sábado, 28 de noviembre de 2015

CARLOS FUENTES TODOS LOS GATOS SON PARDOS (Ceremonia Del alba).


CARLOS FUENTES

TODOS LOS GATOS SON PARDOS
(Ceremonia Del alba)
En:
Obras Completas; Ed. Aguilar, vol 2.; 1985; p.1153-1261

A Inge y Arthur Millar

PROLOGO DEL AUTOR

CUÉNTASE en los Anales de Cuautitlán que los llamados Tezcatlipoca, Ilhuimécatl y Toltécatl (todos ellos mágicos certificados) decidieron expulsar de la ciudad de los dioses a Quetzalcóatl, la serpiente emplumada, el creador de los hombres y el instructor en las artes básicas: el cultivo del maíz, el pulimiento del jade, la pintura del mosaico y el tejido y tintura del algodón. Pero necesitaban un pretexto: la caída. Pues mientras representase el más alto valor moral del universo indígena, Quetzalcóatl era intocable. Prepararon pulque para emborracharlo, hacerle perder el conocimiento e inducirlo a acostarse con su hermana, Quetzaltépatl. Como en las historias bíblicas, la embriaguez y el incesto serían una tentación suficiente. Pero ningún patriarca hebreo era dios; y los demonios mexicanos sabían que Quetzalcóatl lo era. ¿Bastarían las tentaciones humanas? Para desacreditar al dios ante los hombres, sí. Pero, ¿para desacreditarlo ante los dioses y ante sí mismo? Entonces Tezcatlipoca, el brujo de la noche, el espejo humeante, dijo: "Propongo que le demos su cuerpo." Tomó un espejo, lo envolvió en algodones y fue a la morada de Quetzalcóatl. Allí, le dijo al dios que deseaba mostrarle su cuerpo. "¿Qué es mi cuerpo?", preguntó con asombro Quetzalcóatl. Entonces Teztatlipoca le ofreció el espejo a Quetzalcóatl, que desconocía la existencia de su apariencia, y la serpiente de plumas se miró y sintió gran miedo y gran vergüenza: "Si mis vasallos me viesen —dijo— huirían lejos de mí." Presa del terror de sí mismo —del terror de su apariencia—, Quetzalcóatl, esa noche, bebió y fornicó. Al día siguiente huyó, hacia el oriente, hacia el mar. Dijo que el sol lo llamaba. Dijeron que regresaría: por el oriente, por el mar. Quetzalcóatl se fue sin saber que había sido el protagonista simultáneo de la creación y de la caída. Sembró, en la tierra, el maíz; pero en las almas de los mexicanos sembró una infinita sospecha circular.
El arte circular del México antiguo posee la forma de una serpiente emplumada que se devora a sí misma: es la imagen de Quetzalcóatl. Su tiempo y su espacio se niegan a resolverse en una ilusión lineal. El arte europeo transplantado a México es fundamentalmente lineal: se resuelve en un progreso anecdótico, accidentado pero ascendente, accidentado por occidentado. La orientación indígena es de otro signo. En una ocasión, visitando las ruinas de Uxmal con el pintor italiano Adami, éste me hizo notar cómo la función religiosa del conjunto es escondida, sí, pero a la vez superada por una forma estética en la que cabe mucho, muchísimo más que el pragmatismo teocrático que la dictó. Y es que el sentido del arte mexicano antiguo consiste, precisamente, en elaborar un tiempo y un espacio amplísimos en los que quepa tanto el círculo implacable de la manutención del cosmos, como la circularidad de un perpetuo retorno a los orígenes, como la circulación de todos los misterios que la racionalización no puede acotar. Así, nuestro arte antiguo termina por crear un signo de apertura: el significante no agota los significados. La forma es más amplia y resistente que cualquiera de los contenidos que se le atribuyan: y esta calidad formal es la que asegura, precisamente, la vigencia y multiplicidad de los contenidos. El conjunto de Uxmal, una estatuilla olmeca o un relieve zapoteca admiten —reclaman— varias lecturas: existen a un nivel histórico, social, religioso, psicológico, estético, simbólico, físico y metafísico, real y suprarreal.
Y es que en el arte antiguo de México existe una secreta tensión que el pensamiento europeo positivista no puede admitir. Éste pretende, de manera abstracta, suprimir la contradicción entre la necesidad y la libertad; e! enunciado de la ley —"todos los hombres son iguales"— debería asegurar su coincidencia. En las sociedades indígenas todo era necesario: la libertad, a primera vista, solo es identificable con una aspiración centrada en el mito de Quetzalcóatl y degradada, como lo ha hecho notar Laurette Séjourné por la necesidad política del imperio azteca. No faltan, desde luego, las pruebas de una variada resistencia a esa política, así en las comunidades tribales que después prestaron su ayuda a Hernán Cortés, como en actos aislados de rebeldía suicida, como el del imprudente consejero de Moctezuma, Tzompantecuhtli. Pero en el origen mismo del mundo antiguo (lo Índica, entre otras cosas, el mito de la serpiente emplumada: un dios envidiado, traicionado, caído porque creó a la criatura) existe esa tensión en un doble aspecto.
La necesidad en sí es una prueba de la insuficiencia humana: el asombro cósmico, el terror natural, no son nunca ajenos a una reflexión, por sumaria que sea, sobre los límites de la libertad. En cierto modo, esa libertad crea lo que la niega para saberse distinta: los hombres no pueden ejecutar las obras de los dioses; ¿pueden los dioses ejecutar las obras de los hombres? La antigüedad grecolatina contesta que sí: el destino de los dioses se confunde con el de los hombres: cultura trágica que aspira a la reunión. La antigüedad mexicana contesta negativamente: los dioses son distintos de los hombres: cultura teocrática que afirma la separación. Venus y Apolo son dioses fisurables, vaginales, testiculares: penetran y son penetrados por los hombres. La Coatlicue —la diosa madre del panteón azteca— no admite fisura alguna: es el monolito perfecto, una totalidad de lo intenso: autocontenida y omnicontinente. Carece, significativamente, de cabeza; renuncia al antropomorfismo: es una diosa, no una persona, y una deidad separada de las vacilaciones, tentaciones, necesidades o libertades humanas. Cuando el tiempo y el espacio se reúnen en la Coatlicue, dejan de ser objeto de identificación humana y se imponen como algo más, un poder aparte que no se funde con lo real y que, sin embargo, es parte de lo real porque, quizás a pesar suyo, multiplica la realidad. Los dioses mexicanos, en este sentido, son algo más que una ilustración de la naturaleza: pretenden ser lo que la naturaleza jamás puede ser: lo otro, una realidad separada.
Esta decisión de crear una realidad ajena a la vida natural abre un espacio de extrañamiento y promueve un encuentro paradójico entre lo que no puede ser tocado o afectado por los hombres (lo sagrado) y la construcción humana, física e imaginativa, de esos espacios y tiempos de lo sagrado. La imaginación de los hombres ha creado lo que en seguida será enajenado, separado de los hombres. La Coatlicue cuadrada, decapitada, con su guirnalda de calaveras, su falda de serpientes, sus manos abiertas y laceradas, quiere ser impenetrable: monolítica. Como todos los dioses del panteón azteca, ha sido creada a imagen y semejanza de lo desconocido y sus elementos decorativos, si separadamente pueden ser llamados calaveras, serpientes, manos, en verdad se funden en una composición de lo desconocido: vistos en su conjunto, ya no quieren ser nombrados. La Coatlicue es el símbolo de una cultura ritual: una cultura de repeticiones sagradas que excluye la renovación histórica.
Quizá la tentación de Quetzalcóatl consistió en parecerse a sus criaturas; quizá la tentación ofrecida por el espejo humeante de Tezcatlipoca no consistía sino en una doble operación del terror sagrado: mostrar a las criaturas que la cara de Quetzalcóatl no era como la de ellos, que fueron creados, sino un rostro anterior a la creación, un rostro espantable en el que no podía dejar huella el tiempo dulce y vulnerable de los hombres: un rostro espantoso porque era irreconocible, e irreconocible porque era eterno, y mostrarle a Quetzalcóatl, el creador que inventó las caras de los hombres, que su rostro no era como el de los hombres; que si su creación era divina, el era un monstruo, pero que si él era un dios, sus hijos, tan distintos de él, eran infernales. Quetzalcóatl vio en el espejo de Tezcatlipoca un rostro eterno: idéntico al espejo: un espacio infinitamente vacío, idéntico a la noche sobre la que reinaba el demonio. La fuga de Quetzalcóatl es la huida de un dios desesperado por parecerse a sus criaturas: como ellas, bebe; como ellas, ama; como ellas, se adueña de un rostro que es espejo del tiempo, de un tiempo que es reflejo del deseo, de un deseo que nace de la necesidad. Quetzalcóatl huye a sabiendas de que, mientras esté ausente, será deseado. La Coatlicue, monolítica, impenetrable, sin rostro, permanece.
Quizás esta negación extrema fue una condición para que hoy, vaciada de su función precisa, literal, la forma de la escultura indígena aparezca desprovista de su viejo significado unívoco y abierta a la pluralidad ambigua. Pues estas figuras voluntariamente enajenadas, distantes, de una cultura ritual que excluía el cambio, remitían, precisamente en virtud de esa voluntad estática, a los hombres que las imaginaban a sus propios orígenes. En el mundo azteca, todo —religión, agricultura, poder, ritos sacrificiales, astrología— estaba sometido a la sospecha del fin cercano; la vida, frágil y nueva, de las poblaciones del altiplano mexicano necesitaba una certeza de permanencia; todo estaba ordenado a exorcizar la catástrofe  cíclica  de  la  sequía,  el  hambre,  la  guerra, la muerte, la enfermedad, la desaparición de los reinos de este mundo. Los dioses cumplían esta función de estabilidad, de inmovilidad: eran las sustancias no sujetas a cambio, la garantía contra el Apocalipsis, la negación de un futuro que solo podía ser catastrófico. Cuando el futuro es suprimido, el origen ocupa su lugar. En vez de mirar hacia adelante, los hombres se acostumbran a mirar hacia atrás; atrás estuvo \a época feliz, la edad de oro, antes de que los hombres fuesen entregados a la opresión, el hambre y la duda. Pero el hombre instalado de nuevo en los orígenes también ha estado fuera de ellos: los puede interrogar y, al hacerlo, invariablemente adquirirá una imaginación de realidades opuestas y alternativas que lo conducirá, a su vez, a una certeza clandestina, acaso revestida de mitos, de que hubo una unidad original, es  decir, una historia anterior a la separación.
Mi emoción al contemplar las antiguas esculturas mexicanas nace de esta tensión y del descubrimiento, en ellas, de una libertad diferida, la que es posible reconocer en la gracia reclinada de un Chac Mool, en la mueca falsa (irónica) de una urna zapoteca, en la deyección inconsciente, como si la divinidad fuese una carga humana más que una condición sagrada, de Xochipilli, Señor de las Flores. Una y otra vez, la intención monolítica es frustrada por un sentido secreto, casi conspiratorio, de la contradicción sembrada en el corazón de la piedra por el artista anónimo. Contradicción: nominación. Pues, muy a su pesar, ¿no eran inmersas estas heladas deidades en el flujo de la imaginación al ser nombradas, en fusión y confusión perpetuas, espejo de humo, flor de la fiesta, concha de mar, hogar de la aurora, campanas pintadas por la luna, navaja de la mariposa de obsidiana, serpiente de las nubes?
La piedra era corroída, en cada oración, en cada aspiración, por la contra-consagración de la poesía. Y es esto lo que convierte, para nosotros, al arte indígena en arte moderno, suprarreal, ambivalente: entre las piedras y las manos que las esculpieron, las palabras acabaron por tender el puente del deseo. En la tierra de la necesidad, el deseo se transfigura a fin de alcanzar su objeto, un objeto que materialmente le es vedado. La necesidad encuentra gratificaciones donde la abundancia solo acumula desperdicios.
La parábola de Quetzalcóatl ilustra, aclara este tema de la tensión entre libertad y necesidad, entre estar y devenir, entre padecimiento y deseo, entre consagración y profanación, entre identidad y anonimato, que se oculta en el arte antiguo de México. Quetzalcóatl lucha con su apariencia: es la encarnación misma del dilema de todo arte. Es el único dios mexicano que se atreve a aparecer con un cuerpo, con una identidad. Rompe la fatalidad de la máscara. Pero nunca sabremos cómo era su cuerpo o cuál era su identidad. Al conocerse, Quetzalcóatl se convierte en un desconocido. Huye, pero es esperado. La historia del México indígena es la historia de una ausencia y de una espera: la de un principio de unión, es decir, de libertad original. Cada piedra, cada templo, cada escultura del México antiguo son algo más que el signo pragmático de una sociedad teocrática: son los recipientes de esa espera desesperada: el regreso de Quetzalcóatl, un retorno al origen sin separación, idéntico al encuentro con un futuro bienhechor. Todo el tiempo y todo el espacio debían caber en esos recipientes, pues quizá sería necesario esperar una eternidad para que el principio de la unión, la moral y la libertad regresasen a estos lugares.
La piedra debía resistir, desvelada. El insomnio era la condición de un encuentro. ¿Cuál ser/a la verdadera apariencia del dios que huyó hacia el sol? ¿Bajo que aspecto regresaría? Desconocida, la identidad de Quetzalcóatl fue usurpada por un hombre que llegó a destruir el tiempo y el espacio inventados para recibirlo. Hernán Cortés, al desembarcar en México el día previsto por los augurios divinos, cumplió la promesa destruyéndola. México impuso a Cortés la máscara de Quetzalcóatl. Cortés la rechazó e impuso a México la máscara de Cristo. Desde entonces, es imposible saber a quién se adora en los altares barrocos de Puebla, de Tlaxcala y de Oaxaca. Pero la confusión ha sido superada por la sangre: los indios, acostumbrados a que los hombres muriesen en honor de los dioses, se sintieron maravillados y vencidos por un dios que había muerto en honor de los hombres. ¿Cristo o Quetzalcóatl, el galileo coronado de espinas o la serpiente coronada de plumas?
Desde entonces, la historia de México es una segunda búsqueda de la identidad, de la apariencia, una búsqueda nuevamente tendida entre la necesidad y la libertad: más que conceptos, signos vivos de un destino que, una vez, se resolvió en el encuentro de la pura fatalidad y el puro azar. Fatal para el indígena. Azaroso para el español. Más trágico que Edipo, México no acaba de reconocerse en su máscara: a la fatalidad y el azar, opone el "albur": temible negación de los demás que nos conduce al suicidio de no poder reconocernos fuera de nosotros mismos. Y esa profunda inquietud acerca de su propia identidad —acerca de su necesidad y de su libertad probables— es lo que hace de México un país peligroso, un país apasionado. A fin de descubrirla sin engaños, México —como una calavera de Posada, como un monstruo de Cuevas— tiene que saltar con un grito desgarrante de la orilla de la necesidad a la orilla de la libertad —política, cultural, personal, económica—. ¿Es de extrañar que la historia oficial de nuestro país sea un ejercicio de enmascaramiento positivista con el propósito de evadir esa tensión, de volverla inocua?
Hace algunos inviernos y muchas noches, Artbur Miller me decía en su granja de Connecticut que, desde niño, lo que le había fascinado en la historia de la conquista de México era el encuentro dramático de un hombre que lo tenía todo —Moctezuma— y de un hombre que nada tenía —Cortés—. Más tarde, leyendo los escritos de psicoanálisis estructural de Jacgues Lacan, encontré este pensamiento: el subconsciente es el discurso del otro.
En cierto modo, de estas dos sugerencias nació Todos los gatos son pardos. Digo solo en cierto modo, pues básicamente esta pieza no es más que una respuesta o, para incurrir en galicismo, una contestación. Respuesta a mí mismo y contestación a México. A un tiempo, monólogo y diálogo; pero también, con suerte, coro. Pues en nuestro país, hablarse a sí mismo es hablar con los demás: la lírica ha sido la arteria central de la literatura mexicana; solo decimos la verdad en secreto, Y aun cuando hablamos en voz alta, seguimos hablando en voz baja; dulce dejo indígena, dicen algunos; voz del esclavo, digo yo, voz del hombre sometido que debió aprender la lengua de los amos y dirigirse a ellos con elaborado respeto, rezo y confesión, circunloquios, abundantes diminutivos y, cuando el señor da la espalda, con el cuchillo del albur y el alarido de la mentada.
Pero vista de otra manera, la literatura mexicana, desde la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España hasta Obsesivos días circulares y de fray Bernardino de Sahagún a fray José Emilio Pacheco, es un solo y vasto intento de recuperar la memoria recuperando la palabra. Porque en México la palabra pública, también desde tas Cartas de relación de Cortés hasta el penúltimo informe presidencial, ha vivido secuestrada por el poder y el poder, en México, es una operación de la amnesia. Si no fuese por la tarea de algunos escritores, la historia de México no tendría más voz que el zumbido de las moscas en los basureros de los discursos, las falsas promesas y las leyes incumplidas. Y cuando digo escritores, lo digo en el más amplio sentido: me refiero lo mismo a sor Juana Inés de la Cruz, que salva del silencio al virreinato, que a Emiliano Zapata, que alguna vez salvó a la Revolución de la mentira.
La lucha por la palabra, entre nosotros, equivale a la lucha por el poder, pero no por el poder burocrático, el poder armado o el poder retórico, sino por el poder ciudadano y personal, por el poder histórico de cada mexicano vivo y vivo ahora. Respuesta y contestación, Todos los gatos son pardos es a la vez una memoria personal e histórica, pues indagar sobre nuestros orígenes comunes para entender nuestra existencia presente requiere ambas memorias en México, el único país que yo conozco, además de España y los del mundo eslavo —no en balde excéntricos, como nosotros— donde preguntarse, ¿quién soy yo?, ¿quién es mi papá y quién es mi mamá?, equivale a preguntarse, ¿qué significa toda nuestra historia?
El poder y la palabra. Moctezuma o el poder de la fatalidad; Cortés o el poder de la voluntad. Entre las dos orillas del poder, un puente: la lengua, Marina, que con las palabras convierte la historia de ambos poderes en destino: el conocimiento del que es imposible sustraerse. Destino en y de la muerte, el sueño, la rebelión y el amor, le dice la Malinche a su hijo, el primer mexicano: muerte, sueño, rebelión y amor, no en cualquier orden, sino precisamente en ése, que indica los grados crecientes de la dificultad, de la carga y de la realización plena. Lo más fácil, entre nosotros, será morir; un paco menos fácil, soñar;  difícil, rebelarse;  dificilísimo, amar.
Si Moctezuma es la tragedia avasallada por la historia de los vencedores y Cortés es la historia contaminada por la tragedia de los vencidas, la Malinche, Marina, Malintzin reúne por un instante ambas esferas, nos recuerda que no hay historia comprensible si no toma en cuenta las excepciones personales de la tragedia, ni tragedia personalizable si no toma en cuenta las exigencias de la historia. Edipo es la gran excepción trágica al diseño histórico de Grecia;  la armonía es destruida por el destino. Hamlet es la gran excepción trágica al diseño histórico del Renacimiento: la voluntad es paralizada por la duda. Stalin es la gran, excepción trágica al diseño histórico del socialismo: la libertad revolucionaria es pervertida por el poder personal, La tragedia staliniana no ha sido afortunada: ha carecido de un lenguaje catártico, aunque no de imágenes simbólicas; las de Eisensteín en Iván el terrible. En cambio, las palabras de los dramaturgos griegos e isabelinos reintegran las excepciones trágicas al diseño histórico y, al mismo tiempo, dominan el orgullo y la ceguera de los proyectos históricos con el recordatorio trágico: la tragedia es la voz de la necesidad humana, la advertencia de las insuficiencias. Pero la conquista de México no es ni una revolución, ni una visión del mundo en crisis, ni la armonización crítica dentro de una cultura unitaria: es la historia de una colonización, y todo coloniaje envilece tanto al colonizador como al colonizado. Sin embargo, al contrario del coloniaje inglés, en la conquista española de México no solo existen dos diseños históricos contrapuestos (los anglosajones colonizaron el vacío cultural) sino que ambos son derrotados. Esto es lo que termina haciendo de la conquista española de México una tragedia, en tanto que la conquista inglesa de lo que después serían los Estados Unidos, es solo un genocidio. El diseño histórico del mundo indígena mexicano era la fatalidad, definida por el esperado regreso de Ouetzalcóatí: precisamente en el día previsto por el tiempo cíclico, la serpiente emplumada regresó, solo que su identidad fue usurpada por hombres, y por hombres crueles, rapaces, nuevos, enérgicos. Pues el verdadero diseño histórico de los conquistadores no correspondía ya al orden jerárquico, vertical, de la Edad Media; su signo era el signo renacentista de la voluntad", protagonizaba el ascenso a la existencia de los hombres nuevos, reclutados entre los bachilleres, los hidalgos pobretones, los aventureros y los labriegos de España, que desplazaban a los reyes y a la nobleza del centro activo del escenario pero que, a la postre, fueron frustrados por las jerarquías impersonales, religiosas y políticas, a las que representaban. Los indígenas fueron objeto de un culturicidio; los conquistadores fueron objeto de un personalicidio. España, con la Contrarreforma, instala sobre los restos del poder absoluto de Moctezuma, que a su vez se fundaba sobre la opresión colonial de los pueblos tributarios, las estructuras verticales y opresivas del poder absoluto de los Austrias. España se cierra y nos encierra. Tanto el mundo indígena mexicano como el mundo renacentista español quedan fuera del diseño histórico del virreinato. Un organicismo anacrónico derrota a un criticismo futurizable.
Corresponderá al nuevo mundo mestizo —a los hijos de la Malinche— inventar nuevos proyectos históricos y la lucha, hasta nuestros días, será entre colonizadores y descolonizadores. Mientras México no liquide el colonialismo, tanto el extranjero como el que algunos mexicanos ejercen sobre y contra millones de mexicanos, la conquista seguirá siendo nuestro trauma y pesadilla históricos: la seña de una fatalidad insuperable y de una voluntad frustrada.
El clamor de la Malinche es la advertencia del nuevo sacrificio humano y de la nueva necesidad humana del México nacido de la conquista. Pero sus palabras, al cabo, serán sofocadas por una tercera realidad, que en América Latina oculta y desvirtúa la verdad de la historia y la verdad de la tragedia: esa realidad es la épica, falsa historia y falsa tragedia que rehusa la crítica e impone la celebración.
Por la puerta falsa de la epopeya se cuela el autor, con la esperanza de penetrar al corazón del castillo e instalar en él, en vez de la gesta, el ritual. Y el ritual, tanto teatral como antropológicamente, significa la desintegración de una vieja personalidad y su reintegración en un nuevo ser.

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