jueves, 9 de marzo de 2017

(Continuamos con el ensayo de Mempo y el GÉNERO NEGRO). El relato deductivo clásico y el relato negro


 (Continuamos con el ensayo de Mempo y el GÉNERO NEGRO).
 El relato deductivo clásico y el relato negro

Edgar Allan Poe creó el relato policial moderno a partir de aquellos tres magníficos cuentos en los que dejó fijados los elementos que serían clásicos del género: un investigador astuto; un amigo de pocas luces que lo acompaña y ayuda a dar brillo al investigador; una deducción larga, compleja y perfecta, sin fallas, por medio de la cual se “soluciona” el "caso" (en realidad, un problema); y la inteligencia superior del detective frente a la más bien burocrática de los miembros de la corporación policial.
    Desde entonces, el género se constituyó en “uno de los símbolos de nuestra época", como señaló José María Navasal (1916-1999), periodista chileno que a mediados del siglo pasado fue uno de los sudamericanos que mayor autoridad pareció alcanzar en esta materia. En su Antología de los mejores cuentos policiales, Navasal plantea que “los hombres del siglo XX tienen en la novela o el cuento policial su entretención favorita" [42], y menciona a personalidades como Franklin D. Roosevelt, Winston Churchill o Albert Einstein entre los más fanáticos lectores. Y también cita a escritores consagrados de la literatura universal, como Aldous Huxley, William Faulkner, Guillaume Apollinaire, Ernest Hemingway y Sinclair Lewis. A los cuales hoy podrían agregarse decenas de otros nombres ilustres, empezando por Jorge Luis Borges, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez y muchísimos más.
    Pero esta “entretención favorita” sería cierta solo en parte, puesto que deviene de la vocación crucigramática y perfeccionista que se originó en el cientificismo positivista del siglo XIX. Era la lógica del progreso indefinido que se apoyaba en el poder omnímodo de la ciencia y el razonamiento, idealismo que llegó hasta el siglo XIX y que estimaba que los genios solitarios ocupaban sus ratos de ocio en este tipo de lecturas.
    Pero la otra parte de la verdad radica en que el mundo cambió, y cambiaron las exigencias. La radio y el cine primero, y la televisión después, impusieron otras urgencias, y así el relato de acción, por ejemplo, exigió una estética de realismo más acorde con la mentalidad del siglo XX. A partir especialmente de la Primera Guerra Mundial y de algunos procesos sociales revolucionarios, en los años 20 y en los Estados Unidos e inevitablemente vinculada a la literatura del Far West, surgió esta novelística que hoy llamamos género negro y que ya en sus comienzos apareció como una literatura en la que deducción y razonamiento eran sustituidos por acción pura y decisiones urgentes. Además la psicología empezó a jugar un rol cada vez más protagónico, mientras la sociedad se volvía más compleja y brutal. La literatura policial no pudo evitar ocuparse cada vez más de la vida misma tal como era, antes que de los devaneos intelectuales de literarios detectives.
    Hoy, seriamente, nadie podría negar que muchas obras maestras del género negro tienen tanto nivel formal y calidad textual como cualquier otra obra de cualquier otro género literario, pero la verdad es que todo lo que no cabe dentro de lo deductivo clásico sigue siendo un asunto bastante resistido. Es, podría decirse, una concepción tradicional centrada todavía, y casi en exclusiva, en la escuela de la narración británica, clásica por excelencia aunque haya sido un norteamericano, Poe, quien la creó.
    La mencionada antología de Navasal, como tantas otras publicadas en la segunda mitad del siglo XX, incluye algunos de los mejores cuentos del relato detectivesco clásico, con mayoría de autores ingleses y algunos norteamericanos que trabajaron el género “a la inglesa” (como Ellery Queen o Cornell Woolrich). Entre esos textos figura “La desaparición de mister Davenheim”, de Agatha Christie, que es una muestra ejemplar de esa concepción de lo policial en que el crimen es considerado algo así como un juego de entretenimiento. Lo dice la autora: “Yo abordo estos problemas como una ciencia exacta; una precisión matemática que parece ser, desgraciadamente, muy rara en la nueva generación de detectives”. Y luego pone en boca de su inefable Inspector Poirot: "Yo me considero como un asesor especializado”.
    Es interesante detenerse en esta concepción de Poirot, investigador belga nacido a la literatura en 1923, porque su sola misión, entonces, parecería consistir en demostrarle a los lectores que son un poco tontos si no consiguen desentrañar el enigma, el cual es obviamente indescifrable. Y a mayor abundamiento, cabe recordar lo que pensaba Christie del crimen: para ella había “tres clases de desapariciones (...) La primera y más corriente es la desaparición voluntaria. La segunda, y tan abusada, es llamada amnesia, raramente genuina. La tercera es el asesinato en que el criminal logra deshacerse con éxito del cadáver”.
    Más o menos la misma idea gobierna a los diferentes autores del policial clásico. El cuento “La casa de Goblin Wood”, de Cárter Dickson (seudónimo de John Dickson Carr), fue elogiado en 1947 por Ellery Queen en un artículo laudatorio publicado en su Mistery Magazine. “Resulta que el autor está jugando al gato y al ratón con el lector: en vez de establecer una cosa aparentemente sobrenatural, para luego explicarla satisfactoriamente (que es el procedimiento usual, y lo suficientemente bueno para quienes lo practican), el autor echa mano de una explicación que resulta natural, solamente para sumergir más profundamente el relato en el campo de lo sobrenatural”.
    Ellery Queen llegó a ser uno de los máximos exponentes de esta corriente de escritores. [43] Pero también él era un juego, puesto que nunca existió: Ellery Queen fue el seudónimo que crearon Manfred B. Lee y Frederic Dannay, dos escritores asociados en 1928. Aunque suscribieron “la norma intelectual que se ha impuesto el género policiaco moderno de ser absolutamente leal con el lector”, ello resultó ser solo una bonita frase, pues aunque decían darle todos los elementos al lector en realidad nunca dejaron de jugar con él al gato y al ratón.
    Por otra parte, es notable la obsesión de estos autores por encontrar siempre la “solución correcta”, de igual modo que Christie-Poirot fueron obsesivos del “orden y la limpieza”. Para ellos la realidad circundante era como que no existía, y casi se diría que la despreciaban porque contaminaba la pureza del juego de salón que era para ellos esta literatura. Podría pensarse hoy, incluso, que fueron estos artilugios los que llevaron, a fuerza de reiteraciones, al género deductivo clásico a su decadencia. Y allí reside, también, lo que más de una vez se ha considerado la esencia ultraconservadora, incluso reaccionaria de esta novelística.
    Desde luego que no tiene sentido renegar del viejo placer lúdico de esta literatura que han compartido millones de lectores en todo el mundo durante décadas, pero es evidente que el divorcio de la realidad puede servir como explicación de por qué lo deductivo fue siendo menospreciado en la medida en que se iba agotando: el repetitivo cuarto cerrado; la improbabilidad manifiesta de los hechos; y la artificiosa brillantez deductiva de inverosímiles detectives exóticos, fueron convirtiéndose en un lugar común.
    Los riesgos que corre toda literatura que se repite, los explicó muy bien Juan Martini en su presentación a la notable novela Marcada por la sospecha, de Charles Williams: “El riesgo de toda fórmula radica en su reiteración mecánica, que termina por transformar en rutinario e inofensivo el mismo mensaje que alguna vez fue revolucionario. La novela policiaca inglesa, debilitada por su empecinado apego a las fórmulas y por la aceptación del sofisma como recurso, constituye un buen ejemplo de desvirtuación de un género”. [44]
    Entre los textos clásicos seleccionados por Navasal se cuentan otras narraciones memorables: de Leslie Charteris (creador en 1928 de Simón Templar, “El Santo”); de Anthony Berkeley; del notable sacerdote Roland Knox; de Kingsley Tufts y del mencionado Cornell Wollrich (quien también escribió obras de suspenso con el seudónimo William Irish, entre ellas su apasionante cuento “Si muriera antes de despertar” [45]). Y también Thomas Burke (1886-1945), autor de “Las manos del señor Ottermole”, texto publicado en 1931 y que en un congreso de autores del género celebrado en Nueva York en 1949 fue seleccionado como “el mejor cuento policial jamás escrito”. Ese cuento sigue siendo excelente, sin dudas, pero justamente porque se sale del relato clásico. En realidad es una historia de horror y suspenso, pero sobre todo de horror, en la que el submundo londinense está presente. Campea sobre la idea de Burke (curiosamente un autor del que casi no se conocen otras obras) la filosofía de Thomas De Quincey. No hay allí ningún detective genial; lo que hay es una completa humanización del criminal. Burke ironiza alrededor del racismo y el chovinismo británicos, en un cuento inolvidable estructurado desde el punto de vista del asesino, que es una de las más interesantes tendencias del relato negro moderno.
    Por cierto, otro autor de esta corriente que llama la atención es Jacques Futrelle (1875-1912), quien no era francés sino un norteamericano de Georgia que murió en el hundimiento del Titanic cuatro años después de crear a un notable personaje, Van Dusen, llamado “La máquina pensante”. Escribió por lo menos un cuento excepcional, “La celda número 13” [46], que gira en torno de un desafío y en el cual no hay trampa alguna sino una perspectiva desde la acción, en este caso de la víctima. Como buen escritor norteamericano, Futrelle no podía sustraerse al influjo de la realidad, que es donde las cosas suceden.
    De hecho Burke y Futrelle podrían ser considerados, hoy, como verdaderos precursores del género negro.
    Me he detenido en el libro de Navasal porque contiene una impecable visión clásica, que fue típica de la entreguerra (1918-1939), cuando en Inglaterra se vivió el más vigoroso florecimiento de la literatura policial. Si Conan Doyle fue el máximo exponente del relato deductivo, lo continuaron primero Chesterton y luego Christie, y juntos consolidaron el género. Pero en aquel período surgieron varios otros autores cuya fama, todavía hoy, es notable. La gran mayoría de ellos se núcleo, a finales de los años 20, en una peculiar institución londinense: el Detection Club, que congregaba a escritores del género asociados con juramentos secretos. Los miembros de esta singular institución se propusieron un juego literario fascinante: una novela policial colectiva, que debía ser escrita por una docena de ellos, cada uno de los cuales redactaría un capítulo. Lo curioso del reto era que cada uno, al redactar su propio texto, podía imaginar un final que los autores de los capítulos siguientes necesariamente no pensarían. Así, la construcción de la obra fue totalmente empírica, y cada autor le planteó al del siguiente capítulo nuevos enigmas.
    El prólogo inicial fue encargado al mismísimo Chesterton y el primer capítulo estuvo a cargo de Víctor Whitechurch (1868-1933). En total fueron catorce los escritores participantes, incluida la entonces joven Agatha Christie, y cada uno, al entregar su capítulo, debió brindar también, en sobre cerrado, el resumen de la solución que había imaginado para escribir su parte del texto. Esa obra colectiva se tituló El almirante flotante y es seguramente la más curiosa novela policial del género clásico y típica representante de la escuela inglesa. Pero no es una buena novela. [47]
    Y es que luego del delicioso, impecable texto de Chesterton, evidentemente los demás debieron esforzarse para mantener el mismo estilo sobrio y delicado, así como el núcleo del crimen y la figura del investigador: un inspector provinciano de apellido Rudge. Al capítulo de Whitechurch le siguen los de Christie, Dorothy L. Sayers, Milward Kennedy, Ronald Knox, John Rodé, Henry Wade, G.D.H. Colé y señora, Edgar Jepson, Clemence Dañe y Anthony Berkeley Cox, a quien le tocó elaborar el complicadísimo final, amarrando las claves de todos sus colegas. Quizá eso mismo conspiró contra la calidad integral de la novela, un enigma para gente paciente y aburrida, o aficionados a crucigramas, lleno de trampas para el lector.
    Y es que cada autor le dio a su capítulo la artificiosa complicación que se le ocurrió. De donde el resultado fue antes un juego que literatura, como reconoce Sayers en la introducción.
    No obstante, en mi opinión esta novela puede ser considerada como un inmejorable ejemplo de la frontera existente entre la novela enigma clásica y la novela negra moderna, en la que la vida real y la violencia de nuevo estilo que trajo el siglo XX, entraron para quedarse y para que el género sea, además de un entretenimiento, un toque de atención a la conciencia del lector.
    Como sea, hay que reconocer que Poe, Conan Doyle, Chesterton y tantos más le aseguraron al texto policiaco una popularidad extraordinaria. Con ellos alcanzó esta literatura sus máximas y más brillantes posibilidades, quizás sobre todo con Agatha Christie, cuya obra es hoy indiscutible clásico de la literatura deductiva del siglo XX.
    Pero también se alcanzó el agotamiento y fue entonces cuando surgió esta otra novelística de la mano de Dashiell Hammett, quien a partir de 1924 cambió todas las reglas del juego. Literalmente, porque a partir de él la literatura policial dejó de ser un juego.
MEMPO GIARDINELLI.

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