Victor
Hugo, el Rey Sol
Hijo de un padre militar, estricto y pedregoso, que de
la mano de José Bonaparte fue gobernador de Guadalajara y conde de Sigüenza,
viajó de niño a España —pantalones de terciopelo oscuro, medias, mangas largas
de encaje— con un convoy de napoleones de oro. Doce millones contantes y
sonantes que, cada trimestre, enviaba Napoleón al sur, erizados de bayonetas y
sables, para pagar a sus soldados. Conoció la barbarie, las emboscadas y los
soldados muertos, crucificados en los portones de las granjas, al lado de las
noches de concierto y los bailes de oropel y opereta.
Vivió una vida aventurera paralela a aquel siglo,
agitado, que se llenó de armones de artillería, adoquines y gritos de
ordenanza. Y ocurrió que Francia, entera, de norte a sur, de este a oeste, fue
toda La
Marsellesa
y la bandera tricolor, y él el poeta del pueblo. «El niño sublime», lo
llamaron, cuando apenas adolescente escribió sus primeros versos, que salieron
de su boca como redobles, como salvas o himnos…
Escribía en un gabinete de trabajo tapizado de damasco
rojo. Allí tenía sobre un velador un sello de cristal de roca, otro de oro y la
brújula de Cristóbal Colón, de cobre, en la que se leía: «La Pinta, 1492». Y
allí entraron los insurgentes de la comuna, armados hasta los dientes,
llamándole traidor, para encontrar, sobre una alta mesa en la que se había
acostumbrado a escribir y a dibujar, las primeras páginas manuscritas de la que
sería su novela inmortal, Los miserables.
Vivió más de veinte años exiliado. Paseando por las
playas como un espectro, negro, de arriba abajo, y subido a los riscos donde su
hijo le hacía fotos borrosas. Cuando volvió a París, lo recibieron con vítores
y aplausos, como a un cantante. Fue diputado, par, caballero de la Legión de
Honor y designado Rey Sol de la literatura.
Cuando murió, se decretaron funerales de Estado, con
puestos de bebidas, bocadillos, vendedores ambulantes, y la gente que alquilaba
escaleras de mano para ver el solemne cortejo.
La muerte. Hubo algo de ella latente, recurrente, en su
vida: vio morir a su esposa, a su amante, a sus dos hijos varones, a su hija
Léopoldine, ahogada, una tarde, en el Sena; a su hermano Eugène… Vio morir,
asqueado, también a los muertos de la historia; los de las barricadas, los
rebeldes, los conspiradores… Entre sus papeles apareció un cuaderno escolar, en
el que había escrito, con catorce años: «Ser Chateaubriand o nada». Qué
pretensión. Qué vocación. Qué ojo.
Ficha
técnica
Nº de
páginas:
236
Editorial:
SIRUELA
Idioma:
CASTELLANO
Encuadernación:
Tapa dura
ISBN:
9788416964406
Año
de edición:
2017
Plaza
de edición:
MADRID
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