viernes, 1 de marzo de 2019

El Vampiro John William Polidori.


El Vampiro
John William Polidori

Sucedió en medio de las disipaciones de un duro invierno en Londres. Apareció en diversas
fiestas de los personajes más importantes de la vida nocturna y diurna de la capital inglesa, un
noble, más notable por sus peculiaridades que por su rango.
Miraba a su alrededor como si no participara de las diversiones generales. Aparentemente,
sólo atraían su atención las risas de los demás, como si pudiera acallarlas a su voluntad y
amedrentar aquellos pechos donde reinaba la alegría y la despreocupación. Los que
experimentaban esta sensación de temor no sabían explicar cuál era su causa. Algunos la
atribuían a la mirada gris y fija, que penetraba hasta lo más hondo de una conciencia, hasta lo
más profundo de un corazón. Aunque lo cierto era que la mirada sólo recaía sobre una mejilla
con un rayo de plomo que pesaba sobre la piel que no lograba atravesar.
Sus rarezas provocaban una serie de invitaciones a las principales mansiones de la capital.
Todos deseaban verle, y quienes se hallaban acostumbrados a la excitación violenta, y
experimentaban el peso del ennui, estaban sumamente contentos de tener algo ante ellos capaz
de atraer su atención de manera intensa.
A pesar del matiz mortal de su semblante, que jamás se coloreaba con un tinte rosado ni por
modestia ni por la fuerte emoción de la pasión, pese a que sus facciones y su perfil fuesen
bellos, muchas damas que andaban siempre en busca de notoriedad trataban de conquistar sus
atenciones y conseguir al menos algunas señales de afecto. Lady Mercer, que había sido la
burla de todos los monstruos arrastrados a sus aposentos particulares después de su
casamiento, se interpuso en su paso, e hizo cuanto pudo para llamar su atención... pero en
vano. Cuando la joven se hallaba ante él, aunque los ojos del misterioso personaje parecían
fijos en ella, no parecían darse cuenta de su presencia. Incluso su imprudencia parecía pasar
desapercibida a los ojos del caballero, por lo que, cansada de su fracaso, abandonó la lucha.
Mas aunque las vulgares adúlteras no lograron influir en la dirección de aquella mirada, el
noble no era indiferente al bello sexo, si bien era tal la cautela con que se dirigía tanto a la
esposa virtuosa como a la hija inocente, que muy pocos sabían que hablase también con las
mujeres.
Sin embargo, pronto se ganó la fama de poseer una lengua meritoria. Y bien fuese porque la
misma superaba al temor que inspiraba aquel carácter tan singular, o porque las damas se
quedaron perturbadas ante su aparente odio del vicio, el caballero no tardó en contar con
admiradoras tanto entre las mujeres que se ufanaban de su sexo junto con sus virtudes
domésticas, como entre las que las manchaban con sus vicios.
Por la misma época, llegó a Londres un joven llamado Aubrey. Era huérfano, con una sola
hermana que poseía una fortuna más que respetable, habiendo fallecido sus padres siendo él
niño todavía.
Abandonado a sí mismo por sus tutores, que pensaban que su deber sólo consistía en cuidar
de su fortuna, en tanto descuidaban aspectos más importantes en manos de personas
subalternas, Aubrey cultivó más su imaginación que su buen juicio. Por consiguiente,
alimentaba los sentimientos románticos del honor y el candor, que diariamente arruinan a
tantos jóvenes inocentes.
Creía en la virtud y pensaba que el vicio lo consentía la Providencia sólo como un contraste
de aquella, tal como se lee en las novelas. Pensaba que la desgracia de una casa consistía tan
sólo en las vestimentas, que la mantenían cálida, aunque siempre quedaban mejor adaptadas a
los ojos de un pintor gracias al desarreglo de sus pliegues y a los diversos manchones de
pintura.
Pensaba, en suma, que los sueños de los poetas eran las realidades de la existencia.
Aubrey era guapo, sincero y rico. Por tales razones, tras su ingreso en los círculos alegres, le
rodearon y atosigaron muchas mujeres, con hijastras casaderas, y muchas esposas en busca de
pasatiempos extraconyugales. Las hijas y las esposas infieles pronto opinaron que era un
joven de gran talento, gracias a sus brillantes ojos y a sus sensuales labios.
Adherido al romance de su solitarias horas, Aubrey se sobresaltó al descubrir que, excepto en
las llamas de las velas, que chisporroteaban no por la presencia de un duende sino por las
corrientes de aire, en la vida real no existía la menor base para las necedades románticas de
las novelas, de las que había extraído sus pretendidos conocimientos.
Hallando, no obstante, cierta compensación a su vanidad satisfecha, estaba a punto de
abandonar sus sueños, cuando el extraordinario ser antes mencionado y descrito se cruzó en
su camino.
Le escrutó con atención. Y la imposibilidad de formarse una idea del carácter de un hombre
tan completamente absorto en sí mismo, de un hombre que presentaba tan pocos signos de la
observación de los objetos externos a él —aparte del tácito reconocimiento de su existencia,
implicado por la evitación de su contacto, dejando que su imaginación ideara todo aquello que
halagaba su propensión a las ideas extravagantes —pronto convirtió a semejante ser en el
héroe de un romance. Y decidió observar a aquel retoño de su fantasía más que al personaje
en sí mismo.
Trabó amistad con él, fue atento con sus nociones, y llegó a hacerse notar por el misterioso
caballero. Su presencia acabó por ser reconocida.
Se enteró gradualmente de que Lord Ruthven tenía unos asuntos algo embrollados, y no tardó
en averiguar, de acuerdo con las notas halladas en la calle, que estaba a punto de emprender
un viaje.
Deseando obtener más información con respecto a tan singular criatura, que hasta entonces
sólo había excitado su curiosidad sin apenas satisfacerla, Aubrey les comunicó a sus tutores
que había llegado el instante de realizar una excursión, que durante muchas generaciones se
creía necesaria para que la juventud trepara rápidamente por las escaleras del vicio,
igualándose con las personas maduras, con lo que no parecerían caídos del cielo cuando se
mencionara ante ellos intrigas escandalosas, como temas de placer y alabanza, según el grado
de perversión de las mismas.
Los tutores accedieron a su petición, e inmediatamente Aubrey le contó sus intenciones a
Lord Ruthven, sorprendiéndose agradablemente cuando éste le invitó a viajar en su compañía.
Muy ufano de esta prueba de afecto, por parte de una persona que aparentemente no tenía
nada en común con los demás mortales, aceptó encantado. Unos días más tarde, ya habían
cruzado el Canal de la Mancha.
Hasta entonces, Aubrey no había tenido oportunidad de estudiar a fondo el carácter de su
compañero de viaje, y de pronto descubrió que, aunque gran parte de sus acciones eran
plenamente visibles, los resultados ofrecían unas conclusiones muy diferentes, de acuerdo con
los motivos de su comportamiento.
Hasta entonces, Aubrey no había tenido oportunidad de estudiar a fondo el carácter de su
compañero de viaje, y de pronto descubrió que, aunque gran parte de sus acciones eran
plenamente visibles los resultados ofrecían conclusiones muy diferentes, de acuerdo con los
motivos de su comportamiento.
Su compañero era muy liberal: el vago, el ocioso y el pordiosero recibían de su mano más de
lo necesario para aliviar sus necesidades más perentorias. Pero Aubrey observó asimismo que
Lord Ruthven jamás aliviaba las desdichas de los virtuosos, reducidos a la indigencia por la
mala suerte, a los cuales despedía sin contemplaciones y aun con burlas. Cuando alguien
acudía a él no para remediar sus necesidades, sino para poder hundirse en la lujuria o en las
más tremendas iniquidades, Lord Ruthven jamás negaba su ayuda.
Sin embargo, Aubrey atribuía esta nota de su carácter a la mayor importunidad del vicio, que
generalmente es mucho más insistente que el desdichado y el virtuoso indigente.
En las obras de beneficencia del Lord había una circunstancia que quedó muy grabada en la
mente del joven: todos aquellos a quienes ayudaba Lord Ruthven, inevitablemente veían caer
una maldición sobre ellos, pues eran llevados al cadalso o se hundían en la miseria más
abyecta.
En Bruselas y otras ciudades por las que pasaron, Aubrey se asombró ante la aparente avidez
con que su acompañante buscaba los centros de los mayores vicios. Solía entrar en los garitos
de faro, donde apostaba, y siempre con fortuna, salvo cuando un canalla era su antagonista,
siendo entonces cuando perdía más de lo que había ganado antes. Pero siempre conservaba la
misma expresión pétrea, imperturbable, con la generalmente contemplaba a la sociedad que le
rodeaba.
No sucedía lo mismo cuando el noble se tropezaba con la novicia juvenil o con un padre
infortunado de una familia numerosa. Entonces, su deseo parecía la ley de la fortuna, dejando
de lado su abstracción, al tiempo que sus ojos brillaban con más fuego que los del gato
cuando juega con el ratón ya moribundo.
En todas las ciudades dejaba a la florida juventud asistente a los círculos por él frecuentados,
echando maldiciones, en la soledad de una fortaleza del destino que la había arrastrado hacia
él, al alcance de aquel mortal enemigo.
Asimismo, muchos padres sentábanse coléricos en medio de sus hambrientos hijos, sin un
solo penique de su anterior fortuna, sin lo necesario siquiera para satisfacer sus más
acuciantes necesidades.
Sin embargo, cuanto ganaba en las mesas de juego, lo perdía inmediatamente, tras haber
esquilmado algunas grandes fortunas de personas inocentes.
Este podía ser el resultado de cierto grado de conocimiento capaz de combatir la destreza de
los más experimentados.
Aubrey deseaba a menudo decirle todo esto a su amigo, suplicarle que abandonase esta
caridad y estos placeres que causaban la ruina de todo el mundo, sin producirle a él beneficio
alguno. Pero demoraba esta súplica, porque un día y otro esperaba que su amigo le diera una
oportunidad de poder hablarle con franqueza y sinceridad. Cosa que nunca ocurrió.
Lord Ruthven, en su carruaje, y en medio de la naturaleza más lujuriosa y salvaje, siempre era
el mismo: sus ojos hablaban menos que sus labios. Y aunque Aubrey se hallaba tan cerca del
objeto de su curiosidad, no obtenía mayor satisfacción de este hecho que la de la constante
exaltación del vano deseo de desentrañar aquel misterio que a su excitada imaginación
empezaba a asumir las proporciones de algo sobrenatural.
No tardaron en llegar a Roma, y Aubrey perdió de vista a su compañero por algún tiempo,
dejándole en la cotidiana compañía del círculo de amistades de una condesa italiana, en tanto
él visitaba los monumentos de la ciudad casi desierta.
Estando así ocupado, llegaron varias cartas de Inglaterra, que abría con impaciencia. La
primera era de su hermana dándole las mayores seguridades de su cariño; las otras eran de sus
tutores; y la última le dejó asombrado.
Si antes había pasado por su imaginación que su compañero de viaje poseía algún malvado
poder, aquella carta parecía reforzar tal creencia. Sus tutores insistían en que abandonase
inmediatamente a su amigo, urgiéndole a ello en vista de la maldad de tal personaje, a causa
de sus casi irresistibles poderes de seducción, que tornaban sumamente peligrosos sus hábitos
para con la sociedad en general.
Habían descubierto que su desdén hacia las adúlteras no tenía su origen en el odio a ellas, sino
que había requerido, para aumentar su satisfacción personal, que las víctimas —los
compañeros de la culpa— fuesen arrojadas desde el pináculo de la virtud inmaculada a los
más hondos abismos de la infamia y la degradación. En resumen: que todas aquellas damas a
las que había buscado, aparentemente por sus virtudes, habíanse quitado la máscara desde la
partida de Lord Ruthven, y no sentían ya el menor escrúpulo en exponer toda la deformidad
de sus vicios a la contemplación pública.
Aubrey decidió al punto separarse de un personaje que todavía no le había mostrado ni un
solo punto brillante en donde posar la mirada. Resolvió inventar un pretexto plausible para
abandonarle, proponiéndose, mientras tanto, continuar vigilándole estrechamente y no dejar
pasar la menor circunstancia acusatoria.
De este modo, penetró en el mismo círculo de amistades que Lord Ruthven, y no tardó en
darse cuenta de que su amigo estaba dedicado a ocuparse de la inexperiencia de la hija de la
dama cuya mansión frecuentaba más a menudo. En Italia, es muy raro que una mujer soltera
frecuente los círculos sociales, por lo que Lord Ruthven se veía obligado a llevar adelante sus
planes en secreto. Pero la mirada de Aubrey le siguió en todas sus tortuosidades, y pronto
averiguó que la pareja había concertado una cita que sin duda iba a causar la ruina de una
chica inocente, poco reflexiva.
Sin pérdida de tiempo, se presentó en el apartamento de su amigo, y bruscamente le preguntó
cuáles eran sus intenciones con respecto a la joven, manifestándole al propio tiempo que
estaba enterado de su cita para aquella misma noche.
Lord Ruthven contestó que sus intenciones eran las que podían suponerse en semejante
menester. Y al ser interrogado respecto a si pensaba casarse con la muchacha, se echó a reír.
Aubrey se marchó, e inmediatamente redactó una nota alegando que desde aquel momento
renunciaba a acompañar a Lord Ruthven durante el resto del viaje. Luego le pidió a su
sirviente que buscase otro apartamento, y fue a visitar a la madre de la joven, a la que informó
de cuanto sabía, no sólo respecto a su hija, sino también al carácter de Lord Ruthven.
La cita quedó cancelada. Al día siguiente, Lord Ruthven se limitó a enviar a su criado con una
comunicación en la que se avenía a una completa separación, mas sin insinuar que sus planes
hubieran quedado arruinados por la intromisión de Aubrey.
Tras salir de Roma, el joven dirigió sus pasos a Grecia, y tras cruzar la península, llegó a
Atenas.
Allí fijó su residencia en casa de un griego, no tardando en hallarse sumamente ocupado en
buscar las pruebas de la antigua gloria en unos monumentos que, avergonzados al parecer de
ser testigos mudos de las hazañas de los hombres que antes fueron libres para convertirse
después en esclavos, se hallaban escondidos debajo del polvo o de intrincados líquenes.
Bajo su mismo techo habitaba un ser tan delicado y bello que podía haber sido la modelo de
un pintor que deseara llevar a la tela la esperanza prometida a los seguidores de Mahoma en el
Paraíso, salvo que sus ojos eran demasiado pícaros y vivaces para pretender a un alma y no a
un ser vivo.
Cuando bailaba en el prado, o correteaba por el monte, parecía mucho más ágil y veloz que
las gacelas, y también mucho más grácil. Era, en resumen, el verdadero sueño de un epicuro.
El leve paso de Ianthe acompañaba a menudo a Aubrey en su búsqueda de antigüedad. Y a
veces la incosciente joven se empeñaba en la persecución de una mariposa de Cachemira,
mostrando la hermosura de sus formas al dejar flotar su túnica al viento, bajo la ávida mirada
de Aubrey que así olvidaba las letras que acababa de descifrar en una tablilla medio borrada.
A veces, sus trenzas relucían a los rayos del sol con un brillo sumamente delicado, cambiando
rápidamente de matices, pudiendo ello haber sido la excusa del olvido del joven anticuario
que dejaba huir de su mente el objeto que antes había creído de capital importancia para la
debida interpretación de un pasaje de Pausanias.
Pero, ¿por qué intentar describir unos encantos que todo el mundo veía, mas nadie podía
apreciar?
Era la inocencia, la juventud, la belleza, sin estar aún contaminadas por los atestados salones,
por las salas de baile.
Mientras el joven anotaba los recuerdos que deseaba conservar en su memoria para el futuro,
la muchacha estaba a su alrededor, contemplando los mágicos efectos del lápiz que trazaba los
paisajes de su solar patrio.
Entonces, ella le describía las danzas en la pradera, pintándoselas con todos los colores de su
juvenil paleta; las pompas matrimoniales entrevistas en su niñez; y, refiriéndose a los temas
que evidentemente más la habían impresionado, hablaba de los cuentos sobrenaturales de su
nodriza.
Su afán y la creencia en lo que narraba, excitaron el interés de Aubrey. A menudo, cuando
ella contaba el cuento del vampiro vivo, que había pasado muchos años entre amigos y sus
más queridos parientes alimentándose con la sangre de las doncellas más hermosas para
prolongar su existencia unos meses más, la suya se le helaba a Aubrey en las venas, mientras
intentaba reírse de aquellas horribles fantasías.
Sin embargo, Ianthe le citaba nombres de ancianos que, por lo menos, habían contado entre
sus contemporáneos con un vampiro vivo, habiendo hallado a parientes cercanos y algunos
niños marcados con la señal del apetito del monstruo. Cuando la joven veía que Aubrey se
mostraba incrédulo ante tales relatos, le suplicaba que la creyese, puesto que la gente había
observado que aquellos que se atrevían a negar la existencia del vampiro siempre obtenían
alguna prueba que, con gran dolor y penosos castigos, les obligaba a reconocer su existencia.
Ianthe le detalló la aparición tradicional de aquellos monstruos, y el horror de Aubrey
aumentó al escuchar una descripción casi exacta de Lord Ruthven.
Pese a ello, el joven, persistió en querer convencer a la joven griega de que sus temores no
podían ser debidos a una cosa cierta, si bien al mismo tiempo repasaba en su memoria todas
las coincidencias que le habían incitado a creer en los poderes sobrenaturales de Lord
Ruthven.
Aubrey cada día sentíase más ligado a Ianthe, ya que su inocencia, tan en contraste con las
virtudes fingidas de las mujeres entre las que había buscado su idea de romance, había
conquistado su corazón. Si bien le parecía ridícula la idea de que un muchacho inglés, de
buena familia y mejor educación, se casara con una joven griega, carente casi de cultura, lo
cierto era que cada vez amaba más a la doncella que le acompañaba constantemente.
En algunas ocasiones se separaba de ella, decidido a no volver a su lado hasta haber
conseguido sus objetivos. Pero siempre le resultaba imposible concentrarse en las ruinas que
le rodeaban, teniendo constantemente en su mente la imagen de quien lo era todo para él.
Ianthe no se daba cuenta el amor que por ella experimentaba Aubrey, mostrándose con él la
misma chiquilla casi infantil de los primeros días. Siempre, no obstante, se despedía del joven
con frecuencia, mas ello se debía tan sólo a no tener a nadie con quien visitar sus sitios
favoritos, en tanto su acompañante se hallaba ocupado bosquejando o descubriendo algún
fragmento que había escapado a la acción destructora del tiempo.
La joven apeló a sus padres para dar fe de la existencia de los vampiros. Y todos, con algunos
individuos presentes, afirmaron su existencia, pálidos de horror ante aquel solo nombre.
Poco después, Aubrey decidió realizar una excursión, que le llevaría varias horas. Cuando los
padres de Ianthe oyeron el nombre del lugar, le suplicaron que no regresase de noche, ya que
necesariamente debería atravesar un bosque por el que ningún griego pasaba, una vez que
había oscurecido, por ningún motivo.
Le describieron dicho lugar como el paraje donde los vampiros celebraban sus orgías y
bacanales nocturnas. Y le aseguraron que sobre el que se atrevía a cruzar por aquel sitio
recaían los peores males.
Aubrey no quiso hacer caso de tales advertencias, tratando de burlarse de aquellos temores.
Pero cuando vio que todos se estremecían ante sus risas por aquel poder superior o infernal,
cuyo solo nombre le helaba la sangre, acabó por callar y ponerse grave.
A la mañana siguiente, Aubrey salió de excursión, según había proyectado. Le sorprendió
observar la melancólica cara de su huésped, preocupado asimismo al comprender que sus
burlas de aquellos poderes hubiesen inspirado tal terror.
Cuando se hallaba a punto de partir, Ianthe se acercó al caballo que el joven montaba y le
suplicó que regresase pronto, pues era por la noche cuando aquellos seres malvados entraban
en acción. Aubrey se lo prometió.
Sin embargo, estuvo tan ocupado en sus investigaciones que no se dio cuenta de que el día iba
dando fin a su reinado y que en el horizonte aparecía una de aquellas manchas que en los
países cálidos se convierten muy pronto en una masa de nubes tempestuosas, vertiendo todo
su furor sobre el desdichado país.
Finalmente, montó a caballo, decidido a recuperar su retraso. Pero ya era tarde. En los países
del sur apenas existe el crepúsculo. El sol se pone inmediatamente y sobreviene la noche.
Aubrey se había demorado con exceso. Tenía la tormenta encima, los truenos apenas se
concedían un respiro entre sí, y el fuerte aguacero se abría paso por entre el espeso follaje, en
tanto el relámpago azul parecía caer a sus pies.
El caballo se asustó de repente, y emprendió un galope alocado por entre el espeso bosque.
Por fin, agotado de cansancio, el animal se paró, y Aubrey descubrió a la luz de los
relámpagos que estaba en la vecindad de una choza que apenas se destacaba por entre la
hojarasca y la maleza que le rodeaba.
Desmontó y se aproximó, cojeando, con el fin de encontrar a alguien que pudiera llevarle a la
ciudad, o al menos obtener asilo contra la furiosa tormenta.
Cuando se acercaba a la cabaña, los truenos, que habían callado un instante, le permitieron oír
unos gritos femeninos, gritos mezclados con risotadas de burla, todo como en un solo sonido.
Aubrey quedó turbado. Mas, soliviantado por el trueno que retumbó en aquel momento, con
un súbito esfuerzo empujó la puerta de la choza.
No vio más que densas tinieblas, pero el sonido le guió. Aparentemente, nadie se había dado
cuenta de su presencia, pues aunque llamó, los mismos sonidos continuaron, sin que nadie
reparase al parecer en él.
No tardó en tropezar con alguien, a quien apresó inmediatamente. De pronto, una voz volvió a
gritar de manera ahogada, y al grito sucedió una carcajada. Aubrey hallóse al momento asido
por una fuerza sobrehumana. Decidido a vender cara su vida, luchó mas en vano. Fue
levantado del suelo y arrojado de nuevo al mismo con una potencia enorme. Luego, su
enemigo se le echó encima y, arrodillado sobre su pecho, le rodeó la garganta con las manos.
De repente, el resplandor de varias antorchas entrevistas por el agujero que hacía las veces de
ventana, vino en su ayuda. Al momento, su rival se puso de pie y, separándose del joven,
corrió hacia la puerta. Muy poco después, el crujido de las ramas caídas al ser pisoteadas por
el fugitivo también dejó de oírse.
La tormenta había cesado, y Aubrey, incapaz de moverse, gritó, siendo oído poco después por
los portadores de antorchas.
Entraron a la cabaña, y el resplandor de la resina quemada cayó sobre los muros de barro y el
techo de bálago, totalmente lleno de mugre.
A instancias del joven, los recién llegados buscaron a la mujer que le había atraído con sus
chillidos. Volvió, por tanto, a quedarse en tinieblas. Cuál fue su horror cuando de nuevo
quedó iluminado por la luz de las antorchas, pudiendo percibir la forma etérea de su amada
convertida en un cadáver.
Cerró los ojos, esperando que sólo se tratase de un producto espantoso de su imaginación.
Pero volvió a ver la misma forma al abrirlos, tendida a su lado.
No había el menor color en sus mejillas, ni siquiera en sus labios, y en su semblante se veía
una inmovilidad que resultaba casi tan atrayente como la vida que antes lo animara. En el
cuello y en el pecho había sangre, en la garganta las señales de los colmillos que se habían
hincado en las venas.
—¡Un vampiro! ¡Un vampiro! —gritaron los componentes de la partida ante aquel
espectáculo.
Rápidamente construyeron unas parihuelas, y Aubrey echó a andar al lado de la que había
sido el objeto de tan brillantes visiones, ahora muerta en la flor de su vida.
Aubrey no podía ni siquiera pensar, pues tenía el cerebro ofuscado, pareciendo querer
refugiarse en el vacío. Sin casi darse cuenta, empuñaba en su mano una daga de forma
especial, que habían encontrado en la choza. La partida no tardó en reunirse con más
hombres, enviados a la búsqueda de la joven por su afligida madre. Los gritos de los
exploradores al aproximarse a la ciudad, advirtieron a los padres de la doncella que había
sucedido una horrorosa catástrofe. Sería imposible describir su dolor. Cuando comprobaron la
causa de la muerte de su hija, miraron a Aubrey y señalaron el cadáver. Estaban
inconsolables, y ambos murieron de pesar.
Aubrey, ya en la cama, padeció una violentísima fiebre, con mezcolanza de delirios. En estos
intervalos llamaba a Lord Ruthven y a Ianthe, mediante cierta combinación que le parecía una
súplica a su antiguo compañero de viaje para que perdonase la vida de la doncella.
Otras veces lanzaba imprecaciones contra Lord Ruthven, maldiciéndole como asesino de la
joven griega.
Por casualidad, Lord Ruthven llegó por aquel entonces a Atenas. Cuando se enteró del estado
de su amigo, se presentó inmediatamente en su casa y se convirtió en su enfermero particular.
Cuando Aubrey se recobró de la fiebre y los delirios, quedose horrorizado, petrificado, ante la
imagen de aquel a quien ahora consideraba un vampiro. Lord Ruthven —con sus amables
palabras, que implicaban casi cierto arrepentimiento por la causa que había motivado su
separación— y la ansiedad, las atenciones y los cuidados prodigados a Aubrey, hicieron que
éste pronto se reconciliase con su presencia.
Lord Ruthven parecía cambiado, no siendo ya el ser apático de antes, que tanto había
asombrado a Aubrey. Pero tan pronto terminó la convalecencia del joven, su compañero
volvió a ofrecer la misma condición de antes, y Aubrey ya no distinguió la menor diferencia,
salvo que a veces veía la mirada de Lord Ruthven fija en él, al tiempo que una sonrisa
maliciosa flotaba en sus labios. Sin saber por qué, aquella sonrisa le molestaba.
Durante la última fase de su recuperación, Lord Ruthven pareció absorto en la contemplación
de las olas que levantaba en el mar la brisa marina, o en señalar el progreso de los astros que,
como el nuestro, dan vueltas en torno al Sol. Y más que nada, parecía evitar todas las miradas
ajenas.
Aubrey, a causa de la desgracia sufrida, tenía su cerebro bastante debilitado, y la elasticidad
de espíritu que antes era su característica más acusada parecía haberle abandonado para
siempre.
No era tan amable del silencio y la soledad como Lord Ruthven, pero deseaba estar solo, cosa
que no podía conseguir en Atenas. Si se dedicaba a explorar las ruinas de la antigüedad, el
recuerdo de Ianthe a su lado le atosigaba de continuo. Si recorría los bosques, el paso ligero
de la joven parecía corretear a su lado, en busca de la modesta violeta. De repente, esta visión
se esfumaba, y en su lugar veía el rostro pálido y la garganta herida de la joven, con una
tímida sonrisa en sus labios.
Decidió rehuir tales visiones, que en su mente creaban una serie de amargas asociaciones. De
este modo, le propuso a Lord Ruthven, a quien sentíase unido por los cuidados que aquel le
había prodigado durante su enfermedad, que visitasen aquellos rincones de Grecia que aún no
habían visto.
Los dos recorrieron la península en todas las direcciones, buscando cada rincón que pudiera
estar unido a un recuerdo. Pero aunque lo exploraron todo, nada vieron que llamase realmente
su interés.
Oían hablar mucho de diversas bandas de ladrones, mas gradualmente fueron olvidándose de
ellas atribuyéndolas a la imaginación popular, o a la invención de algunos individuos cuyo
interés consistía en excitar la generosidad de aquellos a quienes fingían proteger de tales
peligros.
En consecuencia, sin hacer caso de tales advertencias, en cierta ocasión viajaban con muy
poca escolta, cuyos componentes más debían servirles de guía que de protección. Al penetrar
en un estrecho desfiladero, en el fondo del cual se hallaba el lecho de un torrente, lleno de
grandes masas rocosas desprendidas de los altos acantilados que lo flanqueaban, tuvieron
motivos para arrepentirse de su negligencia. Apenas se habían adentrado por paso tan angosto
cuando se vieron sorprendidos por el silbido de las balas que pasaban muy cerca de sus
cabezas, y las detonaciones de varias armas.
Al instante siguiente, la escolta les había abandonado, y resguardándose detrás de las rocas,
empezaron todos a disparar contra sus atacantes.
Lord Ruthven y Aubrey, imitando su ejemplo, se retiraron momentáneamente al amparo de un
recodo del desfiladero. Avergonzados por asustarse tanto ante un vulgar enemigo, que con
gritos insultantes les conminaban a seguir avanzando, y estando expuestos al mismo tiempo a
una matanza segura si alguno de los ladrones se situaba más arriba de su posición y les
atacaba por la espalda, determinaron precipitarse al frente, en busca del enemigo...
Apenas abandonaron el refugio rocoso, Lord Ruthven recibió en el hombro el impacto de una
bala que le envió rodando al suelo. Aubrey corrió en su ayuda, sin hacer caso del peligro a
que se exponía, mas no tardó en verse rodeado por los malhechores, al tiempo que los
componentes de la escolta, al ver herido a Lord Ruthven, levantaron inmediatamente las
manos en señal de rendición.
Mediante la promesa de grandes recompensas, Aubrey logró convencer a sus atacantes para
que trasladasen a su herido amigo a una cabaña situada no lejos de allí. Tras hacer concertado
el rescate a pagar, los ladrones no le molestaron, contentándose con vigilar la entrada de la
cabaña hasta el regreso de uno de ellos, que debía percibir la suma prometida gracias a una
orden firmada por el joven.
Las energías de Lord Ruthven disminuyeron rápidamente. Dos días más tarde, la muerte
pareció ya inminente. Su comportamiento y su aspecto no había cambiado, pareciendo tan
inconsciente al dolor como a cuanto le rodeaba. Hacia el fin del tercer día, su mente pareció
extraviarse, y su mirada se fijó insistentemente en Aubrey, el cual sintióse impulsado a
ofrecerle más que nunca su ayuda.
—Sí, tú puedes salvarme... Puedes hacer aún mucho más... No me refiero a mi vida, pues
temo tan poco a la muerte como al término del día. Pero puedes salvar mi honor. Sí, puedes
salvar el honor de tu amigo.
—Decidme cómo —asintió Aubrey—, y lo haré.
—Es muy sencillo. Yo necesito muy poco... Mi vida necesita espacio... Oh, no puedo
explicarlo todo... Mas si callas cuanto sabes de mí, mi honor se verá libre de las
murmuraciones del mundo, y si mi muerte es por algún tiempo desconocida en Inglaterra...
yo... yo... ah, viviré.
—Nadie lo sabrá.
—¡Júralo! —exigió el moribundo, incorporándose con gran violencia—. ¡Júralo por las almas
de tus antepasados, por todos los temores de la naturaleza, jura que durante un año y un día no
le contarás a nadie mis crímenes ni mi muerte, pase lo que pase, veas lo que veas!
Sus ojos parecían querer salir de sus órbitas.
—¡Lo juro! —exclamó Aubrey.
Lord Ruthven de dejó caer sobre la almohada, lanzando una carcajada, y expiró.
Aubrey retiróse a descansar, mas no durmió pues su cerebro daba vueltas y más vueltas sobre
los detalles de su amistad con tan extraño ser, y sin saber por qué, cuando recordaba el
juramento prestado sentíase invadido por un frío extraño, con el presentimiento de una
desgracia inminente.
Levantóse muy temprano al día siguiente, e iba ya a entrar en la cabaña donde había dejado el
cadáver, cuando uno de los ladrones le comunicó que ya no estaba allí, puesto que él y sus
camaradas lo habían transportado a la cima de la montaña, según la promesa hecha al difunto
de que lo dejarían expuesto al primer rayo de luna después de su muerte.
Aubrey quedóse atónito ante aquella noticia. Junto con varios individuos, decidió ir adonde
habían dejado a Lord Ruthven, para enterrarlo debidamente. Pero una vez en la cumbre de la
montaña, no halló ni rastro del cadáver ni de sus ropas, aunque los ladrones juraron que era
aquel el lugar en que dejaron al muerto.
Durante algún tiempo su mente perdióse en conjeturas, hasta que decidió descender de nuevo,
convencido de que los ladrones habían enterrado el cadáver tras despojarlo de sus vestiduras.
Harto de un país en el que sólo había padecido tremendos horrores, y en el que todo
conspiraba para fortalecer aquella superstición melancólica que se había adueñado de su
mente, resolvió abandonarlo, no tardando en llegar a Esmirna.
Mientras esperaba un barco que le condujera a Otranto o a Nápoles, estuvo ocupado en
disponer los efectos que tenía consigo y que habían pertenecido a Lord Ruthven. Entre otras
cosas halló un estuche que contenía varias armas, más o menos adecuada para asegurar la
muerte de una víctima. Dentro se hallaban varias dagas y yataganes.
Mientras los examinaba, asombrado ante sus curiosas formas, grande fue su sorpresa al
encontrar una vaina ornamentada en el mismo estilo que la daga hallada en la choza fatal.
Aubrey se estremeció, y deseando obtener nuevas pruebas, buscó la daga. Su horror llegó a su
culminación cuando verificó que la hoja se adaptaba a la vaina, pese a su peculiar forma.
No necesitaba ya más pruebas, aunque sus ojos parecían como pegados a la daga, pese a lo
cual todavía se resistía a creerlo. Sin embargo, aquella forma especial, los mismos
esplendorosos adornos del mango y la vaina, no dejaban el menor resquicio a la duda.
Además, ambos objetos mostraban gotas de sangre.
Partió de Esmirna y, ya en Roma, sus primeras investigaciones se refirieron a la joven que él
había intentado arrancar a las artes seductoras de Lord Ruthven. Sus padres se hallaban
desconsolados, totalmente arruinados, y a la joven no se la había vuelto a ver desde la salida
de la capital de Lord Ruthven.
El cerebro de Aubrey estuvo a punto de desquiciarse ante tal cúmulo de horrores, temiendo
que la joven también hubiese sido víctima del mismo asesino de Ianthe. Aubrey tornóse más
callado y retraído y su sola ocupación consistió ya en apresurar a sus postillones, como si
tuviese necesidad de salvar a un ser muy querido.
Llegó a Calais, y una brisa que parecía obediente a sus deseos no tardó en dejarle en las costas
de Inglaterra. Corrió a la mansión de sus padres y allí, por un momento, pareció perder,
gracias a los besos y abrazos de su hermana, todo recuerdo del pasado. Si antes, con sus
infantiles caricias, ya había conquistado el afecto de su hermano, ahora que empezaba a ser
mujer todavía la quería más.
La señorita Aubrey no poseía la alada gracia que atrae las miradas y el aplauso de las
reuniones y fiestas. No había en ella el ingenio ligero que sólo existe en los salones. Sus ojos
azules jamás se iluminaban con ironías o sarcasmos. En toda su persona había como un halo
de encanto melancólico que no se debía a ninguna desdicha sino a un sentimiento interior, que
parecía indicar un alma consciente de un reino más brillante.
No tenía el paso leve, que atrae como el vuelo grácil de la mariposa, como un color grato a la
vista. Su paso era sosegado y pensativo. Cuando estaba sola, su semblante jamás se alegraba
con una sonrisa de júbilo. Pero al sentir el afecto de su hermano, y olvidar en su presencia los
pesares que le impedían el descanso, ¿quién no habría cambiado una sonrisa por tanta dicha?
Era como si los ojos de la joven, su rostro entero, jugasen a la luz de su esfera propia. Sin
embargo, la muchacha sólo contaba dieciocho años, por lo que no había sido presentada en
sociedad, habiendo juzgado sus tutores que debían demorarse tal acto hasta que su hermano
regresara del continente, momento en que se constituiría en su protector.
Por tanto, resolvieron que darían una fiesta con el fin de que ella apareciese "en escena".
Aubrey habría preferido estar apartado de todo bullicio, alimentándose con la melancolía que
le abrumaba. No experimentaba el menor interés por las frivolidades de personas
desconocidas, aunque se mostró dispuesto a sacrificar su comodidad para proteger a su
hermana.
De esta manera, no tardaron en llegar a su casa de la capital, a fin de disponerlo todo para el
día siguiente, elegido para la fiesta.
La multitud era excesiva. Una fiesta no vista en mucho tiempo, donde todo el mundo estaba
ansioso de dejarse ver.
Aubrey apareció con su hermana. Luego, estando solo en un rincón, mirando a su alrededor
con muy poco interés, pensando abstraídamente que la primera vez que había visto a Lord
Ruthven había sido en aquel mismo salón había sido en aquel mismo salón, sintióse de pronto
cogido por el brazo, al tiempo que en sus oídos resonaba una voz que recordaba demasiado
bien.
—Acuérdate del juramento.
Aubrey apenas tuvo valor para volverse, temiendo ver a un espectro que le podría destruir; y
distinguió no lejos a la misma figura que había atraído su atención cuando, a su vez, él había
entrado por primera vez en sociedad.
Contempló a aquella figura fijamente, hasta que sus piernas casi se negaron a sostener el peso
de su cuerpo. Luego, asiendo a un amigo del brazo, subió a su carruaje y le ordenó al cochero
que le llevase a su casa de campo.
Una vez allí, empezó a pasearse agitadamente, con la cabeza entre las manos, como temiendo
que sus pensamientos le estallaran en el cerebro.
Lord Ruthven había vuelto a presentarse ante él... Y todos los detalles se encadenaron
súbitamente ante sus ojos; la daga..., la vaina..., la víctima..., su juramento.
¡No era posible, se dijo muy excitado, no era posible que un muerto resucitara!
Era imposible que fuese un ser real. Por eso, decidió frecuentar de nuevo la sociedad.
Necesitaba aclarar sus dudas. Pero cuando, noche tras noche, recorrió diversos salones,
siempre con el nombre de Lord Ruthven en sus labios, nada consiguió.
Una semana más tarde, acudió con su hermana a una fiesta en la mansión de unas nuevas
amistades. Dejándola bajo la protección de la anfitriona, Aubrey retiróse a un rincón y allí dio
rienda suelta a sus pensamientos.
Cuando al fin vio que los invitados empezaban a marcharse, penetró en el salón y halló a su
hermana rodeada de varios caballeros, al parecer conversando animadamente. El joven intentó
abrirse paso para acudir junto a su hermana, cuando uno de los presentes, al volverse, le
ofreció aquellas facciones que tanto aborrecía.
Aubrey dio un tremendo salto, tomó a su hermana del brazo y apresuradamente la arrastró
hacia la calle. En la puerta encontró impedido el paso por la multitud de criados que
aguardaban a sus respectivos amos. Mientras trataba de superar aquella barrera humana,
volvió a su oído la conocida y fatídica voz:
—¡Acuérdate del juramento!
No se atrevió a girar y, siempre arrastrando a su hermana, no tardó en llegar a casa.
Aubrey empezó a dar señales de desequilibrio mental. Si antes su cerebro había estado sólo
ocupado con un tema, ahora se hallaba totalmente absorto en él, teniendo ya la certidumbre de
que el monstruo continuaba viviendo.
No paraba ya mientes en su hermana, y fue inútil que ésta tratara de arrancarle la verdad de
tan extraña conducta. Aubrey limitábase a proferir palabras casi incoherentes, que aún
aterraban más a la muchacha.
Cuando Aubrey más meditaba en ello, más transtornado estaba. Su juramento le abrumaba.
¿Debía permitir, pues, que aquel monstruo rondase por el mundo, en medio de tantos seres
queridos, sin delatar sus intenciones? Su misma hermana había hablado con él. Pero, aunque
quebrantase su juramento y revelase las verdaderas intenciones de Lord Ruthven, ¿quién le
iba a creer? Pensó en servirse de su propia mano para desembarazar al mundo de tan cruel
enemigo. Recordó, sin embargo, que la muerte no afectaba al monstruo. Durante días
permaneció en tal estado, encerrado en su habitación, sin ver a nadie, comiendo sólo cuando
su hermana le apremiaba a ello, con lágrimas en los ojos.
Al fin, no pudiendo soportar por más tiempo el silencio y la soledad salió de la casa para
rondar de calle en calle, ansioso de descubrir la imagen de quien tanto le acosaba. Su aspecto
distaba mucho de ser atildado, exponiendo sus ropas tanto al feroz sol de mediodía como a la
humedad de la noche. Al fin, nadie pudo ya reconocer en él al antiguo Aubrey. Y si al
principio regresaba todas las noches a su casa, pronto empezó a descansar allí donde la fatiga
le vencía.
Su hermana, angustiada por su salud, empleó a algunas personas para que le siguiesen, pero el
joven supo distanciarlas, puesto que huía de un perseguidor más veloz que aquellas: su propio
pensamiento.
Su conducta, no obstante, cambió de pronto. Sobresaltado ante la idea de que estaba
abandonando a sus amigos, con un feroz enemigo entre ellos de cuya presencia no tenían el
menor conocimiento, decidió entrar de nuevo en sociedad y vigilarle estrechamente, ansiando
advertir, a pesar de su juramento, a todos aquellos a quienes Lord Ruthven demostrase cierta
amistad.
Mas al entrar en un salón, su aspecto miserable, su barba de varios días, resultaron tan
sorprendentes, sus estremecimientos interiores tan visibles, que su hermana vióse al fin
obligada a suplicarle que se abstuviese en bien de ambos a una sociedad que le afectaba de
manera tan extraña.
Cuando esta súplica resultó vana, los tutores creyeron su deber interponerse y, temiendo que
el joven tuviera transtornado el cerebro, pensaron que había llegado el momento de recobrar
ante él la autoridad delegada por sus difuntos padres.
Deseoso de precaverle de las heridas mentales y de los sufrimientos físicos que padecía a
diario en sus vagabundeos, e impedir que se expusiera a los ojos de sus amistades con las
inequívocas señales de su trastorno, acudieron a un médico para que residiera en la mansión y
cuidase de Aubrey.
Este apenas pareció darse cuenta de ello: tan completamente absorta estaba su mente en el
otro asunto. Su incoherencia acabó por ser tan grande, que se vio confinado en su dormitorio.
Allí pasaba los días tendido en la cama, incapaz de levantarse.
Su rostro se tornó demacrado y sus pupilas adquirieron un brillo vidrioso; sólo mostraba
cierto reconocimiento y afecto cuando entraba su hermana a visitarle. A veces se sobresaltaba,
y tomándole las manos, con unas miradas que afligían intensamente a la joven, deseaba que el
monstruo no la hubiese tocado ni rozado siquiera.
—¡Oh, hermana querida, no le toques! ¡Si de veras me quieres, no te acerques a él!
Sin embargo, cuando ella le preguntaba a quién se refería, Aubrey se limitaba a murmurar:
—¡Es verdad, es verdad!
Y de nuevo se hundía en su abatimiento anterior, del que su hermana no lograba ya arrancarle.
Esto duró muchos meses. Pero, gradualmente, en el transcurso de aquel año, sus
incoherencias fueron menos frecuentes, y su cerebro se aclaró bastante, al tiempo que sus
tutores observaban que varias veces diarias contaba con los dedos cierto número, y luego
sonreía.
Al llegar el último día del año, uno de los tutores entró en el dormitorio y empezó a conversar
con el médico respecto a la melancolía del muchacho, precisamente cuando al día siguiente
debía casarse su hermana.
Instantáneamente, Aubrey mostróse alerta, y preguntó angustiosamente con quién iba a
contraer matrimonio. Encantados de aquella demostración de cordura, de la que le creían
privado, mencionaron el nombre del Conde de Marsden.
Creyendo que se trataba del joven conde al que él había conocido en sociedad, Aubrey
pareció complacido, y aún asombró más a sus oyentes al expresar su intención de asistir a la
boda, y su deseo de ver cuanto antes a su hermana.
Aunque ellos se negaron a este anhelo, su hermana no tardó en hallarse a su lado. Aubrey, al
parecer, no fue capaz de verse afectado por el influjo de la encantadora sonrisa de la
muchacha, puesto que la abrazó, la besó en las mejillas, bañadas en lágrimas por la propia
joven al pensar que su hermano volvía a estar en el mundo de los cuerdos.
Aubrey empezó a expresar su cálido afecto y a felicitarla por casarse con una persona tan
distinguida, cuando de repente se fijó en un medallón que ella lucía sobre el pecho. Al abrirlo,
cuál no sería su inmenso estupor al descubrir las facciones del monstruo que tanto y tan
funestamente había influido en su existencia.
En un paroxismo de furor, tomó el medallón y, arrojándolo al suelo, lo pisoteó. Cuando ella le
preguntó por qué había destruído el retrato de su futuro esposo, Aubrey la miró como sin
comprender. Después, asiéndola de las manos, y mirándola con una frenética expresión de
espanto, quiso obligarla a jurar que jamás se casaría con semejante monstruo, ya que él...
No pudo continuar. Era como si su propia voz le recordase el juramento prestado, y al girarse
en redondo, pensando que Lord Ruthven se hallaba detrás suyo, no vio a nadie.
Mientras tanto, los tutores y el médico, que todo lo habían oído, pensando que la locura había
vuelto a apoderarse de aquel pobre cerebro, entraron y le obligaron a separarse de su hermana.
Aubrey cayó de rodillas ante ellos, suplicándoles que demorasen la boda un solo día. Mas
ellos, atribuyendo tal petición a la locura que se imaginaban devoraba su mente, intentaron
calmarle y le dejaron solo.
Lord Ruthven visitó la mansión a la mañana siguiente de la fiesta, y le fue negada la entrada
como a todo el mundo. Cuando se enteró de la enfermedad de Aubrey, comprendió que era él
la causa inmediata de la misma. Cuando se enteró de que el joven estaba loco, apenas si
consiguió ocultar su júbilo ante aquellos que le ofrecieron esta información.
Corrió a casa de su antiguo compañero de viaje, y con sus constantes cuidados y fingimiento
del gran interés que sentía por su hermano y por su triste destino, gradualmente fue
conquistando el corazón de la señorita Aubrey.
¿Quién podía resistirse a aquel poder? Lord Ruthven hablaba de los peligros que le habían
rodeado siempre, del escaso cariño que había hallado en el mundo, excepto por parte de la
joven con la que conversaba. ¡Ah, desde que la conocía, su existencia había empezado a
parecer digna de algún valor, aunque sólo fuese por la atención que ella le prestaba! En fin,
supo utilizar con tanto arte sus astutas mañas, o tal fue la voluntad del Destino, que Lord
Ruthven conquistó el amor de la hermana de Aubrey.
Gracias al título de una rama de su familia, obtuvo una embajada importante, que le sirvió de
excusa para apresurar la boda (pese al trastorno mental del hermano), de modo que la misma
tendría lugar al día siguiente, antes de su partida para el continente.
Aubrey, una vez lejos del médico y el tutor, trató de sobornar a los criados, pero en vano.
Pidió pluma y papel, que le entregaron, y escribió una carta a su hermana, conjurándola —si
en algo apreciaba su felicidad, su honor y el de quienes yacían en sus tumbas, que antaño la
habían tenido en brazos como su esperanza y la esperanza del buen nombre familiar— a
posponer sólo por unas horas aquel matrimonio, sobre el que vertía sus más terribles
maldiciones.
Los criados prometieron entregar la misiva, mas como se la dieron al médico, éste prefirió no
alterar a la señorita Aubrey con lo que, consideraba, era solamente la manía de un demente.
Transcurrió la noche sin descanso para ninguno de los ocupantes de la casa. Y Aubrey
percibió con horror los rumores de los preparativos para el casamiento.
Vino la mañana, y a sus oídos llegó el ruido de los carruajes al ponerse en marcha. Aubrey se
puso frenético. La curiosidad de los sirvientes superó, al fin, a su vigilancia. Y gradualmente
se alejaron para ver partir a la novia, dejando a Aubrey al cuidado de una indefensa anciana.
Aubrey se aprovechó de aquella oportunidad. Saltó fuera de la habitación y no tardó en
presentarse en el salón donde todo el mundo se hallaba reunido, dispuesto para la marcha.
Lord Ruthven fue el primero en divisarle, e inmediatamente se le acercó, asiéndolo del brazo
con inusitada fuerza para sacarle de la estancia, trémulo de rabia.
Una vez en la escalinata, le susurró al oído:
—Acuérdate del juramento y sabe que si hoy no es mi esposa, tu hermana quedará
deshonrada. ¡Las mujeres son tan frágiles...!
Así desciendo, le empujó hacia los criados, quienes, alertados ya por la anciana, le estaban
buscando. Aubrey no pudo soportarlo más: al no hallar salida a su furor, se le rompió un vaso
sanguíneo y tuvo que ser trasladado rápidamente a su cama.
Tal suceso no le fue mencionado a la hermana, que no estaba presente cuando aconteció ,
pues el médico temía causarle cualquier agitación.
La boda se celebró con toda solemnidad, y el novio y la novia abandonaron Londres.
La debilidad de Aubrey fue en aumento, y la hemorragia de sangre produjo los síntomas de la
muerte próxima. Deseaba que llamaran a los tutores de su hermana, y cuando éstos estuvieron
presentes y sonaron las doce campanadas de la medianoche, instantes en que se cumplía el
plazo impuesto a su silencio, relató apresuradamente cuanto había vivido y sufrido... y
falleció inmediatamente después.
Los tutores se apresuraron a proteger a la hermana de Aubrey, mas cuando llegaron ya era
tarde. Lord Ruthven había desaparecido, y la joven había saciado la sed de sangre de un
vampiro.
Himno a la Belleza
¿Bajas del hondo cielo o emerges del abismo,
Belleza? Tu mirada infernal y divina
Confusamente vierte crimen y beneficio,
Por lo que se podría al vino compararte.
Albergas en tus ojos al poniente y la aurora,
Cual tarde huracanada exhalas tu perfume;
Son un filtro tus besos y un ánfora tu boca
Que hacen cobarde al héroe y al niño valeroso.
¿Del negro abismo emerges o bajas de los astros?
Como un perro, el Destino sigue ciego tu falda,
Al azar vas sembrando el luto y la alegría
Y todo lo gobiernas sin responder de nada.
Caminas sobre muertos, Belleza, y de ellos ríes;
El Horror, de tus joyas no es la menos hermosa
Y el Crimen, entre todas tus costosas preseas
Danza amorosamente sobre el vientre triunfal.
La aturdida falena vuela hasta ti, candela,
Crepita, estalla y grita: ¡Bendigamos la llama!
El amante, jadeando sobre su bella amada
Semeja un moribundo que su tumba acaricia.
Que tú llegues del cielo o el infierno, ¿qué importa?
Belleza, inmenso monstruo, pavoroso e ingenuo,
Si tu mirar, tu risa, tu pie, me abren las puertas
De un infinito que amo y nunca conocí.
Satánica o divina, ¿qué importa? Ángel, Sirena,
¿qué importa? Si tú vuelves -hada de ojos raso,
Resplandor, ritmo, aroma, ¡oh mi señora única!
Menos odioso el mundo, más ligero el instante
¿Bajas del hondo cielo o emerges del abismo,
Belleza? Tu mirada infernal y divina
Confusamente vierte crimen y beneficio,
Por lo que se podría al vino compararte.
Albergas en tus ojos al poniente y la aurora,
Cual tarde huracanada exhalas tu perfume;
Son un filtro tus besos y un ánfora tu boca
Que hacen cobarde al héroe y al niño valeroso.
¿Del negro abismo emerges o bajas de los astros?
Como un perro, el Destino sigue ciego tu falda,
Al azar vas sembrando el luto y la alegría
Y todo lo gobiernas sin responder de nada.
Caminas sobre muertos, Belleza, y de ellos ríes;
El Horror, de tus joyas no es la menos hermosa
Y el Crimen, entre todas tus costosas preseas
Danza amorosamente sobre el vientre triunfal.
La aturdida falena vuela hasta ti, candela,
Crepita, estalla y grita: ¡Bendigamos la llama!
El amante, jadeando sobre su bella amada
Semeja un moribundo que su tumba acaricia.
Que tú llegues del cielo o el infierno, ¿qué importa?
Belleza, inmenso monstruo, pavoroso e ingenuo,
Si tu mirar, tu risa, tu pie, me abren las puertas
De un infinito que amo y nunca conocí.
Satánica o divina, ¿qué importa? Ángel, Sirena,
¿qué importa? Si tú vuelves -hada de ojos raso,
Resplandor, ritmo, aroma, ¡oh mi señora única!
Menos odioso el mundo, más ligero el instante
La metamorfosis del vampiro
La mujer, entre tanto, de su boca de fresa
Retorciéndose como una sierpe entre brasas
Y amasando sus senos sobre el duro corsé,
Decía estas palabras impregnadas de almizcle:
«Son húmedos mis labios y la ciencia conozco
De perder en el fondo de un lecho la conciencia,
Seco todas las lágrimas en mis senos triunfales.
Y hago reír a los viejos con infantiles risas.
Para quien me contempla desvelada y desnuda
Reemplazo al sol, la luna, al cielo y las estrellas.
Yo soy, mi caro sabio, tan docta en los deleites,
Cuando sofoco a un hombre en mis brazos temidos
O cuando a los mordiscos abandono mi busto,
Tímida y libertina y frágil y robusta,
Que en esos cobertores que de emoción se rinden,
Impotentes los ángeles se perdieran por mí.»
Cuando hubo succionado de mis huesos la médula
y muy lánguidamente me volvía hacia ella
A fin de devolverle un beso, sólo vi
Rebosante de pus, un odre pegajoso.
Yo cerré los dos ojos con helado terror
y cuando quise abrirlos a aquella claridad,
A mi lado, en lugar del fuerte maniquí
Que parecía haber hecho provisión de mi sangre,
En confusión chocaban pedazos de esqueleto
De los cuales se alzaban chirridos de veleta
O de cartel, al cabo de un vástago de hierro,
Que balancea el viento en las noches de invierno.

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