Dos mujeres por conocer
SUSAN SONTAG
Conocí a
Susan Sontag una asoleada tarde de julio de 1963 en Nueva York. Mi
editor norteamericano, Roger Straus (desaparecido en 2004), me invitó
a comer al hotel Stanhope, en la Quinta Avenida. Por ser día de
calor, el hotel había dispuesto un café al aire libre en la acera
frente al Museo Metropolitano. Busqué la cabeza blanca y rizada de
Straus, un hombre seductor, con un toque de dandy neoyorquino de los
años treinta, una risa domeñada y una mirada traviesa. Al terminar
la Segunda Guerra Mundial, Roger había fundado la firma Farrar &
Straus y se había distinguido, rara
avis,
por la atención prestada a autores extranjeros. La nueva literatura
italiana era su terreno preferido (Moravia, Silone, Morante, Pavese,
Levi), pero su interés por Latinoamérica fue iniciático. Fue
Straus quien rescató del anonimato a la chilena María Luisa Bombal
y redescubrió para la lengua inglesa al brasileño Machado de Assis,
además de encargarse de las ediciones populares de Alejo Carpentier.
Ahora entraba yo a la legión
literaria de Straus, pero él, aquel caluroso día de verano, me
preparaba una singular sorpresa: conocer a Susan Sontag, que jamás
pertenecería a legión alguna, pues era dueña de una individualidad
que, pronto lo supe, era el ancla profunda y poderosa de su enorme
capacidad para llegar con entereza intelectual a los dominios
compartidos: la comunidad, la sociedad, la polis, los otros.
Parecía una heroína bíblica.
Muy alta. Muy morena. Larga cabellera negra. Sonrisa como un regalo
—que no una concesión— de su fundamental seriedad. Ojos negros y
perpetuamente interrogantes. Y el cerebro más rápido e
intransigente que me ha cabido, en vida, conocer. No fue casual que
su primera pregunta, al sentarme con ella y Straus, fue: “¿Qué
opinas de la relación entre Hegel y Feuerbach?”. Esto, que en otra
persona hubiera infundido pavor a quien lo escuchase, no dejó, en
efecto, de alarmarme, si no me hubiese dado cuenta en el acto de que
Susan Sontag planteaba toda la relación de amistad a partir del
respeto y el desafío a la inteligencia del otro. No se trataba, en
realidad, de hablar de dos filósofos alemanes, sino de establecer de
inmediato el nivel de la amistad como una forma de la inteligencia. O
viceversa.
Que ese inmenso talento de
Susan Sontag no se detenía en la razón, sino que comprendía al
corazón, lo llegué a entender a lo largo de una amistad que, si no
fue todo lo frecuente que yo hubiese deseado, siempre fue estelar, un
verdadero collar de discretas joyas llamadas imaginación,
información, curiosidad, calor humano y, sobre todo, la convicción
profunda de que la literatura es el aposento de una sensibilidad
verbal sin la cual desertamos el don mayor de los seres humanos:
comunicarnos con palabras. Porque cuando mueren las palabras
sobreviene la “selva salvaje” de la violencia, la ignorancia y la
guerra de todos contra todos.
No minimizo la producción
literaria de Sontag si recuerdo que este humanismo verbal propio de
su perfil la pinta de cuerpo entero. Susan estuvo presente en Vietnam
para denunciar el error de una guerra y en Sarajevo para averiguar el
horror de otra. Su batalla política final la dio contra el gobierno
de George W. Bush y los peligros de una política externa producto de
la ignorancia, la soberbia y el peligro de suprimir, en el propio
Estados Unidos, las libertades públicas. Fue la primera y más
fuerte de los intelectuales del norte contra la pandilla de la Casa
Blanca y las teorías suicidas del unilateralismo y la guerra
preventiva.
La
inteligencia ciudadana de Susan Sontag hubiese bastado para acreditar
su importancia moral. Ello no bastaría, sin embargo, para olvidar
que, ante todo, Susan fue una de las mayores voces intelectuales de
América y del mundo. Y seguramente, una de las más renovadoras. Su
gran aporte consistió en revelar el valor de lo popular, la
importancia de lo que parecería menos importante, el cine, la moda,
la cursilería, el camp, la relevancia de lo marginal, excéntrico,
perecedero, las obras del tiempo en su sentido más radical. Cuando
la eternidad se mueve, la llamamos tiempo, escribió Platón. Ese
movimiento del tiempo, la certeza de que la inmortalidad no se sabe
inmortal y de que nuestras vidas se disminuyen si dejan pasar, con
aire solemne, las mil y una diversiones de la vida cotidiana, son
temas que le dieron una originalidad necesaria a obras como Contra
la interpretación
y La
voluntad radical.
Sontag, dentro de la caverna de
Platón, veía la proyección del cine de Fassbinder y de Ichikawa,
del arte de Warhol y de los ensayos de Barthes.
Pero hubo un momento en el que
Sontag entró de lleno en temas que claman nuestra atención y no la
obtienen, entre otros motivos, porque carecen de atractivo estético.
La enfermedad en general. Y el sida en particular. Metáforas del mal
que quisiéramos ocultar en sombra y nombrar en silencio, Sontag las
llevó a la luz pública, a la reflexión humanista, a la revelación.
Consciente de que el dolor requiere un lenguaje, Sontag le dio las
palabras indispensables a las enfermedades silenciadas, trátese de
la tuberculosis ayer o del sida hoy.
Lo hizo con
el valor y el tacto con que esta admirable mujer empleaba el
lenguaje. Su mayor orgullo literario era ser novelista. El
benefactor, Estuche de muerte, Yo, etcétera, El amante del volcán
y En
América
son obras de extrema fidelidad al credo de Sontag: la literatura es
la reserva primaria de la sensibilidad.
“Sontag”
quiere decir “Domingo”. Pero el día de Susan Sontag no es
jornada de reposo, ni día del Señor. Es día de Luz. Y si escribo
la palabra con ele mayúscula es porque esta mujer victoriosa,
vencedora de la enfermedad, expatriada de la muerte, americana
universal, pensadora insatisfecha, crítica de su patria cuando
Estados Unidos se traiciona a sí mismo, hermana de las incontables
víctimas de la violencia histórica, pensadora del pasado para
entender mejor el presente, definitiva definitoria de la
“interpretación” de la modernidad, es, sobre todo, novelista.
¿Qué clase
de novelista? En la gran línea de Hermann Broch, polifónica. El
amante del volcán
y En
América,
son coros narrativos en los que la gran ensayista, heredera de Walter
Benjamin y de Isaiah Berlin, expande el territorio de la narrativa
para incluir historia, filosofía, pasión personal, biografía,
ensayo y fábula, todo ello inmerso en una conciencia del mundo que,
mágicamente, excluye la conciencia autoral.
Hay un “yo”
invisible en las novelas de Sontag y nada ilustra mejor este aserto
que el “capítulo cero” de En
América,
la obertura casi operística de un “drama gioccoso”, que diría
Mozart, en la que los personajes de la obra están todos presentes en
una reunión espectral, atemporal, puramente imaginativa, a la cual
asiste ese “yo” invisible que enseguida desaparecerá para dar
curso a la obsesiva saga de los expatriados —que no inmigrantes—
a una América que sólo inaugura su modernidad gracias a su
extranjeridad —el flujo de Europa al Nuevo Mundo— y luego se
incorpora a la derrota del olvido norteamericano, el país que quiere
ser puro futuro.
Por eso Susan Sontag aterriza
en América como un ave solitaria, bella y ligeramente amenazante,
para decirle a sus compatriotas:
—Recuerden.
La memoria
propuesta por Sontag no es ajena a la incomodidad de saber que la
insatisfacción es el motor de la energía y que la felicidad es sólo
un instante fugaz, y no ese derecho beato prometido por los
documentos de la fundación norteamericana. “Mi América se llama
Europa”, declara Sontag con orgullo desafiante. El desafío es el
de ampliar constantemente el horizonte de la cultura. Hallar la
unidad posible sólo en virtud de una cultura multidimensional.
Asumir la carga del pasado, y darle a todo ello forma literaria.
Sontag, la narradora de ficciones, asume el descrédito de las viejas
máximas de la crítica doméstica anglosajona (ejemplo: E. M.
Forster en Aspectos
de la novela).
Sontag niega la buena educación de escribir novelas con inicio,
mitad y fin. Y se suma, junto con sus amigos Juan Goytisolo y José
Saramago (entre otros), a la creación de novelas de proceso y
transición interminable…
“Mi
América se llama Europa”, dice la eminente ganadora del Premio
Príncipe de Asturias de las Letras 2003. Esa “vieja Europa”
despreciada por lo que Susan Sontag denomina, sin titubeos, el
fundamentalismo imperialista del gobierno de George W. Bush, “un
presidente robot”, mera figura de una sociedad movida por la
fuerza, la ambición y el lucro. Lo que Sontag denuncia es la mentira
como velo de la violencia. Nos pide reflexionar sobre la violencia de
quienes designan y deciden la realidad de la guerra. Lloremos juntos,
dijo, el 11-S, pero no seamos estúpidos juntos. Estados Unidos es
fuerte, pero tiene que ser algo más que “fuerte”. Tiene que ser
una promesa con memoria, una libertad crítica, un derecho radicado
en la humanidad de cada ciudadano. “Hay tanto que admirar. Hay
tanto que deplorar”, dice esta mujer de tiempos múltiples, la
Sontag moderna que nos describe, en El
amante del volcán
y En
América,
que la experiencia nacional sólo se intensifica mediante la
experiencia universal. Y que un escritor no es lo que representa,
sino lo que escribe.
Tuve muchos
momentos de amistad con ella. Como co-jurados —conjurados— en el
Festival Cinematográfico de Venecia del año 1967, cuando disputamos
preferencias estéticas, ella favorable a Godard, Moravia a Pasolini
y Juan Goytisolo y yo —montoneros hispánicos— a favor del,
finalmente, premiado Buñuel. En las playas del Lido, Susan tenía
por lectura ligera, de vacaciones, a Henry James. En los cafés de
Manhattan, descubrió antes que nadie en América la gran novela de
Italo Calvino Si
una noche de invierno un viajero
y me confió —alegría compartida— que “ésa es la novela que
me hubiese gustado escribir”. Este sentimiento de la admiración y
la sorpresa —la capacidad de descubrir y querer lo desconocido,
prueba de juventud permanente— era habitual en ella y nos llevaba a
sus amigos a leer lo que, sin ella, acaso hubiese pasado inadvertido.
Recuerdo así su contagiosa lectura de Sebald, de Nádas, de Manea,
de Kuzniewicz. El redescubrimiento de Rulfo, cuyo Pedro
Páramo
prologó.
La invité a
participar en las conferencias acerca de la geografía de la novela
en El Colegio Nacional de México donde, rodeada del entusiasmo del
público y del amistoso calor de Juan Goytisolo, José Saramago,
Sealtiel Alatriste y J. M. Coetzee, Sontag hizo un relato magistral
de cómo puso en escena, en medio de los horrores de la guerra de
Sarajevo, la obra de Samuel Beckett Esperando
a Godot,
y cómo, en una ciudad asediada, un teatro del asedio devolvía a los
espectadores ese otro nombre de la acción que llamamos “esperanza”.
La vi por última vez en Montreal el mes de marzo del 2004.
Recuperada de dos batallas contra el cáncer, me dijo sonriendo:
“Como en el beisbol, la tercera es la vencida. Three
strikes and you are out”.
La “vencida” llegó con la
Navidad del 2004. La noticia de su muerte me retrotrae a ese diálogo
reciente en Montreal, cuando Susan culminó nuestra conversación
sobre agendas de nuestro tiempo con una rotunda afirmación: “La
condición femenina, el acceso de la mujer a la dignidad, al trabajo,
a la ley, a la plena personalidad, será el tema central del siglo
XXI”.
Recordé,
escuchándola, viéndola transformada por la enfermedad, a la joven
de 18 años que se atrevió a pedirle una entrevista a Thomas Mann en
Los Ángeles y, ya frente a él, no supo qué decir. La admiración
la rindió. Pero acaso un día, Susan recordó al Settembrini de La
montaña mágica
cuando nos dice que no hay gran literatura que no se refiera al
sufrimiento y que no esté dispuesta, como literatura, a asistirnos,
a apoyarnos ante el dolor.
Y acaso
recuerdo para siempre algo que le debo al accidente del cine: la
imagen de la niña Susan interpretando el papel de la fiera Pearl
Chávez —ya de grande, Jennifer Jones— en la película Duelo
al sol.
Filmada en la Arizona de su infancia, la obra de King Vidor preserva
para siempre la mirada melancólica de una niña morena, de cabellera
larga con flores en el pelo.
MARÍA ZAMBRANO
Cuando, unánimemente, los
miembros del jurado para el Premio Cervantes 1988 decidimos otorgarlo
a María Zambrano, fue, sin duda, el extraordinario valor de su obra
de pensadora, su prosa diáfana, su amplitud y profundidad temática,
el carácter insustituible de sus libros, lo que nos motivó
principalmente.
Otras consideraciones
inmediatas saltaron, asimismo, a la vista. Ésta era la primera vez,
en catorce ediciones, que se le daba el premio a una mujer. La
primera vez, también, que se galardonaba el género del ensayo como
forma principal de la escritura premiada.
Pablo Antonio Cuadra, recuerdo,
añadió otra consideración: La trayectoria transatlántica de María
Zambrano, sus años de exilio y su resistencia en las tierras
mexicanas, cubanas y chilenas, nos permitían añadir que éste era
un premio hispanoamericano. ¿No lo son, sin embargo, todos los
premios para todos los libros escritos en nuestra lengua? El concepto
de la “literatura mundial” de Goethe empieza a ser no sólo
ideal, sino realidad en nuestro tiempo. Las reducciones literarias,
como las misiones jesuitas en el Paraguay, pueden salvar a algunas
buenas almas (en este caso, las del nacionalismo literario) pero a
costa del aislamiento y, finalmente, de la muerte. Cultura aislada es
cultura muerta. Sólo el contacto vivifica. Atenas se muere de
curiosidad, y vive. Tenochtitlan vive de terror, y muere.
¿Existen, estrictamente,
literaturas española, mexicana o venezolana? El siglo pasado,
Giuseppe de Sanctis hubiese dicho que sí: la historia de la
literatura es una serie de historias nacionales. En los tiempos
actuales de comunicaciones masivas e instantáneas, interdependencias
de toda suerte y adelantos tan maravillosos en ocasiones como
detestables en otras, no quedan provincias literarias que puedan
gozar de autarquía. Las Albanias literarias pierden todo sentido
cuando es la literatura misma, en todas partes, la que constantemente
pierde territorios, novedades, antiguos privilegios que le han sido
arrebatados, sin muchos miramientos, por cine, televisión,
periodismo, medios masivos… Así como nadie escribe ya cartas si
cuenta con un teléfono, nadie lee novelas si puede verlas gracias a
su antena parabólica.
La necesidad de potenciar el
pensamiento, la imaginación y el lenguaje escritos se vuelve, en
estas circunstancias, algo más que casual, algo más que fatal: se
convierte en algo necesario. ¿Qué puede decirse mediante la
literatura que no puede decirse de ninguna otra manera? La verdad de
un solo corazón o de una sola aldea, claro que sí, pero postulado,
más allá de ese corazón o de esa aldea, como eso que de María
Zambrano decimos todos: como un texto insustituible, que persuada por
ser escritura, no porque pertenezca a tal o cual geografía.
Desacreditada la referencia
nacional de la literatura, resalta aún más la necesidad de
potenciar el texto por otros medios. Entonces sí que la lengua en
que el texto está escrito se convierte en el puente entre un solo
corazón y muchos corazones. Entonces sí que para potenciar el texto
hay que potenciar la lengua en que está escrito. La nuestra es el
castellano y escribiendo en español, aunque seamos mexicanos,
argentinos o extremeños, encontramos el territorio inicial que nos
une en vez de dividirnos; que nos relaciona en vez de aislarnos.
Nuestra participación en la
literatura mundial tiene que partir de nuestra identificación dentro
del área lingüística común del castellano. Quizás, algún día,
vayamos más allá de este signo verbal. Por lo pronto, ni la
provincia ni el cosmos, sino una patria común de la imaginación y
del pensamiento dichos en español. Y esto no sólo vale para
nosotros, sino para las demás áreas lingüísticas. El poderoso
idioma inglés contemporáneo incluye al británico Bruce Chatwin, al
indostánico Salman Rushdie, al trinitario Derek Walcott, a la
sudafricana Nadine Gordimer, al nigeriano Wole Soyinka… El género
novelístico, visto con un prisma nacional, resulta pobre: no hay más
de dos o tres figuras, a veces ninguna, en cada nación. Pero,
internacionalmente, es posible observar una de las constelaciones más
brillantes de la historia narrativa: de Grass a García Márquez a
Goytisolo, de Kundera a Konrad, de Joan Didion a Anita Desai…
La obra de María Zambrano no
sólo enfoca la visión de nuestra comunidad lingüística y de su
capacidad para imaginar y para pensar en español. Además, hace de
esta virtud re-ligadora (religiosa en este sentido) una actividad
política (en el sentido, también, de reunir, religar, revelar la
relación entre las cosas, las asociaciones posibles y los
parentescos olvidados). Lenguaje, pensamiento e imaginación,
inseparables en su obra, poseen para mí, hispanoamericano como ella,
una significación muy especial. La figura central del pensamiento de
Zambrano se llama Antígona. Y sin Antígona “el proceso trágico
de la familia y de la ciudad no hubiera podido proseguir, ni arrojar
su sentido”.
Esta lectura de Zambrano
devuelve a nuestra literatura (lenguaje, imaginación, pensamiento)
la resonancia trágica de la cual, sobre todo de nuestro lado
americano del Atlántico, ha carecido. Bautizados por la utopía —la
imaginación de América importa más que su descubrimiento—, hemos
sido los huérfanos más abandonados de la Tragedia. Si el mundo
moderno se despojó del pensamiento trágico para consagrar un
optimismo beato (y barato) del progreso y la felicidad, en América
evocar la tragedia es traicionar nuestra acta de fundación, que es
la Utopía.
Hemos
querido ganar el tiempo mediante la negación (u-topos)
de un espacio que nos agobia (“¡Se los tragó la selva!”). Por
ello, hemos corrido el riesgo de perder ambos. Todo lenguaje, nos
propone Bajtin, es una cronotopía. La dimensión temporal de esta
ecuación, nos recuerda María Zambrano, se pierde sin la Tragedia,
porque sólo ella nos permite darle valor al tiempo, transformando la
experiencia en conocimiento. Si esto se entiende (y se vive), los
medios de comunicación masiva constituyen tan sólo (y qué bien que
así sea) el reino de la información. Pero el dominio (y el demonio)
de la experiencia transmutada en conocimiento es el de la literatura.
Y su paso necesario (ni casual, ni fatal: otra vez necesario) es la
Tragedia, que elimina el simplismo maniqueo (bueno o malo: conflicto
de virtudes, tan cómodo para los medios de información y diversión)
y se instala en el conflicto de valores: tanto Antígona y su valor,
que es la familia, como Creonte y su valor, que es la ciudad, tienen
razón. Por eso es trágico el conflicto, porque las dos partes son
justas. El melodrama le pertenece a Dallas,
a Dynasty
y a veces al teatro político: qué bien. La tragedia le pertenece a
Sófocles y a quienes saben transformar la experiencia en
conocimiento: Kafka, Faulkner, Broch, Beckett, contemporáneamente. Y
esta singular pareja: María Zambrano y su hermana Antígona.
La
literatura de la América española, engolosinada con su promesa
utópica (ruiseñor y albatros de nuestra historia) rara vez ha
frisado la cronotopía de la Tragedia. Quizá sólo los poetas,
Vallejo, Neruda y Lezama, narrador también en su Paradiso
y, en su laberinto, el general de García Márquez. María Zambrano
nos recuerda a todos los que escribimos en español que corremos el
riesgo de disfrazar la destrucción con la Utopía. Pues nuestro
engolosinamiento con la catástrofe histórica puede ser el reverso
de la medalla utópica. Un desastre seguido de la ilusión que nos
impide juzgar la experiencia y convertirla en conocimiento, ¿Cuánto
tiempo antes de que la ilusión engendre su propia destrucción?
Nada, minutos apenas antes de que ambas —la violencia y la quimera—
caigan en ese abismo que rodea a la ciudad que se llama, dice
Zambrano, el Caos. Una palabra sin plural.
Pues de eso se trata,
finalmente. De construir la Ciudad, y ni el clamor perpetuo sobre la
catástrofe, ni su espasmódico trueque por la ilusión, pueden
sustituir el trabajo de la Tragedia, que es conflicto de valores,
conflicto antagónico y antigónico en el que las partes no se
aniquilan unas a otras, sino que se resuelven la una en la otra:
familia y ciudad en Antígona, hombre y dios en Prometeo… Y si éste
es devorado por haber usado su libertad, ¿sería más libre, se
pregunta Max Scheler, si no la hubiese empleado? Y si Antígona cae
en los infiernos, añade Zambrano, ¿viviría en un paraíso si
careciese de su tumba y de su soledad? Antígona, nos da a entender
nuestra escritora, se ha ganado el tiempo para vivir su muerte. Ello
supone que se ha ganado también, antes o después de su muerte, el
tiempo para morir su vida.
La obra de María Zambrano nos
deslumbra porque nos revela que a partir de nuestra lengua podemos
llegar al nivel auténtico de la imaginación y, finalmente, del
conocimiento, que trascienden pero no anulan, jamás, al lenguaje
mismo. Restaurando el pensamiento trágico que le da tiempo a nuestra
experiencia lingüística para convertirse en conocimiento, María
Zambrano y su hermana Antígona nos religan, nos poetizan y nos
salvan a todos del desastre, éste sí irredento porque es lineal y
mata a sus propios tiempos, de un progreso ciego y autocomplaciente.
María Zambrano restaura las
“eras imaginarias” —otra vez Lezama— de una civilización —la
nuestra— a fin de ofrecernos una plenitud que no necesita reducir o
sacrificar ninguno de sus componentes: lengua, pensamiento,
imaginación. Ningún espacio: el de una ciudad, un mar o una tumba.
Ningún tiempo: el de una experiencia y su ritmo lingüístico propio
para llegar a ser conocimiento.
Sentada en la soledad oscura de
su piso madrileño en el que los árboles le pintan luz al sol y el
sol, a pesar de todo, se abre paso a ese “estado de sueño” que
era, para Zambrano, “estado inicial de nuestra vida”.
Para ella, se abandona el sueño
para darle paso a la vigilia. ¿Qué sucede en el sueño para que de
él nazca la vigilia? En el sueño no nos hacemos preguntas. Nunca
disentimos. Nunca “pensamos”. En sueños “no existe el tiempo…
Al despertar nos asalta el tiempo”. Y ya en el tiempo, convertimos
en pasado lo que nos pasa. De lo contrario, todo nos sería
contemporáneo y la vida sería una pesadilla. ¿Necesitamos, por
esto, al sueño para obtener una semblanza, al despertar, de la
sucesión del tiempo? ¿Es el sueño la compensación de la
simultaneidad temporal?, le pregunto a Zambrano la tarde en que la
visité en Madrid.
La pregunta me importa porque
la condición misma de la novela moderna ha consistido en proponer lo
imposible: la simultaneidad —Woolf, Faulkner— contra la sucesión.
Entender lo imposible. Saber de antemano que va a fracasar. ¿Es una
consolación para esto la filosofía?
No sé si Zambrano me responde
con lástima, con incertidumbre o con simple verdad:
—En sueños
no se puede hacer nada.
—¿En qué
momento se puede entonces hacer? ¿Al despertar?
Exiliada tras la muerte de “la
República niña”, peregrina de México y Cuba, París y el Jura,
al cabo reintegrada a España, María Zambrano nos dio a todos una
lección. Ella hizo este viaje, no para recuperar el pasado, sino
para volver a nacer. Ni nostalgia ni esperanza, sino un
reconocimiento del hombre occidental que disipe lo que se ha perdido.
Tarea enorme esta que propuso
Zambrano, porque al cabo le niega inocencia a los que ya son, luego a
ella misma —pero le abre paso a lo que sigue, a lo que viene, a la
pobreza que se requiere para seguir naciendo.
Ha recordado, otra vez, esta
lección de María Zambrano en mi propio país, México, donde una
élite fatigada (soy parte de ella) es incapaz de diseñar el
porvenir de una población de gente joven: la mitad de la nación,
portadora de ideas, confrontamientos y soluciones que ni siquiera
adivinamos. El mundo, recordaba ella, era “oficialmente”
idealista, pues el idealismo puede ser una barrera a la verdad
inquietante, resuelta, conflictiva, buscona…
—¿Y
necesaria? —le pregunto.
—La
libertad sólo se encuentra a través de la necesidad.
—¿Y la
literatura?
María Zambrano no me contestó.
La visito en un gran apartamento madrileño, arbolado en la calle,
oscuro en el mediodía, donde ella parece esperar algo —todo, nada—
sentada en la penumbra.
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