domingo, 1 de diciembre de 2019

Delphine de Vigan Nada se opone a la noche. (Fragmento).



Nació en 1966, Boulogne-Billancourt, Francia. Novelista francesa.
Creció en una familia «dificil» lo que hizo que se refugiara en la lectura. Tras varios pequeños empleos, ocupó en Alfortville un puesto de ejecutivo en un instituto de encuestas. Más tarde retomó sus estudios, una licenciatura y un master en recursos humanos y comunicación interna.
Su primera novela, Jours sans faim,- Días sin hambre- su segunda su novela, No y yo (No et moi, 2007), se convirtió en un best seller que recibió el Premio de los libreros y fue llevada a la pantalla por Zabou Breitman en 2010.
Las horas subterráneas (Les heures souterraines, 2009), con una gran acogida crítica y muchos lectores, figuró en la lista de obras seleccionadas para el Premio Goncourt y obtuvo el Premio de los lectores de Córcega. Nada se opone a la noche (Rien ne s`oppose à la nuit, 2011), ha obtenido el Premio de novela FNAC, el Premio de novela de las Televisiones Francesas, el Premio Renaudot de los Institutos de Francia, el Gran Premio de la Heroina Madame Figaro y el Gran Premio de las Lectoras de Elle. Ha tenido un éxito arrollador en Francia, donde ha superado el medio millón de ejemplares y ha estado durante muchos meses en el ranking de las novelas más vendidas. Asimismo ha sido publicada, o está en vías de publicación, en veinte editoriales extranjeras.

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Después de encontrar a Lucile, su madre, muerta en misteriosas circunstancias, Delphine de Vigan se convierte en una sagaz detective dispuesta a reconstruir la vida de la desaparecida. Los cientos de fotografías tomadas durante años, la crónica de George, abuelo de Delphine, registrada en cintas de casette, las vacaciones de la familia filmadas en Super 8, o las conversaciones mantenidas por la escritora con sus hermanos, son los materiales de los que se nutre la memoria de los Poirier.
Recopilador: Dr. Enrico Pugliatti.

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Delphine de Vigan

Nada se opone a la noche


A Margot

Pintaba un día, el negro había invadido la tela por completo, sin formas, sin contrastes, sin transparencias.
En ese extremo vi de alguna manera la negación del negro.
Las diferencias de textura reflejaban la luz con más o menos debilidad, y de la sombra emanaba una claridad, una luz pictórica, cuyo poder emocional particular animaba mi deseo de pintar. Mi instrumento ya no era el negro, sino esa luz secreta procedente del negro.
PIERRE SOULAGES

Primera parte


Mi madre estaba azul, de un azul pálido mezclado con ceniza, las manos extrañamente más oscuras que el rostro, cuando la encontré en su casa esa mañana de enero. Las manos como manchadas de tinta en los nudillos de las falanges.
Mi madre llevaba varios días muerta.
Ignoro cuántos segundos, quizá minutos, necesité para comprenderlo, a pesar de lo evidente de la situación (mi madre estaba echada en su cama y no respondía a ninguna señal), un tiempo muy largo, torpe y febril, hasta el grito que salió de mis pulmones, como tras varios minutos de apnea. Todavía hoy, más de dos años después, sigue siendo para mí un misterio, ¿mediante qué mecanismo pudo mi cerebro mantener tan alejada de él la percepción del cuerpo de mi madre, y sobre todo de su olor?, ¿cómo pudo tardar tanto tiempo en aceptar la información que yacía ante él? No es el único interrogante que me dejó su muerte.


Cuatro o cinco semanas más tarde, en un estado de atontamiento de una singular opacidad, recibía el Premio de los Libreros por una novela en la que uno de los personajes era una madre encerrada y retirada de todo que, tras años de silencio, recuperaba el uso de la palabra. A la mía le había dado el libro antes de su publicación, orgullosa sin duda de haber acabado otra novela, consciente sin embargo, aunque fuese mediante la ficción, de meter el dedo en la llaga.
No tengo ningún recuerdo del lugar en el que se celebró la entrega del premio, ni de la ceremonia en sí. Creo que el terror no me había abandonado; y sin embargo sonreía. Unos años antes, al padre de mis hijos, que me reprochaba estar huyendo hacia delante (me recordaba esa irritante capacidad suya de hacer una buena actuación en cualquier circunstancia), le respondí pomposamente que estaba viviendo.
Sonreía también en la cena que se ofreció en mi honor, mi única preocupación era mantenerme en pie, y después sentada, no hundirme de golpe sobre mi plato, en un movimiento de zambullida similar al que me había proyectado, cuando tenía doce años, de cabeza a una piscina vacía. Recuerdo la dimensión física, incluso atlética, que revestía ese esfuerzo, aguantar, sí, aunque no engañara a nadie. Me parecía que era mejor contener la pena, amarrarla, sofocarla, hacerla callar hasta el momento en el que por fin me encontrara sola, que dejarme llevar por lo que no habría podido ser sino un largo alarido o, peor aún, un estertor que me hubiese dejado sin duda alguna tirada en el suelo. Durante los últimos meses los acontecimientos que me concernían se habían precipitado notablemente, y la vida, de nuevo, ponía el listón demasiado alto. Así pues, me parecía que, durante la caída, no podía hacer otra cosa que poner buena cara, o bien hacerle frente (aunque tuviera que disimular).
Y por eso sé desde hace mucho tiempo que es preferible mantenerse de pie que tumbado, y evitar mirar hacia abajo.


Durante los meses que siguieron escribí otro libro sobre el que estaba tomando notas desde hacía varios meses. Con la distancia, ignoro cómo lo conseguí, como no fuera que no tenía otra alternativa, una vez que mis hijos se habían marchado al colegio y yo me encontraba en el vacío, sin otra cosa que esta silla delante del ordenador encendido; quiero decir sin otro sitio donde sentarme, donde apoyarme. Tras once años trabajando en la misma empresa —y un largo pulso que me había dejado extenuada—, acababa de ser despedida, consciente de experimentar por ello cierto vértigo, cuando encontré a Lucile en su casa, tan azul y tan inmóvil, y entonces el vértigo se transformó en terror, y el terror en niebla. Escribí todos los días, y soy la única que sabe hasta qué punto ese libro que no tiene nada que ver con mi madre está marcado, sin embargo, por su muerte y por el estado de ánimo en el que me dejó. Y después salió el libro, sin mi madre para enviar a mi contestador los mensajes más cómicos con motivo de mis presentaciones televisadas.
Una tarde de ese mismo invierno, cuando volvíamos de una visita al dentista y caminábamos uno al lado del otro sobre la estrecha acera de la calle Folie Méricourt, mi hijo me preguntó, sin previo aviso y sin que nada en la anterior conversación hubiese podido predecir esa pregunta:
—La abuela... de alguna manera... ¿se suicidó?




Todavía hoy, cuando pienso en esa pregunta me conmociono, no por su sentido sino por su forma, ese de alguna manera en boca de un niño de nueve años, una consideración hacia mí, una forma de tantear el terreno, de avanzar de puntillas. Pero era quizá una auténtica duda para él: teniendo en cuenta las circunstancias, ¿la muerte de Lucile debía ser considerada un suicidio?
El día que encontré a mi madre en su casa no pude ir a buscar a mis hijos. Se quedaron en casa de su padre. Al día siguiente les anuncié la muerte de su abuela, creo que dije algo así como: «La abuela ha muerto», y en respuesta a las preguntas que me hacían: «Ha elegido quedarse dormida» (a pesar de que he leído a Françoise Dolto). Semanas más tarde, mi hijo me llamaba al orden: al pan hay que llamarlo pan. La abuela se había suicidado, sí, se había quitado de en medio, había bajado el telón, se había retirado, rendido, había dicho stop, basta, terminado, [i] y tenía buenas razones para llegar a eso.
Ya no recuerdo cuándo surgió la idea de escribir sobre mi madre, en torno a ella, o a partir de ella, sé cuánto rechacé esa idea, la mantuve a distancia, el mayor tiempo posible, esgrimiendo la lista de los innombrables autores que habían escrito sobre la suya, desde los más antiguos hasta los más recientes, para demostrarme de qué manera ese terreno había sido pisoteado y el tema degradado, alejé de mí las frases que me venían a primera hora de la mañana o a la vuelta de un recuerdo, tantos principios de novela en todas sus posibles formas de los que no quería oír ni la primera palabra, establecí la lista de obstáculos que no dejarían de presentarse ante mí y de los riesgos imposibles de determinar que correría metiéndome en un lío como ése.
Mi madre constituía un campo demasiado vasto, demasiado sombrío, demasiado desesperado: en resumen, demasiado arriesgado.
Dejé que mi hermana recuperase las cartas, los papeles y los textos escritos por Lucile, para llenar con todo un baúl que pronto bajaría al trastero.
Yo no tenía ni sitio, ni fuerzas.


Después aprendí a pensar en Lucile sin perder el aliento: su forma de caminar, la parte superior del cuerpo inclinada hacia delante, su bolso en bandolera y pegado a la cintura, su forma de sostener el cigarrillo, aplastado entre sus dedos, de introducirse con la cabeza gacha en el vagón del metro, el temblor de sus manos, la precisión de su vocabulario, su risa breve, que parecía sorprenderla incluso a ella misma, las variaciones de su voz por la influencia de una emoción cuando a veces su rostro no mostraba ninguna señal.
Pensé que no debía olvidar su humor frío, fantasmal, y su singular predisposición a la fantasía.
Pensé que Lucile se había enamorado sucesivamente de Marcello Mastroianni (ella precisaba: «póngame media docena»), de Joshka Schidlow (un crítico teatral de la revista Télérama al que nunca había visto pero cuya pluma e inteligencia alababa), de un hombre de negocios llamado Édouard, cuya identidad nunca llegamos a conocer, de Graham, un auténtico vagabundo del distrito 14, antiguo violinista y que murió asesinado. No me refiero a los hombres que han compartido su vida de verdad. Me creí que mi madre había compartido un cocido de gallina con Claude Monet e Immanuel Kant, durante la misma velada en un suburbio lejano del que había vuelto en tren de cercanías, y que se había visto privada de talonario de cheques durante años por haber distribuido su dinero en la calle. Me creí que mi madre había controlado el sistema informático de su empresa, así como el conjunto de la red de metro, y bailado sobre las mesas de los cafés.
Ya no sé en qué momento capitulé, quizá el día que comprendí cómo la escritura, mi escritura, estaba ligada a ella, a sus ficciones, a esos momentos de delirio en los que la vida se había vuelto tan pesada para ella que había necesitado escapar, en los que su dolor sólo había podido expresarse mediante la fábula.


Entonces pedí a sus hermanos que me hablasen de ella, que me contaran. Los grabé, a ellos y a otros que habían conocido a Lucile y a la familia feliz y devastada que era la nuestra. Almacené horas de palabras digitalizadas en mi ordenador, horas cargadas de recuerdos, de silencios, de lágrimas y suspiros, de risas y confidencias.
Pedí a mi hermana que volviese a sacar de su trastero las cartas, los escritos, los dibujos, busqué, rebusqué, rasqué, desenterré, exhumé. Pasé horas leyendo y releyendo, viendo películas, fotos, volví a hacer las mismas preguntas, y otras nuevas.
Y después, como decenas de autores antes que yo, intenté escribir sobre mi madre.

Hacía más de una hora que Lucile observaba a sus hermanos, sus saltos desde el suelo hasta la piedra, desde la piedra hasta el árbol, desde el árbol hasta el suelo, en un ballet discontinuo que le costaba seguir, unidos ahora en círculo alrededor de lo que según había adivinado era un insecto pero no podía verlo, a los que inmediatamente se unieron sus hermanas, febriles y apresuradas, intentando hacerse un hueco en medio del grupo. Al ver al bicho, las niñas lanzaron gritos, ni que las estuvieran degollando, había pensado Lucile, tan estridentes eran sus alaridos, sobre todo los de Lisbeth, que saltaba como una cabra mientras Justine llamaba a Lucile con su entonación más aguda para que se acercase corriendo a ver. En su vestido de crepé de seda clara, las piernas cruzadas de tal manera que nada pudiese arrugarse, sus calcetines estirados sin una arruga sobre sus tobillos, Lucile no tenía intención alguna de moverse. Sentada en su banco, no perdía un segundo de la escena que tenía lugar ante ella, pero por nada del mundo hubiese reducido la distancia que la separaba de sus hermanos y hermanas, a quienes de hecho se habían unido otros niños atraídos por los gritos. Cada jueves, Liane, su madre, enviaba a su chiquillería a la plaza, sin excepción alguna, los mayores con la misión de vigilar a los pequeños, y con la única consigna de no volver antes de dos horas. Con un ruido de fanfarria, los hermanos abandonaban el piso de la calle Maubeuge, bajaban los cinco pisos, atravesaban la calle Lamartine y después la calle de Rochechouart, antes de entrar en la plaza, triunfantes y sobresalientes, pues nadie podía ignorar a esos niños que se llevaban apenas unos meses entre sí, su cabello rubio cercano al blanco, sus ojos claros y sus juegos ruidosos. Mientras tanto, Liane se tumbaba en la primera cama que encontraba y dormía profundamente, dos horas de silencio para recuperarse de los embarazos, los partos y los amamantamientos repetidos, de las noches entrecortadas de lloros y pesadillas, de coladas y pañales sucios, de comidas que se repetían sin tregua.
Lucile se instalaba siempre en el mismo banco, un poco separada pero suficientemente cerca del punto estratégico que formaban los trapecios y los columpios, ideal para una visión de conjunto. A veces aceptaba jugar con los demás, otras permanecía allí, ordenando su cabeza, explicaba, sin precisar nunca qué, o sólo señalando sus alrededores con un gesto vago. Lucile ordenaba los gritos, las risas, los llantos, las idas y venidas, el ruido y el movimiento perpetuos en los que vivía. Fuera como fuese, Liane estaba embarazada de nuevo, pronto serían siete, luego sin duda ocho y quizá más. A veces Lucile se preguntaba si habría un límite en la fecundidad de su madre, si su vientre podría entonces llenarse y vaciarse sin fin, y producir bebés rosados y suaves a los que Liane devoraba con su risa y sus besos. Pero quizá las mujeres estaban sometidas a un número limitado de hijos que Liane alcanzaría pronto y que dejaría, por fin, su cuerpo desocupado. Con los pies en el vacío, sentada exactamente en el centro del banco, Lucile pensaba en el siguiente bebé, cuyo nacimiento estaba previsto para el mes de noviembre. Un bebé negro. Pues todas las noches, antes de dormirse en la habitación de las niñas, que ya contenía tres camas, Lucile soñaba con una hermanita de un negro absoluto, irremediable, regordeta y brillante como una morcilla, a quien sus hermanos no se atreverían a acercarse, una hermanita cuyos lloros nadie comprendería, que gritaría sin cesar y a quien sus padres terminarían por ceder. Lucile tomaría al bebé bajo su ala y en su cama, y sería la única, ella, que sin embargo odiaba las muñecas, que podría ocuparse de él. A partir de entonces el bebé negro se llamaría Max, como el marido de la señora Estoquet, su maestra, que era camionero. El bebé negro le pertenecería sin restricciones, le obedecería en cualquier circunstancia, y la protegería.


Los gritos de Justine sacaron a Lucile de su ensimismamiento. Milo había prendido fuego al insecto, que había ardido en menos de un segundo. Justine se había refugiado entre las piernas de Lucile, su cuerpecito sacudido por los sollozos, y la cabeza sobre sus rodillas. Mientras Lucile acariciaba el pelo de su hermana, percibió el hilillo de moco verde que chorreaba sobre su vestido. No era un buen día. Con gesto firme levantó el rostro de Justine, le ordenó que fuera a sonarse. La pequeña quería enseñarle el cadáver, Lucile acabó levantándose. Del bicho apenas quedaban algunas cenizas y un trozo de caparazón reseco. Lucile lo cubrió de arena con el pie, levantó la pierna y escupió en su mano para limpiarse la sandalia. Después sacó un pañuelo de su bolsillo, secó las lágrimas y la nariz de Justine antes de coger su rostro entre sus manos para besarla, un beso sonoro como los de Liane, los labios bien pegados a la carnosidad de las mejillas.
Justine, cuyo pañal se había deshecho, corrió a reunirse con los demás. Ya estaban inmersos en otro juego, agrupados en torno a Barthélémy. En voz alta, él daba instrucciones. Lucile volvió a su lugar en el banco. Miró cómo sus hermanos y hermanas se dispersaban primero, y después se unían como un ramillete, y después se separaban nuevamente, le pareció que estaba contemplando un pulpo o una medusa o, pensándolo mejor, un animal viscoso de varias cabezas de los que no existen. Había en ese ser proteico que no sabía nombrar —al que sin embargo estaba segura de pertenecer, como cada anillo, incluso cuando se suelta, pertenece a la lombriz— algo que la cubría por completo, que la sumergía.
De todos ellos, Lucile había sido siempre la más silenciosa. Y cuando Barthélémy o Lisbeth golpeaban la puerta del servicio donde se refugiaba para leer o escapar al ruido, ordenaba, con voz firme que disuadía de toda tentativa de reincidencia: dejadme en paz.


[i] . Los dos últimos términos están en español en el original. (N. del T.)

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