Jaime Torres Bodet.
Balzac
I
LA VIDA DEL ESCRITOR:
Las escuelas y los primeros amores
CORTAR con pulcritud el cuerpo de una perdiz sazonada en el horno prócer no ha sido nunca empresa accesible a los no iniciados. En Francia, y en pleno siglo XVIII, tan gastronómica operación requería dotes sutiles, de experiencia, de tacto y de cortesía. Se comprende la estupefacción que produjo en el comedor de una familia de procuradores y de juristas, durante el reinado de Luis XV, la audacia del invitado, plebeyo y pobre, a quien la dueña, de casa confió el honor de dividir una de las perdices dispuestas para la cena. Sin la más excusable vacilación, empuñó el cuchillo y —recordando a Hércules, más ciertamente que a Ganimedes— despedazó al volátil con fuerza tanta que no sólo rasgó las carnes y el esqueleto del animal: rompió también el plato, y el mantel por añadidura, y tajó finalmente el nogal de la mesa arcaica, irresponsable después de todo. Aquel sorprendente invitado se llamaba Bernardo Francisco Balssa. Años más tarde, se casaría con Ana Carlota Laura Sallambier, hija de un fabricante de paños no sin fortuna. Tendrían cuatro hijos. Uno de ellos, Honorato de nombre, nacido en Tours, iba a escribir La comedia humana. La escribiría con una pluma que, por momentos, da la impresión de que fue tallada por el cuchillo de su vehemente progenitor.
Tours es, ahora, el centro de un turismo muy conocido: el de los curiosos que van a admirar los castillos en que vivieron —y a veces se asesinaron— los grandes señores del Renacimiento francés. Ejerce un dominio suave pero efectivo sobre una red de caminos bien asfaltados, dispone de hoteles cómodos y, a la orilla del Loira, vive una vida lenta como el curso del río donde se mira, fácil y luminosa como el vino que exporta todos los años, pequeña, irisada y dulce como las uvas en los racimos de las colinas que la rodean, de Chinon a Vouvray, bajo un cielo sensible e inteligente, parecido al idioma de ciertas odas, en el octubre heráldico de Ronsard.
Ninguna ciudad menos adecuada, a primera vista, para servir de cuna al demiurgo de la novela francesa del siglo XIX. Pero no estamos ya en los tiempos del señor Taine. Ya no creemos en la fatalidad de la raza y del medio físico. Hemos aprendido que el genio nace donde puede. En el hospital de los pobres, como Dostoyevski. O en las Islas Canarias, como Galdós. O, como Stendhal, en aquella Grenoble montañosa y fría que Beyle no toleró jamás.
En Tours, un 20 de mayo —el de 1799— seis meses antes del golpe de Estado de Bonaparte (es decir: seis meses antes —menos un día— de que Beyle arribase a París en la diligencia que, debiendo llevarle a la politécnica, lo depositó prematuramente en la burocracia) nació Honorato Balzac.[1] Su padre —Balssa en la juventud— había optado por una ortografía distinta de ese apellido, sin adornarlo aún con la partícula nobiliaria que el novelista adoptó en los años de sus primeros éxitos mundanos.
Me place asomarme hoy a la intimidad de los padres de algunos genios. He descrito, en un estudio sobre el autor de El idiota, la figura del médico Dostoyevski. La de Bernardo Francisco Balzac no resulta menos extraña ni menos decorativa. Ya hemos visto de qué modo solía tratar a las perdices. La fortuna de su mujer no corrió mejor suerte bajo sus manos. De los 260 mil francos que poseía la señorita Sallambier, buena parte fue devorada por su marido en aventuras de bolsa y negocios sin porvenir. En Tours el señor Balzac, rutilante, compacto y duro, recibía con opulencia a sus amistades. Si digo que recibía bien a sus amistades no incluyo entre éstas a los parientes del propietario. Se asegura que un hermano suyo, cuando fue a verle, no obtuvo sino el refugio —humilde, aunque nutritivo— de la cocina. Preguntan algunos biógrafos de Balzac quién sería ese visitante. Hay quien supone que fue Luis Balssa, alias el Príncipe, tío de Honorato: el mismo Luis Balssa guillotinado, después, en Albi, por haber dado muerte —junto a una fuente y a las orillas del río Viaur— a Cecilia Soulié, una vagabunda que había sido su sirvienta y probablemente su concubina. Otros infieren que el verdadero asesino de Cecilia Soulié no fue Luis Balssa sino Juan Bautista Albar. Pero ni así la reputación de aquél se ve exonerada de toda culpa. En efecto, incluso los que atribuyen el crimen a Albar admiten la complicidad material y moral del Príncipe. Recordemos, de paso, que todo esto ocurrió cuando Honorato iba ya por sus 20 años. Y deduzcamos las repercusiones que hubo de tener en la mente del novelista la experiencia de un parentesco tan lastimoso.
El Honorato en el que ahora pensamos se hallaba entonces muy alejado de imaginar el drama sórdido de su tío. Ni siquiera vivía en Tours. Sus padres lo habían mandado muy niño al campo, donde le sirvió de nodriza, de aya y de educadora la mujer de un gendarme —en Saint-Cyr-sur-Loire. De allí pasó al colegio Legay, que de gai, es decir de alegre, sólo tenía el nombre. En 1807, lo internó su familia en Vendôme. Conozco el establecimiento. Lo visité en 1949. En su registro pueden todavía leerse, bajo el número 460 —el de la matrícula— estos datos prometedores: «Honorato Balzac… Ha tenido viruela… Carácter sanguíneo (sic). Se acalora fácilmente…».
Al reunir sus célebres documentos para la biografía de Balzac, Champfleury escribía, en 1878, que el «tío Verdun», portero del Liceo, recordaba aún, a los 84 años, los «grandes ojos del señorito Balzac». No le faltaban razones para evocarlos. El niño Honorato sufrió numerosos castigos en la prisión del colegio. Y era precisamente el portero —ese «tío Verdun»— quien tenía la obligación de llevarle a la celda, a purgar la pena.
Cerca de seis años pasó Balzac en Vendôme. Seis años durante los cuales su madre no fue a visitarle sino dos veces. Aquí se plantea una pregunta que intriga a todos los críticos balzacianos. ¿Fue la señora Balzac una madre afectuosa —o indiferente? El retrato que de ella he visto la representa en la plenitud de una mocedad irónica y maliciosa. Ojos claros y bien rasgados; frente despierta; nariz menuda, elástica, perspicaz. La boca, de contorno muy fino, deja en la duda a quien la contempla. Por goloso y por franco, uno de los labios —el inferior— parece burlarse del otro, no sé si casto, pero discreto, casi enigmático.
Acaso el perfil de esa boca extraña nos ayude a entender la psicología de una dama que atormentó a su hijo sin malquerencia, para quien fueron incomprensibles todos los apetitos y las pasiones del novelista y que, privándole del amor que su niñez y su adolescencia tanto anhelaban, lo hizo muy vulnerable a las tentaciones de otras mujeres y lo predispuso, inconscientemente, al dominio de aquella amante entre las amantes, Madame de Berny: la que Honorato encarnó, con el nombre de Madame de Mortsauf, en la heroína de uno de sus libros más difundidos, El lirio en el valle.
Se ha exagerado bastante el juicio desfavorable que merecía, según parece, la madre del escritor. Él mismo, en una de sus cartas a «la extranjera», la inacabable y siempre esperada señora Hanska, escribió estas líneas aborrecibles: «Si supiese usted qué mujer es mi madre un monstruo y, al propio tiempo, una monstruosidad… Me odia por mil razones. Me odiaba ya antes de que naciese. Es para mí una herida de la que no puedo curarme. Creímos que estaba loca. Consultamos a un médico, amigo suyo desde hace treinta y cinco años. Nos declaró: No está loca. No. Lo que ocurre, únicamente, es que es mala… Mi madre es la causa de todas las desgracias de mi vida».
Cuando un hijo se expresa de tal manera ¿cómo censurar a los comentaristas que le hacen coro? Sin embargo, no lo olvidemos: el hijo que así escribía no era un hombre como los otros. Era Balzac. Y Balzac no habló nunca de sus sentimientos particulares sin exaltarlos o ensombrecerlos hasta el colmo de lo creíble. No hallaba, para expresar esos sentimientos, sino los más brillantes bemoles en el registro agudo o los sostenidos más sordos en el registro grave: el éxtasis o la desesperación. Su talento, en ocasiones, parecía ser el de un caricaturista: el de un caricaturista empeñado en ilustrar el Apocalipsis. Captaba los trazos fundamentales de cada ser, como capta el buen caricaturista los rasgos decisivos de cada rostro. No para repetirlos ingenuamente, con intención de fidelidad, sino para exhibirlos y exacerbarlos hasta que la nariz, o la boca, o la barba del personaje produzcan risa. (O, como lo hacía Balzac, hasta que el lector se resuelva a pasar del aprecio a la admiración, de la simpatía al entusiasmo, de la indiferencia al reproche y del desdén a la repugnancia).
La madre de Honorato fue incomprensiva para su hijo. Él nos lo afirma. Pero le acompañó, según muchos lo dicen, hasta en la hora de la agonía. No podremos asegurar lo mismo de la señora Evelina Hanska, a quien los denuestos filiales que he traducido fueron comunicados por Honorato en un momento de imperdonable impudor vital.
Digamos, más cautamente, que la señora Balzac no fue siempre un modelo de paciencia ni un paradigma de ternura. Se atribuye a uno de los amigos de su marido, el señor de Margonne, la paternidad de Enrique, el más joven de los hermanos de Honorato. Adusta y susceptible, moralizadora y sensual, exigente y fría, asociaba a los parisienses caprichos de una señorita del siglo XVIII los formulismos estrechos y provincianos de una burguesa del XIX. El choque de esas dos épocas fue desastroso para su espíritu. Incrédula por pereza —o, más bien, por comodidad— coqueteó con el ocultismo. Leía a Boehm, a Swedenborg, a Saint-Martin. Comentaba aquellas lecturas en sus charlas de sobremesa. Mientras tanto, su marido —treinta y dos años mayor que ella— redactaba largas monografías cuyos títulos desalientan al más resignado de los lectores. Éste, por ejemplo: Memoria sobre el escandaloso desorden causado por las jóvenes seducidas y abandonadas en un desamparo absoluto, y sobre los medios de utilizar a un sector de la población perdido para el Estado y muy funesto para el orden social…
¡Qué lejos se encontraban esos dos seres del chico taciturno y ardiente que se describiría a sí propio, más tarde, al hablarnos de Louis Lambert! Retengamos el nombre de esta novela, la más autobiográfica de Balzac. Y, sin tomar por recuerdos exactos ciertas reminiscencias iluminadas —u oscurecidas— por la fantasía del escritor, imaginemos al verdadero Lambert (es decir: al pequeño Honorato) en los corredores húmedos del Liceo de Vendôme, o, mejor aún, en su biblioteca, que por tal reputaba la celda en que lo enclaustraban frecuentemente, pues en ella absorbía todo el papel impreso que le ofrecían las circunstancias: desde un diccionario hasta un tratado de física o un manual de filosofía. «Hombre de ideas —es Balzac quien se pinta, al contarnos la infancia de Louis Lambert— necesitaba apagar la sed de un cerebro ansioso de asimilar todas las ideas. De ahí sus lecturas. Y, como resultado de sus lecturas, sus reflexiones, gracias a las cuales alcanzó el poder de reducir las cosas a su expresión más simple, para estudiarlas en lo esencial. Los beneficios de ese período magnífico… coincidieron con la niñez corpórea de Louis Lambert. Niñez dichosa, coloreada por las estudiosas felicidades de la poesía».
A fuerza de leer (y más por su formación de autodidacto que por sus méritos de discípulo) el joven Honorato, trasladado a Tours en 1813, obtuvo allí las congratulaciones de su Rector, el señor De Champeaux. Se le autorizó, más tarde, a ostentar una condecoración escolar: la Orden del Lirio. Que no nos sorprenda mucho esta flor simbólica. El Imperio se había esfumado. Luis XVIII reinaba ya. En el hueco dejado por las abejas de Bonaparte, resurgía tímidamente el lirio de los Borbones. La Restauración —que entristeció tanto a Stendhal— alegró a Balzac. No porque fuese entonces particularmente monárquico, según dijo serlo en su madurez, sino porque la nueva administración le llevó a París, a la zaga de su familia. Bernardo Francisco acababa de ser nombrado Director de Víveres en la primera división militar de la capital.
Otras escuelas aguardaban a Balzac en París: la Pensión Lepitre y, después, el plantel regido por los señores Ganzer y Beuzelin. En éste, se marchitaron bien pronto los tonos de su modesto lirio de Tours. Nos lo informa una carta de la señora Balzac: en versión latina, ocupaba Honorato el trigésimo segundo lugar entre sus rivales. Esto, después de todo, no prueba nada. No bastaría haber sido un estudiante mediocre para sentirse capaz de escribir La comedia humana y no es, sin duda, traduciendo mal a Virgilio, o a Cicerón, como ciertos imitadores lograrían los éxitos de Balzac.
¿Pero a qué detenernos en los liceos, más bien oscuros, y en las «pensiones», más bien opacas, donde el joven Balzac recibió la enseñanza de sus maestros? La verdadera enseñanza que su alma aguardaba, la apetecida por su ser todo, era de otra índole. Fue París el que pronto se la impartió. París, la ciudad más honda y, al mismo tiempo, la más ligera; la que pasa cada verano, como una moda, aunque atraviese los siglos sin alterarse; la que se detiene un momento frente al brillo de las vitrinas, pero conoce mejor que nadie el valor de su propia sombra; la que tiene, para los reyes que la visitan y las «divas» que la seducen, los mismos ojos acogedores y desdeñosos: hoy entusiastas y mañana desencantados; en suma: la que busca, en el arrebato de cada instante, no un remedio para su hastío —el spleen no es dolencia gálica— sino el tesoro de un espectáculo más para su memoria.
Otros novelistas y otros poetas han cantado a París con mayor ternura, o con énfasis más sonoros. Ninguno (ni siquiera Larbaud, ni siquiera Fargue) lo conoció como el escritor de La piel de zapa. Todo cautivaba a Balzac en París, en esos días de adolescencia; lo mismo el Louvre y Nuestra Señora que las casas del barrio donde se alojaron sus padres: el del «Marais», henchido de recuerdos políticos y galantes de la época de la Fronda. Iba a las Tullerías. Se asomaba a los Campos Elíseos. Veía pasar en sus claros carruajes a esas duquesas con cuyos aristocráticos adulterios ilustraría después su Comedia humana… El lujo lo deslumbraba. La pobreza lo protegía.
De 1816 a 1819 el futuro autor terminó su bachillerato de derecho. Asistió a los cursos de la Sorbona y del Colegio de Francia. Apenas graduado, cambió por completo su vida. Había llegado para su padre la hora de jubilarse. Era imposible que la familia continuase residiendo en París con la pensión que el Estado le atribuyó: 1,695 francos anuales, aproximadamente la cuarta parte del sueldo que antes cobraba. Se imponía otra vez la provincia. La provincia, que Balzac utilizaría abundantemente como el marco de muchas de sus novelas, pero que no aceptaba ya, en esos años, como escenario de su destino. Mientras sus padres se disponían a instalarse en Villeparisis, Honorato se inventó una vocación impaciente de hombre de letras. Una buhardilla lo acogió en la calle de Lesdiguières. El alquiler no era muy costoso: ¡60 francos al año! Orgulloso de su miseria —o, más bien, de su soledad— el bachiller en derecho Honorato Balzac principió a redactar un Cromwell que, a falta de otras virtudes, tuvo la de retenerlo en París hasta la primavera de 1820. ¡Cuánto júbilo de existir se adivina en él! Desde esa buhardilla (que pintará después en La piel de zapa) escribe con fervor a su hermana Laura: «Vivir a mi antojo; trabajar en lo que me gusta; nada hacer si así lo deseo; adormecerme sobre un futuro que embellezco a mi modo; pensar en ustedes, sabiendo que son felices; tener por amante a la Julia de Rousseau, por amigos a La Fontaine y a Molière, por maestro a Racine y por paseo el cementerio del Père-Lachaise… ¡Ay, si esto pudiera durar eternamente!».
Es curioso advertir cómo la figura de Cromwell interesó a los franceses de la generación de Balzac. Victor Hugo, tres años más joven que él, había de utilizarla en el drama que le sirvió de ocasión —o de pretexto— para lanzar, como prólogo de la obra, el manifiesto del romanticismo. Decía en aquellas páginas el futuro poeta de Las contemplaciones: «La poesía tiene tres edades. Cada una de ellas corresponde a una época de la sociedad: la oda, la epopeya y el drama. Los tiempos primitivos son líricos, los antiguos son épicos; los modernos, dramáticos. La oda canta la eternidad, la epopeya solemniza la historia, el drama pinta la vida. El carácter de la primera poesía es la ingenuidad; el de la segunda, la sencillez. La verdad es el carácter de la tercera…». Mucho podría escribirse acerca de estas afirmaciones, voluntariamente elípticas y, desde el punto de vista histórico, discutibles. En Grecia, por ejemplo, el camino seguido por la poesía no fue siempre el que señaló Victor Hugo. Píndaro es posterior a la Ilíada y a la Odisea. Pero lo que me interesa observar aquí es que, a los 25 años, como Balzac a los 20, Hugo estimaba que el ingreso a las letras debe hacerse por medio del drama, el cual, a su juicio, es el género literario realmente moderno, «pues tiene por condición la verdad».
Al escoger uno y otro a Oliverio Cromwell como protagonista, obedecían —acaso sin darse cuenta— al recuerdo de Bonaparte. Encomiar la figura de Cromwell, durante el reinado de los Borbones, era la forma menos peligrosa y menos directa de evocar «al usurpador». Por desgracia —y al par que Victor Hugo— Balzac creía en el drama en verso. Y digo por desgracia porque, como Stendhal, Balzac no estaba dotado para tales juegos métricos y prosódicos. Su Cromwell hizo sonreír a los conocedores. A uno sobre todo, profesor del Colegio de Francia, el señor Andrieux. Según él, a quien fue enviado el manuscrito de Cromwell, el joven Honorato debía dedicarse a cualquier cosa, excepto a las letras.
Respetuosos de semejante advertencia, los padres del autor —esperando verle abdicar de sus aspiraciones literarias— lo retuvieron en Villeparisis. Allí le hubiesen amenazado tan sólo el aburrimiento, la nostalgia de la gran capital perdida y la melancolía del fracaso precoz. Pero el destino organizó muy bien, esa vez, la maquinaria de su provincia. En el otro extremo del pueblo elegido por la familia Balzac, residía una dama que usufructuaba dos propiedades intransferibles o, para ser exacto, dos tradiciones muy femeninas: la cortesía de la nobleza y el prestigio de la hermosura, ambos a punto de marchitarse. He nombrado a Madame de Berny.[2]
Nacida en Versalles, en 1777, ahijada de Luis XVI y María Antonieta, Madame de Berny podía representar decorosamente (para el robusto y hasta entonces casto Honorato) el papel de la gran señora venida a menos, deseable a pesar de sus ocho lustros más que cumplidos. No pocos escritores varones se han preguntado cómo pudo Balzac, a los 21 años de edad, enamorarse de una mujer de 43. Interroguemos mejor a las escritoras. Una de ellas, la señora Dussane, actriz famosa en los anales de la Comedia Francesa, plantea el problema en términos muy distintos y, acaso no sin razón. «Honorato —dice la señora Dussane— veintidós años más joven que Madame de Berny, no tenía nada para agradar a esa refinada mujer. Era indiscreto, cortante, a la vez cándido y jactancioso; su atuendo parecía equívoco, agresivos sus juicios y sus proyectos ayunos de sensatez. ¿Por dónde pudo llegar ese vulgar Querubín hasta el corazón de una mujer casada desde hacía veintisiete años, nueve veces madre y que conservaba el cuidado y la preocupación de sus siete hijos, vivos aún?».
La explicación de la señora Dussane resulta plausible. La puerta por donde penetró Balzac hasta la intimidad de Madame de Berny no era tanto una puerta cuanto una herida, una herida oculta: la que le había causado la muerte de dos de sus hijos adolescentes. El mayor de ellos, su primogénito, habría tenido, en los días en que trató a Balzac, más o menos la edad de Honorato. El cariño de Madame de Berny para el fracasado autor de Cromwell fue, desde el primer momento, una desviación maternal. No nos sintamos ofendidos por las palabras. Recordemos que uno de los libros más populares de aquella época se llamaba Las confesiones. Su autor: Rousseau. Ahora bien ¿no había sido también un amor semimaternal el de Madame de Warens para Juan Jacobo?… Como quiera que sea, Honorato y Laura María Antonieta de Berny no tardaron en ser amantes. Amantes, a pesar de la presencia del señor de Berny, incómodo y casi ciego. Amantes, a pesar de las hijas de Laura, ya no muy niñas. Amantes, a pesar de la madre de Honorato, fría para su hijo, pero exigente; exigente tal vez por fría. Amantes, a pesar de la reprobación de la burguesía entronizada en Villeparisis.
El amor, en esas condiciones, abre siempre una escuela para el más joven. Balzac aprendió en esa escuela muchas lecciones inolvidables. Desde luego, una lección de buen gusto. Él, tan tosco, tan repentino, tan rubicundo, aprendió a estimar en Madame de Berny lo que no tenía: la elegancia, la discreción, la reserva, la palidez. Él, tan egoísta y tan ávido, necesitaba admirar en Laura esa generosidad indulgente y ese sacrificio exquisito que son para las mujeres, en la miel de la madurez, la sabiduría más prestigiosa, ya que reúnen el placer de la posesión y la efusión otoñal del desistimiento…
«Sólo el último amor de una mujer puede satisfacer plenamente al primer amor de un hombre» dijo Balzac en uno de sus libros, La duquesa de Langeais. ¿Y Romeo? pensarán al leer esa frase los que van, todavía hoy, a buscar en Verona el fantasma rápido de Julieta… En el amor, como en tantos otros ejercicios humanos, más o menos espirituales, resulta siempre un poco arbitrario querer fijar, a priori, reglas válidas para todos. Sin embargo, puede admitirse que en muchos casos, el primer amor define en efecto al hombre —y el último, a la mujer. Eso ocurrió con Balzac y Madame de Berny. Más que modelar a su amante, como lo hubiese hecho quizá con mujer menos preparada, Honorato se dejó modelar por ella. No totalmente, puesto que en él la inexperiencia del cuerpo imperioso y rudo, merecedor de lecciones de arte social, escondía un carácter indómito y ambicioso, el de un ser que decía a su hermana, cuando tenía catorce años: «¿Sabes que tu hermano será un gran hombre?»… Según añaden algunos biógrafos, la madre de Balzac se limitó a congelar su entusiasmo reconviniéndole de este modo: «¡No emplees palabras de las que no conoces aún el significado!».
Más inteligente o más afectuosa (el afecto es la inteligencia suprema de las mujeres), Madame de Berny supo vislumbrar la grandeza del dolorido escritor de Cromwell. La torpeza sentimental, y casi seguramente sensual, de aquel «Querubín» espeso no fue bastante para ocultarle lo que vibraba —admirable promesa ya— en sus ojos inconfundibles: la luz del genio. No era tal vez suficiente que Honorato creyera en su propia fuerza. El destino exigía, además, que otro ser —y no sólo su hermana Laura— confiara también en Su porvenir. Eso hizo Madame de Berny: creer en la originalidad de Balzac; adivinar el Balzac futuro. Ahora bien, para muchos artistas, adivinarlos es tanto como ayudarlos a ser lo que se proponen. Hasta el punto de que no llegamos a presentir con exactitud lo que habría sido en verdad Balzac si, cierta noche, en Villeparisis, cierta dama, atractiva a pesar del tiempo, no hubiese visto nacer en su compañía una primavera más: la cuadragésima cuarta de su existencia.
No todos pueden arder en la llama joven de una muchacha, como Romeo. Para encontrarse a sí propio, para leer en sí mismo, como en un palimpsesto escrito con quién sabe qué antigua y pudorosa tinta simpática, invisible al frío, Balzac requería un fuego más lento, un calor más sabio, el de una lámpara vigilante. Imaginamos así la temperatura moral con que lo rodeó Madame de Berny.
Desde entonces hasta el 4 de junio de 1826 (día que deseo precisar por la razón que más tarde explicaré) la influencia de Madame de Berny se ejerció delicadamente sobre Balzac. Por espacio de más de un lustro, ella y el voluntario aprendiz de genio gozaron de una intimidad que no interrumpieron ni las tareas enormes y dispersas del escritor, ni su instalación en París, cerca de los jardines del Luxemburgo —Rue de Tournon— ni siquiera su aventura erótico-histórico-literaria con otra dama de la nobleza, napoleónica ésta, aunque cuadragenaria también, la duquesa de Abrantes.
Acabo de mencionar las tareas enormes del escritor El poco éxito de Cromwell no disminuyó la sed magnífica de Balzac. No había podido vencer las dificultades del drama en verso. Quedaban otros caminos. Uno en particular: el de la novela. Prevalecía entonces la obra de un escocés ilustre: Walter Scott. Las señoritas se desmayaban con las tribulaciones de Lucía de Lamermoor. Los jóvenes soñaban con Ivanhoe. Los eruditos preferían la lectura del Anticuario. Todos, o casi todos, buscaban en los libros del novelista de «más allá de la Mancha» una hora de ensueño histórico, una fuga hacia la aventura del pasado, la alegría de una evasión. Balzac decidió ser otro Walter Scott. En pocos meses, produjo una serie de engendros torpes y apasionados, congestionados más que fantásticos: La heredera de Birague, El vicario de las Ardenas, Clotilde de Lusignan, Anita o el criminal, Argow el pirata, Jane la pálida…
¿Qué pretendía Balzac con todo ese esfuerzo inútil? ¿Conquistar gloria, o ganar dinero? Ambas cosas al par. Pero ni lo primero ni lo segundo era tan fácil como lo suponía. La gloria es persona esquiva. Huye del que la persigue. Llega a veces cuando nadie la espera. En cuanto al dinero (ese Argent, con mayúscula, que inquietó a Balzac incesantemente), los resultados fueron más que mezquinos. Por La heredera de Birague obtuvo 800 francos; 1,300 por Juan Luis, y 2 mil —en promesa— por Clotilde de Lusignan.
La «Dilecta», según llamaba ya por entonces a Madame de Berny, no perdía la fe indispensable para ayudar a su grande hombre. Lo conocía. Apreciaba todas sus cualidades y no ignoraba muchos de sus defectos; entre otros, su vanidad. Así lo demuestra una carta suya, posterior al período que describo, en la cual aconseja a su amigo: «Haz, querido mío, que la multitud te vea, de todas partes, por la altura en que te sitúes; pero no le grites que te admire». Advirtamos, aunque sea de paso, que —con excepción de Alfredo de Vigny y de Gerardo de Nerval— los románticos, maestros en el arte de la publicidad literaria, eran bastante dignos de que alguien les recomendara esa discreción, tan mal practicada por Honorato.
Para escribir con mayor desahogo, Balzac consideró urgente regresar a París. De allí su instalación en las inmediaciones del Luxemburgo. Pero París, a donde Laura de Berny iba a verle frecuentemente, tenía por fuerza que proponerle múltiples tentaciones. La menos esperada se la deparó la señora de Abrantes, a quien conoció en Versalles, en casa de su cuñado Eugenio Surville. Viuda del mariscal Junot, la duquesa era en cierto modo una traducción al estilo bonapartista —y editada en papel de lujo— de la liberal y borbónica Madame de Berny. Las dos llevaban el mismo nombre: Laura, como la hermana de Honorato. Las dos tenían casi la misma edad, puesto que los siete años de diferencia que entre ambas mediaban —y que mediaban contra Madame de Berny— ésta los compensaba con lo absoluto de una ternura que la inscribía, en ciertos momentos, dentro de un halo de juventud. Para Balzac, una y otra planteaban un problema psicológico semejante: la superioridad del genio incomprendido frente a la superioridad de la experiencia, de las costumbres y de la destreza aprendida en las tácticas de una Corte. Madame de Berny le impulsaba a escribir. La señora de Abrantes, escritora ella misma, le invitaba a colaborar. Madame de Berny había resistido a Honorato durante meses. La señora de Abrantes le dijo, con relativa prontitud: «Soy su amiga para siempre y su amante… cuando lo quiera usted».
¿Cómo defenderse de una amabilidad tan devoradora? Sobre todo ¿cómo defenderse de tal amabilidad cuando se es tan joven, cuando la «Dilecta» cumplió ya sus 47 años y cuando la dama que así se ofrece recibió en la frente, en un día de gloria, el beso imperial del jefe, la caricia imperiosa de Napoleón? Según sabemos, Balzac se defendió en realidad muy ligeramente. Madame de Berny no tardó en adivinar su deslealtad. Pero, durante el primer tercio del siglo XIX, una amante con varios semestres de acción sutil y dominadora, poseía —aunque se acercase ya a los 50— varios medios de combatir a una advenediza que, por otra parte, era casi contemporánea suya y que solía reaccionar muchas veces con más orgullo que lucidez.
Balzac no quería romper con Madame de Berny.
Tuvo entonces que distanciarse de la duquesa. Y ésta le envió una carta que es modelo de impertinencia y de cólera incontenida. «Si es usted tan débil —le decía entre varias otras amenidades—, si es usted tan débil como para ceder al peso de una prohibición, pobre hombre; entonces la cosa es más lamentable aún de lo que yo pensaba…».
Naturalmente, una carta así no apresuró la ruptura con Madame de Berny. Acaso, al contrario, reanimó un poco los sentimientos póstumos de Honorato. Poco a poco, entre los celos de Laura de Berny y las exigencias de Laura de Abrantes, el novelista hubo de confesarse casi cansado. Para estarlo del todo no le faltaban otras razones. Sus novelas a la Walter Scott no le habían traído ninguna gloria. Una noche, al ir a pasar el Sena, Arago descubrió a Honorato, en uno de los puentes. Veía correr el agua. Balzac le dijo: «Miro el Sena y me pregunto si no voy a acostarme hoy entre sus húmedas sábanas». A la amargura del fracaso literario, se añadía también la preocupación de los malos negocios. En enero de 1826 —y precisamente junto con su amigo Arago— Balzac había fundado un periódico: El Fígaro, del que pronto se adueñaron, primero, Le Poitevin y, luego, Bohain. Meses antes, Honorato había convencido a sus padres y a Madame de Berny de que le prestasen las sumas que le hacían falta para publicar, en cooperación con los editores Canel y Delongchamps, las obras completas de Molière y de La Fontaine. La iniciativa acabó en desastre. Durante el verano de 1826, se procedió a la liquidación. La pérdida sufrida por Balzac fue de 15,250 francos: los 9,250 que le había prestado Madame de Berny y 6,000 que tendría que devolver al señor d’Assonvillez de Rougemont. Pero Balzac no fue jamás jugador prudente. Los negocios constituían para él lo que, para Dostoyevski, el tapete verde de los casinos: un espejismo y una esperanza eternamente renovada. Con la seguridad de recuperar los millares de francos perdidos, se inventó una profesión de impresor. El 4 de junio de 1826 fue a instalarse en una imprenta que había adquirido con dinero de una amiga de su familia, Madame Delannoy y, como siempre, con la ayuda pecuniaria de Laura de Berny. La imprenta estaba ubicada en el número 17 de la calle que se conoce hoy con el nombre de Visconti. Se llamaba, entonces, Marais-St. Germain.
Esa fecha —que señalé en párrafos anteriores, como un hito en la vida agitada del novelista— marca el principio de un nuevo y terrible acto en el drama de Balzac contra el infortunio.
Fuente:
Título original: Balzac
Jaime Torres Bodet, 1959
Editor digital: IbnKhaldun
ePub base r1.2
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