viernes, 5 de mayo de 2017

SELECCIÓN DE CUENTOS (CUENTOS COMPLETOS PUBLICADOS EN PERIÓDICOS) Rubén Darío.

MOVIMIENTO LITERARIO: MODERNISMO.
AUTOR: RUBÉN DARÍO CC PRÍNCIPE DE LAS LETRAS CASTELLANAS.
BETÚN Y SANGRE

Todas las mañanas al cantar el alba, saltaba de su pequeño lecho, como un gorrión alegre que deja el nido. Haciendo trompeta con la boca, se empezó a vestir ese día, recorriendo todos los aires que echan al viento por las calles de la ciudad los organillos ambulantes. Se puso las grandes medias de mujer que le había regalado una sirvienta de casa rica, los calzones de casimir a cuadros que le ganó al gringo del hotel, por limpiarle las botas todos los días durante una semana, la camisa remendada, la chaqueta de dril, los zapatos que sonreían por varios lados. Se lavó en una palangana de lata que llenó de agua fresca. Por un ventanillo entraba un haz de rayos de sol que iluminaba el cuartucho destartalado, el catre cojo de la vieja abuela, a quien él, Periquín, llamaba "mamá"; el baúl antiguo forrado de cuero y claveteado de tachuelas de cobre, las estampas, cromos y retratos de santos, San Rafael Arcángel, San Jorge, el Corazón de Jesús, y una oración contra la peste, en un marquito, impresa en un papel arrugado y amarillo por el tiempo. Concluido el tocado, gritó:
–¡Mamá, mi café!
Entró la anciana rezongando, con la taza llena del brebaje negro y un pequeño panecillo. El muchacho bebía a gordos tragos y mascaba a dos carrillos, en tanto que oía las recomendaciones:
–Pagas los chorizos donde la Braulia. ¡Cuidado con andar retozando! Pagas en la carpintería del Canche la pata de la silla, que cuesta real y medio.
¡No te pares en el camino con la boca abierta! Y compras la cecina y traes el chile para el chojín. Luego, con una gran voz dura, voz de regaño: "Antier, cuatro reales; ayer siete reales.
¡Si hoy no traes siquiera un peso, verás qué te sucede!"
A la vieja le vino un acceso de tos. Periquín masculló, encogiéndose de hombros, un ¡cáspitas!, y luego un ¡ah, sí! El ¡ah, sí! de Periquín enojaba a la abuela, y cogió su cajoncillo, con el betún, el pequeño frasco de agua, los tres cepillos; se encasquetó su sombrero averiado y de dos saltos se plantó en la calle trompeteando la marcha de Boulanger: ¡tee– te– re– te– te– te chin!... El sol, que ya brillaba esplendorosamente en el azul de Dios, no pudo menos que sonreír al ver aquella infantil alegría encerrada en el cuerpecito ágil, de doce años; júbilo de pájaro que se cree feliz en medio del enorme bosque.
Subió las escaleras de un hotel. En la puerta de la habitación que tenía el número 1, vio dos pares de botinas. Las unas, eran de becerro común, finas y fuertes, calzado de hombre; las otras, unas botitas diminutas que subían denunciando un delicado tobillo y una gordura ascendente que hubiera hecho meditar a Periquín, limpiabotas, si Periquín hubiera tenido tres años más. Las botitas eran de cabritilla, forradas en seda color de rosa. El chico gritó:
–¡Lustren!
Lo cual no fue ¡sésamo ábrete! para la puerta. Apareció entonces un sirviente del establecimiento que le dijo riendo:
–No se han levantado todavía; son unos recién casados que llegaron anoche de la Antigua. Limpia los del señor; a los otros no se les da lustre; se limpian con un trapo. Yo los voy a limpiar.
El criado les sacudió el polvo, mientras Periquín acometió la tarea de dar lustre al calzado del novio. Ya la marcha del general Boulanger estaba olvidada en aquel tierno cerebro; pero el instinto filarmónico indominable tenía que encontrar la salida y la encontró; el muchacho al compás del cepillo, canturreaba a media voz: Yo vi una flor hermosa, fresca y lozana; pero dejó de cantar para poner el oído atento. En el cuarto sonaba un ruido armonioso y femenino; se desgranaban las perlas sonoras de una carcajada de mujer; se hablaba animadamente y Periquín creía escuchar de cuando en cuando el estallido de un beso. En efecto, un alma de fuego se bebía a intervalos el aliento de una rosa. Al rato se entreabrió la puerta y apareció la cabeza de un hombre joven:
–¿Ya está eso?
–Sí señor.
–Entra.
Entró.
Entró y, por el momento, no pudo ver nada en la semioscuridad del cuarto.
Sí, sintió un perfume, un perfume tibio y "único", mezclado con ciertos efluvios de whiterose, que brotaba en ondas tenues del lecho, una gran cama de matrimonio, donde, cuando sus ojos pudieron ver claro, advirtió en la blancura de las sábanas un rostro casi de niña, coronado por el yelmo de bronce de una cabellera opulenta; y unos brazos rosados tendidos con lánguida pereza sobre el cuerpo que se modelaba.
Cerca de la cama estaban dos, tres, cuatro grandes mundos, todo el equipaje; sobre una silla, una bata de seda plomiza con alamares violeta; en la capotera, un pantalón rojo, una levita de militar, un kepis con galones y una espada con su vaina brillante. El señor estaba de buen humor, porque se fue al lecho y dio un cariñoso golpecito en una cadera a la linda mujer.
–¡Y bien, haragana! ¿Piensas estar todo el día acostada? ¿Café o chocolate? ¡Levántate pronto; tengo que ir a la Mayoría! Ya es tarde. Parece que me quedaré aquí de guarnición. ¡Arriba! Dame un beso.
¡Chis, chás! Dos besos. Él prosiguió:
–¿Por qué no levanta a niña bonita? ¡Vamo a darle uno azote!
Ella se le colgó del cuello, y Periquín pudo ver hebras de oro entre lirios y rosas.
–¡Tengo una pereza! Ya voy a levantarme. ¡Te quedas, por fin aquí! ¡Bendito sea Dios! Maldita guerra. Pásame la bata.
Para ponérsela saltó en camisa, descalza. Estaba allí Periquín; pero qué: un chiquillo. Mas Periquín no le desprendía la mirada, y tenía en la comisura de los labios la fuga de una sonrisa maliciosa. Ella se abotonó la bata, se calzó unas pantuflas, abrió una ventana para que penetrara la oleada de luz del día. Se fijó en el chico y le preguntó:
–¿Cómo te llamas?
–Pedro.
–¿Cuántos años tienes? ¿De dónde eres? ¿Tienes mamá y papá? ¿Y hermanitas? ¿Cuánto ganas en tu oficio todos los días?
Periquín respondía a todas las preguntas.
El capitán Andrés, el buen mozo recién casado, que se paseaba por el cuarto, sacó de un rincón un par de botas federicas, y con un peso de plata nuevo y reluciente se las dio al muchacho para que las limpiara. Él, muy contento, se puso a la obra. De tanto en tanto, alzaba los ojos y los clavaba en dos cosas que le atraían: la dama y la espada. ¡La dama! ¡Sí! Él encontraba algo de sobrehumano en aquella hermosura que despedía aroma como una flor. En sus doce años, sabía ya ciertos asuntos que le habían referido varios pícaros compañeros. Aquella pubertad naciente sentía el primer formidable soplo del misterio. ¡Y la espada! Esa es la que llevan los militares al cinto. La hoja al sol es como un relámpago de acero. Él había tenido una chiquita, de lata, cuando era más pequeño. Se acordaba de las envidias que había despertado con su arma; de que él era el grande, el primero, cuando con sus amigos jugaba a la guerra; y de que una vez, en riña con un zaparrastroso gordinflón, con su espada le había arañado la barriga.
Miraba la espada y la mujer. ¡Oh, pobre niño! ¡Dos cosas tan terribles!
Salió a la calle satisfecho y al llegar a la plaza de Armas oyó el vibrante clamoreo de los cobres de una fanfarria marcial. Entraba tropa. La guerra había comenzado, guerra tremenda y a muerte. Se llenaban los cuarteles de soldados. Los ciudadanos tomaban el rifle para salvar la patria, hervía la sangre nacional, se alistaban los cañones y los estandartes, se preparaban pertrechos y víveres; los clarines hacían oír sus voces en e y en i; y allá, no muy lejos, en el campo de batalla, entre el humo de la lucha, se emborrachaba la pálida Muerte con su vino rojo...
Periquín vio la entrada de los soldados, oyó la voz de la música guerrera, deseó ser el abanderado, cuando pasó flameando la bandera de azul y blanco; y luego echó a correr como una liebre, sin pensar en limpiar más zapatos en aquel día, camino de su casa. Allá le recibió la vieja regañona:
–¿Y eso ahora? ¿Qué vienes a hacer?
–Tengo un peso – repuso, con orgullo, Periquín.
–A ver. Dámelo.
Él hizo un gesto de satisfacción vanidosa, tiró el cajón del oficio, metió la mano en su bolsillo... y no halló nada. ¡Truenos de Dios! Periquín tembló conmovido: había un agujero en el bolsillo del pantalón. Y entonces la vieja:
–¡Ah, sinvergüenza, bruto, caballo, bestia! ¡Ah, infame!, ¡ah, bandido!, ¡ya vas a ver!
Y, en efecto, agarró un garrote y le dio uno y otro palo al pobrecito:
–¡Por animal, toma! ¡Por mentiroso, toma!
Garrotazo y más garrotazo, hasta que desesperado, llorando, gimiendo, arrancándose los cabellos, se metió el sombrero hasta las orejas, le hizo una mueca de rabia a la "mamá" y salió corriendo como un perro que lleva una lata en la cola. Su cabeza estaba poseída por esta idea: no volver a su casa. Por fin se detuvo a la entrada del mercado. Una frutera conocida le llamó y le dio seis naranjas. Se las comió todas de cólera. Después echó a andar, meditabundo, el desgraciado limpiabotas prófugo, bajo el sol que le calentaba el cerebro, hasta que le dio sueño en un portal, donde, junto al canasto de un buhonero se acostó a descansar y se quedó dormido.
El capitán Andrés recibió orden aquel mismo día de marchar con fuerzas a la frontera. Por la tarde, cuando el sol estaba para caer a Occidente arrastrando su gran cauda bermeja, el capitán, a la cabeza de su tropa, en un caballo negro y nervioso, partía.
La música militar hizo vibrar las notas robustas de una marcha. Periquín se despertó al estruendo, se restregó los ojos, dio un bostezo. Vio los soldados que iban a la campaña, el fusil al hombro, la mochila a la espalda. y al compás de la música echó a andar con ellos. Camina, caminando, llegó hasta las afueras de la ciudad. Entonces una gran idea, una idea luminosísima, surgió en aquella cabecita de pájaro. Periquín iría. ¿Adónde? A la guerra.
¡Qué granizada de plomo, Dios mío! Los soldados del enemigo se batían con desesperación y morían a puñados. Se les habían quitado sus mejores posiciones. El campo estaba lleno de sangre y humo. Las descargas no se interrumpían y el cañoneo llevaba un espantoso compás en aquel áspero concierto de detonaciones. El capitán Andrés peleaba con denuedo en medio de su gente. Se luchó todo el día. Las bajas de unos y otros lados eran innumerables. Al caer la noche se escucharon los clarines que suspendieron el fuego. Se vivaqueó. Se procedió a buscar heridos y a reconocer el campo.
En un corro, formado tras unas piedras, alumbrado por una sola vela de sebo, estaba Periquín acurrucado, con orejas y ojos atentos. Se hablaba de la desaparición del capitán Andrés. Para el muchacho aquel hombre era querido. Aquel señor militar era el que le había dado el peso en el hotel; el que, en el camino, al distinguirle andando en pleno sol, le había llamado y puesto a la grupa de su caballería; el que en el campamento le daba de su rancho y conversaba con él.
–Al capitán no se le encuentra – dijo uno– . El cabo dice que vio cuando le mataron el caballo, que le rodeó un grupo enemigo, y que después no supo más de él.
–¡A saber si está herido! – agregó otro– . ¡Y en qué noche!
La noche no estaba oscura, sí nublada; una de esas noches fúnebres y frías, preferidas por los fantasmas, las larvas y los malos duendes. Había luna opaca. Soplaba un vientecillo mordiente. Allá lejos, en un confín del horizonte, agonizaba una estrella, pálida, a través de una gasa brumosa. Se oían de cuando en cuando los gritos de los centinelas. Mientras, se conversaba en el corro. Periquín desapareció. Él buscaría al capitán Andrés: él lo encontraría al buen señor.
Pasó por un largo trecho que había entre dos achatadas colinas, y antes de llegar al pequeño bosque, no lejano, comenzó a advertir los montones de cadáveres. Llevaba su hermosa idea fija, y no le preocupaba nada la sombra ni el miedo. Pero, por un repentino cambio de ideas, se le vino a la memoria la "mamá" y unos cuentos que ella le contaba para impedir que el chico saliese de casa por la noche. Uno de los cuentos empezaba: "Este era un fraile..."; otro hablaba de un hombre sin cabeza; otro de un muerto de largas uñas que tenía la carne como la cera blanca y por los ojos dos llamas azules y la boca abierta. Periquín tembló. Hasta entonces paró mientes en su situación. Las ramas de los árboles se movían apenas al pasar el aire. La luna logró, por fin, derramar sobre el campo una onda escasa y espectral. Periquín vio entre unos cuantos cadáveres, uno que tenía galones; tembloroso de temor, se acercó a ver si podía reconocer al capitán. Se le erizó el cabello. No era él, sino un teniente que había muerto de un balazo en el cuello; tenía los ojos desmesuradamente abiertos, faz siniestra y, en la boca, un rictus sepulcral y macabro. Por poco se desmaya el chico. Pero huyó pronto de allí, hacia el bosque, donde creyó oír algo como un gemido. A su paso tropezaba con otros tantos muertos, cuyas manos creía sentir agarradas a sus pantalones.
Con el corazón palpitante, desfalleciendo, se apoyó en el tronco de un árbol, donde un grillo empezó a gritarle desde su hendidura:
Y– ¡Periquín! ¡Periquín! ¡Periquín! ¿Qué estás haciendo aquí?
El pobre niño volvió a escuchar el gemido y su esperanza calmó su miedo. Se internó entre los árboles y a poco oyó cerca de sí, bien claramente:
–¡Ay!
Él era, el capitán Andrés, atravesado de tres balazos, tendido sobre un charco de sangre. No pudo hablar. Pero oyó bien la voz trémula:– ¡Capitán, capitán, soy yo!
Probó a incorporarse; apenas pudo. Se quitó con gran esfuerzo un anillo, un anillo de boda, y se lo dio a Periquín, que comprendió... La luna lo veía todo desde allá arriba, en lo profundo de la noche, triste, triste, triste...
Al volver a acostarse, el herido tuvo estremecimientos y expiró. El chico, entonces, sintió amargura, espanto, un nudo en la garganta, y se alejó buscando el campamento.
Cuando volvieron las tropas de la campaña, vino Periquín con ellas. El día de la llegada se oyeron en el hotel X grandes alaridos de mujer, después que entró un chico sucio y vivaz al cuarto número 1. Uno de los criados observó asimismo que la viuda, loca de dolor, abrazaba, bañada en llanto, a Periquín, el famoso limpiabotas, que llegaba día a día gritando: "¡Lustren!", y que el maldito muchacho tenía en los ojos cierta luz de placer, al sentirse abrazado, el rostro junto a la nuca rubia, donde de un florecimiento de oro crespo, surgía un efluvio perfumado y embriagador.

LA MUERTE DE SALOMÉ

I
La historia, a veces, no está en lo cierto. La leyenda, en ocasiones, es verdadera, y las hadas mismas confiesan, en sus intimidades con algunos poetas, que mucho hay falseado en todo lo que se refiere a Mab, a Brocelianda, a las sobrenaturales y avasalladoras beldades. En cuanto a las cosas y sucesos de antiguos tiempos, acontece que dos o más cronistas contemporáneos estén en contradicción. Digo esto porque quizá habrá quien juzgue falsa la corta narración que voy a escribir en seguida, la cual tradujo un sabio sacerdote, mi amigo, de un pergamino hallado en Palestina, y en el que el caso estaba escrito en caracteres de la lengua de Caldea.

II
Salomé, la perla del palacio de Herodes, después de un paso lascivo en el festín famoso, donde bailó una danza al modo romano, con música de arpas y crótalos, llenó de entusiasmo, de regocijo, de locura, al gran rey y a la soberana concurrencia. Un mancebo principal deshojó a los pies de la serpentina y fascinadora mujer una guirnalda de rosas frescas. Cayó Manipo, magistrado obeso, borracho y glotón; alzó su copa dorada y cincelada, llena de vino, y la apuró de un solo sorbo. Era una explosión de alegría y de asombro. Entonces fue cuando el monarca, en premio de su triunfo y a su ruego, concedió la cabeza de Juan Bautista, y Jehová soltó un relámpago de su cólera divina. Una leyenda asegura que la muerte de Salomé acaeció en un lago helado, donde los hielos le cortaron el cuello.
No fue así; fue de esta manera.

III
Después que hubo pasado el festín, sintió cansancio la princesa encantadora y cruel. Dirigióse a su alcoba, donde estaba su lecho, un gran lecho de marfil, que sostenían sobre sus lomos cuatro leones de plata. Dos negras de Etiopía, jóvenes y risueñas, le desciñeron su ropaje, y, toda desnuda, saltó Salomé al lugar del reposo, y quedó blanca y mágicamente esplendorosa, sobre una tela de púrpura, que hacía resaltar la cándida y rosada armonía de sus formas.
Sonriente, mientras sentía un blando soplo de flabeles, contemplaba, no lejos de ella, la cabeza pálida de Juan, que en un plato áureo, estaba colocada sobre un trípode. De pronto, sufriendo extraña sofocación, ordenó que se le quitasen las ajorcas y brazaletes de los tobillos y de los brazos. Fue obedecida. Llevaba al cuello, a guisa de collar, una serpiente de oro, símbolo del tiempo, y cuyos ojos eran dos rubíes sangrientos y brillantes. Era su joya favorita; regalo de un pretor que la había adquirido de un artífice romano.
Al querérsela arrancar, experimentó Salomé un súbito error: la víbora se agitaba como si estuviese viva, sobre su piel, y a cada instante apretaba más y más su fino anillo constrictor, de escamas de metal. Las esclavas, espantadas, inmóviles, semejaban estatuas de piedra. Repentinamente, lanzaron un grito; la cabeza trágica de Salomé, la regia danzarina, rodó del lecho hasta los pies del trípode, adonde estaba, triste y lívida, la del precursor de Jesús; y al lado del cuerpo desnudo, en el lecho de púrpura, quedó enroscada la serpiente de oro.

FEBEA

Febea es la pantera de Nerón.
Suavemente doméstica, como un enorme gato real, se echa cerca del César neurótico, que le acaricia con su mano delicada y viciosa de andrógino corrompido.
Bosteza, y muestra la flexible y húmeda lengua entre la doble fila de sus dientes, de sus dientes finos y blancos. Come carne humana, y está acostumbrada a ver a cada instante, en la mansión del siniestro semidiós de la Roma decadente, tres cosas rojas: la sangre, la púrpura y las rosas.
Un día lleva a su presencia Nerón a Leticia, nívea y joven virgen de una familia cristiana. Leticia tenía el más lindo rostro de quince años, las más adorables manos rosadas y pequeñas; ojos de una divina mirada azul; el cuerpo de un efebo que estuviese para transformarse en mujer –digno de un triunfante coro de exámetros, en una metamorfosis del poeta Ovidio.
Nerón tuvo un capricho por aquella mujer: deseó poseerla por medio de su arte, de su música y de su poesía. Muda, inconmovible, serena en su casta blancura, la doncella oyó el canto del formidable "imperator" que se acompañaba con la lira; y cuando él, el artista del trono, hubo concluido su canto erótico y bien rimado según las reglas de su maestro Séneca, advirtió que su cautiva, la virgen de su deseo caprichoso, permanecía muda y cándida, como un lirio, como una púdica vestal de mármol.
Entonces el César, lleno de despecho, llamó a Febea y le señaló la víctima de su venganza. La fuerte y soberbia pantera llegó, esperezándose, mostrando las uñas brillantes y filosas, abriendo en un bostezo despacioso sus anchas fauces, moviendo de un lado a otro la cola sedosa y rápida.
Y sucedió que dijo la bestia:
–Oh Emperador admirable y potente. Tu voluntad es la de un inmortal; tu aspecto se asemeja al de Júpiter, tu frente está ceñida con el laurel glorioso; pero permite que hoy te haga saber dos cosas: que nunca mis zarpas se moverán contra una mujer que como ésta derrama resplandores como una estrella, y que tus versos, dáctilos y pirriquios, te han resultado detestables.

EL ÁRBOL DEL REY DAVID

I
Un día –apenas había el viento del cielo inflado, en el mar infinito, las velas de oro del bajel de la aurora–, David, anciano, descendió por las gradas de su alcázar entre los leones de mármol, sonriente, augusto, apoyado en el hombro de rosa de la sulamita, la rubia Abisag, que desde hacía dos noches, con su cándida y suprema virginidad, calentaba el lecho real del soberano poeta.
Sadoc, el sacerdote, que se dirigía al templo, se preguntó:
«¿Adónde irá el amado señor?»
Adonias, el ambicioso, de lejos, tras una arboleda, frunció el ceño al ver al rey y a la niña, al fresco del día, encaminarse a un campo cercano, donde abundaban los lirios, las azucenas y las rosas.
Natán, profeta, que también los divisó, inclinóse profundamente y bendijo a Jehová, extendiendo los brazos de un modo sacerdotal.
Reihí, Semei y Banais, hijos de Joida, se postraron y dijeron:
–¡Gloria al ungido; luz y paz al sagrado pastor!

II
David y Abisag penetraron a un soto, que pudiera ser un jardín, y en donde se oían arrullos de palomas, bajo los boscajes.
Era la victoria de la primavera. La tierra. y el cielo se juntaban en una dulce y luminosa unión. Arriba,.el sol, esplendoroso y triunfal; abajo, el despertamiento del mundo, la melodiosa fronda, el perfume, los himnos del bosque, las algaradas jocundas de los pájaros, la diada universal, la gloriosa armonía de la Naturaleza.
Abisag tenía la mirada fija en los ojos de su señor. ¿Meditaba quizá en algún salmo el omnipotente príncipe del arpa? Se detuvieron.
Luego penetró David al fondo de un boscaje, y retornó con una rama en la diestra.
–¡Oh mi sulamita! –exclamó–. Plantemos hoy, bajo la mirada del eterno Dios, el árbol del infinito bien, cuya flor es la rosa mística del amor inmortal, al par que el lirio de la fuerza vencedora y sublime. Nosotros le sembraremos; tú, la inmaculada esposa del profeta viejo; yo, el que triunfé de Goliat con mi honda, de Saúl con mi canto y de la muerte con tu juventud.

III
Abisag le escuchaba como en un sueño, como en un éxtasis amorosamente místico, y el resplandor del día naciente confundía el oro de la cabellera de la virgen con la plata copiosa y luenga de la barba blanca.
Plantaron aquella rama, que llegó a ser un árbol frondoso y centenario.
Tiempos después, en días del rey Herodes, el carpintero José, hijo de Jacob, hijo de Natán, hijo de Eleager, hijo de Eliud, hijo de Atim, yendo un día al campo, cortó del árbol del santo rey lírico la vara que floreció en el templo, cuando los desposorios con María, la estrella, la perla de Dios, la Madre de Jesús, el Cristo.

ROSA ENFERMA
(Fugitiva)

I
Pálida como un cirio, como una rosa enferma. Tiene el cabello oscuro, los ojos con azuladas ojeras, las señales de una labor agitada, y el desencanto de muchas ilusiones ya idas... ¡Pobre niña!
Emma se llama. Se casó con el tenor de la compañía, siendo muy joven. La dedicaron a las tablas cuando su pubertad florecía en el triunfo de una aurora espléndida. Comenzó la comparsa y recibió los besos falsos de dos amantes fingidos de la comedia. ¿Amaba a su marido? No lo sabía ella misma. Reyertas continuas, rivalidades inexplicables de las que pintaría Daudet; la lucha por la vida en un campo áspero y mentiroso, el campo donde florecen las guirnaldas de una noche, y la flor de la gloria fugitiva; horas amargas, quizá semiborradas por momentos de locas fiestas; el primer hijo; el primer desengaño artístico; ¡el príncipe de los cuentos de oro, que nunca llegó!; y en resumen, la perspectiva de una senda azarosa, sin el miraje de un porvenir sonriente.

II
A veces está meditabunda. En la noche de la representación es reina, princesa, delfín o hada. Pero bajo el bermellón está la palidez y la melancolía. El espectador ve las formas admirables y firmes, los rizos, el seno que se levanta en armoniosa curva; lo que no advierte es la constante preocupación, el pensamiento fijo, la tristeza de la mujer bajo el disfraz de la actriz.
Será dichosa un minuto, completamente feliz un segundo. Pero la desesperanza está en el fondo de esa delicada Y dulce alma. ¡Pobrecita! ¿En qué sueña? No lo podría yo decir. Su aspecto engañaría al mejor observador. ¿Piensa en el país ignorado adonde irá mañana, en la contrata probable, en el pan de los hijos? Ya la mariposa del amor, el aliento de Psiquis, no visitará ese lirio lánguido; ya el príncipe de los cuentos de oró no vendrá. ¡Ella está, al menos, segura de que no vendrá!

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