jueves, 22 de noviembre de 2018

CARLOS FUENTES. Dos mujeres por conocer SUSAN SONTAG.


Dos mujeres por conocer

SUSAN SONTAG

Conocí a Susan Sontag una asoleada tarde de julio de 1963 en Nueva York. Mi editor norteamericano, Roger Straus (desaparecido en 2004), me invitó a comer al hotel Stanhope, en la Quinta Avenida. Por ser día de calor, el hotel había dispuesto un café al aire libre en la acera frente al Museo Metropolitano. Busqué la cabeza blanca y rizada de Straus, un hombre seductor, con un toque de dandy neoyorquino de los años treinta, una risa domeñada y una mirada traviesa. Al terminar la Segunda Guerra Mundial, Roger había fundado la firma Farrar & Straus y se había distinguido, rara avis, por la atención prestada a autores extranjeros. La nueva literatura italiana era su terreno preferido (Moravia, Silone, Morante, Pavese, Levi), pero su interés por Latinoamérica fue iniciático. Fue Straus quien rescató del anonimato a la chilena María Luisa Bombal y redescubrió para la lengua inglesa al brasileño Machado de Assis, además de encargarse de las ediciones populares de Alejo Carpentier.
Ahora entraba yo a la legión literaria de Straus, pero él, aquel caluroso día de verano, me preparaba una singular sorpresa: conocer a Susan Sontag, que jamás pertenecería a legión alguna, pues era dueña de una individualidad que, pronto lo supe, era el ancla profunda y poderosa de su enorme capacidad para llegar con entereza intelectual a los dominios compartidos: la comunidad, la sociedad, la polis, los otros.
Parecía una heroína bíblica. Muy alta. Muy morena. Larga cabellera negra. Sonrisa como un regalo —que no una concesión— de su fundamental seriedad. Ojos negros y perpetuamente interrogantes. Y el cerebro más rápido e intransigente que me ha cabido, en vida, conocer. No fue casual que su primera pregunta, al sentarme con ella y Straus, fue: “¿Qué opinas de la relación entre Hegel y Feuerbach?”. Esto, que en otra persona hubiera infundido pavor a quien lo escuchase, no dejó, en efecto, de alarmarme, si no me hubiese dado cuenta en el acto de que Susan Sontag planteaba toda la relación de amistad a partir del respeto y el desafío a la inteligencia del otro. No se trataba, en realidad, de hablar de dos filósofos alemanes, sino de establecer de inmediato el nivel de la amistad como una forma de la inteligencia. O viceversa.
Que ese inmenso talento de Susan Sontag no se detenía en la razón, sino que comprendía al corazón, lo llegué a entender a lo largo de una amistad que, si no fue todo lo frecuente que yo hubiese deseado, siempre fue estelar, un verdadero collar de discretas joyas llamadas imaginación, información, curiosidad, calor humano y, sobre todo, la convicción profunda de que la literatura es el aposento de una sensibilidad verbal sin la cual desertamos el don mayor de los seres humanos: comunicarnos con palabras. Porque cuando mueren las palabras sobreviene la “selva salvaje” de la violencia, la ignorancia y la guerra de todos contra todos.
No minimizo la producción literaria de Sontag si recuerdo que este humanismo verbal propio de su perfil la pinta de cuerpo entero. Susan estuvo presente en Vietnam para denunciar el error de una guerra y en Sarajevo para averiguar el horror de otra. Su batalla política final la dio contra el gobierno de George W. Bush y los peligros de una política externa producto de la ignorancia, la soberbia y el peligro de suprimir, en el propio Estados Unidos, las libertades públicas. Fue la primera y más fuerte de los intelectuales del norte contra la pandilla de la Casa Blanca y las teorías suicidas del unilateralismo y la guerra preventiva.
La inteligencia ciudadana de Susan Sontag hubiese bastado para acreditar su importancia moral. Ello no bastaría, sin embargo, para olvidar que, ante todo, Susan fue una de las mayores voces intelectuales de América y del mundo. Y seguramente, una de las más renovadoras. Su gran aporte consistió en revelar el valor de lo popular, la importancia de lo que parecería menos importante, el cine, la moda, la cursilería, el camp, la relevancia de lo marginal, excéntrico, perecedero, las obras del tiempo en su sentido más radical. Cuando la eternidad se mueve, la llamamos tiempo, escribió Platón. Ese movimiento del tiempo, la certeza de que la inmortalidad no se sabe inmortal y de que nuestras vidas se disminuyen si dejan pasar, con aire solemne, las mil y una diversiones de la vida cotidiana, son temas que le dieron una originalidad necesaria a obras como Contra la interpretación y La voluntad radical.
Sontag, dentro de la caverna de Platón, veía la proyección del cine de Fassbinder y de Ichikawa, del arte de Warhol y de los ensayos de Barthes.
Pero hubo un momento en el que Sontag entró de lleno en temas que claman nuestra atención y no la obtienen, entre otros motivos, porque carecen de atractivo estético. La enfermedad en general. Y el sida en particular. Metáforas del mal que quisiéramos ocultar en sombra y nombrar en silencio, Sontag las llevó a la luz pública, a la reflexión humanista, a la revelación. Consciente de que el dolor requiere un lenguaje, Sontag le dio las palabras indispensables a las enfermedades silenciadas, trátese de la tuberculosis ayer o del sida hoy.
Lo hizo con el valor y el tacto con que esta admirable mujer empleaba el lenguaje. Su mayor orgullo literario era ser novelista. El benefactor, Estuche de muerte, Yo, etcétera, El amante del volcán y En América son obras de extrema fidelidad al credo de Sontag: la literatura es la reserva primaria de la sensibilidad.
Sontag” quiere decir “Domingo”. Pero el día de Susan Sontag no es jornada de reposo, ni día del Señor. Es día de Luz. Y si escribo la palabra con ele mayúscula es porque esta mujer victoriosa, vencedora de la enfermedad, expatriada de la muerte, americana universal, pensadora insatisfecha, crítica de su patria cuando Estados Unidos se traiciona a sí mismo, hermana de las incontables víctimas de la violencia histórica, pensadora del pasado para entender mejor el presente, definitiva definitoria de la “interpretación” de la modernidad, es, sobre todo, novelista.
¿Qué clase de novelista? En la gran línea de Hermann Broch, polifónica. El amante del volcán y En América, son coros narrativos en los que la gran ensayista, heredera de Walter Benjamin y de Isaiah Berlin, expande el territorio de la narrativa para incluir historia, filosofía, pasión personal, biografía, ensayo y fábula, todo ello inmerso en una conciencia del mundo que, mágicamente, excluye la conciencia autoral.
Hay un “yo” invisible en las novelas de Sontag y nada ilustra mejor este aserto que el “capítulo cero” de En América, la obertura casi operística de un “drama gioccoso”, que diría Mozart, en la que los personajes de la obra están todos presentes en una reunión espectral, atemporal, puramente imaginativa, a la cual asiste ese “yo” invisible que enseguida desaparecerá para dar curso a la obsesiva saga de los expatriados —que no inmigrantes— a una América que sólo inaugura su modernidad gracias a su extranjeridad —el flujo de Europa al Nuevo Mundo— y luego se incorpora a la derrota del olvido norteamericano, el país que quiere ser puro futuro.
Por eso Susan Sontag aterriza en América como un ave solitaria, bella y ligeramente amenazante, para decirle a sus compatriotas:
Recuerden.
La memoria propuesta por Sontag no es ajena a la incomodidad de saber que la insatisfacción es el motor de la energía y que la felicidad es sólo un instante fugaz, y no ese derecho beato prometido por los documentos de la fundación norteamericana. “Mi América se llama Europa”, declara Sontag con orgullo desafiante. El desafío es el de ampliar constantemente el horizonte de la cultura. Hallar la unidad posible sólo en virtud de una cultura multidimensional. Asumir la carga del pasado, y darle a todo ello forma literaria. Sontag, la narradora de ficciones, asume el descrédito de las viejas máximas de la crítica doméstica anglosajona (ejemplo: E. M. Forster en Aspectos de la novela). Sontag niega la buena educación de escribir novelas con inicio, mitad y fin. Y se suma, junto con sus amigos Juan Goytisolo y José Saramago (entre otros), a la creación de novelas de proceso y transición interminable…
Mi América se llama Europa”, dice la eminente ganadora del Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2003. Esa “vieja Europa” despreciada por lo que Susan Sontag denomina, sin titubeos, el fundamentalismo imperialista del gobierno de George W. Bush, “un presidente robot”, mera figura de una sociedad movida por la fuerza, la ambición y el lucro. Lo que Sontag denuncia es la mentira como velo de la violencia. Nos pide reflexionar sobre la violencia de quienes designan y deciden la realidad de la guerra. Lloremos juntos, dijo, el 11-S, pero no seamos estúpidos juntos. Estados Unidos es fuerte, pero tiene que ser algo más que “fuerte”. Tiene que ser una promesa con memoria, una libertad crítica, un derecho radicado en la humanidad de cada ciudadano. “Hay tanto que admirar. Hay tanto que deplorar”, dice esta mujer de tiempos múltiples, la Sontag moderna que nos describe, en El amante del volcán y En América, que la experiencia nacional sólo se intensifica mediante la experiencia universal. Y que un escritor no es lo que representa, sino lo que escribe.
Tuve muchos momentos de amistad con ella. Como co-jurados —conjurados— en el Festival Cinematográfico de Venecia del año 1967, cuando disputamos preferencias estéticas, ella favorable a Godard, Moravia a Pasolini y Juan Goytisolo y yo —montoneros hispánicos— a favor del, finalmente, premiado Buñuel. En las playas del Lido, Susan tenía por lectura ligera, de vacaciones, a Henry James. En los cafés de Manhattan, descubrió antes que nadie en América la gran novela de Italo Calvino Si una noche de invierno un viajero y me confió —alegría compartida— que “ésa es la novela que me hubiese gustado escribir”. Este sentimiento de la admiración y la sorpresa —la capacidad de descubrir y querer lo desconocido, prueba de juventud permanente— era habitual en ella y nos llevaba a sus amigos a leer lo que, sin ella, acaso hubiese pasado inadvertido. Recuerdo así su contagiosa lectura de Sebald, de Nádas, de Manea, de Kuzniewicz. El redescubrimiento de Rulfo, cuyo Pedro Páramo prologó.
La invité a participar en las conferencias acerca de la geografía de la novela en El Colegio Nacional de México donde, rodeada del entusiasmo del público y del amistoso calor de Juan Goytisolo, José Saramago, Sealtiel Alatriste y J. M. Coetzee, Sontag hizo un relato magistral de cómo puso en escena, en medio de los horrores de la guerra de Sarajevo, la obra de Samuel Beckett Esperando a Godot, y cómo, en una ciudad asediada, un teatro del asedio devolvía a los espectadores ese otro nombre de la acción que llamamos “esperanza”. La vi por última vez en Montreal el mes de marzo del 2004. Recuperada de dos batallas contra el cáncer, me dijo sonriendo: “Como en el beisbol, la tercera es la vencida. Three strikes and you are out”.
La “vencida” llegó con la Navidad del 2004. La noticia de su muerte me retrotrae a ese diálogo reciente en Montreal, cuando Susan culminó nuestra conversación sobre agendas de nuestro tiempo con una rotunda afirmación: “La condición femenina, el acceso de la mujer a la dignidad, al trabajo, a la ley, a la plena personalidad, será el tema central del siglo XXI”.
Recordé, escuchándola, viéndola transformada por la enfermedad, a la joven de 18 años que se atrevió a pedirle una entrevista a Thomas Mann en Los Ángeles y, ya frente a él, no supo qué decir. La admiración la rindió. Pero acaso un día, Susan recordó al Settembrini de La montaña mágica cuando nos dice que no hay gran literatura que no se refiera al sufrimiento y que no esté dispuesta, como literatura, a asistirnos, a apoyarnos ante el dolor.
Y acaso recuerdo para siempre algo que le debo al accidente del cine: la imagen de la niña Susan interpretando el papel de la fiera Pearl Chávez —ya de grande, Jennifer Jones— en la película Duelo al sol. Filmada en la Arizona de su infancia, la obra de King Vidor preserva para siempre la mirada melancólica de una niña morena, de cabellera larga con flores en el pelo.

MARÍA ZAMBRANO

Cuando, unánimemente, los miembros del jurado para el Premio Cervantes 1988 decidimos otorgarlo a María Zambrano, fue, sin duda, el extraordinario valor de su obra de pensadora, su prosa diáfana, su amplitud y profundidad temática, el carácter insustituible de sus libros, lo que nos motivó principalmente.
Otras consideraciones inmediatas saltaron, asimismo, a la vista. Ésta era la primera vez, en catorce ediciones, que se le daba el premio a una mujer. La primera vez, también, que se galardonaba el género del ensayo como forma principal de la escritura premiada.
Pablo Antonio Cuadra, recuerdo, añadió otra consideración: La trayectoria transatlántica de María Zambrano, sus años de exilio y su resistencia en las tierras mexicanas, cubanas y chilenas, nos permitían añadir que éste era un premio hispanoamericano. ¿No lo son, sin embargo, todos los premios para todos los libros escritos en nuestra lengua? El concepto de la “literatura mundial” de Goethe empieza a ser no sólo ideal, sino realidad en nuestro tiempo. Las reducciones literarias, como las misiones jesuitas en el Paraguay, pueden salvar a algunas buenas almas (en este caso, las del nacionalismo literario) pero a costa del aislamiento y, finalmente, de la muerte. Cultura aislada es cultura muerta. Sólo el contacto vivifica. Atenas se muere de curiosidad, y vive. Tenochtitlan vive de terror, y muere.
¿Existen, estrictamente, literaturas española, mexicana o venezolana? El siglo pasado, Giuseppe de Sanctis hubiese dicho que sí: la historia de la literatura es una serie de historias nacionales. En los tiempos actuales de comunicaciones masivas e instantáneas, interdependencias de toda suerte y adelantos tan maravillosos en ocasiones como detestables en otras, no quedan provincias literarias que puedan gozar de autarquía. Las Albanias literarias pierden todo sentido cuando es la literatura misma, en todas partes, la que constantemente pierde territorios, novedades, antiguos privilegios que le han sido arrebatados, sin muchos miramientos, por cine, televisión, periodismo, medios masivos… Así como nadie escribe ya cartas si cuenta con un teléfono, nadie lee novelas si puede verlas gracias a su antena parabólica.
La necesidad de potenciar el pensamiento, la imaginación y el lenguaje escritos se vuelve, en estas circunstancias, algo más que casual, algo más que fatal: se convierte en algo necesario. ¿Qué puede decirse mediante la literatura que no puede decirse de ninguna otra manera? La verdad de un solo corazón o de una sola aldea, claro que sí, pero postulado, más allá de ese corazón o de esa aldea, como eso que de María Zambrano decimos todos: como un texto insustituible, que persuada por ser escritura, no porque pertenezca a tal o cual geografía.
Desacreditada la referencia nacional de la literatura, resalta aún más la necesidad de potenciar el texto por otros medios. Entonces sí que la lengua en que el texto está escrito se convierte en el puente entre un solo corazón y muchos corazones. Entonces sí que para potenciar el texto hay que potenciar la lengua en que está escrito. La nuestra es el castellano y escribiendo en español, aunque seamos mexicanos, argentinos o extremeños, encontramos el territorio inicial que nos une en vez de dividirnos; que nos relaciona en vez de aislarnos.
Nuestra participación en la literatura mundial tiene que partir de nuestra identificación dentro del área lingüística común del castellano. Quizás, algún día, vayamos más allá de este signo verbal. Por lo pronto, ni la provincia ni el cosmos, sino una patria común de la imaginación y del pensamiento dichos en español. Y esto no sólo vale para nosotros, sino para las demás áreas lingüísticas. El poderoso idioma inglés contemporáneo incluye al británico Bruce Chatwin, al indostánico Salman Rushdie, al trinitario Derek Walcott, a la sudafricana Nadine Gordimer, al nigeriano Wole Soyinka… El género novelístico, visto con un prisma nacional, resulta pobre: no hay más de dos o tres figuras, a veces ninguna, en cada nación. Pero, internacionalmente, es posible observar una de las constelaciones más brillantes de la historia narrativa: de Grass a García Márquez a Goytisolo, de Kundera a Konrad, de Joan Didion a Anita Desai…
La obra de María Zambrano no sólo enfoca la visión de nuestra comunidad lingüística y de su capacidad para imaginar y para pensar en español. Además, hace de esta virtud re-ligadora (religiosa en este sentido) una actividad política (en el sentido, también, de reunir, religar, revelar la relación entre las cosas, las asociaciones posibles y los parentescos olvidados). Lenguaje, pensamiento e imaginación, inseparables en su obra, poseen para mí, hispanoamericano como ella, una significación muy especial. La figura central del pensamiento de Zambrano se llama Antígona. Y sin Antígona “el proceso trágico de la familia y de la ciudad no hubiera podido proseguir, ni arrojar su sentido”.
Esta lectura de Zambrano devuelve a nuestra literatura (lenguaje, imaginación, pensamiento) la resonancia trágica de la cual, sobre todo de nuestro lado americano del Atlántico, ha carecido. Bautizados por la utopía —la imaginación de América importa más que su descubrimiento—, hemos sido los huérfanos más abandonados de la Tragedia. Si el mundo moderno se despojó del pensamiento trágico para consagrar un optimismo beato (y barato) del progreso y la felicidad, en América evocar la tragedia es traicionar nuestra acta de fundación, que es la Utopía.
Hemos querido ganar el tiempo mediante la negación (u-topos) de un espacio que nos agobia (“¡Se los tragó la selva!”). Por ello, hemos corrido el riesgo de perder ambos. Todo lenguaje, nos propone Bajtin, es una cronotopía. La dimensión temporal de esta ecuación, nos recuerda María Zambrano, se pierde sin la Tragedia, porque sólo ella nos permite darle valor al tiempo, transformando la experiencia en conocimiento. Si esto se entiende (y se vive), los medios de comunicación masiva constituyen tan sólo (y qué bien que así sea) el reino de la información. Pero el dominio (y el demonio) de la experiencia transmutada en conocimiento es el de la literatura. Y su paso necesario (ni casual, ni fatal: otra vez necesario) es la Tragedia, que elimina el simplismo maniqueo (bueno o malo: conflicto de virtudes, tan cómodo para los medios de información y diversión) y se instala en el conflicto de valores: tanto Antígona y su valor, que es la familia, como Creonte y su valor, que es la ciudad, tienen razón. Por eso es trágico el conflicto, porque las dos partes son justas. El melodrama le pertenece a Dallas, a Dynasty y a veces al teatro político: qué bien. La tragedia le pertenece a Sófocles y a quienes saben transformar la experiencia en conocimiento: Kafka, Faulkner, Broch, Beckett, contemporáneamente. Y esta singular pareja: María Zambrano y su hermana Antígona.
La literatura de la América española, engolosinada con su promesa utópica (ruiseñor y albatros de nuestra historia) rara vez ha frisado la cronotopía de la Tragedia. Quizá sólo los poetas, Vallejo, Neruda y Lezama, narrador también en su Paradiso y, en su laberinto, el general de García Márquez. María Zambrano nos recuerda a todos los que escribimos en español que corremos el riesgo de disfrazar la destrucción con la Utopía. Pues nuestro engolosinamiento con la catástrofe histórica puede ser el reverso de la medalla utópica. Un desastre seguido de la ilusión que nos impide juzgar la experiencia y convertirla en conocimiento, ¿Cuánto tiempo antes de que la ilusión engendre su propia destrucción? Nada, minutos apenas antes de que ambas —la violencia y la quimera— caigan en ese abismo que rodea a la ciudad que se llama, dice Zambrano, el Caos. Una palabra sin plural.
Pues de eso se trata, finalmente. De construir la Ciudad, y ni el clamor perpetuo sobre la catástrofe, ni su espasmódico trueque por la ilusión, pueden sustituir el trabajo de la Tragedia, que es conflicto de valores, conflicto antagónico y antigónico en el que las partes no se aniquilan unas a otras, sino que se resuelven la una en la otra: familia y ciudad en Antígona, hombre y dios en Prometeo… Y si éste es devorado por haber usado su libertad, ¿sería más libre, se pregunta Max Scheler, si no la hubiese empleado? Y si Antígona cae en los infiernos, añade Zambrano, ¿viviría en un paraíso si careciese de su tumba y de su soledad? Antígona, nos da a entender nuestra escritora, se ha ganado el tiempo para vivir su muerte. Ello supone que se ha ganado también, antes o después de su muerte, el tiempo para morir su vida.
La obra de María Zambrano nos deslumbra porque nos revela que a partir de nuestra lengua podemos llegar al nivel auténtico de la imaginación y, finalmente, del conocimiento, que trascienden pero no anulan, jamás, al lenguaje mismo. Restaurando el pensamiento trágico que le da tiempo a nuestra experiencia lingüística para convertirse en conocimiento, María Zambrano y su hermana Antígona nos religan, nos poetizan y nos salvan a todos del desastre, éste sí irredento porque es lineal y mata a sus propios tiempos, de un progreso ciego y autocomplaciente.
María Zambrano restaura las “eras imaginarias” —otra vez Lezama— de una civilización —la nuestra— a fin de ofrecernos una plenitud que no necesita reducir o sacrificar ninguno de sus componentes: lengua, pensamiento, imaginación. Ningún espacio: el de una ciudad, un mar o una tumba. Ningún tiempo: el de una experiencia y su ritmo lingüístico propio para llegar a ser conocimiento.
Sentada en la soledad oscura de su piso madrileño en el que los árboles le pintan luz al sol y el sol, a pesar de todo, se abre paso a ese “estado de sueño” que era, para Zambrano, “estado inicial de nuestra vida”.
Para ella, se abandona el sueño para darle paso a la vigilia. ¿Qué sucede en el sueño para que de él nazca la vigilia? En el sueño no nos hacemos preguntas. Nunca disentimos. Nunca “pensamos”. En sueños “no existe el tiempo… Al despertar nos asalta el tiempo”. Y ya en el tiempo, convertimos en pasado lo que nos pasa. De lo contrario, todo nos sería contemporáneo y la vida sería una pesadilla. ¿Necesitamos, por esto, al sueño para obtener una semblanza, al despertar, de la sucesión del tiempo? ¿Es el sueño la compensación de la simultaneidad temporal?, le pregunto a Zambrano la tarde en que la visité en Madrid.
La pregunta me importa porque la condición misma de la novela moderna ha consistido en proponer lo imposible: la simultaneidad —Woolf, Faulkner— contra la sucesión. Entender lo imposible. Saber de antemano que va a fracasar. ¿Es una consolación para esto la filosofía?
No sé si Zambrano me responde con lástima, con incertidumbre o con simple verdad:
En sueños no se puede hacer nada.
¿En qué momento se puede entonces hacer? ¿Al despertar?
Exiliada tras la muerte de “la República niña”, peregrina de México y Cuba, París y el Jura, al cabo reintegrada a España, María Zambrano nos dio a todos una lección. Ella hizo este viaje, no para recuperar el pasado, sino para volver a nacer. Ni nostalgia ni esperanza, sino un reconocimiento del hombre occidental que disipe lo que se ha perdido.
Tarea enorme esta que propuso Zambrano, porque al cabo le niega inocencia a los que ya son, luego a ella misma —pero le abre paso a lo que sigue, a lo que viene, a la pobreza que se requiere para seguir naciendo.
Ha recordado, otra vez, esta lección de María Zambrano en mi propio país, México, donde una élite fatigada (soy parte de ella) es incapaz de diseñar el porvenir de una población de gente joven: la mitad de la nación, portadora de ideas, confrontamientos y soluciones que ni siquiera adivinamos. El mundo, recordaba ella, era “oficialmente” idealista, pues el idealismo puede ser una barrera a la verdad inquietante, resuelta, conflictiva, buscona…
¿Y necesaria? —le pregunto.
La libertad sólo se encuentra a través de la necesidad.
¿Y la literatura?
María Zambrano no me contestó. La visito en un gran apartamento madrileño, arbolado en la calle, oscuro en el mediodía, donde ella parece esperar algo —todo, nada— sentada en la penumbra.




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