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El
poeta resucitado
Guillaume Apollinaire
GUILLAUME APOLLINAIRE, poeta francés, precursor o
creador del surrealismo, nació en Roma en 1880. Obras: L’Herésiarque et Cie, A lcools, Calligrammes, Le Poete Assassine. A
este último libro pertenece el breve y extrañísimo relato que sigue, escrito
durante la primera guerra mundial. Quizá «para recibir cortésmente a la
victoria» en compañía de los personajes de su cuento, Apollinaire murió el día
en que se firmó el armisticio, en 1918.
El nuevo Lázaro se sacudió como un perro mojado y
salió del cementerio. Eran las tres de la tarde y por todas partes estaban
pegando los cartelones referentes a la movilización.
ESTE ES EL ATAÚD EN QUE EL YACÍA PÁLIDO Y PUDRIÉNDOSE
Reclamó en la gendarmería un duplicado de su
libreta militar, y como estaba en el servicio auxiliar se hizo trasladar al
servicio activo.
Vivía desde hacia unos tres meses en la guarnición
del noveno regimiento de artillería de campaña en N. m. s.
Una tarde, a eso de las 6, leía melancólicamente
este extraño anuncio que decora una pared en una callejuela próxima a les Arenes:
LA
CASA PLATÓN
NO TIENE
SUCURSAL
Cuando a su lado se irguió un extraño brigadier,
que formaba parte de su regimiento y cuyo rostro estaba cubierto por una
máscara ciega.
—Sígueme —le dijo la máscara extraña—. ¡Y cuidado
con el ajenjo! ¡Atención!
—Le sigo, brigadier —dijo el nuevo Lázaro—; pero,
dígame, ¿está usted herido?
—Tengo una máscara, artillero —dijo el brigadier
misterioso—, y esa máscara oculta todo lo que desearías saber, todo lo que
querrías ver, oculta la respuesta a todas tus preguntas desde que has vuelto a
la vida, enmudece todas las profecías y gracias a ella ya no te es posible
conocer la verdad.
Y el artillero resucitado siguió al brigadier
enmascarado y llegaron a la iglesia de los Carmelitas y tomaron el camino de
Uzes, que llevaba a los cuarteles.
Entraron, atravesaron el patio de honor, fueron
hasta el parque, detrás de los edificios, y allí, apoyándose contra la rueda
izquierda de un 75, el brigadier se desenmascaró de pronto y el poeta
resucitado vio ante sí todo lo que quería saber, todo lo que quería ver.
En grandes paisajes de nieve y de sangre, vio la
dura vida de los frentes; el esplendor de los obuses que estallaban, la mirada
desvelada de los centinelas exhaustos de fatiga; el enfermero que da de beber
al herido; el sargento de artillería, agente de enlace de un coronel de
infantería, que espera con impaciencia la carta de su amiga; el jefe de sección
que inicia la guardia en la noche cubierta de nieve; el Rey-Luna flotaba encima
de las trincheras y gritaba, no ya en alemán sino en francés:
«A mí me toca quitarle la corona que di a su
abuelo».
Al mismo tiempo lanzaba pequeñas bombas de angustia
y de locura sobre sus regimientos bávaros; en el cuerpo de garibaldinos,
Giovanni Moroni recibía una bala en el vientre y moría pensando en su madre
Attilia; en Paris, David Bakar tejía pasamontañas para los soldados y leía L’Echo de Paris; Viersélin Tigoboth
conducía un cañón automóvil belga hacia Ypres; Mme. Muscade cuidaba a los
heridos en un hospital de Cannes; Paponat era sargento furriel en un parque de
infantería en Lisieux; René Dalize comandaba una compañía de ametralladoras; el
pájaro de Benin camuflaba piezas de artillería pesada; en Szepeny, Hungría, un
elegante viejecito se suicidaba ante el altar donde reposa la urna de Santa
Adorata. En Viena, el conde Polaski, cuyo castillo está en los alrededores de
Cracovia, compraba a un ropavejero una extraña máscara en forma de pico de
águila, el feldwebel Hannes Irlbeck
ordenaba a sus reclutas asesinar a un viejo sacerdote ardenés y a cuatro
jovencitas indefensas; el viejo ventrílocuo cómico Chrislam Barrow daba
funciones en los hospitales de Londres para distraer a los heridos.
Después el poeta resucitado vio los mares
profundos, las minas flotantes, los submarinos, las poderosas escuadras.
Vio los campos de batalla de Prusia Oriental, de
Polonia, la calma de una pequeña aldea siberiana, combates en África, Anzac y Sedul-Bar,
Salónica, la elegancia desollada e infinitamente terrible del mar de trincheras
en la piojosa Champana, el subteniente herido que llevan a la ambulancia, los
jugadores de baseball en Connecticut;
y batallas, batallas; mas en el momento en que iba a ver el fin de todo, y
sobre todo aquello que deseaba conocer, el brigadier se puso nuevamente su
máscara ciega y dijo antes de irse:
—Artillero, has faltado al llamado. Has estado
ausente.
En aquel momento la trompeta tocó las tiernas,
melancólicas notas de la extinción de los fuegos. Levantando la cabeza antes de
volver a su cuadra, el poeta resucitado vio que en el cielo las estrellas se
habían agrupado y que sin apagarse se deshojaban en perfumados pétalos: y,
puntos de impacto de millones de gritos lanzados por la tierra y por el cielo,
formaban esta deslumbrante inscripción:
VIVA FRANCIA
DUERME EN SU CATRECITO
DE SOLDADO MI POETA RESUCITADO
Después se marchó como los otros con un
destacamento…
Y el frente se iluminó, los hexaedros giraron, las
flores de acero se abrieron, las alambradas de púa enflaquecieron de deseos
sangrientos, las trincheras se abrieron como hembras ante los machos.
Mientras el poeta oía maullar los obuses sobre los
hipogeos que cavan los soldados, una Dama maravillosa acariciaba su collar de
hombres atentos, ese collar sin igual, gargantilla de todas las razas que
chorrea fuegos sin número.
Et
les chevaux de frise écumaient sous la pluie O glauque jour oú va le regiment
de sites. O tranchées, soeurs profondes des murailles.
Después de llegar a caballo hasta las líneas, con
su pelotón de rondines y envuelto en vapores asfixiantes, el brigadier de la
máscara ciega sonreía amorosamente al porvenir cuando un obús de grueso calibre
le acertó en la cabeza, de donde salió, como una sangre pura, una Minerva
triunfal.
¡De pie, todo el mundo, para recibir cortésmente a
la victoria!
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