Miguel de Unamuno
La agonía del cristianismo
Introducción de Agustín García Calvo
Presentación
Está la figura de don Miguel de
Unamuno de tal modo entremetida en las turbulencias y estirones de mi
adolescencia que no sé bien cómo discernir ahora lo que era suyo y lo que era
mío en aquel trance. Estaban, por supuesto, en la biblioteca de mi padre todos
sus escritos uno tras otro, los más en sus primeras ediciones, y bien leídos
por él, y a veces pulcramente anotados con lápiz muy ligero, que no dañara el
libro; así que, allá entre cuarto y sexto de bachillerato, pienso que ya habían
pasado casi todos por mis manos, menos pulcras y cuidadosas, y por mis ojos; y
más de una vez nos los pasábamos entre los amigos; que bien me acuerdo, todavía
años más tarde, que unos cuantos celebramos el Oficio de Tinieblas, la noche
del Jueves al Viernes Santo, en vela hasta la procesión del alba leyéndonos en
voz alta el San Manuel Bueno de cabo
a rabo.
Y venían también con ello
envueltos recuerdos, por memoria ajena, de la persona, fallecida aquel fin de
año del primero de la guerra civil, tres antes de que ella terminara para dar
paso a la otra y de que entrara yo en mis trece: estaban las noticias,
parcamente rememoradas por mi padre, de cuando lo había acompañado, con una
pequeña banda de adictos, de los que él seguramente no echaría más cuenta que
como de espectadores de su andanza, en sus excursiones por Sanabria y su lago o
por las ruinas del convento de Moreruela. Venían también por la misma fuente,
reticente siempre y apenas por algún brote cediendo a la expresividad, algunas
de sus anécdotas madrileñas, sesiones bulliciosas de escándalo en el Ateneo,
tormentosas entrevistas con el Rey bajo la dictadura, o sobre todo aquella de
cuando caía de Salamanca en el café Varela voceando «Vengo buscando al hombre
de espíritu más limpio y de traza más desastrada que anda por el mundo»,
buscando –ya comprenden– a don Antonio Machado, cuyos proverbios andaba yo por
entonces grabando a cortaplumas y tinta en los bancos del instituto.
Pero de otras fuentes me llegaban
poco después recuerdos de Unamuno, cuando pasé a estudiar en Salamanca en el
otoño del 43. No pisaba ya él entonces por sus calles y sus aulas: estaban ya
en su lugar sus restos en el nicho del cementerio sobre el recodo del Tormes,
adonde tantas veces había yo de llegarme con devoto paseo, y para más
inmortalidad, a media escalinata del palacio de Anaya, el busto de Victorio
Macho en granito y bronce, ante el que durante años haría supersticiosa
reverencia cada vez que subía por aquellas escaleras. Pero quedaban algunos de
los que lo habían tratado y que contaban de sus cosas, especialmente don José
María Ramos Loscertales, por entonces decano de la Facultad de Letras, fino
maldiciente de personajes de la historia, de Fernando el Católico a Isabel II,
y que no dejaba también, fuera de las clases, de tratar con el mismo humor
corrosivo a don Miguel, con quien había tratado algunos años, refiriendo de su
manera imperiosa y descomedida de habérselas con sus contertulios y
acompañantes de sus paseos, y de cómo en los cafés, despotricando de cualquier
tema o contratema que cayera, su voz aguda se imponía sobre todas las voces
desconsideradamente.
Pero también el mismo Ramos
Loscertales, unos años más tarde, cuando, habiéndose él retirado a morir en su
casa del paseo de los Capuchinos, acudía yo un día y otro a darle charla y a
ver si me refería, si se terciaba, más recuerdos del paso de don Miguel por
Salamanca, no se me olvidará cómo uno de los últimos días, acaso el último,
después de maliciar de Unamuno un rato a la manera acostumbrada, en un momento
se puso insólitamente serio y se paró a decirme: «Pero era un hombre bueno»; no
se me olvidará.
Y el caso es que, ya del año
antes de irme a Salamanca, había yo mismo escrito un soneto para don Miguel,
que hasta ahora no había osado publicar (¿o llegó a salir en algún número de Trabajos y Días, nuestra revistilla
universitaria?), pero ahora voy a osar, para testimonio, y dice: «Yo quisiera
ser Dios, y en lo divino / saciar tu corazón tan fuerte y bueno, / dejar leer a
tu mirar sereno / el libro sin portadas del destino. // Mejor quisiera yo ser
peregrino / del mundo, si pudiera aquí en tu seno / mi frente reclinar y hacer
ameno / con tu amigable charla mi camino. /// Pero era, don Miguel, cuando se
abría / mi alma a este mundo, cuyo amor persigo, / tu voz silencio, y tú,
memoria mía. // Y pues sé que jamás tu pecho amigo / latirá junto al mío un
solo día, / yo quisiera ser Dios y estar contigo». La retórica era tal vez un
poco desmadrada, aunque quizá trataba de responder un poco a la de don Miguel
mismo (poniendo el TÚ donde él ponía el YO); y no fue la única vez que la
huella de su figura me movió a los versos o las letras: recuerdo al menos una representación
lírica de su muerte en la última noche del primer año de guerra, y un diálogo
latino, un poco a lo Luciano, entre don Miguel y un Caronte tan charlatán como
él, planteando en acto la cuestión de su inmortalidad.
Pero me importaba aquí, de todo
esto, preguntarme qué es lo que quería decir la declaración postrimera de don
José María Ramos, «Era un hombre bueno», y qué es lo que me había hecho a mí en
aquel soneto adolescente tratarlo de bueno y amigable, tratándose de personaje,
según concorde testimonio de quienes lo conocieron, tan áspero, descomunal y
desatento, siempre maldiciendo estrepitosamente de casi cualesquiera otros
personajes, tan infatuado, al parecer, consigo mismo que no hacía más, en
conversaciones o tertulias, que hablar él sólo o más bien sermonear y
despotricar de todo lo divino y humano sin apenas dejar meter a nadie baza, un
personaje, en fin, que se diría notablemente intolerable para cualquiera.
No voy a responderme del todo a
la pregunta; pero bueno quería decir
probablemente algo como «no falso», «incapaz de engaño», con la implicación
socrática ciertamente de que nadie hace mal sin estupidez, inconsciencia o como
se llame; pero no en el sentido de que lo de dentro (¡el Yo, vive Dios!) se
manifieste fuera con franqueza (lo cual implica la estupidez de creer saber
quién soy yo), sino más bien en el de uno que no distingue claramente y que
piensa acaso que lo de fuera es lo de dentro (las tormentas de la historia lo
mismo que las agonías propias, el ser de Dios no otra cosa que el ser mío) ¿y
viceversa?
Eso quiere dar cuenta de que la
bondad de don Miguel pudiera consistir en un egoísmo desaforado, que se diría
quizá más bien donmiguelismo, en cuanto que en esa desmesura del egoísmo
(porque el egoísmo de los hombres habituales es un egoísmo pacato, que disputa
herencias o ganancias dentro de un orden general de repartición, pero no pasa a
la locura de ser yo todo, de yo ser Dios; y es así como son ocasionalmente
malos, por mera conformidad, esto es, por la idiotez de no percibir ni por
asomo la absurditud de que haya muchos yoes, reales todos y cada cual
repartiéndose con los otros la realidad) podía en la desmesura de don Miguel
sentirse el vislumbre de entendimiento y la falta de conformidad con la falsía,
anonadante más por aburrida que por terrible, de los tratos habituales de los
hombres.
Que también el revés dialéctico
de la correlación, a saber, que asimismo lo de dentro es lo de fuera, latiera
igual de claro y fuerte en el pecho de Unamuno, digo el reconocimiento de que la
propia individualidad, la persona de uno, «es cosa de fuera», como acertó
Machado a formular en uno de sus proverbios, que, por tanto, sintiera Unamuno
con fervor equitativo que, así como yo soy Dios, en cuanto que Dios es yo, así
también, puesto que Dios soy yo, yo no es otra cosa más que Dios, es posible
que eso no se percibiera tan evidente en el temblor de su figura y de su
charla. Pero aun así, basta con lo que en ello se percibiera de interés
verdadero y desmesurado por sí mismo, donde «don Miguel» venía a hacerse
representante vivo (y no democrático por cierto) de todo hombre, para
explicarnos que Ramos Loscertales en su agonía o aquel muchacho que yo era
sintiéramos ganas de decirle «bueno», un capricho, al fin, poco trascendente:
porque la oposición de «bueno/malo», mantenida en sus dos términos, no es
también más que cosa de la Moral, esto es, de la política y los negocios, una
Moral que ordinariamente, por lo demás, consiste en enrevesar los dos términos,
de modo que lo bueno sea malo, a fin de que lo malo pueda venderse como bueno;
y bueno sólo debía, en todo caso,
decirse de tal manera que bueno fuese aquello que dijera que «bueno» y «malo»
son lo mismo.
Pero, en fin, toda esa cuestión
de la bondad de don Miguel acaso fuera cosa de menos importancia, presta acaso
a convertirse en una mera cuestión histórica (esto es, frívola comidilla de los
que creen que las generaciones o las épocas se suceden una tras la otra, «en el
tiempo», que ellos dicen), si no fuera que este caso da la coincidencia de que
la cuestión de la bondad, la utilidad, de don Miguel se reproduce, se me antoja
que bastante fielmente, con respecto a la de sus obras, que, por meros escritos
que ellas sean, son al fin lo que aquí tenemos a la mano.
Esta Casa Editorial, por ejemplo,
se apresta ahora a reeditar las obras de Unamuno, entre las cuales La agonía del cristianismo, a la que
estas páginas sirven, por tanto, de preámbulo (aunque pretendiendo valer
también de preámbulo de la serie), y les toca, por tanto, preguntarse qué es lo
que vale, qué hace en este mundo de bueno o malo este libro y tras él los otros
de debate de Unamuno consigo mismo que se republiquen: en este mundo, donde la
aceleración de la aparente mudanza en los procesos culturales, igual que en los
políticos y económicos (pues la Cultura es también cosa del Estado y el
Comercio, y sujeta, como ellos, a la misma necesidad de cambio para la
permanencia), parece sugerir que libros de hace sesenta años se han quedado ya
tan lejos que apenas puede creerse que se vayan a poder leer ahora con interés,
ni servir para más cosa que justamente negocios y veneraciones culturales.
¿Se habrá progresado algo en
estos sesenta años? Bueno, sí, hay campos en que se han hecho descubrimientos,
en medio de la general parálisis progresiva del descubrimiento que la
aceleración del cambio aparente impone y disimula, y ha habido algunos avances
considerables, por ejemplo, en el arte de la novela (el género literario único
que, reemplazando a todos los demás, sigue teniendo verdadero uso, siquiera sea
para entretener el camino de la muerte con retratos de la vida), o también en
los estudios de gramática y lingüística, que poco a poco disipan algunas
ilusiones arraigadas sobre las relaciones entre la lengua, las almas y los
pueblos, y hasta, de paso, algún avance en el análisis (cada vez más alejado de
la práctica de políticos y psiquiatras) de las estructuras anímicas y sociales;
así que bien me temo que las obras de Unamuno que más pertenezcan a tales
campos se sientan con razón un tanto rancias o, como dicen ellos, superadas y
sólo, si se leen culturalmente, como objetos más o menos curiosos (pero nunca
ya sujetos en armas) de historiadores o sepultureros de filosofía y literatura.
De manera que si también libros como este de La agonía del cristianismo fueran libros de ideas (religiosas,
políticas, morales o lo que fuera), caerían bajo esa misma ley de superación
histórica y sólo les importarían, como objeto inerte, a gentes como los
estudiosos de la Historia del Pensamiento, que sólo de pensamiento muerto puede
hacerse.
Pero puedo anunciar con cierta
confianza que no es así. Ni una sola idea se encontrará formulada en alguna
página que no aparezca derechamente contradicha o por lo menos desfigurada y
confundida por otra que en alguna otra página se lea, cuando no sea en la
misma. Y es justamente en este libro donde el propio Unamuno enuncia
nítidamente una distinción, oposición, entre ideas, cosa fija y muerta, y
pensamiento vivo. Y vivo sigue (y contradiciéndose, que es la vida misma del
pensamiento) en este libro, como en otros de la misma traza; también en El sentimiento trágico de la vida, del
que pensaba el autor mismo que éste era una especie de resumen, lo cual,
naturalmente, no lo es; y si puede un libro resumirse, es que era ya un libro
de ideas, tanto el resumido como su resumen; cosa que ciertamente no son éstos.
Mucho hay por cierto en este
libro que puede echar para atrás a los lectores de ahora, pero más o menos lo
mismo que podía echar a los contemporáneos suyos, y parecido a aquello que a
muchos podía echarlos para atrás del trato personal (la desmesura, la
charlatanería y el donmiguelismo) del autor también: es sobre todo la retórica,
a veces conceptuosa y enredándose en el juego con las palabras y sus
etimologías, a veces demasiado libre y desatenta a las apetencias de ilación
razonable que el lector común pueda sentir, a veces desmedidamente apasionada y
exaltada (hasta con la retórica tipográfica de los ¡¡¡!!! y los ...), y las más
veces las tres cosas al mismo tiempo. Y a vueltas con tal retórica, el descaro
de mezclar los datos íntimos y aparentemente personales con las cuestiones más
genéricas y sublimes de la política, y de Dios y de la historia.
Y, sin embargo, para quien no se
deje por esos vicios retóricos echar atrás, este libro sigue siendo apasionante
como era, sustancioso y acompañante de un viaje por los campos que más
vivamente llaman a cualquiera que no haya muerto todavía en la convicción de
que ya sabe, por los abismos y perdedores que le estaban a cada cual abiertos desde
siempre, y que raramente puede un libro acertar así a reabrírselos y
revolvérselos, a replantearle su problema a cada uno, al revés de la memez
habitual que se desentiende con la monserga de «Ése es tu problema».
No a resolvérselos ciertamente:
éste no es un libro de ideas: es un libro, como dice su título, de agonía
(porque todo el que vive está agonizando, esto es, luchando con la muerte) o,
como verás, lector, según lo vas leyendo, de contradicciones, lo mismo las
queridas y formuladas por el autor que las no queridas se le cuelan por las
articulaciones de su discurso fervoroso.
Hay, en la formulación
lingüística, contradicciones que son retórica vana, que se formulan por prurito
de originalidad o por torpeza para pensar derecho. Se cuenta que don Miguel
mismo, en la anécdota de la apertura del curso del 36 que conoce todo el mundo,
le hubo de contestar a aquel general de mutilados, que había clamado
sucesivamente «¡Viva la muerte!» y «¡Muera la inteligencia!» (haciéndole de
paso, por cierto, un fino favor a la inteligencia, sea ella quien sea: pues en
la conjunción de las dos frases resultaba ella ligada con la vida, no con la
muerte en todo caso), diciéndole algo al tenor de «Yo, que soy especialista en
contradicciones, os digo que ésa («Viva la muerte») es una contradicción vana y
retórica» o podía haber dicho «tonta y muerta» (es la retórica que se necesita
para hacer morir por la Patria, por la Causa o por la Idea, a los legionarios);
y sea lo que sea de la anécdota, ello es que en este libro (y en los demás por
el estilo) no se hallará una sola contradicción que se haya buscado por
frivolidad, por afán de aturdir o asombrar a nadie (que luego a don Miguel le
divirtiera ver a pedantes, curas de almas o amos de casa escandalizarse con sus
detonaciones no quiere decir que se le ocurrieran por eso y para eso), sino que
una vez y otra surgen de la fuerza misma de las contradicciones que la cosa
tiene en sí, de las reales.
Porque lo que importa no es la
mera condición lingüística de las contradicciones que se formulen (como si
pudiera el lenguaje separarse de los demás), sino el hecho de que la realidad
sea contradicción; y es bastante raro, cuando lo más de la religión, filosofía,
ciencia y literatura está destinado a resolver en ideas fijas o a disimular con
entretenimiento esa contradicción, que un escrito llegue a dejarlas pasar, a
hacerlas amontonarse en fila y repetición, de tal manera que (por más que lo de
«lucha» o «agonía» suene un tanto grandilocuente y melodramático) la evidencia
de la contradicción incurable en el pensamiento del que escribe se transmita y
encuentre su respuesta en el pensamiento de quien lo va leyendo; que así la
lucha aparentemente más íntima y personal resulte ser la lucha y agonía común
de los que no están muertos todavía.
Así pienso que sucede en gran
medida en La agonía del cristianismo;
y tanto que hasta las anécdotas de la historia contemporánea (suya), española o
francesa, que en ella se entretejen, hasta las figuras de políticos, curas y
literatos que en ella se citan profusamente, cuyos nombres y fechas hace tiempo
seguramente que la Historia se los ha llevado de nuestras memorias (como que
nuestros contemporáneos ya son otros y nuestra actualidad es la actual), hasta
ésos entran en el juego, y no nos pesa: pues esas actualidades suyas no son más
que recursos a la mano para hacer saltar la eternidad de todos, para meter en
liza los problemas o tormentos del absurdo permanente por medio de los cambios;
problemas que ahora podríamos revestir con los nombres de otros figurones
actuales, de otras contiendas ideales y políticas, con las citas de otros
libros más al día; pero que serían los mismos personajes con actores renovados,
las mismas contiendas con otros escenarios y banderas, que han de surgirle a
cualquiera que asome a este mundo y no se duerma en la bulla demasiado pronto.
Sólo acaso la «Conclusión» de La agonía (que, como el autor advierte,
no debía tener conclusión; pero se la escribe sin embargo), sólo esas páginas
finales, en que se pone don Miguel un tanto nacional y sentimental, podría
decirse que son una concesión real a sus actualidades, y así poco nos añaden de
vivo al debate, circular y derechamente testarudo, en que el cuerpo del libro
nos ha metido. ¿Podrían quizá no haberse escrito? Quizá; pero, con todo, ese
final en fuga o perdedero por lo actual (suyo) y melodramático también evita
que el debate siempre vivo vaya a creerse que tiene alguna conclusión de veras.
Siempre vivo el debate, por lo
demás. ¿Qué importa que los temas sobre los que aparentemente trata, el
cristianismo, su muerte, su historia o su embrollo, sus místicos y sus
jesuitas, sus curas franceses renegados y sus filósofos de la fe o de la razón
sean para nosotros temas del tiempo de las abuelas, olvidados y barridos a la
papelera de nuestros negocios de anteayer, y que podamos murmurar «¿A quién
diablos le importan hoy día, como no sea por curiosidad histórica, los jesuitas
y el padre Jacinto o la Dictadura de Primo de Rivera y el Soldado Desconocido
de la guerra europea bajo el arco de Napoleón?». No, amigos (muchachos de
diecisiete o pocos más, para quienes esta presentación se escribe
primordialmente), no penséis que vais a poder con eso sacudiros el librillo y,
como objeto, comentarlo compasivamente desde fuera, con la ventaja que nos dan sesenta
años de historia.
No: porque es que, en efecto, ¿a
quién le importan esos temas de cristianismos y demás monsergas? Pero más: ¿qué
importan los temas en este libro de La
agonía? Esto no es –recordad– un libro de ideas, sino de pensamiento
(contradicción, guerra en la paz), y su parte meramente semántica, los temas de
que trata, bueno, se reciben de buena gana, no en sí, sino como representantes
de cualesquiera otros que, con otros nombres en vez de los de «cristianismo»,
«fe», «evangelio», «resurrección de la carne», «inmortalidad del alma»,
«espíritu» y demás, siguen reproduciendo las mismas cuestiones y debate, la
misma guerra en esta paz de cada día o cada siglo. Y de igual modo, los Nombres
Propios sólo hacen referencias a puntos del mundo en que escribía Unamuno para
servir de ejemplo y recordarnos que las cuestiones no son meramente ideales,
sino que al mismo tiempo juegan y se debaten en este mundo en el que hablamos,
Unamuno o nosotros, qué más da, pero en todo caso, éste. Y lo que cuenta no son
sus partes semánticas y onomásticas, no las cosas de que se habla, sino el
hecho de que con ellas se hable así, como ahí se sigue hoy hablando y sonando
desde lo escrito.
Pero esto es un escrito –me
diréis acaso– de Teología. Bueno, si se quiere: es ciertamente una especie de
sermón, una obra de cura extraviado, al que la teología se le hubiera vuelto un
poco loca, es decir, demasiado interesante y confundida con la vida. Pero teología, metafísica, ontología, filosofía, no
son más que nombres para recluir, denigrar y dejar de oír cosas que tocan a la
raíz misma de las creencias sobre las que vivimos o nos viven; y por cierto
que, en medio de una Ciencia que ya no se plantea sus fundamentos, sino que
sólo juega con números a los que ha domesticado a su servicio, y de una
política tan trivial y chata que trata de problemas así de interesantes y vivos
más o menos como las cuentas de un ama de su casa, sólo que en más grande (y de
una religión, que ya no es más que política la pobre, lo mismo en sus papas que
en sus herejes), no estará mal que una vez y otra suenen sermones teológicos,
pero que tengan su gracia, como el de Unamuno, no en ideas que defiendan o
recomendaciones morales que propinen, sino en el hecho de sonar así, de
enhebrar y hacer chocar las ideas a lo largo de las razones de tal modo que las
vaya la razón moliendo y dejando el corazón relativamente desnudo para
descubrir, a propósito de cuestiones varias, con motivo de este lugar o de
aquel sujeto, la verdad de sus mentiras, la guerra de su paz.
Así quiere también decir algo como
«en serio»: una seriedad que es rechazo de la frivolidad con que Ciencia y
Literatura de ordinario disimulan y por ende confirman el absurdo o
contradicción sin cura de nuestras vidas y de la Realidad toda: que se siente
que aquí nada se disimula, que ni una frase se dice por decirla o se escribe
por llenar una hoja y llenar con ello un tramo más del tiempo vacío que la
pacata fe en la muerte nos tiende por delante: no, sino que, al contrario, es
con la contradicción con lo que se cuenta, y se deja que ella aflore y que
hable ella, aunque sea por escrito.
Bien, y el caso es que, por más
que haya una necesidad de paz en este mundo (es decir, de muerte), una
necesidad de divertirse y procurar no darse cuenta de esta imposibilidad en la
que estamos, hay también en este mundo y en los mismos corazones un deseo o
tentación incurable de repregunta, de duda y de contienda, esto es, de vida;
poco le hace que luego lo que se llame vida sea aquella muerte y se rehúya la
tentación de vivir (dudar) como un peligro de la muerte: nunca, sin embargo,
podrán librarse de esa contradicción más que quizá los muertos.
Y es por algo de eso más o menos
por lo que aquí, en esta nueva salida de La
agonía y otros libros de Unamuno, me atrevo a poner apuesta a que habrá,
entre los muchachos de estos días a quienes esos libros lleguen, muchos que los
lean, y no como de Unamuno, sino como suyos de cada uno de ellos, y que, pese a
lo indeseable de su retórica y aun de la persona del autor misma, hallen en
ellos los mismos gozos y alborotos con que yo (mentira parece) los leía a mis
dieciséis y diecisiete años.
Agustín García Calvo
(1986)
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