La
experiencia nos enseña que, según la viril legislación espartana y otras
semejantes, el estudio de las ciencias debilita y afemina el valor, más que lo
endurece y fortifica. El Estado más fuerte que actualmente existe en el mundo
es Turquía, pueblo que estima las armas tanto como menosprecia las letras. Roma
fue más valiente cuando barbara que cuando sabia. Las naciones más belicosas de
nuestros días son las más groseras e ignorantes: los escitas, los partos y los
súbditos de Tamerlán prueban bien este aserto. Cuando los godos asolaron la
Grecia, quien salvó todas las bibliotecas de ser pasto de las llamas fue uno de
ellos, que predicó la conveniencia de dejar intactos estos edificios para
apartar así a sus enemigos del ejercicio de las armas y que cayeran en
ocupaciones ociosas y sedentarias. Nuestro rey Carlos VIII se hizo dueño del
reino de Nápoles y de una parte extensa de la Toscana, apenas sin desenvainar
la espada. Los señores de su comitiva atribuyeron tan inesperada facilidad a
que la nobleza y príncipes italianos ocupábanse más en hacerse, ingeniosos y
sabios que vigorosos y guerreros.
[1] Detesto sobre todas las cosas el sabor
pedantesco. (N. del T.)
[2] Odio a esos hombres incapaces de obrar, cuya
filosofía desvanece en vanas sentencias. PACUVIO, ap. GELLIUM. (N. del T.)
[3] Enseñaron a hablar a los demás, pero ellos no
aprendieron. CICERÓN, Tusc, quaest., v. 36. (N. del T.)
[4] No se trata de charlar, sino de conducir la
nave. SÉNECA, Epíst. 108. (N. del T.)
[5]
sofiste/n
[ en el original (N. del E.)]
[6] Por eso dice Enio: «Inútil es la sabiduría
que no es al sabio provechosa.» Apud CIC., de Offic., III, 15. (N. del T.)
[7] Si es avaro, si es embustero, si es flojo y
afeminado. JUVENAL, VIII, 14. (N. del T.)
[8] Porque no basta alcanzar la sabiduría, es
preciso saber usar de ella. CICERÓN, de Finibus, I, 1. (N. del T.)
[9] Nobles patricios que carecéis del don de ver
lo que acontece detrás de vosotros, cuidad de que aquellos a quienes
menospreciáis no se rían a expensas vuestras. PERSIO, I, 61. (N. del T.)
[10] Que Prometeo formó de mejor barro y dotó de
más felices disposiciones. JUVEN, XIV, 34. (N. del T.)
[11]
[ en el
original (N. del E.)]
[12] No se nos adoctrina para la vida, se nos
instruye sólo para la escuela. SÉNECA, Epíst. 106. (N. del T.)
[13] De modo que hubiera sido preferible no
aprender nada. CICERÓN, Tusc. quaest, II, 4. (N. del T.)
[14] Desde que los doctos pululan entre nosotros,
los hombres honrados se eclipsaron. SÉNECA, Epíst. 95. (N. del T.)
[15] De la escuela de Aristipo salían hombres
intemperantes, y de la de Zenón salvajes. CICERÓN, de Nat. deor., III, 81. (N.
del T.)
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