viernes, 2 de diciembre de 2016

Eduardo Mendoza. Premio Cervantes 2016.


Eduardo Mendoza Garriga (Barcelona, 11 de enero de 1943) es un escritor español. En general, su estilo narrativo es sencillo y directo, sin hacer abandono del uso de cultismos, arcaísmos y del lenguaje popular en su más pura expresión. Gusta de personajes marginales que miran la sociedad con extrañeza mientras luchan por sobrevivir permaneciendo fuera de ella.

Su obra literaria, que inaugura con la publicación en 1975 de La verdad sobre el caso Savolta, está generalmente ambientada en su Barcelona natal, combinando la descripción de la ciudad en épocas anteriores a la Guerra Civil Española y en la actualidad. Llàtzer Moix habla de `realidad bifronte` al referirse a la narrativa de Mendoza y establece una distinción entre sus novelas serias o mayores, y sus divertimentos o novelas menores.

Aunque su principal género literario es la novela, Mendoza ha escrito a lo largo de su trayectoria profesional ensayos como Baroja, la contradicción, y más recientemente relatos como Tres vidas de santos. Recibió en 2010 el premio Planeta por su novela Riña de gatos. Madrid 1936.

Después de licenciarse en Derecho en 1965, viaja por Europa y al año siguiente consigue una beca en Londres para estudiar Sociología. A su regreso en 1967 ejerce la abogacía en la asesoría jurídica del Banco Condal, que abandona en 1973 para irse a Nueva York como traductor de la ONU.

Estando en Estados Unidos publica en 1975 su primera novela La verdad sobre el caso Savolta. Su título original era Los soldados de Cataluña, pero se vio obligado a cambiarlo debido a problemas con la censura franquista. Esta ópera prima, en la que se puede observar la capacidad de Mendoza en la utilización de diferentes discursos y estilos narrativos, lo lanza a la fama. Considerada por muchos como la precursora del cambio que daría la sociedad española y como la primera novela de la transición democrática, la novela narra el panorama de las luchas sindicales de principios del siglo XX, mostrando la realidad social, cultural y económica de la Barcelona de la época. Apenas unos meses después de su publicación muere Francisco Franco y al año siguiente La verdad sobre el caso Savolta recibe el Premio de la Crítica.

El misterio de la cripta embrujada, una parodia con momentos hilarantes que mezcla rasgos de la novela negra con la gótica, fue publicada en 1979 y marca el comienzo de una tetralogía protagonizada por un personaje peculiar, una suerte de detective encerrado en un manicomio, de nombre desconocido. El laberinto de las aceitunas, 1982, la segunda novela protagonizada por el detective sin nombre, lo consolida como uno de los autores con más éxito de ventas. La saga protagonizada por este personaje continuó en 2001 con un tercer volumen, La aventura del tocador de señoras y El enredo de la bolsa y la vida, cuarto volumen publicado en 2012.

En 1983 Mendoza regresa a Barcelona tras varios viajes a Ginebra, Viena y otras ciudades, pero sigue ganándose la vida haciendo traducción simultánea en organismos internacionales. En 1986 publica La ciudad de los prodigios, novela en la que se muestra la evolución social y urbana de Barcelona entre las dos exposiciones universales de 1888 y 1929. La ciudad de los prodigios está considerada por la crítica literaria como su obra cumbre y fue elegida por la revista francesa Lire como el mejor libro de 1988. En 1999 fue adaptada al cine por Mario Camus y protagonizada por Emma Suárez y Olivier Martínez.

Su siguiente obra, La isla inaudita, fue publicada en 1989 y salta la narración habitual en las novelas de Mendoza, usando la ciudad de Venecia como principal escenario. Un año después comienza a publicar en el diario El País una historia por entregas de un extraterrestre que aterriza en la Barcelona previa a los Juegos Olímpicos de 1992. La historia fue publicada al año siguiente por Seix Barral bajo el título de Sin noticias de Gurb. También en 1991 hace su primera incursión en el teatro con la inauguración de la obra en catalán Restauraciò en el Teatro Romea de Barcelona. Su adaptación al español se representó un año después en Madrid.

En 1992 publicó El año del diluvio, ambientada en un pueblo catalán regido por un cacique franquista y protagonizada por la monja Constanza Briones. La novela ganó la tercera edición del Premio Literario de la revista Elle en 1993. Dos años después comenzó a impartir clases en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona. Compaginando su trabajo como profesor y su labor literaria, publicó en 1996 Una comedia ligera, ambientada en la Barcelona de la posguerra española. La novela se alzó con el Premio al Mejor Libro Extranjero, otorgado en Francia en 1998.

La aventura del tocador de señoras, su primera novela en el nuevo siglo, fue publicada en enero de 2001 y supone el tercer volumen de las aventuras del detective anónimo, expulsado del manicomio en el que residía y convertido a peluquero. El libro fue galardonado por el premio de libreros de Madrid con el Premio al Mejor Libro del 2002. En agosto del mismo año repite la fórmula de Sin noticias de Gurb, publicando por entregas en España El último trayecto de Horacio Dos, una fábula sarcástica a modo de diario personal que recoge un viaje en el espacio. En noviembre publicó con la editorial Omega Baroja, la contradicción, un ensayo biográfico en torno a la figura del escritor Pío Baroja.

En 2003 publicó Barcelona modernista, un ensayo sobre la ciudad de Barcelona en un periodo comprendido entre la Exposición Universal de 1888 y la Primera Guerra Mundial. Además, contribuyó como guionista a la adaptación cinematográfica de su propia obra El año del diluvio, dirigida por Jaime Chávarri.

En 2006, la editorial Seix Barral publicó Mundo Mendoza, una biografía realizada por Llatzer Moix, y Mauricio o las elecciones primarias, una novela no paródica de Mendoza ambientada en Barcelona que narra una historia de amor a tres bandas con un trasfondo político posterior a la Transición Española, entre las elecciones de 1984 y la designación de Barcelona como sede olímpica. La obra obtuvo el VI Premio de Novela Fundación José Manuel Lara Hernández.

Dos años después estrenó Glòria, su segunda obra teatral en catalán, posteriormente adaptada al español, y publicó El asombroso viaje de Pomponio Flato, una parodia del género epistolar que narra las aventuras de Pomponio Flato, un filósofo romano, en tierras de Nazaret, donde es contratado por el niño Jesús para salvar de la pena de muerte a su padre José. La novela, mezcla de género policíaco y novela negra, narra acontecimientos de la vida de Jesús sin rigor histórico a modo de parodia de novelas de intriga como El código Da Vinci de Dan Brown. En 2009 publicó Tres vidas de santos, un libro formado por tres relatos que supone su primera incursión en el género literario.

El 16 de octubre del 2010, el escritor Eduardo Mendoza, oculto tras el seudónimo Ricardo Medina, ganó la 59ª edición del Premio Planeta de novela, dotado con 601.000 euros, con la obra Riña de gatos. Madrid 1936. El punto de partida de la novela ganadora es la llegada a la España en la primavera de 1936 de un joven inglés, especialista en pintura española, reclamado para tasar un posible cuadro desconocido de Velázquez.

Con El enredo de la bolsa y la vida, publicado el 10 de abril de 2012, Mendoza vuelve a dar vida al anónimo detective protagonista de El misterio de la cripta embrujada, El laberinto de las aceitunas y La aventura del tocador de señoras en una sátira ambientada en la Barcelona actual.
Fuente:
N.N.
***

El secreto de la modelo extraviada
Eduardo Mendoza
(Fragmento).
 1. UN PERRO CAPCIOSO

En términos generales, estaba bien. De salud, de memoria y pare usted de contar. En estas condiciones y después de tantas aventuras, debería haber llevado una vida de sosiego, y en ello estaba cuando me mordió un perro y lo echó todo a rodar. Yo iba caminando por la Ronda de San Pablo, diligente y sin meterme con nadie, camino del autobús, a llevar una comanda. Desde hacía cierto tiempo trabajaba en un restaurante chino y me habían confiado aquel cometido por mi doble condición de nativo, y por ende conocedor de la intrincada trama urbana, y de ciudadano con papeles, por si me paraba la poli. Algunos de estos papeles habría sido mejor no tenerlos, pero a ciertos efectos era mejor estar fichado que pertenecer al abultado colectivo de los sin papeles, como le sucedía al resto de los trabajadores de la empresa así como a los socios capitalistas, los proveedores y buena parte de la clientela. Originariamente, el restaurante había sido fundado por una familia modélica en el local que otrora ocupaba un modesto negocio regentado por mí, a saber, una peluquería piojosa en el sentido figurado y no figurado del término. Como parte de la transacción, ingresé en la magra plantilla del nuevo establecimiento, y cuando, unos meses más tarde, la familia en cuestión traspasó el negocio a una importante cadena de restaurantes chinos, también me traspasó a mí en calidad de gerente, cocinero, jefe de almacén, contable, maître y animador en las noches de espectáculo, todo ello naturalmente con carácter nominal, por la ya mencionada cuestión de los papeles, porque, en la práctica, hacía de recadero, fregona, desatascador de desagües obturados, basurero, exterminador de cucarachas y toreador de ratas. No creo que ninguno de estos detalles influyera en la decisión del perro que me mordió, salvo el olor que desprendían los recipientes de cartón que llevaba a portes debidos a un cliente que los había encargado por teléfono. Si bien siento por los perros un miedo y un rechazo congénitos y el que me atacó a traición y me mordió en la pantorrilla era bastante grande, el incidente en cuestión fue cosa nimia, ya que mis empleadores, con fines publicitarios, me obligaban a efectuar los repartos vestido de guerrero de Xi’an, y la armadura, con todo y ser de plástico barato en lugar de terracota, bastó para protegerme de las fauces del perro y dejar a éste desconcertado y sin ganas de repetir la experiencia. Sólo de resultas del susto y el empellón se me cayeron al suelo los envases de cartón y el contenido de uno de ellos se desparramó por la calzada, pero como se trataba del entrante denominado «mejillones macerados pow pow», no me costó recogerlos todos, menos uno que se puso a salvo encaramándose a un árbol, y reintegrarlos a la caja sin menoscabo de su apariencia y su sabor. En esta operación me halló una señora de mediana edad, bien vestida y encrespada, la cual, agitando una correa, exclamó:
—¿Se puede saber qué le ha hecho a mi perro?
—Yo, nada —respondí—. A mí los perros me repugnan.
Esta respuesta debió de tranquilizarla respecto de mis intenciones, porque acto seguido añadió dirigiéndose al perro:
—Malo, malo.
Y de nuevo a mí:
—No sé lo que le puede haber irritado de usted. Hasta ahora Paolo sólo mordía a los niños. Nunca a gente mayor, y menos a esperpentos. Paolo, pide perdón a este señor.
Paolo separó las patas traseras y depositó un zurullo en el pavimento.
—Bueno —prosiguió la dueña del perro—, asunto concluido. No se le ocurra denunciarlo. Paolo no está vacunado y la guardia urbana lo podría requisar. Si me promete olvidar esta tontería le indemnizaré por las molestias. Deme su número de cuenta y le haré una transferencia al llegar a casa.
Tiempo atrás abrí una cuenta corriente en la Caixa, pero la propia entidad la embargó preventivamente en el momento mismo de la apertura.
—Preferiría efectivo —dije.
—Sólo llevo nueve euracos.
—Muy buenos son.
Sacó del bolso un monedero, de éste un billete de cinco y unas monedas y me lo dio. Luego se fue acompañada de Paolo. En cuanto me quedé solo anduve dando tumbos hasta un banco desocupado y me senté. Mi mente se había vaciado de los pensamientos que hasta aquel momento la ocupaban por completo (el fútbol) y un torbellino de recuerdos e ideas se arremolinaban en ella dejándome confuso y como en trance. Por ensalmo vime transportado a otro lugar y a otro momento, muchos años atrás, cuando una suma de circunstancias adversas habían dado con mi persona en una institución destinada a albergar más por fuerza que de grado a quienes habían tenido el acierto de agregar a un equilibrio mental inestable una conducta punible y una reiterada incapacidad para convencer a la judicatura de su inocencia...
Una mañana temprano, antes de la ducha y el desayuno, yo había salido al patio del sanatorio a depositar las bolsas de basura de mi pabellón en el contenedor correspondiente, cuando vi venir a Toñito. Era raro que Toñito anduviera suelto a aquella hora, pero todo era raro en Toñito, conque no le di importancia, ni siquiera cuando se me acercó y me dijo:
—Alguien pregunta por ti. En el vestíbulo.
—¿Eh?
No era fácil entender a Toñito. Tiempo atrás alguien lo había visto ensimismado y le había dicho:
—Toñito, si sigues con la boca abierta te vas a comer una mosca.
Él entendió «una rosca» y desde entonces no cerraba la boca ni de día ni de noche, con el consiguiente menoscabo de su dicción. De modo que opté por no indagar más y acudir al vestíbulo para comprobar si de verdad me requería alguien. El vestíbulo era un espacio desnudo donde las pocas visitas que recibían algunos afortunados habían de esperar a ser atendidas. Los fluorescentes que lo iluminaban se habían ido fundiendo hasta dejar la pieza en penumbra. Donde antes colgaba el retrato del Generalísimo había ahora un recuadro vacío y desleído. Unos años atrás, el doctor Sugrañes, en su condición de director del sanatorio, había invitado a Su Majestad el Rey, a su esposa y al resto de la familia real a pasar un fin de semana en el sanatorio. La respuesta de la oficina de relaciones públicas de la Casa Real pareció al doctor Sugrañes más diplomática que entusiasta, por lo que decidió no colgar el retrato del Rey en el vestíbulo hasta tanto la invitación no hubiera sido aceptada. Y así estaban las cosas todavía. En aquel acogedor ambiente encontré a un hombre al que yo nunca había visto. Era joven, apuesto y robusto; ostentaba un poblado bigote que descendía por ambos lados de la boca y su mirada habría sido incisiva si unas gafas oscuras no la hubieran velado. Vestía americana amarilla, camisa morada y corbata a topos. Seguramente también llevaba otras prendas, pero no tuve tiempo de cerciorarme de ello, pues el desconocido acaparó toda mi atención diciendo:
—Ruego me disculpe por haberle sacado de sus ocupaciones terapéuticas, pero el asunto que me trae aquí ni es para menos ni admite demora. Ante todo, me presentaré. Mi nombre es Rupert von Blumengarten. En realidad me llamo José Rebollo, pero como soy de la policía secreta, siempre utilizo un alias. En su busca, no del alias sino de usted, me envía el comisario Flores.
—¡Pluga al cielo derramar sobre él sus bendiciones! —exclamé hincando una rodilla en tierra, abriendo los brazos y levantando la cara hacia las telarañas que cubrían en techo.
En honor a la verdad, si por aquel entonces un solo deseo me hubiera sido concedido en la vida, éste habría sido encerrar al comisario Flores en un nido de termitas en compañía de una tarántula y un caimán, y no sin motivo. Mi vida y la del comisario Flores habían seguido líneas divergentes y a un tiempo concomitantes: él subía y yo bajaba en una correlación no casual, toda vez que sus méritos solían cimentarse en mis fracasos. Pero como en el momento presente y sin perspectivas de cambio seguían en sus manos el poder y la porra y su intercesión podía contribuir a la revisión de mi sentencia, siempre procuraba mostrarle más devoción que inquina, por lo que añadí sin alterar mi postura:
—¡Y hacerlas extensivas a quien viene en su nombre!
El desconocido me autorizó por señas a levantarme, sonrió con una ligera contracción de los labios y repuso:
—Me consta que el comisario Flores corresponde a sus sentimientos en la misma medida. De los míos no puedo hablar, porque soy de la policía secreta. Y celebro su buena disposición, porque el comisario Flores me envía para encomendarle una misión. Como se trata de una misión secreta, a partir de ahora te trataré de tú. Si alguien nos sorprende, nos daremos un morreo.
No era aquélla la primera vez que la insondable bajeza del comisario Flores le llevaba a recurrir a mis servicios. Lo había hecho antes de mi ingreso en la institución donde ahora me pudría, bajo amenaza de enviarme a la trena, e incluso luego, una vez materializada la amenaza y estando yo encerrado donde a la sazón lo estaba, con la promesa de compensaciones y prebendas que luego nunca se materializaban, por más que yo cumplía mi parte del trato con no poco esfuerzo y riesgo. Escarmentado y enfrentado a una nueva demanda, mi primera reacción fue dar media vuelta y dejar plantado al emisario alegando un brote repentino de ansiedad. O súbitas cagarrinas. O nada, que para eso fungía de orate. Pero refrené aquel impulso y pregunté por la naturaleza del encargo.
—Te la expondré tan pronto salgamos del sanatorio, cosa que podemos hacer sin más trámite, pues en previsión de tu aquiescencia he solicitado y obtenido el permiso del doctor Sugrañes, honorable director de esta ejemplar institución.
Sacó del bolsillo un papel mecanografiado y firmado, me lo mostró y yo lo di por bueno. Nada me permitía dudar de la connivencia del doctor Sugrañes con las autoridades y, en definitiva, la parte administrativa de la cuestión me traía sin cuidado. Poco esperaba ganar accediendo a una proposición que en ningún caso se me habría permitido rechazar, pero tampoco tenía mucho que perder en ello y un breve período de libertad podía brindarme oportunidades que nunca se me presentarían mientras estuviera encerrado. Así que sin mediar palabra nos dirigimos a la puerta que comunicaba el tenebroso vestíbulo con el árido jardín y sobre cuyo dintel un festón proclamaba en letra gótica el lema de aquella noble entidad: POR EL CULO TE LA HINCO. Mi acompañante abrió la puerta con facilidad por su parte y sorpresa por la mía, porque siempre estaba cerrada bajo siete llaves; salimos juntos y recorrimos el sendero, ora polvoriento, ora enfangado, según el clima, y traspusimos con igual expedición la verja de la calle. Allí nos esperaba un coche negro. Entramos. Lo conducía un individuo de paisano, barbado y ceñudo. Mi acompañante se sentó a su lado y yo en la parte posterior del vehículo. Sonaron ominosos los seguros de las puertas. A una indicación de mi acompañante, el conductor se quitó la barba, desarrugó el ceño y partimos. Entonces caí en la cuenta de que no me había despedido de los compañeros ni había tenido ocasión de ponerme ropa decente o, cuando menos, limpia.

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