viernes, 22 de julio de 2016

Alejandra Pizarnik & León Ostrov Cartas. Nº.10


 Carta N.º 10
27 de diciembre de 1960.

Querido León Ostrov:
Hace bastante tiempo que deseo escribirle y no sé qué impaciencia me detiene en mitad de las cartas, qué exasperación ante la pobreza de mi lenguaje. En fin, le envío unas pocas líneas para que sepa que estoy, que vivo, y que si no escribo es porque no puedo.
Mi vida aquí viene y va, es la corriente de siempre, esperanza y desesperanza. Ganas de morir y de vivir. A veces el orden, a veces me devora el caos. Creo que actualmente es lo segundo. Tal vez le escribo por eso.
Mi trabajo en la oficina va bien. Hago las cosas bien. Con una absoluta inconsciencia. Pero es eso, al parecer, la razón de mi éxito. Pienso en lo más lejano mientras mis manos y algo que no sé qué es se funden con la tarea. Yo estoy lejos, y no obstante las cosas se hacen. Me asombro de no haber transformado esto en un infierno, quiero decir mi relación con los que me rodean. Soy silenciosa y cortés (très gentille) y mi única preocupación es Eichelbaum (a quien usted conoce, creo) y a quien odio, muy en secreto. Este odio me exaspera como todas las manifestaciones afectivas que no comprendo. Con toda humildad psicoanalítica, me permití descubrir —por sueños y asociaciones— que lo identifico profundamente con mi padre. Además, he dado en enamorarme platónicamente de una periodista argentina que prepara con él un programa de radio. Este amor es lo que me faltaba para llevarme a la actualidad el problema siempre ardiente que tengo con mi madre. Agreguemos que la periodista es lesbiana confesa y que E. se encuentra con ella en todas partes menos en la oficina («me impide verla»). Todo esto me sume en las dos sombras de costumbre, en los dos seres de la infancia, en la sensación de orfandad y en el dolor de siempre. Sólo que ahora me veo y me descubro. Es decir, durante el día comprendo lo patológico de este amor (hace ya tres meses que me deliro por ella) pero en la noche es la venganza, y cuando más «curada» me siento, por obra y gracia de mi esfuerzo e inteligencia, se producen sueños tristes como hospitales en los que está ella y estoy yo con mi familia. En fin, estos dos seres, E. y la periodista —que no sé por qué callo su nombre si usted la debe conocer— me son cercanos y presentes casi todo el día y toda la noche. Mi vida, entonces, es una conjuración de sombras. Veo otra gente, trato de salir, me obligo a ir al cine, al teatro, a leer, a escribir. Además, desde la semana pasada tengo un amante. Un amante que me hace feliz. Esto es tan asombroso, justamente ahora que me sentía en el centro exacto de la homosexualidad, viene alguien (un joven poeta muy parecido —por la poesía y por la manera de hacer el amor— a Enrique Molina) con quien alcanzo una realización física absoluta, absurdamente perfecta. Y he quedado asombrada, cómo es posible, me digo, estar tan enferma y ser tan neurótica y no obstante, permitirse esta exaltación del cuerpo, esta plenitud sexual, esta aventura a fondo. Todo esto rodeado de temores por las consecuencias (como siempre) y además de un extraño anonadamiento porque yo no amo a este joven poeta, y me es en suma indiferente, y no obstante cuando viene es como una droga, algo mucho más fuerte que todo. No obstante, al día siguiente, viene la culpa, un sentimiento bíblico de la pesantez del cuerpo, del sexo y se me llena la memoria de palomas y necesito ángeles y flores: poemas. Lo demás está en la duda: no sé si volver o quedarme. Aún no me dijeron que me aceptan definitivamente pero sospecho que así será, y después de todo, qué importa volver o no, mejor dicho, importa no volver, importa mi soledad en mi cuartito —que he llegado a querer— mi libertad de movimiento, y esta ausencia de ojos ajenos en mis actos. Si no fuera por mi enamoramiento (que me lleva muchas noches a errar por las calles y buscarla: en cada rostro, en cada árbol, en los perros, en las hojas muertas, en las sombras; y la tristeza definitiva de volver después de no haber encontrado ¿y qué encontrar si lo que se busca no existe?) mi vida sería tranquila y posiblemente dichosa, pero esta nueva irrealidad en que me he sumido, este amar absurdo (ocurriendo, como siempre en estos casos, que ni recuerdo su rostro verdadero). En fin, tengo mucho miedo y no obstante estoy maravillada, fascinada por lo extraño y lo inextricable de todo lo que soy, de todas las que soy y las que me hacen y deshacen. («Sufren pero viven. El sufrimiento es real»). Pero me gustaría hablar con usted de todo esto. Mientras tanto, perdón por tanto conflicto, por ese lanzarme así por vía aérea, paciente a perpetuidad, erguida en la torre Eiffel como un inquebrantable «hommage a Freud». Abrazos para usted, para Aglae y para Andrea,
Alejandra

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