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Laura
Laura
Saki
SAKI (seudónimo de H. H. Munro) nació en 1870, en Birmania, y se
educó en Inglaterra.Ejerció el periodismo y fue corresponsal de diarios
británicos en diversas capitales europeas.En 1908 se estableció en Londres. Al
estallar la primera guerra mundial se alistó en el ejército inglés. Murió en el
frente, en Francia, el año 1916.Su humorismo brillante, comparable al de Oscar
Wilde, suele esconder un fondo de amargura; a veces se desliza hacia lo
patético, y aun lo terrorífico. Precisamente Saki es autor de uno de los
relatos más inquietantes con que cuenta la literatura fantástica: Shredni
Vashtar del que ya existe versión castellana.
—¿No estás realmente
moribunda, verdad? —preguntó Amanda.
—El médico me ha dado
permiso para vivir hasta el martes —repuso Laura.
—Pero hoy es sábado. ¡Esto
es serio! —exclamó Amanda.
—No sé si es serio. Pero
sin duda es sábado.
—La muerte siempre es
seria —dijo Amanda.
—Yo no he dicho que
pensaba morir. Probablemente dejaré de ser Laura, pero seguiré siendo otra
cosa. Algún animal, supongo. Tú sabes que cuando alguien no ha sido demasiado
bueno en la vida que acaba de vivir, reencarna en algún organismo inferior. Y
pensándolo bien, yo no he sido demasiado buena. He sido mezquina, ruin y
vengativa siempre que las circunstancias han parecido justificarlo.
—Las circunstancias nunca
justifican esas cosas —dijo Amanda apresuradamente.
—Si no te molesta que sea
yo quien lo diga —observó Laura—, Egbert es una circunstancia que justifica eso
y mucho más. Tú te has casado con él, tu caso es distinto. Has jurado amarlo,
respetarlo y soportarlo. Pero yo no.
—No veo qué tiene de malo
Egbert —protestó Amanda.
—Oh, seguramente la maldad
ha estado de mi parte —admitió Laura desapasionadamente—. Él ha sido
simplemente la circunstancia extenuante. Días pasados, por ejemplo, provocó un
mezquino y absurdo escándalo porque saqué a pasear sus cachorros de ovejero.
—Sí, pero los cachorros
espantaron a los pollos de la Sussex bataraza, y ahuyentaron de sus nidos a dos
gallinas cluecas, además de pisotear los canteros del jardín. Tú sabes que él
tiene cariño por sus gallinas y su jardín.
—Aun así, no había
necesidad de machacar en eso toda la tarde. Y tampoco tenía por qué decir: «No
hablemos más del asunto», justamente cuando yo empezaba a tomarle el gusto a la
discusión. Fue entonces cuando llevé a cabo una de mis mezquinas venganzas
—añadió Laura con una sonrisa que nada tenía de arrepentimiento—. Al día
siguiente del episodio de los cachorros, introduje toda la cría de Sussex
batarazas en el cobertizo donde guarda las semillas.
—¿Cómo pudiste hacer eso?
—exclamó Amanda.
—Fue muy fácil —dijo
Laura—. Dos de las gallinas fingieron estar empollando, pero yo me mostré
enérgica.
—¡Y nosotros pensamos que
había sido un accidente!
—Ya ves —prosiguió Laura—
que tengo algún fundamento para creer que mi próxima reencarnación se llevará a
cabo en algún organismo inferior. Seré un animal. Por otra parte, no he sido
del todo mala, a mi manera, y confío en que me convertiré en algún animal
bonito, elegante y vivaz, con cierta inclinación al juego. Una nutria, quizá.
—No puedo imaginarte
convertida en nutria —dijo Amanda.
—Tampoco me parece que
puedas imaginarme convertida en un ángel.
Amanda guardó silencio. En
efecto, no podía.
— Personalmente, creo que
una vida de nutria será bastante placentera —continuó Laura—. Comeré salmón
todo el año y tendré la satisfacción de pescar las truchas en su propia casa,
sin tener que aguardar horas y horas que se dignen reparar en la mosca que uno
balancea ante ellas. Además, una figura elegante y esbelta…
—Piensa en los perros
nutrieros —interrumpió Amanda—. ¡Qué horrible, ser perseguida, acosada y
finalmente martirizada hasta morir!
—Resultará bastante
divertido si la mitad del vecindario se para a mirar. De todas maneras, no será
peor que morirse pulgada a pulgada de martes a sábado. Y cuando haya muerto,
encarnaré en otro ser. Si he sido una nutria moderadamente buena, supongo que
podré volver a alguna de las formas humanas, algo primitivo, quizá;
probablemente reencarnaré en un chiquillo nubio, negro y desnudo.
—Ojalá hablaras en serio
—suspiró Amanda—. Es lo menos que podrías hacer, si realmente piensas morirte
el martes.
En verdad, Laura murió el
lunes.
—¡Qué horrible trastorno!
—exclamaba Amanda, hablando con su tío político Sir Lulworth Quayne—. He
invitado a mucha gente a jugar al golf y a pescar, y los rododendros nunca han
estado tan hermosos.
—Laura fue siempre muy
desconsiderada —dijo Sir Lulworth—. Nació en la semana de Goodwood un día que
había llegado a la casa un Embajador que odiaba a los bebés.
—Tenía las ideas más
alocadas —dijo Amanda—. ¿Sabe usted si había algún antecedente de locura en su
familia?
—¿Locura? No, nunca oí
hablar de eso. Su padre vive en West Kensington, pero creo que en todo lo demás
es perfectamente cuerdo.
—Se le había puesto en la
cabeza que reencarnaría en una nutria.
—Es tan frecuente
encontrar esas ideas de reencarnación, aun en occidente —dijo Sir Lulworth—,
que no parece justo calificarlas de locura. Y Laura fue en su vida una mujer
tan imprevisible, que no me atrevería a formular opiniones decisivas sobre su
posible existencia ulterior.
—¿Cree usted realmente que
puede haber asumido una forma animal? —preguntó Amanda. Era de esas personas
que con sorprendente rapidez conforman sus juicios a los de quienes las rodean.
En aquel preciso momento
entró Egbert, con un aire de congoja que la muerte de Laura habría sido
insuficiente para explicar.
—¡Cuatro de mis Sussex
batarazas, muertas!… —exclamó—. Las mismas que el viernes debía llevar a la
exposición. Una de ellas fue arrastrada y devorada en el centro de ese nuevo
cantero de claveles que me ha costado tantos desvelos y gastos. ¡Mis flores más
queridas y mis mejores aves, elegidas para la destrucción, como si la bestia
que perpetró esa fechoría hubiera sabido exactamente cuál era el peor desastre
que podía ocasionar en tan poco tiempo!
—¿Habrá sido un zorro?
—preguntó Amanda.
—Más probable que haya
sido una comadreja —opinó Sir Lulworth.
—No —dijo Egbert—.
Encontramos huellas de patas membranosas por todas partes, y seguimos el rastro
hasta el arroyo, al fondo del jardín. Evidentemente, era una nutria.
Amanda miró rápida y
furtivamente a Sir Lulworth.
Egbert estaba demasiado
agitado para desayunarse, y salió a supervisar la operación de reforzar las
defensas del gallinero.
—Me parece que por lo
menos habría podido esperar a que se realizara el funeral —dijo Amanda,
escandalizada.
—Es su propio funeral, no
lo olvide —repuso Sir Lulworth—. No sé hasta qué punto se puede exigir que uno
respete sus propios restos mortales.
El descuido de las
convenciones fúnebres fue llevado a extremos más graves el día siguiente.
Durante la ausencia de la familia, que asistía al funeral, fueron masacradas
las Sussex batarazas sobrevivientes. La línea de retirada del depredador
parecía haber abarcado la mayor parte de los canteros del jardín, pero los
cuadros de fresas del huerto también habían sufrido lo suyo.
—Haré traer los perros
nutrieros lo antes posible —exclamó Egbert indignado.
—¡De ningún modo! ¡Ni
soñar en semejante cosa! —replicó Amanda—. Quiero decir, no quedaría bien, a
tan poco del funeral.
—Es un caso de fuerza
mayor —dijo Egbert—. Cuando una nutria se ceba, jamás pone fin a sus correrías.
—Quizá se marchará a otra
parte ahora que no quedan más gallinas —sugirió Amanda.
—Cualquiera pensaría que
tratas de proteger a esa maldita bestia —dijo Egbert.
—Ha habido tan poca agua
últimamente en el arroyo… —objetó Amanda—. No me parece propio de un buen
deportista perseguir a un animal que no tiene posibilidad de refugiarse en
ninguna parte.
—¡Santo Dios! —bramó
Egbert—. ¿Quién habla de deporte? Quiero matar a ese animal lo antes posible.
Pero aun la oposición de
Amanda se debilitó el domingo siguiente, cuando a la hora en que estaban todos
en misa, la nutria entró en la casa, arrebató un salmón de la despensa y lo
desmenuzó en escamosos fragmentos sobre la alfombra persa del estudio de
Egbert.
—El día menos pensado se
ocultará debajo de nuestras camas, y nos morderá los dedos de los pies —dijo
Egbert, y Amanda, a juzgar por lo que sabía de aquella nutria en particular,
debió admitir que esa posibilidad no era demasiado remota.
La víspera del día fijado
para la cacería, Amanda anduvo sola durante más de una hora por las orillas del
arroyo, dando voces que imaginaba semejantes a los aullidos de un perro.
Quienes la escucharon creyeron, piadosamente, que ensayaba imitaciones de
gritos de animales para el próximo festival del pueblo.
Al día siguiente, fue su
amiga y vecina, Aurora Burret, quien le trajo la noticia del acontecimiento.
—Lástima que no hayas
venido con nosotros. Nos divertimos mucho. La encontramos en seguida, en el
estanque lindero del jardín.
—¿La… mataron? —preguntó
Amanda.
—Ya lo creo. Una hermosa
nutria. Cuando Egbert trataba de agarrarla por la cola, lo mordió con furia.
Pobre bestia, me dio verdadera lástima. Tenía una expresión tan humana en los
ojos cuando la mataron… Dirás que soy una tonta, pero ¿sabes a quién me
recordaba esa mirada?… Vamos, querida, ¿qué te pasa?
Cuando Amanda se hubo
recobrado hasta cierto punto de su ataque de postración nerviosa, Egbert la
llevó al valle del Nilo en viaje de descanso. El cambio de escenario trajo
rápidamente la deseada recuperación de la salud y del equilibrio mental de
Amanda. Las correrías de una nutria aventurera en busca de un cambio de régimen
alimenticio fueron colocadas en el marco que les correspondía: simples
incidentes sin importancia. El carácter normalmente plácido de Amanda
prevaleció. Ni siquiera un huracán de gritos y maldiciones, procedentes del
cuarto de vestir de su esposo y lanzados por la voz de Egbert, aunque no en su
léxico habitual, logró perturbar su serenidad mientras se acicalaba
despaciosamente aquella tarde en un hotel de El Cairo.
—¿Qué ocurre? —preguntó
con fingida curiosidad.
—¡Esa bestezuela me ha
tirado todas las camisas limpias en la bañera! Ah, si yo te agarro, animal…
—¿Qué bestezuela?
—preguntó Amanda, reprimiendo sus deseos de reír. ¡El vocabulario de Egbert era
tan desesperadamente inadecuado para expresar sus ultrajados sentimientos…!
—¡Esa maldita bestia, ese
chico negro y desnudo, ese chico nubio! —estalló Egbert.
Fuente:
Título original: Antología
del cuento extraño 1
AA.
VV., 1976
Selección
y noticias biográficas: Rodolfo Walsh
Traducción:
Rodolfo Walsh
Editor
digital: Ascheriit
Y ahora Amanda está
gravemente enferma.
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