CARTILLA ELECTRÓNICA DEL ESCRITOR J MÉNDEZ-LIMBRICK. Premio Nacional de Narrativa Alberto Cañas 2020. Premio Nacional Aquileo j. Echeverría novela 2010. Premio Editorial Costa Rica 2009. Premio UNA-Palabra 2004.
jueves, 1 de diciembre de 2016
PÍO BAROJA.
INTRODUCCIÓN
POR JESÚS RUBIO JIMÉNEZ
Novela y drama en Baroja
Los escritos de Baroja sobre el teatro y sus piezas dramáticas parecen ocupar un lugar marginal en su producción y mucho más todavía en la crítica sobre su obra. Ni una sola línea se les dedica en la Historia del teatro español del siglo XX, de Francisco Ruiz Ramón —que cito por ser la mejor de las existentes sobre el teatro en nuestro siglo— y es necesario rebuscar bastante en la bibliografía barojiana, para rescatar páginas en las que se estudie es faceta de su producción más allá de las ideas generales tópicas[1]. Y, sin embargo, don Pío frecuentó los teatros comienzos de siglo, ejerció un tiempo como crítico teatro en el periódico El Globo —entre 1902 y 1903—, alguna de sus novelas importantes tuvo una primera versión dramática —La casa de Aizgorri— o en la casa familiar madrileña de la calle Mendizábal funcionó en los años 20 durante unos meses «El Mirlo Blanco», un teatro de cámara que ocupa un lugar singular en la historia escénica de nuestro siglo y donde se presentaron algunas de sus piezas, interviniendo él mismo como actor. Es cuanto menos llamativo este contraste entre la permanente presencia de lo teatral en la trayectoria barojiana y la desatención crítica a esta faceta del escritor vasco. Las declaraciones de Baroja, sus dramas —entre ellos los que aquí editamos, ¡Adiós a la bohemia!, Arlequín, mancebo de botica y El horroroso crimen de Peñaranda del Campo—, sus novelas y sus cuentos dialogados tan cercanos a lo dramático según la consideración tradicional del texto dramático, obligan a reflexionar sobre la gran importancia de lo dramático en su escritura, sobre qué lugar ocupan dentro de ella sus actividades teatrales y si no merece al menos un rinconcillo dentro de la historia del teatro español de nuestro siglo. Delimitar todo ello es el objeto de este ensayo a la vez que presentamos tres de sus textos dramáticos más representativos.
En un artículo de autocrítica escrito con motivo del estreno de ¡Adiós a la bohemia! en el Teatro Cervantes de Madrid, en marzo de 1923, decía don Pío:
A mí, como a la mayoría de los escritores de libros, se me ha venido a la imaginación muchas veces la idea de escribir para el teatro, naturalmente atraído por la posibilidad del dinero y del éxito.
No lo he hecho por varias razones. Primeramente, las tres unidades clásicas me estorban para imaginar algo con fuerza, luego, me estorba también el tono de la retórica actual en el teatro. Yo, cuando he intentado escribir para la escena, lo he hecho en un tono gris o en un tono conceptuoso y altisonante. Los dos extremos de la expresión los siento mejor o peor; el término medio, no[2].
Y aún añadía otro obstáculo, el público:
En principio lo que me ha estorbado más para hacer una obra de teatro ha sido la idea del público. Las novelas que yo he escrito las he hecho sin pensar gran cosa en el público. Lo mismo me pasa cuando suelo trabajar en el jardín de mi casa: trabajo por dejarlo lo más agradable que puedo, pero no busco la aprobación de nadie ni me pongo a comparar este pequeño jardín con otros grandes y maravillosos.
Cierto, ya sé que al escribir un libro, con el tiempo, algunas personas lo leerán y hasta quizá me den su opinión; pero estas personas son para mí tan vagas, tan problemáticas, tan lejanas, tienen tan poca realidad, que no me preocupan. Así, por ejemplo, de mi penúltimo libro La leyenda de Jaun de Alzate, que yo creo que entre lo que yo he escrito es de lo mejor, me habían hablado tres o cuatro personas, a lo más. Esto me da una impresión de libertad, de irresponsabilidad, me hace pensar que un libro es como una carta escrita a la familia. Al pensar en una comedia o en un drama, esas personas fantásticas que yo veo de ordinario en una perspectiva lejana se me acercan tanto en la imaginación, que se apoderan de ella, y se hacen tan reales, toman tal aire de Aristarcos, imponen tal número de condiciones y exigencias, observan lo que hago, lo miden, lo pesan, lo comparan con esto y con lo otro, y me producen, a la larga, la inhibición y la perplejidad que me hace abandonar mis proyectos.
Con su estilo de andar por casa estaba planteando algunos de los problemas fundamentales de la crisis de la escritura dramática y del teatro desde el cambio de siglo: su anquilosamiento en las fórmulas de la pieza bien hecha y el distanciamiento entre «los escritores de libros» habituados a la libertad de la página en blanco y el cerrado y repetitivo mundo de la producción teatral, sostenido por un público autosatisfecho, que pagaba y exigía más cuando iba al teatro por la confortabilidad de la sala y sus adyacentes donde establecía relaciones, que porque se le ofrecieran espectáculos novedosos. Este público inquisidor le inhibía y le producía perplejidad hasta el punto de hacerle abandonar sus proyectos.
Es un artículo escrito quizá con la guardia baja, en uno de esos momentos en que el huraño don Pío —que no lo era tanto en la intimidad, como sucede a los tímidos— manifestaba lo que pensaba de veras, sintiéndose arropado por los suyos, los familiares y amigos que lo habían animado a estrenar la pequeña pieza. Fuera del círculo quedaban los otros, el público adocenado que agostaba sus proyectos dramáticos sin dejarlos crecer. Porque Baroja viene a decir que la tentación de la escritura dramática le acompañaba. Tentación en un doble sentido, como posibilidad de éxito y dinero —Baroja era un profesional de la literatura— y de la escritura en libertad que había descubierto enfrentándose a la página en blanco en que vertía todo su rico mundo interior de hombre propenso a la ensoñación fantasiosa aunque fuera urdiéndola partir de datos de la realidad más prosaica.
Con el paso de los años, la crítica barojiana va desvelando el permanente trasfondo autobiográfico de su literatura. Y no son ya sólo su trilogía generacional de La lucha por la vida, novelas como César o nada, su sorprendente poesía y sus memorias el objeto de estos análisis, sino toda su obra. El hilo autobiográfico cose, colándose por los lugares más imprevistos, el traje completo que Baroja fue fabricando al convertir su vida en literatura. En ocasiones se adelgaza hasta hacerse casi invisible, pero termina aflorando por alguna parte. ¿Iban a quedar sus textos dramáticos al margen? Es una de las cuestiones a dilucidar, removiendo los obstáculos que han impedido ver e incluso leer estos dramas en su horizonte preciso.
Un primer obstáculo es la supuesta objetividad del texto dramático concebido como una presentación mimética de acontecimientos reales. La crítica del teatro barojiano se ha estrellado contra este obstáculo, empeñada en aplicar unos patrones inadecuados a su análisis. O al menos no ha puesto el suficiente énfasis en los modelos utilizados. Los modelos del teatro barojiano son modelos literarios y no sólo reales (o al menos estos filtrados a través de tamices que los desrealizan). Si se toman como referencia las piezas antologadas, ¡Adiós a la bohemia! es un canto nostálgico de un ideal imposible: el artista romántico en la sociedad burguesa[3]. Arlequín, mancebo de botica es una estilizada farsa que nace de la tradición de la commedia dell'arte[4]. El horroroso crimen de Peñaranda del Campo es un retablo grotesco construido aprovechando formas artísticas popularescommedia dell’arte[5].
El teatro barojiano no ofrece así unas piezas realistas, nacidas de la observación directa de la realidad, sino filtrada ésta por el arte y la literatura. El mundo de la bohemia artística había sido objeto de inacabables tratamientos artísticos —Baroja elige esta vez «un tono gris»— y otro tanto cabe decir de la revitalizada en aquellos años por los simbolistas o su permanente interés por las formas culturales de consumo popular que subyacen en las otras dos piezas y que el escritor aprovecha para dotarlas de «un tono conceptuoso y altisonante» de farsa grotesca.
Baroja actúa como escritor muy consciente de los materiales con los que trabaja. Los selecciona y manipula en función de preferencias personales para expresar sentimientos íntimos. Sus dramas adquieren así un carácter personal y vadean la dificultad —para no pocos la incapacidad— del teatro para presentar conflictos de conciencia y por tanto para ser un modo de escritura autobiográfica sutil. Selecciona unos personajes y unas situaciones a través de los cuales proyecta su yo con un determinado tono. El artista bohemio, Arlequín con su fastuosa capacidad de desvelar apariencias con desenfado o el escritor como cantor de la vida vulgar contaban con larga trayectoria en su entorno y en su propia literatura. Mucho más admitidos en la novela que en el teatro —el estigma del carácter mimético del texto dramático— han sido ya objeto de otros análisis más reveladores[6]. Pero a través de ellos se proyectan y analizan la cruda realidad del artista en la sociedad burguesa sometido a las leyes del mercado y la nostalgia de los mundos ideales que se atrevieron a soñar los románticos.
La escritura dramática por este camino oblicuo puede ser escritura autobiográfica. Desde luego por caminos diferentes a los de la escritura verista anterior y acercándose a la novela y a la poesía. Los caminos de la novela y la lírica finiseculares que tienen cada vez menos que ver con el discurso realista decimonónico. La primera, cauce ancho de escritura en libertad, la lírica como vehículo apropiado de expresión de la interioridad, proyectada a través de personajes o impregnando el discurso secundario del texto dramático: la acotación lírica. Un lirismo peculiar, que se convertirá en Baroja en canto de lo marginal, en contemplación de lo insignificante cotidiano y que encontrará en el humor una salida al agobiante peso anonadador que produce la contemplación de las vulgaridades de la existencia.
Cuando Baroja comienza a escribir se estaba produciendo una profunda reformulación de la escritura teatral. Se tenía conciencia del agotamiento de las formas dramáticas decimonónicas y se buscaban alternativas. Algunas de ellas por los caminos de la novela, que se ofrecía como el género más vigoroso y capaz de expresar la compleja sociedad contemporánea por su permeabilidad casi absoluta. El acercamiento del drama a la novela se vio por ello como uno de los caminos salvadores del agotamiento del arte escénico. En toda Europa se produjo un acercamiento de los dos géneros. A medida que la novela de costumbres contemporáneas fue desarrollándose y haciendo más sutiles sus técnicas constructivas mediante las cuales los novelistas pretendían ofrecer una representación lo más exacta posible del hombre moderno y sus problemas tanto de conciencia como de comunicación con los otros, el discurso novelesco se fue haciendo dramático en el sentido que el término se entiende dentro de la teoría del drama moderno, como encuentro de personajes complejos que mediante el diálogo buscan puntos de entendimiento y convergencia o cuanto menos de confrontación[7]. Más sutil era el camino del diálogo interno o monodiálogo —por utilizar el término unamuniano— pero no tardaría tampoco en desarrollarse repercutiendo en el lenguaje dramático a través de los monólogos con su convencionalismo inevitable dentro de los cánones del drama realista, pero cada vez menos sorprendente dentro de la creciente elasticidad de las formas artísticas.
Por el camino del diálogo, novela y drama se daban la mano. El drama cada vez repudiaba menos lo analítico y se alejaba más del encorsetamiento de las unidades dramáticas. El interés por el personaje y su complejidad de conciencia resultó así decisivo en la configuración de una nueva manera de entender la novela y el drama. Clarín reclamó en los escenarios españoles personajes similares los de las grandes novelas galdosianas y trató de convencer al novelista canario para que no desdeñara los escenarios. Galdós, que desde joven había cultivado la escritura teatral y que de otra parte iba afinando el uso de la lengua por los personajes de sus novelas realistas fue a da progresivamente en la novela hablada —por su aproximación a la lengua viva, que se convierte en un elemento d caracterización individual indispensable— y a la novela dialogada, es decir, a la novela que enfrentaba con las menos mediaciones posibles del narrador a unos personajes que se veían obligados a convivir. El paso a los escenarios era esas alturas tan simple como encontrar unos práctico del teatro dispuestos a poner en pie sobre las tablas a esos personajes, como ocurrió en 1892 con Realidad, de la mano de Emilio Mario, y en años siguientes con otras ficciones galdosianas. Tanteos en la misma dirección llevaban a cabo con las distinciones pertinentes Clarín, Valera, Pereda o la Pardo Bazán por no citar sino a algunos.
Y por el mismo camino de libertad de escritura y permeabilidad genérica, la novela andaba tanteando otros caminos, que acabarían por generar la novela lírica. Galdós vuelve a ser ejemplo sobresaliente con El abuelo (1897, «novela dialogada en cinco jornadas», pero novela lírica también en las descripciones que encabezan las distinta escenas, ajenas ya a la voluntad objetivista de la descripción de años anteriores y por la importancia dada a la expresión de los conflictos interiores y ensoñaciones de su protagonista. El novelista confesaba en su prólogo haber tomado cariño al sistema dialogal porque «nos da la forja expedita y concreta de los caracteres. Éstos se hacen, se componen, se imitan más fácilmente, digámoslo así, a le seres vivos cuando manifiestan su contextura moral con su propia palabra y con ella, como en la vida, nos dan relieve más o menos hondo y firme de sus acciones»[8].
No dudaba en evocar como respaldo La Celestina o Ricardo III, de Shakespeare, que llama «novelas habladas» y «dramas de lectura». Al publicar en 1905 Casandra, en su prólogo la colocaba al lado de sus «hermanas mayores» Realidad y El abuelo, como ellas, «drama extenso» o «novela intensa». Y no dejó de invitar a los jóvenes escritores a que siguieran por ese camino como hicieron entre otros, Valle-Inclán, Unamuno o Baroja. El acercamiento a la poesía no va acompañado en Galdós de unas declaraciones tan nítidas como las referidas a la novela dialogada, pero en su discurso de ingreso en la Real Academia en 1898 no dejó el novelista de mostrar su perplejidad por los nuevos rumbos de la sociedad con sus costumbres cada vez más complejas y difusas y defendiendo en paralelo una novela que diera cuenta en toda su complejidad de la conciencia presente, incluidas las aspiraciones más ideales, para lo que era necesario crear discursos novelescos apropiados, técnicas novelescas cercanas por su capacidad sugestiva al lenguaje de la poesía.
Algo parecido se produce en el cuento finisecular. En ocasiones, los dramaturgos escriben sus dramas a partir de cuentos propios anteriores como ocurre con Dicenta en dramas como Juan José o El crimen de ayer. Y mucho más frecuente es la publicación de relatos breves en forma de escena teatral, constituyendo una verdadera «moda narrativa finisecular» en opinión de Ángeles Ezama, que estudia la aportación de Eduardo Zamacois y Jacinto Octavio Picón, llamando la atención, además, sobre cómo a comienzos de siglo los títulos de colecciones de cuentos hacen referencia a su contenido dramático: así, Cuentos dramáticos (1901), de Emilia Pardo Bazán, o Drama de familia (¿1906?), de Picón[9]. Eran habituales ya para entonces en las revistas los cuentos dialogados y en los años siguientes colecciones periódicas como El Cuento Semanal acogerían en sus páginas indistintamente textos narrativos y dramáticos como ocurre por no salimos de Baroja y de uno de los dramas que aquí editamos: ¡Adiós a la bohemia! Baroja publica en El Cuento Semanal su primera versión en 1911, completando el número con los cuentos Un justo y Las coles del cementerio.
Otros escritores de la edad y del entorno de Baroja cultivan el relato dialogado breve. ¿O deben ser más bien ser considerados piezas teatrales cortas? En realidad, la fluidez genérica era tan grande que es imposible y hasta absurdo sostener la prevalencia de un género sobre el otro. Las calificaciones genéricas tienen más un valor indicativo y orientador que definitorio. El teatro naturalista de manera particular había acentuado el interés por el tranche de vie, la escena suelta. Y no muy diferente es la situación de la narrativa que desarrollando similares supuestos. Cada vez más relatos eran titulados o subtitulados escenas enlazando con la larga tradición de la literatura costumbrista y eran habituales las crónicas periodísticas donde estos términos comparecen. Es el caso de Benavente, cuyas colaboraciones periodísticas contienen en germen en ocasiones sus piezas dramáticas, estén o no dialogadas[10]. Cuatro de los ocho cuentos recogidos por Azorín en Bohemia (1897) «son verdaderas obritas dramáticas en su concepción y desarrollo. Todas tienen más de una escena; hay en ellas una acotación inicial que sitúa la acción con exactitud; los personajes son descritos cuidadosamente; se indica, del modo usual en las piezas teatrales, sus entradas y salidas; y existe, en fin, una medida progresión dramática»[11]. Valle-Inclán otorgará gran relevancia al diálogo en sus cuentos y escribirá piezas teatrales simbolistas que no obstante incluye después en colecciones de relatos como ocurre con Tragedia de ensueño y Comedia de ensueño. Son apenas unos pocos ejemplos de los muchos que cabría aducir. Pero, además, en estos últimos textos citados se mostraba ya plenamente operativo otro aspecto relevante de la literatura finisecular: su carácter lírico de progenie simbolista. Fluidez genérica y tendencia a lo lírico resultan de consideración indispensable para su lectura correcta[12].
Sobre este horizonte se inscribe la escritura de Baroja. Y por ello, no es extraño encontrar en sus primeros años cuentos totalmente dialogados —Caídos (1899), origen de ¡Adiós a la bohemia! entre ellos— o ya en 1900 La casa de Aizgorri, «novela en siete jornadas» de inequívoco carácter lírico como puso de relieve al reseñarla en Electra Valle-Inclán, que se identificaba con su estética[13].
La mayor parte de su cuentística de entonces en realidad está impregnada de un peculiar carácter lírico como he analizado en otra parte[14]. No es necesario, pues, dar demasiada importancia a la anécdota contada por el mismo Baroja de que habría presentado La casa de Aizgorri a la compañía de Ceferino Patencia para su estreno. Su diálogo como su lirismo responden a motivaciones más profundas y nada circunstanciales y, además, iban a tener continuidad a lo largo de su carrera. Novelas dialogadas son El mayorazgo de Labraz o Paradox, rey. El goteo de cuentos continúa en esos años.
Antonio Gago Rodó ha apreciado con certeza dos fases y un epílogo en la cercanía a lo teatral de Baroja. Una primera desde 1899 a 1911 que corresponde a los años y obras mencionados; una segunda entre 1922 y 1929, «definida por una mayor teatralidad canónica (farsa, sainete, sin abandonar la novela dialogada o “film”) de sus obras, acompañadas de estrenos algunas de ellas, que comprendería La leyenda de Jaun de Alzate, una escenificación de El mayorazgo de Labraz; Arlequín, mancebo de botica o los pretendientes de Colombina, Chinchín comediante o Las ninfas del Bidasoa; El horroroso crimen de Peñaranda del Campo; Las noches del café de Alzate, El nocturno del hermano Beltrán; El poeta y la princesa o El cabaret de la cotorra verde y Allegro final; y una obra epilogal, Todo acaba bien… a veces, de 1937»[15].
Esta concentración en la «escritura dramática» en determinados momentos no va acompañada necesariamente de un acercamiento a los escenarios —salvo en los años de E, Mirlo Blanco en el limitado horizonte familiar—, y escritura y forma de difusión no parecen determinarse. Conviven ediciones en la prensa y en libros. En ocasiones adelanta fragmentos de obras extensas o relatos breves se integran después en obras mayores. Las calificaciones genéricas varían con el tiempo y así se dará el caso de que en sus Obra Completas bajo el rótulo Teatro se consideren sólo La leyenda de Jaun de Alzate; Arlequín, mancebo de botica; El horroroso crimen de Peñaranda del Campo; Chinchín comediante El nocturno del hermano Beltrán y Todo acaba bien… a veces. Y ¡Adiós a la bohemia!; La casa de Aizgorri; El mayorazgo de Labraz; Paradox, rey; El poeta y la princesa o Allegro final ¿qué son? La ambigüedad genérica es permanente. El amplio despliegue de subtítulos no hace sino agravar la situación hasta producir cierta perplejidad, ya que abundan los indicadores teatrales (y aun los cinematográficos) tanto en los título; incluidos en el «Teatro» como en los excluidos. Apenas un ejemplo: La leyenda de Jaun de Alzate se presenta como «leyenda vasca puesta en escena». Hoy se tiende a considerarla entre las novelas, sin más. Sus cinco partes y continuo troceamiento repugnan a una crítica sobre la que pesa —los prejuicios de siglos son difíciles de conjurar— la tradición aristotélica a la hora de considerar qué es y qué no es teatro.
En su aspecto externo se ofrece así: Habla el autor. Intermedio. Primera parte (Escenas I-XV). Intermedio. Segunda parte. Prólogo de dos diablos (Escenas I-XI). Intermedio. Tercera parte. El autor. (Escenas I-XXIII). Intermedio. Cuarta parte. El autor. (Escenas I-XXI). Intermedio. Quinta parte. El autor. (Escenas I-XI). Epílogo. Adiós final.
Demasiadas partes, escenas e intervenciones del autor para quienes ofician ante el altar de Aristóteles y siguen sus preceptos a la hora de definir el drama. Más aún, en el interior de alguna escena se quiebra con nuevos desdoblamientos (así la tercera de la segunda parte, dando origen a un pasaje lírico).
Y sin embargo, puesto que se trata de la puesta en escena de una leyenda vasca debiera indagarse en la textura fantástica de éstas y que los simbolistas habían defendido justamente una posibilidad de nuevo repertorio teatral basado en el uso libérrimo de las grandes leyendas. Aquí contrapesada su vaguedad por la intervención permanente del autor, de acuerdo, pero un autor propenso a la ensoñación a la vez que estudioso de tradiciones. La leyenda de Jaun de Alzate resulta así una recopilación de temas y formas folclóricos organizados de una forma entre divertida y desafiante, uno más de los muchos ejercicios de escritura en libertad que Baroja llevó a cabo[16].
Habría que analizar cada una de las obras y sus sucesivas versiones antes de sacar conclusiones precipitadas acerca del alcance de lo dramático en la obra barojiana; lo hago sobre las obras editadas en esta antología en sus apartados correspondientes y sin duda cabría hacer numerosas consideraciones sobre El mayorazgo de Labraz, «drama trágico en cuatro actos, en prosa» o El poeta y la cotorra, «novela film». Al final, siempre queda una sensación de indefinición, de límites genéricos borrosos.
Han sido citadas una y mil veces las ideas de Baroja sobre la novela, defendiendo la libertad del escritor a ultranza:
La novela en general, es como la corriente de la historia: no tiene principio ni fin; empieza y acaba donde se quiere[17].
La novela es un género multiforme, proteico, en formación. Lo abarca todo: el libro filosófico, la aventura, la utopía, lo épico, lo lírico, todo absolutamente. Hay un tipo de novela esquemática, cerrada, de una unidad completa, y otra anárquica, multiforme, proteica y porosa.
Hay una novela que es algo como la melodía larga con variaciones y otra breve como la melodía de ritmo muy marcado. Una permeable a todo y otra impermeable. La ventaja de la impermeabilidad con relación al ambiente verdadero de la vida se compensa con el peligro del anquilosamiento, de la sequedad y de la muerte[18].
Lo había dicho muy pronto prologando La fuerza del amor, de Martínez Ruiz:
artículo, ensayo o novela es lo mismo, y para un escritor de raza la cuestión es mostrar su personalidad y no imitar formas antiguas y trasnochadas[19].
Lo que da cohesión es el espíritu del escritor, su personalidad:
El escritor, sobre todo el novelista, tiene un fondo sentimental que forma el sedimento de su personalidad.
[…] En ese fondo sentimental del escritor han quedado, han fermentado sus buenos y malos instintos, sus recuerdos, sus éxitos y sus fracasos. El novelista vive de ese fondo[20].
De sí mismo dirá que el fondo de su personalidad se formó en la infancia y en la primera juventud y en esos años:
las personas, las cosas, el aburrimiento se me quedó grabado de una manera fuerte, áspera e indeleble[21].
En ese fondo se trata de bucear y ver cómo se convierte en literatura que expresa una personalidad singular, que definía en «Estilo modernista» (24-VII-1903):
Ni humildad ni brillo rebuscados; el escritor debe presentarse tal como es. Hay que tener valor de aceptar lo que se es en la vida y en el arte. Lo difícil es esto, llegar a descubrir el yo, la personalidad grande o pequeña, de ruiseñor o de búho, de águila o de insecto, cuando se tiene. El estilo debe ser expresión espontánea o rebuscada, eso es lo de menos, pero expresión fiel de la manera individual de sentir y pensar[22].
No hay riesgo de extraviarse en la obra barojiana si no se pierde de vista este anclaje que ofrece con tanta reiteración: la escritura como proyección de la personalidad sin otorgar especial importancia los moldes genéricos. La autobiografía como argamasa que une las piezas más diversas aun en los textos dramáticos en los que el escritor realiza un ejercicio de camuflaje complejo por las pretendidas autonomías de los personajes dramáticos y ocultación del autor, pero no hasta tal punto de que no advirtamos que debajo está siempre él con el disfraz y el tono elegidos para la ocasión.
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